LOS ANARQUISTAS Y EL PODER

La Guerra Civil española transformó al movimiento libertario español. Si dos meses antes del inicio del conflicto el Congreso de Zaragoza reflejaba las contradicciones en que se desenvolvía el comunismo libertario con la sublevación militar de julio de 1936 las distintas visiones de lo que significa una revolución libertaria se entrecruzan. Dependerá del lugar donde la República no es avasallada por las tropas sublevadas para que nos encontremos con fórmulas dispares de practicar el anarquismo. En muchos núcleos rurales se colectiviza la tierra, no sin problemas internos; en otros se incautan las empresas o se busca poner en funcionamiento las tesis sindicalistas; y, en el frente, los milicianos luchan para detener el avance de las tropas franquistas. Mientras, el Gobierno de la República, desbordado en los primeros momentos, intenta controlar la situación, pero la dispersión de fuerzas republicanas hará difícil la contrarréplica porque tardará en llegar la unidad de un mando único como ya habían logrado los militares sublevados. Al principio, cada organización política o sindical busca su propio camino. Es el tiempo de las milicias, de los batallones socialistas o anarquistas. Cuando los opuestos a la sublevación se den cuenta de la necesidad de establecer un ejército disciplinado, con un Estado Mayor que planifique las acciones militares, será ya demasiado tarde. Además, la Guerra Civil evidenciará las contradicciones de los sectores que habían ganado las elecciones de febrero de 1936. El Gobierno del Frente Popular, donde cada opción política tenía su propia interpretación de cómo había de abordarse la guerra contra los sublevados, no será la mejor solución para enfrentarse a unos militares que, si bien no eran un portento de estrategia bélica, habían tenido la experiencia de Marruecos para saber cómo se combate a un enemigo y conseguirían pronto el mando único de las distintas fuerzas que integraron el bando franquista.

En aquellos lugares donde la sublevación no había triunfado, existía la tendencia a unirse en función de la adscripción ideológica: milicias anarcosindicalistas campaban como un ejército peculiar con las siglas CNT-FAI y aportaban líderes con gran arrojo guerrero, como la mítica figura de Buenaventura Durruti, que canalizó la organización de milicias libertarias en los frentes de Aragón y Madrid, igual que los batallones socialistas intentaron frenar el empuje del ejército franquista. Todo adquiría un ritmo trepidante: la guerra, la revolución, la lucha de fuerzas dentro del Frente Popular, sin especificar exactamente cuáles eran las prioridades. Las milicias significaron la alternativa a un ejército regular y, al principio, con su aparente triunfo en Madrid, Barcelona o Valencia elevaron la moral de quienes pensaban que el pueblo en armas podía derrotar, sin dificultad, a los sublevados. Pero la euforia dejó paso a una realidad menos halagüeña. Los rebeldes avanzaban desigualmente y ocupaban ciudades y pueblos, eliminando cualquier resistencia. En estas circunstancias hubiera resultado surrealista que un presidente de Gobierno pidiera la colaboración de aquellos que reclamaban la abolición del Estado y de los Gobiernos, al igual que a estos les hubiera parecido absurdo que alguien les planteara tal eventualidad. Sin embargo, las distintas fuerzas republicanas acabaron dándose cuenta de que era imprescindible colaborar porque el triunfo de los militares sublevados suponía su aniquilación.

En esta tesitura, los anarquistas, en sus distintas versiones, quedarán desarbolados tanto en la práctica cotidiana de sus propuestas como ideológicamente. ¿Cuál era, por tanto, el camino que se debería de seguir en aquellas circunstancias? Al principio, la confianza en el triunfo da pie a pensar que el movimiento obrero tendrá un papel hegemónico y en él los anarcosindicalistas jugarán, sin duda, uno estelar. El problema empieza cuando descubren que no existe acuerdo sobre cómo organizar la futura sociedad. No es tanto, como se ha ido repitiendo insistentemente, que durante la Guerra Civil se planteara la alternativa de hacer la revolución para ganar la guerra o de ganar la guerra para hacer la revolución. Este no es un dilema real, a la vista de lo que se ha ido publicando desde que acabó la contienda. No hubo nunca una planificación sobre cómo llevar a cabo esa revolución. Incluso, cuando se habla de las colectivizaciones de empresas industriales o de las agrícolas, no se puede obviar que estas se improvisaron en muchos casos ante la huida de los propietarios temerosos de las represalias y, en el caso de las industrias, los dirigentes obreros, aún con la incautación o la colectivización, pretendieron fundamentalmente hacerlas funcionar para cubrir las necesidades de abastecimiento de la población y del frente.

Ante el derrumbe del poder del Estado, el vacío fue ocupado por aquellas fuerzas que en cada zona eran hegemónicas y, así, los Consejos municipales, provinciales o regionales suplieron los mecanismos institucionales con aquellas personas dispuestas a hacerse cargo de la organización política. Sin un ejército coordinado que movilizara a sus soldados, sin un mando político uniforme y con escaso apoyo internacional, era imposible ganar una guerra. Y aún así, sólo por la incapacidad militar del bando sublevado, compuesto por militares con una formación profesional muy anticuada, puede entenderse que la contienda durara tres años.

Entre comunistas, que fueron creciendo al amparo de la ayuda soviética, socialistas enfrentados radicalmente dentro de la organización del PSOE y anarquistas de distintas tendencias, era casi imposible establecer las condiciones de un Estado. Precisamente, esa falta de entendimiento de las fuerzas republicanas, esa carencia de mínimos para articular un Estado democrático, permitió que los aliados, después de su triunfo en la Segunda Guerra Mundial, abandonaran a su suerte a la España de la República, que acabó por perder la guerra.

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Los libertarios, nada más producirse la sublevación militar de julio de 1936, se movilizaron, como se aprecia en la foto, en las principales ciudades, formando milicias improvisadas con mosquetones requisados de los cuarteles. En algunos casos como en Barcelona contribuyeron de manera decisiva a que la rebelión militar no progresara y que un territorio tan significativo como Cataluña quedara en manos de la República.

Los republicanos liberales, partidarios del parlamentarismo y de la alternancia política mediante elecciones, eran muy escasos en aquella España derrotada. Constituían, probablemente, las elites intelectuales y los cuadros políticos más preparados, pero su influencia entre una población de campesinos y obreros, mayoritariamente semianalfabetos, era escasa o nula y, además, muchos de ellos se inhibieron o huyeron. Ahí está, como símbolo, la figura de Manuel Azaña, presidente de una República en bancarrota, aislado, espectador de excepción dedicado a escribir y reflexionar sobre España en un tiempo en que lo fundamental habría sido pelear por derrotar a los sublevados.

Muchos años después, historiadores, politólogos, sociólogos, han valorado la resistencia republicana, que duró casi tres años. Se ha repetido por doquier la imagen de las dos Españas irreconciliables. Sin embargo, todo ello está hecho a posteriori y con un excesivo esquematismo. No existen dos Españas, sino muchas, como ocurre en cualquier sociedad del planeta, y la Guerra Civil no fue el enfrentamiento entre dos concepciones ideológicas diferentes. En cada bando transitaban perspectivas diversas, lo sustantivo era la carencia de un Estado fuerte que pudiera llegar a cualquier rincón de la geografía española. Es esto lo que puso de relieve la guerra: la falta de instituciones que aseguraran el funcionamiento de la sociedad.

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Durruti antes de morir probablemente al disparársele su arma el 20 de noviembre de 1936, en el frente de Madrid, a donde se había trasladado para dirigir las milicias libertarias. Aunque las teorías sobre su fallecimiento contemplan hasta la posibilidad, cada vez menos aceptada, del llamado «fuego amigo».

LOS ANARQUISTAS EN EL GOBIERNO

Quién lo iba a prever. Que una fuerza que desde el último tercio del siglo XIX había proclamado la abolición de cualquier autoridad —antiautoritarios se les llamaba en la I Internacional— formaría parte de un Gobierno. El asunto tendría repercusión porque después, durante la guerra y en el exilio, los militantes y dirigentes anarquistas discutirían sobre la oportunidad de tal acción. Para unos representaba la incoherencia más absoluta, para otros la responsabilidad de contribuir a una España donde pudieran seguir expresando sus ideas e intentar culminar el triunfo de la sociedad libertaria.

El teórico anarquista francés Sebastián Faure, que visitó España en los primeros meses de la contienda, destacó la contradicción que representaba la participación gubernamental con los principios anarquistas: «Sostengo que el anarcosindicalista no puede figurar entre aquellos que tienen la misión de conducir el carro del Estado, puesto que está convencido de que este carro, este famoso carro debe ser absolutamente destruido. […] Alejarse de la línea de conducta que nos han trazado nuestros principios significa cometer un error y una peligrosa imprudencia».

El 4 de septiembre de 1936, el socialista Largo Caballero se hace cargo de la presidencia del Gobierno, en un momento de dispersión política y social de las fuerzas que defienden a la República, y propone que la CNT participe en el mismo. Sin embargo, para el movimiento libertario plantearse formar parte de un Gobierno había comenzado ya antes… en la Generalitat catalana.

En los primeros meses de guerra en Cataluña, después de aplastada la sublevación allí, el auténtico poder radicaba en el Comité Central de Milicias Antifascistas, donde los cenetistas y los militantes de la FAI, junto a otras fuerzas políticas y sindicales, controlaban el orden y el Gobierno de la Generalitat. Era, pues, un poder compartido que tenía la convicción de aplazar los cambios revolucionarios para cuando la situación bélica estuviera resuelta, aunque para muchos anarquistas catalanes la guerra quedaba muy lejos y se limitaba a unos militares facciosos que pronto serían derrotados. Con ese optimismo iban al frente de Aragón para liberar a sus hermanos campesinos.

Si en Cataluña la CNT controlaba, mayoritariamente, la vida social, no tenía una clara alternativa de cuál era el papel que habría de desempeñar en las instituciones, ante el vacío del Gobierno de la Generalitat. De ahí que surgieran comités de todo tipo (proescuela unificada, de abastos, de empresas colectivizadas, de patrullas de control, de barrio…) que y en los pueblos estos comités sustituían incluso a las corporaciones municipales. En todos ellos, los anarcosindicalistas impusieron su fuerza numérica y su forma asamblearia de actuar pero no sustituyeron a las instituciones de la Generalitat que, aún sin tener un poder efectivo, mantenía su estructura, e incluso los nuevos organismos creados adquirieron carácter oficial.

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Uno de los militantes de la CNT-FAI, Francisco Ascaso, perteneciente al grupo anarquista Nosotros, cuyo principal líder era Durruti, murió en Barcelona en el ataque al cuartel de las atarazanas en los primeros momentos de la sublevación militar, en julio de 1936. La foto refleja la manifestación en su honor que organizó la CNT-FAI de Cataluña.

El 11 de agosto de 1936 se constituyó el Consejo de Economía de Cataluña, encargado de todos los asuntos económicos. Intentó poner en funcionamiento las industrias abandonadas y controlar el resto con el objetivo de encauzar la producción para abastecer las necesidades de la guerra. Los obreros debían, pues, volver a la rutina del trabajo, aunque no pudo evitarse un alto índice de absentismo laboral. Para muchos, si la revolución había llegado, la dureza del trabajo debía desaparecer, sin percatarse de que era imprescindible aumentar la productividad en aquellas circunstancias. Si los mecanismos de orden habían sido destruidos, de igual manera el obrero se encontraba liberado de la disciplina tradicional que imperaba en fábricas y talleres. Josep Tarradellas, consejero de Economía y de Orden Público de la Generalitat, dio cobertura legal al Consejo de Economía donde había cuatro representantes de la CNT y dos de la FAI, junto a otros de diversas fuerzas políticas. En la declaración de intenciones del nuevo organismo constaba la sustitución de la vieja economía capitalista por la colectivización, intensificando el cooperativismo, nacionalizando la banca y manteniendo el control sindical de las empresas privadas, cuyos propietarios continuaban al frente de las mismas.

En el momento en que el anarcosindicalismo optó, mayoritariamente, por convivir con otras organizaciones políticas y sindicales y aceptar la legalización de los nuevos organismos, su suerte estaba echada. Además contribuyó, de manera decisiva, a consolidar las instituciones de la Generalitat cuando se incorporó al Gobierno. El presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, ya había mantenido contactos con dirigentes de la CNT, como Mariano R. Vázquez, secretario entonces del Comité Regional de Cataluña, a fin de sondear a los anarcosindicalistas sobre una posible renovación de su Gobierno, del que formarían parte miembros del recién creado PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) y los representantes de los rabassaires.

Las tres ramas del movimiento libertario, CNT, FAI y Juventudes Libertarias, celebraron un pleno de federaciones locales y comarcales a finales de agosto. Los miembros del grupo Nosotros, los llamados anarcobolcheviques, es decir los Durruti, García Oliver, Ricardo Sanz y compañía, a los que ya hemos aludido, seguían defendiendo que el anarquismo ejerciera la hegemonía absoluta, imponiendo sus criterios a través del Comité de Milicias Antifascistas, pero la mayoría era partidaria de la colaboración —opción defendida por Abad de Santillán— y apoyó la entrada en el Gobierno catalán, dejando formalmente fuera a la FAI ya que, como señala el historiador e hijo del que fuera secretario de la CNT, Horacio Martínez Prieto, César M. Lorenzo, «consideraban que la colaboración de la FAI, organización específicamente anarquista, antorcha de la idea, era imposible, pues la pura doctrina del anarquismo se derrumbaría estrepitosamente […]. Los compromisos que adquiriera la CNT no podían, por ello, manchar al anarquismo». Definitivamente, el pleno de Sindicatos Únicos de Cataluña, celebrado en Barcelona en septiembre de 1936, con la asistencia de 505 delegados, tomó la decisión histórica de que la CNT se incorporara al Gobierno de la Generalitat, que a partir de entonces adoptó el nombre de Consell, y también aprobó la disolución del Comité de Milicias Antifascistas y la creación de distintos consejos que actuarían en las diferentes consejerías. Así, Joan P. Fábregas, uno de los pocos universitarios militantes de la CNT, se encargó de la Consejería de Economía; José Doménech de Abastos y Antonio García Birlan, de Sanidad. La declaración de intenciones del nuevo ejecutivo mantenía las expectativas de transformaciones sociales y económicas dentro de un frente amplio de partidos y organizaciones de izquierdas. Este paso dado por los anarcosindicalistas catalanes, que tenían gran peso en la CNT, será decisivo para lo que ocurriría, posteriormente, en el resto de España.

La acción más notoria fue el decreto de colectivizaciones promulgado el 24 de octubre y elaborado, principalmente, por el economista Joan P. Fábregas, con la colaboración del Consejo de Economía. Se trataba de dar cobertura legal a todas aquellas iniciativas que se habían adoptado en las empresas abandonadas por sus dueños. De tal manera que la estructura económica catalana compaginaba empresas colectivizadas, dirigidas íntegramente por los trabajadores, con las que mantenían su propietario pero bajo supervisión de un consejo obrero. Aún así, intentó proporcionar un marco de actuación a los distintos ensayos espontáneos en una sociedad controlada, mayoritariamente, por el proletariado, pero que contaba con pequeños propietarios, profesionales y comerciantes.

Otros decretos, como el de la militarización de las milicias o el de participación en los órganos municipales, completaron la recuperación del Gobierno de la Generalitat que, definitivamente, se consolidó con la disolución del Comité de Milicias Antifascistas, aunque uno de sus máximos representantes, García Oliver, fue secretario general de la Consejería de Defensa, lo que suponía seguir decidiendo los asuntos militares, al igual que su compañero del grupo Nosotros, Aurelio Fernández, se encargaba de la policía de Cataluña. De esta manera, los anarcosindicalistas catalanes aprendieron pronto los entresijos de la vida política y realizaron el pacto de unidad con los comunistas del PSUC y con la UGT. Sin embargo, en los meses siguientes esta situación daría un vuelco cuando su poder estaba mermando.

El modelo sirvió para el Gobierno de la República. Horacio Martínez Prieto, secretario general del Comité Nacional de la CNT desde el Congreso de Zaragoza, mantuvo con contundencia lo ineludible de la participación en el Gobierno. Las discusiones en los órganos de la CNT, igual que había ocurrido en Cataluña, fueron intensas y los partidarios de la colaboración tuvieron que vencer distintas resistencias. La idea predominante era la alianza con la UGT y constituir un órgano semejante al Comité de Milicias de Cataluña, apoyando desde él al Gobierno estatal de Largo Caballero. La situación quedó despejada después del pleno de regionales celebrado entre septiembre y octubre de 1936. Los valencianos Domingo Torres y Juan López defendieron la entrada en el Gobierno de la República. Otros, como Federica Montseny y Aurelio Álvarez propusieron un Consejo Nacional de Defensa presidido por Largo Caballero, de tal manera que desaparecieran los ministros y se convirtieran en delegados, pero la propuesta fue rechazada. Al final, el Comité Nacional eligió para que formaran parte del Gobierno a García Oliver (como ministro de Justicia), Federica Montseny (ministra de Sanidad), Juan López (de Comercio) y Joan Peiró (de Industria), que respondían a las tendencias existentes en la Confederación.

Federica Montseny contó, años más tarde, que tuvo problemas de conciencia y lo consultó con su padre, Federico Urales: «Acepté venciéndome a mí misma; y acepté dispuesta a lavarme ante mí misma de lo que yo consideraba ruptura con todo lo que yo había sido». García Oliver se mostraría crítico con esta actitud en sus memorias: «Creo que un anarquista puede seguir siéndolo al formar parte de un Gobierno […] y no como Federica Montseny de pedir a sus padres, viejos liberales radicalizados y no viejos anarquistas, que la autorizasen a ser ministro y anarquista al mismo tiempo para tranquilizar su conciencia. Uno es lo que es y no lo que le autorizan a ser».

A los dos días de tomar posesión en Madrid el 4 de noviembre de 1936, el Gobierno se trasladó a Valencia ante la situación de acoso que padecía la capital. Esta decisión provocó la dimisión como secretario general de la CNT de Horacio Martínez Prieto, que fue recusado al aceptar el traslado de los ministros cenetistas sin contar con el Comité Nacional. Le sustituyó Mariano R. Vázquez, que se mantendría en el cargo durante toda la Guerra Civil.

La entrada en el Gobierno significó, paradójicamente, la pérdida paulatina de la fuerza social del anarcosindicalismo. Comenzó con la aceptación de la estructura militar. Los milicianos se integraron en la disciplina del ejército mediante la fórmula de las brigadas mixtas, en las que se mezclaban las milicias de los partidos y sindicatos, los soldados que estaban cumpliendo el servicio militar el 18 de julio y los nuevos reclutas, que recibirían el adiestramiento de los oficiales profesionales leales a la República y serían dirigidas por la combinación de estos y los militantes de partidos o sindicatos. No resultó fácil convencer a los anarquistas de esta fórmula y, en algunos casos, los milicianos integrados mantuvieron sus propios mandos. Así sucedió en la Columna de Hierro, que estaba formada principalmente por militantes libertarios, aunque esto no fuera una especificidad propia de los anarquistas, pues otras fuerzas políticas mantuvieron el mismo comportamiento.

No parece adecuado sostener que los anarquistas, mayoritariamente, se inclinaran por realizar la revolución social. Sabemos que ni el anarquismo era un bloque ideológico compacto ni todos compartían el mismo punto de mira sobre una guerra que les resultaba imprevisible. La apuesta de la CNT por el Gobierno de la República significaba una opción clara de anteponer el triunfo en la guerra a cualquier transformación social. Otra cosa es que, ante la situación del vacío político en los primeros meses después de la sublevación militar, los dirigentes anarquistas tomaran decisiones sin haberlo premeditado.

Las medidas que adoptaron los ministros libertarios en el Gobierno de Largo Caballero, durante los seis meses en que permanecieron en él, no se diferenciaron radicalmente de las de sus compañeros de gabinete. Intentaron consolidar el proceso de colectivizaciones iniciado, que tuvo características muy singulares según las zonas, aunque no pudieron aprobar un decreto parecido al de la Generalitat de Cataluña. De alguna manera aceptaron las medidas del ministro comunista Vicente Uribe, encargado de Agricultura, según el decreto de octubre de 1936, de controlar las incautaciones espontáneas de tierras que se realizaron en muchos núcleos rurales en los primeros meses del levantamiento. Joan Peiró aprobó un decreto el 22 de febrero de 1937, en el que se especificaba la intervención de las empresas industriales y cuáles eran objeto de incautación y subsiguiente colectivización. Federica Montseny se ocupó de la protección de los refugiados provenientes de la zona franquista. Fue también iniciativa de los ministros cenetistas la creación del Consejo Superior de Guerra, aunque los enfrentamientos sobre las operaciones militares impedirían su operatividad.

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Los anarquistas fueron arduos defensores de la igualdad del hombre y la mujer en todas las actividades sociales y familiares, y muchas militantes se movilizaron formando parte de las milicias libertarias durante la Guerra Civil española, como las que refleja la foto, que lucharon en el frente de Guadalajara.

Al margen de las polémicas, o contando con ellas, respecto a la acción de Gobierno de los libertarios, su actuación no fue muy diferente a la acción de los Gobiernos de la República en su conjunto pero sufrieron las críticas internas y externas, o se produjeron profundas divergencias entre sus dirigentes, eso mismo ocurrió también en otras formaciones políticas. El problema fundamental fue que la guerra la iba ganando Franco y las distintas fuerzas del bando republicano creían, cada una de ellas, tener la solución adecuada para derrotar a los sublevados, y en esta dialéctica se producían acusaciones entre los coaligados. Se intentaron diversas fórmulas de Gobierno: una será la de Largo Caballero, basada en la hegemonía del sindicalismo (UGT-CNT); otra la de Negrín, que refuerza el protagonismo político, en un intento de articular un mando más uniforme y disminuir la capacidad de la Generalitat de Cataluña y de las organizaciones sindicales, a las que consideraba una rémora porque disminuían la respuesta unitaria que requería una España en guerra.

En el informe que el Comité Nacional de la CNT emitió al Congreso de la AIT (la Internacional sindical anarquista), celebrado en París en diciembre de 1937, después de consumarse la colaboración gubernamental, se afirmaba que «nosotros sabíamos que la revolución en nuestras únicas manos [la de los anarquistas] había agotado todas sus resistencias y que del exterior los anarquistas no habíamos recibido apoyos eficaces ni podíamos esperar recibirlos».

EL ENFRENTAMIENTO CON LOS COMUNISTAS: LOS SUCESOS DE MAYO DE 1937

El 3 de mayo de 1937 estalla en Barcelona una sangrienta lucha cuando se produce el asalto por las fuerzas de orden público al centro de comunicaciones de Telefónica, controlada por la CNT y la UGT, pero cuya hegemonía la detentaban los anarquistas, de la que muy pocos conocen la operación. La decisión coge de improviso a las principales fuerzas políticas de la Generalitat, aunque el ambiente se había ido convirtiendo cada vez más hostil entre anarquistas y el POUM frente al Gobierno de la República y de la Generalitat, al tener concepciones divergentes de cómo afrontar la guerra y los cambios revolucionarios.

Diversos autores han insistido en que detrás de la operación estaba el PSUC, en colaboración con Esquerra Republicana y algunos miembros del Gobierno de Largo Caballero, como Prieto, que consideraban la situación política en Cataluña negativa para la causa de la República, y estimaban esencial controlar toda la política de orden público en el territorio que todavía controlaban los defensores del régimen republicano. El presidente de la Generalitat catalana, Lluís Companys, veía con ciertas reticencias lo que consideraba una injerencia del Gobierno republicano, porque estimaba que interfería cada vez más en las competencias que tenía asumido el Estatut de Cataluña.

Aquel día el presidente de la Generalitat estaba entrevistándose con Largo Caballero en Benicarló, exigiendo que las fuerzas de orden público que enviara el Gobierno de la República estuvieran bajo control de la Generalitat. Querían desembarazarse del poder que ostentaba la CNT/FAI y el POUM. La batalla se entabló, por un lado, entre sectores anarquistas y del POUM (fundado, por Nin y Maurín, —acusados de trotskistas por el PCE—), contra sectores comunistas, fuerzas de orden de la Generalitat y de la República, por el otro. El enfrentamiento causaría más de cuatrocientos muertos. Todo había empezado con un atentado fallido contra un militante del PSUC que antes había sido anarquista y también miembro del POUM, además de un posterior asesinato de un destacado militante de la UGT; estas circunstancias fueron aprovechadas por el PSUC contra los libertarios.

El conseller del Gobierno de Cataluña Josep Tarradellas llama al presidente de la Generalitat, Lluís Companys, a Benicarló y le cuenta los hechos que se están produciendo en el asalto del edificio de la telefónica. Cuando llega a Barcelona Manuel Azaña se pone en contacto con Companys preocupado por estar sitiado y refugiado en el Parlament de Cataluña, y le pregunta si puede garantizarle la vida. La situación se despejó en cuatro días después de intensas luchas por las principales calles de Barcelona ante un Azaña lleno de estupor y miedo. Las acusaciones, las desconfianzas, los atentados y el deseo del Gobierno de la Generalitat de recuperar el poder perdido desde el inicio de la guerra harían el resto.

Los sucesos de mayo de 1937, junto a la falta de apoyos al Gobierno de Largo Caballero de la mayoría de fuerzas políticas (parte de los socialistas, comunistas y republicanos) que lo llevaron a la dimisión, hicieron intervenir a Azaña, presidente de la República, nombrando al también socialista Juan Negrín presidente del Gobierno. Aunque la caída de Largo Caballero ha sido interpretada en función de los acontecimientos de mayo, lo cierto es que el Gobierno republicano arrastraba una crisis permanente y los hechos de mayo aceleraron el desenlace.

El caso es que el nuevo Gobierno no tenía la intención de prescindir de la CNT pero sí de disminuir su representación. Le ofrece sólo dos ministerios, pero la central sindical pretende mantener sus posiciones o, al menos, tener tres, como la UGT. Al no ver satisfecha su petición, los anarquistas abandonaron el Gobierno. Fue curioso: si la entrada en el gabinete de Largo Caballero había representado un cierto desgarramiento de los principios libertarios, su salida fue también traumática. Algunos militantes propugnaron la vuelta a los orígenes, recalcando que no habían de aventurarse a más colaboraciones gubernamentales; sin embargo, otros pensaron que su renuncia a participar en el nuevo ejecutivo, el de Negrín, no estuvo bien calculada y fue, más bien, producto de una actitud de orgullo. De hecho, pensaban volver y por eso elaboraron una propuesta de acción global que partía de la colaboración con las demás organizaciones.

Así lo plasmaron en un Pleno de la Federación de Regionales de la CNT celebrado el 3 de junio de 1937. Su plan programático comprendía una Defensa Nacional con mando y dirección únicos, con la garantía de tener representación en cada sección del Estado Mayor. En Gobernación, la creación de un Cuerpo de Seguridad Único y un Consejo de Orden en la retaguardia compuesto por las distintas fuerzas políticas para mediar en los conflictos que pudieran surgir. Propugnaban la creación de un Consejo de Economía, con la misión de elaborar un plan de reconstrucción aceptado por todos y que estableciera el monopolio del comercio exterior, la revisión de los aranceles, la municipalización de la vivienda y de la tierra donde el campesino tendría libertad para trabajarla individual o colectivamente, la creación de un servicio de inspección de trabajo; en Justicia, la revisión de toda la legislación anterior al 19 de julio; en Educación, la constitución de un Consejo Nacional de Enseñanza; en Obras Públicas, la realización de carreteras, electrificación y política hidráulica, etc. Todo el programa era lo suficientemente flexible para negociar con los otros sectores del Frente Popular. Se intentaba demostrar que sus planteamientos eran asumibles y que se estaba en disposición de participar en una política consensuada. Pero ya, en la práctica, habían perdido el empuje de los primeros tiempos de la guerra y no disponían de una estructura que les permitiera mantener la disciplina. La unidad de los militantes confederales era precaria, basada en una tradición de lucha reivindicativa sin intermediarios y con escasa experiencia de negociación política, habida cuenta de su tradicional apoliticismo.

La automarginación de la CNT había hecho reflexionar a algunos dirigentes sobre la importancia de la participación en las decisiones políticas y pensaban que había que retornar, con urgencia, al Gobierno para evitar que otras fuerzas se hicieran con el control del Estado. Precisamente, esto es lo que propuso en un mitin, convocado por el Comité Nacional celebrado en el Teatro Apolo de Valencia el 28 de junio de 1937, su secretario Mariano Rodríguez Vázquez, que había sustituido a Horacio Martínez en noviembre de 1936 como máximo representante de la CNT; pero ni los republicanos, ni los comunistas, ni tampoco Negrín y los socialistas que le apoyaban, estaban dispuestos a aceptar ninguna condición previa. La crisis del Gobierno de Largo Caballero no había sido dirigida contra la CNT, como así se lo hizo saber Azaña a Joan Peiró, a quien consideraba el más sensato de todos los anarcosindicalistas, pero una vez que aquella se saldó no hubo ningún interés en reintegrarla en el Gobierno de la República.

En Cataluña, después de los sucesos de mayo, el presidente Companys reconstruyó su Gobierno e incorporó al profesor de Historia Antigua y arqueólogo Pere Bosch Gimpera, miembro de Acción Catalana, lo que suponía un desequilibrio de fuerzas a favor de Companys y del PSUC. En un principio todo parecía que volvería a ser como antes y el Comité Regional de Cataluña de la CNT designó a sus tres representantes: Roberto Alonso para Sanidad y Asuntos Sociales, García Oliver para Servicios Públicos y Germinal Esgleas, militante, publicista de las ideas libertarias y pareja sentimental de Federica Montseny, para Economía. El Gobierno salió publicado en el Boletín Oficial de la Generalitat el 28 de junio de 1937 y la sorpresa para los cenetistas fue comprobar que en él se incluía a Bosch Gimpera como conseller sin cartera. Los miembros de la CNT no tomaron posesión e hicieron público un manifiesto donde hacían balance de su colaboración desde el inicio de la guerra y expresaban que el Gobierno debía tener una representación de «hombres a quienes respaldaran organizaciones vitales, auténticas y responsables y nadie a título personal, por más prestigioso que fuera su nombre». A la postre Companys prescindió de la CNT confirmando, de esta manera, su aislamiento. El problema no era de una cartera ministerial más o menos sino de una lucha mucho más grave. Se trataba simplemente del eterno conflicto entre anarquistas y comunistas.

En esta dinámica, la presión del Partido Comunista se acentuó sobre el movimiento libertario, y así la 11.º División del Ejército republicano, mandada por el comunista Enrique Líster con ayuda de los nacionalistas catalanes, acabó con el poder anarquista del Consejo de Aragón, que había sido establecido en aquella zona por las fuerzas leales a la República y venía siendo controlado por los libertarios. Estos no mostraran gran resistencia ante tal disolución del que parecía ser su «buque insignia» en medio de la revolución producida por la Guerra Civil. El Comité Nacional de la CNT se limitó a realizar una protesta formal ante el Gobierno de Negrín. Tenían interés en regresar al Gobierno y no deseaban generar ningún conflicto que se lo dificultara. Las tropas de Líster ocuparon pueblos y ciudades aragonesas, suprimieron diarios y detuvieron a los dirigentes de los comités regionales y locales; deteniendo también a su presidente, Joaquín Ascaso, acusándole de haber robado joyas, lo que sirvió para expulsarlo de la CNT, e igualmente se cuestionó la actividad de las colectividades agrarias. Para los comunistas, Aragón quedó liberado de la dictadura anarquista.

Así, el último reducto del poder hegemónico de los anarquistas desaparecía con la disolución del Consejo de Aragón, publicada en la Gaceta de la República el 11 de agosto de 1937. Desde su constitución, este organismo —creado en octubre de 1936 y cuyo presidente, Joaquín Ascaso, era primo hermano de Francisco Ascaso, militante del grupo Nosotros, muerto en el asalto del cuartel de las Atarazanas de Barcelona en julio de 1936—, era la única institución de la España republicana exclusivamente anarcosindicalista.

El poder de convocatoria del movimiento libertario estaba mermado y, como si de un problema de simetría se tratara, los anarquistas, que habían comenzado su periplo colaborando con Companys en septiembre de 1936, cerraban el círculo saliendo también del Gobierno de la Generalitat, abocados a una soledad definitiva. En menos de un año el anarquismo español, en sus distintas sensibilidades y organizaciones, había experimentado más cambios que en toda la etapa anterior, lo que repercutía tanto en sus principios ideológicos como en su funcionamiento. En lo que quedaba de guerra, los representantes de los sindicatos confederales insistieron en la unidad antifascista y en la coordinación económica. Rechazaban definitivamente el programa comunalista del Congreso de Zaragoza, admitían las nacionalizaciones y la centralización económica, aunque no participaban en la propuesta que hiciera Horacio Martínez Prieto de constituir un partido político anarquista. Su programa de transformaciones se concretará definitivamente en un Pleno económico convocado por la CNT y celebrado en enero de 1938, junto al pacto de acción conjunta que propusieron a la UGT en el mismo año.

GEVAL Y DBAD DE SANTILLÁN: DOS MODELOS DE ORGANIZACIÓN LIBERTARIA

Gaston Leval y Diego Abad de Santillán, dos militantes libertarios de amplia trayectoria, a quienes ya habíamos mencionado en el capítulo anterior, conciben, cada uno a su manera, el funcionamiento de la futura sociedad libertaria al comienzo de la Guerra Civil, aunque ya llevaban publicando diversos trabajos desde principios de los años treinta. Gaston Leval, seudónimo de Pierre Piller (1895-1978), es, probablemente, el autor de la obra ideológica más rigurosa elaborada desde el anarquismo para construir la futura sociedad. Nacido en Francia se trasladó a España huyendo de la movilización de la Primera Guerra Mundial, y residió en varias ciudades. Nos ha legado dos obras autobiográficas —Infancia en cruz (1933) y El prófugo (1935)— publicadas por la revista Estudios en los años treinta del siglo XX, además de su trabajo inédito Circuit dans un destin, que las complementa. Era hijo ilegítimo de un antiguo comunero (de la Comuna de París de 1871), fabricante de muebles, al que su madre, según su testimonio, trató con gran brutalidad.

Formó parte de la delegación, como miembro de los grupos anarquistas barceloneses, que asistió en Rusia a la fundación de la Internacional Sindical Roja y al tercer congreso de la III Internacional. Su testimonio de la Rusia revolucionaria contribuyó a que el movimiento libertario español rompiera el acuerdo adoptado en el Congreso del Teatro de la Comedia de 1919, por cuanto consideró que la Revolución rusa no respondía a las concepciones anarquistas.

Leval se trasladó a Argentina y allí participó en las polémicas sobre el papel del anarquismo y el sindicalismo. Trabajó en varios oficios hasta estabilizarse en Rosario como profesor de francés. En estos años escribe sus obras más importantes, traba amistad con Luigi Fabbri y colabora en varias revistas españolas. Al estallar la Guerra Civil se traslada a España, en agosto de 1936, donde permanece hasta finales de 1938. Dedica su tiempo a impartir conferencias, visita las colectividades agrarias y escribe distintos folletos sobre la situación política española. En 1937 edita su obra más importante, Precisiones sobre el anarquismo.

Piensa que el cuerpo teórico del pensamiento libertario está ya elaborado por los autores clásicos del anarquismo aunque fuera desconocido por la mayoría de los militantes. Precisamente, en 1935 publicó Conceptos económicos en el socialismo libertario, en el que pretendía clarificar las distintas posiciones económicas del socialismo anarquista, describiendo la evolución de las mismas: el mutualismo de Joseph Proudhon, el colectivismo de Mijaíl Bakunin y el comunismo de Piotr Kropotkin.

En estas coordenadas se centró su obra Problemas económicos de la revolución social española (Valencia, 1935), en cuyo prólogo Fabbri afirmaría que es «el primero de este género en la literatura internacional anarquista». Representó el intento de establecer, en una realidad como la española, las fórmulas necesarias para lograr la revolución libertaria. Leval pasa revista a las características geográficas del país, proporcionando estadísticas. En los medios revolucionarios se tenía la certeza de que el fin de la sociedad capitalista estaba próximo, porque la economía mundial había alcanzado un índice tan alto de interrelación que resultaba difícil que un acontecimiento aislado no repercutiese en el resto. Así, el caos económico capitalista desembocaría en un movimiento revolucionario que, poco a poco, se extendería por todo el planeta.

Leval considera que España es uno de los primeros países donde se produciría el cambio revolucionario. El carácter predominantemente agrario de su economía resulta positivo de cara a un posible, y momentáneo, aislamiento, y plantea la necesidad de una completa interdependencia entre las regiones, desechando «lo absurdo del patriotismo regional». De igual manera, habrá que interconectar el campo con la ciudad, sin que exista predominio de una sobre otra, y remarca el cuidado que debe ponerse en respetar a los pequeños propietarios agrarios, no forzándolos a adoptar medidas que no compartan. Sólo en las regiones con predominio de la gran propiedad y con un fuerte porcentaje de jornaleros podrá aplicarse, desde el principio, un sistema comunitario. Por lo general, los campesinos españoles padecen un estándar de vida inferior al de los obreros de la ciudad y por ello es necesario que no vean en el proletariado urbano un enemigo: «El hombre de la ciudad —proclama— y el hombre del campo son extraños unos a otros. Aunque sus intereses sean los mismos, la distancia y el género de vida los distancian. Demasiado a menudo, el primero desprecia al segundo, y este le paga con odio».

La búsqueda del equilibrio entre campo y ciudad le llevará a proponer una readaptación de la población activa. Plantea la desaparición de «ocupaciones parasitarias» en la futura sociedad revolucionaria, tales como burócratas y muchas profesiones liberales (notarios, registradores, jueces, intermediarios, militares, etc.). Además, los trabajadores de aquellas industrias que no reciban materias primas ante el aislamiento impuesto por las potencias capitalistas se verán obligados a parar su actividad. En algunos casos podrá existir reconversión profesional pero, en otros muchos, estos obreros sin trabajo se trasladarán al campo descongestionando las ciudades y, así, se instalarán colonias agrarias alrededor de las urbes que servirán para suministrar alimentos. De todas maneras, para Leval, las migraciones de población urbana al campo serán un fenómeno transitorio.

La actividad económica en los primeros tiempos revolucionarios deberá centrarse en la construcción de canales y presas, el cultivo del algodón, el café o el té, la intensificación de la producción de maíz, el mayor empleo de maquinaria agrícola y la extensión de los abonos químicos para que los recursos alimenticios sean suficientes y la población pueda consumir la proporción adecuada de carne, leche y huevos. Es consciente, también, de la necesidad de mantener el crecimiento de las fuentes de energía y estima, al respecto, deficitaria la producción de carbón. También le preocupa la carencia de petróleo y propone obtenerlo sintéticamente, a partir de los carbones bituminosos, ya que prevé grandes dificultades en los transportes, porque la falta de crudo y de caucho harán difícil el funcionamiento de automóviles y trenes, por lo que, en una primera fase, se suplirá por la tracción animal y el ferrocarril en base al carbón. Tendrá que llevarse a efecto un plan de remodelación de las viviendas de los trabajadores del campo y de la ciudad, mejorando la calidad y suprimiendo el hacinamiento urbano.

Leval insiste en que los ideales ácratas deben concretarse en planes que solucionen los problemas económicos y administrativos. De ahí que el anarquismo no se plantee como un simple ideal inalcanzable a corto plazo. Por eso, intentará eliminar lo que él considera interpretaciones erróneas extendidas en los medios libertarios y justificará sus propuestas con las obras de los clásicos del anarquismo. Es consciente de que el anarquismo no puede ser concebido, sólo, como una práctica de acción individual, donde se proclama el amor libre, el nudismo, el naturismo, la eugenesia y la negación de la familia —él considera que la familia tiene su razón de ser—. Lo fundamental es precisar una organización social sin Gobierno.

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Durante la Guerra Civil española los carteles de propaganda adquirieron una gran dimensión. En ellos se incitaba a resistir y luchar contra el fascismo, a trabajar por la revolución y como el que se refleja en esta ilustración simbólica donde un trabajador rompe las cadenas de la opresión, a tener cuidado de la quinta columna, etc. Los anarquistas los utilizaron en muchas calles de las ciudades y pueblos para mantener alta la moral de la población.

Rechaza la interpretación economicista de la historia que hace el sindicalismo y discute que la lucha por las mejoras sociales y económicas provoque la conciencia de clase y el deseo de cambio. Por eso piensa que hay que tener una base ideológica que influya en los sindicatos. Estos tendrán un papel destacado en la estructura postrevolucionaria, sobre todo en la industria, pero no pueden arrogarse la pretensión de dirigir, en exclusiva, toda la economía de la sociedad, puesto que las propuestas sindicalistas podrían desembocar en un autoritarismo. Era imprescindible tener una interpretación global de la sociedad anarquista en la que encaje el sindicalismo. El único tipo de industrialización que concibe es aquél en el que se cuenta con las precondiciones naturales para poder hacerlas viables. De ahí que no podría instalarse una industria en aquellos lugares en los que no exista la energía requerida o escaseen las materias primas. Por todo ello verá imposible el desarrollo industrial en aquellas zonas que carezcan de los recursos naturales necesarios.

En suma, su modelo es híbrido: una mezcla de sindicalismo, colectivismo rural, pervivencia de la pequeña propiedad agraria y reestructuración de la organización industrial. Sin embargo, mantiene las tesis clásicas del anarquismo sobre la desaparición de la moneda y no acepta sistema alguno de valores, por lo que critica la obra de Cornelissen. Como el trabajo es colectivo, y todos, desde sus capacidades, contribuyen al proceso de producción, no caben diferencias cualitativas entre las distintas actividades en una sociedad de comunismo libertario, ya que forman, en su conjunto, un engranaje sin el cual no pueden funcionar independientemente.

Por su parte, la obra de Abad de Santillán, seudónimo de Sinesio Baudilio García Fernández, ha sido una de las más estudiadas en los últimos tiempos. Su capacidad publicista y su larga vida (1897-1983) le han proporcionado una dimensión como pocos militantes libertarios han conseguido. A ello han contribuido, probablemente, su conocimiento de idiomas, de países y su capacidad editora, traductora y teórica.

Su trayectoria de militante libertario y su producción teórica está caracterizada por grandes fluctuaciones. Pasó de ser un anarquista intransigente y puro —partidario del espontaneísmo revolucionario y de un sindicalismo con sello anarquista—, a defender la planificación económica y la aceptación de los mecanismos de industrialización modernos. En 1918 emigra a Argentina y allí se vincula a los núcleos sindicales de la Federación Obrera Regional Argentina, la FORA, fundada en 1901, cuyo órgano de expresión era La Protesta de Buenos Aires. Desde sus páginas defenderá la tesis de un sindicalismo propiamente anarquista. Al mismo tiempo, veía en el campesino el eje fundamental del proceso revolucionario. Todavía en 1931 afirmaría, en Solidaridad Obrera de Barcelona (9 de agosto), que «el socialismo no es un fenómeno ligado forzosamente a la técnica, a la gran industria, como pretendía Marx […]. Pudo existir el socialismo en el período del arado romano, como podría darse también con el tractor moderno […]. Tenemos nuestras prevenciones, tenemos nuestras desconfianzas ante el proletariado industrial, lo vemos mucho más lejos del espíritu socialista que el campesino».

Durante su etapa en Argentina vivió con intensidad las luchas obreras y colaboró con otro emigrante asturiano, Emilio López Arango, con el que trabó una profunda amistad, interviniendo en las polémicas sobre la relación entre sindicalismo y anarquismo que tuvieron repercusión en la España de la dictadura de Primo de Rivera, y que recogerá en su faceta de historiador anarquista, algo que practicará en distintas etapas de su vida: en 1940 publicó, en su exilio en Argentina, Por qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española, y posteriormente Contribución a la historia del movimiento obrero español.

En 1922, según relata en sus Memorias. 1897-1936 (Barcelona, 1977), se traslada a Alemania y contacta con los anarcosindicalistas Augustin Souchy y Rudolf Rocker, que mantenían relaciones con los principales dirigentes libertarios españoles. A través de ellos conoció al historiador anarquista austriaco Max Nettlau. Regresa a Argentina en 1926 y se inmiscuye en las luchas internas que, por entonces, se desarrollaban en la FORA. En este período escribió libros, folletos y un sinfín de artículos. Cuando vuelve a España, en 1934, se encuentra con la CNT escindida y los grupos radicales anarquistas —en su mayoría de la FAI— en crisis, después de los fracasos insurreccionales de 1932 y 1933. Enseguida su personalidad adquirió relevancia en los medios libertarios. Ingresó en el sindicato de Artes Gráficas de la CNT en Barcelona; y en la FAI, en el grupo Nervio. Dirigió el semanario Tierra y Libertad y la revista Tiempos Nuevos. Tuvo un papel destacado en el Congreso de Zaragoza, en febrero de 1936, en el que se reconciliarían las dos tendencias cenetistas. No obstante, su dictamen sobre la futura organización económica de la sociedad sería rechazado en dicho Congreso, al aprobarse el presentado por el militante Isaac Puente que, como hemos visto, publicó algunos trabajos sobre el futuro de la sociedad libertaria. Sus ideas las plasmará en El organismo económico de la revolución. Cómo vivimos y cómo podríamos vivir en España (Tierra y Libertad, Barcelona, 1936). Ya había publicado en Argentina, en colaboración con el médico Ramón Lasarte, Reconstrucción social. Nueva edificación económica argentina (Buenos Aires, 1933), en el que abandonaba sus esquemas interpretativos basados en el espontaneísmo revolucionario y el agrarismo.

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Diego Abad de Santillán era el seudónimo de Sinesio Baudilio García Fernández (1897-1983), natural de León y militante activo del movimiento libertario de España y Argentina, país este último en el que vivió durante los años veinte y en el que posteriormente se exilió desde 1939. Fundó y editó varias revistas y escribió diversos libros sobre cómo debía estructurarse la sociedad libertaria.

Con el estallido de la sublevación militar de 1936 adquiere un papel predominante en el Comité de Milicias barcelonés, que se creó a instancias de la CNT-FAI, y fue consejero de economía del Gobierno de la Generalitat. Casi al final de la Guerra Civil publicó la revista Timón y, tras la derrota, regresó a Argentina donde colaboró en distintos proyectos editoriales. Después de la muerte de Franco, en 1976, vuelve a España, y, ante la pregunta: «¿Cómo cree usted que debe actuar el movimiento libertario en estos tiempos, alejada ya la Guerra Civil?» responde: «Debe actuar por encima de toda división, de todos esos grupitos que han surgido en todas las épocas, que se dividen en vez de unirse. Siempre a favor de la libertad, a favor de la justicia, apoyando toda buena iniciativa venga de donde venga, tratando de proponer las propias y también en el sindicato. […] Nosotros no pretendemos obtener votos sino tan sólo influir, captar las verdaderas aspiraciones populares sin imponer nada». «¿Usted es partidario de los estatutos de autonomía?». «Claro, “autonomizar” dentro del conjunto es lo que facilitaría la unidad más perfecta. Además, Cataluña necesita del resto de la península, incluso como mercado para su producción. El catalán no es separatista y el valenciano tampoco».

Su pensamiento en los años treinta parte, como el de la mayoría de los anarquistas, de que es inminente la crisis del capitalismo y así lo desarrollará en La bancarrota del sistema económico y político del capitalismo (Valencia, 1932). Nada hay de original a lo ya manifestado por Noja, Besnard, Cornelissen y otros, pero lo sustantivo es que Santillán considera que «la industria moderna es un motivo de orgullo para el ingenio humano», contrariamente a lo que había defendido en otras épocas. Alude, incluso, a la formación de un Consejo Regional de Economía como coordinador de toda la estructura productiva y, desde posiciones ortodoxas libertarias, prescinde del Estado y sus instituciones. En estas coordenadas escribirá Las cargas tributarias. Apuntes sobre las finanzas estatales contemporáneas (Barcelona, 1934), posiblemente su trabajo más original. Su análisis se centra en el papel que desempeñan los Estados contemporáneos como maquinarias restrictivas de la libertad del individuo. Por ello, habrá que combatirlo como pieza clave de la permanencia del capitalismo. El movimiento obrero no puede limitarse a meras reivindicaciones económicas porque piensa que, si hay aumentos salariales, también se encarecerán las mercancías, lo que recuerda la llamada «ley de bronce» de los salarios de Ferdinand Lassalle, el socialista alemán que contribuyó a la creación del Partido Socialdemócrata Alemán y que debatió con Karl Marx. Las cargas fiscales sólo benefician a las grandes fortunas y perjudican a los trabajadores, que son los creadores de la riqueza. Abad de Santillán pasa revista a los sistemas fiscales de Italia, Alemania, Francia y Argentina y extrae la misma conclusión: el aumento anual de los presupuestos del Estado no se traduce en mejoras para toda la sociedad y tienden a crear profesiones improductivas, con aumento de la burocracia. Su conclusión es que el Estado dificulta el desarrollo económico.

Sin embargo, su obra más encumbrada, El organismo económico de la revolución, es, sobre todo, un refrito de trabajos de otros autores como los de Leval, Noja o los anarcosindicalistas, y en ella no existe ninguna aportación teórica novedosa. Sus propuestas de Consejos de Fábricas o Granjas, o Consejos de Ramo, están directamente relacionadas con lo dicho por Besnard. Considera fundamental controlar el consumo para no sobrepasar el nivel de producción existente y admite la función social del crédito, sin especificar a qué tipo se refiere, de tal manera que pretende que oferta y demanda estén perfectamente reglamentadas y serán las estadísticas las que señalen los superávits o los déficits de cada localidad o región. De nuevo nos encontramos ante un sistema de gran control, enmascarado en una supuesta descentralización de los núcleos de producción y consumo.

LAS COLECTIVIZACIONES

Una bibliografía abundante, principalmente elaborada en los años setenta y ochenta del siglo XX, tanto desde la militancia anarquista como desde el ámbito académico, se ha ocupado del asunto de las colectivizaciones españolas durante la Guerra Civil. Todo ello nos permite tener una idea aproximada, pero parcial, de lo que significó el proceso de colectivización de campos e industrias, en el que el papel de los libertarios fue fundamental. Sin embargo, el fenómeno presenta muchas vertientes según las zonas, el tipo de empresas, la actividad agraria o industrial, la colaboración con otras fuerzas…

Ni los socialistas ni los libertarios tenían un plan estratégico de cómo actuar. La guerra se les vino encima y tuvieron que improvisar medidas atendiendo a lo que creían que favorecía a sus ideales, los cuales habían aprendido en libros, folletos, revistas o a través de la propia experiencia. La historiografía anarquista las ha valorado como una gran conquista de la revolución libertaria española, y una alternativa popular y democrática a lo que realizaron los bolcheviques a partir de 1917 y extendieron después de la Segunda Guerra Mundial en las llamadas democracias populares. Los publicistas comunistas, en cambio, la criticaron de manera rotunda como expresión de la desorganización anarquista y la falta de sensatez al poner en funcionamiento experimentos cuando de lo que se trataba era de ganar una guerra; además de que sus resultados no fueron, precisamente, buenos para la economía de la República.

En la versión de la Guerra Civil que escribieran los comunistas españoles en Guerra y Revolución en España. 1936-1939 se señala que la superficie sembrada en Aragón y Cataluña disminuyó un 20 ó un 30%. Cuando el economista Ramón Tamames pertenecía al PCE y colaboró con la publicación de uno de los tomos de Historia de España de la editorial Alfaguara (La República. La era de Franco. Madrid, 1973), venía a repetir la misma idea: «Los anarquistas de la CNT y de la FAI acometieron un experimento ácrata generalizado, creando un semicaos económico», sin especificar en qué consistió este y cuáles fueron sus consecuencias. Cada cual narra los hechos según su afiliación ideológica y política. Algunos destacan su triunfo o su fracaso en función de la relación de los anarquistas con el Gobierno. Si estos hubieran permanecido en él no se habría producido la contraofensiva contra los anarquistas, y un ejemplo lo tenemos en el Decreto de Colectivizaciones del comercio y la industria por parte del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Existen también testimonios de anarquistas que criticaron la práctica de funcionamiento de algunas de ellas. «Se nota en las colectividades, —se afirma en Vida, órgano de la Federación Regional de Campesinos de Levante (30 de julio de 1938)— la falta de elementos preparados». «Escasean —dice Abad de Santillán— los camaradas susceptibles de llevar a término el trabajo que requiere, en el orden administrativo, toda colectividad».

De estas afirmaciones poco puede esclarecerse. Y al tener la guerra distinta suerte en las diversas zonas de la geografía española, es difícil hacer una valoración global, aunque existen monografías bien documentadas y articuladas para temas concretos. Hubo tantas variantes y con una documentación tan dispar, que resulta aventurado sacar conclusiones generales. Tal vez, lo más significativo que puede apreciarse fue la improvisación, que provocaría distintas formas de actuación, desde la colaboración hasta el enfrentamiento entre los partidarios de la colectivización y los campesinos que deseaban seguir cultivando sus tierras. Si esto ocurría en las zonas agrarias algo parecido surgió en los talleres y fábricas, donde el control obrero, en algunos casos, sustituyó completamente al propietario y en otros este mantuvo la dirección de la empresa.

Resulta arriesgado concluir que la defensa o la crítica de las colectivizaciones están relacionadas con dar o no prioridad a la revolución sobre la guerra. El dilema nos parece falso porque aunque hubo, en algunos casos, un proyecto de organizar la producción y la distribución de manera colectiva, la mayoría de las colectivizaciones respondieron a la necesidad de seguir produciendo ante la desafección o la huida de muchos propietarios, arrendatarios o empresarios por el temor a las represalias. Es decir, había que asegurar el abastecimiento de las tropas y de la retaguardia.

Según se desprende de la documentación, por ejemplo, de las colectivizaciones de los términos de Pedralba y Bugarra, en la provincia de Valencia, existía una junta calificadora municipal que determinaba la situación de las tierras de cada propietario, atendiendo al decreto del Ministerio de Agricultura del 7 de octubre de 1936. Así, dicha junta proponía al Comité Agrícola Local que respecto de las tierras de un propietario definido «de extrema derecha, desafecto al régimen y desaparecido y que perteneció a la Unión Patriótica y al Somatén durante la dictadura de Primo de Rivera», y cuya actuación en los problemas sociales del campo y cumplimiento de las leyes de la República fue definida de «mala» y además «pagó jornales de hambre», se propone la expropiación forzosa sin indemnización de todas sus fincas. En otro caso se definen los antecedentes políticos del interesado, igualmente calificado «de extrema derecha, habiendo colaborado en el movimiento subversivo, condenado por el tribunal popular a doce años de trabajos forzados». A partir de estas propuestas se realizaba un acta de incautación, consignándose en ella la superficie dedicada a cada cultivo y calculándose su rendimiento. Posteriormente se realizaba una contabilidad de las fincas colectivizadas. También se daba el caso, como así consta en dicha documentación, de que los propios campesinos pusieran sus tierras a disposición de la colectividad:

El que suscribe… de estado casado, vecino y natural de Pedralba, de 46 años de edad, con plena libertad y facultades para ello, hago declaración de que mis aportaciones a la Colectividad de Campesinos CNT, de Pedralba, de la cual soy asociado, se compone de los bienes y valores que a continuación se detallan, los cuales han sido fijados de común acuerdo y para constancia y efectos consiguientes ante cualquier hecho que se derivase, ya sea de carácter privado o público. […] De todo lo cual doy fe y firmo mi conformidad, así como el presidente de la colectividad, quien se reserva copia.

Archivo municipal de Pedralba,

documentación no clasificada.

Seguramente el tema da para más a medida que nuevas perspectivas teóricas y nuevo material documental lo aborden, de nuevo, y no lo reduzcan a una mera hagiografía o descalificación.

UN PODER MENGUANTE: ANARQUISTAS EN EL EXILIO

Cerca de 450.000 españoles cruzaron la frontera francesa tras la derrota republicana en 1939, de los que se calcula que ochenta mil eran militantes cenetistas. Uno de ellos, Cipriano Mera, que supo y pudo demostrar una gran capacidad estratégica dirigiendo una parte del ejercito de la República, rehízo su vida en el exilio trabajando de albañil en Francia. Otro ejemplo fue el del disidente de la CNT Manuel Gómez Peláez, que se separó de su estructura orgánica controlada por los ortodoxos de Federica Montseny después del Congreso de la CNT celebrado en Montpellier en 1965. Gómez Peláez, residente en París, editó con otros militantes un boletín llamado Frente Libertario, auténtico eco de los disidentes, y apostó por la renovación de la generación que controlaba la CNT en el exilio. Constituyó el Centro de Estudios Sociales y Económicos en 1961 para conseguir impulsar el debate por todos los núcleos de exiliados en Francia y aglutinar a los no conformes con los modos de dirección de los «ortodoxos». En sus aulas impartieron conferencias Gaston Leval y Dionisio Ridruejo, reconvertido en socialdemócrata, y antiguo miembro de primera hora de Falange Española.

Al salir de España, algunos abandonaron la militancia anarcosindicalista y otros abogaron por remarcar los principios libertarios. Pronto surgieron los primeros enfrentamientos entre quienes pretendían entrar en el Gobierno que todavía presidía, si bien en el exilio, evidentemente, Negrín —pero con la condición de que no estuvieran los comunistas— y aquellos que defendían la vuelta a las ideas que habían definido al anarquismo. Los que se exiliaron a Gran Bretaña —aproximadamente ochenta— formaron un Consejo Nacional de Defensa y exigieron que el dirigente cenetista, Segundo Blanco, abandonara el Gobierno republicano en el exilio. Los más de doscientos cincuenta que marcharon a México constituyeron la llamada Delegación de la CNT de España en aquel país. La llegada de García Oliver supuso una convulsión con sus propuestas de crear un Partido Obrero del Trabajo, en la línea de Horacio Martínez Prieto, manteniendo la misma estructura federal de la CNT y continuar con la colaboración de todos los partidos, incluidos los comunistas. Planteó la dimisión de Negrín y la formación de un nuevo Gobierno, en el que los anarquistas debían integrarse. Pretendía, también, que la Delegación de la CNT en México tuviera delegaciones en los diferentes países en los que hubieran exiliados cenetistas. Las propuestas de García Oliver fueron derrotadas en las diversas asambleas, celebradas en 1942, por escasos votos de diferencia, pero este mantuvo sus ideas y se produjo la primera escisión de la CNT; a la vez que se discutía dónde debía instalarse la Delegación General de la CNT, que finalmente se ubicó en México, con diez miembros en aquel país y cinco en Gran Bretaña, lo que suscitaría recelos entre los delegados de Londres.

La decisión del socialista Indalecio Prieto de constituir en la capital de México, en 1943, la Junta Española de Liberación, para coordinar las relaciones con los aliados una vez acabara la Segunda Guerra Mundial, —de la que quedarían excluidas distintas fuerzas políticas republicanas, la CNT y la UGT— y la posterior creación en España, en 1944, de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, suscitarían un intenso debate entre los anarcosindicalistas del interior, partidarios de la participación, y los del exilio, que se mostraron muy reticentes a volver a la colaboración política por considerar que suponía una renuncia de sus ideales. Este cuestionamiento de las posiciones de los órganos de decisión de la CNT radicados en España aún se acentuaría más ante la circunstancia de que los exiliados en Francia, más de treinta mil afiliados, se organizaron. No sólo eran numéricamente muy importantes sino que, además, contaban con el apoyo de los que se habían refugiado en el norte de África (Argelia y el Marruecos francés).

Las decisiones más significativas de cara a la trayectoria futura del movimiento libertario español —CNT, FAI y Juventudes Libertarias— se adoptaron en el Congreso de París, celebrado en mayo de 1945, en el que estuvieron representados todos los núcleos desperdigados en el exilio, aunque el peso de los residentes en Francia era hegemónico. Se ratificaron los principios clásicos del movimiento libertario: acción directa en el sindicalismo, antiestatalismo, incompatibilidad con un régimen monárquico, además de reafirmar la alianza con la UGT que ya se había consumado en la Guerra Civil. La mayoría de los anarquistas estaba dispuesta a aceptar una república federal, sin cuestionar la estructura del Estado español.

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Cuando las tropas sublevadas consiguen el triunfo en la Guerra Civil española, muchos militantes libertarios se exilian en Francia, Argentina, México y Argelia. En la foto, exiliados cenetistas en una asamblea de la CNT celebrada en Francia y al fondo el nombre de «Pelloutier» uno de los máximos representantes históricos del sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo.

Sin embargo, la escisión se consumó ante el control de los representantes de las posiciones ortodoxas, representadas principalmente por Federica Montseny y Germinal Esgleas, que impusieron, acabada la Segunda Guerra Mundial, la no colaboración con cualquier tipo de Gobierno constituido con las otras fuerzas políticas que también vivían en el exilio y tenían la esperanza de que el franquismo acabase después de que los aliados derrotaran a Hitler. Había que recuperar el papel jugado por los anarquistas en la revolución española; pero, con esta resolución se alejaban cada vez más de los sectores que desde el interior intentaban recomponerse y reconstruir la unidad de las fuerzas democráticas republicanas en medio de una situación de represión permanente: muchos estaban en la cárcel o controlados por la policía franquista, todo ello en unas condiciones de vida muy precarias donde se hacía difícil conseguir los productos de primera necesidad; el racionamiento era más duro para los que habían perdido la guerra y estaban sujetos a un ambiente hostil donde cualquier mínima reunión era ya motivo para ser detenido, además de no encontrar facilidades para encontrar trabajo.