En Alsacia, alrededor de 1850, un maestro de escuela cargado de hijos consintió en hacerse tendero. Pero no quiso colgar los hábitos sin una compensación: ya que renunciaba a formar las mentes, uno de sus hijos formaría las almas; habría un pastor en la familia y sería Charles. Charles se sustrajo a ese designio y prefirió correr por los caminos detrás de una amazona. Se volvió su retrato de cara a la pared y se prohibió pronunciar su nombre. ¿A quién le tocaba? Auguste se apresuró a imitar el sacrificio paterno: entró en el negocio, y se adaptó bien. Quedaba Louis, que no tenía ninguna predisposición acentuada; el padre se apoderó de este muchacho tranquilo y le hizo pastor en un abrir y cerrar de ojos. Después Louis llevó su obediencia hasta engendrar a un pastor a su vez, Albert Schweitzer, cuya carrera es bien conocida. Pero ocurrió que Charles no había encontrado a su amazona; el hermoso gesto del padre le había dejado su huella: durante toda su vida mantuvo el gusto por lo sublime y puso todo su empeño en fabricar grandes circunstancias con pequeños acontecimientos. Como puede verse, no pensaba en eludir la vocación familiar: quería entregarse a una forma atenuada de espiritualidad, a un sacerdocio que le permitiese las amazonas. Su salida fue el profesorado; Charles eligió enseñar alemán. Sostuvo una tesis sobre Hans Sachs, optó por el método directo, del cual más tarde se dijo inventor; publicó, con la colaboración de Simonnot, un Deutsches Lesebuch estimado, hizo una carrera rápida: Mâcon, Lyon, París. En París, en la distribución de premios, pronunció un discurso que alcanzó los honores de la separata: «Señor ministro, señoras y señores, queridos niños; nunca podríais adivinar de qué voy a hablaros hoy. ¡De música!». Descollaba en los versos de circunstancias. En las reuniones de la familia acostumbraba a decir: «Louis es el más piadoso; Auguste el más rico; yo soy el más inteligente». Los hermanos se reían, las cuñadas se mordían los labios. En Mâcon, Charles Schweitzer se había casado con Louise Guillemin, hija de un procurador católico. Louise aborreció el viaje de novios; Charles la había raptado antes de terminar la comida de bodas y metido en un tren. A los setenta años Louise seguía hablando de la ensalada de puerros que les habían servido en un comedor de estación: «Se comía todo lo blanco y me dejaba lo verde». Pasaron quince días en Alsacia sin dejar la mesa; los hermanos se contaban en su dialecto historietas escatológicas; el pastor se volvía hacia Louise de vez en cuando y se las traducía, por caridad cristiana. No tardó ella en conseguir certificados complacientes que le dispensaron del comercio conyugal y le dieron el derecho de tener habitación aparte. Hablaba de sus dolores de cabeza, adquirió la costumbre de quedarse en la cama, se puso a odiar el ruido, la pasión, los entusiasmos, toda la vida ruda y teatral de los Schweitzer. Esa mujer viva y maliciosa, pero fría, pensaba derecho y mal, porque su marido pensaba bien y torcido; como él era mentiroso y crédulo, ella dudaba de todo: «Pretenden que la Tierra gira; ¡qué saben ellos!». Como estaba rodeada de virtuosos comediantes, aborrecía la comedia y la virtud. Esta realista tan fina, perdida en una familia de groseros espiritualistas, se volvió volteriana por desafío, sin haber leído a Voltaire. Bonita y llenita, cínica y alegre, se convirtió en la negación pura. Con un movimiento de las cejas o una sonrisa imperceptible pulverizaba todas las grandes actitudes, por sí misma y sin que nadie se diese cuenta. La devoraron su orgullo negativo y su egoísmo de rechazo. No veía a nadie porque tenía demasiado orgullo para solicitar el primer lugar y demasiada vanidad para conformarse con el segundo. «Aprended —decía— a haceros desear». La desearon mucho, luego cada vez menos y, como no la veían, acabaron por olvidarla. Entonces apenas si dejó el sillón o la cama. A los Schweitzer, naturalistas y puritanos —esta combinación de virtudes es menos rara de lo que se cree—, les gustaban las palabras crudas que, aun rebajando muy cristianamente al cuerpo, manifestaban su amplia aceptación de las funciones naturales; a Louise le gustaban palabras veladas; leía muchas novelas ligeras en las que, más que la intriga, apreciaba los velos transparentes en que estaba envuelta: «Es atrevida, está bien escrita —decía con un aire delicado—. ¡Deslizaos, mortales, no os apoyéis!». Esta mujer de nieve pensó que se iba a morir de risa al leer La fille de feu, de Adolphe Belot. Le gustaba contar historias de noches de bodas que terminaban siempre mal: unas veces el marido, con su prisa brutal, rompía el cuello de su mujer contra la madera de la cama, y otras la joven recién casada aparecía por la mañana refugiada encima del armario, desnuda y loca. Louise vivía en la penumbra; Charles entraba en su habitación, corría las persianas, encendía todas las lámparas; ella gemía llevándose las manos a los ojos: «¡Charles, me deslumbras!». Pero su resistencia no iba más allá de los límites de una oposición constitucional; Charles le inspiraba temor, una tremenda desazón, a veces también amistad, con tal de que no la tocase. Ella cedía en todo en cuanto él se ponía a gritar. El le hizo cuatro hijos por sorpresa: una niña que murió muy pronto, dos niños y otra hija. Por indiferencia o por respeto, él permitió que los educasen en la religión católica. Louise, que no era creyente, los hizo creyentes por asco del protestantismo. Los dos varones tomaron el partido de la madre; ella los alejó suavemente del voluminoso padre; Charles ni siquiera se dio cuenta. El mayor, Georges, entró en la Escuela Politécnica; el segundo, Emile, se hizo profesor de alemán. Éste me intriga: sé que quedó soltero, pero que, aunque no quisiese a su padre, le imitaba en todo. Padre e hijo acabaron por pelearse; hubo reconciliaciones memorables. Emile ocultaba su vida; adoraba a su madre y, hasta el final, guardó la costumbre de hacerle visitas clandestinas, sin prevenirla; la llenaba de besos y de caricias y después se ponía a hablar del padre, al principio irónicamente, luego con rabia, y se iba dando un portazo. Yo creo que ella le quería, pero le tenía miedo; esos dos hombres rudos y difíciles le cansaban, y prefería a Georges, que nunca estaba con ella. Emile murió en 1927, loco de soledad; encontraron un revólver debajo de su almohada, cien pares de calcetines agujereados y veinte pares de zapatos viejos en sus baúles.
Anne-Marie, la hija menor, pasó la infancia en una silla. La enseñaron a aburrirse, a estar derecha, a coser. Tenía dotes; creyeron que era distinguido dejarlas sin cultivar; esplendor; tuvieron el cuidado de ocultárselo. Estos burgueses modestos y orgullosos opinaban que la belleza estaba por encima de sus medios o por debajo de su condición; la permitían en las marquesas y en las putas. Louise tenía el más árido de los orgullos; por temor al engaño, negaba en su marido, en sus hijos, en ella misma las cualidades más evidentes. Charles no sabía reconocer la belleza en los demás; la confundía con la salud. Desde que su mujer se declaró enferma, se consolaba con unas idealistas robustas, bigotudas y llenas de colores y de buena salud. Anne-Marie, al repasar cincuenta años después las páginas de un álbum de la familia, se dio cuenta de que había sido bella.
Casi por el mismo tiempo en que Charles Schweitzer conocía a Louise Guillemin, un médico rural, se casó con la hija de un rico propietario del Périgord y se instaló con ella en la triste calle mayor de Thiviers, en frente de la farmacia. Al día siguiente de la boda se descubrió que el suegro no tenía ni un céntimo. El doctor Sartre, furioso, pasó cuarenta años sin dirigir la palabra a su mujer; en la mesa se expresaba por gestos; ella acabó por llamarle «mi pensionista». Sin embargo, compartía su lecho, y de vez en cuando, sin una palabra, la dejaba embarazada. Ella le dio dos hijos y una hija. Esos hijos del silencio se llamaron Jean-Baptiste, Joseph y Hélène. Hélène se casó, andando los años, con un oficial de caballería que se volvió loco; Joseph hizo su servicio militar con los zuavos y se retiró bastante pronto con sus padres. No tenía oficio; entre el mutismo de uno y los chillidos de la otra, se volvió tartamudo y se pasó la vida luchando con las palabras. Jean-Baptiste ingresó en la Escuela Naval para ver el mar. En 1904, en Cherburgo, siendo ya oficial de marina y devorado por las fiebres de Cochinchina, conoció a Anne-Marie Schweitzer, se apoderó de esta mujerona enamorada, se casó con ella, le hizo un hijo al galope, a mí, y trató de refugiarse en la muerte.
Morir no es fácil; la fiebre intestinal subía sin prisa y a veces tenía remisiones. Anne-Marie le cuidaba con abnegación, pero sin llevar la indecencia hasta el extremo de amarle. Louise le había prevenido contra la vida conyugal: tras las bodas de sangre, era una serie infinita de sacrificios, cortada por trivialidades nocturnas. Siguiendo el ejemplo de su madre, la mía, prefirió el deber al placer. No había conocido mucho a mi padre, ni antes ni después de la boda, y debía a veces preguntarse por qué ese extraño había escogido morir en sus brazos. Le llevaron a una granja que estaba a unas leguas de Thiviers. Su padre iba a visitarle todos los días en una calesa. Las vigilias y las preocupaciones agotaron a Anne-Marie, se le cortó la leche, me pusieron un ama, no lejos de allí, y me dediqué yo también a morir de enteritis y tal vez de resentimiento. A los veinte años, sin experiencia ni consejos, mi madre se destrozaba entre dos moribundos desconocidos. Su matrimonio de conveniencia encontraba su verdad en la enfermedad y en el luto. Yo me aproveché de la situación. En aquella época las madres daban el pecho ellas mismas y durante mucho tiempo; si no hubiera tenido la suerte de encontrarme con esta doble agonía, me habría visto expuesto a las dificultades consiguientes a un destete tardío. Enfermo, destetado por fuerza a los nueve meses, la fiebre y el entontecimiento impidieron que sintiera el último tijeretazo que corta los lazos de la madre y del hijo; me sumergí en un mundo confuso, poblado por alucinaciones simples e ídolos groseros. Al morir mi padre, Anne-Marie y yo nos despertamos de una pesadilla común; yo me curé. Pero éramos las víctimas de un malentendido: ella volvía a encontrar con amor a un hijo que realmente nunca había dejado; yo recobraba el sentido en las rodillas de una extraña.
Anne-Marie, sin oficio y sin dinero, decidió volver a vivir con sus padres. Pero la insolente muerte de mi padre había disgustado a los Schweitzer; se parecía demasiado a un repudio. Mi madre, por no haber sabido ni preverlo ni prevenirlo, fue decretada culpable. Se había casado sin pensarlo con un marido que no había hecho uso de ella. Todo el mundo fue perfecto con la alta Ariadna que volvió a Meudon con un hijo en sus brazos. Mi abuelo tenía solicitada la jubilación, pero volvió a trabajar sin decir una palabra; también mi abuela fue discreta en su triunfo. Pero Anne-Marie, helada de agradecimiento, adivinaba la censura tras las buenas maneras; las familias, claro está, prefieren las viudas a las madres solteras, pero por muy poco. Para obtener su perdón, se afanaba sin medida; llevó la casa de sus padres en Meudon y luego, en París, se hizo ama de llaves, enfermera, mayordomo, señora de compañía, sirvienta, sin poder deshacer la muda irritación de su madre. Louise encontraba fastidioso hacer el menú todas las mañanas y las cuentas todas las noches, pero soportaba mal que alguien lo hiciese en su lugar; se dejaba descargar de sus obligaciones irritándose al perder sus prerrogativas. Esta mujer cínica que ya entraba en la vejez, no tenía más que una ilusión: se creía indispensable. La ilusión se desvaneció: Louise empezó a tener celos de su hija. ¡Pobre Anne-Marie! Si hubiese sido pasiva, la habría acusado de ser una carga; activa, sospechaba que quería regentar la casa. Para evitar el primer escollo, necesitó todo su valor, y toda su humildad para vencer el segundo. No tuvo que pasar mucho tiempo para que la joven viuda se volviera otra vez menor: una virgen mancillada. No se le negaba el dinero para sus gastos menudos, pero se olvidaban de dárselo; gastó su ropa hasta hacerla trizas, sin que su padre pensara en renovársela. Apenas se toleraba que la hija saliera sola. Cuando la invitaban a cenar sus antiguas amigas —ya casadas casi todas—, tenía que pedir permiso con mucha anticipación y prometer que la llevarían de vuelta antes de las diez. El dueño de casa tenía que levantarse a mitad de la comida para acompañarla en coche. Mi abuelo, entre tanto, se paseaba por el dormitorio en camisón, con el reloj en la mano. Empezaba a gritar en cuanto daba la última campanada de las diez. Las invitaciones se volvieron más raras y mi madre se privó de tan costosos placeres.
La muerte de Jean-Baptiste fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad.
No existe el buen padre, es la regla: no cabe reprochárselo a los hombres, sino al lazo de paternidad, que está podrido. Hacer hijos está muy bien, pero qué iniquidad es tenerlos! Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado. Afortunadamente, murió joven; en medio de los Eneas que llevan a cuestas a sus Anquises, pasé de una a otra orilla, solo y detestando a esos genitores invisibles, a horcajadas sobre sus hijos para toda la vida; dejé detrás de mí a un joven muerto que no tuvo el tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal o un bien? No sé; pero suscribo gustosamente el veredicto de un eminente psicoanalista: no tengo superyó.
Morir no basta: hay que hacerlo a tiempo. Más tarde, me hubiera sentido culpable; un huérfano consciente se hace reproches: los padres, ofuscados al verle, se han retirado a sus departamentos del Cielo. Yo estaba encantado; mi triste condición imponía respeto, fundaba mi importancia; yo incluía mi luto entre mis virtudes. Mi padre había tenido la galantería de morir culpablemente; mi abuela no hacía más que repetir que se había sustraído a sus obligaciones; mi abuelo, justamente orgulloso de la longevidad de los Schweitzer, no admitía que se pudiese desaparecer a los treinta años; en vista de lo sospechosa que era esa muerte, llegó a dudar de que su yerno hubiera existido alguna vez, y al final lo olvidó. Yo ni siquiera tuve que olvidarlo; al despedirse a la francesa, Jean-Baptiste me había negado el placer de conocerlo. Aún hoy me extraña lo poco que sé sobre él. Sin embargo, amó, quiso vivir, se vio morir; eso basta para hacer a todo un hombre. Pero nadie en mi familia supo infundirme curiosidad por ese hombre. Durante varios años, pude ver, encima de mi cama, el retrato de un pequeño oficial de ojos cándidos, con la cabeza redonda, una calva incipiente y grandes bigotes; el retrato desapareció al casarse mi madre otra vez. Más tarde heredé unos libros que le habían pertenecido: uno de Le Dantec sobre el porvenir de la ciencia, otro de Weber titulado Vers le positivisme par l’idéalisme absolu. Leía libros malos, como todos sus contemporáneos. En los márgenes descubrí unos garabatos indescifrables, signos muertos de una pequeña iluminación que fue viva y danzarina en los tiempos de mi nacimiento. Vendí los libros: el difunto me concernía muy poco. Lo conocía de oídas, como a la Máscara de Hierro o al Caballero de Eón, y lo que sé de él nunca ha tenido relación conmigo: nadie recuerda si me quiso, si me tuvo en brazos, si volvió hacia su hijo sus ojos claros, hoy comidos. Son penas de amor perdidas. Ese padre ni siquiera es una sombra, ni siquiera una mirada. Durante algún tiempo, hemos pisado él y yo sobre la misma tierra; eso es todo. Me dieron a entender que, más que el hijo de un muerto, era el hijo de un milagro. Sin duda de aquí proviene mi increíble ligereza. No soy un jefe ni aspiro a serlo. Mandar y obedecer es lo mismo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sagrado —su padre—, transmite las abstractas violencias que padece. Nunca en mi vida he dado una orden sin reír, sin hacer reír; es que no me corroe el chancro del poder: no me enseñaron a obedecer.
¿A quién podría yo obedecer? Me muestran a una joven gigantesca y me dicen que es mi madre. Por mí, más bien la tomaría por una hermana mayor. Veo que esta virgen con residencia vigilada, sometida a todos, está ahí para servirme. La quiero. ¿Pero cómo la respetaría, si nadie la respeta? En nuestra casa hay tres habitaciones: la de mi abuelo, la de mi abuela y la de los «niños». Los «niños» somos nosotros, igualmente menores e igualmente mantenidos. Pero todas las consideraciones son para mí. Han puesto una cama de muchacha soltera en mi habitación. La muchacha soltera duerme sola y se despierta castamente; aún duermo yo cuando corre a tomar su «tub» en el cuarto de baño; vuelve totalmente vestida. ¿Cómo habría de haber nacido de ella? Me cuenta sus desgracias y yo la escucho con compasión: más adelante me casaré con ella para protegerla. Se lo prometo; extenderé y pondré mi mano sobre ella, pondré a su servicio mi joven importancia. ¿Se cree que voy a obedecerla? Tengo la bondad de ceder a sus ruegos. Por lo demás, órdenes no me da; esboza con unas palabras ligeras un porvenir y celebra que quiera realizarlo; «Mi hijito querido va a ser muy bueno y muy razonable, y se va a portar muy bien dejándose poner gotas en la nariz». Me dejo caer en la trampa de esas profecías tan suaves.
Quedaba el patriarca; se parecía tanto a Dios padre que muchas veces le tomaban por él. Un día entró en una iglesia por la sacristía. El cura amenazaba a los tibios con los rayos celestiales: «¡Dios está aquí! ¡Os está viendo!» De pronto los fieles descubrieron debajo del pulpito a un anciano alto y barbudo que los miraba. Salieron corriendo. Mi abuelo decía otras veces que se habían hincado de rodillas ante él. Le cogió gusto a las apariciones. En el mes de septiembre de 1914, se manifestó en un cine de Arcachon; mi madre y yo estábamos en la galería, cuando él pidió que se encendiesen las luces; otros señores hacían de ángeles a su alrededor y gritaban: «¡Victoria, victoria!» Dios subió al escenario y leyó el comunicado del Marne. En los tiempos en que su barba era negra, había sido Jehová y sospecho que Emile murió por él, indirectamente. Ese Dios colérico se saciaba con la sangre de sus hijos. Pero yo aparecí al final de su larga vida. Su barba había encanecido, el tabaco la había vuelto amarillenta y la paternidad ya no le divertía. Sin embargo, yo creo que de haberme engendrado no habría dejado de sojuzgarme: por costumbre. Pero tuve la suerte de pertenecer a un muerto. Un muerto había vertido las pocas gotas de esperma que son el precio corriente de un niño; yo pertenecía al sol, mi abuelo podía gozar de mí sin poseerme. Yo fui su «maravilla», porque quería terminar sus días como un viejo maravillado. Tomó la decisión de considerarme como un factor singular del destino, como un don gratuito y siempre revocable. ¿Qué hubiera podido exigir de mí? Yo le colmaba con mi sola presencia. Fue el Dios de Amor, con la barba del Padre y el Sagrado Corazón del Hijo; me sometía a la imposición de sus manos, sentía en el cráneo el calor de sus palmas, me llamaba su chiquitín con una voz que temblaba de ternura; las lágrimas empañaban sus fríos ojos. Todo el mundo gritaba: «¡Este picaro le ha vuelto loco!» No cabía duda de que me adoraba. Pero ¿me quería? Me cuesta trabajo distinguir en una pasión tan pública la sinceridad del artificio. No creo que haya mostrado mucho afecto por sus otros nietos. Verdad es que casi no los veía y que ellos no le necesitaban. Yo dependía de él para todo; él adoraba en mí su generosidad.
A decir verdad, se esforzaba por alcanzar lo sublime; era un hombre del siglo XIX que, como tantos otros, como Víctor Hugo mismo, se tomaba por Víctor Hugo. Ese hombre hermoso, con barba fluvial, siempre entre dos efectos teatrales, como el alcohólico entre dos vinos, me parece que fue víctima de dos técnicas recientemente descubiertas: el arte del fotógrafo y el arte de ser abuelo. Tenía la suerte y la desgracia de ser fotogénico; la casa estaba llena de fotos suyas. Como no se practicaba la instantánea, le había dominado el gusto por las poses y por los cuadros vivos; en él todo era pretexto para suspender sus gestos, para inmovilizare en una hermosa actitud, para petrificarse; le encantaban esos breves instantes de eternidad en que se convertía en su propia estatua. No he guardado de él —a causa de su gusto por los cuadros vivos— más que imágenes tiesas de linterna mágica; el follaje de un bosque, yo estoy sentado en el tronco de un árbol, tengo cinco años; Charles Schweitzer lleva un panamá, un traje de franela crema con listas negras, un chacelo de piqué blanco, cruzado por la cadena del reloj; los lentes le cuelgan del extremo de un cordón; se inclina sobre mí, levanta un dedo ensortijado de oro, habla. Todo está oscuro y húmedo, salvo su barba solar: lleva su aureola alrededor de la barbilla. No sé qué dice: estaba yo demasiado preocupado por escuchar para poder oír. Supongo que ese viejo republicano del Imperio me enseñaba mis deberes cívicos y me contaba la historia burguesa; había habido reyes, emperadores que eran malísimos; los habían echado y todo iba bien. Por la tarde, cuando íbamos a esperarle a la carretera, lo reconocíamos en seguida entre la multitud de viajeros que salían del funicular, por su alta estatura, por su paso de maestro de minué. En cuanto nos veía a lo lejos, se «colocaba», obedeciendo las órdenes de un fotógrafo invisible: con la barba al viento, el cuerpo erguido, los pies formando ángulo recto, el pecho inflado, los brazos ampliamente abiertos. Yo, al ver esa señal, me inmovilizaba, me inclinaba hacia adelante, era el corredor que se lanza a la carrera, el pajarillo que va a salir del aparato; nos quedábamos un momento frente a frente, un bonito grupo de Sajonia; después me lanzaba, cargado de frutas, de flores y de la felicidad de mi abuelo, y chocaba contra sus rodillas, con un jadeo fingido; él me alzaba del suelo, me levantaba hasta las nubes, con sus brazos extendidos me estrechaba luego contra su corazón murmurando: «¡Tesoro mío!» Era la segunda figura, muy observada por la gente que pasaba. Representábamos una amplia comedia con cien sketches diversos: el flirt, los malentendidos rápidamente aclarados, las bromas bondadosas y las amables regañinas, el despecho amoroso, los tiernos misterios y la pasión; imaginábamos obstáculos en nuestro amor para sentir la alegría de vencerlos; a veces yo era imperioso, pero los caprichos no podían ocultar mi exquisita sensibilidad; él mostraba la vanidad sublime y cándida que corresponde a los abuelos, la ceguera, las debilidades culpables que recomienda Hugo. Si me hubiesen castigado a régimen de pan seco, él me habría llevado mermelada; pero ambas aterrorizadas mujeres se cuidaban mucho de castigarme. Y además yo era un niño bueno; me parecía que mi papel me quedaba tan bien que no salía de él. A decir verdad, la temprana retirada de mi padre me había gratificado con un Edipo muy incompleto; no tenía superyó —estamos de acuerdo—, pero tampoco agresividad. Mi madre era mía, nadie me discutía su tranquila posesión; yo ignoraba la violencia y el odio; me libraron del duro aprendizaje que son los celos; al no haber chocado con sus aristas, al principio sólo conocí la realidad por su risueña inconsistencia. ¿Contra quién, contra qué hubiera podido rebelarme? El capricho de otro nunca había pretendido convertirse en ley para mí.
Permito amablemente que me calcen, que me echen gotas en la nariz, que me cepillen y que me laven, que me vistan y que me desnuden, que me ricen y que me froten; no hay nada más divertido que jugar a ser bueno. Nunca lloro, apenas si río, no hago ruido; a los cuatro años me sorprendieron echando sal a la mermelada: supongo que lo hice más por amor a la ciencia que por malignidad; de todas formas es la única fechoría que recuerdo. Los domingos, las señoras a veces van a misa, para oír la buena música de un organista famoso; ni una ni otra son practicantes, pero la fe de los demás predispone al éxtasis musical; ellas creen en Dios mientras dura el placer de una toccata. Esos momentos de alta espiritualidad para mí son deliciosos; como parece que todo el mundo duerme, es la ocasión para que yo muestre lo que sé hacer. Me convierto en estatua, de rodillas en el reclinatorio; no tengo que mover ni un dedo; tengo la vista fija en mí, sin pestañear, hasta que me saltan las lágrimas y me corren por las mejillas; naturalmente, disputo un combate titánico contra el hormigueo, pero estoy seguro de que venceré y soy tan consciente de mi fuerza que no dudo en provocar en mí las más criminales tentaciones para darme el gusto de rechazarlas: ¿Y si me levantase gritando «¡Badabum!»? ¿Si trepase por la columna para hacer pipí en la pileta de agua bendita? Estas terribles evocaciones darán luego más valor a las felicitaciones de mi madre. Pero me miento, finjo estar en peligro para aumentar mi gloria; las tentaciones no fueron vertiginosas ni siquiera un momento; temo demasiado el escándalo; si quiero sorprender, lo será por mis virtudes. Estas victorias fáciles me persuaden de que soy naturalmente bueno; no tengo más que ser como soy para que me colmen de alabanzas. Cuando tengo malos deseos o malos pensamientos, vienen de fuera; en cuanto están en mí, languidecen y se marchitan. No soy buen campo para el mal. Soy virtuoso por comedia; pero no me esfuerzo ni me obligo: invento. Tengo la libertad principesca del actor que mantiene al público con la respiración contenida y que refina su papel. Me adoran, luego soy adorable. Como el mundo está bien hecho, no hay nada más sencillo. Me dicen que soy guapo y me lo creo. Desde hace algún tiempo tengo en el ojo derecho la nube que me volverá tuerto y bizco, pero aún no se nota nada. Me sacan fotos, que retoca mi madre con lápices de colores. En una de ellas que hemos conservado, estoy rubio y sonrosado, con bucles, tengo las mejillas redondas y en la mirada una afable deferencia para el orden establecido; tengo la boca hinchada por una hipócrita arrogancia: sé lo que valgo.
Pero no basta con que sea naturalmente bueno; tengo que ser profético: la verdad sale de la boca de los niños. Como aún están muy cerca de la naturaleza, son los primos del viento y del mar; a quien sepa entenderlos, sus balbuceos ofrecen enseñanzas amplias y vagas. Mi abuelo había cruzado el lago de Ginebra con Henri Bergson. «Yo estaba loco de alegría —decía—; no tenía bastantes ojos para contemplar las crestas brillantes, para seguir los espejeos del agua. Pero Bergson, sentado en una maleta, no dejó de mirar entre sus pies.» Concluía de este incidente de viaje que la meditación poética es preferible a la filosofía. Meditó sobre mí. En el jardín, sentado en una silla plegable, con un vaso de cerveza al alcance de la mano, me miraba saltar y correr, buscaba una sabiduría en mis palabras confusas y la encontraba. Más tarde me reí de esta locura; lo siento: era el trabajo de la muerte. Charles combatía la angustia con el éxtasis. Admiraba en mí la obra admirable de la tierra para persuadirse de que todo es bueno, incluso nuestro mísero fin. Iba a buscar esta naturaleza que se disponía a recuperarlo, en las cimas, en las olas, en medio de las estrellas, en la fuente de mi joven vida, para poder abarcarla por entero y aceptar todo de ella, hasta la fosa que se cavaba para él. Lo que hablaba por mi boca no era la Verdad, sino su muerte. No es de extrañar que la insulsa felicidad de mis primeros años haya tenido a veces un gusto fúnebre: debía mi libertad a una muerte oportuna, mi importancia a una muerte muy esperada. Pues, claro, es sabido que todas las pitias son unas muertas; todos los niños son espejos de muerte.
Y además a mi abuelo le encanta fastidiar a sus hijos. Este padre terrible se pasó la vida aplastándolos; ellos entran de puntillas y le sorprenden de rodillas ante un crío: lo bastante para destrozarles el corazón. En la lucha de las generaciones, los viejos hacen muchas veces causa común con los niños: los unos dan los oráculos, los otros los descifran. La Naturaleza habla y la experiencia traduce; lo más que pueden hacer los adultos es callarse. A falta de un niño, se toma un perro; en el cementerio de perros, el año pasado, en el tembloroso discurso que se prolonga de tumba en tumba, reconocí las máximas de mi abuelo. Los perros saben querer; son más tiernos que los hombres, más fieles; tienen más tacto, un instinto sin fallos que les permite reconocer el Bien, distinguir a los buenos de los malos. «Polonius —decía una desconsolada—, eres mejor que yo; tú no habrías podido sobrevivirme; yo te sobrevivo.» Me acompañaba un amigo americano; irritado, dio un puntapié a un perro de cemento y le rompió una oreja. Tenía razón: cuando se quiere demasiado a los niños y a los animales, se los quiere contra los hombres.
Luego yo soy un perro con porvenir; yo profetizo. Digo ocurrencias de niño, las retienen, me las repiten; aprendo a hacer otras. Digo frases de hombre; sin tocarlas, sé decir cosas «por encima de mi edad». Estas cosas son poemas; la receta es sencilla: hay que confiarse al diablo, a la casualidad, al vacío, tomar frases enteras de los adultos, juntarlas y repetirlas sin comprenderlas. En una palabra, hago auténticos oráculos y cada uno los entiende como quiere. El Bien nace en lo más profundo de mi corazón, lo Verdadero en las jóvenes tinieblas de mi entendimiento. Me admiro instintivamente; ocurre que mis gestos y mis palabras tienen una cualidad que se me escapa y que salta a la vista de las personas mayores. ¡No faltaría más! Les ofreceré sin descanso el delicado placer que a mí se me niega. Mis bufonerías cobran la apariencia de la generosidad; unas pobres gentes estaban desoladas por no tener ningún niño; conmovido, me saqué de la nada con un impulso de altruismo y revestí el disfraz de la infancia para darles la ilusión de que tenían un hijo. Mi madre y mi abuela me invitan a repetir a menudo el acto de eminente bondad que me dio la vida; alaban las manías de Charles Schweitzer, su gusto por lo teatral, le preparan sorpresas. Me esconden detrás de un mueble, retengo la respiración, las mujeres se van de la habitación haciendo como que me olvidan, yo me anonado; entra en la habitación mi abuelo, cansado y mohíno, como lo haría si yo no existiese; salgo de repente de mi escondite y le hago la gracia de nacer, él me ve, entra en el juego, cambia de cara y levanta los brazos al cielo: le colmo con mi presencia. En una palabra, me doy; me doy siempre y en todas partes, doy todo; basta con que empuje una puerta para que yo también tenga el sentimiento de hacer una aparición. Pongo mis cubos unos encima de otros, quito los moldes de mis formas de arena, llamo a gritos; llega alguien y lanza una exclamación; he hecho feliz a uno más. La comida, el sueño y las precauciones contra las intemperies forman las fiestas principales y las principales obligaciones de una vida totalmente ceremoniosa. Como en público, igual que un rey: si como bien, me felicitan. Mi misma abuela, exclama: «¡Qué bueno es! ¡Tiene hambre!»
No paro de crearme; soy el donante y la donación. Si viviese mi padre, yo conocería mis derechos y mis deberes; murió y los ignoro; no tengo derechos, puesto que me colma el amor; no tengo deber, puesto que me doy por amor. Un solo mandato: gustar; todo para la muestra. Qué despilfarro de generosidad había en nuestra familia: mi abuelo me hace vivir y yo constituyo su felicidad; mi madre se sacrifica por todos. Cuando pienso en todo eso, ahora sólo ese sacrificio me parece verdadero; pero teníamos la tendencia a no hablar de ello. No importa, nuestra vida no es más que una serie de ceremonias y consumimos el tiempo abrumándonos con homenajes. Yo respeto a los adultos a condición de que me idolatren; soy franco, abierto, dulce como una niña. Pienso bien, confío en la gente, todo el mundo es bueno, puesto que todo el mundo está contento. Para mí la sociedad es una rigurosa jerarquía de méritos y de poderes. Los que ocupan la cima de la escala dan todo lo que poseen a los que están debajo de ellos. No me atrevo, sin embargo, a situarme en el escalón más alto; no ignoro que están reservando a las personas severas y bienintencionadas que hacen reinar el orden. Estoy en una pequeña alcándara marginal, no lejos de ellas, y mi irradiación se ejerce de arriba abajo de la escala. En resumen, pongo el mayor cuidado en apartarme del poder secular: ni arriba, ni abajo, fuera. Como nieto de clérigo, soy, desde mi infancia, un clérigo; tengo la unción de los príncipes de la Iglesia, una jovialidad sacerdotal. Trato a los inferiores como iguales; es una piadosa manera de mentir para hacerles más felices y conviene que se lo crean hasta cierto punto. Hablo con una voz paciente y moderada a mi niñera, al cartero, a mi perra. En este mundo en orden hay pobres. También hay corderos con cinco patas, hermanas siamesas, accidente de ferrocarril; nadie tiene la culpa de esas anomalías. Los buenos pobres no saben que su oficio consiste en hacernos ejercer nuestra generosidad; son pobres vergonzosos que van pegados a las paredes; yo voy corriendo, les pongo en la mano una moneda de diez céntimos y, sobre todo, les regalo una hermosa sonrisa igualitaria. Les encuentro un aire estúpido y no me gusta tocarles, pero me esfuerzo: es una prueba; y además tienen que quererme: este amor embellecerá su vida. Sé que les falta lo más necesario, y me gusta ser para ellos lo superfluo. Por lo demás, por mucha que sea su miseria, nunca sufrirán tanto como mí abuelo: cuando era pequeño, se levantaba antes del alba y se vestía en la oscuridad de la noche; en invierno, para levantarse, tenía que romper el hielo de la jarra. Afortunadamente las cosas se han arreglado desde entonces; mi abuelo cree en el Progreso y yo también: el Progreso, ese largo camino arduo que lleva hasta mí.
Era el Paraíso. Cada mañana me despertaba con un estupor alegre, admirando la tremenda suerte que me había hecho nacer en la más unida de las familias, en el país más hermoso del mundo. Me escandalizaban los descontentos: ¿de qué se podían quejar? Eran unos sediciosos. Mi abuela, particularmente, me causaba las mayores inquietudes; me dolía ver que no me admiraba lo bastante. La verdad era que Louise me había calado hasta el tuétano. Me censuraba abiertamente la farsa que no se atrevía a reprochar a su marido: yo era un polichinela, un bufón, un hipócrita; me ordenaba que terminara con mis «melindres». Y yo me indignaba aún más porque sospechaba que también se burlaba de mi abuelo: era «el Espíritu que niega siempre». Yo le contestaba, ella exigía que me disculpase; como estaba seguro de que me apoyarían, yo no lo hacía. Mi abuelo aprovechaba al vuelo la ocasión para mostrar su debilidad: tomaba partido por mí contra su mujer, que se levantaba, ultrajada, para ir a encerrarse en su habitación. Mi madre, inquieta, temerosa de los rencores de mi abuela, hablaba bajo, quitaba humildemente la razón a su padre, que se alzaba de hombros y se iba a su escritorio; finalmente, ella me suplicaba que fuese a pedir perdón a mi abuela. Yo gozaba con mi poder: era San Miguel y había vencido al Espíritu del mal. Para terminar, iba a disculparme negligentemente. Aparte de esto, naturalmente, la adoraba, puesto que era mi abuela. Me habían sugerido que la llamase Mamie, y que llamase al jefe de la familia por su nombre alsaciano, Karl. Karl y Mamie, eso sonaba mejor que Romeo y Julieta, que Filemón y Baucis. Mi madre me repetía cien veces al día, no sin intención: «Nos esperan Karlimami; Karlimami estarán contentos, Karlimami…», evocando con la íntima unión de las cuatro sílabas el perfecto acuerdo de las dos personas. Yo me dejaba engañar a medias, pero me las arreglaba para parecer que me dejaba del todo; podía mantener a través de Karlimami la unidad sin fallas de la familia y hacer que cayeran sobre la cabeza de Louise buena parte de los méritos de Charles. A mi abuela, suspicaz y pecaminosa, siempre a punto de flaquear, la retenían los ángeles, el poder de una palabra.
Hay malos auténticos: los prusianos, que nos han quitado Alsacia-Lorena y todos nuestros relojes de pared, menos el de mármol negro que adorna la chimenea de mi abuelo y que le regaló, precisamente, un grupo de alumnos alemanes; nos preguntamos dónde lo habrían robado. Me compran los libros de Hansi, me enseñan las estampas; no siento ninguna antipatía por esos hombres gordos de azúcar rosa que se parecen tanto a mis tíos alsacianos. Mi abuelo, que había elegido a Francia en el año 71, va de vez en cuando a Grunsbach, en Pfaffenhofen, a visitar a los que se habían quedado. Me llevan. En los trenes, cuando un revisor alemán le pide los billetes, cuando en el café un camarero tarda en preguntarle lo que desea, Charles Schweitzer se pone rojo de cólera patriótica; las dos mujeres se agarran a sus brazos: «¡Charles, qué vas a hacer! ¡Nos echarán y no habrás logrado nada!» Mi abuelo alza el tono: «¡A ver si se atreven a expulsarme! ¡Estoy en mi casa!» Me empujan hacia él, yo le miro con aire suplicante, se calma: «Bueno, por el niño», suspira, acariciándome la cabeza con sus dedos secos. Estas escenas me indisponen contra él sin indignarme contra los ocupantes. Además, Charles, en Gunsbach, no deja de encolerizarse con su cuñada; tira su servilleta sobre la mesa varias veces por semana y se va del comedor dando un portazo; sin embargo, ella no es una alemana. Después de comer, nos vamos a gemir y a sollozar a sus pies; nos opone un rostro de bronce. ¿Cómo no suscribir un juicio de mi abuela: «Alsacia no le sienta bien; no debería volver con tanta frecuencia»? Por lo demás, no me gustan mucho los alsacianos, que me tratan sin respeto, y no me importa que nos las hayan tomado. Parece que voy con demasiada frecuencia a ver al tendero de Pfaffenhofen, señor Blumenfeld, y que le molesto para nada. Mi tía Caroline ha «hecho observaciones» a mi madre; se me comunican: por una vez somos cómplices Louise y yo: ella detesta a la familia de su marido. En Estrasburgo, en la habitación del hotel donde estamos reunidos, oigo unos sones agudos y lunares; corro a la ventana; ¡los soldados! Me siento feliz al ver desfilar a Prusia al son de esa música pueril; aplaudo. Mi abuelo, que se ha quedado sentado, gruñe; mi madre viene a decirme al oído que tengo que dejar la ventana. Yo obedezco rezongando un poco. Detesto a los alemanes, caramba, pero sin convicción. Por lo demás, Charles sólo se puede permitir un poquito de patrioterismo; dejamos Meudon en 1911 y nos instalamos en París, en el 1 de la calle Le Goff; se había jubilado y fundó, para que pudiésemos vivir, el Instituto de Lenguas Vivas: se enseña francés a los extranjeros que están de paso. Con el método directo. Los alumnos, en su mayor parte, vienen de Alemania. Pagan bien; mi abuelo se mete en el bolsillo de la chaqueta los luises de oro sin contarlos nunca; mi abuela, que padece insomnio, se desliza por la noche hacia el vestíbulo para cobrarse su diezmo «a hurtadillas», como ella misma dice a su hija. En una palabra, nos mantiene el enemigo. Una guerra franco-germana nos devolvería Alsacia, pero arruinaría al Instituto: Charles es partidario de mantener la paz. Además, hay alemanes buenos que vienen a almorzar a casa: una novelista coloradota y peluda a quien Louise llama, con una risita celosa, «la Dulcinea de Charles»; un doctor calvo que empuja a mi madre contra las puertas y que trata de besarla; cuando mi madre se queja tímidamente, mi abuelo estalla: «¡Hacéis que me pelee con todo el mundo!» Se alza de hombros y concluye: «Hija mía, has tenido visiones», y entonces es ella al que se siente culpable. Todos esos invitados comprenden que tienen que extasiarse ante mis méritos y me soban dócilmente; es que a pesar de sus orígenes poseen una oscura noción del Bien. En las fiestas de aniversario de la fundación del Instituto hay más de cien invitados; toman tisanas de champaña; mi madre y Mlle. Moutet tocan Bach a cuatro manos; yo, con un vestido de muselina azul, con estrellas en el pelo, con alas, voy de uno a otro ofreciendo mandarinas en una cesta. Dicen: ¡Realmente es un ángel!» Vamos, no son tan mala gente. Claro que no hemos renunciado a vengar a la Alsacia mártir; entre nosotros, en voz baja, como hacen los primos de Gunsbach y de Pfaffenhofen, matamos a los boches con el arma del ridículo. Nos reímos cien veces seguidas, sin cansarnos, de esa estudiante que acaba de escribir en un tema francés: «Charlotte était percluse de douleurs sur la tombe de Werther»,[1] de ese joven profesor que, en una cena, contempló su raja de melón con desconfianza y acabó por comérsela entera, incluidas las pipas y la cáscara. Estos yerros hacen que me incline a considerarlos con indulgencia: los alemanes son unos seres inferiores que tienen la suerte de ser nuestros vecinos; les daremos nuestras luces.
Un beso sin bigotes, se decía entonces, es como un huevo sin sal; yo añado: y como el Bien sin el Mal, como mi vida entre 1905 y 1914. Si sólo nos definimos por oposición, yo era lo indefinido en carne y hueso; si el odio y el amor son el anverso y el reverso de la misma medalla, no quería nada ni a nadie. Estaba bien: a nadie se le puede pedir que odie y guste a la vez. Ni gustar ni amar.
¿Soy, pues, un Narciso? Ni siquiera; demasiado preocupado por seducir, me olvido de mí mismo. Después de todo no me divierte tanto hacer montoncitos de arena, garabatos, mis necesidades naturales; para que adquieran un valor para mí, es necesario que por lo menos una persona mayor se extasíe ante mis productos. Afortunadamente los aplausos no faltan; los adultos tienen la misma sonrisa de degustación maliciosa y de connivencia cuando escuchan mis charlas o el Arte de la Fuga. Lo que demuestra que en el fondo soy un bien cultural. La cultura me impregna, y yo la devuelvo a la familia por radiación, como los estanques, por la noche, devuelven el calor del día.
Empecé mi vida como sin duda la acabaré: en medio de los libros. En el despacho de mi abuelo había libros por todas partes; estaba prohibido limpiarles el polvo salvo una vez al año, en octubre, antes del comienzo de las clases. No sabía leer aún y ya reverenciaba esas piedras levantadas: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente espaciadas formando avenidas de menhires; sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Se parecían todas; yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos rechonchos, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado. Yo las tocaba a escondidas para honrar a mis manos con su polvo, pero no sabía qué hacer con ellas y asistía cada día a unas ceremonias cuyo sentido se me escapaba. Mi abuelo, tan torpe de costumbre que mi madre le abrochaba los guantes, manejaba esos objetos culturales con una destreza de oficiante. Le he visto mil veces levantarse con un aire ausente, dar la vuelta a la mesa, cruzar la habitación de dos zancadas, tomar un volumen sin dudar ni lo más mínimo, sin tener el tiempo de elegir, hojearlo mientras volvía a su sillón, con un movimiento combinado del pulgar y del índice, y luego, apenas sentado, abrirlo de golpe por «la página buena», haciéndolo crujir como un zapato. A veces me acercaba para observar esas cajas que se hendían como ostras y descubrir las desnudez de sus órganos interiores, unas hojas descoloridas y enmohecidas, ligeramente infladas, cubiertas de venillas negras que bebían tinta y olían a hongo.
En la habitación de mi abuela los libros estaban echados; se los prestaban en una biblioteca y nunca vi más de dos a la vez. Esas baratijas me hacían pensar en los confites de Año Nuevo porque sus hojas flexibles y con reflejos parecían recortadas en papel satinado. Vivas, blancas, casi nuevas, servían de pretexto para unos ligeros misterios. Todos los viernes mi abuela se vestía para salir y decía: «Los voy a devolver»; a la vuelta, después de haberse quitado el sombrero negro y el velo, los sacaba de su manguito y yo me preguntaba, chasqueado: «¿Son los mismos?» Ella los «forraba» cuidadosamente y luego, tras haber elegido uno de ellos, se instalaba junto a la ventana, en la poltrona, se calzaba las gafas, suspiraba de felicidad y de lasitud, bajaba los párpados con una fina sonrisa voluptuosa, que después encontré en los labios de la Gioconda; mi madre se callaba, me pedía que me callase, yo pensaba en la misa, en la muerte, en el sueño; me llenaba de un silencio sagrado. Louise soltaba una risita de vez en cuando; llamaba a su hija, señalaba una línea con el dedo y las dos mujeres intercambiaban una mirada de complicidad. Sin embargo, no me gustaban esos libros con encuadernación demasiado distinguida; eran unos intrusos y mi abuelo no ocultaba que eran objeto de un culto menor, exclusivamente femenino. El domingo entraba por no saber qué hacer en la habitación de su mujer y se plantaba delante de ella sin tener nada que decirle; todo el mundo le miraba, él tamborileaba en el cristal y al final, cuando ya no podía inventar nada, se volvía hacia donde estaba Louise y le quitaba la novela de las manos. «¡Charles —gritaba ella, furiosa—, me vas a perder la página!» Él, con las cejas levantadas, ya estaba leyendo; de pronto golpeaba el libro con el índice: «¡No entiendo!» «¿Pero cómo quieres entender —decía mi abuela—, si lees para adentro?» Acababa tirando el libro sobre la mesa y se iba alzándose de hombros.
Como era del oficio, seguramente tenía razón. Yo lo sabía, me había enseñado, en un estante de la biblioteca, unos gruesos volúmenes encuadernados cubiertos con una tela oscura. «Esos, pequeño, los ha hecho tu abuelo.» ¡Qué orgullo! Yo era el nieto de un artesano especializado en la fabricación de objetos santos, tan respetable como un constructor de órganos, como un sastre de clérigos. Yo le vi manos a la obra: todos los años reeditaba el Deutsches Lesebuch. En las vacaciones toda la familia esperaba las pruebas con impaciencia; Charles no soportaba la inactividad; se enfadaba para pasar el tiempo. Por fin el cartero llegaba con unos gruesos paquetes blandos, cortábamos los cordeles con unas tijeras; mi abuelo desplegaba las galeradas, las extendía encima de la mesa del comedor y las acuchillaba con rayas rojas; cada vez que había una errata blasfemaba entre dientes, pero sólo gritaba cuando la muchacha pretendía poner la mesa. Todo el mundo estaba contento. Yo, subido encima de una silla, contemplaba con éxtasis esas líneas negras estriadas de sangre. Charles Schweitzer me enseñó que tenía un enemigo mortal: su editor. Mi abuelo nunca había sabido contar; pródigo por despreocupación, generoso por ostentación, acabó por caer, mucho más tarde, en esa enfermedad de los octogenarios: la avaricia, efecto de la impotencia y del miedo a la muerte. En aquella época sólo una extraña desconfianza la anunciaba; cuando recibía, en un giro, el importe de sus derechos de autor, elevaba los brazos al cielo gritando que le degollaban o entraba en la habitación de mi abuela y declaraba sombríamente: «Mi editor me roba como un salteador de caminos». Yo descubrí, estupefacto, la explotación del hombre por el hombre. Sin esta abominación, afortunadamente circunscrita, el mundo habría estado bien hecho: los patronos daban según sus posibilidades a los obreros según sus méritos. ¿Por qué tenían que deslucirlo los editores, esos vampiros, bebiéndose la sangre de mi pobre abuelo? Aumentó mi respeto por aquel hombre de Dios cuya dedicación no encontraba la merecida recompensa. Muy pronto me encontré preparado para tratar el profesorado como un sacerdocio y la literatura como una pasión.
Aún no sabía leer, pero ya era lo bastante snob para exigir tener mis libros. Mi abuelo se fue a ver al pícaro de su editor e hizo que le diesen Les Contes del poeta Maurice Bouchor, relatos sacados del folklore y adaptados al gusto de los niños por un hombre que, según decía él, había conservado los ojos de la infancia. Yo quise empezar en seguida las ceremonias de apropiación. Cogí los dos pequeños volúmenes, los olí, los palpé, los abrí cuidadosamente por «la página buena» haciendo que crujiesen. Era en vano: no tenía el sentimiento de poseerlos. Sin lograr mayor éxito, intenté tratarlos como muñecas, los mecí, los besé, les pegué. A punto de echarme a llorar, acabé poniéndoselos en las rodillas a mi madre. Ella levantó la vista de su labor. «¿Qué quieres que te lea, queridín? ¿Las Hadas?» Yo pregunté, incrédulo: «¿Están ahí dentro las hadas?» Ese cuento me resultaba familiar; mi madre me lo contaba muchas veces, cuando me lavaba, interrumpiéndose para friccionarme con agua de Colonia, para recoger, debajo de la bañera, el jabón que se le había escapado de las manos, y yo escuchaba distraídamente el relato tan conocido; yo no tenía ojos más que para Anne-Marie, esa muchacha de todos mis despertares; sólo tenía oídos para su voz turbada por la servidumbre; me gustaban sus frases inconclusas, sus palabras siempre retrasadas, su brusca seguridad, rápidamente desecha y que se volvía derrotada para desaparecer con unas hilachas melodiosas y recomponerse después de un silencio. Además de todo eso estaba la historia: era el lazo de sus soliloquios. Mientras ella hablaba, estábamos solos y clandestinamente, lejos de los hombres, de los dioses y de los sacerdotes, como dos corzas en el bosque, con las otras corzas, las Hadas; yo no podía creer que se hubiera compuesto todo un libro para que en él apareciese ese episodio de nuestra vida profana, que olía a jabón y a agua de Colonia.
Anne-Marie me hizo sentarme frente a ella, en mi sillita; se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién contaba, qué y a quién? Mi madre se había ausentado; ni una sonrisa, ni un signo de connivencia, yo estaba exiliado. Y además, no reconocía su lenguaje. ¿De dónde sacaba ella esa seguridad? Al cabo de un instante lo comprendí: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban sus diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles; cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, ricas de palabras desconocidas, se encantaban consigo mismas y con sus meandros sin preocuparse por mí. A veces desaparecían antes de que hubiera podido comprenderlas, otras había comprendido por adelantado, y seguían rodando noblemente hacia su terminación sin perdonarme ni una coma. Seguramente ese discurso no me estaba destinado. En cuanto a la historia, se había endomingado: el leñador, su mujer y sus hijas, el hada, toda la gentecilla, nuestros semejantes, habían adquirido majestad; se hablaba de sus harapos con magnificencia, las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los acontecimientos en ceremonias. Alguien se puso a hacer preguntas: el editor de mi abuelo, especializado en la publicación de obras escolares, no perdía la ocasión de ejercitar la joven inteligencia de sus lectores. Me parecía que se interrogaba a un niño: ¿qué habría hecho en lugar del leñador? ¿Cuál de las dos hermanas prefería? ¿Por qué? ¿Aprobaba el castigo de Babette? Pero ese niño no era yo del todo y me daba miedo contestar. Sin embargo respondí, mi débil voz se perdió y sentí que me convertía en otro. También Anne-Marie era otra, con su aire de ciega extralúcida; me parecía que yo era el hijo de todas las madres y que ella era la madre de todos los hijos. Cuando acabó de leer, le quité rápidamente los libros y me los llevé debajo del brazo sin darle las gracias.
A la larga acabó por gustarme ese momento que me arrancaba de mí mismo: Maurice Bouchor se inclinaba sobre la infancia con la solicitud universal que tienen los jefes de sección con los clientes de los grandes almacenes; eso me halagaba. Acabé por preferir los relatos prefabricados a los improvisados; me volví sensible a la sucesión rigurosa de las palabras; volvían en todas las lecturas, siempre las mismas y con el mismo orden; yo las esperaba. En los cuentos de Anne-Marie, los personajes vivían a la buena de Dios, como ella misma; ahora, adquirieron destinos. Yo estaba en misa: yo asistía al eterno retorno de los nombres y de los acontecimientos.
Entonces tuve celos de mi madre y resolví quitarle su papel. Me apoderé de una obra titulada Tribulaciones de un chino en China y me la llevé a la habitación de los trastos; allí, encaramado en una cama plegable, hice como que leía: seguía con los ojos las líneas negras sin saltar una sola y me contaba una historia en voz alta, teniendo el cuidado de pronunciar todas las sílabas. Me sorprendieron —o hice que me sorprendieran—, lanzaron exclamaciones y decidieron que ya era hora de enseñarme el alfabeto. Mostré tanto celo como un catecúmeno; llegué hasta a darme clase particulares; me encaramaba en lo alto de mi cama plegable con Sin familia, de Héctor Malot, que me sabía de memoria y, medio recitando, medio descifrando, recorrí una tras otra todas las páginas; cuando volví la última, ya sabía leer.
Estaba loco de alegría. ¡Eran mías esas voces secadas en sus pequeños herbarios, esas voces que reanimaba mi abuelo con su mirada, que él entendía, que yo no entendía! Yo las escucharía, me llenaría de discursos ceremoniosos, sabría todo. Me dejaron vagabundear por la biblioteca y me lancé al asalto de la sabiduría humana. Es lo que me ha hecho. Más tarde, he oído cien veces a los antisemitas reprochar a los judíos que ignoran las lecciones y los silencios de la naturaleza; yo contestaba: «En tal caso, yo soy más judío que ellos.» En vano buscaría en mí la dulce sinrazón y los frondosos recuerdos de las infancias campesinas. Nunca he arañado la tierra ni buscado nidos, no he herborizado ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo preso en un espejo; tenía su espesor infinito, su variedad, su imprevisibilidad. Yo me lancé a unas aventuras increíbles; tenía que trepar por las sillas y las mesas a riesgo de provocar unos aludes que me habrían sepultado. Durante mucho tiempo las obras del estante superior permanecieron fuera de mi alcance; otras me las quitaron de las manos cuando apenas si las había descubierto; y otras se escondían: yo las había cogido, había empezado a leerlas, creía haberlas dejado en su sitio y después necesitaba una semana para volver a encontrarlas. Tuve encuentros horribles: abría un álbum y caía sobre una lámina en colores donde unos insectos asquerosos bullían ante mí. Tumbado en la alfombra, emprendí áridos viajes a través de Fontenelle, Aristófanes, Rabelais; las frases se me resistían como cosas; había que observarlas, contornearlas, fingir que me alejaba y volver a ellas bruscamente para sorprenderlas descuidadas: la mayor parte de las veces guardaban su secreto. Yo era La Pérouse, Magallanes, Vasco de Gama; descubrí indígenas extraños: «Heautontimorumenos» en una traducción de Terencio en alejandrinos, «idiosincrasia» en una obra de literatura comparada. Apócope, Quiasma, Parangón, otros cien cafres impenetrables y distantes surgían al volver una página y su sola aparición dislocaba todo el párrafo. El sentido de esas palabras duras y negras sólo lo conocí diez o quince años después y aún hoy guardan su opacidad: es el humus de mi memoria.
La biblioteca no comprendía apenas más que los grandes clásicos de Francia y de Alemania. También había gramáticas, algunas novelas célebres, los Cuentos escogidos, de Maupassant, unos libros de arte —un Rubens, un Van Dyck, un Durero, un Rembrandt— que le habían regalado a mi abuelo los alumnos en algún Año Nuevo. Magro universo. Pero para mí la Enciclopedia Larousse lo era todo. Cogía un tomo al azar, detrás de la mesa, en el penúltimo estante, A-Bello, Belloc-Ch o Ci-D, Mele-Po o Pr-Z (estas asociaciones de sílabas se habían vuelto nombres propios que designaban a los sectores del saber universal: estaba la región Ci-D, la región Pr-Z, con su fauna y su flora, sus ciudades, sus grandes hombres y sus batallas); yo lo ponía con mucho esfuerzo sobre la carpeta de mi abuelo, lo abría, descubría a los verdaderos pájaros, cazaba verdaderas mariposas posadas en flores verdaderas. Estaban allí, personalmente, hombres y animales: los grabados eran sus cuerpos, el texto era su alma, su esencia singular; en el exterior se encontraban vagos esbozos que se acercaban más o menos a los arquetipos sin alcanzar su perfección; en el Jardín de Aclimatación, los monos eran menos monos; en el Jardín del Luxemburgo, los hombres eran menos hombres. Platónico por estado, yo iba del saber a su objeto; encontraba más realidad en la idea que en la cosa, porque se daba a mí antes y porque se daba como una cosa. Encontré el universo en los libros: asimilado, clasificado, etiquetado, pensado, aún temible; y confundí el desorden de mis experiencias librescas con el azaroso curso de los acontecimientos reales. De ahí proviene ese idealismo del que me costó treinta años deshacerme.
La vida cotidiana era límpida; nos veíamos con personas tranquilas que hablaban alto y claro, fundaban sus certidumbres en sanos principios, en la Sabiduría de las Naciones, y no se dignaban distinguirse de lo común más que por cierto amaneramiento del alma al que yo estaba perfectamente acostumbrado. Sus opiniones me convencían, apenas emitidas, por una evidencia cristalina y simple; cuando querían justificar sus conductas, daban unas razones tan aburridas que no podían dejar de ser ciertas; sus casos de conciencia, complacientemente expuestos, me turbaban menos que lo que me edificaban: eran falsos conflictos resueltos por adelantado y siempre los mismos; sus errores, cuando los reconocían, apenas si pesaban: la precipitación, una irritación legítima pero sin duda exagerada, habían alterado su juicio, afortunadamente se habían dado cuenta a tiempo; las faltas de los ausentes, más graves, nunca eran imperdonables: no había maledicencia, entre nosotros se veían, con aflicción, los defectos de carácter. Yo escuchaba, comprendía, aprobaba, encontraba tranquilizadoras esas palabras, y no me equivocaba, ya que trataban de tranquilizar; nada deja de tener remedio y en el fondo nada se mueve, las vanas agitaciones de la superficie no deben escondernos la calma mortuoria que a cada uno nos toca en suerte.
Se despedían nuestras visitas, yo me quedaba solo, me evadía de aquel cementerio trivial, iba a reunirme con la vida, con la locura en los libros. Me bastaba con abrir uno para volver a descubrir en él ese pensamiento inhumano, inquieto, cuyas pompas y tinieblas superaban a mi entendimiento, que saltaba de una a otra idea, tan rápidamente que se escapaba cien veces por página, y aturdido, perdido, dejaba que se fuera. Asistía a unos acontecimientos que mi abuelo seguramente habría juzgado inverosímiles y que, sin embargo, tenían la deslumbrante verdad de las cosas escritas. Los personajes surgían sin avisar, se amaban, se peleaban entre sí, se degollaban mutuamente; el sobreviviente se consumía de pena, se unía en la tumba con el amigo, con la tierna amante que acababa de asesinar. ¿Qué había que hacer? ¿Estaba yo destinado, como las personas mayores, a censurar, felicitar, absolver? Pero esos extravagantes no tenían en absoluto el aspecto de guiarse según nuestros principios, y sus motivos, incluso cuando los daban, se me escapaban. Bruto mata a su hijo, y es lo que hace también Mateo Falcone. Era una práctica que parecía, pues, bastante común. Sin embargo, en mi derredor nadie lo había hecho. En Meudon habían reñido mi abuelo y mi tío Emilio, y les había oído gritar en el jardín; sin embargo, no parecía que hubieran pensado en matarse. ¿Cómo juzgaba mi abuelo a los padres infanticidas? Yo me abstenía. Mi vida no corría peligro, ya que era huérfano y esos asesinatos aparatosos me divertían un poco, pero, en los relatos que se hacía de ellos, sentía cierta aprobación que me desconcertaba. Tenía que violentarme para no escupir en el grabado que mostraba a Horacio con el casco, la espada desenvainada, corriendo detrás de la pobre Camila. Karl a veces canturreaba:
On n’ peut pas êt’ plus proch’ pa, ents
Que frère et soeur assurément…[2]
Eso me turbaba; si por suerte me hubieran dado una hermana, ¿habría sido más cercana a mí que Anne-Marie? ¿Y que Karlimami? Entonces habría sido mi amante. Amante aún no era más que una palabra tenebrosa que encontraba con frecuencia en las tragedias de Corneille. Unos amantes se besan y se prometen que van a dormir en la misma cama (costumbre extraña; ¿por qué no en dos camas gemelas, como hacíamos mi madre y yo?) Yo no sabía nada más, pero bajo la luminosa superficie de la idea, presentía una masa velluda. De haber sido hermano, habría sido incestuoso. Soñaba con ello. ¿Derivación? ¿Disimulo de sentimientos prohibidos? Tal vez. Tenía una hermana mayor, mi madre, y quería tener una hermana menor. Aún hoy —1963— es sin duda el único lazo de parentesco que me conmueve.[3] Cometí el grave error de buscar muchas veces entre las mujeres a esta hermana que nunca tuve: se me denegó, quedé condenado a pagar las costas. Lo que no impide que al escribir estas líneas resucite a la cólera que sentí contra el asesino de Camila; es tan fresca y tan viva que me pregunto si el crimen de Horacio no es una de las fuentes de mi antimilitarismo: los militares matan a sus hermanos. Yo le hubiera dado una buena a ese soldadote. Para empezar, ¡al cadalso! ¡Y doce tiros! Volvía la página; unas letras de imprenta me demostraban mi error: había que absolver al fratricida. Durante unos instantes yo resoplaba, pateaba en el suelo, como un toro decepcionado por la capa. Y después me apresuraba a echar ceniza sobre mi cólera. Así eran las cosas; tenía que optar; era demasiado joven. Lo había entendido todo al revés; los numerosos alejandrinos que habían quedado herméticos para mí o que me había saltado por impaciencia, establecían precisamente la necesidad de esa absolución. Me gustaba esta incertidumbre y que la historia se me escapase por todas partes; eso me desconcertaba. Releí veinte veces las últimas páginas de Madame Bovary; al final me sabía de memoria varios párrafos enteros sin que me resultase más clara la conducta del pobre viudo; él encontraba unas cartas, ¿era una razón para dejarse crecer la barba? Echaba una mirada triste a Rodolphe, y por eso le guardaba rencor. ¿Por qué, después de todo? ¿Y por qué le decía: «No le odio, Rodolphe»? ¿Por qué Rodolphe le encontraba «cómico y un poco vil»? Después Charles Bovary se moría; ¿de pena?, ¿por enfermedad? ¿Y por qué le abría el doctor, si todo había terminado ya? Me gustaba esa resistencia coriácea que nunca acababa yo de vencer; chasqueado, cansado, gustaba de la ambigua voluptuosidad de comprender sin comprender: era el espesor del mundo; encontraba al corazón humano, del que con tanto gusto hablaba mi abuelo cuando estaba con la familia, soso y hueco en todas partes, menos en los libros. Mis humores estaban condicionados por unos nombres vertiginosos; me sumían en el terror o en una melancolía cuyas razones se me escapaban. Decía «Charbovary» y en ninguna parte veía a un barbudo gigantesco y harapiento pasearse por un cercado. Era insoportable. En los orígenes de estas ansiosas delicias estaba la combinación de dos temores contradictorios. Temía caer de cabeza en un universo fabuloso y errar por él sin cesar en compañía de Horacio, de Charbovary, sin esperanza de volver a encontrar la calle Le Goff, a Karlimami ni a mi madre. Y, por otra parte, adivinaba que esos desfiles de frases ofrecían a los lectores adultos unos significados que se me escapaban. Introducía en mi cabeza, por medio de los ojos, unas palabras venenosas infinitamente más ricas de lo que sabía. Una extraña fuerza, que surgía a través de las historias de unos furiosos que no me concernían, reconstruía dentro de mí una pena atroz, el descalabro de una vida; ¿no iba a infectarme, a morir envenenado? Al absorber el Verbo, absorbido por la imagen, yo, en definitiva, sólo me salvaba por la incompatibilidad de esos dos peligros simultáneos. Al caer el día, perdido en una jungla de palabras, estremeciéndome al menor ruido, tomando por interjecciones los crujidos del suelo, creía descubrir el lenguaje en estado natural, sin los hombres. ¡Con qué cobarde alivio, con qué decepción, volvía a encontrar la vulgaridad familiar cuando entraba mi madre y encendía la luz gritando: «¡Pobre hijo mío, estás destrozándote los ojos!» Azorado yo saltaba, gritaba, corría, hacía el bufón. Pero en esta infancia recuperada seguía preocupado: ¿De qué hablan los libros? ¿Quién los escribe? ¿Por qué? Conté estas preocupaciones a mi abuelo, y él, después de pensarlo, opinó que ya era hora de libertarme, y lo hizo tan bien que me dejó marcado.
Durante mucho tiempo me había hecho saltar en su pierna estirada cantando: «A caballo en mi jamelgo; cuando trota se tira pedos»,[4] y yo reía escandalizado. No cantó más; me sentó en sus rodillas y me miró a los ojos: «Soy hombre —repitió con voz de hombre público— y nada humano me es ajeno». Exageraba mucho; como Platón hizo con el poeta, Karl expulsaba de su república al ingeniero, al mercader y probablemente al oficial. Las fábricas le estropeaban el paisaje; de las ciencias puras sólo le gustaba la pureza. En Guérigny, donde pasábamos la segunda quincena de julio, mi tío George nos llevaba a visitar las fundiciones; hacía calor, nos empujaban unos hombres brutales y mal vestidos; aturdido por unos ruidos gigantescos, yo me moría de miedo y de aburrimiento; mi abuelo miraba el metal fundido silbando, por educación, pero sus ojos no tenían brillo. En Auvernia, por el contrario, en el mes de agosto, husmeaba a través de los pueblos, se plantaba delante de las construcciones antiguas, golpeaba los ladrillos con la punta del bastón: «Eso que ves, pequeño —me decía muy animado—, es un muro galorromano.» También apreciaba la arquitectura religiosa y, aunque abominaba de los papistas, nunca dejaba de entrar en las iglesias cuando eran góticas; en cuanto a las románicas, dependía del humor que tuviese. Ya casi no iba a los conciertos, pero había ido; le gustaba Beethoven, su pompa, sus grandes orquestas; también le gustaba Bach, pero sin entusiasmo. A veces se acercaba al piano y, sin sentarse, tocaba con sus dedos entumecidos algunos acordes; mi abuela decía con una sonrisa cerrada: «Charles está componiendo.» Sus hijos —Georges sobre todo— se habían convertido en buenos ejecutantes que detestaban a Beethoven y preferían sobre todo la música de cámara; estas divergencias no molestaban a mi abuelo; decía, con cara de bueno: «Los Schwitzer han nacido músicos». Ocho días después de mi nacimiento, como parecía alegrarme al oír una cuchara, decretó que yo tenía oído.
Vitrales, arbotantes, portales esculpidos, coros, crucifixiones talladas en madera o en piedra. Meditaciones en verso o Armonías poéticas: esas Humanidades nos llevaban directamente a lo Divino. Y aún más porque había que añadirles las bellezas naturales. Las obras de Dios y las grandes obras humanas estaban modeladas por un mismo soplo; el mismo arco iris brillaba en la espuma de las cascadas, y se reflejaba entre las líneas de Flaubert, lucía en los claroscuros de Rembrandt: era el Espíritu. El Espíritu hablaba a Dios de los hombres, para los hombres, era testimonio de Dios. Mi abuela veía en la Belleza la presencia carnal de la Verdad y la fuente de las más nobles elevaciones. En algunas circunstancias excepcionales —cuando estallaba una tormenta en una montaña, cuando estaba inspirado Víctor Hugo— se podía alcanzar el Punto Sublime donde lo Verdadero, lo Bello y el Bien se confundían.
Yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo. Como nieto de sacerdote, vivía en el techo del mundo, en el sexto piso, encaramado en la rama más alta del Árbol Central; el tronco era el hueco del ascensor. Iba, venía por el balcón, lanzaba una mirada a vuelo de pájaro sobre la gente que pasaba, saludaba, a través de la verja, a Lucette Moreau, mi vecina, que tenía mi edad, mis bucles rubios y mi joven feminidad, volvía a mi celia o al pronaos, nunca bajaba de allí personalmente; cuando mi madre me llevaba al Luxemburgo —es decir, todos los días— yo prestaba mis harapos a las regiones bajas, pero mi cuerpo glorioso no bajaba de sus alturas, y hasta creo que aún está allí. Todo hombre tiene su lugar natural; no fijan su altitud ni el orgullo ni el valor: decide la infancia. El mío es un sexto piso parisino con vista sobre los tejados. Durante mucho tiempo me ahogaba en los valles, me agobiaban las llanuras; era como si me arrastrase por el planeta Marte, me aplastaba la gravedad; me bastaba con escalar a una topera para estar contento otra vez: volvía a estar en mi sexto piso simbólico, respiraba otra vez el aire enrarecido de las Letras, el Universo se escalonaba a mis pies y todo, humildemente, solicitaba un nombre; dárselo era a la vez crearlo y tomarlo. Sin esta ilusión capital, no habría escrito nunca.
Hoy, 22 de abril de 1963, corrijo este manuscrito en el décimo piso de una casa nueva. Por la ventana abierta veo un cementerio, París, las colinas de Saint-Cloud, azules. Tal es mi obstinación. Sin embargo, todo ha cambiado. Aunque de niño haya querido merecer esta posición elevada, habría que ver en mi gusto por los palomares un efecto de la ambición, de la vanidad, una compensación por mi pequeña estatura. Pero no; no se trataba de trepar a mi árbol sagrado: yo estaba allí y me negaba a bajar; no se trataba de situarme por encima de los hombres: quería vivir en pleno éter entre los aéreos simulacros de las Cosas. Después, en lugar de agarrarme a los globos, me afané por hundirme muy abajo: tuve que calzarme con suelas de plomo. Con suerte, me ha ocurrido a veces rozar, en las arenas desnudas, especies submarinas cuyos nombres tuve que inventar. Otras veces, nada que hacer; una ligereza irresistible me retenía en la superficie. En resumen, que se me ha roto el altímetro; unas veces soy ludión y otras buzo, y con frecuencia las dos cosas a la vez, como corresponde a nuestra condición: vivo en el aire por costumbre y husmeo abajo sin demasiadas esperanzas.
Pero tuvieron que hablarme de los autores. Mi abuelo lo hizo con tacto, sin calor. Me enseñó los nombres de esos hombres ilustres. Cuando yo estaba solo, me recitaba la lista, desde Hesíodo hasta Hugo, sin una falta: eran los Santos y los Profetas. Charles Schweitzer, según decía, les consagraba un culto. Sin embargo, le molestaban. Su inoportuna presencia le impedía atribuir directamente al Espíritu Santo las obras del Hombre. Así es que tenía una preferencia secreta por los anónimos, por los constructores que habían tenido la modestia de eclipsarse tras sus catedrales, por el innombrable autor de las canciones populares. No le disgustaba Shakespeare, cuya identidad no estaba establecida. Ni Homero, por la misma razón. Ni algunos otros de los que no se tiene la seguridad de que hayan existido. En cuanto a los que no habían querido o sabido borrar las huellas de su vida, los disculpaba a condición de que se hubiesen muerto. Pero condenaba en su conjunto a sus contemporáneos, a excepción de Anatole France y de Courteline, que le divertían. Charles Schweitzer gozaba orgullosamente de la consideración que se mostraba por su mucha edad, por su cultura, por su belleza, por sus virtudes; ese luterano no dejaba de pensar, muy bíblicamente, que el Eterno había bendecido su Casa. A veces, en la mesa, se recogía para recorrer muy libremente su vida y concluir: «Hijos míos, qué bueno es no tener nada que reprocharse». Sus arrebatos, su majestad, su orgullo y su gusto por lo sublime cubrían una timidez de espíritu que debía a su religión, a su siglo y a la Universidad, su medio. Por esta razón sentía una repugnancia secreta por los monstruos sagrados de su biblioteca, hombres de vida airada, cuyos libros, muy en el fondo, tenía por incongruentes. Yo me equivocaba, tomaba por severidad de juez la reserva que aparecía bajo un entusiasmo impuesto; su sacerdocio le elevaba por encima de ellos. De todas formas, me soplaba el ministro del culto, el genio sólo es un préstamo; hay que merecerlo por medio de grandes sufrimientos, atravesando por ciertas pruebas firmemente, modestamente; se acaba por oír unas voces y se escribe al dictado. Entre la primera revolución rusa y la primera guerra mundial, quince años después de la muerte de Mallarmé, en el momento en que Daniel de Fontanin descubría Los alimentos terrestres, un hombre del siglo XIX imponía a su nieto las ideas que corrían bajo Luis Felipe. Así, se dice, se explican las rutinas campesinas: los padres se van al campo y dejan a los hijos en manos de los abuelos. Yo empezaba con un hándicap de ochenta años. ¿Debo quejarme? No lo sé; en nuestras sociedades en movimiento, los retrasos a veces procuran alguna ventaja. Sea como fuere, me largaron ese hueso y tan bien lo he roído que veo la luz a su través. Mi abuelo, taimadamente, había querido asquearme de esos intermediarios que son los escritores. Obtuvo el resultado contrario: confundí el talento y el mérito. Esa buena gente se me parecía: cuando yo era muy bueno, cuando aguantaba valientemente los dolores, tenía derecho a los laureles, a una recompensa; era la infancia. Karl Schweitzer me mostraba a otros niños, como yo vigilados, sufridos y recompensados que habían sabido conservar mi edad durante toda su vida. Como yo no tenía ni hermano, ni hermana, ni compañeros, los convertí en mis primeros amigos. Habían amado, sufrido con rigor, como los héroes de sus novelas, y sobre todo habían terminado bien; yo evocaba sus tormentos con una ternura un poco alegre: qué contentos debían de estar los muchachos cuando se sentían desgraciados; se decían: «¡Qué suerte, va a nacer un hermoso verso!»
Para mí no estaban muertos, o por lo menos no del todo: se habían metamorfoseado en libros. Corneille era un coloradote, grande, rugoso, con lomo de cuero, que olía a cola. Ese personaje incómodo y severo, de palabras difíciles, tenía unos bordes que me lastimaban los muslos cuando lo transportaba. Pero en cuanto lo había abierto, me ofrecía sus grabados, oscuros y dulces como confidencias. Flaubert era uno pequeño forrado de tela, inodoro, con pecas. Víctor Hugo, el múltiple, estaba encaramado en todo los estantes. Todo eso en cuanto a los cuerpos; en cuanto a las almas, estaban en las obras: las páginas eran ventanas, una cara se pegaba a los cristales por fuera, alguien me vigilaba; yo fingía no darme cuenta, seguía leyendo, con la vista pendiente de las palabras bajo la fija mirada de fuego de Chateaubriand. Esas inquietudes no duraban: el resto del tiempo, adoraba a mis compañeros de juego. Los puse por encima de todo y se me contó sin que me extrañase que Carlos Quinto había recogido el pincel del Ticiano. ¡Vaya cosa! Para eso están hechos los príncipes. Sin embargo, no los respetaba; ¿por qué hubiera debido alabarles el ser grandes? No hacían más que cumplir con su deber. Yo criticaba a los otros por ser pequeños. En resumen, había comprendido todo al revés y había convertido a la excepción en regla: la especie humana se volvió un comité restringido rodeado por animales afectuosos. Sobre todo mi abuelo obraba demasiado con ellos como para que pudiera tomarlos totalmente en serio. Había dejado de leer desde la muerte de Víctor Hugo; cuando no tenía nada que hacer, releía. Pero su oficio era traducir. En lo más íntimo de su corazón, el autor del Deutsches Lesebuch tenía a la literatura universal por su material. De labios para afuera, clasificaba a los autores según sus méritos, pero esta jerarquía de fachada no llegaba a ocultar sus preferencias, que eran utilitarias: Maupassant proveía las mejores versiones para los alumnos alemanes; Goethe, que ganaba por una cabeza a Gottfried Keller, era inigualable para los temas. Como humanista que era, mi abuelo estimaba poco las novelas; como profesor, le gustaban mucho por el vocabulario. Acabó por no soportar más que los trozos escogidos y le vi, unos años después, deleitarse con un extracto de Madame Bovary hecho por Mironneau para sus Lectures cuando Flaubert entero esperaba desde hacía veinte años para satisfacerlo. Yo sentía que él vivía de los muertos, lo que no dejaba de complicar mis relaciones con ellos; con el pretexto de consagrarles un culto, los tenía atados con cadenas y los cortaba a tajadas para transportarlos más cómodamente de una a otra lengua. Yo descubrí al mismo tiempo su grandeza y su miseria. Mérimée, para su desgracia, convenía al Curso Medio; en consecuencia, tenía una vida doble; en el cuarto estante de la biblioteca, Colomba era una fresca paloma con cien alas, helada, ofrecida e ignorada sistemáticamente; nunca la desfloró ninguna mirada. Pero en el estante de abajo se encarcelaba a esta misma virgen en un librito oscuro, sucio y maloliente; no habían cambiado ni la historia ni la lengua, pero había notas en alemán y un léxico; me enteré, además, para escándalo inigualado desde la violación de Alsacia-Lorena, de que lo habían editado en Berlín. Mi abuelo metía ese libro dos veces por semana en su cartera, lo había llenado de manchas, de rayas rojas, de quemaduras, y yo lo odiaba: era Mérimée humillado. Con sólo abrirlo me moría de aburrimiento: cada una de las sílabas se destacaba ante mis ojos, como hacía, en el Instituto, en la boca de mi abuelo. Esos signos, conocidos e irreconocibles, impresos en Alemania, para ser leídos por alemanes, ¿qué eran sino la falsificación de las palabras francesas? Un asunto de espionaje más: hubiera bastado con rascar para descubrir, debajo del disfraz galo, a las palabras germánicas al acecho. Acabé por preguntarme si no había dos Colombas, una feroz y verdadera, la otra falsa y didáctica, como hay dos Isoldas.
Las tribulaciones de mis pequeños camaradas me convencieron de que yo era como ellos. No tenía ni sus dotes ni sus méritos y aún no pensaba en escribir, pero como era nieto de sacerdote les ganaba por mi nacimiento; sin duda alguna estaba predestinado, no a sus martirios, que siempre eran un poco escandalosos, sino a algún sacerdocio; como Charles Schweitzer, yo sería centinela de la cultura. Y, además, yo estaba vivo, y muy activo; aún no sabía despedazar a los muertos, pero les imponía mis caprichos: los cogía en brazos, los llevaba, los dejaba en el suelo, los abría, los volvía a cerrar, los sacaba de la nada y a la nada los devolvía; esos hombres-troncos eran mis muñecas, y me daba lástima esa miserable supervivencia paralizada que se llamaba su inmortalidad. Mi abuelo alentaba esas familiaridades: todos los niños están inspirados y no tienen nada que envidiar a los poetas, que son nada más que niños. Me encantaba Courteline, perseguía a la cocinera hasta la cocina para leer en voz alta Theodore cherche des allumettes. Se divirtieron con mi pasión, la desarrollaron con mucho cuidado, hicieron de ella una pasión publicada. Un buen día mi abuelo me dijo como quien no quiere la cosa: «Courteline debe ser un buen muchacho. Si tanto te gusta, ¿por qué no le escribes?» Escribí. Charles Schweitzer me guió la pluma y decidió dejar varias faltas de ortografía en mi carta. La han reproducido unos periódicos hace unos años y la he releído con cierta desazón. Me despedía con las palabras «su futuro amigo», que me parecían de lo más naturales. ¿Cómo podría negarme su amistad un escritor vivo, cuando eran como de la familia Voltaire y Corneille? Courteline la negó e hizo bien; al contestar al nieto habría caído en el abuelo. En aquellos tiempos opinamos con dureza sobre su silencio. «Acepto —dijo Charles— que tenga mucho trabajo, pero a un niño se le contesta, sea como sea».
Aún hoy mantengo ese vicio menor que es la familiaridad. A esos ilustres difuntos los trato como a compañeros de colegio; me expreso sin rodeos sobre Baudelaire o Flaubert, y cuando se me critica, siempre me dan ganas de contestar: «No se metan en nuestras cosas. Sus genios me han pertenecido, los he tenido en mis manos, los he amado con pasión, con toda irreverencia. ¿Voy a ponerme guantes para tratarlos?» Pero del humanismo de Karl, de ese humanismo de prelado, me deshice el día en que me di cuenta de que todo hombre es todo el hombre. Qué tristes son las curaciones: el lenguaje se desencanta; los héroes de la pluma, mis antiguos pares, despojados de sus privilegios, están en su lugar; estoy doblemente de luto por ellos.
Lo que acabo de escribir es falso. Verdadero. Ni verdadero ni falso, como todo lo que se escribe sobre los locos, sobre los hombres. He contado los hechos con toda la exactitud que me ha permitido la memoria. ¿Pero hasta qué punto creía yo en mi delirio? Es la cuestión fundamental y, sin embargo, no la decido. He visto después que se podía conocer todo de nuestros afectos, excepto su fuerza, es decir, su sinceridad. Los actos mismos no servirán de muestra a menos que se haya probado que no son gestos, lo que no siempre es fácil. Más bien, vean: sólo entre adultos, yo era un adulto en miniatura, y tenía lecturas adultas; eso suena a falso, ya, porque seguía siendo niño al mismo tiempo. No pretendo que fuese culpable: era así y nada más; lo que no impide que mis exploraciones y mis cazas formasen parte de la comedia familiar, que se encantaran con ello, que yo lo supiera; sí, lo sabía, todos los días un niño maravilloso despertaba a los grimorios que su abuelo ya no leía. Yo vivía por encima de mi edad como se vive por encima de sus medios: con esfuerzo, con fatiga, trabajosamente, por ostentación. Apenas abría la puerta de la biblioteca, me encontraba en el vientre de un viejo inerte: la mesa, la carpeta, las manchas de tinta, rojas y negras, en el secante rosa, la regla, el tarro de cola, el olor a tabaco viejo, y, en invierno, el enrojecimiento de la salamandra, los crujidos de la mica, era Karl en persona, reificado; no necesitaba más para encontrarme en estado de gracia, y corría a los libros. ¿Sinceramente? ¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo podría fijar —sobre todo después de tanto tiempo— la inasible y movediza frontera que separa a la posesión de la representación? Me tumbaba boca abajo, frente a las ventanas, con un libro abierto delante de mí, un vaso de agua enrojecida a mi derecha, y a mi izquierda, en un plato, una rebanada de pan con mermelada. Yo representaba hasta cuando estaba solo: Anne-Marie y Karlimami habían vuelto esas páginas mucho antes de que yo hubiese nacido, y lo que se extendía ante mis ojos era su saber; por la noche, me habían de preguntar: «¿Qué has leído? ¿Qué has comprendido?», ya lo sabía, estaba de parto, pariría una palabra de niño; huir de las personas mayores por medio de la lectura era la mejor manera de comulgar con ellas: si estaban ausentes, su futura mirada entraba en mí por el occipucio, volvía a salir por mis pupilas, recorría a nivel del suelo esas frases leídas cien veces y que yo leía por vez primera. Visto, yo me veía; me veía leer como uno se oye hablar. ¿Había cambiado yo tanto desde que fingía descifrar «el chino en China» antes de conocer el alfabeto? No; seguía el juego. Detrás de mí se abría la puerta, venían a ver «qué estaba haciendo»; yo hacía trampas, me levantaba de un salto, dejaba a Musset en su sitio y en seguida iba, de puntillas, levantando los brazos, a coger el pesado Corneille; se medía mi pasión por mis esfuerzos, oía detrás de mí una voz maravillosa que murmuraba: «¡Pero cuánto le gusta Corneille!» Y no me gustaba; los alejandrinos me repelían. Afortunadamente, el editor sólo había publicado in extenso las tragedias más célebres; de las otras daba el título y el argumento analítico; es lo que me interesaba: «Rodelinde, mujer de Pertharite, rey de los lombardos y vencido por Grimoald, está acuciado por Unulphe para que dé su mano al príncipe extranjero…» Conocí a Rodogune, Théodore, Agésilas antes que al Cid, antes que a Cinna; me llenaba la boca de nombres sonoros, el corazón de sentimientos sublimes, y cuidaba de no extraviarme en los lazos de parentesco. También decían: «¡Qué sed de instrucción tiene este niño; devora el Larousse!», y yo les dejaba que dijesen. Pero apenas si me instruía: había descubierto que el diccionario contenía el resumen de las obras de teatro y de las novelas; yo me deleitaba con esos resúmenes.
Me satisfacía gustar y quería tomar baños de cultura; todos los días me recargaba con nuevos aspectos sagrados. A veces distraídamente; me bastaba con prosternarme y volver las páginas; las obras de mis pequeños amigos con mucha frecuencia me sirvieron de tarabilla de oraciones. Al mismo tiempo tuve espantos y placeres de verdad; me ocurría olvidar mi papel y correr a toda velocidad transportado por una ballena loca que no era nada más que el mundo. ¿Qué concluir? De cualquier manera, mi mirada trabajaba con las palabras; había que ensayarlas, decidir su sentido; a la larga, la comedia de la Cultura me cultivaba.
Sin embargo hacía lecturas verdaderas, fuera del santuario, en nuestra habitación o debajo de la mesa del comedor; de éstas no le hablaba a nadie, y nadie, salvo mi madre, me hablaba de ellas. Anne-Marie se había tomado en serio mis falsos arrebatos. Contaba sus preocupaciones a Mamie. Mi abuela fue una aliada segura: «Charles no es razonable —decía—. Es él el que empuja al pequeño, lo he visto. Aviados estaremos cuando este niño se haya quedado seco.» Las dos mujeres evocaron también el agotamiento y la meningitis. Hubiera sido peligroso y vano atacar a mi abuelo de frente; dieron un rodeo. En uno de nuestros paseos, Anne-Marie se detuvo como por casualidad delante del quiosco que está todavía en la esquina del bulevar Saint-Michel y de la calle Soufflot; vi unas estampas maravillosas, me fascinaron sus colores chillones, las reclamé, las obtuve; la maniobra tuvo éxito: quise que me comprasen todas las semanas Cri-Cri, L’Épatant, Les Vacances, Les Trois Boyscouts de Jean de la Hiere y Le Tour du Monde en Aéroplane de Arnould Galopin, que aparecían en fascículos los jueves. De uno a otro jueves, yo pensaba en el Aguila de los Andes, en Marcel Dunot, el boxeador de puños de hierro, en Christian el aviador, mucho más que en mis amigos Rabelais y Vigny. Mi madre se puso a buscar obras que me devolviesen a la infancia; al principio me dieron «los libritos rosa», luego selecciones mensuales de cuentos de hadas, y poco a poco Los hijos del capitán Grant, El último mohicano, Nicolás Nicklehy, Las cinco monedas de Lavarède. Antes que a Jules Verne, demasiado ponderado, prefería las extravagancias de Paul d’Ivoi. Pero, cualquiera que fuera el autor, adoraba las obras de la colección Hetzel, teatritos cuya tapa roja con borlas de oro imitaban el telón; la luz del sol en el canto eran las candilejas. A esas cajas mágicas y no a las equilibradas frases de Chateaubriand debo mis primeros encuentros con la Belleza. Cuando las abría me olvidaba de todo. ¿Era leer? No, sino morir de éxtasis. De mi abolición nacían en el acto indígenas armados de lanzas, la maleza, un explorador con casco blanco. Yo era visión, inundaba de luz las hermosas mejillas oscuras de Aouda, las patillas de Phileas Fogg. La pequeña maravilla, liberada de sí misma, se dejaba convertir en admiración pura. Una felicidad que no dependía de nadie, perfecta, nacía a cincuenta centímetros del suelo. El Nuevo Mundo parecía al principio más inquietante que el Antiguo: se robaba, se mataba, corría la sangre a chorros. Indios, hindúes, mohicanos, hotentotes raptaban a la muchacha, amarraban a su viejo padre y prometían matarlo con los más atroces suplicios. Era el Mal puro. Pero sólo aparecía para prosternarse frente al Bien; en el capítulo siguiente se restablecería todo. Unos blancos valientes harían una hecatombe de salvajes, cortarían las ataduras del padre, que se uniría en un abrazo con su hija. Sólo morían los malos —y algunos buenos muy secundarios cuya muerte figuraba entre los gastos extraordinarios de la historia. Por lo demás, hasta la muerte se había hecho aséptica: se caía con los brazos en cruz con un pequeño agujero redondo debajo del seno izquierdo o, si no se había inventado el fusil todavía, los culpables eran «pasados a cuchillo». Me gustaba este giro; me imaginaba un relámpago recto y blanco: la hoja se hundía en el cuerpo como si fuera de manteca y salía por la espalda del fuera-de-la-ley, que caía sin perder ni una gota de sangre. A veces la muerte era risible; por ejemplo, la del sarraceno que en La Filleule de Roland, creo, lanzaba su caballo contra el de un cruzado; el paladín le descargaba en la cabeza tal sablazo que le hendía de arriba abajo; una ilustración de Gustave Doré representaba esta peripecia. ¡Qué divertido era! Las dos mitades del cuerpo, separadas, empezaban a caer, describiendo cada una de ellas un semicírculo en torno al estribo; el caballo, extrañado, se encabritaba. Durante varios años no pude ver el grabado sin echarme a reír hasta saltárseme las lágrimas. Al fin tenía lo que me hacía falta: el Enemigo, odioso pero después de todo inofensivo, ya que sus proyectos nunca llegaban a nada y que incluso, a pesar de su astucia diabólica, servían a la causa del Bien; noté, en efecto, que la vuelta al orden iba siempre acompañada de un progreso: los héroes eran recompensados, recibían muestras de admiración, dinero; gracias a su intrepidez se conquistaba un territorio, se sustraía un objeto de arte a los indígenas y se transportaba a nuestros museos; la muchacha se enamoraba del explotador que le había salvado la vida y todo terminaba en boda. De esos tebeos y de esos libros he sacado mi fantasmagoría más íntima: el optimismo.
Estas lecturas fueron clandestinas durante mucho tiempo; Anne-Marie no necesitó prevenirme; consciente de su indignidad, yo no decía ni una palabra a mi abuelo. Yo me encanallaba, me tomaba libertades, pasaba unas vacaciones en el burdel, pero no olvidaba que mi verdad se había quedado en el templo. ¿Para qué escandalizar al sacerdote con el relato de mis extravíos? Karl acabó por sorprenderme; se enfadó con las dos mujeres y éstas, aprovechando un momento en que él recuperaba el aliento, me hicieron cargar con toda la responsabilidad: había visto los tebeos y las novelas de aventuras, las había querido, pedido, ¿podían negarse ellas? Esta hábil mentira ponía a mi abuelo entre la espada y la pared: era yo y sólo yo quien engañaba a Colomba con esas bellacas excesivamente pintadas. Yo, el niño profético, la joven Pitonisa, el Eliacín de las Letras, manifestaba una furiosa inclinación por la infamia. Él tenía que elegir; o yo no profetizaba o había que respetar mis gustos sin tratar de comprenderlos. De haber sido padre, Charles Schweitzer habría quemado todo; como era abuelo, eligió la indulgencia consternada. Yo no pedía otra cosa y seguí apaciblemente mi doble vida. Nunca ha terminado: aún hoy leo con más gusto las novelas de la «serie negra» que a Wittgenstein.
En mi isla aérea yo era el primero, el incomparable; en cuanto me sometieron a las reglas comunes, caí hasta la última fila.
Mi abuelo había decidido inscribirme en el Liceo Montaigne. Me llevó una mañana a ver al director e hizo un panegírico de mis méritos; mi único defecto era estar demasiado adelantado para mi edad. El director se dio por vencido en todo y me pusieron en la octava clase;[5] yo creí que iba a reunirme con los niños de mi edad. Pues no: después del primer dictado, la administración convocó urgentemente a mi abuelo; volvió a casa furioso, sacó de su cartera un papel lleno de garabatos y de manchas y lo tiró sobre la mesa: era la hoja que yo había entregado. Le habían hecho observar la ortografía —«le lapen çovache ême le ten»[6]— y habían tratado de que comprendiese que mi lugar estaba en la clase décima preparatoria.[7] Mi madre, al leer «lapen çovache» no pudo aguantar la risa; mi abuelo se la cortó con una mirada terrible. Empezó a acusarme de mala voluntad y me riñó por primera vez en su vida; luego declaró que me habían conocido mal. Al día siguiente me sacó del colegio y se peleó con el director.
Yo no había entendido nada de toda la cuestión y mi fracaso no me afectó en absoluto: yo era un niño prodigio que no sabía ortografía, y nada más. Además no me molestaba volver a mi soledad; me gustaba mi dolencia. Sin darme cuenta había perdido la ocasión de convertirme en un niño de verdad: encargaron a un maestro parisién, el señor Liévin, de que me diese clases particulares; venía casi todos los días. Mi abuelo me había comprado una mesita personal formada por un banco y un pupitre de madera blanca. Yo me sentaba en el banco y el señor Liévin se paseaba mientras dictaba. Se parecía a Vincent Auriol y mi abuelo pretendía que era un Hermano Tres Puntos. «Cuando le doy los buenos días —nos decía con la medrosa repugnancia de un hombre decente ante las insinuaciones de un pederasta—, con el pulgar me traza en la palma de la mano el triángulo masónico.» Yo le detestaba porque se olvidaba de mimarme; creo que, no sin razón, me tomaba por un niño atrasado. Desapareció no sé por qué; tal vez contara a alguien la opinión que tenía de mí.
Pasamos algún tiempo en Arcachon y fui a la escuela municipal; lo exigían los principios democráticos de mi abuelo. Pero también quería que me tuvieran separado del vulgo. Me recomendó al maestro con las siguientes palabras; «Mi querido colega, le entrego lo que más quiero en el mundo». El señor Barrault llevaba una barbita y lentes; fue a beber vino de moscatel a nuestro chalet y declaró que se sentía halagado por la confianza que mostraba tener en él un miembro de la enseñanza secundaria. Hacía que me sentase en un pupitre especial, al lado de su mesa, y durante los recreos me mantenía junto a él. Me parecía legítimo este trato especial; ignoro lo que pensaban los «hijos del pueblo», mis iguales, aunque creo que les tenía sin cuidado. A mí me cansaba su turbulencia y encontraba distinguido aburrirme junto al señor Barrault mientras ellos jugaban al escondite.
Yo tenía dos razones para respetar a mi maestro: deseaba el bien para mí y tenía el aliento fuerte. Las personas mayores deben ser arrugadas, feas, incómodas; cuando me cogían en brazos, no me disgustaba tener que sobreponerme a cierto desagrado: era la prueba de que la virtud no era cosa fácil. Había goces simples, triviales: correr, saltar, comer pasteles, besar la piel suave y perfumada de mi madre; pero daba más importancia a los placeres estudiosos y complejos que sentía en compañía de los hombres maduros: la repulsión que me inspiraban formaba parte de su prestigio. Yo confundía el desagrado con el espíritu de seriedad. Era un snob. Cuando se inclinaba sobre mí el señor Barrault, su aliento me infligía unas molestias exquisitas, respiraba con empeño el ingrato olor de sus virtudes. Un día descubrí una inscripción recién hecha en la pared del colegio; me acerqué y leí: «El tío Barrault es un gilipollas». El corazón me latió con tanta fuerza que me pareció que se me iba a romper; la estupefacción me dejó clavado en el suelo; tenía miedo. «Gilipollas» no podía ser más que una de esas palabrotas que pululaban en los bajos fondos del vocabulario y que jamás encuentra un niño bien educado; breve y brutal, tenía la horrible simplicidad de los animales elementales. Demasiado era haberlo leído. Me prohibí pronunciarlo, aunque fuese en voz baja. No quería que me saltase a la boca esa cucaracha pegada a la pared para metamorfosearse en el fondo de mi garganta en un trompetazo negro. Si simulaba no haberlo visto, tal vez se metiera por un agujero de la pared. Pero cuando desviaba la mirada, era para ver el infame apelativo «el tío Barrault», que me asustaba aún más; después de todo no hacía más que adivinar el sentido de «gilipollas»; pero sabía de sobra a quién se llamaba «tío Tal», en mi casa: a los jardineros, los carteros, al padre de la criada, es decir, a los viejos pobres. Alguien veía al señor Barrault, al maestro, al colega de mi abuelo, con el aspecto de un pobre viejo. Este pensamiento enfermo y criminal rodaba por algún lugar de una cabeza. ¿De qué cabeza? Tal vez de la mía. ¿No bastaba con haber leído la inscripción blasfematoria para ser cómplice de un sacrilegio? Me parecía que un loco cruel se burlaba de mi educación, de mi respeto, de mi celo, y de la satisfacción que sentía todas las mañanas cuando me quitaba la gorra y decía: «Buenos días, señor maestro», y que a la vez era yo mismo el loco, que las palabrotas y los malos pensamientos pululaban dentro de mí. Por ejemplo, ¿qué es lo que me impedía gritar a voz en cuello: «Ese mono viejo apesta como un cerdo»? Murmuré: «El tío Barrault apesta», y todo se puso a dar vueltas. Me fui llorando. A partir del día siguiente volví a encontrar mi deferencia por el señor Barrault, por su cuello de celuloide y su lazo de pajarita. Pero cuando se inclinaba sobre mi cuaderno, yo volvía la cabeza reteniendo la respiración.
En el otoño siguiente mi madre decidió llevarme a la Institución Poupon. Había que subir una escalera de madera, entrar en una sala del primer piso; los niños se agrupaban en semicírculo, silenciosamente; sentadas al fondo de la habitación, derechas y con la espalda contra la pared, las madres vigilaban al profesor. El primer deber de las pobres muchachas que nos enseñaban consistía en repartir por igual los elogios y las buenas notas en nuestra academia de prodigios. Si una de ellas tenía un movimiento de impaciencia o se mostraba excesivamente satisfecha por una buena contestación, las señoritas Poupon perdían alumnos y ella perdía su puesto. Éramos unos treinta académicos que nunca tuvimos tiempo para dirigirnos la palabra. A la salida, cada una de las madres se apoderaba ferozmente del suyo y se lo llevaba a toda velocidad, sin despedirse. Al cabo de un semestre, mi madre me retiró del curso: apenas si se trabajaba y además había acabado por cansarse de sentir pesar sobre ella las miradas de sus vecinas cuando me tocaba a mí el turno de que me felicitasen. La señorita Marie-Louise, una muchacha rubia, con lentes, que enseñaba ocho horas diarias en la Institución Poupon por un salario de hambre, aceptó darme clases particulares a domicilio, a escondidas de sus directoras. A veces interrumpía los dictados para aliviarse con profundos suspiros; me decía que no podía más, que vivía en una soledad espantosa, que hubiese dado cualquier cosa por tener un marido, el que fuese. Ella también acabó por desaparecer; se pretendía que no me enseñaba nada, pero yo creo que sobre todo mi abuelo la encontraba calamitosa. Este hombre justo no se negaba a aliviar a los miserables, pero le repugnaba invitarlos bajo su techo. Ya era hora; la señorita Marie-Louise me desmoralizaba. Yo creía que los salarios eran proporcionales a los méritos y me decían que ella tenía méritos; entonces, ¿por qué le pagaban tan mal? Cuando se ejercía un oficio había que sentirse digno y orgulloso, feliz de trabajar; puesto que ella tenía la suerte de trabajar ocho horas diarias, ¿por qué hablaba de la vida como de un mal incurable? Cuando yo contaba sus penas, mi abuelo se echaba a reír: era demasiado fea como para que la quisiese un hombre. Yo no me reía: ¿se podía nacer condenado? Entonces me habían mentido, el orden del mundo ocultaba unos desórdenes intolerables. Se me pasó el malestar en cuanto ella se fue. Charles Schweitzer me encontró otros profesores más decentes. Tan decentes que me he olvidado de todos. Hasta los diez años me quedó solo, con un viejo y dos mujeres.
Mi verdad, mi carácter y mi nombre estaban en manos de los adultos; yo había aprendido a verme con sus ojos; yo era un niño, ese monstruo que ellos fabrican con sus pesares. Cuando estaban ausentes, dejaban tras ellos su mirada, mezclada con la luz; yo corría, saltaba a través de esa mirada que me conservaba la naturaleza de nieto modelo, que seguía ofreciéndome mis juguetes y el universo. En mi bonito bocal, en mi alma, mis pensamientos giraban, cualquiera podía seguir sus vueltas, no había ni la menor sombra. Sin embargo, sin palabras, sin forma ni consistencia, diluida en esta inocente transparencia, una certeza transparente estropeaba todo: yo era un impostor. ¿Cómo representar la comedia sin saber que se está representándola? Las claras apariencias soleadas que componían mi personaje, se denunciaban por sí mismas, por un defecto de ser que no podía ni comprender del todo ni dejar de sentir. Me volvía hacia las personas mayores, les pedía que garantizasen mis méritos: era hundirme aún más en la impostura. Condenado a gustar, me daba unas gracias que se marchitaban en seguida; arrastraba por todas partes mi falsa sencillez, mi importancia desocupada, al acecho de una nueva oportunidad; yo creía asirla, adoptaba una actitud y acababa reencontrando en ella la inconsistencia de la que quería escapar. Mi abuelo dormitaba, envuelto en su manta; veía debajo de su espeso bigote la desnudez rosa de sus labios, era insoportable, afortunadamente se le resbalaban los anteojos y yo corría a recogerlos. Se despertaba, me levantaba en brazos y hacíamos nuestra gran escena de amor; ya no era lo que yo quería. Pero, ¿qué era lo que yo quería? Me olvidaba de todo; hacía mi nido en los arbustos de su barba. Yo entraba en la cocina, declaraba que quería mover la ensalada; y venían los gritos, las carcajadas: «¡No, hijo, así no! Aprieta fuerte la manecita; ¡así! María, ¡ayúdele! Pero qué bien lo hace». Era un falso niño, tenía una falsa ensaladera; sentía que mis actos se cambiaban en gestos. La comedia me hurtaba el mundo y los hombres. No veía más que papeles y accesorios; si por bufonada servía en las empresas de los adultos, ¿cómo iba a tomar en serio sus preocupaciones? Me prestaba a sus deseos con una prontitud virtuosa que me impedía compartir sus fines. Extraño a las necesidades, a las esperanzas, a los placeres de la especie, para seducirla me dilapidaba fríamente; ella era mi público, me separaban de ella unas candilejas en llamas que me dejaban en un exilio orgulloso que en seguida se convertía en angustia.
Lo peor era que sospechaba que los adultos eran unos farsantes. Las palabras que me dirigían eran caramelos; pero hablaban entre ellos con otro tono. Y además solían romper contratos sagrados; hacía yo la mueca más adorable, de la que estaba más seguro, y me decían con una voz verdadera: «Ve a jugar más lejos, que estamos hablando». Otras veces tenía el sentimiento de que me utilizaban. Mi madre me llevaba al Luxemburgo; el tío Emile, que estaba peleado con toda la familia, surgía de pronto; miraba a su hermana con un aire triste y le decía secamente: «No estoy aquí por ti; he venido a ver al niño». Entonces explicaba que yo era el único inocente de la familia, el único que nunca le había ofendido deliberadamente, ni le había condenado por calumnias. Yo sonreía, incómodo por mi poder y por el cariño que había encendido en el corazón de este hombre triste. Pero ya estaban hermano y hermana enzarzados en la discusión de sus cosas, enumerando los agravios recíprocos; Emile atacaba a Charles, Anne-Marie le defendía, cediendo terreno; se ponían a hablar de Louise, y yo quedaba olvidado entre sus sillas de hierro. Estaba preparado para admitir —si hubiese tenido edad para comprenderlas— todas las máximas de derecha que me enseñaba con su conducta un viejo de izquierda: que la Verdad y la Fábula son lo mismo, que hay que representar la pasión para sentirla, que el hombre es un ser de ceremonias. Me habían convencido de que habíamos sido creados para representarnos una comedia; y yo la aceptaba, pero exigía ser el personaje principal; ahora bien, en unos momentos relampagueantes que me dejaban anonadado, me daba cuenta de que desempeñaba un «falso-papel-principal», con un texto, mucha presencia, pero sin escena «mía»; en una palabra, que yo daba la réplica a las personas mayores. Charles me halagaba para ablandar su muerte; Louise encontraba la justificación de sus rabietas en mi petulancia; y Anne-Marie la de su humildad. Y, sin embargo, sin mí, mi madre habría sido recogida por sus padres y su delicadeza la habría entregado sin defensas a Mamie, sin mí Louise habría rabiado. Charles se habría maravillado ante el monte Cervino, los meteoros o los hijos de los demás. Yo era la causa ocasional de sus discordias y de sus reconciliaciones; las causas profunda estaban en otra parte: en Mâcon, en Gunsbach, en Thiviers, en un viejo corazón que se engrasaba, en un pasado muy anterior a mi nacimiento. Yo les reflejaba la unidad de la familia y sus antiguas contradicciones; usaban mi divina infancia para llegar a ser lo que eran. Yo viví en un estado de malestar; en el momento en que sus ceremonias me convencían de que no haya nada que exista sin razón y que cada uno, desde el más grande al más pequeño, tiene su lugar marcado en el Universo, mi razón de ser, la mía, se desvanecía, y yo descubría de pronto que era como si fuera manteca, y mi presencia insólita en este mundo en orden me avergonzaba.
Un padre me habría lastrado con algunas obstinaciones duraderas; me habría habitado al hacer de sus humores mis principios, de su ignorancia mi saber, de sus rencores mi orgullo, de sus manías mi ley; ese respetable inquilino me habría dado el respeto por mí mismo. Yo habría fundado mi derecho a vivir en ese respeto. Mi progenitor habría decidido mi porvenir: politécnico de nacimiento, habría estado tranquilo para siempre. Pero si Jean-Baptiste Sartre había conocido mi destino, se había llevado el secreto; mi madre sólo recordaba que había dicho: «¡Mí hijo no entrará en la Marina». A falta de informes más precisos, nadie, empezando por mí, sabía qué había venido a hacer a este mundo. Si me hubiera dejado bienes, mi infancia habría cambiado, yo no escribiría, porque sería otro. Los campos y la casa reflejan al joven heredero una imagen estable de sí mismo; se toca en su casquijo, en los cristales en forma de rombo de su galería y hace de su inercia la sustancia inmortal de su alma. Hace unos días, en el restaurante, el hijo del patrón, un niño de siete años, gritaba a la cajera: «Cuando no está mi padre, el Dueño soy yo». ¡Eso es un hombre! Yo a su edad no era dueño de nadie y nada me pertenecía. En mis pocos minutos de disipación, mi madre murmuraba: «¡Ten cuidado, que no estamos en nuestra casa!» Nunca estuvimos en nuestra casa: ni en la calle Le Goff ni después, cuando se volvió a casar mi madre. Yo no sufría por eso, porque me prestaban todo; pero yo seguía siendo abstracto. Al propietario, los bienes de este mundo le reflejan lo que él es: yo no era consistente ni permanente; yo no era el continuador futuro de la obra paterna, yo no era necesario para la producción del acero; en una palabra, no tenía alma.
Habría sido perfecto si yo hubiera formado una buena pareja con mi cuerpo. Pero la verdad es que éramos, él y yo, una pareja de lo más curiosa. En la miseria, el niño no se interroga: experimentada corporalmente por las necesidades y las enfermedades su injustificable condición justifica su existencia; son el hambre y el perpetuo peligro de muerte los que fundan su derecho a vivir: vive para no morir. Yo no era lo suficientemente rico para creerme predestinado ni lo bastante pobre para sentir mis deseos como exigencias. Cumplía con mis deberes alimenticios y Dios a veces —raras— me enviaba la gracia que permite comer sin desagrado y que se llama apetito. Respiraba, digería, defecaba con despreocupación y vivía porque había empezado a vivir. Ignoraba la violencia y las salvajes exigencias de mi cuerpo, ese compañero cebado que sólo se hacía conocer por una serie de malestares delicados, muy solicitados por las personas mayores. En aquellos tiempos, una familia distinguida debía de tener por lo menos un hijo delicado. Yo era un buen sujeto, porque había pensado morir al nacer. Me acechaban, me tomaban el pulso, la temperatura, me obligaban a sacar la lengua: «¿No te parece que está un poco paliducho?» «Es la luz». «¡Te aseguro que está más delgado!» «Pero, papá, si le pesamos ayer». Yo, bajo esas miradas inquisidoras, sentía que me convertía en objeto, en la flor de un florero. Para terminar, me metían en la cama. Agobiado de calor, cocido bajo las sábanas, confundía a mi cuerpo con su malestar; de los dos, no sabía cuál era el indeseable.
El señor Simonnot, colaborador de mi abuelo, almorzaba los jueves con nosotros. Yo envidiaba a ese cincuentón de mejillas de niña que se engomaba el bigote y se teñía el tupé. Cuando Anne-Marie, para que durase la conversación, le preguntaba si le gustaba Bach, si le gustaba el mar, la montaña, si tenía un buen recuerdo de su ciudad natal, se tomaba cierto tiempo para reflexionar y dirigía su mirada interior hacia el macizo granítico de sus gustos. Cuando había encontrado la información pedida, se la comunicaba a mi madre, con una voz objetiva, saludando con la cabeza. ¡Qué hombre feliz!; yo pensaba que todas las mañanas debía despertarse lleno de gozo, verificar, desde algún Punto Sublime, sus picos, sus crestas y sus valles, y luego estirarse voluptuosamente diciendo: «Sin duda soy yo, soy el señor Simonnot entero». Naturalmente, cuando me preguntaban a mí, yo era capaz de dar a conocer mis preferencias y hasta de afirmarlas; pero, en la soledad, se me escapaban; lejos de verificarlas, había que tenerlas y empujarlas, insuflarles vida; yo ni siquiera estaba ya seguro de preferir el filete de vaca al asado de ternera. Cuánto hubiera dado porque se instalase en mí un paisaje atormentado, unas obstinaciones rectas como acantilados. Cuando la señora Picard, usando con tacto un vocabulario de moda, decía de mi abuelo: «Charles es un ser exquisito», o «No se conoce a los seres», me sentía condenado sin recurso. Las piedras del Luxemburgo, el señor Simonnot, los castaños, Karlimami, eran seres. Yo, no Yo no tenía ni su inercia, ni su profundidad, ni su impenetrabilidad. Yo no era nada: una transparencia imborrable. Mis celos no tuvieron límites el día en que me dijeron que el señor Simonnot, esa estatua, ese bloque monolítico, era además indispensable para el universo.
Era fiesta. En el Instituto de Lenguas Vivas la gente aplaudía bajo la movediza llama de una lámpara Auer; mi madre tocaba Chopin, todo el mundo hablaba en francés por orden de mi abuelo, un francés lento, gutural, con gracias marchitas y la pompa de un oratorio. Yo volaba de mano en mano, sin tocar el suelo; me ahogaba contra el seno de una novelista alemana cuando mi abuelo, desde lo alto de su gloria, dejó caer el veredicto que me llegó al corazón: «Aquí falta alguien, y es Simonnot». Yo me escapé de los brazos de la novelista, me refugié en un rincón, desaparecieron los invitados; en el centro de un anillo tumultuoso vi una columna: al señor Simonnot mismo, ausente de carne y hueso. Esta ausencia prodigiosa le transfiguró. El Instituto no estaba completo ni mucho menos: algunos alumnos estaban enfermos, otros se habían disculpado; pero sólo eran hechos accidentales y desdeñables. Sólo faltaba el señor Simonnot. Había bastado con pronunciar su nombre; en aquella sala repleta, el vacío había penetrado como un cuchillo. Yo me maravillaba de que un hombre tuviera su lugar establecido. Su lugar: una nada cavada por la espera universal, un vientre invisible del que, de pronto, parecía que se pudiera renacer. Sin embargo, si hubiera salido del suelo, en medio de una ovación, incluso si las mujeres se hubieran abalanzado para besarle la mano, yo me habría desembriagado; la presencia carnal es siempre excedentaria. Virgen, reducido a la pureza de una escena negativa, mantenía la transparencia incomprensible del diamante. Ya que me tocaba a mí estar en todo momento entre ciertas personas, en un determinado lugar de la tierra y además me sabía superfluo, quise faltar como el agua, como el pan, como el aire a todos los demás hombres en todos los demás lugares.
Este deseo volvió todos los días a mis labios. Charles Schweitzer ponía la necesidad por todas partes para tapar una angustia que nunca se me apareció mientras vivió y que apenas empiezo a adivinar. Todos sus colegas sostenían el cielo. Entre estos Atlas se contaban gramáticos, filólogos y lingüistas, el señor Lyon-Caen y el director de la Revue Pédagogique. Hablaba de ellos sentenciosamente, para que nos diéramos cuenta de su importancia: «Lyon-Caen sabe lo que se hace; su lugar está en el Instituto». O también, «Shurer se vuelve viejo; esperemos que no hagan la tontería de jubilarle; no sabe la Facultad lo que perdería». Rodeado de ancianos irreemplazables cuya próxima desaparición iba a sumir a Europa en una situación de duelo y tal vez de barbarie, qué no hubiera dado yo por oír una voz fabulosa que diera a mi corazón la sentencia: «Este pequeño Sartre sabe lo que se hace; si llegase a desaparecer, ¡no sabe Francia lo que perdería!» La infancia burguesa vive en la eternidad del instante, es decir, en la inacción; yo quería ser Atlas en seguida, para siempre y desde siempre; ni siquiera concebía que se pudiera trabajar sin llegar a serlo; necesitaba una Corte Suprema, un decreto que me restableciese los derechos. ¿Pero dónde estaban los magistrados? Mis jueces naturales se habían descalificado por su histrionismo; yo los recusaba, pero no veía otros.
Insecto, parásito estupefacto, sin fe, sin ley, sin razón ni fin, yo me evadía en la comedia familiar, giraba, corría, volaba de impostura en impostura. Yo huía de mi cuerpo injustificable y de sus endebles confidencias; bastaba que el trompo tropezara con un obstáculo y se detuviera, para que el pequeño comediante huraño cayese en el estupor animal. Unas buenas amigas de mi madre le dijeron que yo estaba triste, que me habían visto soñando. Mi madre me apretó contra sí riéndose: «¡Tú que eres tan alegre, que siempre estás cantando! ¿De qué podrías quejarte? Si tienes todo lo que quieres». Tenía razón: un niño mimado no es triste; se aburre como un rey. Como un perro.
Yo soy un perro: bostezo, me corren las lágrimas, siento cómo me corren. Soy un árbol, el viento se engancha en mis ramas y las agita vagamente. Soy una mosca, trepo a lo largo de un cristal, me caigo y vuelvo a trepar. A veces siento la caricia del tiempo que pasa, otras veces —es lo más frecuente— siento que no pasa. Unos minutos temblorosos se dejan caer, me engullen y no acaban de agonizar; estancados pero vivos aún, son barridos, pero los sustituyen otros, más frescos, igualmente vanos; estas repugnancias se llaman felicidad; mi madre me repite que soy el niño más feliz de todos. Puesto que es verdad, ¿cómo no habría de creerla? En mi desamparo, nunca pienso; en primer lugar no hay ninguna palabra para nombrarlo; y además no lo veo: no dejan de rodearme. Es la trama de mi vida, el material de mis placeres, la carne de mis pensamientos.
Vi la muerte. A los cinco años me acechaba; por la noche andaba por el balcón, pegaba el hocico a los cristales, yo la veía pero no me atrevía a decir nada. Nos encontramos con ella una vez en el Quai Voltaire: era una señora vieja, alta y loca, vestida de negro, que, al pasar yo, murmuró: «A ese niño lo meteré en mi bolsillo». Otra vez adoptó la forma de una excavación; era en Arcachon: Karlimami y mi madre visitaban a la señora Dupont y a su hijo Gabriel, el compositor. Yo jugaba en el jardín de la villa, asustado porque me habían dicho que Gabriel estaba enfermo y se iba a morir. Yo jugaba a ser caballo, sin mucho entusiasmo, y caracoleaba alrededor de la casa. De pronto vi un agujero de tinieblas: habían abierto la bodega; me cegó no sé muy bien qué evidencia de soledad y de horror; di media vuelta y me escapé, cantando a voz en cuello. En aquellos tiempos tenía cita con ella todas las noches en mi cama. Era un rito: tenía que acostarme echado hacia la izquierda, de cara a la pared; yo esperaba, temblando, y ella aparecía, como un esqueleto muy conformista y con una guadaña; entonces tenía permiso para echarme hacia la derecha, ella se iba y yo podía dormir tranquilo. Durante el día la reconocía bajo los más diversos disfraces: si ocurría que mi madre cantase en francés Le Roi des Aulnes, yo me tapaba los oídos; por haber leído L’Ivrogne et sa femme, me quedé durante seis meses sin abrir las fábulas de La Fontaine. A la muy bribona no le importaba: se escondía en un cuento de Mérimée, La Vénus d’Ille, y esperaba a que lo leyese para saltarme al cuello. No me inquietaban ni los entierros ni las tumbas; por entonces mí abuela Sartre se puso enferma y murió; mi madre y yo llegamos a Thiviers, avisados por un telegrama, cuando aún vivía. Prefirieron separarme de los lugares en que aquella existencia desgraciada estaba deshaciéndose; unos amigos se ocuparon de mí, me alojaron, para que estuviese ocupado, me dieron unos juegos de circunstancia, instructivos, enlutados de aburrimiento. Yo jugué, leí, me preocupé por mostrar un recogimiento ejemplar, pero no sentí nada. Tampoco sentí nada cuando seguimos al coche mortuorio hasta el cementerio. La muerte brillaba por su ausencia. Fallecer no era morir, la metamorfosis de aquella vieja en losa funeraria no me desagradaba; había una transubstanciación, una accesión al ser; en suma, todo ocurría como si yo me hubiese transformado pomposamente en el señor Simonnot. Por esta razón siempre me han gustado y me siguen gustando los cementerios italianos: en ellos la piedra está atormentada, es un hombre barroco, se incrusta un medallón, encuadrando una foto que recuerda al difunto en su primer estado. Cuando yo tenía siete años, encontraba a la verdadera Muerte, a la Descarnada, por todas partes, pero ahí nunca. ¿Qué era? Una persona y una amenaza. La persona estaba loca; en cuanto a la amenaza, las bocas de sombra se podían abrir en cualquier parte, en pleno día, bajo el sol más radiante, y atraparme. Las cosas tenían un reverso horrible, se veía cuando se perdía la razón, morir era llevar la locura hasta el extremo y ser tragado por ella. Viví en el terror, fue una verdadera neurosis. Si busco la razón de todo esto, encuentro lo siguiente: niño mimado, don providencial, mi profunda inutilidad se me manifestaba aún más porque el ritual familiar me adornaba constantemente con una necesidad forjada. Me sentía de más, luego tenía que desaparecer. Yo era un florecimiento insípido en perpetua abolición. Con otras palabras, estaba condenado y la sentencia podía aplicarse en cualquier momento. Sin embargo, la rechazaba con todas mis fuerzas, no porque quisiese mi existencia, sino, por el contrario, porque no me interesaba; cuanto más absurda es la vida, menos soportable es la muerte.
Dios me habría sacado de la pena: yo habría sido una obra maestra firmada; con la seguridad de tener mi parte en el concierto universal, habría esperado pacientemente a que Él me revelase sus designios y mi necesidad. Yo presentía la religión, la esperaba, era el remedio. Si me la hubieran negado, la habría inventado yo mismo. No me la negaron: educado en la fe católica, supe que el Todopoderoso me había hecho para gloria suya: era más de lo que me atrevía a soñar. Pero después, en el Dios al uso que me enseñaron no encontré al que esperaba mi alma; necesitaba un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos eran uno, pero yo lo ignoraba; yo servía sin calor al ídolo farisaico y la doctrina oficial hacía que se me quitasen las ganas de buscar mi propia fe. ¡Qué suerte! Confianza y desolación hacían de mi alma un terreno ideal para sembrar el cielo en él. Sin ese equívoco, yo habría sido fraile. Pero el lento movimiento de descristianización que había nacido en la alta burguesía volteriana y que había tardado un siglo en extenderse por todas las capas de la sociedad, había tocado a mi familia; sin ese debilitamiento general de la fe, Louise Guillemin, señorita católica de provincia, hubiera hecho más remilgos antes de casarse con un luterano. Naturalmente que en nuestra casa todo el mundo creía: por discreción. Siete u ocho años después del gobierno Combes, la incredulidad declarada conservaba la violencia y la indecencia de la pasión; un ateo era un original, un furioso a quien no se invitaba a comer, por temor a que «hiciera una de las suyas», un fanático lleno de tabúes que se negaba el derecho a arrodillarse en las iglesias, de casar en ella a sus hijas y de llorar deliciosamente, que se imponía probar la verdad de su doctrina por la pureza de sus costumbres, que se encarnizaba contra sí mismo y contra su felicidad hasta el punto de privarse del medio de morir consolado, un maniático de Dios, que veía Su ausencia por todas partes y que no podía abrir la boca sin pronunciar Su nombre; en una palabra, un señor con convicciones religiosas. El creyente no las tenía: las certidumbres cristianas habían tenido el tiempo suficiente de probarse en dos mil años, pertenecían a todos, se les pedía que brillasen en la mirada de un sacerdote, en la penumbra de una iglesia, y que alumbrasen a las almas, pero nadie necesitaba tomarlas por su cuenta. Era el patrimonio común. La buena sociedad creía en Dios para no hablar de Él. ¡Qué tolerante parecía la religión! ¡Qué cómoda era! El cristiano podía faltar a misa y casar a sus hijos por la iglesia, sonreír ante las mojigaterías de Saint-Sulpice y derramar lágrimas al oír la Marcha nupcial de Lohengrin; no estaba obligado a llevar una vida ejemplar ni a morir desesperado; ni siquiera a hacerse incinerar. En nuestro medio, en mi familia, la fe no era más que un nombre de ostentación para la dulce libertad francesa; me habían bautizado, como a tantos otros, para preservar mi independencia; si me hubiesen negado el bautizo, habrían creído que violentaban mi alma; al ser católico inscrito, era libre, era normal. «Más adelante —decían— hará lo que quiera.» Entonces se juzgaba que era mucho más difícil lograr la fe que perderla.
Charles Schweitzer era demasiado comediante como para no necesitar un Gran Espectador, pero apenas si pensaba en Dios, salvo en los momentos supremos; como estaba seguro de encontrarlo en el momento de la muerte, lo mantenía fuera de su vida. Privadamente, por fidelidad a nuestras provincias perdidas, a la grosera alegría de los antipapistas, sus hermanos, no perdía una ocasión de poner al catolicismo en ridículo: las cosas que decía en la mesa se parecían a las de Lutero. Con Lourdes, nunca se cansaba: Bernadette había visto «a una buena mujer que se cambiaba de camisa»; habían sumergido a un paralítico en la piscina y al salir «veía con los dos ojos». Contaba la vida de san Labre, cubierto de piojos; la de santa María Alacoque, que recogía con la lengua las deyecciones de los enfermos. Esos cuentos me hicieron un favor: me inclinaba tanto más a elevarme por encima de los bienes de este mundo cuanto que no poseía ninguno, y habría encontrado sin esfuerzo mi vocación en mi confortable desnudez; el misticismo conviene a las personas desplazadas, a los hijos supernumerarios; para precipitarme en él habría bastado con presentarme el asunto por la otra punta; yo corría el riesgo de ser una presa de la santidad. Mi abuelo me quitó las ganas para siempre; la vi por sus ojos, esa locura cruel me repugnó por la insipidez de sus éxtasis, me aterrorizó por su desprecio sádico del cuerpo; las excentricidades de los Santos apenas si tenían más sentido que las del inglés que se metió en el mar vestido de smoking. Al oír esos relatos, mi abuela hacía como que se indignaba, llamaba a su marido «descreído» y hereje, le pegaba en los dedos, pero la indulgencia de su sonrisa acababa de desengañarme: ella no creía en nada; sólo su escepticismo le impedía ser atea.
Mi madre tenía el cuidado de no intervenir; tenía «su Dios particular» y casi sólo le pedía que la consolase en secreto. El debate continuaba en mi cabeza, debilitado; otro yo mismo, mi doble oscuro, discutía lánguidamente todos los artículos de fe; era católico y protestante, unía el espíritu crítico al espíritu de sumisión. En el fondo, todo eso me aburría; me vi conducido a la incredulidad, no por el conflicto de los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos. Sin embargo, creía; rezaba mis oraciones todos los días, en camisón, de rodillas en la cama, con las manos juntas, pero pensaba en Dios cada vez menos. Mi madre me llevaba los lunes a la Institución del abate Dibildos: seguía allí un curso de instrucción religiosa en medio de otros niños desconocidos. Mi abuelo había hecho las cosas tan bien que yo tenía a los curas por bichos curiosos: aunque fuesen los ministros de mi confesión, me eran más extraños que los pastores, por su manera de vestir y por su celibato. Charles Schweitzer respetaba al padre —«una buena persona»—, a quien conocía personalmente, pero era de un anticlericalismo tan declarado que yo pasaba la puerta con el sentimiento de penetrar en territorio enemigo. En cuanto a mí, yo no odiaba a los curas; cuando me hablaban ponían una cara tierna, afinada por la espiritualidad, con un aire de bondad maravillada, la mirada infinita que apreciaba particularmente en la señora Picard y en otras músicas amigas de mi madre; el que los odiaba por mí era mi abuelo. Había sido el primero en tener la idea de que me llevasen a los cursos de su amigo el cura, pero miraba con inquietud al pequeño católico que le devolvían todos los jueves por la tarde, buscaba en mi mirada los progresos del papismo y no dejaba de bromear al respecto. Esta falsa situación no duró más de seis meses. Un día entregué al instructor una redacción sobre la Pasión; había encantado a toda la familia, y mi madre la había copiado de su puño y letra. Sólo obtuvo la medalla de plata. Esta decepción me hundió en la impiedad. Una enfermedad y las vacaciones impidieron que volviera a la Institución Dibildos; a la vuelta de las vacaciones exigí que no me llevasen más. Aún mantuve, durante varios años, relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado dejé de frecuentarle. Sólo una vez tuve el sentimiento de que existía. Había jugado con unos fósforos y quemado una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí Su mirada en el interior de mi cabeza y en las manos; estuve dando vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un blanco vivo. Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan grosera indiscreción, blasfemé, murmuré como mi abuelo: «Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios». No me volvió a mirar nunca más.
Acabo de contar la historia de una vocación fallida: yo necesitaba a Dios, me lo dieron, pero lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder enraizar en mi corazón, vegetó en mí durante algún tiempo y después se murió. Hoy, cuando me hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo que se encuentra con una vieja amiga: «Hace cincuenta años, sin ese malentendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos separó, podría haber habido algo entre nosotros».
No hubo nada. Sin embargo, mis asuntos iban de mal en peor. A mi abuelo le irritaba mi pelo largo. «Es un chico —le decía a mi madre—; vas a convertirlo en una chica; ¡no quiero que mi nieto se vuelva un marica!» Anne-Marie seguía en sus trece; me parece que le hubiera gustado que yo fuese una niña de verdad; con qué felicidad habría colmado de dones a su triste infancia resucitada. Como el Cielo no la había oído, ella se las arregló así: yo tendría el sexo de los ángeles, indeterminado pero femenino por los bordes. Como era tierna, me enseñó la ternura; mi soledad hizo lo demás y me separó de los juegos violentos. Un día —tenía siete años—, mi abuelo no aguantó más: me cogió de la mano y dijo que me llevaba de paseo. Pero apenas doblamos la esquina, me metió en la peluquería y me dijo: «Vamos a dar una sorpresa a tu madre». A mí me encantaban las sorpresas. En nuestra casa todo el tiempo había sorpresas. Pequeños misterios, divertidos o virtuosos, regalos inesperados, revelaciones teatrales seguidas de abrazos; era el tono de nuestra vida. Cuando me quitaron el apéndice, mi madre no dijo nada a Karl, para que no tuviese una preocupación que de todas formas no hubiera sentido. Había dado el dinero mi tío Auguste; habíamos vuelto clandestinamente de Arcachon y nos habíamos ocultado en una clínica de Courbevoie. A los dos días de la operación, Augusto fue a ver a mi abuelo; le dijo: «Voy a darte una buena noticia». A Karl le engañó la afable solemnidad de la voz: «¡Te vuelves a casar!» «No —contestó mi tío sonriendo—, pero todo ha ido muy bien». «¿Cómo todo?», etc., etc. En resumen, que los efectos teatrales eran el pan nuestro de cada día, y miré con buenos ojos cómo caían mis bucles a lo largo de la toalla blanca que tenía alrededor del cuello y cómo llegaban al suelo, inexplicablemente deslucidos; volví glorioso y pelado.
Hubo gritos, pero no abrazos, y mi madre se encerró en su habitación para llorar: habían cambiado a su niñita en niñito. Pero había cosas peores: mientras mis preciosos tirabuzones revoloteaban alrededor de mis orejas, ella había podido negar la evidencia de mi fealdad. Sin embargo, mi ojo derecho entraba ya en el crepúsculo. Tuvo que confesarse la verdad. También mi abuelo parecía desconcertado; le habían entregado su pequeña maravilla y él había devuelto un sapo: era minar por la base sus futuras maravillas. Mamie le miraba, divertida. Dijo simplemente: «Karl no está orgulloso; cómo se achica».
Anne-Marie tuvo la bondad de ocultarme la causa de su pena. Sólo me enteré a los doce años, de una manera brutal. Pero yo me encontraba mal con mi facha. Los amigos de la familia me echaban unas miradas preocupadas o perplejas que muchas veces sorprendía. Mi público se volvía más difícil día tras día; tuve que afanarme; insistí sobre mis efectos y llegué a desafinar. Conocí las angustias de una actriz que envejece: supe que otros podían gustar. Me quedaron dos recuerdos, un poco posteriores, pero sorprendentes.
Tenía nueve años; llovía. En el hotel de Noirétable éramos diez niños, diez gatos en la misma bolsa. Mi abuelo, para que hiciéramos algo, aceptó escribir y dirigir una pieza patriótica con diez personajes. Bernard, el mayor de la banda, hizo el papel del tío Struthoff, un hombre brusco pero bueno. Yo fui un joven alsaciano; mi padre había optado por Francia y yo cruzaba la frontera secretamente para reunirme con él. Me prepararon unas réplicas llenas de empaque: levantaba el brazo derecho, inclinaba la cabeza y murmuraba, ocultando mi mejilla de prelado en el hueco del hombro: «Adiós, adiós, querida Alsacia». En los ensayos decían que estaba comestible, lo que no me sorprendía. La representación se efectuó en el jardín; el escenario estaba limitado por dos macizos de boneteros y por la pared del hotel; los padres estaban sentados en unas sillas de rejilla. Los niños se divertían de lo lindo; menos yo. Convencido de que la suerte de la obra estaba entre mis manos, me esforzaba por gustar, entregado a la causa común; creía que todos los ojos estaban fijos en mí. Me excedí; las preferencias fueron para Bernard, menos amanerado que yo. ¿Lo entendí? Al terminar la representación, él pasaba la gorra; yo me deslicé detrás de él y tiré de su barba, que se me quedó entre las manos. Era una broma de vedette, para hacer gracia; me sentía exquisito, y saltaba sobre uno y otro pie mostrando mi trofeo. Nadie se rió. Mi madre me cogió de la mano y me alejó con presteza. «¿Qué has hecho? —me preguntó, afligida—. ¡Una barba tan bonita! Todo el mundo ha lanzado un ¡Oh! de estupefacción.» Mi abuela se reunió con nosotros y traía las últimas noticias: la madre de Bernard había hablado de celos. «Ya ves lo que se gana con querer destacar.» Yo me escapé, corrí a la habitación, me planté delante del armario de luna e hice muecas durante un rato.
La señora de Picard opinaba que un niño puede leerlo todo: «Un libro nunca hace daño si está bien escrito». Había pedido permiso, tiempo antes, delante de ella, para leer Madame Bovary y mi madre había adoptado su voz excesivamente musical: «Pero si mi hijito lee este género de libros a su edad, ¿qué va a hacer cuando sea mayor?» «¡Los viviré!» Esa contestación había conocido el éxito más franco y duradero. La señora de Picard hacía alusión a ella cada vez que nos visitaba, y mi madre exclamaba, regañándola, pero halagada: «Blanche, ¿se quiere callar? ¡Mire que me lo va a estropear!» Yo quería y despreciaba a esa vieja mujer pálida y gorda, que era mi mejor público; cuando me anunciaban su llegada, sentía que tenía genio: soñé que ella perdía las faldas y que le veía el trasero, lo que era una manera de rendir homenaje a su espiritualidad. En noviembre de 1915 me regaló una libreta de cuero rojo con cantos dorados. Como no estaba mi abuelo, nos habíamos instalado en su despacho; las mujeres hablaban animadamente, aunque en un tono más bajo que en 1914, porque estábamos en guerra; se pegaba a las ventanas una bruma sucia y amarilla, olía a tabaco rancio. Yo abrí la libreta y en un primer momento quedé decepcionado. Esperaba que fuera una novela, cuentos; leí el mismo cuestionario veinte veces en unas hojas multicolores. «Rellénalo —me dijo— y haz que lo rellenen tus amiguitos. Así vas a tener buenos recuerdos.» Comprendí que me ofrecían una oportunidad de ser maravilloso; quise contestar en el acto, me senté en el sitio de mi abuelo, puse la libreta en el secante de la carpeta, cogí su pluma con mango de galalita, la hundí en el frasco de tinta roja y me puse a escribir mientras las personas mayores cambiaban entre sí miradas divertidas. De un salto yo me subí más arriba de mi alma, para cazar respuestas por encima de mi edad». Desgraciadamente, el cuestionario no ayudaba; me preguntaban por lo que me gustaba y lo que me desagradaba, cuál era mi color preferido, mi perfume favorito. Yo inventaba predilecciones sin entusiasmo, cuando se me presentó la ocasión de brillar: «¿Cuál es su mayor deseo?» Yo contesté sin dudar un momento: «Ser un soldado y vengar a los muertos». Después, demasiado excitado como para poder seguir, salté al suelo y llevé mi obra a las personas mayores. Se aguzaron las miradas, la señora de Picard se ajustó las gafas, mi madre se inclinó sobre su hombro; las dos avanzaban los labios con malicia. Las cabezas se levantaron al mismo tiempo: mi madre se había ruborizado, la señora de Picard me devolvió la libreta: «Hijo mío, sólo se es interesante cuando se es sincero». Yo creí morirme. Mi error salta a la vista: pedían un niño prodigio y yo había dado un niño sublime. Para desgracia mía aquellas señoras no tenían a nadie en el frente: lo sublime militar no tenía efecto en sus almas moderadas. Desaparecí, me fui a hacer muecas ante el espejo. Cuando hoy recuerdo aquellas muecas, comprendo que aseguraban mi protección: me defendía con un bloqueo muscular contra las fulgurantes descargas de la vergüenza. Y además, al llevar mi infortunio hasta el límite, me liberaban de él: me hundía en la humildad para esquivar la humillación, me privaba de los medios de gustar para olvidar que los había tenido y que los había usado mal; el espejo era para mí una gran ayuda: le encargaba de que me hiciera saber que yo era un monstruo; si lo lograba, mis agrios remordimientos se transformaban en piedad. Pero sobre todo, como el fracaso había descubierto mi servilismo, me volvía horroroso para hacerlo imposible, para renegar de los hombres y para que renegasen de mí. Era la Comedia del Mal contra la Comedia del Bien; Eliacín hacía el papel de Quasimodo. Descomponía mi rostro por contorsiones y plegamientos combinados; me «echaba vitriolo» a la cara para borrar mis anteriores sonrisas.
El remedio era peor que la enfermedad: contra la gloria y el deshonor, había tratado de refugiarme en mi verdad solitaria; pero yo no tenía verdad: en mí sólo encontraba una insipidez asombrada. Una medusa chocaba antes mis ojos contra el cristal del acuario, arrugaba blandamente su umbrela y se deshilachaba en las tinieblas. Cayó la noche, se diluyeron en el espejo unas nubes de tinta, absorbiendo a mi última encarnación. Al carecer de coartada, caí sobre mí mismo. En la oscuridad, adivinaba una duda indefinida, un roce, unos latidos, todo un animal vivo —el más terrible y el único al que no podía temer—. Huí, volví a arrebatar a la luz mi papel de querubín ajado. En vano. El espejo me había enseñado lo que siempre había sabido: yo era horriblemente natural. Aún no me he repuesto.
Idolatrado por todos, negado por todos también, era un dejado-a-cuenta, y a los siete años sólo podía recurrir a mí mismo, que aún no existía, palacio de cristal vacío donde el siglo naciente contemplaba su aburrimiento. Nací para colmar la gran necesidad que tenía de mí mismo; hasta entonces sólo había conocido las vanidades de un perro de salón; empujado hacia el orgullo, me convertí en el Orgullo. Puesto que nadie me reivindicaba seriamente, elevé la pretensión de ser indispensable para el Universo. ¿Hay algo más soberbio? ¿Hay algo más tonto? La verdad es que no podía elegir. Viajero clandestino, me había dormido en el asiento, y el revisor me sacudía: «¡Su billete!» Debía reconocer que no lo tenía. Ni dinero para pagar en el acto el precio del viaje. Empezaba confesándome culpable: no llevaba encima mi documentación, ni siquiera recordaba cómo había burlado la vigilancia del guarda de la estación, pero aceptaba que me había introducido fraudulentamente en el vagón. Lejos de discutir la autoridad del revisor, protestaba mucho diciendo el respeto que tenía por sus funciones y me sometía de antemano a su decisión. En ese punto extremo de la humildad, sólo podía salvar la situación invirtiéndola: revelaba, pues, que eran razones importantes y secretas las que me llevaban a Dijon, que interesaban a Francia y tal vez a la humanidad. Tomando las cosas con esa perspectiva, no se habría encontrado a nadie en todo el tren que tuviese tanto derecho como yo de ocupar un asiento. Naturalmente, se trataba de una ley superior que contradecía al reglamento, pero, si el revisor se hubiera apoyado en él para interrumpir mi viaje, habría incurrido en unas complicaciones muy graves cuyas consecuencias habría de pagar él mismo; yo le instaba a bien: ¿era razonable condenar a la especie entera al desorden bajo el pretexto de mantener el orden en un tren? Así es el orgullo; la defensa de los miserables. Sólo tienen el derecho de ser modestos los viajeros provistos de billetes. Yo seguía sin saber si tenía las de ganar: el revisor se mantenía en silencio; yo empezaba otra vez con mis explicaciones; mientras yo siguiera hablando estaba seguro de que él no me obligaría a bajarme. Quedamos frente a frente, el uno mudo, el otro inagotable, en el tren que nos llevaba a Dijon. Yo era a la vez el tren, el revisor y el delincuente. Y era también un cuarto personaje; éste, el organizador, sólo tenía un deseo: engañarse, olvidar, aunque sólo fuera durante un instante, que él había armado todo aquello. La comedia familiar me sirvió; me llamaban don del cielo, era en broma, y yo no lo ignoraba; como estaba cebado de ternura, lloraba fácilmente, pero tenía el corazón duro: quise llegar a ser un regalo útil en busca de sus destinatarios; ofrecía mi persona a Francia, al mundo. No me importaban los hombres, pero como había que pasar por ellos, sus lágrimas de alegría me harían saber que el universo me acogía con agradecimiento. Podría pensarse que era mucha mi presunción; no, era huérfano de padre. Hijo de nadie, fui mi propia causa, el colmo del orgullo y el colmo de la miseria; me había echado al mundo el impulso que me llevaba hacia el bien. La relación parece clara: afeminado por la ternura materna, insípido por la ausencia del rudo Moisés que me había engendrado, infatuado por la adoración de mi abuelo yo era un puro objeto, destinado por excelencia al masoquismo si hubiese podido creer en la comedia familiar. Pero, no; sólo me agitaba en la superficie y el fondo quedaba frío, injustificado; el sistema me horrorizó, aborrecí los pasmos felices, el abandono, aquel cuerpo demasiado acariciado, demasiado restregado, me encontré oponiéndome, me arrojé al orgullo y al sadismo, o dicho de otra manera, a la generosidad. Ésta, como la avaricia o el racismo, no es más que un bálsamo secretado para curar nuestras llagas interiores y que acaba por envenenarnos; para escapar al abandono de la criatura, me preparaba la soledad burguesa más irremediable: la del creador. No se confunda este golpe de timón con una rebelión auténtica: las rebeliones se hacen contra los verdugos, y yo sólo tenía bienhechores. Durante mucho tiempo fui su cómplice. Por lo demás, ellos eran los que me habían bautizado don de la Providencia; yo no hice más que emplear con otros fines los instrumentos de que disponía.
Todo tuvo lugar en mi cabeza; como era un niño imaginario, me defendí con la imaginación. Cuando vuelvo a ver mi vida, de seis a nueve años, me llama la atención la continuidad de mis ejercicios espirituales. Cambiaron de contenido muchas veces, pero el programa no varió; había hecho una entrada en falso, me retiré detrás de un biombo y volví a empezar mi nacimiento en un punto dado, en el preciso momento en que el universo me reclamaba silenciosamente.
Mis primeras historias sólo fueron la repetición del Pájaro Azul, del Gato con Botas, de los cuentos de Maurice Bouchor. Se hablaban solas, tras mi frente, entre los arcos superciliares. Más adelante me atreví a retocarlas, a darme un papel en ellas. Cambiaron de naturaleza; no me gustaban las hadas: había demasiadas a mi alrededor; las proezas reemplazaron a la magia. Me convertí en héroe; desnudé mis encantos; ya no se trataba de gustar, sino de imponerse. Abandoné a mi familia: Karlimami y Anne-Marie fueron excluidos de mis fantasías. Harto de gestos y de actitudes, hice verdaderos actos en sueños. Inventé un universo difícil y mortal —el de Cri-Cri, de l’Épatant, de Paul d’Ivoi—; puse al peligro en el lugar de la necesidad y del trabajo, que ignoraba. Nunca estuve más lejos de discutir el orden establecido; como estaba seguro de vivir en el mejor de los mundos, me di la misión de purgarlo de sus monstruos: policía y linchador, cada noche sacrificaba a una banda de bandidos. Nunca hice guerras preventivas ni expediciones punitivas; mataba sin cólera ni placer, por arrancar de la muerte a unas muchachas. Estas frágiles criaturas me eran indispensables: me reclamaban. Desde luego que no podían contar con mi ayuda, ya que no me conocían. Pero las arrojaba a unos peligros tan grandes que nadie salvo yo hubiera podido sacarlas de ellos. Cuando blandían los jenízaros sus cimitarras curvas, recorría el desierto un gemido y las rocas decían a la arena: «Aquí falta alguien; es Sartre». Entonces yo corría el biombo, hacía volar las cabezas a sablazos, y nacía en un río de sangre. ¡Felicidad de acero! Estaba en mi sitio.
Yo nacía para morir: salvada, la hija se arrojaba en brazos del margrave, su padre; yo me alejaba, había que volverse de nuevo superfluo o buscar nuevos asesinos. Los encontraba. Como campeón del orden establecido, había puesto yo mi razón de ser en un perpetuo desorden; ahogaba al Mal en mis brazos, moría yo con su muerte y resucitaba con su resurrección; era un anarquista de derecha. Nada salió a la superficie de esas violencias; seguí siendo servil y diligente: no se pierde tan fácilmente la costumbre de la virtud; pero todas las noches esperaba impaciente la terminación de la bufonería cotidiana, corría a la cama, largaba mi oración, me metía entre las sábanas; tenía prisa por volver a encontrar mi loca temeridad. Envejecía en la oscuridad, me volvía un adulto solitario, sin padre ni madre, sin casa ni hogar, casi sin nombre. Iba por un tejado en llamas, llevando en mis brazos a una mujer desvanecida; abajo la gente gritaba: no había duda de que se iba a derrumbar el edificio. En ese momento pronunciaba las palabras fatídicas: «Seguirá en el próximo número». «¿Qué dices?», preguntaba mi madre. Yo contestaba prudentemente. «Me dejo en suspenso.» Y el hecho es que me dormía en medio de los peligros y de una deliciosa inseguridad. A la noche siguiente, fiel a la cita, volvía a encontrar el tejado, las llamas, la muerte segura. De pronto me daba cuenta de que había un canalón que no había visto la víspera. ¡Dios mío, salvados! ¿Pero cómo agarrarme a él sin soltar mi precioso fardo? Afortunadamente, la mujer recobraba el sentido, yo la cargaba a mis espaldas y ella me echaba los brazos al cuello. No, pensándolo bien, volvía a sumirla en la inconsciencia: por poco que ella misma contribuyese a su propia salvación, disminuía mi mérito. Por suerte, estaba la cuerda aquella a mis pies; ataba fuertemente la víctima a su salvador y lo demás no era más que un juego. Unos señores —el alcalde, el jefe de la policía, el capitán de los bomberos— me abrazaban, me besaban, me daban una medalla y yo perdía mi entereza y ya no sabía qué hacer: los abrazos de esos personajes importantes se parecían mucho a los de mi abuelo. Borraba todo y volvía a empezar: era de noche, una muchacha pedía socorro, yo me lanzaba… Seguirá en el próximo número. Arriesgaba mi vida por el momento sublime que cambiaría a un animal en transeúnte providencial, pero sentía que no podría sobrevivir a mi victoria, y me sentía feliz dejándola para el día siguiente.
Podrán parecer extraños estos sueños de peligro en un mocoso destinado al clero; las inquietudes de la infancia son metafísicas; para calmarlas no es necesario derramar sangre. ¿Nunca he deseado ser un médico heroico y salvar a mis conciudadanos de la peste o del cólera? Confieso que no. Sin embargo, yo no era feroz ni guerrero, y no tengo la culpa si este siglo naciente me volvió épico. La Francia vencida estaba llena de héroes imaginarios cuyas hazañas curaban su amor propio. Ocho años antes de mi nacimiento, Cyrano de Bergerac había «estallado como una charanga con pantalones rojos». Un poco después, al Aguilucho orgulloso y magullado le bastó con aparecer para borrar a Fachoda. En 1912 yo ignoraba todo de estos altos personajes: me gustaba el Cyrano del Hampa, Arsène Lupin, sin saber que debía su fuerza hercúlea, su valor astuto, su inteligencia tan francesa, a nuestra derrota de 1870. La agresividad nacional y el espíritu de revancha convertía en vengadores a todos los niños. Yo me volví un vengador como todo el mundo; seducido por el sarcasmo y la pasión heroica, esos defectos insoportables de los vencidos, yo ridiculizaba a los truhanes antes de romperles los riñones. Pero me aburrían las guerras, me gustaban los pacíficos alemanes que visitaban a mi abuelo y sólo me interesaban las injusticias privadas; en mi corazón sin odio, se transformaron las fuerzas colectivas: yo las dediqué a alimentar mi heroísmo individual. No importa; estoy señalado; si en un siglo de hierro he cometido el loco yerro de tomar la vida como una epopeya, es que soy un nieto de la derrota. Materialista convencido, mi idealismo épico compensará hasta mi muerte una afrenta que no sufrí, una vergüenza que no padecí, la pérdida de dos provincias que volvieron a nosotros hace ya mucho tiempo.
Los burgueses del siglo pasado nunca olvidaron la primera noche que fueron al teatro, y sus escritores se encargaron de comunicarnos las circunstancias. Cuando se levantó el telón, los niños creyeron que estaban en la corte. Los oros y las púrpuras, las luces, las pinturas, el énfasis y los artificios ponían a lo sagrado hasta en el crimen; en el escenario vieron resucitar a la nobleza que habían asesinado sus abuelos. En los descansos, la distribución en pisos de las galerías les ofrecían la imagen de la sociedad; les mostraron que en los palcos había espaldas desnudas y nobles vivos. Volvieron a sus casas estupefactos, ablandados, insidiosamente preparados a unos destinos ceremoniosos, a llegar a ser Jules Favre, Jules Ferry, Jules Grévy. Desafío a mis contemporáneos a que me den la fecha de su primer encuentro con el cine. Entrábamos a ciegas en un siglo sin tradiciones que tenía que resaltar entre los demás por sus malos modales y el nuevo arte, arte plebeyo que anticipaba a nuestra barbarie. Nacido en una cueva de ladrones, colocado por la administración entre las diversiones verbeneras, tenía unos modales populacheros que escandalizaban a las personas serias; era la diversión de las mujeres y de los niños; mi madre y yo lo adorábamos, pero apenas sí pensábamos en ello y nunca lo comentábamos; ¿se habla del pan cuando no falta? Cuando nos dimos cuenta de su existencia, hacía ya mucho tiempo que se había convertido en nuestra principal necesidad.
Los días de lluvia, si Anne-Marie me preguntaba qué quería hacer, dudábamos mucho entre el circo, el Châtelet, la Maison Electrique y el Musée Grévin;[8] en el último momento, con una negligencia calculada, decidíamos entrar en una sala de proyecciones. Cuando abríamos la puerta de nuestro piso, mi abuelo aparecía en la de su despacho; preguntaba: «¿Adonde vais, hijos míos?» «Al cine», decía mi madre. Él fruncía las cejas y ella añadía rápidamente: «Al cine del Panthéon, que está al lado, no hay más que cruzar la calle Soufflot». Él nos dejaba ir encogiéndose de hombros; el jueves siguiente diría al señor Simonnot: «A ver, Simonnot, usted que es un hombre serio, ¿comprende esto? ¡Mi hija lleva al cine a mi nieto!», y el señor Simonnot diría con una voz conciliadora: «Yo no he ido nunca, pero mi mujer va a veces».
El espectáculo había empezado ya. Seguíamos a la acomodadora tropezando, y yo me sentía clandestino.
Un haz de luz blanca atravesaba la sala por encima de nuestras cabezas, y se veía bailar en él el polvo y el humo; un piano relinchaba, unas peras violetas estaban encendidas en las paredes, el olor acre de un desinfectante me atacaba a la garganta. El olor y los frutos de aquella noche habitada se confundían en mí: yo me comía las lámparas auxiliares, me llenaba de su gusto acidulado. Tropezaba con la espalda contra unas rodillas, me sentaba en un asiento chirriante, mi madre deslizaba una manta doblada debajo de mis nalgas, para ponerme más alto; por fin miraba a la pantalla, descubría una tiza fluorescente, unos paisajes parpadeantes, rayados por las lluvias; llovía siempre, aunque hiciese un sol espléndido, aunque fuese dentro de las casas; a veces atravesaba el salón de una baronesa un asteroide en llamas, sin que ella pareciese extrañarse. Me gustaba esa lluvia, esa inquietud constante que aparecía en la pared. El pianista atacaba la obertura de las Grutas de Fingal y todo el mundo se daba cuenta de que iba a aparecer el criminal: la baronesa estaba muerta de miedo. Pero su hermoso rostro ennegrecido dejaba el lugar a un letrero malva: «Fin de la primera parte». Era la desintoxicación atropellada, la luz. ¿Dónde estaba yo? ¿En una escuela? ¿En una oficina? No había ni el menor adorno: unas filas de asientos plegables sin brazos que, por debajo, dejaban ver sus resortes, unas paredes pintadas de color ocre, un suelo sembrado de colillas y de escupitajos. Llenaban la sala unos rumores espesos, se reinventaba el lenguaje, la acomodadora vendía a gritos caramelos ingleses, mi madre me los compraba, yo me los metía en la boca, chupaba las lámparas auxiliares. La gente se frotaba los ojos, cada cual descubría a sus vecinos. Soldados, las mucamas del barrio; un viejo huesudo mascaba tabaco, unas obreras con la cabeza descubierta se reían muy fuerte: toda esa gente no era de nuestro mundo; afortunadamente, colocados de trecho en trecho en aquella platea de cabezas, había unos grandes sombreros palpitantes que tranquilizaban.
A mi difunto padre y a mi abuelo, acostumbrados a los palcos, la jerarquía social del teatro les había aficionado al ceremonial: cuando hay muchos hombres juntos, hay que separarlos por los ritos si se quiere evitar que se maten unos a otros. El cine probaba todo lo contrario: más que por una fiesta, aquel público tan mezclado parecía reunido por una catástrofe; muerta la etiqueta, se descubría por fin el verdadero lazo de unión entre los hombres: la adherencia. Me desagradaron las ceremonias y adoré a las multitudes; las he visto de todas clases, pero no he vuelto a encontrar en aquella desnudez, aquella presencia sin reserva de cada uno en todos, ese sueño despierto, esa conciencia oscura del peligro de ser hombre, como en 1940, en el Stalag XII D.
Mi madre se atrevió incluso a llevarme a las salas del Bulevar: al Kinérama, a las Folies Dramatiques, al Vaudeville, al Gaumont Palace, que se llamaba entonces Hippodrome. Vi Zigomar y Fantomas, Las hazañas de Maciste, Los misterios de Nueva York; los dorados me estropeaban el placer. El Vaudeville, teatro venido a menos, no quería abdicar de su antigua grandeza: había una cortina roja con borlas de oro que ocultaba la pantalla hasta el último momento; daban tres golpes para anunciar que la función iba a empezar, la orquesta tocaba una obertura, se levantaba el telón, las luces se apagaban. A mí me molestaba aquel ceremonial incongruente, aquellas pompas polvorientas que no tenían más resultado que el de alejar a los personajes; en el primer piso, en el gallinero, asombrados por la lámpara por las pinturas del techo, nuestros padres no podían ni querían creer que les perteneciese el teatro; eran simplemente recibidos. Yo quería ver la película lo más cerca posible. Aprendí con la incomodidad igualitaria de las salas de barrio, que este nuevo arte era tan mío como de todos. Éramos de la misma edad mental, yo tenía siete años y sabía leer, él tenía doce y no sabía hablar. Se decía que estaba en sus comienzos, que tenía que hacer muchos progresos; a mí me parecía que creceríamos juntos. No he olvidado nuestra infancia común; cuando me ofrecen un caramelo inglés, cuando una mujer, junto a mí, se pinta las uñas; cuando, en los retretes de cierto hotel de provincia, huelo determinado olor a desinfectante; cuando, en un tren nocturno, veo, suspendida del techo, la bombilla violeta, reencuentro en mis ojos, en mi nariz, en mi lengua las luces y los perfumes de aquellas salas hoy en día desaparecidas; hace cuatro años, navegando frente a las grutas de Fingal, con mar gruesa, oía un piano en el viento.
Yo, que soy inaccesible para lo sagrado, adoraba la magia; el cine era una apariencia sospechosa que me gustaba perversamente por lo que aún le faltaba. Ese fluir era todo, no era nada, era todo reducido a nada; yo asistía a los delirios de una muralla; a los cuerpos sólidos les habían quitado un aspecto macizo que me estorbaba en mi cuerpo y mi joven idealismo celebraba esta contracción infinita; más adelante, las rotaciones y las traslaciones de los triángulos me recordaron el deslizamiento de las imágenes por la pantalla; me gustó el cine hasta en la geometría plana. Yo hacía del negro y el blanco unos colores eminentes que resumían en ellos a todos los demás y que sólo los revelaban al iniciado; me encantaba ver lo invisible. Por encima de todo me gustaba el incurable mutismo de mis héroes. O más bien, no: no eran mudos, ya que sabían hacerse comprender. Nos comunicábamos por medio de la música; era el ruido de su vida interior. La inocencia perseguida hacía algo mejor que decir o mostrar su dolor, me impregnaba con esta melodía que salía de ella; yo leía las conversaciones, pero oía la esperanza y la amargura, sorprendía por medio del oído el orgulloso dolor que no se declara. Yo estaba comprometido; yo no era esa joven viuda que lloraba en la pantalla y, sin embargo, ella y yo teníamos una sola alma: la marcha fúnebre de Chopin; me bastaba para que sus lágrimas mojasen mis ojos. Me sentía profeta sin poder predecir nada: la mala acción del traidor entraba en mí aun antes de que la hubiese cometido; cuando parecía que en el castillo todo estaba tranquilo, unos acordes siniestros denunciaban la presencia del asesino. Qué felices eran los cow-boys, los mosqueteros, los policías; su porvenir estaba allí, en aquella música premonitoria, y gobernaba su presente. Se confundía con sus vidas, era un canto ininterrumpido que los arrastraba hacia la victoria o hacia la muerte, avanzando hacia su propio fin. A ellos los esperaban: la muchacha que estaba en peligro, el general, el traidor emboscado, el compañero atado a un barril de pólvora y que veía tristemente cómo corría la llama a lo largo de la mecha. La carrera de esta llama, la lucha desesperada de la virgen contra su raptor, el galope del héroe por la estepa, el entrecruzamiento de todas esas imágenes, de todas esas velocidades y, por debajo, el movimiento infernal de la «carrera hacia el abismo» de La condenación de Fausto, adaptada para piano, todo eso no formaba nada más que una sola cosa: era el Destino. El héroe se bajaba del caballo, apagaba la mecha, el traidor se arrojaba sobre él, empezaba un duelo a cuchillo, pero las peripecias del duelo participaban también en el rigor del desarrollo musical: eran falsas peripecias que no llegaban a disimular el orden universal. ¡Qué alegría, cuando coincidían la última cuchillada y el último acorde! Me sentía pletórico, había encontrado el mundo en el que yo quería vivir, alcanzaba el absoluto. Qué malestar, también, cuando volvían a encenderse las lámparas: me había desgarrado de amor por aquellos personajes y habían desaparecido, llevándose su mundo; había sentido su victoria en mis huesos y, sin embargo, era la suya y no la mía; en la calle, volvía a ser un supernumerario.
Decidí dejar la palabra y vivir en la música. La ocasión se presentaba todas las tardes hacia las cinco. Mi abuelo daba sus clases en el Instituto de Lenguas Vivas; mi abuela, en su habitación, leía a Gyp; mi madre me había dado la merienda, había preparado la cena y dado los últimos consejos a la muchacha; ella se sentaba al piano y tocaba las Baladas de Chopin, una Sonata de Schumann, las variaciones sinfónicas de Franck y a veces, a petición mía, la obertura de Las grutas de Fingal. Yo me colaba en el despacho; ya estaba oscuro y ardían dos velas en el piano. La penumbra me era útil, cogía la regla de mi abuelo, era mi tizona, y su cortapapeles era mi daga; me convertía en el acto en la imagen plana de un mosquetero. A veces la inspiración se hacía esperar; para ganar tiempo, decidía que, como era un espadachín importante, un asunto no menos importante me obligaba a guardar el incógnito. Tenía que recibir los golpes sin devolverlos y emplear mi valor en fingir la cobardía. Daba vueltas por la habitación, con la mirada torva, la cabeza baja, arrastrando los pies; con un sobresalto que tenía de vez en cuando, hacía ver que me habían pegado una bofetada o que me habían dado un puntapié en el trasero, pero yo no reaccionaba: anotaba el nombre de la persona que me había ofendido. La música, tomada en dosis masivas, actuaba al fin. El piano, como un tambor vudú, me imponía su ritmo. La Fantasía-Impromptu ocupaba el lugar de mi alma, me habitaba, me daba un pasado desconocido, un porvenir fulgurante y mortal; estaba poseído, me había agarrado el demonio y me sacudía como a un ciruelo. ¡A caballo! Era yegua y caballero; montando y montado, atravesaba al galope eriales, barbechos, el despacho, desde la puerta a la ventana. «Haces mucho ruido, se van a quejar los vecinos», decía mi madre sin dejar de tocar. Yo no le respondía, puesto que era mudo. Veo al duque, me bajo del caballo, le comunico por medio de los silenciosos movimientos de mis labios que le tengo por un bastardo. Manda a sus reitres contra mí. Mis molinetes levantan una muralla de acero; de vez en cuando atravieso un pecho. De pronto doy media vuelta, soy el Espadachín herido, caigo, muero en la alfombra. Luego me retiraba suavemente del cadáver, me levantaba, volvía a tomar mi papel de caballero errante. Animaba a todos los personajes: caballero, abofeteaba al duque; giraba sobre mí mismo; duque, recibía la bofetada. Pero no encarnaba a los malos durante mucho tiempo, impaciente siempre de volver al papel principal, a mí mismo. Invencible, triunfaba contra todos. Pero, como hacía con mis relatos nocturnos, dejaba mi triunfo para las calendas por temor al marasmo que sobrevendría después.
Protejo a una joven condesa contra el propio hermano del rey. ¡Qué carnicería! Pero mi madre ha vuelto la hoja. Toca un tierno adagio en lugar del allegro; termino rápidamente la carnicería y sonrío a mi protegida. Me ama; me lo dice la música. Y tal vez la ame yo también; se instala en mí un corazón enamorado y lento. ¿Qué se hace cuando se ama? La cogía del brazo, la llevaba a una pradera, pero eso no podía bastar. Convocados a toda prisa, los truhanes y los reitres me sacaban del apuro: se lanzaban todos contra nosotros, cien contra uno; mataba a noventa, los otros diez raptaban a la condesa.
Es el momento de entrar en mis años sombríos: la mujer que me ama está cautiva, me persiguen todas las policías del reino; fuera de la ley, acosado, miserable, me quedan mi conciencia y mi espada. Andaba por el despacho con aíre de abatimiento, me llenaba de la tristeza apasionada de Chopin. A veces hojeaba mi vida, saltaba dos o tres años para estar seguro de que todo había de acabar bien, que me devolverían mis títulos, mis tierras, una novia casi intacta y que el rey me pediría perdón. Pero saltaba hacia atrás en seguida y volvía a establecerme, dos o tres años antes, en la desgracia. Ese momento me encantaba: se confundían la ficción y la verdad; vagabundo desolado en pos de la justicia, me parecía como un hermano al niño desocupado, embarazado consigo mismo, en busca de una razón para vivir, que deambulaba dentro de la música por el despacho de su abuelo. Sin dejar el papel, me aprovechaba del parecido para amalgamar nuestros destinos; como estaba seguro de la victoria final, veía en mis tribulaciones el camino más seguro para llegar a ella; veía a través de mi abyección la gloria futura que era su causa verdadera. La sonata de Schumann acababa de convencerme: yo era la criatura que desespera y el Dios que la ha salvado desde que el mundo es mundo. Qué alegría era poder amargarse de tal manera; tenía el derecho de enojarme con el universo entero. Cansado de éxitos demasiado fáciles, saboreaba las delicias de la melancolía, el áspero placer del resentimiento. Objeto de los más tiernos cuidados, ahíto, sin deseos, me precipitaba a una privación imaginaria; ocho años de felicidad sólo habían terminado por darme el gusto del martirio. Sustituía a mis jueces ordinarios, todos predispuestos en mi favor, por un tribunal ceñudo dispuesto a condenarme sin oírme: yo le arrancaría la absolución, sus felicitaciones, una recompensa ejemplar. Había leído cien veces, en la pasión, la historia de Grisélidis; sin embargo, no me gustaba sufrir y mis primeros deseos fueron crueles: al defensor de tantas princesas no le molestaba azotar mentalmente en el trasero a su vecinita. Lo que me gustaba en este relato poco recomendable era el sadismo de la víctima y la inflexible virtud que acaba por arrojar de rodillas al marido verdugo. Eso es lo que quería para mí: hacer que los magistrados se arrodillasen a la fuerza, obligarles a que me reverenciaran para castigarles por sus prevenciones. Pero siempre aplazaba la absolución al día siguiente: héroe siempre futuro, me moría de ganas de lograr una consagración que siempre dejaba para más adelante.
Esta doble melancolía, sentida e interpretada, creo que traducía mi decepción; mis proezas alineadas, no eran más que un rosario de azares; en cuanto mi madre tocaba los últimos acordes de la Fantasía-Impromptu, yo volvía a caer en el tiempo sin memoria de los huérfanos de padre, de los caballeros errantes privados de huérfanos; héroe o escolar, haciendo y rehaciendo los mismos dictados, las mismas proezas, seguía encerrado en la misma cárcel: la repetición. Sin embargo, existía el porvenir, el cine me lo había revelado: yo soñaba con tener un destino. Los enojos de Grisélidis acabaron por cansarme; por mucho que retrasase indefinidamente el minuto histórico de mi glorificación, no era un verdadero porvenir: sólo era un presente diferido.
Fue por entonces —1912 ó 1913— cuando leí Miguel Strogoff. Lloré de alegría: ¡qué vida ejemplar! Para mostrar su valor, este oficial no tuvo que esperar a que tuviesen ganas los bandidos; le había sacado de la oscuridad una orden superior, vivía para obedecerla y moría con su triunfo; pues esa gloria era una muerte: una vez vuelta la última página del libro, Miguel se encerraba vivo en su pequeño ataúd con cantos dorados. Ninguna inquietud: él estaba justificado desde su primera aparición. Ni el menor azar; verdad es que se desplazaba continuamente, pero grandes intereses, su valor, la vigilancia del enemigo, la naturaleza del terreno, los medios de comunicación y otros veinte factores, establecidos todos de antemano, permitían que en todo momento se pudiese señalar su situación en el mapa. Ninguna repetición; todo cambiaba, él tenía que cambiar sin cesar; le iluminaba su porvenir, se guiaba por una estrella. Tres meses después volví a leer esta novela con los mismos transportes; ahora bien, yo no quería a Miguel, le encontraba demasiado bueno: era su destino lo que yo envidiaba. Adoraba en él, oculto, al cristiano que me habían impedido que fuese. El zar de todas las Rusias era Dios Padre; salido de la nada por un decreto singular, Miguel, encargado, como todas las criaturas, de una misión única y capital, atravesaba nuestro valle de lágrimas, descartando las tentaciones y franqueando los obstáculos, probaba el martirio, se beneficiaba de la ayuda sobrenatural,[9] glorificaba a su Creador, y luego, al cabo de su misión, entraba en la inmortalidad. Para mí, ese libro fue como un veneno: ¿entonces había elegidos? ¿Les trazaban el camino las más altas exigencias? Me repugnaba la santidad; en Miguel Strogoff me fascinó porque había tomado las apariencias del heroísmo.
Sin embargo, no cambié nada en mis pantomimas y la idea de misión quedó en el aire, como un fantasma inconsistente que no llegaba a tomar cuerpo y del cual no podía deshacerme. Sin duda que mis comparsas, los reyes de Francia, estaban a mis órdenes y sólo esperaban una señal para darme ellos a su vez las suyas. Yo no se las pedí. Si se arriesga la vida por obediencia, ¿en qué se convierte la generosidad? Marcel Dunot, boxeador con puños de hierro, me sorprendía todas las semanas, haciendo, graciosamente, más de lo que el deber le exigía: Miguel Strogoff, ciego, cubierto de heridas gloriosas, apenas si podía decir que había cumplido con el suyo. Yo admiraba su valor y condenaba su humildad. Ese valiente no tenía nada más que el cielo por encima de su cabeza, entonces, ¿por qué la curvaba ante el zar cuando era el zar quien hubiera debido besarle los pies? Pero, a no ser que uno se rebajase, ¿de dónde podría sacar el mandato de vivir? Esta contradicción me hizo caer en un profundo embarazo. Algunas veces traté de sortear la dificultad: niño desconocido, oía hablar de una misión peligrosa; me arrojaba a los pies del rey, le suplicaba que me la diese. Se negaba: yo era demasiado joven y el asunto demasiado grave. Yo me levantaba, provocaba a duelo y batía rápidamente a todos sus capitanes. El soberano se rendía a la evidencia: «¡Ya que lo quieres, ve!» Pero mi estratagema no me engañaba y me daba cuenta de que me había impuesto. Además, todos aquellos monigotes me desagradaban: yo era sans-culotte y regicida, mi abuelo me había prevenido contra los tiranos, ya se llamasen Luis XVI o Badinguet. Sobre todo, leía todos los días en Le Matin el folletín de Michel Zévaco; este genial autor había inventado, por influencia de Hugo, la novela de capa y espada republicana. Sus héroes representaban al pueblo; hacían y deshacían imperios, predecían desde el siglo XVI la Revolución Francesa, protegían por pura bondad a los reyes niños o a los reyes locos contra sus ministros, abofeteaban a los reyes malos. El más grande de todos, Pardaillan, era mi maestro; muchas veces, para imitarle, soberbiamente plantado sobre mis patitas de gallito, abofeteé a Enrique III y a Luis XIII. ¿Iba a ponerme a sus órdenes después de eso? En una palabra, no podía ni obtener de mí mismo el mandato imperativo que justificara mi presencia en la tierra ni reconocer a nadie el derecho de dármelo. Volví a mis cabalgatas, negligentemente, languidecí en la refriega; era un matador distraído, un mártir indolente, y seguí siendo Grisélidis, por no tener un zar, un Dios o simplemente un padre.
Yo llevaba dos vidas y ambas eran falsas. Públicamente, era un impostor, el famoso nieto del célebre Charles Schweitzer; solo, me hundía en un enojo imaginario. Corregía mi falsa gloria con un falso incógnito. No me costaba ningún trabajo pasar de uno a otro papel. Justo en el momento en que iba a dar mi estocada secreta, giraba la llave en la cerradura, las manos de mi madre, súbitamente paralizadas, se inmovilizaban en el teclado, yo dejaba la regla en la biblioteca e iba a arrojarme en brazos de mi abuelo, le adelantaba el sillón, le llevaba las zapatillas forradas, le hacía preguntas sobre lo que había hecho durante el día, llamando a sus alumnos por sus nombres. Nunca me perdí en mis sueños, por muy profundos que fuesen. Sin embargo, yo estaba amenazado: mi verdad corría el grave riesgo de ser para siempre la alternancia de mis mentiras.
Había otra verdad. En las terrazas del Luxemburgo jugaban unos niños, me acercaba a ellos, me rozaban sin verme, los miraba con ojos de pobre: ¡qué fuertes y rápidos eran! ¡Y qué hermosos! Por una palabra, brutalmente pronunciada por el jefe de la banda: «Avanza, Pardaillan, tu harás de prisionero», yo habría abandonado mis privilegios. Hasta un papel mudo me habría colmado; habría aceptado con entusiasmo hacer de herido en una camilla, hacer de muerto. Pero no me dieron la ocasión; había encontrado a mis verdaderos jueces, mis contemporáneos, mis pares, y su indiferencia me condenaba. Me sorprendía descubrirme a través de ellos: ni maravilla ni medusa, un mequetrefe que no interesaba a nadie. Mi madre no lograba ocultar su indignación; a esta alta y hermosa mujer le parecía muy bien mi corta estatura, para ella era de lo más natural: los Schweitzer son altos, los Sartre son bajos, y yo me parecía a mi padre, eso era todo. A ella le gustaba que, a los ocho años, yo fuese aún portátil y de fácil manejo; mi formato reducido era para ella una primera edad prolongada. Pero, al ver que nadie me invitaba a jugar, llevaba su amor hasta adivinar que yo podía creerme enano —lo que no soy del todo— y sufrir por ello. Para salvarme de la desesperación, fingía la impaciencia: «¿Qué estás esperando, bobo? Pregúntales si quieren jugar contigo». Yo sacudía la cabeza. Podía aceptar las más bajas tareas, pero ponía todo mi orgullo en no solicitarlas. Ella señalaba a las mujeres que hacían punto sentadas en las sillas de hierro. «¿Quieres que hable con sus madres?» Yo le rogaba que no lo hiciera; me cogía de la mano e íbamos de árbol en árbol, de grupo en grupo, siempre implorantes y siempre excluidos. Al llegar el crepúsculo, volvía a encontrar mi alcándara, los altos lugares donde alentaba el espíritu, mis sueños; me vengaba de mis fracasos con seis palabras de niño y la muerte de cien reitres. No importa; las cosas no iban bien.
Me salvó mi abuelo; me lanzó, sin quererlo, a una nueva impostura que cambió mi vida.