LAS BASES TEÓRICAS DEL ANARQUISMO
LOS PRECURSORES DE LA ACRACIA
La construcción ideológica del anarquismo se desarrolla desde finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX. Una serie de autores, que responden a contextos históricos diferentes, expusieron sus propuestas de abolición del Estado y las condiciones para que existiera, con garantías, libertad individual y colectiva. En muchos casos, las motivaciones de estos escritores son muy diversas, pero de alguna manera fueron reivindicados por los militantes libertarios como base de sus presupuestos teóricos y como justificación de sus propuestas de organización social.
William Godwin (1756-1836), pastor anglicano durante un tiempo, abandonó la carrera eclesiástica y dedicó parte de su vida a configurar un mundo nuevo. En 1793 publicó su libro más importante: Investigación acerca de la Justicia y su influencia en la virtud y la dicha generales. Recogiendo las ideas de Rousseau, Helvecio y D’Holbach, autores encuadrados en la Ilustración del siglo XVIII, y magnetizado por los acontecimientos de la Revolución francesa, defiende la educación generalizada como el camino auténtico hacia la razón, fuente única de sabiduría. Recibió la influencia del norteamericano Thomas Paine, uno de los promotores de la independencia estadounidense, quien no negaba la necesidad del Gobierno, pero defendía en su folleto El sentido común (Common Sense) la preeminencia de la sociedad sobre el Estado. Estimaba Paine que muchas veces suponía un obstáculo a la expansión natural de la sociedad, al contrario de lo que había formulado Hobbes en el siglo XVII de que este había nacido para evitar las luchas de intereses contrapuestos que se da en la naturaleza humana, cuya tendencia va dirigida a satisfacer todos los deseos que en muchas ocasiones son contradictorios entre sí y tienden a enfrentarse. Para Hobbes, el Estado sería el garante de la paz entre los humanos para vivir en sociedad.
Sólo eliminando la Administración estatal con sus gobiernos, pensaba Godwin, puede conseguirse la verdadera justicia, porque ante los estados los seres humanos abdican de sus propios juicios. Y de igual modo, habrá que evitar la expansión de las naciones, causa de muchas injusticias, ya que los nacionalismos no pueden considerarse realidades sociales naturales; únicamente la comunidad autosuficiente es el auténtico cauce para la libertad individual y colectiva. Los gobiernos no son más que la expresión de los intereses de las clases y poderes dominantes y, por tanto, las leyes elaboradas responden a su defensa. En este sentido, el castigo infligido por violar la ley no tiene justificación teórica, pues esta se sustenta en la arbitrariedad de quien la establece y no en la libertad de la razón de los hombres y las mujeres. Desde esta perspectiva, la propiedad privada no tiene, para Godwin, fundamento social ni jurídico: una minoría disfruta los beneficios del trabajo de lo que produce una inmensa mayoría.
Igualmente, la moral convencional de la época es puesta en tela de juicio. El matrimonio es una institución que obliga a dos personas a una convivencia falsa, permanente y dominadora, estableciendo una posesión de los cónyuges, sin tener en cuenta el propio desarrollo de cada uno. No obstante, no predicó con el ejemplo: se casó dos veces, la primera, a los cuarenta y un años, con Mary Wollstonecraf, de treinta y ocho, escritora que fue una pionera en la defensa de los derechos de la mujer en una sociedad dominada por los hombres. Murió al nacer su hija Mary, quien más tarde se enamoraría del poeta Shelley, escaparía de casa en contra de la voluntad de su padre y en 1818 publicaría su famoso Frankenstein. Con su segunda esposa, Mrs. Clairmont, tendría otra hija, quien durante un tiempo sería amante de Lord Byron y de cuya unión nacería una niña.
Su obra, pese a no estar censurada, no tuvo gran repercusión en su época, salvo en un pequeño núcleo de poetas ingleses —Wordswordth, Coleridge y el propio Shelley—. Al parecer, el primer ministro William Pitt, el Joven, afirmó que un libro (Investigación acerca de la Justicia…) que costaba tres guineas no podía originar ninguna revolución. A finales del siglo XIX, con un movimiento anarquista en auge, teóricos como Kropotkin recuperarían sus obras, destacándolo como claro antecedente del pensamiento libertario.
También la Revolución francesa fue una fuente de inspiración para los anarquistas, por cuanto apreciaron que en muchos de los movimientos populares de aquellos años estaban latentes sus ideas. El teórico anarquista Kropotkin, de quien hablaremos largo y tendido a lo largo de esta obra, escribió un libro sobre La gran Revolución francesa (1909), destacando los sentimientos antiautoritarios que despertaron durante el proceso revolucionario: la lucha federal de los girondinos contra los jacobinos, o la posición de autores como el marqués de Condorcet, matemático, defensor de la educación laica y crítico de la centralización jacobina. De igual modo, la figura de Babeuf y su «Conspiración de los iguales» de 1776, con la pretensión de proclamar un comunismo social, influyó en el pensamiento libertario. En este acontecimiento participaría, y posteriormente lo narraría, el aristócrata florentino Filippo Buonarroti, nombrado ciudadano francés por la Convención. Fue un prototipo de revolucionario romántico, un inspirador de sociedades secretas —los llamados carbonari— que pretendió extender la revolución por Europa desde su refugio en Ginebra y abolir la propiedad privada. De alguna manera, su figura es un antecedente de Bakunin (otro de los grandes protagonistas, como veremos, de este libro) y de los métodos de insurrección revolucionaria. El historiador austriaco y defensor del anarquismo Max Nettlau señalaría en La anarquía a través de los tiempos (1902) que Babeuf y sus correligionarios habían configurado un comunismo ultraautoritario, pero que sirvió como ejemplo de la lucha por llevar los principios revolucionarios más allá de la simple reclamación de la libertad y fraternidad y hacer factible la igualdad real: «La libertad de 1789 —diría Nettlau—, perdió, pues, su iniciativa en Francia y en todas partes de Europa, lo que fue una gran interrupción de una bella floración apenas comenzada».
CHARLES FOURIER: EL FALANSTERIO, BASE DE LA ARMONÍA SOCIAL
En la primera mitad del siglo XIX, una serie de autores y activistas revolucionarios destacan por sus propuestas de organizar la sociedad perfecta para alcanzar el mayor grado de satisfacción posible de todos sus integrantes (Owen, Saint-Simon, Cabet, Blanqui, Blanc, Fourier, etc.). El momento culminante de muchos de aquellos proyectos fue la revolución de 1848. Calificados de socialistas utópicos, el término no parece muy riguroso por la diversidad de análisis y de programas que engloba, en muchos casos contrapuestos. Fue Frederick Engels, el amigo de Marx, quien divulgaría el concepto de utópicos en su folleto Del socialismo utópico al socialismo científico (1881), que condicionó en el futuro la interpretación marxista de estos autores sin matizaciones sobre cada uno. Señaló que los utópicos partían de una concepción previa de la naturaleza humana sin tener en cuenta la evolución histórica que había desembocado en el capitalismo, en contraposición al socialismo marxista o científico, basado, según él, en la investigación de los procesos sociales. En todo caso, sus obras o acciones forman parte de la preocupación europea por solucionar los desequilibrios y desigualdades de la sociedad industrial emergente.
Uno de aquellos precursores que realizó críticas y planteó propuestas con las que se identificarían los anarquistas fue Charles Fourier (1772-1837), comerciante nacido en Beçanson, al igual que Victor Hugo y Joseph Proudhon. En sus escritos intentó diseñar el modo de organización social partiendo de una crítica radical de las condiciones de vida de la época: la pobreza era la causa principal de los desórdenes sociales y tenía su raíz en el fraccionamiento de la propiedad individual de la tierra. El Estado servía sólo para la defensa de los intereses capitalistas, y desde esta perspectiva cuestionó la libre competencia industrial que suponía el dominio de los más fuertes. Los intermediarios —comerciantes y banqueros— eran agentes improductivos que imponían sus normas a los agricultores y manufactureros, controlando la distribución de los bienes en su propio beneficio.
Fourier formuló una ley de características cosmológicas aplicada a la naturaleza humana: la ley de atracción de las almas, que creía complementaria de la que Newton había desarrollado para los cuerpos físicos. El alma está compuesta de doce pasiones y se vincula a un órgano del cuerpo humano. Todo ello se relaciona con los planetas y estrellas del espacio, porque el ser humano forma parte del universo y su comportamiento influye en el grado de armonía de todo el cosmos. Si la humanidad encuentra la adecuada organización social, su influencia se ejercerá en todos los cuerpos celestes a través de la «solidaridad universal».
El mecanismo para terminar con las injusticias sociales y alcanzar la armonía es el falansterio. En él, un grupo de personas (1.620 es el número ideal) se reúnen para trabajar y promover la libre expresión de sus inclinaciones. Todo ello se hace sobre una superficie de unas dos mil hectáreas, en las que se construye un gran «palacio social» de aproximadamente dos mil doscientos pies de longitud, con dos grandes alas y tres pisos de altura. El centro del edificio contiene el comedor, la biblioteca o el salón de reuniones, mientras que una de las alas alberga los talleres ruidosos, y la otra, habitaciones para los residentes e invitados. El granero se instala en un extremo y, en medio, una gran plaza para las fiestas o el esparcimiento. Los campos cultivados se ubicarán tras el palacio. Los servicios de alimentación y distribución estarán centralizados y de esa manera las mujeres serán libres y no tendrán que ocuparse de las faenas caseras, lo que convirtió a Fourier en un precursor de la defensa de la emancipación femenina.
La educación de los niños constituiría una tarea prioritaria. Recibirán una formación igualitaria, orientada a descubrir las habilidades y las tendencias de cada uno, para utilizarlas de la mejor manera posible, dedicándose el 78% a la agricultura y el resto a otras actividades. Sin embargo, el falansterio no tendrá una estructura comunista. Cada individuo será titular de una cuenta por los servicios que realiza, de acuerdo con un baremo establecido por el Consejo de Administración, y cuya renta difiere según los trabajos realizados, pues pensaba que no todos debían alcanzar el mismo nivel de riqueza ya que cierta desigualdad era importante para conseguir la armonía social.
Todos, no obstante, habrán de contribuir mediante la cooperación a la producción de bienes y existirá la alternancia de los diversos trabajos para evitar la monotonía y el aburrimiento, que produce desestabilización y cansancio en las relaciones sociales.
La base de la economía falansteriana radica en la agricultura; la industria tiene, en el sistema productivo, un papel secundario. Los campesinos han descubierto desde siempre el verdadero camino del trabajo asociativo, y son capaces, por ejemplo, de coordinarse para llevar su leche a un mismo lugar para fabricar el queso gruyère, como ocurre en la zona del Jura, tema que desarrollará años más tarde Kropotkin a través de su teoría del «apoyo mutuo». El resultado final será la desaparición de las diferencias entre campo y ciudad.
Fourier contó con varios seguidores que glosaron o pretendieron poner en práctica sus propuestas. Victor Considérant (1806-1892) fue uno de los más sobresalientes. Fundó una colonia falansteriana, «Reunión», en Texas, que no cuajó. Su aportación teórica no encaja, no obstante, en la tradición de los antecedentes del anarquismo, al participar en política como miembro de la Asamblea Nacional francesa durante la revolución de 1848 y proponer una democratización de los partidos políticos.
La influencia de Fourier se dejó sentir en España, principalmente en la provincia de Cádiz, mientras que Saint-Simon, partidario del sistema industrial, tuvo mayor aceptación en Cataluña. En 1842 se tradujo el libro de Abel Transon Teoría societaria de Carlos Fourier o el arte de establecer en todo el país asociaciones doméstico-agrícolas de 400 familias. Incluía una biografía de Fourier, a quien se calificaba de «continuador de Cristo». El escritor y político Sixto Cámara, demócrata radical, autor de La cuestión social, se inspiró, en parte, en las ideas del pensador francés. Igualmente se aprecia su influjo en los primeros artículos y escritos del republicano Fernando Garrido. Pero fue sobre todo Joaquín Abreu, exiliado en Francia por sus actividades políticas revolucionarias, quien a su regreso difundiría el pensamiento de Fourier. Otros seguidores propusieron fundar un falansterio: Manuel Sagrario de Veloy presentó en 1841 un proyecto a la Diputación Provincial de Cádiz para su instalación en el término de Jerez de la Frontera con la denominación de falansterio de Tempul. La propuesta tuvo en la época un amplio respaldo de las clases sociales y políticas dirigentes gaditanas, sin que fuera considerada «revolucionaria».
EL INDIVIDUO COMO CENTRO DEL UNIVERSO
Si Godwin y Fourier pueden ser considerados, por sus críticas y proyectos, como dos antecedentes del pensamiento anarquista contemporáneo, otros autores, tal vez menos divulgados, contribuyeron también a configurar el ideal ácrata de un mundo sin coacciones gubernamentales, como los franceses Ernest Coeurderoy y Joseph Déjacques, participantes activos en la revolución de 1848. El primero publicó Revolución en el hombre y en la sociedad. ¡Hurra! o La revolución de los cosacos, (1854) en las que defendía la necesidad de destruir las bases políticas y sociales vigentes para hacer posible el nacimiento de un hombre nuevo.
Déjacques entronca más directamente con la concepción libertaria. Su figura se diluye en la aventura y el misterio: fue poeta, pintor de brocha gorda, escritor y aventurero. Vivió en Nueva Orleans y en Nueva York, ciudad donde editó Le Libertaire entre 1858 y 1860, la publicación donde apareció por capítulos su trabajo más importante: El Humanisferio: utopía anarquista. En 1899 vio la luz en un volumen avalado por figuras del anarquismo francés, como Éliseé Reclus y Jean Grave, que lo consideraron el primer antecedente expreso del comunismo libertario, aunque se suprimieron determinados párrafos en los que defendía la violencia revolucionaria. La obra está en la línea de las propuestas de Fourier y en parte de las de Proudhon, que analizaremos más adelante, e influiría en autores como William Morris, principalmente en su obra Noticias de ninguna parte (1890). Pretendía la unión del trabajo intelectual y manual, con una confianza absoluta en el progreso de la ciencia, que conseguiría controlar plenamente la naturaleza. Abogó por eliminar las grandes concentraciones y defendió los métodos violentos, claro antecedente de la «propaganda por el hecho» practicada años más tarde por los anarquistas, que consistirá en que un grupo compacto de revolucionarios decididos debía llevar a cabo la acción directa, destruyendo todo tipo de instituciones, a las que había, necesariamente, que eliminar para construir una sociedad libre.
Henry Thoreau (1817-1862), estadounidense antiesclavista, en su obra Sobre el deber de la desobediencia civil (1849) señala el camino de la resistencia pasiva a la autoridad. Defendió postulados antiautoritarios: «el mejor Gobierno es el que gobierna menos». Su libro Walden o La vida en los bosques (1854) tiene un carácter casi autobiográfico —Thoreau vivió aislado en una cabaña que él mismo había construido— en su lucha por alcanzar la libertad total del individuo.
El máximo representante del anarquismo individualista fue el alemán Max Stirner (1806-1856), seudónimo de Johann Schmidt, vinculado en su juventud a la filosofía hegeliana, que acabaría rechazando. Su vida transcurrió monótona, sin más participación revolucionaria que las reuniones con el teólogo Bruno Bauer y su agrupación de jóvenes radicales. Poco sabemos de sus dos años de actividad como docente de las hijas de la clase media de un liceo de Berlín, pero escribió un folleto, El falso principio de la educación (1841) en el que defiende la personalización como el eje del proceso educativo: «La cultura —decía— proporciona superioridad y hace del que la posee un señor». Aunque nunca utilizó el término «anarquista», su libro El único y su propiedad (1843) es un tratado de defensa a ultranza del individuo por encima de las imposiciones colectivas y, por tanto, del Estado, el cual tiene como objetivo imitar las posibilidades de la persona, imponiendo sus leyes despóticas y coartando la plena soberanía de los seres humanos. Es desde la plena libertad del yo como pueden establecerse las federaciones voluntarias, y todas las propagandas o ideologías que sustentan el orden social están constriñendo la libertad del pensamiento y la capacidad de creación individual. Su obra quedó olvidada hasta que fue recuperada por el escritor Henry Mackay en su novela Los anarquistas (1891) como antecedente del filosofo alemán Friedrich Nietzsche, quien también tuvo cierta aceptación en los círculos libertarios por su negación de la moral tradicional, y de hecho sus libros Aurora, meditación sobre los prejuicios morales, o Así habló Zaratustra, contaron en España, a principios del siglo XX, con varias ediciones que llenaron las estanterías de las bibliotecas de los ateneos libertarios o casas del pueblo.
La influencia de ambos estuvo poco relacionada con las reivindicaciones del socialismo o con las del comunismo libertario. Stirner no cuestionó la propiedad privada ni la división del trabajo intelectual y manual; para él lo sustancial era que los individuos no estuvieran atados a organizaciones que, habiendo nacido para un fin, con el paso del tiempo se hacen inservibles y no cumplen con el objetivo propuesto. Incluso fue crítico con el progreso moderno, al que acusaba de no solucionar las aspiraciones humanas. Lo importante es el reconocimiento de que cada uno es único y de ahí que no puedan existir normas superiores que establezcan leyes universales, aunque proclamen la libertad teórica. En todo caso será algo otorgado desde fuera y no necesariamente asumido por cada una de las personas, que son las únicas que pueden decidir por su propia voluntad.
Sin embargo, tanto Nietzsche como Stirner contribuyeron de manera decisiva a la configuración teórica del llamado anarquismo individualista, en el que también podían inscribirse algunos literatos vanguardistas, quienes se sintieron atraídos por el movimiento libertario, del cual recibieron apoyo. El dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen, con su obra Un enemigo del pueblo, contó con muchas representaciones populares por su crítica a los convencionalismos sociales. Autores españoles, como Eduardo Marquina, Ramiro de Maeztu, José Azorín, Julio Camba, Jacinto Benavente, Joan Maragall, Ramón Gómez de la Serna o Pío Baroja, adoptaron, en mayor o menor medida, actitudes nietzscheanas en sus inicios, que les llevaron a simpatizar con el movimiento anarquista y a colaborar en publicaciones como La Revista Blanca. Un historiador español del pensamiento anarquista, José Álvarez Junco, señaló en 1976 que ello no significaba que «ambas corrientes se identificasen». El anarquismo de nuestros escritores, al igual que en otros países, era en realidad una forma de encauzar su protesta estética o su capacidad creadora.
El individualismo anarquista tuvo mayor arraigo en Estados Unidos: Benjamín Tucker publicó en 1893 En lugar de un libro, colección de artículos periodísticos donde defiende la compatibilidad de una libertad ilimitada, siempre que se acople al interés común y no perjudique la de los demás. Editó la revista Liberty (1881-1907), desde la que proponía la desaparición de los monopolios del Estado y, en concreto, la emisión de dinero o la posesión de la tierra. Otro autor, el filosofo y jurista Lysander Spooner (1808-1887) rechazó la teoría contractual de la legitimación estatal y puso de manifiesto cómo lo escrito en la Constitución estadounidense contrasta con la realidad vivida por una mayoría de norteamericanos. Más tarde se convertiría en un seguidor del proudhoniano Joshia Warren, de quien hablaremos en breve.
EL PRIMER TEÓRICO DEL ANARQUISMO: PIERRE JOSEPH PROUDHON O LA CONTRADICCIÓN PERMANENTE
Al tipógrafo autodidacta francés Joseph Proudhon (1809-1864) el éxito le lIegó a los treinta y un años, después de publicar un folleto que alcanzaría gran popularidad en los ambientes revolucionarios de su época, ¿Qué es la propiedad? (1830), donde respondía con contundencia: «La propiedad es un robo». Pero el tono radical de la expresión no correspondía a los análisis y a las propuestas de su pensamiento. Bakunin, quien le conoció en París, dejó escrito que Proudhon «fue una perpetua contradicción: un genio vigoroso, un pensador revolucionario».
Proudhon pasa por ser el primer teórico del anarquismo moderno. Retrato del pintor Gustave Courbet, 1865. Museo del Petit Palais, París.
La propiedad de los medios de producción, la tierra o las manufacturas, pensaba, no pueden disfrutarse al antojo de los individuos, obteniendo un beneficio —renta, arrendamiento, alquiler, interés del dinero, comisión, etc.— sin ninguna intervención en el trabajo. Para él resulta injustificable el rentista y, desde esta perspectiva, critica la explotación del trabajo de los patronos a los obreros, porque todos los productores tienen derecho a acceder a la propiedad. La naturaleza no discrimina y extiende sus bienes a la totalidad de las personas; por tanto, nuestro trabajo es el resultado de una acumulación colectiva, al igual que el talento y la ciencia forman parte de muchas generaciones y no de un individuo aislado. La humanidad necesita de todos para sobrevivir y, en este sentido, lo que recibimos y lo que damos está estrechamente relacionado, y forma parte del patrimonio social común que se ha ido acumulando a lo largo de siglos.
Desde estos presupuestos, Proudhon defiende la igualdad de todos, pero no cree que esta se consiga mediante la propiedad colectivizada, controlada por el Estado, que resulta tan perjudicial como la individual. En su obra principal, Sistema de contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1846), expone las bases fundamentales de su pensamiento. Parte de la filosofía de Hegel, que conoció por lecturas indirectas o en contacto con exiliados alemanes en París, como Marx, para interpretar que las contradicciones están siempre presentes en la sociedad, pugnando permanentemente y sin que, necesariamente, tenga que llegarse a una síntesis superadora. La naturaleza humana está igualmente compuesta de contrarios y en ella se mezclan la razón y el irracionalismo, la paz y la violencia, y según las circunstancias en que se desenvuelva predominará una u otra. Por ello es imprescindible establecer los mecanismos sociales necesarios para que prevalezca la razón sobre los instintos destructivos.
El propio Proudhon parecía responder, en su temperamento, a esa contradicción. Fue partidario de una vía pacífica frente a la acción violenta revolucionaria, pero al mismo tiempo defendía la pena de muerte, criticó a los judíos y se mostró contrario al amor libre y defensor de la familia, asignándole a la mujer un papel exclusivo como ama de casa para el mantenimiento del hogar familiar. Se opuso a todo tipo de nacionalismo político, aunque curiosamente defendió el proteccionismo económico. Propuso como resultado final una «Federación mundial de pueblos», mientras consideraba imprescindible mantener las «barreras nacionales» para que se mantuvieran las condiciones de trabajo: «Si nosotros compramos el hierro inglés, ganaremos con ello doscientos millones, pero nuestras fábricas sucumbirán, nuestra industria metalúrgica quedará desmantelada y cincuenta mil obreros se encontrarán sin trabajo y sin pan». Hacía una distinción entre la soberanía política y la independencia económica y arremetía contra la libertad de comercio, considerándola una conspiración contra la clase trabajadora de cada nación.
Lo sustancial en Proudhon es su rechazo del Estado y de la política como actividad cotidiana. Vivió varios años exiliado por su enfrentamiento con el emperador francés Napoleón III y, pese a su pensamiento central de abolición del Estado, justificó desde diversos medios de comunicación la participación de los obreros en los procesos electorales, afirmando no obstante que el voto no soluciona el problema de la justicia. En su libro De la capacidad política de la clase trabajadora (1865) propone unas relaciones productivas basadas en el mutuo consentimiento, solidario, y en la igualdad de los intercambios. Su descubrimiento de una asociación de trabajadores de Lyon donde se practicaba el cooperativismo le proporcionó el fundamento de lo que entendía que tenía que ser la base de la organización futura. La cooperación libre estaba en la esencia misma de la naturaleza social y surgía espontáneamente cuando no había cortapisas. Un mundo de productores donde se «promete y asegura servicio contra servicio, valor contra valor, crédito contra crédito, garantía contra garantía» y donde se sustituye la arbitrariedad de los intercambios por la incertidumbre de los contratos, eliminando así toda posibilidad de especulación y suprimiendo lo aleatorio del mercado capitalista.
En efecto, Proudhon pensaba que el mercado en el capitalismo estaba loco y que cada vez dependía más de factores ajenos a la producción para que los valores de los productos se alteraran. Si los intercambios se hicieran a precio de coste y se rompiera el círculo de los intereses especulativos, los burócratas de los Gobiernos no tendrían razón de ser, y de igual modo desaparecerían los financieros y rentistas, que obtienen beneficios sin contribuir a la producción.
La propiedad privada no era, por tanto, un derecho inalienable del ser humano y debía ser sustituida por la «posesión», a la que sí deben tener acceso todos los productores a través de un crédito gratuito, mediante el Banco del Pueblo, al tiempo que el Sindicato General de la Producción y el Consumo tendría la misión de vigilar y regular el funcionamiento del mercado, elaborando los datos estadísticos e informando de las necesidades y del movimiento de los productores. Lo sustancial es que cada trabajador reciba el valor adecuado de lo que produce, mediante la cooperación mutua de los grupos que espontáneamente se unen para crear un Estado solidario, que conduce a los pactos federales, sin necesidad de burocracias gubernamentales. Ese era para Proudhon el verdadero sentido de la anarquía, palabra que usó en su doble significado: construcción de una nueva sociedad y en el sentido habitual de desorden y desorganización social.
Marx fue su mayor crítico y le dedicaría varios sarcasmos en Miseria de la filosofía, editado en 1847: «La obra de Proudhon —decía— no es un simple tratado de Economía política, ni un libro ordinario; es una Biblia: Misterios, Secretos avanzados del seno de Dios, Revelaciones». También en su libro más importante, El capital, mantendría contra el pensador francés sus acusaciones de escasa preparación para comprender los mecanismos económicos del capitalismo, y ponía como ejemplo su desconocimiento de la relación entre el precio de coste de las mercancías y el valor de las mismas.
PROUDHONIANOS, COOPERATIVISTAS Y MUTUALISTAS
Proudhon ha sido considerado el representante ideológico de una sociedad de campesinos y artesanos libres que luchaba contra un proceso de industrialización imparable en Europa y arremetía contra sus condiciones de vida y de trabajo, cada día más deterioradas. Sin embargo, sus ideas sirvieron para fomentar diversos proyectos de cooperación y asociación obrera. Sus seguidores fueron denominados mutualistas, que, alejados de la acción política y manteniendo una actitud pacífica, pretendían el fomento del crédito y el establecimiento de cooperativas de producción y consumo en la línea iniciada por el pensador francés. En Alemania, Suiza y España tuvo partidarios, pero fue en Francia, lógicamente, donde su obra adquirió la máxima difusión. Personajes como Darimon, Tolain, Limousin, el periodista Vermorel, entre otros, fueron activos difusores de los ideales proudhonianos y contribuyeron a que en diversos sectores obreros de ese país se crearan sociedades de resistencia que participaron activamente en la fundación de la I Internacional, en 1864, defendiendo el mutualismo. El español Ramón de la Sagra, residente en Cuba y París entre 1823 y 1849, intentó impulsar el Banco del Pueblo. Pero será sobre todo Francisco Pi i Margall, líder del republicanismo federal español, quien adoptara muchas de sus ideas y las difundiera al traducir sus escritos a partir de 1868. Fueron estas traducciones las que comenzaron a leer trabajadores más concienciados, vinculados al principio a los grupos republicanos más radicales. Ello sin duda influyó en el apoliticismo que adoptarían amplias capas del movimiento obrero español y que enlazaría con el anarquismo del siglo XX.
Proudhon no fue el único en desarrollar una propuesta basada en la cooperación y la ausencia de un Gobierno centralizado; el estadounidense Joshia Warren (1798-1874) también expresó ideas similares. Warren pensaba que el valor de las mercancías tenía que estar determinado por la acumulación de trabajo y la utilidad del producto, lo que significaba que los intercambios fueran equivalentes a los costes de producción, sin valores añadidos por los intermediarios. En 1843 fundó la Aldea de la Equidad, en el estado de Ohio, para levantar un aserradero cooperativo, practicando el principio de intercambiar trabajo por trabajo y la abolición de cualquier jerarquía.
El sastre alemán Wilhelm Weitling (1817-1875), uno de los precursores en la formación del movimiento obrero alemán, mantuvo relaciones con Marx y Bakunin. Fue miembro de la organización clandestina revolucionaria llamada Liga de los Justos, para quienes Marx y Engels redactaron el Manifiesto comunista en 1847. Publicó en 1838 La humanidad, cómo es y cómo debiera ser, que contiene cierto misticismo religioso y, en 1842, Garantías de la armonía y la libertad, donde defiende un comunismo primitivo basado en el predominio de los artesanos. Sin embargo, tras su exilio en Nueva York, defendió un mutualismo muy parecido al de Proudhon: propuso un banco de cambio, que habría de proporcionar créditos sin interés a los trabajadores, destruyendo el monopolio de los financieros. De igual modo, veía en las cooperativas la fórmula más adecuada para encauzar la estructura de la futura economía social que terminaría con las instituciones políticas y proporcionaría un buen funcionamiento de una sociedad libre y justa.
BAKUNIN, EL IMPULSO REVOLUCIONARIO ANARQUISTA
Mijaíl Bakunin fue, sobre todo, un hombre de acción revolucionaria más que un pensador, pero su personalidad sirvió para consolidar el movimiento anarquista, al que supo conectar con el naciente obrerismo. Sin él el anarquismo hubiera sido, tal vez, una de tantas teorías surgidas en el siglo XIX dentro del proceso de transformaciones sociales, económicas y mentales que produjo la Revolución Industrial. Sus biógrafos han destacado sus rasgos de hombre corpulento, con abundante cabellera, larga barba y potente voz que impresionaba a sus interlocutores.
Nació cerca de Moscú, en 1814, en el seno de una aristocrática familia que tenía siervos a su cargo para el cultivo de las tierras. Sin embargo, el patrimonio fue deteriorándose a medida que los precios del trigo experimentaban un retroceso en los mercados internacionales. A los catorce años entró en el ejército, pero cuando llega a oficial en 1835 abandona la carrera militar y se gana la vida como profesor de Matemáticas. Sus lecturas de los filósofos alemanes Fichte, Kant, Schelling y Hegel, así como sus contactos con intelectuales rusos como Herzen y Ogarev, que acabaron en una amistad permanente, cambiaron el sentido de su vida. Viajó por las principales ciudades de Europa y participó en conspiraciones revolucionarias, fundando sociedades secretas que le hicieron blanco de la policía de la mayoría de los países europeos. En París trabó relaciones con Proudhon y Marx, y fue expulsado de Francia por sus ataques al zar y sus actividades entre los exiliados polacos.
En 1848, en plena efervescencia revolucionaria, Bakunin interviene en las barricadas parisienses alentando a los obreros y artesanos, convirtiéndose en el prototipo de agitador. Fue también un decidido defensor de la causa de la liberación de los pueblos eslavos y en el Congreso Paneslavista de Praga de 1848 abogó por la federación de todos ellos para destruir el Imperio austrohúngaro.
Intervino en el levantamiento de la ciudad de Dresde, en colaboración con el músico Wagner. Detenido por el ejército prusiano, fue condenado a muerte en 1850, pero se le conmutó la pena. Aceptada su extradición a Austria, donde de nuevo es condenado a la pena capital, se le indultó y fue entregado a la justicia rusa, que lo encarceló hasta 1857. Escribió una carta al zar, que algunos califican de arrepentimiento y de perdón, y que, en parte, sirvió para reforzar la idea de que, en realidad, era un agente de la policía zarista, hecho rotundamente negado por sus seguidores. Deportado a Siberia, en Tomsk contrae matrimonio con Antonia Kviavtovki, hija de un funcionario de origen polaco. Sus relaciones no fueron fáciles y se ha especulado con su impotencia y tendencias homosexuales, ya que los tres hijos de ella no parece que los hubiera engendrado Bakunin.
Consigue escapar de Siberia en 1861, rumbo a Japón, para trasladarse a San Francisco y Nueva York, desde donde regresará a Londres, lugar de residencia de muchos revolucionarios exiliados. Allí redactó dos folletos, A mis amigos rusos y polacos y La causa del pueblo, en los que destacaba el papel revolucionario de los campesinos.
Bakunin siguió alentando aventuras revolucionarias y en 1863 participó en la insurrección polaca y también impulsó la sublevación de Finlandia contra el zar, sin ningún éxito. Se instala en Italia —en Florencia y en Nápoles—, y comprueba que los agricultores napolitanos viven en condiciones miserables, lo que refuerza su concepción de que de ellos saldría la auténtica clase revolucionaria. Con un grupo de seguidores, antiguos partidarios del patriota republicano Mazzini, a quien conoció en Londres, funda la liga secreta Fraternité lnternationale, que servirá de base para la extensión de la Internacional por los principales núcleos de Italia. Para esta liga secreta escribe en 1865 un «catecismo revolucionario» en el que proponía la abolición del Estado, la libertad de los individuos y las asociaciones de productores. A partir de la Fraternité concibe otra organización secreta, la Alianza de la Democracia Social.
Bakunin vivió como un bohemio y fue un profesional de la agitación revolucionaria.
Acuciado por problemas económicos, que fueron una constante en gran parte de su vida, se trasladó a Ginebra en 1867, donde contactó con los artesanos de la región relojera del Jura, que mantenían organizaciones reivindicativas dispersas por toda la zona. Allí trabó amistad con uno de sus más leales seguidores, el maestro James Guillaume, cuyo libro Ideas sobre la organización social (1876) cabe ser considerado como un primer compendio de propuestas orgánicas sobre la sociedad libertaria colectivista. En dicho texto se defiende que los pequeños propietarios agrícolas se unirán para coordinar sus actividades utilizando medios comunes, sin contar con los gobiernos.
Bakunin asistiría a una reunión convocada por una entidad heterogénea denominada Liga por la Paz y la Libertad, en la que estaban personalidades como Victor Hugo, Garibaldi, Herzen o Stuart Mili, y cuyo programa, poco concreto, consistía en unir Europa bajo un gobierno republicano. No consiguió, pese a sus intentos, que la Liga se decantase en defensa de los principios revolucionarios. En 1868 creó la Alianza Internacional de Democracia Socialista, de características y nombre parecido a la constituida en Italia, y pidió el ingreso en la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), que impulsada, entre otros, por Marx había sido fundada en el St. Martin Hall de Londres el 28 de septiembre de 1864.
LA I INTERNACIONAL: LA DISIDENCIA IRRECONCILIABLE ENTRE MARX Y BAKUNIN
Cada año, la AIT celebraba un congreso en el que se discutían las propuestas teóricas de los grupos heterogéneos que habían contribuido a su creación —exiliados revolucionarios, como Marx, proudhonianos franceses, asociaciones obreras inglesas—. La Internacional era un movimiento con escasa consistencia orgánica en sus inicios que, poco a poco, fue adquiriendo fuerza propia, con propuestas que aludían al colectivismo de los medios de producción y de la tierra. La huelga fue considerada «una necesidad en la actual situación de lucha entre el capital y el trabajo». El objetivo consistía en orientar la lucha obrera para conseguir la emancipación de todos los asalariados, que según el lema de la Internacional había de ser obra de los propios trabajadores. Desde estos presupuestos se estimuló la creación de asociaciones obreras generales (sindicatos) que deberían extenderse por todos los Estados.
En el III Congreso, celebrado en Bruselas (1868), Bakunin es admitido como miembro de la AIT, con la condición, aceptada por él, de que disolviera la Alianza e incorporara sus secciones a la estructura de la Internacional. Sin embargo, la organización bakuninista seguiría —con mayor o menor fuerza— actuando clandestinamente en Suiza, Italia y España. Durante el IV Congreso de Basilea (1869) Bakunin, que intentaba por aquellas fechas traducir al ruso El capital de Marx, propuso una resolución sobre la abolición de la herencia, desechada y criticada por este, para el que suponía una desviación del camino adecuado para las reivindicaciones obreras. Lo importante en el marxismo era la superación de las relaciones de producción capitalista. Comenzó entonces una profunda divergencia, ensanchada con el tiempo. Bakunin había reconocido la capacidad teórica de Marx y este elogió, en los años de la revolución de 1848, su empuje revolucionario, pero no estuvo de acuerdo con su defensa de la causa eslava. Ahora su rechazo se hizo cada vez más intenso: «El gordo Bakunin —decía en una carta Marx a Engels, el 27 de julio de 1869— está detrás de todo, esto es evidente. Si este maldito ruso piensa realmente, con sus intrigas, ponerse a la cabeza del movimiento obrero, debemos evitar que pueda hacer daño».
La Guerra franco-prusiana de 1870 fue un nuevo motivo de enfrentamiento. Marx pensó que el triunfo prusiano favorecía los intereses de la clase obrera alemana, a la que consideraba vanguardia teórica del movimiento proletario europeo, mientras que Bakunin rechazaba la expansión germánica, nefasta para la liberación de los pueblos.
En marzo de 1871, derrotada Francia en Sedán y firmado un armisticio con Prusia que supuso el triunfo de las condiciones del canciller Bismarck, la ciudad de París se alzó en armas el día 18 contra la Asamblea Nacional, constituida, después de la capitulación, con mayoría monárquica. Revolucionarios de todo tipo —neojacobinos, republicanos, internacionalistas— proclamaron la Comuna con el apoyo de la Guardia Nacional. Quedó establecido un salario igual para todos, se decretó la separación de la Iglesia y el Estado y se aprobó la enseñanza gratuita, entre otras medidas. Los talleres y las fábricas abandonadas por sus propietarios pasaron a las asociaciones obreras, encargadas de su administración. La Comuna fue derrotada, después de dos meses de resistencia, por las tropas reorganizadas del nuevo Gobierno francés, presidido por Thiers con el apoyo de Bismarck, a pesar de la resistencia de los communards, que sufrieron una fuerte represión, con un número considerable de víctimas, unos diecisiete mil muertos. Para la mayoría de los Gobiernos europeos, la Comuna fue un símbolo de revolución social y se prestó a perseguir a los internacionalistas.
El análisis de este acontecimiento puso de manifiesto las profundas divergencias entre Marx y Bakunin. Para este, la Comuna representó un ejemplo de lucha antiautoritaria, mientras que para aquel significaba el primer intento de control del poder por parte de la clase obrera. Además, Marx sacó la conclusión de que la Internacional debía acrecentar el control de todas sus secciones, estructurándose una organización centralizada desde el Consejo General y no una mera coordinación de las diferentes federaciones, como pretendía la Federación Jurasiana, con Guillaume a la cabeza.
En la Conferencia que celebró la Internacional en Londres en 1871, las posturas de Marx y Engels salieron adelante, mientras que recibieron una fuerte crítica las actividades desarrolladas por Bakunin, a quien se acusó de provocar la división en el seno de la Federación Suiza. A ella asistió Anselmo Lorenzo, uno de los fundadores de la sección española de la AIT en 1868, quien en su libro El proletariado militante refleja su visión de los hechos. En una carta dirigida a sus compañeros, Anselmo Lorenzo afirmaba: «Si lo que Marx ha dicho de Bakunin es cierto, este es un infame, y si no, lo es aquel; no hay término medio: tan graves son las censuras y acusaciones que he oído».
En el V Congreso de La Haya, en 1872, el movimiento internacionalista se escindió, lo que significó, en la práctica, la desarticulación de la AIT. La discusión siguió girando en torno a los poderes del Consejo General. Marx, en ausencia de los delegados italianos, que defendían tesis contrarias, impuso su criterio de que el Consejo General «está obligado a cumplir las resoluciones de los Congresos y vigilar que en cada país se apliquen estrictamente los principios, los estatutos y los reglamentos».
Bakunin y Guillaume fueron expulsados, acusados de seguir manteniendo, secretamente, la Alianza, que continuaba actuando en varias secciones de la Internacional, según constaba en el informe elaborado por Paul Lafargue, yerno de Marx, sobre la situación española.
Dos maneras de entender la organización y la lucha obrera entraban en colisión: Marx era partidario de una estructura centralizada que posibilitara la participación de los trabajadores en los procesos de creación de partidos políticos, marcando las diferencias con los movimientos no obreros. En cambio, Bakunin creía en un federalismo autonomista y rechazaba la participación política de los trabajadores, pues la política los desviaba de la verdadera revolución, cuyo fin prioritario era acabar con el Estado.
EL ANARQUISMO SE TRANSFORMA EN MOVIMIENTO SOCIAL
En septiembre de 1872 se reunieron en un congreso, en la ciudad suiza de Saint-Imier, delegados españoles, suizos, italianos y franceses (un total de quince), representantes del sector antiautoritario, partidarios de las tesis de Bakunin. No reconocieron los acuerdos de La Haya y sus resoluciones constituirían las guías del movimiento libertario a través de un «Pacto de Amistad, de Solidaridad y de Defensa Mutua entre las Federaciones libres», en el que se proponía la destrucción del poder político como primer deber del proletariado, y la solidaridad de la acción revolucionaria «fuera de toda política burguesa».
Muchas federaciones ratificaron los acuerdos de Saint-Imier (Bélgica y España en 1872, y Holanda, Italia y Gran Bretaña en 1873). Lo que supuso, en un principio, el triunfo de las propuestas bakuninistas. En el siguiente Congreso de Ginebra (1873) participaron ya veintiocho delegados, que elaboraron nuevos estatutos que suprimían el Consejo General, sustituyéndolo por una Oficina Administrativa de Coordinación y Correspondencia. Fue proclamada la huelga revolucionaria como la táctica más adecuada para acelerar la revolución.
Entretanto, los que no se habían unido a esta escisión, los partidarios de Marx, celebraron también el mismo año un Congreso en Ginebra, de escasa trascendencia. El Consejo General se trasladó a Estados Unidos y allí, en 1876, en la Conferencia de Filadelfia, la AIT —sector autoritario— quedó disuelta. Tampoco fueron mejor las cosas para los antiautoritarios a partir de 1874, cuando la persecución de los Gobiernos de Italia y España se hizo más intensa y la Internacional tuvo que pasar a la clandestinidad.
Dibujo satírico publicado en el semanario La Tramontana en el que los obreros llevan detenidos a políticos, clero, jueces y burgueses.
Sin embargo, por aquellos años, Bakunin sufría ya un deterioro irreversible de su salud, aunque aún tuvo tiempo para redactar una síntesis de su pensamiento: Estado y anarquía, que junto con Dios y el Estado, publicado en 1871, constituyen su aportación más importante al pensamiento anarquista. El aristócrata italiano Cario Cafiero le dejó una villa de su propiedad, cerca de Locarno, y la posibilidad de administrar parte de su fortuna, con el propósito de constituir un núcleo desde el que expandir la revolución mundial. Pero Bakunin tenía ya escasas fuerzas y dedicó parte de su tiempo al descanso y a generar gastos suntuosos. Cafiero reaccionó expulsándolo de su residencia. La degradación física aumentó y su estado de ánimo entró en una fase de escepticismo. Escribió a su amigo Guillaume: «Es inútil lo imposible. Debemos ver la realidad tal cual es y darnos cuenta de que, por el momento, las masas populares no desean el socialismo».
A pesar de su creciente pesimismo, aún tuvo fuerzas para participar en el fracasado levantamiento de Bolonia en 1874. Era la última contribución del veterano de las barricadas a una manera de entender la revolución. Quiso así ser coherente con la trayectoria de su vida, que acabó en Berna en 1876.
Bakunin supo conectar con amplias capas sociales de su época, que asumieron el antiestatismo y el federalismo autonomista. Su visión de los cambios que experimentaba la Europa capitalista sería asumida por muchos círculos obreros, principalmente en Francia, España e Italia.
A pesar de los cambios de la industrialización, la mayoría de las naciones seguía manteniendo una estructura económica agrícola, con núcleos manufactureros aislados, una presencia de artesanos significativa y un campesinado que iba, poco a poco, perdiendo su estabilidad y reclamaba el acceso a la propiedad de la tierra frente a unos propietarios que intentaban maximizar sus beneficios, sacando el máximo rendimiento. Para Marx y Engels, el protagonista de las transformaciones revolucionarias era el proletariado industrial, y consideraban que la conquista del poder político por un partido obrero era básica para encauzar el triunfo del socialismo.
Los anarquistas pensaban, en cambio, que la revolución no era patrimonio irremisible de una clase. Su objetivo final era la libertad de la humanidad entera, sin distinciones sociales. Si las ideas anarquistas podían tener un mayor arraigo entre obreros, artesanos y campesinos era consecuencia de padecer más intensamente la explotación, pero todos, hombres y mujeres, sufrían, fuera cual fuera su condición, las nefastas consecuencias de la desorganización capitalista. Los libertarios transmitieron un discurso moralista que iba conectado a una concepción global de las relaciones sociales. No sólo consistía en colectivizar los medios de producción, sino que se trataba de crear una humanidad nueva y alcanzar la mayor felicidad posible. En ello podían colaborar todas las personas convencidas de la necesidad de los cambios, de ahí que, por ejemplo, en España mantuvieran en muchas ocasiones una estrecha relación con los republicanos. El anarquismo, por tanto, no debía concebirse como la ideología de una clase, y su defensa podía hacerla cualquiera que estuviera convencido de sus propuestas y posibilidades de futuro.
La crisis de la Internacional y la muerte de Bakunin acabaron con una época. Otra generación intentó remodelar los medios para hacer triunfar la revolución libertaria. Nuevos teóricos y nuevas fórmulas ampliarán el movimiento anarquista, que tendrá una presencia destacada en muchos países europeos hasta la Revolución rusa de 1917. Pero será fundamentalmente en España donde se mantendrá en primera línea hasta el final de la Guerra Civil en 1939.
DEL COLECTIVISMO AL COMUNISMO LIBERTARIO: LA CONTRIBUCIÓN DE KROPOTKIN
Si Bakunin dedicó la mayor parte de su vida a la acción, organizando insurrecciones o interviniendo en las que surgían en Europa, el príncipe Piotr Alexandrovich Kropotkin (1842-1921), otro aristócrata ruso como él, fue el teórico que le proporcionó al anarquismo su consistencia ideológica. Hasta entonces, las ideas predominantes se centraban en el colectivismo, que resultaba una amalgama de elementos tomados de Proudhon, Guillaume, Bakunin y la tradición sindicalista. La propiedad de los medios de producción sería colectiva y estarían gestionados por las sociedades obreras, el salario equivaldría a lo realizado por cada uno. Con la desaparición del Estado y sus instituciones de gobierno, la armonía económica y social se impondría en una sociedad regida por principios científicos.
Kropotkin dio un vuelco completo a esta concepción de la futura sociedad libertaria y formuló las bases en las que la mayoría del anarquismo militante de finales del siglo XIX y principios del XX iba a fundamentar sus reivindicaciones. Testimonios de distinto signo señalan que el aristócrata ruso era un hombre apacible y bondadoso. Nació en Moscú y su familia, perteneciente a la alta nobleza, poseía grandes extensiones de tierra, en la que trabajaban más de diez mil siervos. En 1857 entró en el cuerpo de elite imperial de pajes de San Petersburgo, destinado al servicio de las fiestas de la corte, donde tuvo ocasión de comprobar el boato de la familia del zar. Cuando alcanzó el grado de oficial, eligió como destino los cosacos de Amur, en Siberia, desde donde exploró varias regiones. Sus notas y escritos significaron un avance para el conocimiento geográfico de la época y fue considerado un geógrafo experto que colaboró con la Enciclopedia Británica. Allí entró en contacto con algunos compañeros que habían conocido a Bakunin y comenzó la lectura de Proudhon.
Kropotkin empezó como geógrafo y acabó siendo el principal teórico de la revolución libertaria. En 1917 regresó a Rusia cuando se produjo la Revolución rusa y rebatió los procedimientos bolcheviques.
En 1868 abandonó el ejército para dedicarse por entero a la geografía en la Universidad de Moscú. Desde entonces, su sensibilidad se inclinó hacia las duras condiciones de los campesinos, sobre todo, a partir de una expedición a Finlandia. En 1872, en su visita a Zúrich y Ginebra, entró en contacto con los miembros de la Federación del Jura de la I Internacional, y conoció, después, al médico belga César de Paepe, uno de los impulsores del movimiento obrero de la época. Cuando regresó a Rusia tenía decidido luchar contra la situación de su país: estableció relación con los focos revolucionarios y apoyó la lucha de los trabajadores textiles. Detenido y encarcelado en la fortaleza de Pablo y Pedro, donde también estuviera Bakunin, enfermó de escorbuto. Internado en un hospital, se fugó en 1876, pasando por peripecias dignas de una novela de aventuras. A partir de entonces vivió en varias ciudades europeas, primero en Edimburgo y Londres, después en Suiza, en Le Chaux-de-Fonds. Fue editor de Le Revolté, e hizo amistad con el francés Elisée Reclus, bibliotecario y geógrafo cuya obra El hombre y la Tierra alcanzaría gran difusión. Antiguo communard, Reclus vivía exiliado y fue uno de los primeros defensores del comunismo libertario.
Desde 1878, Kropotkin compartió su vida con Sofía Ananiev, una estudiante ucraniana de origen judío que formó parte de los grupos nihilistas rusos y vivía exiliada en Suiza. Él participó en los congresos de la Internacional antiautoritaria de Veviers y asistió a la reunión de Gante de la Internacional Socialista, que pretendió infructuosamente la reunificación del movimiento obrero.
Después del atentado y la muerte del zar Alejandro II, la represión contra los círculos rusos de la oposición en el exilio se incrementó, y Kropotkin fue expulsado por la publicación de una serie de artículos, que después serían recopilados en el libro Palabras de un rebelde. Se asentó en el pueblo francés de Thonon, en las proximidades del lago Leman, y colaboró en diversas publicaciones, como la Enciclopedia Británica. Detenido en Lyon en 1882, acusado de estar afiliado a la Internacional, y condenado a cinco años de cárcel, logró la libertad en 1886 gracias a la presión de intelectuales que pidieron insistentemente su excarcelación.
Se refugió en Inglaterra para evitar ser extraditado, y a partir de entonces vivió en Londres hasta 1917, año en que regresó a su país después del triunfo de la Revolución rusa. Su vida en la capital británica adquirió un tono de sosiego y tranquilidad que le permitió escribir y pronunciar conferencias, convirtiéndose en un patriarca de los ideales anarquistas respetado por todos los revolucionarios. Sin embargo, su participación en el movimiento libertario internacional se redujo apreciablemente, e incluso causó decepción entre muchos ácratas, defensores del antimilitarismo, al escribir un manifiesto a favor de los aliados durante la Primera Guerra Mundial. Kropotkin mantuvo relaciones con los socialistas fabianos de Londres, que eran intelectuales defensores del socialismo, y con la Liga Socialista de William Morris, autor de la obra Noticias de ninguna parte, muy difundida en los medios libertarios, donde perfilaba un futuro sin gobiernos.
De la pluma de Kropotkin salieron libros como La conquista del pan (1892), Campos, fábricas y talleres (1889), La ayuda mutua (1902), La moral anarquista (1891) y Ética (1922), obra póstuma formada en su mayor parte por compilaciones de colaboraciones publicadas en revistas libertarias como Le Revolté o Freedom, órgano de expresión de un número de seguidores que aglutinó en la capital inglesa.
EL COMUNISMO LIBERTARIO: UNA VISIÓN OPTIMISTA DE LA HUMANIDAD
Kropotkin configuró su pensamiento en torno a tres ejes. Una primera cuestión fue cómo organizar la producción y el consumo en una sociedad libre. Su propuesta partía de la colectivización de todos los medios de producción y de los bienes obtenidos, base fundamental para conseguir un comunismo sin jerarquías gubernamentales. Creía que podría catalogar las verdaderas necesidades de la humanidad eliminando lo superfluo y logrando una verdadera racionalización de la economía. La comuna autosuficiente constituiría el elemento esencial de la nueva organización, lo que implicaría la desaparición de las diferencias entre el campo y la ciudad, la descentralización industrial y la erradicación, por tanto, del concepto de división del trabajo introducido por Adam Smith. Las relaciones entre comunas serán armoniosas porque no regirá ya el principio de máximo beneficio individual que el capitalismo ha establecido con la lucha por conquistar mercados y eliminar competidores. No concebía la comuna como un reducto similar a un pequeño municipio. Debía abarcar una dimensión que fuese adecuada para poner en marcha todo su plan de integración social y económica.
Kropotkin pensaba en una extensión parecida a algunos estados de Estados Unidos, como Ohio o Idaho. Desde esta perspectiva, el movimiento revolucionario había de comenzar por expropiar todas las industrias y propiedades agrícolas para alcanzar el principio que consideraba más justo e igualitario de «a cada cual según sus necesidades». Todo ello lo sustenta en lo que puede considerarse el segundo punto esencial de su pensamiento: el apoyo mutuo. Este representa una respuesta al darwinismo social, defendido por distintos pensadores sociales que extrapolaban los enunciados de Darwin —las especies animales y vegetales subsisten y evolucionan en función de su fortaleza y de su manera de adaptarse al medio— a los individuos y pueblos que perviven en la sociedad en función de su capacidad de lucha y su voluntad. Kropotkin proponía una interpretación más amplia del evolucionismo: también la cooperación era algo esencial a la naturaleza humana, y la ayuda recíproca constituía una práctica común, como lo demuestran los biólogos en las especies animales o los etnólogos en el estudio de las comunidades primitivas. Cuando se renuncia a los instintos de solidaridad por el predominio de la codicia, la historia de la humanidad trastoca su verdadero sentido, propiciando el despotismo y la jerarquización social.
El tercer elemento está centrado en su concepción moral y ética. Recogiendo las ideas centrales de la obra del escritor, poeta y ensayista francés Jean-Marie Guyau, Estado de una moral sin obligaciones ni sanciones (1885), que también fue estudiada por Nietzsche, Kropotkin analiza el comportamiento humano y su repercusión en la futura sociedad armónica. Sólo una moral basada en la libertad, solidaridad y justicia puede superar los instintos destructivos que también forman parte de la naturaleza humana. En todo caso, la ciencia ha de ser guía del fundamento ético y nunca la referencia a principios sobrenaturales. Lo que impulsa a actuar no son los ángeles o los diablos, sino la necesidad de satisfacción natural, y en este sentido el comportamiento no es diferente a la valoración moral, de la misma manera que sentimos rechazo o agrado ante los estímulos de la naturaleza, como un olor agradable o desagradable, por ejemplo.
La investigación de la estructura social conducirá, apoyándose en el estudio de la historia, al conocimiento de las necesidades humanas, base para el desarrollo de una sociedad libre, donde hombres y mujeres podrán articular sus vidas con plena satisfacción.
La obra de Kropotkin, que no formuló propuestas concretas sobre cómo había de organizarse el nuevo mundo, contribuyó de manera decisiva a la aceptación del comunismo libertario por los núcleos anarquistas, en algunos casos con fuertes polémicas con quienes aún defendían el colectivismo de raíz proudhoniana y bakuninista. Esta disparidad de enfoques afectó a las relaciones con el movimiento obrero. Los colectivistas confiaban más en sus conexiones con el sindicalismo y, por tanto, en la lucha reivindicativa y organizativa, mientras que los comunistas parecían respaldar fórmulas más insurreccionales y conspirativas, pero sin que pueda trazarse una línea entre unos y otros. Las posiciones, en muchos casos, se entremezclan y se ven condicionadas según las circunstancias y los países.
LA «PROPAGANDA POR LOS HECHOS»
En la mayoría de las naciones europeas y americanas surgieron grupos anarquistas que discutían sobre el futuro revolucionario, confiados en que la evolución de los acontecimientos sociales conduciría inexorablemente a la sociedad libertaria. Desde esta posición, muchos centraron en la educación la clave para cambiar las mentalidades, y de ahí que intentaran una alternativa a la cultura dominante o apoyaran las iniciativas de vanguardia que podían romper con la moral y los comportamientos comúnmente aceptados. La potenciación de escuelas al margen de las oficiales, o el apoyo a las que defendían los republicanos franceses o españoles, por ejemplo, clasificadas de racionalistas y laicas, se entrecruza con la difusión de una literatura propia, con una estética accesible a todos, que ayudara a expandir el ideal ácrata. En este sentido hay que entender las conexiones con el naturalismo, vegetarianismo, antitabaquismo, amor libre, o la difusión del esperanto como lengua universal, que constituían para los anarquistas formas de renovación de hombres y mujeres.
En otros casos los grupos practicaron una posición más activa. Partiendo de la tradición insurreccional, que no había dado los frutos deseados, propugnaron la necesidad de actuar contra los representantes del poder establecido, para despertar las conciencias revolucionarias y acelerar así el proceso de construcción del comunismo libertario. La «propaganda por los hechos» fue la práctica más significativa de esta estrategia, que ha servido durante mucho tiempo para asociar anarquismo y terrorismo. Su esquema se contraponía a la exclusiva difusión de las ideas mediante la educación o la divulgación. Como ya expresara el revolucionario napolitano Carlo Pisacane en 1857, aquellos actos terroristas no son más que el resultado de los hechos, y los pueblos no serán libres por ser educados, sino que serán educados cuando sean libres. Esta visión fue recogida, en parte, por Bakunin y sus seguidores, aunque sin un significado demasiado definido. Este había entrado en contacto durante su estancia en Berna, en 1869, con su compatriota Nechaev, turbio personaje del que se especuló sobre su pertenencia a los servicios secretos rusos, que defendía el terrorismo como método. Juntos firmaron un Catecismo revolucionario —folleto de igual nombre que el que escribiera Bakunin para La Fraternité—, en el que propugnaban la destrucción total del Estado.
En la reunión celebrada en Londres en 1881, denominada Congreso Internacional Anarquista, a la que asistieron personalidades como Kropotkin o el italiano Errico Malatesta, se abordó la cuestión en medio de fuertes discusiones. De alguna manera, la «propaganda por los hechos», también llamada «por la acción», había tenido su respaldo en la última sesión de la Internacional Anarquista surgida en Saint-Imier, donde se expuso la solidaridad con atentados y levantamientos acontecidos en algunos países europeos, tales como el perpetrado por el ruso Zasulich contra el gobernador de San Petersburgo, los alzamientos de Benavente, en Italia, o los de Estados Unidos en Chicago. Hubo publicaciones, como Drapeau Noiro o Lutte Sociale, que dieron hasta lecciones para la fabricación de bombas.
Malatesta fue un teórico anarquista italiano que cuestionó que el anarquismo sólo tuviera viabilidad a través del sindicalismo.
Kropotkin, en su época de residencia en Suiza, había escrito en Le Revolté que «nuestra acción ha de ser la revolución permanente, de palabra y por escrito, con el cuchillo, el fusil o la dinamita»; aunque nunca mostró entusiasmo por el eslogan «propaganda por los hechos», pensaba más en los levantamientos populares.
Algunos anarquistas combinaron las tesis de la «propaganda por la acción» con las opiniones de Kropotkin y Marx.
A partir de los últimos decenios del siglo XIX, los marxistas impulsaron la creación de partidos obreros. Fueron principalmente los socialistas alemanes y franceses quienes fundaron en 1889 la II Internacional, en París. Al principio admitió a representantes de sindicatos obreros, organizaciones sociales y personalidades independientes, pero pronto se decantó por la participación parlamentaria y delimitó su actuación a los partidos socialistas que iban surgiendo en el mundo. Los grupos anarquistas que estuvieron presentes en las primeras sesiones fueron expulsados formalmente en el Congreso celebrado en Londres en 1896, al no encajar sus ideas de rechazo de la acción política.
A medida que los levantamientos insurreccionales fracasaban o las huelgas generales acababan en derrotas, algunos libertarios intentaron superar la impotencia mediante actos selectivos, dirigidos contra personajes de relieve —políticos, empresarios, reyes, militares, instituciones, edificios públicos, teatros, procesiones religiosas—, que para ellos simbolizaban la opresión del capitalismo. Se pretendía evidenciar la posibilidad de destruir todas las representaciones de la sociedad vigente.
Probablemente también ejerció alguna influencia el movimiento de los nihilistas rusos, que propugnaban la destrucción de todo lo que consideraban viejo y caduco, para poder construir un nuevo mundo. El asesinato del zar Alejandro II en 1881 quiso interpretarse como un testimonio de que podía destruirse a alguien a quien muchos consideraban inaccesible e inviolable.
Las consecuencias de una serie de actos motivados por la «propaganda por la acción» se percibieron en Europa y América entre 1880 y los primeros años del siglo XX. En cierta literatura y en la mentalidad de mucha gente quedó la imagen de que los libertarios eran, sobre todo, terroristas. Así lo reflejan relatos como los de Joseph Conrad (El agente secreto, de 1907) o Henry James (La princesa Casamassina, de 1902). La legislación de distintos países se endureció contra todo lo que hacía referencia al anarquismo, al que atribuían una conjura internacional para destruir el orden establecido. Incluso en 1898, políticos y delegados policiales se reunieron, por primera y última vez, en Roma en una Conferencia Internacional Antianarquista, a fin de coordinar las acciones.
Los anarquistas aprendieron las bases químicas para fabricar explosivos.
En ocasiones resulta difícil distinguir entre revolucionarios convencidos del terrorismo como método y cualquier grupo o individuo armado con fines delictivos que reivindicase sus acciones en nombre de la acracia. Así ocurrió con el francés Clement Deval, conocido ladrón, quien llegó a declarar en su juicio que sólo pretendía la distribución de la riqueza, o el legendario y enigmático Ravachol, que colocaba bombas en las viviendas de aquellos jueces que instruían causas contra obreros, y fue ejecutado en 1892, tras matar a un viejo ermitaño con la excusa de entregar el dinero robado a la causa libertaria. Otros, en cambio, enfocaron sus atentados claramente conscientes de su carácter reivindicativo, aunque en sus acciones murieran inocentes, como sucedió en la explosión en el café Terminus, en la estación Saint-Lazare de París, atribuida a Emily Henry.
Los asesinatos del presidente de la República francesa, Carnot; del de Estados Unidos, Mackinley; del rey de Italia, Humberto I; de la emperatriz Isabel de Austria, la famosa Sissi de novelas y películas, o del presidente del Consejo de Ministros español, Cánovas del Castillo, a manos del italiano Angiolillo, son una estela representativa de la táctica de la propaganda por el hecho. En otros casos las acciones fueron más amplias: la explosión en la bolsa de París, la bomba que el anarquista galo Vaillant arrojó en la Asamblea francesa en 1893, la lanzada en el Liceo de Barcelona el 7 de noviembre del mismo año o la de la calle de Cambios Nuevos, también en Barcelona, al paso de la procesión del Corpus en 1896, que ocasionó seis muertos y varios heridos. Este último suceso desencadenó una fuerte represión indiscriminada, con más de cuatrocientos detenidos, y los denominados «procesos de Montjuich», que sin las suficientes garantías jurídicas condenaron a varios encartados: en diciembre de 1896, un consejo de guerra, celebrado a puerta cerrada, dictó varias penas de muerte y de cárcel. Una campaña internacional denunciando torturas, apoyada en testimonios personales, se extendió por los países europeos. Los anarquistas lo pusieron como ejemplo de las acciones represivas que son capaces de realizar los gobiernos, más sangrientas y arbitrarias que los posibles delitos atribuidos a sus militares.
Los anarquistas insistieron en publicar las penalidades y torturas que padecieron en el castillo de Montjuich de Barcelona después de los atentados del Liceo y de la calle de Cambios Nuevos. Portada de unos de los folletos de propaganda sobre las torturas en el castillo de Montjuich publicado por el diario El Progreso.