EL VALLE
Jean-Pierre Andrevon
El aparato, la astronave, el laboratorio orbital, el satélite, llamadlo como queráis, en fin, esta gran masa de metal mitad brillante (níquel-aluminio), mitad negra, gira alrededor del planeta con una monotonía fastidiosa. El planeta, con no menor insistencia, gira igualmente, enorme, pero airoso como una pelota de goma, a la que se asemeja, además, por su granulado superficial, aunque también podría ser una naranja, digamos una naranja azul. La órbita del satélite es elíptica, pero tan poco que casi la podríamos considerar circular: el aparato, el artefacto, la ojiva, tiene su apogeo a doscientos ochenta y un kilómetros de la superficie, su perigeo a doscientos sesenta y siete kilómetros, una brizna en el frágil ballet de los cuerpos en equilibrio por el espacio.
El trasto, la máquina, se desplaza a velocidad constante (o prácticamente constante) de 7.628 kilómetros por segundo. Necesita 104,03 minutos (y tal vez algunos segundos más) para dar la vuelta completa al globo gris azulado como una naranja sucia, que gira lentamente, abajo (aunque el movimiento es demasiado lento para ser perceptible) con una ligera rotación sobre su eje. La órbita del aparato —¡atención, que esto es importante!— está inclinada 71 grados con respecto al ecuador. Desciende (pero ¿qué significa aquí subir?) hacia el noroeste, sobrevolando los dos hemisferios hasta el paralelo 71 del hemisferio Sur y el paralelo 71 del hemisferio Norte. De este modo abarca toda la zona del globo, del balón, de la naranja situada entre estos dos paralelos. Es muy sencillo: debido a la rotación del planeta, cada punto anteriormente sobrevolado se desplaza 18,7 grados hacia el este a cada nuevo paso. Entonces, supongamos que haya un hombre a bordo del artefacto (sí, efectivamente hay un hombre); en un momento u otro (aunque esos momentos están minuciosamente calculados) podría ver desfilar por debajo (a 7.628 kilómetros por segundo) cualquier punto del planeta situado entre el círculo polar antártico (en realidad un poco más abajo) y el círculo polar ártico (en realidad un poco más arriba).
Fantástico, ¿no?
Gracias a sus instrumentos electrónicos de observación, el supuesto viajero orbital podría ver abajo, a doscientos ochenta kilómetros de distancia media y a condición de no existir ninguna pantalla natural (nubes, niebla, humo), un objeto del tamaño de una carretilla o de un televisor, o de un perro, o de… ¡Fantástico!, ¿no? Sí, fantástico, pero inútil, ya que el hombre de quien hablamos no tiene ninguna necesidad de ver un objeto de este tamaño, que sólo merecería un tirador, un arco o un fusil. Y él, ese hombre a quien podemos imaginar incrustado en su caparazón de ultra-titanio, no tiene a su alcance tirador, arco o carabina. Tiene a su alcance conjuntos de ICBM de diez megatones, muchos de los cuales son tamper forrados de cobalto, sucios, muy sucios. Los blancos de este hombre son mucho más grandes que un perro o una carretilla; son ciudades o aglomeraciones urbanas (en la jerga que suele emplear con sus semejantes, se dice Área Target), en rigor bases militares, centrales nucleares, silos enterrados, navíos de superficie o submarinos (y entonces dice en su jerga Point Target). Fantástico, ¿no?
Sólo necesita apretar un botón (pero eso es una imagen; digamos mejor efectuar cierto número de sencillas maniobras digitales) y vrrrufff… esto se dispara. Esto se dispara y no puede fallar, porque cada misil está equipado con un sistema llamado Self Aligning Boost Reentry (en su jerga se dice SABRÉ), que permite al proyectil comparar, en su pequeña cabeza electrónica ojival, el mapa con el territorio; entiéndase hacer coincidir la imagen visible del blanco con una referencia preprogramada. Fantástico, ¿no? Fantástico.
El aparato, la astronave, el laboratorio orbital, el satélite, en fin, esta gran mierda apestosa de metal, mitad brillante mitad negra, no la llaméis como queráis a fin de cuentas. Tiene dos nombres esta gran mierda: un nombre técnico que es NAOS (pero que también puede pronunciarse Nuclear Armed Orbiting Satellite), y un nombre propio que es Norbert Weinberg. ¡Casi nada! (Tiene también un número de serie grabado en el casco, pero esto no importa; y pintada sobre el casco, una bandera de estrellas blancas sobre fondo azul y barras rojas y blancas; aunque esto ya lo habíais adivinado, ¿verdad?)
Otros cuatro NAOS, a 1,5 grados de diferencia en relación a la órbita del Norbert Weinberg y distantes de la circunferencia orbital un quinto de diámetro, giran también (¿es posible?) en el vacío, alrededor de la naranja azul. Pero ésos no nos interesan. Y cada uno de estos NAOS, en un volumen de veinticinco kilómetros cúbicos, está rodeado por diez a treinta señuelos formados por una nube sólida de partículas metálicas. Pero estos señuelos tampoco nos interesan para nada. Sólo nos interesa el Norbert Weinberg, que sube y baja incesantemente siguiendo su órbita inclinada como un sombrero de payaso sobre la frente de nubes del planeta Tierra.
Y vamos a seguir (¿queréis?) al Norbert Weinberg durante algunas horas de hoy, precisamente hoy, este diecinueve de septiembre de mil novecientos y…
¡Bah! Prescindamos de la fecha. ¿A quién le importa ya?
Bajó la manecilla de latón de la puerta, empujó y abrió. La puerta bostezó tres chirridos categóricos, como carraspeos regularmente espaciados: Rhem… Rhem… Rhem…
Se detuvo un momento, un largo rato, inmóvil en el umbral de la puerta abierta. Venía de la sombra, y la sombra olía a madera vieja y seca, a polvo suelto, a cera endurecida sobre los muebles limpios, a toda clase de olores dormidos. Pero por la rendija de la puerta se deslizaban, asaltándole como un latigazo, tomándole por sorpresa, la luz resplandeciente del día y la vaharada de olores verdes y vivos que le traía la acidez de la hierba, la oleada resinosa de los pinos, los perfumes mezclados de las flores.
Por la rendija de la puerta penetraba el verdor sereno del valle.
7/39/01 ࢤ 02 ࢤ 03…
Desplazó la pierna izquierda algunos centímetros hacia delante. Empezaba a sufrir un pequeño calambre en la pantorrilla.
Adelanto un poco mi pierna izquierda hasta que la punta de mi bota toque el fondo del pupitre. Empiezo a sentir hormigueo. Querría rascarme la pantorrilla. Querría rascarme el sobaco derecho que me pica a causa del sudor. Querría rascarme el culo…
No hay nada que hacer.
Sólo puedo aliviarme modificando algunos grados la temperatura del interior de mi combinación. Tengo demasiado calor. ¿Demasiado calor o demasiado frío? No, demasiado calor. Regulo el climatizador a diecinueve grados (en vez de veintidós). ¡Ah! Esto ya está mejor.
Suspira.
Veo rodar la Tierra entre mis piernas.
Una corriente más fresca pasa entre sus miembros sudorosos, entre la combinación de nylon y la protección exterior (vulgarmente llamada escafandra) que consta, del interior al exterior, de una capa de neopreno, una capa de teflón, una capa de fibra de vidrio beta, y por último de una capa de nylon metalizado. En el extremo de su anular izquierdo se halla el mando de su microclima interior. La vida o la muerte de algunos centenares de millones de seres humanos (como es necesario explicarlo todo, digamos: la vida de algunos centenares de millones de comunistas), la vida de estos centenares de millones de seres humanos llamados comunistas, se halla en algún lugar de ese mismo pupitre, al alcance de otros ágiles dedos suyos. Y esos seres humanos viven en la bola de color azul sucio que gira lentamente entre sus piernas, en la pantalla de TV de control visual situada bajo el pupitre, un poco por debajo de sus rodillas.
Pero lo que importa no es esa imagen borrosa, en la que nada se distingue, en realidad (el Norbert Weinberg está demasiado lejos o demasiado cerca). Es el gran cuadro luminoso situado precisamente ante sus ojos, encima del pupitre, y donde la órbita del Norbert Weinberg se registra en rojo sobre fondo negro, por encima de una cuadrícula blanca de meridianos y paialelos, y del dibujo azul de los continentes. Junto al gran tablero se encienden continuamente otras muchas pantallas; series de guarismos, ecuaciones algebraicas, figuras geométricas que pronto se desvanecen y extraños símbolos de programación desfilan por ellas, masticadas y escupidas por el ordenador de a bordo, que sufre el bombardeo de los datos remitidos por el Centro de control de Vandenberg.
El mira. Sus diminutos ojos oscuros y móviles no descuidan
nada. Es su trabajo. Tiene un grado: comandante de las Fuerzas aerospaciales de los Estados Unidos de América. Tiene una función: oficial navegante, podríamos decir simplemente piloto. ¿Piloto? De hecho no lo es verdaderamente. El Norbert Weinberg, lo mismo que sus cuatro hermanos gemelos invisibles en el vacío radiante de luz solar, todavía está en DDC (Direct Digital Control), es decir, que su rumbo está directamente sometido a las instrucciones que llegan de abajo a través de las ondas transmitidas por una cadena de satélites pasivos. En consecuencia, al piloto sólo le queda vigilar el gran cuadro centelleante rodeado de pantallas y cuadrantes, potenciómetros, taquímetros, cachivaches varios donde bailan agujas, crepitan cifras o se atropellan colores chillones. Pero incluso esta observación, pasiva en apariencia, es un trabajo. Para aprenderlo pasó siete años en White Sands y luego en Vandenberg. Cuenta veinticuatro días de vuelo en simulador, y dieciocho días con siete horas y pico de vuelo orbital real en un MOL, aparato civil muy semejante al NAOS. Pero es la primera vez que se encuentra en un NAOS auténtico, en el vacío auténtico. Ya que es la primera vez que los NAOS han sido lanzados.
En cierto modo es un cobaya. Un cobaya clavado en su cabina desde hace siete días, perdón: 7 días, 11 horas, 23 minutos, 8 ࢤ 9—10 segundos, y por lo que se sabe, no han terminado sus angustias. Pero el deber es el deber. El sentido del deber vence la inseguridad, la soledad, el eventual peligro. Y además, está acostumbrado. Sin embargo, en un MOL van cuatro o cinco: hay espacio. En un NAOS se está solo, se dispone tan sólo de 1,633 metros cúbicos de espacio, lo que no deja de ser un eufemismo, ya que de todas formas uno se halla prisionero en su asiento de plástico fabricado según las medidas exactas de su cuerpo revestido de la escafandra, que a su vez está cortada a las medidas exactas de su cuerpo desnudo. ¡Ojo, mucho cuidado! ¡No es cosa de engordar diez gramos cuando uno es oficial navegante de la Aerospacial!
Mueve algunos centímetros hacia atrás su pierna izquierda, lo justo para que el tacón de su bota toque la base del asiento. El hormigueo insidioso ha vuelto, se pasea entre su tobillo y su pantorrilla. ¿Qué dices, Ben? Digo, ¿de qué te quejas? El deber es el deber, ¿no?
¡Vete a tomar por…!
Puso la mano sobre el marco de la puerta. La madera estaba tibia de sol bajo su mano y contra sus falanges. Una ligera brisa llegaba en suaves oleadas desde el fondo del valle. Viento cargado de olores dulces, picantes, de frutas, ácidos, vivificantes. Respiró a fondo muchas veces, hinchando el pecho bajo el tejido de su camisa a cuadros abierta hasta la cintura, aunque con los faldones metidos en sus vaqueros. El aire era sano. Parpadeó. El sol ardiente palpitaba frente a él en un cielo de cobalto fundido, sobre el ángulo formado por las laderas de dos colinas lejanas, inclinadas la una hacia la otra al fondo del valle. Cerró los ojos: un torbellino de oro se puso a girar en su cabeza, con súbitos estallidos de flores rojas y verdes. Volvió a abrir los ojos. El sol era bueno, buena su luz y bueno el calor del aire que acariciaba su rostro, sus brazos desnudos, la piel descubierta de su pecho.
Dio un paso, dos pasos sobre la escalera de tablas bien escuadradas; bajó dos escalones hasta posar sus pies desnudos sobre la hierba tibia y dulce que apenas se inclinaba a impulsos del viento murmurador. Las puntas de la hierba cedían bajo sus talones, la planta del pie, los dedos. Era un cosquilleo agradable que le incitó a tomar impulso, a lanzarse adelante.
Corrió por la hierba en línea recta, sobre la extensa ladera del valle.
9/21/37 ࢤ 38 ࢤ 39…
Trece veces al día (pero oye, Ben, ¿qué significa aquí un día, eh?) se zambulle hacia el radiante sol que sale a su izquierda; trece veces al día se zambulle en la noche, mientras que el radiante sol se difracta como si se disolviera, en algún lugar a su derecha. Pero, ¿qué significa zambullirse? Tengo la impresión de navegar siempre en horizontal, debido a este suelo curvado que desfila por debajo; tengo la impresión de flotar en un mar insulso, conducido por las olas uniformes de la gravedad.
Tengo la impresión…
—Tú no estás aquí para tener impresiones.
—¡A la mierda, Ben!
—No, tú no estás aquí para tener impresiones; tú estás aquí para apretar el botón si el Presidente te manda apretar el botón.
—Y esto te acojona, ¿eh, jodido pacifista?
y a ti, Bob, ¿no te acojona?
Cállate, ¿quieres? Haré lo que me ordenen y nada más.
Soy un soldado, un oficial.
—¡Anda ya! ¡Déjame en paz!
—No soy yo quien decide.,
—Anda, déjame…
—…y si yo no estuviera aquí, estaría otro en mi lugar, ¿no es cierto?
—Anda, de…
—¿De acuerdo?
—No te enfades, Bob, yo sólo quería decirte…
—No me enfado, Ben. No es muy divertido estar encajado en este ataúd volante. Tú, al menos, estás…
Por dentro, se ríe irónicamente.
¿Dónde puedes estar tú, amigo Ben?
Por unos instantes vuelve a ver la alta silueta con una camisa de colores, cabellos hasta los hombros y barba al viento, que se aleja por un camino polvoriento sobre el que se desploma un ardiente sol de agosto. ¿Recuerdo? ¿Imaginación? ¿Símbolo? Ni él mismo lo sabe.
Ni yo mismo lo sé, amigo Ben. Suspira, se retrepa en el blando respaldo de su asiento basculante. Hace unos momentos, una comezón lancinante se ha incrustado en su columna vertebral, al nivel de la quinta o sexta costilla. No puede hacer nada para calmarla, hay que esperar a que pase sola. Y a lo mejor no pasa pronto. ¡Siete días ya que pasea a doscientos ochenta kilómetros por encima del nivel de los automóviles! Y esto aún puede durar otros tantos. Recuerda al Viejo, durante la última conferencia antes del lanzamiento: «La situación mundial… y las perturbaciones que han estallado en todo el… retorno automático previsto… permanencia orbital de dos semanas como máximo… reemplazados por la segunda escuadra de NAOS que…»
¡Bah!
Vuelve un poco la cabeza en el interior de su casco, toma la embocadura de un tubo verde que sobresale por la gorguera de su escafandra, y que parece brotarle directamente del pecho como una delgada arteria cortada; aspira uno, dos tragos, hace una mueca tradicional: es agua de recirculación, no es mala, no tiene tampoco ese sabor a cloro que caracteriza el agua de la tierra; ha sido tan triturada y tamizada molécula a molécula, que no tiene ningún sabor, es la nada líquida, nada más.
Beber. Mear. Lo uno va con lo otro: alivia su vejiga, su orina se cuela por algún lugar entre sus piernas, recogida por el tubo que muerde la extremidad de su sexo, se desliza hasta el aparato de recirculación; más tarde beberá la síntesis depurada, la respirará con la atmósfera interna de su combinación de nivel higroscópico cuidadosamente calibrado.
El NAOS es una pequeña maravilla, un mundo en miniatura, un planeta vagabundo solitario, con una ecología rigurosa. Pero no por esto él deja de formar parte de una estructura social, de la cual es prolongación. Precisamente…
Precisamente ahora se enciende una luz sobre el pupitre, anaranjada e intermitente. Un zumbido sale de sus auriculares. Son las 9.24 ࢤ 17 ࢤ 18 ࢤ 19". Es Vandenberg quien llama; el Norbert Weinberg entrará en su campo de comunicación directa, está remontando la subida (pero, ¿qué significa aquí…?) por encima de México, el sol entra por el tragaluz inferior de babor y viene a clavar sus flechas luminosas en el retrovisor (no, un oficial navegante no mira jamás al sol de frente).
Pone el contacto. Los mensajes son cifrados al salir y descifrados al llegar, en ambos sentidos. Pero la voz que golpea el pabellón de su oreja suena clara, limpia, fuerte, como si el que habla se encontrase a su lado.
Una pequeña maravilla…
—Harold a Norbert Weinberg. ¿Estás ahí?
(¿Y dónde quieres que esté, puñetero?)
—Norbert Weinberg a Harold, os recibo bien. Escucho…
El escucha, y al mismo tiempo intenta identificar la voz terrestre que le llama con tal desenvoltura. ¿El capitán Werncr Bobrowsky? ¿John «Dusty» Cartridge? ¿O ese teniente jovenzuelo y rubiales… cómo se llama?
—¿Cómo va por aquí arriba?
—¡Pse! Regular.
—¡Bien! Escucha…
(Ay, ay, ay… titubeo, no sabe cómo empezar. Seguro que no es Cartridge. Pero, ¡mierda! ¿Qué es lo que oculta?)
—Escucha, Giordano. Vas a ponerte en S. C. ¿Entiendes? Vas a…
—¿Pero qué pasa ahí abajo? Es el gran…
—No, no, Giordano. Es una simple maniobra, una mera… una mera precaución. ¡No te abandonamos! ¡Te cubrimos siempre como una vieja clueca empolla su huevo! Pero hemos previsto ocho órbitas en S. C. ¿De acuerdo?
De acuerdo, Harold. Pero, ¡santo Dios!, podías decirme qué…
Atención Norbert Weinberg. Al décimo top. Top… top… top…
El se dice que ¡mierda! No le dirán nada; aquí no tiene tele ni periódicos. Sabe menos que el más desgraciado paisano del más jodido agujero de esta cochina Tierra, pero al mismo tiempo se ha convertido en una máquina perfectamente programada. Los top suenan automáticamente en su cerebro, pero sus ojos activos recorren el pupitre rápida y regularmente, mientras sus diez dedos vuelan sobre los mandos. Al décimo top, cuatro visores rojos se iluminan, diseminados por las cuatro puntas del pupitre. Inmediatamente sus manos corren por encima del tablero, apretando aquí y allá al Service Propulsión System, las teclas y los contactos Reaction Control Sistem, y girando los diales graduados. De los costados del Norbert Weinberg brota un ruido sordo, las paredes se ponen a vibrar imperceptiblemente. El queroseno y el oxígeno líquido se combinan en la cámara de combustión: una pequeña llama que todavía no influye en la órbita del NAOS, pero que pronto aumentará desmesuradamente para lanzarlo fuera de su trayectoria.
A partir de ahora, el satélite queda abandonado a sí mismo. Vandenberg sólo es una voz próxima y lejana a la vez; el oficial navegante Bob Giordano ha pasado a ser un verdadero piloto.
—¿Me recibes, Harold? (Pero, ¿quién es este jodido Harold?) Paso a S. C. realizado. Espero vuestras instrucciones…
—De momento nada nuevo. Desde luego, comprueba los deflectores como medida de precaución. Te llamaré a tu próximo paso, exactamente dentro de cien minutos.
—Okey, Harold. Corto.
El zumbido de los auriculares cesa.
¿Has entendido esto, Ben? ¿Qué estarán cociendo tus jodi-dos amigos comunistas?
Pero al mismo tiempo desbloquea Push to Unlock, el mando único que permite al NAOS rodar por las tres dimensiones del espacio. Adelante… atrás… a la izquierda… a la derecha. Cada vez el mínimo empuje posible: 125 kilos. Y el Norbert Weinberg cabecea y rueda a su aire, mientras sigue manteniendo su ángulo ecuatorial de 71 grados.
Son las 9.27 ࢤ 07 ࢤ 08 ࢤ 09", hora de Vandenberg, seguro. Pero el
NAOS ya deja atrás la Florida, sobrevuela las Bermudas, y las Bermudas ya quedan lejos; ahora se halla sobre el Atlántico Norte, oculto por un apelotonamiento afelpado de nubes. Arriba es mediodía, el sol está en lo alto, luego cae a su espalda, hacia el oeste que rueda interminablemente.
Ben…
No sabe qué decirle a Ben. Ben está lejos, en el espejo empañado de su adolescencia. Ya no se trata de bromas. El NAOS está en S. C. (en su jerga: Supervisory Control), lo que quiere decir que se anuncia tormenta.
Estaba tendido sobre la hierba con las manos detrás de la nuca, la camisa abierta sobre su pecho, los faldones fuera de los vaqueros. Hierbas a la vez suaves y picantes cosquilleaban sus lomos. Sus pies jugaban con la pradera, entre los dedos apretados de su pie izquierdo pasaba un largo tallo peludo y amarillento. Respiraba poco a poco, plenamente, el aire dulce pero vivificante de la tarde, el aire cargado con los potentes olores del valle.
A su derecha, un poco atrás en relación con su cuerpo, el sol descendía, inmóvil en apariencia, hacia el ángulo entre las colinas que parecía abierto expresamente para acogerlo. Su calor era agradable a la piel; el soplo del viento que inclinaba las hierbas no conseguía rebajar ni en un grado la temperatura ambiente.
Había corrido de un tirón desde la cabaña hasta el primer altozano, escalando la cima y dejándose caer devorado por la hierba, bebido por la oleada rasante de sol. Costaba devolver la respiración a un ritmo normal, y con los ojos cerrados oyó retumbar en su pecho los latidos de su corazón que se apaciguaba poco a poco. Sus músculos anudados por una excesiva inmovilidad abrigaban todavía en su estuche de carne un rescoldo de su fuego. Pero todas estas manifestaciones fisiológicas eran sanas; eran la vida, que es esfuerzo, fatiga y reposo.
Su cabeza se volvió hacia la derecha; la anaranjada bola del sol estalló en sus pupilas con millones de pepitas de oro fugitivas. Irguiéndose sobre un codo, abrió los ojos. El valle corría a sus pies como una hermosa marea verde, ondulada en sus bordes, frenando el empuje de las colinas más oscuras coronadas de árboles vigorosos. El horizonte era sereno y tranquilizador. El valle formaba un óvulo irregular rodeado de colinas encabalgadas, con el cielo de cobalto fundido encima como una gran tapadera perfecta, calentada hasta el blanco azulado por el sol poniente.
En el campo, o sobre las acogedoras hojas de los árboles, crepitaba la canción de los insectos, que quizás eran saltamontes, grillos o cigarras, en todo caso animales de élitros y patas nervudas que encierran la larga perseverancia del ritmo tamborileado sobre su cuerpo enjuto.
Echó su cabeza atrás para mirar del revés los troncos cercanos de los pinos. Al revés vio que un animal anaranjado o pardo de cuerpo delgado y ágil y cola en penacho, subía (no, bajaba) hacia él por el tronco de un árbol, se sentaba al revés, sobre sus posaderas y le miraba con curiosidad e inteligencia.
El le sonrió al revés.
11/17/21 ࢤ 22 ࢤ 23…
Harold le llama mientras está comiendo. Tiene derecho a 2.150 calorías al día, es decir, una ración de quinientos setenta y cinco gramos más dos litros de agua reciclada. Sus calorías se presentan bajo nombres seductores como buey asado, zanahorias a la crema, potaje de champiñones, puré de hígado, compota de ciruelas, y para qué seguir, pero en forma de pequeñas bolsas de alimentos liofilizados a los cuales añade agua a sesenta y ocho grados para convertirlos en una pasta asimilable y de sabor casi aceptable.
Harold (parece que no es la misma voz) me pregunta si todo va okey, y le respondo que todo va okey. Tengo la impresión de que esperaba oírme decir alguna cosa más, pero como no tengo ninguna observación que hacerle, me callo. Cuando va a cortar, le pregunto de todos modos qué tienen previsto para antes de dormir. En tono de embarazo (digamos que ésa es mi impresión) me responde que debo aplazar mi período de sueño algunas horas; que volverá a llamarme cuando Vandenberg juzgue oportuno reanudar el D. D. C. Entonces podré descansar cuanto quiera.
Comprendido, Harold.
Y corto para seguir metiéndome en la boca, por la cánula del saquito, la pasta rehidratada que se llama pavo con castañas. A continuación, y como quien dice comer dice evacuar, evacúo. Cuando termino de cagar a gusto, la válvula se cierra y noto el chorro de solución bactericida que me limpia la raja.
Y como quien dice mierda dice comunista, me pregunto una vez más cual será la gran marranada que se prepara por allí abajo. Seguramente una crisis peor que la del sesenta y dos. Si los cinco primeros NAOS fueron lanzados violando el tratado del sesenta y siete…
Me cosquillean los sobacos.
Sus sobacos le pican desagradablemente y también la raja del culo, donde el bactericida no ha acabado de gotear a lo largo de sus pelos. Piensa en su mierda que los complicados mecanismos del aparato de recirculación deben estar triturando, seleccionando, para recuperar todo lo recuperable: el organismo humano produce cuatrocientas substancias de desecho que pertenecen a veintidós grupos químicos; ciento cuarenta y nueve substancias se eliminan a través de la saliva, doscientas diecisiete con el sudor, doscientas con las deyecciones sólidas, ciento cincuenta con la orina. ¡Conque figuraos!
Podría sobrevivir un año en el Norbert Weinberg, aparte de que mucho antes ya me habría vuelto loco.
Sobre el planisferio móvil, la pequeña mancha roja trepa, va a cortar la costa oeste de Irlanda. Comunistas también allá abajo…
Los comunistas. Están en todas partes: la guerra de la energía, como se suele decir, es su guerra. Y por culpa de ellos me veo encerrado en esta fábrica volante desde hace más de siete días, notando comezones y hablando solo. Quieren matarnos de hambre, privarnos de recursos, bloquear nuestros aprovisionamientos de petróleo. Aunque las manos sean árabes, el cerebro es de Iván o del Chinazo: no nos perdonan la reconstrucción de Vietnam del Norte. Y cuando los traidores que tenemos en casa consiguieron imponer al gobierno esa moratoria de quince años sobre la energía nuclear, fue el petróleo lo que… ¡Y habla, y habla, en su mente! ¿Qué me dices a eso, Ben?
Pero Ben no responde. Está lejos, ausente. Se pasó al enemigo hace más de diez años, cuando su compañero de colegio, Bob Giordano, ganó las oposiciones de ingreso en la Escuela Aeronáutica. Pero, ¿qué querías que hiciese? Yo no soy intelectual. No tengo un papá industrial como tú, que te suministra la pasta para que puedas jugar a ser un hippy en los campas. La Escuela Aeronáutica era para mí el único medio de salir adelante yo solo. Después pasó lo del Vietnam, sí. Justo el final, justo los últimos seis meses, pero, puedes creerme, los peores para la aviación. La Cruz. Y luego White Sands, y luego Vandenberg. ¿Crees que me he divertido todos los días?
Ni mucho menos. Mientras tú metías mano a las chicas de tu grupo, fumabas marihuana, volabas con el ácido y te atiborrabas el cerebro con Marx, Lenin y Mao, yo…
Y después de todo, ¿qué cono puede importar esto?
Ahí dentro, tengo con qué mandar al infierno a la mitad de los países de tus amiguitos.
Desearía poder rascarse los sobacos. El izquierdo principalmente. Ha bebido su café liofilizado, ha cerrado la visera de su casco. El Norbert Weinberg está en el cénit de su trayectoria; el sol se pone tras él en un suntuoso estallido de púrpura y violeta, el satélite va a enfilar (pero sólo en el planisferio, no en la realidad) hacia la base de la península de Iamal, al extremo de la cordillera del Cáucaso, en casa de los Iván.
En principio debería dormir la próxima hora. Tres horas de sueño, seis de vela; todo previsto como sobre papel de solfa. Es fastidioso romper los condicionamientos. Tendrá que tragarse algunas anfetaminas.
Sobre el tablero, la marcha roja evoluciona por la densa sombra de la Siberia central.
Ya sabes, Ben; yo no digo que todo lo que tú has hecho sean necedades…
¡Ah! ¿Sí?
¡Ha respondido!
Quiero decir… que aparte de vuestras chorradas sobre las centrales nucleares, en cuestiones de ecología estoy poco más o menos de acuerdo contigo. Mira, ¿te acuerdas de la cabaña a donde íbamos a pasar nuestros fines de semana, cuando éramos críos, en aquel valle detrás de Handford? ¡Pues bien!, ahora todo aquello ha desaparecido: ni hierba, ni árboles, ni
cabaña. Tan sólo un abominable arrabal, con una fábrica de no sé qué al fondo. Esto hace reflexionar… En Los Angeles, ¡tan sólo este año han habido quince alarmas por monóxido de carbono! ¡Y decir que se han puesto a construir esa jodida cúpula…! Ya lo ves; no tengo nada contra tus manifestaciones. Ni contra vuestros slogans sobre la tierra: It's the only one
we've got…
No hace falta ser comunista para tener esas ideas.
Impulsa su pierna izquierda adelante, hasta que la punta de su bota toca la base del pupitre.
Handford. Su juventud…
En Handford no sólo estaba Ben. Estaba también…
El mundo se volvió. Rodando boca abajo, apoyó los codos firmemente en la tibia hierba. La ardilla se echó atrás con un gran salto y se detuvo de nuevo, siempre sentada sobre sus posaderas. Pasó rápidamente una de sus patas delanteras, parecidas a manos, sobre su húmedo hocico, muchas veces, con una mueca cómica. El hombre rió. La ardilla, inclinándose hacia delante, agachó ligeramente sus peludas orejas, preparada para saltar de nuevo, mientras las canicas sombrías de sus ojos espiaban al hombre tendido en la hierba, mientras su hocico tembloroso husmeaba los fuertes efluvios de esta criatura gigante que se movía tan pesadamente. Pero no emanaba hostilidad el gran bípedo tumbado en la hierba. La ardilla, tranquilizada, inclinó la cabeza a izquierda y derecha; luego inició una afanosa limpieza de su larga cola en penacho. Tsk, tsk, tsk…, hizo el hombre, chasqueando la lengua. La ardilla no interrumpió su trabajo, pero mientras pasaba los incisivos por los largos pelos de su cola, no dejaba de observar al desconocido con circunspección. El hombre alargó la mano. La ardilla olvidó su cola, titubeó, dio dos pequeños saltos adelante, silbó. El hombre rió de nuevo; nunca había visto una ardilla tan de cerca, y menos en libertad. Lamentó no llevar comida que darle al animal. Luego pensó que la ardilla era bien capaz de alimentarse ella sola. Pero, ¿qué comería, exactamente? Alzó la vista. Envueltos en las ráfagas del viento quejumbroso, por encima de su cabeza, los árboles rugían la marejada irregular de sus hojas y ramas entrechocadas. Habían olorosos pinos de finas agujas casi azules, y entre ellos, como intrusos que se abriesen paso a codazos, otras muchas clases de árboles de hojas caducas cuyos nombres desconocía, y que en aquellos momentos lucían un hermoso color verde. Un pájaro, antes invisible sobre una frondosa rama, se destacó del techo vegetal volando hacia la atmósfera libre del valle. Era un pájaro pardo o gris, no estaba seguro; volaba demasiado rápido para que se pudiera apreciar claramente su color.
Al volver la vista hacia el lugar donde hacía unos segundos se hallaba la ardilla, comprobó que el animal había desaparecido. Esta huida veloz y furtiva lo entristeció, pero no por mucho tiempo; el preciso para que el animal descendiese de un pino con una pequeña pina en la boca. Se instaló ante él, en el mismo lugar que ocupaba antes, y empezó a descortezar la pifia con sus cortantes incisivos y las largas garras de sus patas delanteras. El hombre imaginó que la ardilla había adivinado sus pensamientos y esa idea le complació enormemente. Contempló sonriendo cómo el pequeño y ágil animal separaba una a una las duras y oscuras escamas de la pina para sacar el fruto, que descascarilló inmediatamente para comerse la tierna pulpa blanca interior. Estaba tan cerca que oía claramente el ruido seco del fruto leñoso al romperse, y el roce de los diminutos dientes al cortar la dura piel. Cuando terminó su comida, la ardilla se enderezó sobre sus patas posteriores, arqueó el dorso y en esta postura curiosamente humana cambió con él una mirada penetrante, removiendo nerviosamente su pequeño y móvil hocico. Entonces el hombre alargó su brazo, despacio, muy lentamente, acercando la mano hacia el frágil animal que se puso en guardia, pero sin abandonar su sitio. Con la punta de sus dedos pudo acariciar, ¡oh!, sólo un segundo, el cráneo aterciopelado de la ardilla, que dio media vuelta para trepar con vertiginosa rapidez a la copa de un pino, accionando su ágil cuerpo como un resorte sobre el tronco vertical.
Todavía intentó seguirla con la mirada, pero ya había desaparecido. Entonces se levantó para acercarse al tronco, y posó en el mismo la palma de la mano. La corteza era tibia y áspera contra su piel; arrancó un fragmento y lo redujo a pedacitos entre sus dedos. Luego olfateó la albura del pino, que olía a resina. En algún lugar, entre el follaje, un pájaro desconocido lanzó un trino alegre y amistoso.
El hombre suspiró, pero fue un suspiro de comunión con el mundo, un suspiro de armonía con el viento, los olores, el calor del sol sobre sus mejillas, el monótono canto de los insectos, la presencia visible o invisible de los animales libres y audaces del valle y las colinas. Descendió lentamente la cuesta que momentos antes había escalado corriendo. Sus pies desnudos aplastaban la hierba crujiente; el sol que no parecía haberse movido en el cielo suntuosamente azul acariciaba su espalda. Ante él, la cabaña rectangular, con su techo de troncos entre los cuales crecían largos tallos amarillos, parecía flotar como un navío panzudo en un mar interior cuya opacidad verde apenas turbaban engañosas oleadas de una estudiada placidez. Detrás de la casa brillaba una serpiente de plata: un riachuelo que venía de un punto cualquiera de las colinas y desaparecía a lo lejos por una brecha invisible. El agua, el cielo, los árboles, la hierba, formaban como un decorado para la cabaña, un telón de fondo realizado tan sólo para ella y para que la vida fuese agradable. De pronto sintió la necesidad de Fegresar a la intimidad; aceleró el paso, chupando la savia dulce de un tallo que llevaba metido entre los dientes.
Venían de muy lejos…
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Intenta concentrarse en su pupitre, su planisferio, sus visores, sus máquinas…
Pero es demasiado tarde: el nombre ha vuelto, con el calor que lo acompaña y el escalofrío insidioso que se insinúa en sus miembros, en su garganta, tan pronto como evoca, como pronuncia en el laberinto secreto de su cerebro: Vanessa.
—¿Me oyes, Giordano?
—¡Muy bien, Harold!
Pero no, no tan bien, pues casi enseguida grita:
—¿Qué…? ¡Repítelo otra vez!
—¡Alerta G.!
Pasa a alerta G., es decir que pulsa sobre el teclado del computador la fórmula para el desenclavamiento de los misiles. Pequeñas luces verdes se encienden un poco en todas partes. El NAOS está listo para vomitar. Hecho esto, realizadas las maniobras y sólo entonces nota la tensión que crece en su interior, que le agarrota, sobre todo a nivel de los intestinos. Esta vez va de verdad. El gran juego.
—Dime, Harold, en nombre de Dios, ¿qué pasa?
—No se preocupe, comandante (¡Me trata de comandante!) La situación se ha complicado un poco aquí abajo y vale más estar preparados. Pero todo indica que se aclarará en cuestión de horas. ¿Sin novedad?
—Sin novedad…
Diciendo esto consulta con su pantalla radar en todas direcciones. Pero la cuadrícula sigue virgen de ecos sospechosos. Alrededor del NAOS el cielo aún está vacío. La voz sin rostro llamada Harold se aleja, se calla, prometiendo llamar cuando algo…
Quiere decir: cuando haya que lanzar el paquete.
Lanzar el paquete, esto hace pensar en la eyaculación. Levanta la cabeza para contemplar la pin-up desnuda clavada a la derecha del planisferio y que parece moverse cuando uno inclina la cabeza de un lado a otro. Es una de esas postales impropiamente llamadas holofotos, por la impresión de relieve que producen. Esta es una rubia estupenda con pechos como balones y muslos abiertos mostrando su guedeja tan reluciente como si se la hubiera cepillado.
Se llama Molly. Al menos, es el nombre escrito bajo la holofoto. Bob no sabe por qué cedió a la costumbre y clavó esa porquería en su habitáculo. Molly nunca se la ha puesto dura. Por otra parte, es muy difícil lograr eso cuando uno está embutido en una combinación espacial, a causa de este condenado tubo de desagüe que sujeta el glande: si el miembro empieza a' hincharse, lo pellizca horriblemente.
Pero Molly no era más que un pedazo de papel, una muñeca fofa, un estereotipo, como tantas otras chicas que ha tenido debajo. Vanes;sa…
No hay nada que decir sobre Vanessa. Es un pensamiento vagabundo, una quemadura secreta, un recuerdo desencarnado que no quiere desatarse de su carne, que habita en él, que le taladra, y vuelve a visitarle cuando menos se espera.
Vanessa está más allá de las palabras.
Fue hace tanto tiempo.
Era cuando lo de Ben, en la época en que… Pero ya no hay nada que decir de esa época, ni de Vanessa.
Suspira, bruscamente siente calor; le parece que va a dormirse. Reduce dos grados la temperatura de su combinación, aumenta un poco la presión del oxígeno.
El NAOS ruge sin ruido en el vacío, su vientre de metal parece rozar las algodonosas nubes de la naranja azul.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra…
Un galope súbito le hizo detenerse. Se volvió. Tres caballos lanzados a una carrera furiosa se acercaban a contraluz, en un poderoso galope que el sol bajo, por el brillo loco que ponía en las crines, hacía más espectacular. Esperó, manos en la cintura, a que pasaran los corceles. Para su sorpresa, éstos se detuvieron al llegar cerca de él. Sonó un relincho solitario. Fue el macho quien lo lanzó, con la cabeza levantada y el morro fruncido. La yegua vino hacia él y, flanco contra flanco, las dos bestias resoplaron, mirándole de perfil con su ojo redondo.
El potrillo que les seguía continuaba brincando al trote ligero alrededor de sus padres, saltando ágilmente, coceando con sus cuatro cascos que no conocían el hierro. Luego se calmó y fue a husmear y mordisquear el flanco de su madre, que apoyó un momento su fina y larga cabeza sobre el cuello estremecido del joven. Eran tres hermosos animales de raza, alazanes los dos adultos, más claro el potrillo, manchado además con algunos toques blancos en la pechera.
Quiso acercarse a ellos, tocar su pelaje reluciente bajo el cual se adivinaban los fuertes músculos. Pero cuando se hallaba tan sólo a cuatro o cinco pasos de los animales, éstos se espantaron, reanudaron el trote y luego el galope. Los vio rodear la cabaña, pararse de nuevo, sin duda para beber en el arroyo que ahora las altas hierbas le ocultaban. La huida de los caballos —aunque huida no era la palabra adecuada— no fue un movimiento de miedo, ni tan sólo de desconfianza, al menos él lo entendió así; los tres animales habían querido manifestarle así su audacia, su espíritu de independencia; quizás otra vez le dejarían palmear sus grupas y quién sabe si montar el gran macho. Otra vez, sí. Aún era demasiado pronto, el mundo era demasiado nuevo.
Tiró el tallo, del que ya había exprimido todo su jugo, y eligió otro, verde y vigoroso, que no pudo cortar con los dedos. Al inclinarse para arrancarlo, vio un pequeño coleóptero negro que huía a toda velocidad por el suelo. Entre dos altos brotes coronados de flores violentas, una araña había tejido su tela geométrica; iluminados de frente por el sol dorado, los hilos brillaban como si fuese una red de platino fundida de una pieza sobre el verdor. Inclinándose hacia delante, de rodillas en la hierba, pudo ver a la tejedora esperando en un rincón de la tela; era una de esas grandes arañas de abdomen abultado, pardo claro con un dibujo simétrico de manchas blancas; cuatro de sus patas adelantadas al frente, las otras cuatro hacia atrás. La araña no se movía, ni tan sólo se sobresaltó al agitar ligeramente uno de los tallos que sostenían la tela. Diríase una partícula mineral, o un trozo de corteza llevada hasta allí por el viento e incrustada contra la redecilla radial.
Se incorporó. Hasta entonces nunca había visto una araña, o mejor dicho, no se había tomado el trabajo de observarla tan de cerca. Muy altos en el cielo, tres o cuatro vertiginosos puntos negros señalaban pájaros, cuervos o quizá rapaces cazando. Se dirigió de nuevo a la cabaña. A causa del sol bajo, su sombra se extendía ante él, inmensa, sobre la pradera luminosa. Algo saltó a su derecha, haciendo un surco en la hierba y ocultándose al refugio de su cobertura: un conejo salvaje sin duda, o una liebre. La pradera entera estaba viva. Cada uno de los seres que la componían existía en simbiosis con la totalidad de los demás. Las mariposas se encargaban de la polinización de las flores que saqueaban, pero eran también la presa preferida de las arañas. Otros mil insectos se entredevoraban en la jungla de hierbas, pero la muerte de unos significaba la vida de otros, y la muerte de todos aprovechaba a la pradera, que gracias a la acción de las bacterias biorreductoras del suelo, asimilaba el fósforo y el nitrógeno mineralizado de los pequeños cadáveres; alimentándose a su vez, crecía y daba alimento a los herbívoros: caballos, gamos, conejos, que a su vez eran perseguidos por los zorros, el lince y el oso de los bosques. El bosque ondulante de las colinas, que crecía sobre el humus que él mismo fabricaba con el depósito de sus hojas otoñales, formaba un biotipo también, recorrido por el viento portador de semillas, alimentado por las lluvias, respirando por fotosíntesis el carbono, que es la base de toda vida.
Y mientras caminaba a largos pasos hacia la cabaña, pensó que él también formaba parte de este ciclo ininterrumpido de vida abundante; cazaba (o cazaría) algunos animales para satisfacer su necesidad de proteínas, aunque sólo lo imprescindible para no destruir el frágil equilibrio del biotipo; cultivaba también (o cultivaría) algunos frutos, algunas legumbres, que ocuparían su lugar en el ciclo sin desorganizarlo, y él mismo devolvería a la tierra sus desechos orgánicos cotidianos hasta que, llegada la muerte, su cuerpo entero obedeciese al ciclo del carbono. Eso pensaba mientras hollaba la hierba tibia con sus pies desnudos, y esas reflexiones le llenaban de apacible alegría. El trueno estalló cuando sólo se hallaba a unos veinte pasos de la cabaña. Fue a la vez tan repentino y fugitivo que no estuvo seguro de haber oído un ruido real; en un rincón de su sensibilidad auditiva, adormecida por el canto de la pradera, sonó como un gruñido sordo y lejano de nubes entrechocadas. Pero Su conciencia no había registrado el ruido con suficiente atención para conseguir identificarlo. Pensó: «un trueno», simplemente por reflejo adquirido, pero la limpidez del cielo, que ninguna nube alteraba, demostraba claramente lo ilógico de su suposición. Pronto dejó de preocuparle el caso aunque, mientras avanzaba algunos pasos, sintió el cuerpo recorrido por desagradables estremecimientos. Era tan sólo una sensación tenue, en el umbral de la percepción, pero este ligero estremecimiento de su piel y el escalofrío estaban en total desacuerdo con la dulce plenitud en cuyo seno se movía, por lo que las sombras agitaron todavía un instante la superficie de sus vagos pensamientos
Pero cuando vio recortada en la puerta abierta de la cabaña la silueta iluminada de lleno por la luz anaranjada del sol poniente, las sombras se borraron de su espíritu aún más pronto que la inquietud consecutiva al trueno que le sorprendió. Sólo estaba a diez o doce pasos de la casa de madera cuando la aparición se precisó en el rectángulo oscuro de la puerta, justo debajo del porche. Su corazón se puso a latir locamente en su pecho, la sangre corrió con más rapidez en sus arterias. La emoción le sumergía con sus reacciones fisiológicas involuntarias. La emoción, es decir, la alegría en estado bruto. Echó a correr. Un perro fue a su encuentro, sus ladridos rompieron el aire mientras saltaba a su alrededor intentando morder los bajos de su pantalón. Pero no le importó. Corría. En seguida estuvo cerca de ella, ante ella. No tuvo que correr mucho y pronto estuvo al lado de ella para tocarla. La tocó. Estaba sofocado, muy sofocado y su corazón golpeaba tan fuerte bajo sus costillas, que de momento no pudo decir nada. Y de haber dicho algo, habría sido sólo una frase vulgar, o menos que una frase, dos palabras: ¿Eres tú?, o tan sólo una palabra: Tú. Pero tocarla como lo hacía, con la punta de los dedos y el brazo alargado, la punta de sus dedos en la mejilla de ella, esto le bastaba, concentraba toda su energía, agotaba toda su capacidad de felicidad. Y además, no era necesario decir: ¿Eres tú? Desde luego era ella. Y era normal que ella estuviera esperándole. ¿No la había dejado unos instantes para dar su paseo por la pendiente de la colina? Por un momento, un pequeño instante, un segundo, o quizá menos, tuvo la impresión desoladora de que era incapaz de responder a estas preguntas tan sencillas, y que no podría decir cuándo ni dónde, pero la impresión se desvaneció antes de llegar a ser formulada claramente en su espíritu. Al contrario, la ola de ternura y de amor que lo invadía le cantaba un estribillo tranquilizador: se encontraban desde siempre, y siempre sería la primera vez. Su índice dibujó la curva de la mejilla, se detuvo en la comisura de la boca; ella volvió un poco el rostro, tomando su dedo entre los dientes, lo mordisqueó, mojándolo de saliva, haciéndolo rodar entre sus incisivos y caninos. El se acercó medio paso, estaba ahora verdaderamente cerca de ella, podía notar el perfume dorado de su piel, los senos desnudos bajo la tela de algodón crudo casi rozaban su pecho. Hundió su mirada en la fuente de los ojos claros, liberó su dedo de la boca que lo sujetaba y pasó toda la palma de su mano sobre la carne dulce y tibia del mentón, del cuello, del hombro. Ella sonrió, sus dientes muy blancos y algo irregulares brillaban entre sus rosados labios. El se acercó todavía más, esta vez se hallaba verdaderamente contra ella, piel a piel, vestido a vestido, y sentía sus muslos firmes contra los suyos, y los senos erguidos se aplastaron sobre su pecho. El gran perro cesó en sus correrías para sentarse cerca de ellos, con la bocaza abierta y la roja lengua colgando fuera de sus colmillos, mientras les miraba con sus ojos moteados de pardo y oro fundido. Apoyó su cabeza contra la cara de ella, la incrustó entre el cuello y el hombro, saciándose del olor de aquella carne tostada por el sol. Empezó a dejar resbalar sus manos planas a lo largo de la espalda, a pasarlas sobre el cuerpo, lentamente, como la nieve que se funde sobre la roca tibia de primavera. Su cabeza pasó sobre los senos temblones, llegó al vientre, se detuvo en la pelvis, sobre el tejido recio de los pantalones vaqueros. Ahora se hallaba de rodillas ante ella, sus manos rodeaban las nalgas y su cara quiso cavar un nicho entre sus muslos, con la boca abierta a la altura del sexo, la nariz aplastada sobre el hueso del pubis. Permaneció mucho tiempo así, sin pensar, pero extático de felicidad y como sin fuerzas. Luego ella le levantó dulcemente y rodeándole la cintura le hizo entrar en la cabaña.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban…
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Está sobre el norte de Francia cuando la voz de Vandenberg, transmitida por el complejo MPSS (en su jerga: Multi Parpóse Sateüite System), crepita en sus auriculares. Esta vez ya es la alarma general. Por lo visto los Iván han dado treinta minutos a los Estados Unidos para congelar la ronda de los NAOS. Los treinta minutos han transcurrido. La voz comunica al comandante Giordano que doce ABM rusos han sido lanzados contra él desde la base de Kanin:
—Los recibirás dentro de tres minutos cuarenta y siete segundos. Te van a pegar duro. ¡Agárrate bien, Giordano! Te necesitamos. Desde aquí no podemos hacer nada, pero.
Ha comprendido. Debe espabilarse solo. Consulta su pantalla de radar, donde acaba de aparecer una mancha blanquecina: los cohetes soviéticos suben en haz a su encuentro. (3 ? 31") ya no siente ninguna impresión en especial. Su cabeza está fría, sus tripas no están agarrotadas. En el momento de la acción, se ha convertido en una máquina sin autonomía, que funciona según lo programado (3 ? 7"). Se alejará de su órbita en el último instante para engañar a los ABM rojos que se desviarán hacia los señuelos y le olvidarán. Quizá. . (2 ? 28"). La mancha blanca se ha fragmentado en un semillero de lúnulas de contorno desvaído (2 ? 1"). Ahora ya puede contarlos. Son doce, se dirigen sin desviarse un ápice hacia la gran mancha central de la pantalla que refleja la posición del Norbert Weinberg (1 ? 16"), (0 ? 57"), (0 ? 39"), (0 ? 28"), (0 ? 20"). ¡Ahora! El keroseno y el oxígeno líquido rugen en los costados del NAOS que acelera de modo fulgurante y se desvía de su órbita. Bob se ahoga, su corazón se vacía de sangre, sus visceras parecen reventar en su vientre comprimido. ¡18 G durante doce segundos! Luego los deflectores frontales y de estribor entran en acción y el NAOS decelera regresando a su andadura, mientras que atrás, lejos, o más cerca, cómo saberlo en el espacio, las bolas de fuego blanco cegadoras sacuden fugazmente el negro vinagre del espacio. ¡Lo he conseguido! No, no del todo: los señuelos han sido pulverizados, pero todavía quedan tres ABM que se le pegan al culo. Los ve avanzar hacia el centro de su pantalla, y las tres pequeñas lunas blancas parecen fundirse con la señal del NAOS cuando lanza sus propios ABM. Esta vez la luz blanca le rodea, hace centellear de manera insoportable los cromados de su habitáculo. Cierra los ojos. Claclaclaclac. Se diría que graniza a su alrededor. Son las partículas ionizadas desprendidas por la explosión de las cargas nucleares que bombardean su cápsula, y que se materializan en el rabioso crepitar del contador de radiaciones. Contempla impasible la aguja que no cesa de girar en la caja: 22 ? 23 ? 24-llega al rojo-26 ? 27-se estabiliza en el 28. Ha recibido 28 REM. La radiactividad normal calculada para una estancia de dos semanas en el espacio es de 1,3 a 1,4 REM. La dosis máxima admisible en una sola exposición es de 25 REM.
Pero se necesitan 500 o 600 REM para matar a un hombre antes de veinticuatro horas.
¡Todavía tienes cuerda para rato! Con los ojos fijos en la pantalla de radar, hace regresar al Norbert Weinberg a su órbita anterior. No le amenaza ninguna otra mosca. La DCA enemiga parece muda ahora. Seguro que los Iván deben estar ocupados defendiendo su territorio y no tienen misiles para desperdiciar con él. ¡La cosa está que arde, ahí abajo! Se halla sobre la región de Moscú, son las dos de la madrugada, pero la noche está completamente iluminada por los cráteres rojos que los megatones abren en la corteza de la Tierra.
¡Y todo eso por el petróleo!
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no navegaba en realidad…
También habían gatos. Dos al menos, o quizá tres; no llegaba a determinarlo porque todos eran del mismo tamaño y del mismo pelaje: una especie de gris pardo atigrado de negro en el lomo. Ahora no recordaba si habían gatos en la cabaña. Pero, ¿de qué se acordaba con exactitud? Su vida era como un sueño que empieza de súbito, pero sin embargo posee para el durmiente todo el valor de la experiencia vivida.
La vida… La vida estaba más allá de las preguntas y de las respuestas, y el velo de bruma que lo envolvía, lo entumecía, se le llamaba simplemente: la felicidad.
Uno de los gatos vino a acurrucarse entre sus piernas, en el compás abierto de sus muslos, pues estaba sentado en el suelo, la espalda contra la pared, bajo una de las ventanas que recortaban un largo rectángulo de crepitante claridad, color oro viejo. El rectángulo de luz invadía la cama, sobre la colcha de lana hecha con retales multicolores de lana, e iluminaba sus piernas y su cuerpo hasta la mitad del busto. Estaba en una vaga postura de yoga, las piernas cruzadas ante sí, los antebrazos descansando en el suelo; de vez en cuando, iniciaba una caricia sobre el espinazo del gato que dormía con sólo un ojo y no cesaba de ronronear de contento. El perro, un gran pastor negro y pardo claro, se había quedado en el umbral de la puerta, acostado sobre el vientre, con las patas estiradas hacia delante, la cabeza alzada, la boca semiabierta, los ojos y las orejas vigilando la vida agitada del valle. Se llamaba Woody. Los gatos no tenían nombre, y a ellos no les importaba. Se podía decir: mis, mis, mis, mis, y venían si deseaban caricias o se les antojaba comer otra cosa que los ratones del prado, a los que perseguían con ferocidad poco ecológica —pero los gatos no hacen caso de nada, son accidentes de la evolución—, y si no tenían ganas de venir, nada podía decidirles a ello; los gatos son así. Nunca había podido decidir si le gustaba o no esa especie caprichosa, pero en todo caso, aceptaba, transigía con el feroz espíritu de independencia y la sutil esclavitud que practican sobre los humanos.
Por tanto, hoy, en aquella hora imprecisa, cuando a sus espaldas el sol caía a plomo por el océano celeste sin parecer hundirse de manera visible, no era a los gatos a quienes miraba, escuchaba, bebía por todos los poros de su piel y de su espíritu, sino a ella, ella, en aquel momento sentada sobre la cama, con una pierna colgando hacia el suelo y la otra encogida, su pie desnudo alojado bajo el otro muslo. Cantaba acompañándose con la guitarra:
I wonder will it come along in Spring
Will we be in it the while the robbins sing
Will the atom be a bristling and rockets de the whistling
When the world is all in bloom in the Spring.
No conseguía recordar si ya la había oído cantar y si conocía la canción. No lo recordaba y, no obstante, todas las fibras de su cuerpo y todos los recovecos de su espíritu recibían el frágil impacto de esa voz y la envolvente caricia de las palabras, como si la voz hubiera formado siempre parte de sus sensaciones, como si las palabras hiriesen en lo vivo de su sensibilidad. Las palabras eran dulces y violentas a la vez, se desprendía de ellas como una punzante tristeza nacida de horrores sin cuento y sin significado, y al mismo tiempo como una vibrante promesa de eternidad en la que innumerables días serían parecidos al presente. La voz era a la vez dulce y violenta, era sosiego y advertencia, quería a la vez consolar e inquietar, portadora de esperanza y de temores; y era a causa de sus mutuas relaciones que esta esperanza y este temor eran saludables. La voz alcanzaba los agudos sin quebrarse, se convertía en hilo de agua, hilo de aire, hilo de oro fundido; luego, como una corriente, descendía hacia el aterciopelado grave sin cascarse, sin hacerse añicos. Sabía cantar, pensó. Cantaba bien, y por eso la canción penetraba en él, aquella canción que no conocía y sin embargo conocía; la canción explotaba átomo por átomo en algún lugar de su interior, a profundidades tan gigantescas que no se podían sondear, como tampoco podía entender el sentido de los ecos dolorosos que estas heridas arrancaban a su carne. Sencillamente, el malestar estaba ahí, decrecía, regresaba, mientras que la sucesión modulada de las palabras continuaba a su alrededor, sobre él, en él. Quiso ignorar ese malestar y a ratos lo conseguía, pero otros no. Entonces algo como la sombra de una pesadilla parecía querer aflorar a su conciencia, y en estos instantes fugitivos le parecía que la sombra ocultaba en su vientre brumoso peligros capaces de disolver la eternidad feliz en un infierno de partículas hirvientes. También el tranquilo bienestar que al mirarla sentía, al oírla cantar, era pérfidamente turbado por una sensación sin nombre en su conciencia, sin lugar en su memoria, sin peso en su inteligencia, y que por lo tanto le intoxicaba sutilmente.
Ella cantaba; su guitarra descansaba sobre la pierna izquierda, la que estaba doblada, y su seno izquierdo se apoyaba sobre la brida superior. Sus dedos finos y largos corrían sobre las cuerdas que el sol hacía espejear, y a veces la palma de su mano venía a golpear la tapa armónica entre dos acordes, para puntear el fin de una cuarteta. La escuchó hasta el final, luchando contra las sombras pasajeras que brotaban de su interior, dejándose llevar al mismo tiempo por la canción.
Era una vieja canción; al menos de veinte o treinta años atrás, y su autor le era desconocido o lo había olvidado. Pero las palabras daban siempre en el blanco.
Can it be that we'll be drilling in the Spring
Can it be that we'll be killing in the Spring
Oh I'd rather take it easy, give the other guy a breezy
A bright and cheery howdy in the Spring.
Oh! is that the time for dying when it's Spring
And the women to be crying when it's Spring
When gardenias they are selling, is that the time for shelling
When lilacs are in bloom in the Spring.
I would like to know in the Spring
That he won't have to go in the Spring
When the skies are blue above him can I tell him that I love him
If we never meet each other in the Spring.
When the fields are ripe for sowing in the Spring
You can watch the children growing in the Spring
We could have a celebration with folks from every nation
Must we destroy creation in the Spring.
Oh! I’d just like an ordinary Spring
With people laughing just because it's Spring
And how ever he spells his name I am sure he feels the same
For it's great to be alive in the Spring.
Cuando ella acabó de cantar, su mano izquierda siguió todavía un momento punteando mudos acordes sobre los trastes altos. Una de las cuerdas metálicas resbaló bajo sus uñas, una nota áspera, un sí, vibró largo tiempo. Su rostro estaba en penumbra, el recuadro de luz solar producido por la ventana cruzaba oblicuamente a la altura de sus senos, frontera sombría. El hombre se puso en pie. El gato no cesaba de ronronear en su sueño despierto. Vio a su sombra levantarse al mismo tiempo que él en el rectángulo luminoso y venir a cubrirla a ella. Le dijo que le gustaba la canción. Ella respondió que era una de las que él solía preferir. Murmuró algo con asombro y la cogió de los hombros. La madera de la guitarra golpeó contra el suelo y las cuerdas resonaron largamente. Contemplar su cara cerca de la suya le hacía un bien inaudito. Tenía los cabellos rubio dorado muy cortos, grandes ojos increíblemente azules, la nariz más bien robusta, los pómulos altos y salientes, una gran boca de labios llenos y firmemente dibujados, un mentón triangular y voluntarioso. Pero el conjunto de estos rasgos pronunciados armonizaba tan perfectamente, que paradójicamente componía un pequeño rostro delicado pero lleno de vida. La besó y sus dientes chocaron, se sonrieron y rieron durante el beso, y durante el beso ella le preguntó riendo si tenía hambre. El no tenía hambre, pero para complacerla le dijo que comería. Entonces ella le llevó de la mano hacia la puerta del fondo que se encontraba en realidad a la derecha, al lado de la chimenea. Atravesaron un pequeño cobertizo hecho de una pared de tablones y lleno de herramientas, hachas, una hoz, azadones, palas, rastrillos, escobas, cizallas, una podadera, plantadores, algunos botes de pintura o de grasa o de no sabía qué, pequeños recipientes de vidrio que contenían clavos, tornillos, tuercas, semillas y productos u objetos más misteriosos aún. El interior del cobertizo olía a madera, a grasa sobre el metal tibio de las herramientas, a polvo untuoso frecuentemente removido. Se dijo que todas aquellas cosas eran suyas, de ambos. Allí estaban los músculos de la cabaña, su reserva de fuerza vha, y apretó más fuerte la mano que le conducía.
Una segunda puerta se abrió y salieron fuera, a la sombra de la cabaña que destacaba masivamente sobre la extensión de la pradera. Sorprendido, reconoció un pequeño huerto cavado directamente junto a la hierba, donde algunos planteles de legumbres crecían en la tierra oscura; en el suelo, hojas lobuladas y abundantes ocultaban el volumen lunar de calabazas anaranjadas y verdes, y finas matas de zanahorias; más arriba, enrolladas en sus tutores, judías y guisantes, todo ello bordeado de groselleros; por fin, al borde de la pradera, algunos árboles, quizá ciruelos o manzanos. Ella le dijo que cogería algunos huevos, y al volverse él vio junto a la pared de la cabaña un cercado protegido con tela metálica, un auténtico gallinero, con aves blancas y pardas que picoteaban. Ella empujó una puerta del cercado y la contempló mientras se inclinaba hacia los bajos ponedores, arqueando su dorso en un movimiento que resaltaba los firmes hemisferios de sus nalgas. El gran perro apareció después de rodear la casa para acercarse a ellos; dirigió algunos ladridos hacia las gallinas ruidosas y cloqueantes del cercado. Luego se acercó a él cruzando con largas zancadas el minúsculo huerto y se frotó contra sus piernas; maquinalmente le acarició el lomo, tomando con la otra mano tres grosellas que saboreó. Todo esto era suyo. ¿Cómo había podido olvidarlo, sorprenderse ante aquel huerto, aquel gallinero, que definían su presencia en el seno de aquel valle, la fijaban en el tiempo, en el pasado, en el futuro, en la eternidad? ¡Seguro! ¡El había removido esta parcela de terreno, la había sembrado, había vigilado el crecimiento de las plantas. ¡Seguro! Sí, sin duda. Probablemente. La niebla algodonosa que anegaba su espíritu pasaría. Era solamente…
Ella le preguntó si venía, y respondió que sí, que venía. Cruzaron el cobertizo, Woody a sus talones, pero antes de entrar se detuvo a contemplar el lento vuelo de un cuervo, que tras un picado perfecto se paseó por la hierba del valle no lejos del huerto y casi desaparecía entre el verdor, de donde sólo sobresalía su redonda cabeza con el largo pico negro. Pero al otear la lejanía del valle, también vio otra casa muy distante, construida en una colina. Preguntó quién la habitaba y ella mencionó un nombre que le llenó de alegría. De nuevo en la única pieza de la cabaña, ella le preguntó si le gustarían unos huevos con tocino; entonces él se puso a encender el fuego en el hogar apagado, sobre las cenizas que cubrió con viejos periódicos sin entretenerse en leer los titulares ni las fechas, ramitas secas y algunos leños ya partidos. El fuego prendió enseguida y sus largas llamas lucharon valientemente con la luz dorada del sol poniente que no se ponía. Se volvió para ver cómo ella abría una chirriante alacena, de la que sacó un trozo de tocino ahumado, del que cortó cuatro grandes tajadas. Sobre los anaqueles en una hilera de tarros cerrados por una capa de cera vegetal endurecida, descansaban maravillosas confituras que parecían tan transparentes como un jarabe diluido o de un rojo tan sombrío como la más oscura sangre seca. Pronto las lonjas de tocino se frieron en la sartén colocada sobre una parrilla de fundición puesta a media altura en la chimenea, y los gatos, que sí eran tres, rondaban maullando alrededor del festín que se preparaba. El olor del tocino que se freía lentamente dominaba los demás perfumes. Aspiró llenándose los pulmones mientras ella disponía sobre la mesa que campeaba en medio de la pieza, dos platos blancos, dos vasos y una jarra de gres mediada de agua, o quizá de vino. Ella le sonrió notando que la observaba, y su sonrisa le acarició de nuevo.
Mientras ella rompía los huevos en la sartén, fue a acodarse en la ventana, dejando vagar su mirada por los verdes confines del valle, dejándose absorber, beber, por el estremecimiento vegetal. Un trueno lejano rodaba por el cielo. Lo escuchó un momento sin prestarle atención, sin que el ruido retumbante penetrase en el fondo de su conciencia. Sólo cuando el fragor fue lo bastante poderoso para que el impacto de sus ondas sonoras hiciera vibrar bajo sus dedos el alféizar de la ventana, sintió un doloroso sobresalto en todo su cuerpo, una crispación angustiada. Quiso gritar, decir algo, pero la vibración que sentía en su mano se comunicó al paisaje ante sus ojos, y con un sentimiento angustioso de irrealidad, vio temblar las nítidas líneas del valle —dislocarse, disolverse, como si una goma gigantesca pero invisible, se hubiera paseado sobre la pradera y a través de las colinas, desmenuzando las formas, anegando los colores—; el fragor continuaba, monótono, como si en las entrañas de la Tierra, las puertas del infierno se hubieran puesto a rodar interminablemente sobre sus goznes. El valle había desaparecido; ante él sólo había una llanura cubierta de cenizas, resquebrajada, encerrada en un arco descarnado de colinas de piedra viva, que ondulaban en la atmósfera polvorienta bajo un cielo escarlata.
Pero tampoco esta visión era fija: palpitaba, temblaba, como si el artista que la había concebido la hubiese pintado a la acuarela sobre un papel excesivamente mojado. Quiso volverse, intentó llamar una vez más, pero una fuerza oscura le retenía, le paralizaba. Y mientras la angustia retorcía sus entrañas y sus ojos desorbitados estaban fijos en el valle herido por el incomprensible rayo, éste volvió a deformarse de nuevo, se fundió, hirvió, se convirtió en un magma de colores donde grandes superficies verdes se mezclaban con el barro gris mientras, sobre esta mezcla coloreada, las nubes rojas del cielo desaparecían bajo mareas azules que se volvían a formar. Sintió un vértigo helado que le obligó a cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos un segundo después, o menos, el valle había retornado a su apariencia primera, con el trecho verde de pradera, las sombrías colinas boscosas, el sol anaranjado flotando en un cielo de cobalto. La trepidación había cesado, el fragor apocalíptico fue ahogado por el murmullo acariciante del viento. Se sacudió, respiró profundamente. Algo le agarrotaba todavía las vísceras, algo imperceptible y vagamente amenazador, pero era incapaz de recordar una imagen fija, un sonido definido, como tampoco podía analizar qué le había trastocado de aquel modo. Sus ojos sondearon la abertura del valle, apacible como nunca. Se volvió al fin, cuando ella le llamó para comer, y entonces quiso preguntarle si había visto… oído. . notado. Pero las palabras no acudieron a sus labios, y además ella estaba tranquila, serena, alegre, y su sonrisa no revelaba ningún temor oculto; la luz azul de sus ojos no encubría la menor ceniza. Se sentó frente a ella, sobre el tronco cubierto con un cojín que se hallaba ante la mesa baja; y sus piernas al estirarse bajo la misma, encontraron las piernas de ella, y las rodearon. Se volvió hacia la ventana. Pero sólo se veía la verde transparencia del valle. Empezó a comer; la yema de los huevos reventaba bajo su tenedor como soles estallando en un espacio negativo. Alrededor de la mesa, los gatos esperaban con calma eléctrica las migajas de comida que se les concedían y que tragaban sin masticar. En cambio, Woody chasqueaba furiosamente las mandíbulas cuando atrapaba al vuelo un trozo de pan moreno mojado en grasa fundida. Luego abrieron un bote de confitura de grosellas y arándanos. Pero realmente no conseguía restablecer en su interior la alegre calma anterior a su visión, y no podía dejar de lanzar, a intervalos, una furtiva ojeada hacia las ventanas abiertas al valle.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verles llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente.
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Es curioso cómo puede dilatarse el tiempo. Todavía estaba sobre Rusia cuando recibió de Vandenberg la orden de soltar su carga. Está sobre Rusia; el NAOS desciende hacia el sudeste sobre la región de Novossibirsk. Esto quiere decir que sus ICBM son para China. Pero no sabe exactamente para qué objetivos ha sido programada su cabeza electrónica SABRÉ. No lo sabrá jamás, no puede saberlo; sólo es un soldado, obedece, eso es todo. La voz que llega de Vandenberg transmitida por toda una red de satélites pasivos, esta voz lejana, ahora confusa y temblorosa, le ha ordenado apretar el botón al décimo top.
Y él lo ha apretado. El casco del NAOS ha resonado como un tambor mientras los nueve ICBM de diez megatones (tres de ellos tumper) crepitaban, acelerando primero bajo el mero efecto de las fuerzas de Coriohs, luego escupiendo los gases violáceos de su propia combustión. Una monstruosa eyaculación que irá a derramarse sobre el óvulo oscuro que gira allá abajo, completamente arrugado ya por las continuas descargas que recibe.
—Ahora nos toca a nosotros encajar —ha dicho Vandenberg—. ¡Pero podremos con ellos!
—¿Harold? ¿Harold? Ya no os recibo ¿Harold?
Giordano ya puede gritar, sus auriculares sobrecargados de parásitos ya no transmiten ninguna voz humana.
Ya no tiene ICBM, ni ABM. No sirve para nada. Para él, la guerra ha terminado.
Se hunde en su asiento.
Sólo puede esperar
¡Podremos con ellos!
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente llamado Tierra, como pudiera vivir una foca, un maccavethus linolea o un hombre. Y en cierto sentido, ellos y su navío eran uno. Pero, ¿qué importaba…?
Después de tomar el café hirviente, descansaron largo tiempo sentados uno frente al otro, estudiando distraídamente y con ternura las mil pequeñas incongruencias casi invisibles que forman el paisaje de un rostro. Esa hendidura vertical debajo del mentón de él, o los pelos negros que siempre escapan a la navaja de afeitar; esos tres lunares pardos verdosos que nadan en el iris azulado del ojo izquierdo de ella, pero solamente en el izquierdo; esa ínfima cicatriz, como una estrella blanca, en la piel morena de él, cerca de la aleta derecha de su nariz; esta mancha del tamaño de una moneda de diez centavos a la derecha del cuello de ella, donde late la carótida; esos finos pelos negros que unen sus cejas espesas, en él; ese canino superior un poco saliente, en la boca de ella, haciendo más burlona su sonrisa; y otras pequeñas manchas, y otros pequeños pelos, y otros pequeños detalles, y un lunar aquí, y el comienzo de una arruga allá, la vida en todas partes, a flor de piel, a flor de carne, con huellas de las garras del tiempo, en todas partes, de ese tiempo que, en aquellos momentos, sólo para ellos había cesado de latir…
Ella le preguntó si quería venir y comprendió que le inquietaba su silencio, aquella sombría herida interior que quizás atirantaba un poco sus rasgos. Pero ella conocía la única manera de tranquilizarle verdaderamente. El le agradeció que se expresara con tan pocas palabras, pero con una nueva ternura en sus ojos. Se levantó y le tendió la mano por encima de la mesa. Ella cogió tres dedos, arrastrándole hacia el lecho que crujió cuando se dejaron caer en él. Cayó con todo el peso de su cuerpo, y echó las piernas al aire cuando dieron media vuelta para descansar del todo sobre la cama, bañados por la luz solar. Los senos acariciaban su pecho y el vientre de ella el suyo, pero se volvió a un lado para ayudarla a quitarse la ropa, antes de quitarse a su vez la camisa y arrojarla al suelo. Besó dulcemente el pezón de un seno, luego hundió su cabeza entre los dos hemisferios de su carne tibia y olorosa, mientras sus manos recorrían la curva de su espalda, deteniéndose su índice cada vez en la pequeña bola suave de la verruga que ella tenía debajo de un omóplato. El no quería moverse, deseaba permanecer así indefinidamente, con el rostro oculto en el dulce valle entre los senos que se hinchaban contra sus mejillas. Creyó escuchar, o escuchó realmente, un sordo rugido de fuera, y se crispó dolorosamente contra ese cuerpo protector, contra ese cuerpo-flor en el que desearía refugiarse. Ella le preguntó qué le ocurría; él murmuró que todo iba bien. Ella se quitó poco a poco, para no molestarle, sus pantalones y la braga verde claro, luego le desabrochó el cinturón de sus pantalones que bajó a lo largo de sus piernas. Luego hicieron el amor, no cuatro veces seguidas como en las novelas, sino una sola vez y ya estaba bien, era suficiente. No alcanzaron al mismo tiempo el rápido placer del orgasmo, como en los manuales de sexología, sino primero uno y después el otro: ella, mientras le pasaba delicadamente la lengua entre los labios de su rubio sexo; él derramándose en las entrañas de ella que, aturdida y extática todavía, acariciaba su nuca con lánguida mano. Luego se acurrucó contra ella, por miedo a mirar hacia la ventana donde jugaban los destellos anaranjados que a lo mejor provenían del sol poniente, o quizá de los fuegos devastadores del infierno desencadenado.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente llamado Tierra, como pudiera vivir una foca, un maccavcthus hnolea o un hombre. Y en cierto sentido, ellos y su navío eran uno. Pero ¿qué importaba, si no había nadie para tratar de comprender lo que eran? Ellos, en cambio, procuraban comprender lo que veían. Aunque «ver», en ese caso, no era la expresión adecuada.
Comprender. Aprender. Para eso viajaban. Pues han visto el planeta naranja girar imperturbablemente sobre su eje, el planeta
Bob Giordano giró todavía treinta veces alrededor de la naranja enloquecida; o sea, durante poco más de dos días. Pronto se cansó de llamar a Vandenberg: sobre más de mil quinientos kilómetros, la costa oeste de los Estados Unidos había retrocedido considerablemente, tragada por el mar. El éter permanecía mudo; su silencio significaba el de la Tierra entera, y la Tierra ya no estaba precisamente entera: las bombas sólo fueron el detonador de convulsiones geológicas mucho más considerables. Grandes hendiduras se habían abierto ante sus ojos en la corteza terrestre (y además había podido verlas en su pantalla de control), y el tsunami se había precipitado en ellas. Los volcanes vomitaban fuego por todas partes, y una espesa capa de humo ocultaba casi todo el hemisferio norte.
Estaba jodido. Nadie había podido con nadie, todo el mundo había podido con todo el mundo. Bob Giordano no quiso terminar la órbita trigésimo primera. Se quitó el guantelete derecho. Eran las 13.37 y pico (hora de Vandenberg, que ya no existía) y el NAOS caía como una piedra sobre la provincia china de Wu-An, ahora en tinieblas. El guantelete hizo un desagradable ruido de succión metálica al sacar la mano, luego quedó suspendido ante el piloto, retenido por el hilo de seguridad. Giordano movió libremente los dedos ante su rostro, y observó un rato el funcionamiento de los tendones en el dorso de su mano, entre las hinchadas venas. Luego empujó hacia arriba la visera hemisférica de su casco y resopló. La atmósfera interior del habitáculo era todavía más insípida que la de su escafandra.
Con su mano libre abrió el bolsillito rojo cosido sobre el nylon metalizado del brazo izquierdo, justamente debajo de la bandera. Sacó del mismo un pequeño tubo negro provisto de un pulsador en su base. Con el pulgar en el pulsador, acercó el tubo a sus labios. Lo cogió con la boca como si fuera un silbato.
El NAOS navegaba entre las sombras nocturnas de la Tierra incendiada. Abajo, donde un día estuvo la isla de T'ai-Wan, mugía un mar embravecido.
—¡Salud! —dijo, mordiendo el extremo del tubo. Titubeó; no sabía si debía decir: «¡Salud, Ben!» o «¡Salud, Vanessa!»
No lo supo jamás. Su pulgar había hundido a fondo el pulsador, la pequeña pastilla blanca fue propulsada al fondo de su garganta y apenas notó que la tragaba. Se extinguió enseguida: murió en menos de diez segundos.
…han visto el planeta naranja girar imperturbablemente sobre su eje, el planeta quemado, devastado
Una gran fatiga se abatió bruscamente sobre él. Pájaros de largas alas translúcidas revoloteaban por la cabaña. Su brazo cayó sobre el suave costado que respiraba regularmente. Se dijo que iba a dormir. Los pájaros cada vez hacían más ruido a sus oídos, llenaban la caja de resonancia que era la habitación con una música aterciopelada, arpegios de viento, acordes apagados de plumas batientes. Respiraba con dificultad. Su cuerpo estaba fatigado; se estremeció ligeramente, se dijo que tenía frío. Ella alzó la colcha de cuadros multicolores sobre sus cuerpos desnudos, se apretó todavía más junto a él, apoyando su cabeza en el hombro masculino. Percibió el olor de sus cabellos, los pájaros rozaban su rostro en giros extraviados. La cabaña a oscuras era una pajarera estriada de trayectorias de cristal, un vaso de ecos perforados por cantos burlones. Estaba tumbado de espaldas, pero no sentía su cuerpo, ni el cuerpo acurrucado contra él. No tenía peso, ni músculos, ni carne, flotaba, se había convertido él mismo en un pájaro girando en el vacío, y sus ojos sólo se abrían ante un muro de oscuridad más compacto que la noche. El susurro de plumas se apagó como si ya no hubiera aire que convirtiera en ondas sonoras la agitación desordenada. Y el muro de oscuridad fue atravesado un millón de veces por una aguja minúscula, y un millón de minúsculos agujeros hicieron aparecer una claridad fría y líquida ante la mirada apagada de sus órbitas vacías, perforado por los cráteres de las bombas, el planeta que ya sólo era costra y cenizas, el planeta-cicatriz, el planeta-desierto, el planeta-infierno donde todavía humeaban algunos rescoldos, el planeta sin vida en lo sucesivo, o casi; el planeta abandonado a las bacterias, a los insectos excavadores, a los bichos y peces de las grandes profundidades.
Han enviado a la superficie sondas que quizá son una parte de ellos mismos, han recogido la ceniza fría, han medido el baile de las partículas ionizadas todavía crepitantes, han calculado: la catástrofe tuvo lugar en una época que podían calcular, tomando como medida de tiempos la rotación del planeta alrededor de su sol, en más de doscientos cincuenta períodos o menos de doscientos sesenta y cinco.
Era un hecho bruto, un dato numérico. Los seres lo asimilaron en su memoria insaciable. Pero las emociones les eran desconocidas; por eso no lloraron. Y la palabra locura no existía en su vocabulario, por lo que no fue pronunciada. Simplemente, enunciaron un concepto general que podríamos traducir por: determinismo histórico.
Sin embargo, los seres llegados de tan lejos aún no se dieron por satisfechos (otro de esos términos inadecuados, que puede interpretarse diciendo que para ellos los efectos observados carecían aún de causa, de motivos). Por tanto, era necesario pedir explicaciones a la raza dominante que había poblado el planeta calcinado. Sin duda, esa raza dominante ahora ya no residía en la superficie, sino bajo la forma de cadáveres, o incluso menos: de polvo…
Sólo que un cadáver puede hablar, y hasta el polvo, cuando se conoce la manera de interrogarle.
Finalmente, los viajeros no tuvieron necesidad de hurgar bajo la superficie radiactiva y recocida del planeta. A su alrededor, como una orla de perfectos ataúdes cromados, media docena de ojivas orbitaban automáticamente, con los cadáveres de sus pilotos inclinados ante las mudas pantallas de control. Esos satélites y sus ocupantes eran sin duda lo más preservado del fuego nuclear y de los cataclismos geológicos que le siguieron; los brillantes proyectiles eran testigos del hombre, de su tecnología y su civilización.
El navío llegado de lejos se cernía como una pálida luna brumosa alrededor de una de las ojivas, cuyo casco mitad brillante, mitad negro, llevaba la inscripción: Norbert Weinberg. Manipulado por fuerzas invisibles, el satélite de metal se abrió como una cucaracha bajo el pico de una urraca, aun quedando intacto, porque la manipulación se realizaba en un plano perpendicular del espacio. Medio tendido en su asiento abatible, el piloto reía con sus dientes sin labios ni encías, con la cabeza apoyada en el hueco de su casco. Sólo quedaba de él un esqueleto perfectamente conservado. Pero no hay nada tan parlanchín como un esqueleto. Los seres llegados de lejos (el navío y ellos quizás eran sólo partes distintas de una misma entidad, como la cabeza y las patas de una tortuga son distintas de la concha, y no obstante están unidas a la misma) manipularon el esqueleto que se disgregó en una infinidad de fragmentos del tamaño de una molécula de carbono, quedando intacto no obstante, porque esta autopsia se realizaba en un plano perpendicular del espacio.
La criatura así visitada, el hombre, el terrestre, el piloto, había poseído en vida dos sistemas mentales distintos, pero complementarios: el consciente y el inconsciente. De nuevo, brevemente, pudieron funcionar en parte.
El esqueleto habló, el esqueleto soñó.
El aparato, la astronave, el laboratorio orbital, el satélite,
llamadlo como queráis, en fin, esta gran masa de metal, mitad brillante (níquel-aluminio) mitad negra, gira alrededor del planeta con una monotonía fastidiosa. El planeta, con no menor insistencia, gira igualmente, enorme, pero airoso como una pelota de goma, a la que se asemeja, además, por su granulado superficial, aunque también podría ser una naranja, digamos una naranja azul.
Dentro del aparato, cuyo nombre no importa aquí, que gira imperturbablemente alrededor del planeta, hay un hombre. Pero esto no tiene ninguna importancia. El hombre está muerto. Está muerto desde hace doscientos cincuenta o doscientos sesenta años; se ha deshecho dulcemente, vaciado, desecado sin corromperse en su escafandra casi perfectamente aséptica, en su habitáculo casi perfectamente estéril. Su piel, su carne, sus músculos, sus vísceras, esa masa gris y blanda que fue su cerebro, todo se ha fundido, se ha convertido en polvo, y el polvo ha caído dentro del forro de neopreno; ahora descansa en el fondo de las botas. En el hemisferio del casco con la visera levantada, el hombre, el esqueleto de hombre, ríe dolorosamente. Y cuando, obedeciendo a las rigurosas fantasías de la órbita del NAOS, el sol brilla a través de la escotilla de estribor, se refleja en el retrovisor y viene a iluminar el hueco del casco, los dientes brillan fugazmente y toman el color dorado del marfil viejo. Quizás entonces, hay como una sombra de ironía en esta risa, testimonio de los sueños del esqueleto.
Pero, ¿sueñan los esqueletos?
El navío extranjero se ha ido como llegó, impalpable, inalcanzable, como un cilindro negro en la negrura del espacio. Y sólo queda un viejísimo cadáver mudo, prisionero en su ataúd cromado que gira alrededor de un viejísimo planeta mudo.
El sol inmóvil cae. Sólo el viento murmurador hace estremecerse las hierbas y las hojas, al fondo del valle que se abre como para acogerlo. En medio del valle, mantel verde como un mar rizado, la cabaña de madera tosca rompe el soplo irregular del viento, y su fachada con dos ventanas abiertas luce, anaranjada, bajo la caricia del astro que se eclipsa. Tendido en el umbral, un gran perro pastor duerme, sueña quizás, y sus mandíbulas se cierran a veces sobre presas imaginarias. Criiic… Criiic… Criiic, hacen las bellotas al abrirse bajo los dientes de la ardilla sentada en el alféizar de la ventana. En la única pieza de la cabaña, sobre el lecho largo y bajo junto al muro opuesto a la fachada, un hombre y una mujer duermen enlazados. Bziii… Bziii… Bziii… hacen las largas patas de las langostas o de los grillos frotando cadenciosamente sus élitros entre las hierbas del valle. Una pareja de gamos pasa, no lejos de la cabaña, con sus pezuñas afelpadas. Graeueueuh.. hace el rugido del lince oculto en las colinas que cierran el valle. El hombre y la mujer enlazados, desnudos bajo una simple colcha, no se estremecen ni siquiera cuando una corneja viene a rozar con su ala negra el techo de la cabaña, lanzando un doble graznido plañidero. El sol es una bola roja que palpita en el horizonte y viene a rozar con su lengua ardiente el lecho; lame las mejillas y la frente de los durmientes, haciéndoles parecer disfrazados de pinturas guerreras o devorados por una fiebre maligna. Pero no se mueven, no respiran sus narices ni circula sangre en sus venas, y sus costados tienen la inmovilidad del mármol. Tres gatos parecidos de pelaje y de tamaño vagabundean por la habitación, yendo y viniendo interminablemente entre la mesa y el lecho. Fuera, el rápido galope de tres caballos se acerca, se aleja, se extingue del todo. Más arriba, en las colinas, la garra aterciopelada de un oso pardo arranca miles de agujas del pino; el olor a resina es más fuerte que nunca en el aire sereno. Los dos durmientes de la cabaña no han despertado. No despertarán jamás, su sueño es definitivo, tiene la profundidad inmutable del sueño de los dioses.
Criiiic. la ardilla ha roto su última bellota, olfatea el tibio aire de la tarde, lanza una última mirada a los yacentes, salta del alféizar de la ventana a la suave hierba del valle y corre hacia la cima de la colina más próxima. El navío extranjero se ha ido como llegó. Jamás el silencio de los espacios infinitos ha sido más pavoroso, ni la soledad helada del vacío tan absoluta.