DONDE LA LLUVIA SE PEINA EN LAS CURVAS DE LAS SOMBRILLAS

Pierre Marlson

A Daniel Drode, quien demostró, a finales de los años cincuenta,

que Francia podría abrir caminos a la ciencia-ficción.

A Harían Ellison, quien demostró, mucho más tarde,

que Drode tenía razón.

Zumbaba la radio de mi casco, pero no me molesté en poner el contacto. Después de todo… ¡que llamasen! Demasiado conocía el motivo de esta comunicación.

Había observado atentamente la catarata que caía sobre la sombrilla viscosa bajo la cual me deslizaba, y que goteaba lentamente sobre mis hombros. Duró cuatro minutos justos, como siempre. El sol arrancaba reflejos multicolores a ese telón saturado de sales. El vapor se alzaba a mis pies entre tallos ocelados, teñidos de verde y castaño rojizo. Las pequeñas lagunas confluían en una corriente, azul al principio y luego cada vez más verde, hasta difuminarse en el amarillo "pálido del horizonte, hacia la cálida niebla donde el agua, la tierra y el cielo se mezclaban como un caldo de cultivo. Yo sudaba cada vez más.

Al cabo de cuatro minutos, la fuerte precipitación finamente dividida se interrumpió de repente: treinta y cuatro grados centígrados, densidad uno con veintisiete milésimas, y conteniendo todas las substancias necesarias para la fotosíntesis.

Cuando el agua cesó de caer la sombrilla inició su lento temblor, ínfimas sacudidas elevaban sus bordes relucientes, bruñidos por el líquido bienhechor. La planta se hallaba en sus breves instantes de distracción. Corrí bajo los cien metros cuadrados de dosel verde oscuro. Mi radio lanzaba aún, y siempre a molestas ráfagas, su zumbido de llamada. ¡Que se callen ya! ¡Deberían hacerse cargo de que estoy ocupado! Necesitaba secarme la frente con el dorso de la mano, pero conocía el riesgo mortal que correría si echaba a perder la impermeabilidad del traje: el líquido urticante segregado por la planta, o mejor dicho, por el animal-vegetal, roería mi carne hasta los huesos. Mis desgraciados compañeros lo descubrieron a su costa: ambos habían muerto. Esto irritó profundamente al jefe de nuestra expedición. Quedaban las «patas» del ser verde, capaces de partir por la mitad al hombre que se pusiera a su alcance. Pero me quedaban de treinta a cuarenta segundos para ir y volver… y quizá para descubrir el secreto que quemaba mi espíritu.

Treinta segundos son muy poco… y quince aún menos, pero ¡por Dios, que pueden parecer interminables, y todavía más bajo esas llamadas ensordecedoras! A mi alrededor, los tallos empezaban a curvarse hacia el suelo, recordándome que mi tiempo disponible era peligrosamente escaso. Pero ya llegaba al centro de la superficie abarcada por la gran criatura. Uno… dos… cinco de sus pies se desarraigaban del humus. Hice un quiebro a la derecha y al instante atisbé un tallo rojo que se hundía. El tronco de la sombrilla avanzaba hacia mí. Volví a cambiar de dirección y rocé dos patas sólidamente hundidas todavía. Luego desvié la mirada para correr hacia el otro lado con el fin de salvar la vida. ¡Y aquella porquería de radio seguía sonando como una trompeta! El ruido me parecía formidable, pero era mi intenso esfuerzo físico lo que me producía tal ilusión. Ante mis ojos danzaban mariposas rojas. ¡Había que abrir un poco más el oxígeno!

Por fin me desplomé, jadeante, al fondo de uno de aquellos embudos de bordes ligeramente inclinados, siempre blancos y secos, donde las sombrillas no llegaban jamás. Di media vuelta a la válvula del oxígeno para respirar a fondo repetidas veces. Finalmente, cuando me pareció que ya volvía a ser capaz de articular algunas palabras, conecté la radio.

—Os oigo —resoplé en dirección al micro—. Pero… dejad ya… de pitar a… así… Cuando… uno… uno tiene que correr…

—¡Olmar! —dijo la voz severa del capitán Vbur—. Me alegra comprobar que te has salvado y te decides a responder. Debo comunicar una orden urgente a todos los exploradores individuales. Y el comandante me encarga que te la transmita personalmente: ¡Regreso inmediato a la base principal, para abandonar enseguida este planeta!

—¡Oh! ¡No! —exclamé—. La misión debe durar tres días enteros, ya lo sabes, y hace tan sólo unas horas que he salido. Acabo de hacer una observación interesante… Estoy…

—Basta —cortó mi interlocutor—. Las órdenes del jefe son terminantes: ¡Regreso inmediato! El desconfía de esos esfuerzos desesperados de última hora, por parte de hombres como tú. Lo siento, Philippe —añadió en tono más amable—, pero nuestro camarada Nothin acaba de morir atacado por una sombrilla. Nuestra brigada ha recogido sus pedazos. Confieso que, ante el silencio de tu radio, temí que te hubiera ocurrido lo mismo. Estás haciendo un trabajo que no te corresponde y… En fin, vuelve. Es una orden del comandante. Y es también lo que como amigo espero verte hacer, ¡viejo perro loco! ¡Que ya no somos los jóvenes atletas que fuimos!

—Habría sido mejor que me acompañaras como te propuse —refunfuñé—. Estarías tan entusiasmado como yo. Oye, amigo Jacques: no puedo obedecer esa orden. Estoy sobre la pista de la prueba que buscamos. Por suerte, la cámara de mi casco ha funcionado bien; habré impresionado al menos dos milímetros de microfilm. Ahora estoy estudiando un detalle que acabo de ver. ¡Es maravilloso! ¡Un tubo, o un tallo metálico, indiscutiblemente de fabricación artificial! Está en el centro del tronco de la sombrilla. ¡Sí, lo has oído bien! Y se retrae al mismo tiempo que la sombrilla saca las patas del suelo, a cada lado de la protuberancia. En el sector donde me encuentro hay otros cuatro o cinco emplazamientos para sombrillas. Dentro de una hora y cuarto volverá la lluvia, y hasta ese momento voy a emboscarme. Luego trataré de utilizar por fin nuestro narcótico para vegetales.

—¡Esto es una locura! ¡Un verdadero suicidio! —cortó el capitán—. Ya conoces mi opinión sobre este tema. Os prohibimos que llevarais ni una gota de ese producto supuestamente milagroso. No sirvió para evitar la muerte de Svili, como ya sabes…

—Dosis incorrecta —respondí—. Y si no dispones de otro argumento para hacerme cambiar de opinión, cambio y cierro. Adiós y buenas tardes. Por lo demás, y hasta que podamos hablar, quedemos en que esta conversación no ha tenido lugar. No has podido comunicarte conmigo. Y para tu informe oficial, si desaparezco durante esta misión: ¡mi radio se ha estropeado! ¡Voy a pasar aquí los tres días!

—Veamos —objetó Vbur todavía—, ya conoces el reglamento: en caso de avería de la radio, regresar inmediatamente a la base.

—Pero yo no soy militar; ni siquiera empleado civil de la flota. Casi estoy obligado a «ignorar» los reglamentos… Es inútil que insistas, Jacques. ¡Me quedo!

—¡Atención! No cortes el contacto. Todavía tengo algo que añadir de parte del comandante. ¿Sigues a la escucha?

—Sí, sí. Aquí estoy. Vamos, di lo que sea.

El Previsor abandona este planeta dentro de doce horas. Martson ha estado concluyente. Y ya sabes que es capaz de cumplir su palabra y abandonarte.

—Pues voy a correr el riesgo. —Reí un poco antes de proseguir—. No creo que abandone aquí al director científico de una expedición financiada por cuantas entidades importantes tiene la investigación histórica de nuestro planeta. ¡Adiós! —añadí con firmeza, cortando la comunicación.

No estaba muy seguro de mis últimas palabras. De todos modos, y actualmente lo admito, había llegado a un punto en que ya no razonaba con normalidad. Mi rivalidad con el comandante Martson, su obstinación en abreviar a cualquier precio la duración de nuestra estancia, me habían enemistado con él. Los científicos teníamos razones para sospechar que tal actitud obedecía a las intrigas de la Liga de Políticos Modernos.

Además, estaba lo de la avería de la astronave, que preocupó a los oficiales navegantes y sin duda justificaría la cancelación de la misión. Pero esa avería, ¿no sería debida a un sabotaje?…

Estaba completamente seguro de haber hallado el Planeta primordial. Quería demostrarlo… Si no lo conseguía, ¿qué valdría mi vida? La había consagrado por entero a ese fin.

Estaba un poco exaltado, pero todavía era dueño de mí mismo y capaz de coordinar mis movimientos, ¡qué diablos!

What on Earth! —murmuré, sonriendo ante la puerilidad de este juego de palabras de una lengua muerta: «¡Quién sobre la Tierra!» o «¡Qué importa!»

Y repté hacia el borde de mi embudo, vigilando la pequeña cúpula, aparentemente dura y maciza, de color turquesa, en medio de su anillo de tierra blanda. Estaba decidido a capturar la sombrilla que dentro de (consulté el reloj) sesenta y siete minutos acudiría para tomar su ducha. Emplearía mi inseguro anestésico, que sería preciso inocular peligrosamente cerca de la presa. Pero así podría andar sobre la misma y ver, en su centro, el misterioso orificio.

Para distraer la espera, y casi a mi pesar, empecé a recordar. Tres meses de «tiempo-patrón» ocupados en buscar, en escudriñar desafiando los peligros de aquella tierra inhóspita. Tres veces treinta y un días de veinticuatro horas, que desde hacía muchos siglos no correspondían al período de rotación de ningún planeta conocido… Excepto aquél, precisamente, salvo un error de unos cinco minutos que, a mis ojos al menos, era prácticamente despreciable.

Aquél era «mi» planeta, «nuestro» planeta, nuestro astro mítico, el de nuestros orígenes. A esta carta habría apostado sin vacilar toda mi fortuna. Pero, ¿cómo fundamentar esa convicción? Los de la Liga podían exhibir su famosa sonrisa. En cuanto al navio, ¡cuánto dinero desperdiciado! Y, ¿dónde estaban los secretos cuyo descubrimiento les había prometido?

Cada hora que pasaba hacía tambalearse un poco más la escasa autoridad moral de que disponía. El día anterior, precisamente, cuando se decidió por votación entre la postura del comandante y la mía, apenas obtuve tres votos de mayoría. ¡Y eso que no admití la participación de los simples marinos, ni tampoco la de los contramaestres! Acepté sólo el voto de los oficiales… Entonces me concedieron tres días, ni uno más, como un caramelo a un niño caprichoso… El propio Vbur, mi amigo, mi único aliado en el clan de los tripulantes, me había abandonado la víspera. Aún me parecía escuchar la voz del comandante Martson:

—La responsabilidad total sobre quienes viajan o viajarán a bordo de este navío, es mía, Maestro Olmar —había sentenciado, abrumador—. Conozco sus argucias: no estamos en travesía, y por tanto es usted el director técnico. A pesar de ello, le repito que aquí sólo hay un jefe, y ése soy yo. Si, enfrentándome a su voluntad expresamente manifestada, yo ordenase despegar dentro de una hora, pues bien: partiríamos a dicha hora. Entienda que le doy tres días, que le concedo a petición de sus colaboradores. Tres días; ni un minuto más.

Yo estaba pálido de rabia; lo notaba en las aletas de mi nariz, tensas como nunca, y no pude replicar ni una sola palabra. Aquel hombre se habría reído en mi cara. A él y a sus marinos, yo les había llevado al planeta originario prometiendo mostrarles la cumbre de la cultura humana. Y ahora vivíamos peligrosamente entre plantas semovientes y hostiles…

—Estos vegetales —había declarado poco antes— por su alimentación obedecen a reglas que evidentemente no han establecido ellos mismos. Estos curiosos recipientes de tierra, centrados en una cúpula de material desconocido, demuestran la existencia, al menos en el pasado, de una cultura exterior a la planta, por autónoma que ésta sea. Es preciso descubrir el secreto de esa tecnología que aún funciona. Entonces, y sólo entonces, comprenderéis la exactitud de mi tesis.

—No me gusta ofender a nadie —ironizó Martson—. Pero, Maestro, le conviene escuchar una lección que merece desde hace mucho tiempo. Usted se hace llamar hombre de ciencia. Pues bien; lo admito. Para lo tocante a su especialidad, se entiende. Pero cuando se deciden unas coordenadas espaciales en base a viejos mitos, aplicando conclusiones sacadas de un simbolismo hipotético, por desciframiento de textos ininteligibles, mi deber es gritar: ¡Alto! Usted ha logrado predecir la existencia de un tercer planeta alrededor de este astro, y la presencia del mismo en este cuadrante. Sea. Pero ¿dónde están los «semejantes» que nos había prometido? ¿Cree que las «legumbres» que pueblan este territorio son capaces de navegar por el cosmos?

A estas palabras, ciertos murmullos burlones habían surgido entre el auditorio. Fue entonces cuando pedí la votación…

Aflojé la parte anterior de mi casco y me desabroché el peto de la combinación impermeable. Por vigésima vez sequé el sudor de mi cara y cuello, procurando llegar hasta los hombros todo lo posible. En aquel planeta, en efecto, hacía un calor horrible, a pesar de la elevada latitud septentrional a que nos hallábamos. Fue lo que más me sorprendió. El estudio de los legajos antiguos de cincuenta planetas me había conducido a teorías muy distintas de lo que estaba descubriendo, desde el punto de vista climático. Pero había transcurrido mucho tiempo. ¿Y si la estrella de aquel sistema había modificado su radiación? Quizás el vapor establecía un efecto de invernadero.

Además, los continentes eran mucho menores de lo que suponía la tradición, aunque esto concordaba con mis suposiciones y fortalecía mi posición. Consulté el reloj: faltaban quince minutos aún. Entrecerré los ojos, escrutando la niebla en la lejanía: en efecto, dos sombrillas se acercaban al depósito de vida, distante doscientos metros. Su gran sombrero estaba abatido hasta casi cubrir sus múltiples pies. Tenían sed. A medida que se aproximaban, distinguí cada vez mejor los detalles de su anatomía: siluetas verde oscuro bajo el halo dorado del sol, en medio de las tierras blancas y secas que separaban las lagunas destellantes de donde se elevaban ligeras nubes de vapor. El lecho de estas extensiones de agua estaba rodeado de elevaciones construidas con una piedra inalterable, que almacenaban el calor y mantenían el agua a una temperatura más elevada que el aire circundante. Esto era lo que producía aquella sensación de ahogo, debida a la elevada temperatura —veintiocho a treinta grados— de una atmósfera mantenida siempre a saturación de humedad.

Por lo demás, sin tales condiciones atmosféricas no quedaría viva ni una sola sombrilla, forma de vida enteramente adaptada al clima excepcional de aquellas islas del hemisferio norte. Aquellos seres, sin embargo, necesitaban reponer agua y sales minerales a intervalos apenas superiores a una hora de tiempo-patrón.

Mientras vigilaba la aproximación de los dos grandes vegetales, verifiqué distraídamente el lanza-agujas de repetición. Prank, nuestro químico jefe, me había asegurado que los proyectiles dosificados por él servirían para inmovilizar durante más de una hora, sin matarlas, a las mayores «legumbres ambulantes», como las llamaba el comandante. También había preparado tres tipos de municiones, clasificados mediante etiquetas azules, verdes y rojas, y adaptados a las tres tallas más corrientes de sombrillas. Introduje cinco cartuchos rojos en el cargador, pues las dos que llegaban eran del tamaño máximo.

Un súbito remolino en el aire y un silbido penetrante me anunciaron la llegada de un helicóptero. Me volví profiriendo una maldición.

—¿Qué diablos venís a hacer aquí? —grité—. ¡Largaos!

El pasajero era el capitán Vbur, quien se apeó del aparato en compañía del piloto.

—Venimos a buscarte, Philippe —dijo, sonriendo.

—Callad y echaros al suelo, por el amor de Dios —dije con rudeza—. ¡Con tal de que vuestro maldito aparato no haga huir a mi presa!

Regresé a mi posición de vigilancia, tendido en el suelo.

Los dos hombres obedecieron. Vbur se me acercó enseguida y también lanzó una ojeada hacia las sombrillas. Afortunadamente, éstas no se habían desviado de su ruta.

—Philippe —dijo el capitán—, te lo suplico. No seas tozudo. Martson está muy enfadado contigo. Un subalterno le ha dado parte de nuestra última conversación. ¡Déjalo, amigo!

—¿Cómo? ¿Abandonar? ¡Estás loco si crees que lo haré! Mira. —Con mi dedo apunté a las dos sombrillas. Una de ellas se había adelantado y llegaba tranquilamente al emplazamiento de riego más cercano—. ¿Sabes cómo se dirige el chorro de agua sobre su sombrilla?

—No, la verdad. Dijiste algo de una tubería, pero no veo… —Al contrario; está a la vista. Ahora ya lo sé. Hace una hora he contorneado el tronco de una sombrilla aquí mismo, justo antes de que se alejara. Y he visto…

—¡Ha sido una imprudencia, y eso es precisamente lo que hemos venido a evitar!

—Esta vez lo haré de otro modo —dije sin contemplaciones—. ¡Utilizaré el anestésico!

—¡Déjame hablar de una vez! —aunque hablábamos en susurros, noté un acento histérico en mi voz. Procurando sosegarme, proseguí—: El agua sale de un tubo pintado de rojo. Sí, capitán. Un vulgar tubo como los que nosotros fabricamos diariamente. ¿Qué te parece? ¿Crees posible que estas «legumbres» puedan fabricar tubos capaces de salir y entrar en el suelo sin dejar la menor huella?

Por unos instantes aparté los ojos de las dos sombrillas; la más próxima se estaba instalando bajo la cúpula y metía las patas en el lodo.

—¡Gran Dios! Jacques —dije a mi compañero—, ¿no te has acordado de ponerte un traje impermeable?

—Ya ves que no. No lo necesitamos, pues te prohíbo que te acerques a estas criaturas.

—Pero, cabeza dura, ¿no comprendes lo que acabo de contarte? ¡Un tubo artificial es la demostración evidente de que el hombre existe o ha existido sobre este antiguo planeta! Hemos de encontrar el modo de meternos debajo de esta corteza —le mostraba el suelo a nuestros pies— y descubrir la maravillosa maquinaria que lo mueve todo. ¡Tengo la prueba! ¡Mi teoría es correcta! Podéis iros o quedaros. Al fin y al cabo, me importa poco. En ningún caso me impediréis que actúe.

—Siempre sueñas, y ahora también, mi pobre amigo. La naturaleza es más ingeniosa que todo cuanto pueda inventar el hombre, y aquí claramente nos hallamos ante un fenómeno natural. Comprendo tu decepción. ¡Cuidado! No…

Ya no le escuchaba. La sombrilla se había inmovilizado esperando su maná; su manto se arrastraba por el suelo a su alrededor. El chorro de vida brotó de su centro y empezó a bañarla, dándole brillo y devolviendo el vigor a la superficie exangüe.

Entonces apunté con mi arma y disparé.

Al principio no ocurrió nada. Aquella sombrilla era muy grande, en realidad medía más de ocho metros de altura. Su cúpula, una vez abierta, debía exceder los diecisiete metros de diámetro. El agua caía en brillante catarata, arrancando destellos a la ocre luz del sol ligeramente velado. Salí de nuestro embudo y con el arma siempre en la mano, pero bajando la visera de mi casco y ajustándome el cierre hermético del traje, empecé a correr hacia mi víctima. Entonces vi que el gran cuerpo verde se detenía. El borde de la sombrilla recubrió como un manto los pies profundamente enterrados, que permanecieron inmóviles. Me volví hacia Vbur:

—Supongo que no vas a disparar contra mí para salvarme la vida, ¿verdad? —dije con dura sonrisa—. Confiesa que tienes miedo y que por eso no has cogido un traje impermeable. Confiésalo. Pero yo no tengo dudas. Ya has visto que el ser vegetal no ha explotado. Se ha dormido, al menos por una hora. Voy a explorar el centro de su sombrero.

—Esto es falso. Me atribuyes horribles intenciones —gritó Jacques—. Desde luego, temía que este cuerpo estallara como estallaron las primeras víctimas de nuestros lanza-agujas. Si pudiera, te acompañaría. Te lo juro.

—Te creo —le dije—. ¡Hasta la vista!

Apoyé mis botas con cuidado sobre el borde de la gran sombrilla. El chorro líquido caía sobre mi casco e inundaba mi visera, nublando la visión. ¡Me hacía falta un limpiaparabrisas! Pero la caída del agua no era violenta, ni impedía ninguno de mis movimientos.

Pronto comprobé que mi plan era bueno y que era perfectamente posible para un hombre el caminar sobre aquella materia plástica; cedía bajo el peso, pero la presión se repartía alrededor. Empecé mi ascensión inclinado hacia delante para resistir el peso. Mientras subía, no lograba dejar de pensar en Vbur. En estos momentos le creía; no me impidió disparar ni temió verse alcanzado por el líquido corrosivo, lo mismo que su acompañante, el cual tampoco se había embutido su traje impermeable. Apenas les quedaba tiempo para el viaje, y no pudieron ni soñar en equiparse. Daba igual. Yo no había vacilado en lanzar mi carga sobre el monstruo verde. Pensé que Vbur aprobaría mi tentativa. Pero en el fondo él también era un Bien.

Verdaderamente, se trataba de una tubería. Y ésta, como la anterior, estaba cubierta con una capa de pintura rojo vivo. Un hombre podría introducirse en ella. El agua brotaba de un orificio circular que le daba la forma de un talón, cayendo en forma de cúpula gracias a la presencia de un disco que sólo dejaba una rendija circular en la periferia del mismo. La presión de salida debía ser muy tuerte, ya que el chorro subía como un embudo a tres o cuatro metros de altura antes de volver a caer, apenas roto, sobre toda la superficie de la sombrilla. Era muy ingenioso, ya que estaba adaptado a las dimensiones del animal y ofrecía la seguridad de que todo el sombrero-manto recibiría el líquido bienhechor.

Las membranas superiores, tan delgadas que cuando la sombrilla avanzaba se movían agitadas por el viento, en aquel momento estaban fuertemente adheridas a la superficie del tubo misterioso. Rodeé todo el perímetro del tubo, alzando la cabeza para observar la salida del líquido y, a la vez, permitir que mi cámara captase todo el fenómeno. Por un momento me hizo dudar la idea de meter la cabeza «dentro» de la película a presión, agarrando el borde del enorme difusor. Pero temí que mi equipo no lo resistiera.

En ese momento de mis reflexiones me volví para hacer un signo victorioso con el brazo hacia el capitán, cuando mis ojos me informaron de algo que mis piernas, acostumbradas a mantener un equilibrio inestable, no me habían transmitido: aunque el riego no había terminado y los efectos del anestésico teóricamente aún debían durar, los bordes de la inmensa sombrilla habían empezado a levantarse, palpitantes, como ocurría «después», normalmente mucho después, de que la ducha hubiera concluido. En pocos segundos dejé de ver a Vbur y al piloto, a quienes vi hacer grandes gestos antes de que la membrana verde oscuro se alzase sobre el nivel de mi visión. Me volví de nuevo. El tubo rojo había dejado de lanzar su néctar y se retiraba rápidamente hacia abajo, desapareciendo entre las membranas.

Luego una serie de rápidas sacudidas me informaron de que los pies de la sombrilla se arrancaban del humus. Mi víctima se agitó y al mismo tiempo una sombra se abatió sobre mi cabeza, la luz se reducía a un círculo de tres o cuatro metros, que seguía disminuyendo poco a poco.

—Vamos a lanzarte una cuerda de nudos —gritó una voz.

Era Vbur, hablando a través de un megáfono. El helicóptero dio varias pasadas sobre mí… Una cuerda golpeó un lado de la sombrilla invertida, se alejó, regresó y empezó a descender. Tres segundos más tarde me apoderé de ella y empecé a izarme febrilmente.

Y volví a caer de espaldas sobre el centro de la planta. El líquido corrosivo había roto el cable. Me incorporé. Una de mis piernas parecía ser aspirada por una boca; se había incrustado en el orificio superior de la sombrilla, y vi con terror que las membranas la recubrían.

Por fin, con un poderoso esfuerzo, logré arrancarla del magma. Por fortuna el revestimiento de mi traje era, además de impermeable, resistente a los ácidos, incluso concentrados al 99 %.

«A última hora —pensé— que se apañen con su helicóptero.» De pronto me sentí extraordinariamente satisfecho de mí y de mi situación. Había querido conocer aquellas plantas ambulantes; pues, bien, ¿cómo conseguirlo mejor sino viajando montado en una de ellas? La luz se había vuelto lechosa, de un verde opalescente. Era maravilloso, pero significaba que, por encima de mi cabeza, la sombrilla que me había capturado se cerraba del todo.

¿Prisionero? Mejor decir invitado a vivir con ella. Yo estaba seguro que pronto lo aprendería todo sobre los misterios de aquel planeta. Todo iba bien y me sentía dulcemente balanceado, de izquierda a derecha, y luego de derecha a izquierda, en una gran cuna, acogedora y cálida. Habría preferido que fuese roja. ¡Qué importaba! Al menos el tubo era rojo. ¡Qué rojo más bonito, y qué maravillosa tubería, aquel tubo rígido y colorado penetrando la húmeda dulzura de aquella tierna masa verde para lubrificarla!

Estaba en un buen apuro e intenté recobrar la razón. Tal actitud no concordaba con mis actos anteriores. Aquella planta extraña no me era demasiado favorable, no más que a mis congéneres. ¡Sus semejantes habían matado a algunos de mis compañeros! ¿Por qué me sentía tan confiado? ¡Qué tontería! Una idea taladró mi cerebro, que me parecía reblandecido: ¡respiraba una droga! El aire lo tomaba del exterior, a través del casco. Mi traje era impermeable a los líquidos, pero no poseía respiración autónoma. Sabíamos que la atmósfera de aquel planeta era idónea para nosotros —demasiado idónea en realidad—, por lo que no se precisaba semejante carga suplementaria.

Mi raptora emitía vapores tranquilizantes. Tal era la razón de mi cambio de opinión con respecto a ella.

Pero, ¿por qué?

¡Qué importaba! Abrí la visera de mi casco y luego el cierre del cuello, para sacármelo. .

¡Loco! ¡Vas a perecer con las carnes devoradas por el corrosivo!

¿Quién lo dice? ¡Si es mentira! Veamos; aquí todo sigue bien. Duerme, amigo, que yo te llevo; duerme o descansa, pero no te excites. No era nada muy preciso, pero las ondas tranquilizantes no dejaban de llegar.

Al fin caí dormido, diciéndome que seguramente soñaba y que sin duda ya estaba muerto.

Hubo una vez un planeta. Hubo una vez una mujer. El planeta fue perdido por el niño-hombre separado de su tronco, exiliado lejos de su madre natural, ajeno a todo lo que fuese tradición. La mujer murió. Les lloré a ambos, al planeta y a la mujer; desde siempre, al mundo inicial, y después de casi el mismo tiempo a la compañera escogida. Y la Tierra me tendía sus brazos, como una mujer anhelante abre sus piernas a la penetración larga y sedosa de su macho. Laderas dulces y dulces colinas de mi Tierra de ensueño, planeta verde como nosotros te amábamos, ¿a dónde te place llevarme? Rítmico balanceo de mi obra viva, al fin te reconozco y te adopto, perdiéndome en ti, a quien absorbo golosamente.

«Cincuenta planetas, señores, cincuenta planetas y sus mitos cien veces verificados confirman esta evidencia. Lejos de crecer como hermanos que no se conocen unos a otros pero esperan la felicidad de encontrarse algún día, hemos olvidado a nuestro lejano antepasado por la ambición de ser los primeros en nuestros dominios.»

Y allí estaba Lia, su dulce rostro, su mirada sostenida pero siempre pendiente de la mía, imagen en mi pensamiento de este planeta al que repetidamente me refería. ¿Se daban cuenta de ello mis oyentes? Después de todo, ¿quién estaba enterado entonces de mi amor, amor perdido? La Tierra se había convertido en mi única idea fija, ideal aparentemente inaccesible. Investigaciones, compilaciones, preguntas, descubrimientos y reconstrucción del modelo inconsciente de las sociedades humanas, a base de centenares de expresiones legendarias, todas ellas relativas a su esquema planetario, y a su vez integrables todas en ese modelo. Similitud imposible, salvo origen único de las formas del lenguaje inicial y estructura idéntica del pensamiento en todas partes, una vez abstraída de las relaciones verbales. Tales fueron las rondas doradas de mis amores terrestres. Había viajado, hablado, escrito, descubierto y luego enseñado, reflexionado, convencido y apremiado hasta a mis peores adversarios.

Y mientras tanto, mi flor, mi llama, mi tierra, mi mujer, yo te poseía y tú me poseías, estábamos abrazados, sin avergonzarnos el uno del otro, enlazados, apretados y felices, felices…

Una excursión aérea, Lia reía, yo inclinaba el aparato, su velamen sustentador deslizándose sobre el límpido océano atmosférico comprimido por la velocidad. El lago centelleaba más allá de los mandos que obedecían a las fuerzas sometidas a mi mano. Volver a poner en juego la potencia tras el descenso a motor parado; inclinarse para el rizo; pilotar ebrio por el viento loco que hacía volar los rojos cabellos de mi compañera. Compartir alegrías y responsabilidades. Lia se había hecho cargo de la difícil secretaría de mi organización. Ella ordenaba los espesos folios de las encuestas; cuidaba de todo, documentos oficiales, licencias de los gobiernos locales siempre atentos a sus prerrogativas. Su cuerpo ardiente contra el mío; nuestras uniones enlazaban la vida con los recuerdos tejidos día a día como un tapiz se construye hilo a hilo, por un delicado juego de los colores escogidos y las coincidencias oportunas. Nuestro amor, sin clasificar nada, mezclaba la obligación, el estudio, el juego y la diversión. ¿Cómo no amarnos? ¿Cómo no sucumbir a su invitación femenina de ingenio, de corazón, de cuerpo y de belleza? Era maravilloso para mi moral muchas veces débil que me hubiera tocado tal compañera. Yo daba las gracias a todos los universos bienhechores y sobre todo a quien nos llevó, nos creó, hizo de nuestra raza la cumbre viviente de innumerables moléculas abisales: la Tierra, a la que llegaríamos juntos como habíamos jurado.

Pesadas volutas de los patios olorosos, la tarde que nos despedimos de los estudios terminados; la subida en pleno cielo nos enloquecía. Yo dejaba los mandos y Lia me relevaba. Su estilo brillaba más cuando ejercía su audacia con alguna reserva. Sin tropiezos, bañamos de aceite nuestros cuerpos y nuestro vehículo. Tardes felices sobre los brillantes peldaños de nuestra ascensión. Desde el escepticismo de los comienzos habíamos llegado muy lejos, viendo asomar en el horizonte el océano de las armonías universales. Apoyos, promesas y al fin, obtenidas las coordenadas maravillosas, la gran aventura que habíamos deseado alzaba su ojo amigo; paso a paso la habíamos visto crecer gradualmente. Hasta la caída.

Pensamiento contra pensamiento, mejilla contra mejilla, terminamos la jornada con alegría. Ovaciones, entregas de grandes premios y vistosas condecoraciones. Huimos. Árboles frescos y océanos sin edad acogieron nuestra intimidad. Desnudos en la onda fresca y luego regenerados por el astro de un sistema acogedor, nuestras pieles frotadas con bronceadores, luego con sales y siempre la una contra la otra, en una renovada explosión. Lia me precedió a la morada para redactar papeleos y justificar nuestro vuelo.

La encontré muerta, asesinada por un Bien fanático…

Y ahí estaba, recobrada al fin, libre y vivida, mi esperanza en la Tierra, planeta que sentía, que había visto pero no reconocido. La duda… ¡oh afrentosa duda, que apenas supe vencer! Apagada mi pasión clarividente, yo no había visto mi tierra de esencia ideal. Palabras mal dichas y reproches injustos; había soportado cosas peores que las injurias o el endiosamiento de un miserable «pacha». Dudaba. Pero, ¡cómo no me había arrojado al suelo ebrio de alegría, besando esa tierra que tanto había anhelado y el regreso de la mujer que yo vivía sufriendo cada momento de mi vida.. sin querer confesarlo, a mí mismo sobre todo! Yo no sé cómo me emperraba en no querer apearme del burro. Un telurismo insospechado. Pero yo la tengo hoy y estrecho entre mis brazos a mi mujer. Recobrada. ¡Alegría!

Colores de abril, signos semánticos perdidos de relaciones con una realidad, meses en que habíamos transcrito de viejos legajos medio borrados y palidecidos, microfilms estropeados, cintas magnetofónicas corroídas, promesas de primaveras y de renovación como en el tiempo de los primeros balbuceos. Legendas acerca del sina-trop y del ostral-opitek, de donde había extraído un haz de prietas conjeturas. Volvía al nido. Y las formas plenas de vida estarían allí, los primos lejanos presentes al fin, animales míticos considerados sólo buenos para cuentos infantiles. Ellos me envolvían, yo los amaba, los sentía, los veía, les hablaba, encandilado. En la llama verde corrían sus imágenes benditas. Deseaba cogerlas, pese a mi inmovilidad forzada de espectador impotente. ¿Impotente? ¿Quién me impedía actuar i estrechar a mi mujer sobre mi corazón?

Lazos. Un velo rojo lo recubrió todo y el verde moribundo se inclinó. Frases incomprensibles, pero no, no del todo, hacían renacer en mí como el recuerdo de antiguas palabras y de formas arcaicas, yo soñaba. Y… ¡ah, sí!, yo estaba muerto y lo que estaba pensando confirmaba esto desde la eternidad.

Pero hablaban… ¡en mi idioma!

—Vuelve en sí. Peligroso extraterrestre. No moverlo. Esperar. Marchad, despierta. No, imposible. Debe ser juzgado. Pero, ¿por qué? No es necesario. Será. ¿Mañana al alba? Idos. Volveremos. De acuerdo. Nada puede… escapársele. Cómo, si. Más tarde. Vamos. Fuera. ¡Fuera! ¡Me duele!

¡Ay! Tengo dolor de cabeza y el espíritu confuso y, perdóname, querida, ignoraba que hablases el francés.

—¿Sabes hablar, viniendo del exterior? ¿De dónde? ¿Quién eres? Si eres de los nuestros, debes decírmelo.

Unas manos frescas acariciaban mis sienes. Una mano acarició mi mentón que noté cubierto de barba. Un líquido fresco invadió mi garganta.

La dulce luminosidad verde volvía. Tan sólo llameaba en rojo la cabellera de mi amor. Bebí un poco, sonreí, luego me desmayé en los brazos de mi bien amada Lia.

Dulce muerte, agradable muerte que renueva los lazos rotos, me dije maquinalmente antes de desvanecerme del todo.

—No lo sé.

Ella no sabía. Pero era hermosa. Me había devuelto la libertad de movimientos. Y la veía hermosa. Deseable. Un cuello delicado, pálida columna lánguidamente inclinada, en postura que en otra persona me habría parecido afectada. Pero ella era de la Tierra; forjada con el limo original, me pareció hermosa. ¿En virtud de qué voluntad inspirada, aquella muchacha terrestre tan imprevistamente encontrada tenía la cabellera de fuego? No pensé que fuese una coincidencia. ¿Quién eres tú, Nueva Lia de una renovación que por fin se realiza? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Cuáles son sus leyes? El idioma lo poseo; así pues, ¡contesta!

—No lo sé.

Hermosa, aunque no sepa. La seguí por corredores tallados por lo general en una piedra rojiza —¿gres?— y a la luz de su poderosa antorcha descubrí almacenes, prolongaciones de túneles cerrados por rejas inoxidables y repletos de máquinas. ¿Cómo descifrar aquellos cuadrantes? ¿De qué sirve este asiento de piloto en un subterráneo? ¿Y este encaje brillante conectado a bornes esféricos de color ocre, rojo o violeta? ¿Esta palanca amaranto sirve para conectar el flujo energético? —No lo sé.

Ella sonreía, hermosa, ignorándolo todo. Siempre graciosa y atenta. Curó mis heridas con una especie de ungüento de cambiantes colores que sacó de un camafeo rosa. A menudo me obligaba a sentarme para que no me cansara. Indudablemente conocía la extrema laxitud que producen en el organismo las drogas a que me habían sometido. Sortilegio inaudito mediante el cual recobraba mi esencia y gozaba del sentido profundo del planeta, así como de los diversos vínculos de mi ser, ocultos bajo las impurezas de la consciencia. Esta inmersión en el seno de riquezas técnicas desconocidas me habría enfurecido, a no ser por la presencia a mi lado de esta seudo-Lia, hermosa a mis ojos, que tras la pérdida de mi flor viviente no reconocieron tal cualidad a ninguna otra mujer. Entonces creo que lloré, en la melancólica peregrinación de un recuerdo técnico, muerto para mi encantadora guía del momento. Yo la seguía. Ella era hermosa, y yo me sentía feliz y colmado con su sola presencia; sí, su sola presencia absorbente.

Por fin, y a pesar de todo, nos instalamos. Una especie de asiento alargado de tapicería gris, cálido, dulce y muelle cedía bajo el peso de nuestros cuerpos juntos. Mi peso con el de aquella cadera grácil y redondeada contra la dureza de la mía. Me embargaba una turbación indefinible, que por nada del mundo habría querido analizar hasta sus consecuencias implícitas. Era demasiado pronto, o demasiado tarde para ello.

—Pero en fin, Lia, ¡si estos mecanismos funcionan, alguien debe cuidarlos! Ya que no lo haces tú misma, habrás observado el modo de hacerlo. En tu infancia, ¿te explicaron sus principios?

—Yo no sé nada. ¿Por qué me llamas Lia? —Un recuerdo que coincide. Una gran idea y una ligera premonición de ti, querida niña. Pero, ¿estas máquinas? ¿Para qué sirven? ¡Habla!

Una súbita sonrisa, muy dulce, un poco triste también. Pulsó una pequeña palanca a un lado de nuestra yacija. Una luz brotó débil primero, aumentada luego en insensibles transiciones hasta convertirse en un gran resplandor que inundaba todo el techo. Nos hallábamos en una sala con las paredes revestidas de musgo verde, o algo parecido. Lia fijó sus ojos en mí. Su iris brillaba. Su pupila parecía dilatada. Y siempre aquel pliegue un poco amargo en sus labios, que no desmerecía en nada su cariñoso gesto.

—Voy a confiarte mi nombre, Hombre del Exterior. No sé por qué lo hago. No puedo evitarlo. Mi vida irá hacia ti y tú serás poderoso. No debería hacerlo. Soy amiga tuya. Hoy, yo soy Miére.

Una oleada de rubor inundó su rostro. Bajó los ojos, como si no pudiera soportar la mirada de los míos. Postura exquisita de la joven del mundo primordial, con su velo blanco cerrado sobre los hombros, envolviendo el cuerpo y colgando hasta el suelo, por la posición sentada, plegado en gráciles movimientos que insinuaban su fluida forma. Siempre sin mirarme, señala con el dedo el techo luminoso y el frasco de pomada que reposa sobré sus muslos. Levanta ligeramente la cabeza. La emoción abandona su rostro serenado y continúa:

—Deposito en ti toda mi confianza. Te he ofrecido todo lo que hoy me queda de vida. Ahora, de ti depende averiguar todo cuanto te concierne. Ya sabes, hombre exterior, cuyo nombre ignoro, ya sabes…

—Me llamo Philippe —digo impulsivamente y tomo su mano libre entre las mías.

—Gracias, Philippe…

Al confiarle mi nombre la he tocado en lo vivo. Brilla de gratitud su rostro nuevamente encendido. Pero casi enseguida vuelve su tristeza, que juraría es por mí. Como una oleada hincha el joven pecho y le obliga a desahogarse. Se diría la voz lejana de los bosques bajo la caricia del aire. Sus ojos parecen dos lámparas. La flor se marchita un poco, bajo el peso de impresiones demasiado fuertes.

—Ya sabes, Philippe… Philippe… —hace rodar mi nombre como un guijarro de Lyaril sobre su lengua y alrededor de ella— que «ellos» quieren hacerte regresar a la nada…

Entonces las lágrimas perlan abiertamente sus párpados. Me mira por encima de esta película temblorosa, y todo zozobra en el armonioso conjunto de sus rasgos. Miére, impulsivamente, se lanza entre mis brazos.

—Eres grande, bello, fuerte y amable. El primero… ¡Ay!, ¡ay!… ¿Por qué viniste del Exterior? ¡Jamás creí que fueseis así vosotros, los extranjeros!

—Pero ¿qué dices? No veo que haya nada que pueda inquietarte de este modo. —Acaricio la dulce espalda, electrizado a mi pesar por la presencia de esta tristeza y la cercanía del cuerpo que la expresa—. ¡Lia, te lo ruego! ¡Pequeña terrestre tan esperada por mí! Demostración de la veracidad de nuestras lejanas leyendas, no llores. Pero, explícate. ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los demás miembros de tu comunidad?

—Pero, pero… —Me mira de nuevo; la incredulidad, incluso el más completo estupor, impresos en su rostro—. Veamos, entendámonos. ¿Qué otros? ¿Crees tú que conozco otros «exteriores»?

—Bueno —me río—, no parecen tan malos tus compatriotas. ¡No se han cruzado en nuestro camino! Nadie ha venido a comprobar las ataduras que tan gentilmente me has quitado, pequeña y amable guardiana…

—Pero, Philippe, estas ligaduras eran sólo para el tratamiento médico que precisabas. ¡La nada la encontrarás tú solo!

—¿La nada? ¿Qué nada? ¿Qué puedo temer a tu lado?

—Pero, ¿acaso no lo comprendes? ¿Sois estúpidos los del Exterior? ¿O es verdad que sois demonios? ¡No, esto no es posible! ¿Qué puedes temer? Pues, la falta de alimento.

Me ha lanzado esta afirmación como una evidencia. No acabo de entenderlo. Me arriesgo:

—Pero tú, Lia… perdón, Miére, ¿no podrías compartir conmigo tu ración?

Se arranca a mis brazos horrorizada, jadeante, indignada.

—¡Demonio! —grita, y huye sollozando.

La luz disminuye y luego se apaga por completo.

Quedo solo, pasmado, sobre mi bajo diván y en la más completa oscuridad. La palanca de mando ya no funciona.

El fuego. Me queda el fuego. «Ellos» me han quitado la combinación impermeable, pero rebusco en mis bolsillos. Mechero. Cigarrillos. Y papeles combustibles, esos documentos que nos olvidamos de arrojar. ¡Soy un hombre, qué diablos!

Descubrimiento inefable, culminación de la obra de toda mi vida, y después el espíritu se oscurece bajo los efectos de un tóxico vegetal. La mujer de la Tierra se incorpora y corre. Estoy desfallecido. Pero necesito sobrevivir y… ¡tratar de comprender!

Esto arde mal. Al menos consigo distinguir los muebles que me rodean. Una puerta que franqueo. El corredor. Por aquí hemos entrado. Veníamos de un almacén de artículos diversos. Bien apilados. Pero ¿a dónde ha ido Lia-Miére? ¿Cómo volver a encontrarla si consigo alcanzar la sala donde recobré el conocimiento?

Una pendiente. ¿La recorrí antes en sentido contrario? No lo creo. ¿Me he perdido ya? Es imposible. Idiota. ¡Precipitarse así, a ciegas! Al fin y al cabo, ella volverá. Ella, o quizá la luz. ¿Qué he podido decir para indignarla a tal punto? Media vuelta. Las mujeres tienen un humor curioso. Imprevisibles susceptibilidades. ¡Heme aquí convertido en persona razonable! Media vuelta. La habitación, el diván. Por fin conozco un lugar. No, no era esta habitación. Los asientos aquí son duros, de bordes cortantes.

—¡Lia! ¡Miére! ¡Vuelve, te lo ruego!

Bajo la Tierra… Yo deseaba la Tierra, pero, ¿la había imaginado tan envolvente, tan devoradora de hombres? Veamos, todavía no he podido analizar francamente mi situación, debilitado por la droga. Estaba prisionero de una sombrilla gigantesca, y me encuentro bajo tierra… Entonces, ¿un pueblo troglodita? ¿Por qué? ¿Cuáles pueden ser las causas de semejante ocultamiento? ¿Qué evolución ha sufrido la mentalidad de esta gente?

Pasan minutos, horas, no lo sé. Los pensamientos se me confunden. ¿Qué puedo decirme? ¿Qué plan puedo preparar en la oscuridad, en las entrañas de la Tierra, sin más luz sino la de dos papeles rotos, que preciosamente decido conservar? Tanteando, me instalo en uno de estos duros asientos. Al fin me adormezco, aunque en incómoda postura.

¡Alguien llega! Me levanto, alarmado. Ante mí, una luz devuelve su existencia a los detalles de lo que sólo puede ser un cuadro de mandos. No me es familiar ninguno de los símbolos que en él figuran. Agujas que se desplazan sobre cuadrantes, lámparas verdes que parpadean dando vida al ambiente rojizo del conjunto. Contrariamente a mi recuerdo del despertar, no descubro ninguna presencia humana. Vuelvo la cabeza para descubrir las dimensiones de este nuevo lugar. Me es imposible distinguir una pared, a causa de la poca luminosidad que proporciona este cuadro.

¿Intentar una manipulación a ciegas pulsando estos botones, desplazando estas palancas? Tentado estoy de arriesgarme. Pero temo abrir la puerta al mar que irrumpirá en las galerías; desencadenar una reacción nuclear. Toda el agua que fuera se proyecta sobre las sombrillas debe ser aspirada, dirigida, impulsada por bombas… Por tanto, finalmente desisto de manipular estas potencias. Debo admitir que los cuadros de mandos siempre me han impresionado. Son un dominio material que me es totalmente desconocido. Deseo desesperadamente la vuelta de Miére. Esta soledad me angustia. A pesar de lo extraño de estos lugares y del carácter de mi cuidadora, no he sufrido la normal reacción física de inquietud ante lo insólito. Pero ahora, al despertar, con la boca amarga, frente a esas luces pequeñas y violentas, verdes sobre fondo rojo y dulce, desfallezco… ¡Diablos!, pero… si… ¡Tengo hambre!

Una sospecha me taladra el alma. La «nada» prometida por «ellos». Miére lo dijo bien claro: «Por falta de alimento». Le pedí que compartiera sus provisiones, y entonces huyó horrorizada.

Las lámparas parpadean ante mí, cada vez más rápido. Me llegan ruidos sordos, untuosos golpes de bielas bien ajustadas, gruñidos de motores. El acre olor del ozono acaricia mi olfato y revuelve mi estómago fatigado. Vomito miserablemente la bilis. Miserable humanidad, orgullosa de tu inteligencia, pero abatida tan pronto como se interrumpe la absorción regular.

Cuando la náusea dolorosa deja de retorcerme, después de un último espasmo, la maquinaria parece gruñir con mayor fuerza. Toda la tierra parece temblar a mi alrededor, presa de frenesí. He aquí los compresores de agua; funcionan, pero todo parece automático… Un latido gigantesco emana de las profundidades telúricas. El ruido aumenta, in crescendo, digno de las fraguas de Vulcano, genio antiguo de los libros «de miedo infantil», el que ahora reconozco en el astro originario. Mis manos buscan y tapan mis tímpanos. Ochenta decibelios, umbral del dolor… sobrepasados con mucho. Meneo la cabeza, el busto, todo mi cuerpo en cadencia, aprisionado por el loco engranaje del movimiento y la percusión. Pongo los ojos en blanco; todo se achata, se funde más bien, viscoso, líquido. La luz aumenta, el verde predomina decididamente sobre el rosa y estalla en mi cara; un chorro, un torrente verde que me arrolla, me aplasta, rueda enorme que se alarga sin cesar y que gira, hilando insectos asesinos pronto convertidos en un enjambre por el delirio rotativo.

Grito, incapaz de oír el sonido que sangra de mi gaznate. ¡Ah! ¡Morir! ¡Desvanecerse! ¿Por qué no llega la inconsciencia misericordiosa?

Todo se apaga, luz, ruido, movimiento. Me hundo, jadeante; los ojos se me saltan y no parecen regresar sino a regañadientes a la redonda caja de las órbitas y a la sombra de las pestañas cerradas, donde se entrecruzan algunas partículas centelleantes. Me hundo, sollozante, bajo el techo luminoso. Al fin acomodo la visión: Miére se halla de pie a mi lado.

En su rostro se confunden los sentimientos: vergüenza, temor, ansiedad. Es posible, pero sobre todo compasión, o mejor compasión infinita. Limpia mi frente con un tejido suave humedecido en un líquido, calmante como el movimiento de sus dedos que masajean con destreza mis lóbulos frontales. Habla, pero no he recobrado el oído. Sus palabras cuidadosamente pronunciadas se convierten para mí en una tempestad de ecos que ruedan, se mezclan y se anulan en una barahúnda atronadora. Guiño los párpados. Los labios femeninos se inmovilizan en una tímida sonrisa.

El tiempo pasa bajo la caricia de la mano que va de mi frente empapada de sudor a mi nuca rígida. Toca mi cuello, mis hombros y masajea deliciosamente.

—Debiste coger el casco —dijo al fin Miére, y al fin la entendí, lleno de gratitud porque mi oído no estaba muerto. ¿Qué dice? ¡Que es muy peligroso no protegerse los oídos en un centro de producción en funcionamiento!

Inclino la cabeza, convencido. Miére me enseña un casco forrado por dentro de un aislante acústico. ¿Cómo podía preverlo? Le sonrío con afecto.

—¿Cómo te encuentras, querido? —pregunta mi enfermera.

—Algo mejor, gracias. Pero, ¿dónde estabas? Me he… me he dormido, sin duda. Solo, asustado también. Todo es desconocido. —Hago con la mano un gesto vago.

La muchacha sonríe e inclina la cabeza a su vez. Comprende y excusa mi debilidad.

—Debes quedarte conmigo. «Ellos» lo permiten. Tengo el derecho a asistirte. No temas, Philippe. Todavía te queda mucho tiempo antes de… del momento.

La he ofendido hasta el punto de hacerla huir, y lejos de denunciarme ha intercedido en mi favor, ofreciéndose a acompañarme. ¿Con qué fin? Desearía preguntar: ¿qué «momento»? ¿El de morir… de hambre? ¿Quieren realmente hacerme morir de hambre? Esto es insensato. ¡En algún sitio deben tener algo de comer! Sin embargo, temo que se repita la huida anterior, la retirada horrorizada de la joven. Y todavía más por cuanto, en el estado de debilidad a que me hallo reducido de nuevo, su ayuda es primordial.

Tras otro largo intervalo, Miére pasa un brazo bajo mis hombros y me ayuda a incorporarme en el asiento. Luego, con precaución y a pequeños pasos, me guía a través de una nueva serie de corredores hasta que nos vemos en un «camerino» ¿cómo llamarlo de otro modo?) semejante al que ocupábamos n el momento de su huida. Me ayuda a tenderme en un «sofá» n todo semejante al anterior. Sin duda es el mismo.

Pasan las horas y mi malestar decrece. Me levanto y luego intento dar sin ayuda unos pasos vacilantes. El dolor inicial desaparece pronto. El zumbido en los oídos desaparece. La cabeza vacila, pero puedo dirigir bien mis pasos.

—Desearía continuar la exploración de tus dominios —le digo.

—Pero si ya lo has visto todo. ¡Te lo juro!

¡Así pues, realmente no hay cocinas ni restaurantes!

Imagino registrarlo inmediatamente todo, pero yo solo. Miére me mira sin entender mi muda petición. Echo a andar, franqueo una puerta. Ella me sigue.

Me doblo de dolor, roto, y me desplomo en el suelo, con el tórax oprimido en el torniquete de mis manos enloquecidas. Rojo velo de este dolor: el hambre. Océanos que me tragan, masa verde ventruda y musgosa donde mis huesos implacablemente descarnados ruedan y se dislocan. Un mar, una marea eterna de flujo y reflujo, oleada verde pálido opalescente en la cual se derrama el rojo de las heridas que lo manchan. Lámina aguda, proa del dolor, recomponiéndome para mejor cortarme en lo vivo y dispersarme de nuevo hacia todos los puntos cardinales. Cada pulsación renueva el suplicio, horriblemente dilatado en el tiempo.

Luego el dolor se calma. Me hallo a cuatro patas en el suelo gris de un corredor. La lámpara abandonada por mi compañera ha rodado a dos metros de distancia. Su luz dibuja crudamente el relieve óseo de las manos de Miére, que me levanta, me adosa al frío muro.

—Esto pasará. Después de algún tiempo el dolor se hace mucho más soportable. Ven, Philippe; regresa.

Ha vuelto la cabeza al aludir a los dolores que se hacen más suaves cuando llega la debilidad. ¿Habrá visto a otros languidecer y morir? Imposible: nunca había conocido a ningún «exterior». Me ayuda a echarme de nuevo en el pequeño sofá. Cierro los ojos, sacudido aún por los últimos ecos del combate interior que mi cuerpo termina de atravesar. Incapaz de pensar lógicamente, de tanto en tanto abro un ojo, notando la proximidad de una mano ligera.

—¡Tengo sed!

El grito se me ha escapado sin querer. Tan sólo al oírlo he

comprendido lo que implica. Mi hambre no me dejaba recordar este otro mal: la sed. Mi dolor, mi miseria resentida, aumentan con este nuevo concepto recién identificado.

Miére ha abandonado sus atenciones para conmigo. Insectos rojos se agitan a mi alrededor cuando regresa y lleva a mis labios el recipiente. Bebo a grandes tragos, asombrándome de no haber pensado en tal remedio. Con los grandes tragos, la vida vuelve a mí. Las ideas empiezan a ordenarse un poco bajo las paredes incandescentes de mi maltratado cráneo. Necesito obtener una entrevista con uno o varios de los congéneres de Miére. La dulce muchacha quizás esté loca, ¿quién sabe? A mi llegada a este lugar, ¿he escuchado voces distintas de la suya? No me atrevería a asegurarlo.

¿Le he comunicado este deseo? De nuevo me hallo a solas. Descanso todavía en mi jergón, que noto bañado en sudor bajo mi cuerpo. En medio de mi ser se ha alojado una serpiente que me devora poco a poco pero sin cesar, mientras se enrosca sobre sí misma. Sé que el vaso lleno de líquido salvador está a mi alcance, a mi derecha, sobre el suelo. Me bastaría bajar el brazo y la mano al extremo de este brazo, para alcanzar mi viático. Pero siento mi mano de hielo, prolongación de mi brazo de madera muerta. Alzar los párpados me agota. De nuevo la oscuridad, o tal vez me he quedado ciego. Lloro silenciosamente, casi sin darme cuenta. Sueño vagamente rodillas cálidas y redondas, un dulce pecho acogedor y vasto que, al acogerme, anularía estos inquietantes alrededores, esta negrura abisal. Nada se mueve, nada hace ruido aquí. Mi reloj se ha parado, pues no oigo el tictac monótono… a menos que también padezca sordera total…

El tiempo pasa. Miére vuelve, demostrándome que aún puedo percibir la realidad. Ella me habla y oigo sus palabras. Le contesto; frases deshilvanadas, palabras apenas pronunciadas. Cada vez me cuesta más formular mi pensamiento, dado sobre todo que debo usar esa jerigonza arcaica. Cierto que me parece agradable, pero me es menos familiar que mi lengua materna. Bebo, y de nuevo siento irrumpir las fuerzas en mí. Me desplomo en mi cama, aplanado. Miére sonríe con su expresión triste y amante. Le devuelvo la sonrisa mecánicamente. Buena chica, hermosa chica, estupenda chica. Mis párpados se cierran. El tiempo reanuda su carrera.

Miére desaparece y me hallo hundido en una oscuridad aún más negra que antes. Mi mineralización también progresa. Pienso, creo, me parece que dejo de sufrir del todo…

Luego ella se acerca. Todavía está a mi lado, dándome de beber, acariciando mi frente. Sonrisas, algunas palabras embarazadas…

De nuevo la ausencia, la oscuridad y la soledad.

Su amistosa presencia, divina, espléndida, la belleza de su risa, la luz y la vida de sus ojos…

La soledad…

La amistad…

La oscuridad…

El agua para beber sin tasa…

Decenas de veces se repite esta secuencia de somnolencia indiferente, de éxtasis al sentir penetrar en mí la onda verdadera, con bruscos regresos a la lucidez pronto cortados por la beatitud vegetativa. A veces razono y tengo miedo. A veces es la cólera. Miére siempre se ausenta en esos instantes.

Hasta que, sentado en la oscuridad y sintiendo latir mi corazón irregularmente en mi pecho: bum-bum-bum…B…um…b… b…bmmm…, veo sobre mí el techo que vuelve a la existencia, lo mismo que los escasos muebles. Miére avanza a mi encuentro, tendidos los brazos, los ojos anegados, las mejillas húmedas de lágrimas.

Le sonrío con esfuerzo. Entonces, ella solloza de verdad.

—¡Oh, Philippe! —Y se arroja en mis brazos. Me abraza, me cubre la cabeza, el cuello, el cuerpo, de besos enfebrecidos. Un vértigo se apodera de mí. La ronda de los objetos se anima y acelera. Miére se aparta un poco. Sus ojos en los míos. Una corriente pasa entre nosotros, amplia complicidad que no alcanzo a definir.

—Tengo hambre, Miére… Yo te, t, suplico. M, tengo hambre.

Noto lágrimas que ruedan con dificultad sobre mi crispada faz. Entonces abandono, fatigado más allá de toda medida, hundiéndome en un sueño que adivino distinto. No estoy muerto, puesto que oigo. Oigo su grito:

—Philippe… ¡No! ¡No, Philippe! ¡Vuelve! ¡Te lo ruego amor mío!

Pasos precipitados. ¡Ella huye, pues! Minutos mortales durante los cuales uno se siente colgado de un fino cordón, sobre abismos sin fondo. ¡Agua! Podría darme agua… Inerte, mineralizado, me quedo como una piedra, pero siempre allí. La luz se ha ocultado una vez más, pero yo no me hundo. Algún instinto me dice que si cedo al sueño ahora, ya no despertaré jamás. Noto mis ojos abiertos, con los párpados de cemento, pero

replegados hacia lo alto. Y la luz vuelve a aumentar, lo que indica mi victoria, precaria pero victoria a pesar de todo. Miére está aquí. ¿Va a darme de beber al fin?

Sí, pero ahora no es el borde frío de un vaso lo que me suministra la vida. Y no es agua lo que fluye dentro de mí. Siento sobre los míos unos labios dulces y cálidos de los que se filtra un néctar extraordinario.

Como si unas nubes grises cayeran de mis pupilas, un huracán de energía limpia cada alvéolo de mis pulmones, cada sección de mis vasos sanguíneos, recarga a tope todos mis centros nerviosos, al tiempo que me invade una sensación de felicidad inefable.

La expresión de los ojos verdes de la joven que me contempla es sumamente tensa. Se comprende que acaba de tomar una decisión dramática. Pero esta decisión revela también una increíble serenidad en lo que concierne al afecto que me demuestra francamente. Todavía no comprendo la situación. A pesar de todo, lo adivino, se acaba de franquear un Rubicón.

—Aquí estoy, amor mío —pronuncian los tiernos labios donde quedan algunas partículas del formidable alimento.

—Aquí estoy, Lia; aquí estoy, Miére. Me has arrancado a las tinieblas. ¿Por qué has tardado tanto?

Sus manos están sobre mí, mis manos sobre las suyas. Sin pensarlo siquiera, intercambiamos caricias. Alegría, felicidad; encuentro a Lia diferente y parecida, entera y dividida. Querría gritar de alegría. Pero se produce una vacilación en el suave caudal de esa mirada de mujer amante.

—No me decidía a renunciar a mi vida —confiesa la joven.

Tengo un sobresalto.

—¿Quién habla de morir? En realidad se trataba de eso, amor, pero hemos de vivir los dos, reunidos al fin después de todas estas complicaciones. Tú, yo, la Tierra madre de todos nosotros y mis hermanos. ¡Voy a conducirte a las estrellas!

—No blasfemes, te lo ruego, dueño de mi ser —suspira la muchacha—. El Exterior está contaminado, como sabes. Tu contaminación me será transmitida. Moriremos como lo quiere la costumbre.

Su tono es monótono. Se nota que recita una antigua lección cuando añade:

—El Exterior está contaminado. Lleva en sí la muerte y la transmite. Alimentarle sólo acrecienta su muerte. Por eso, el Exterior nunca será admitido al festín de la vida, hasta su natural desaparición. Por tanto, me he condenado por ti, mi amor. Pero no me arrepiento. Estoy avergonzada de mis dudas. Fue largo. Pero soy feliz por haber vencido al fin el miedo. ¡Oh!, no del todo, querido. Temo a la muerte…

Ella llora sobre mis hombros, inclinada sobre mí. Acaricio su nuca, embelesado. ¡Cómo habría de temer a la muerte, cuando acabo de regresar junto a los vivos, por la gracia de este maná extraordinario!

—No llores, no llores —le digo—. ¡Esa ley no puede cumplirse! Yo querría…

Pero Miére llora sobre mi cuello, llora poniendo su boca sobre mis labios, me abraza como loca, buscando el consuelo de un íntimo contacto. No es momento de discusiones. Una fuerza incontenible me anima y me impulsa. Me recorre una llama; es el deseo. Miére se aparta de súbito, ligera pero notablemente.

—¿Qué haces, querido? —pregunta, asustada—. Tú no eres mi promovido.

Mi respuesta es alzar los brazos para enlazarla de nuevo estrechamente. Un furor ardiente me anima, en medio del cual sobrenada un iceberg: no hacerle daño. La resistencia que me opone es débil, afortunadamente. Suave pulido redondeado de los muslos, descubiertos al levantar los pliegues de la túnica; calor de su boca que se une a la mía, mientras mi lengua recoge todavía los restos del alimento maravilloso. Nuestros alientos confundidos armonizan su ritmo. Nuestras piernas se entrelazan y corresponden. Nuestras manos buscan nuestros cuerpos. Rodamos siempre enlazados, del sofá al suelo. Sus ojos vuelven a abrirse, los distingo en primer plano, en imágenes desenfocadas, pero los veo dilatados por la sorpresa feliz. Nuestros pechos se unen, mis palmas van del pequeño y tierno seno al pellizco exquisitamente flexible del talle. Luego nuestros sexos se aprisionan a su vez, se miden, se adaptan, antes de que el acuerdo vital nos arrastre, cada vez más velozmente hacia el vaivén sin fin recomenzado de la plenitud. Miére-Lia, por fin, empieza a gemir el éxtasis que me domina y estalla en mi rostro tal como era, intacta y pura, lustros atrás.

Uno en brazos del otro, nos hundimos en un sueño que, esta vez, no me asusta en absoluto.

—Pero, querida, necesito hablar con tus compatriotas. Es imposible que no me crean. El Exterior no está emponzoñado, puesto que vengo de allí. Es posible encontrar alimento. ¡Nunca

he vivido de otro modo! Y mis amigos estarán allí para recibirnos. Vosotros seréis los primos lejanos, pero siempre iguales. Tú, mi Lia recobrada, el amor de mi infancia, la pasión de mi madurez y la personificación de todo lo que fui y de lo que quise ser y conocer.

Lia me abraza y nuestras bocas se unen antes de que pueda pensar en contestar. Luego:

—El Exterior no posee cámara de vida. ¡El Exterior está contaminado!

Esto es todo cuanto a mi nueva y deliciosa amante se le ocurre en respuesta a mis objeciones, desde hace más de una hora. Se niega a dejar que hable con sus hermanos de raza. Me explica que, al saber de nuestra unión, exigirían que nos separásemos.

—Yo no querría morir lejos de ti, querido —dice entonces con su mejor sonrisa.

En cuanto a la cuestión del alimento, renuncio a explicársela. Ciertamente, a este nivel existe una evolución divergente entre nuestras dos culturas, haciendo incompatibles los símbolos, sean cuales sean.

He registrado todos los rincones del dominio de la muchacha. Me ha suplicado tanto que no franqueara ciertos umbrales, capaces de colocarnos bajo la férula de «ellos», que he cedido a su temerosa insistencia. Pero no he descubierto ningún paso —trampas, escaleras, ascensores— que me diese esperanzas de regresar algún día a la superficie.

De pronto, una ligera vibración parece brotar bajo mis pies y se propaga a mi alrededor en círculos concéntricos.

—La máquina de la vida —dice Miére.

Por lo visto, ella también ha renunciado a explicarme su manera de considerar el problema nutricio. Toma mi mano y me conduce.

—Ahora, amor mío, lo tendrás todo de mí; voy a compartir mi vida contigo —dice ella. Ríe y llora a la vez, guiándome cada vez más rápidamente por los corredores. Franqueamos uno de los pasos hasta ahora prohibidos. El ruido de las máquinas, que temía volver a encontrar, no aumenta mucho, lo que me tranquiliza. Al fin, a través de un telón hecho de vapores inmateriales, penetramos en un local como jamás podía imaginar.

Una rotonda cuyo techo parece de humo. Las paredes brillan bajo un revestimiento dorado cubierto por una húmeda película.

—Pasaré primero y saldré del árbol de la vida a mitad de su ciclo —dice valerosamente mi joven amada.

Pasa hábilmente su túnica por encima de su cabeza y se vuelve unos instantes hacia mí, radiante en su desnudez perfecta.

—Tú también tendrás que quitarte tus ropas antes de tomar mi lugar.

Dicho esto, avanza hasta el centro del local circular.

Este está ocupado por un tallo verde y palpitante que parece brotar del techo luminoso. Miére penetra en él sin esfuerzo. Una membrana translúcida, ligera, se abre para dejarla pasar. La piel clara de Miére adquiere un tono castaño dorado, a través de este pálido verdor.

El espectáculo que se produce entonces lo conservo en mi memoria como el más extraordinario, pero también el más hermoso que me ha sido dado contemplar.

Incorporada al tronco del árbol de la vida, como ella lo llamaba —y era un nombre perfectamente adecuado—, Miére pareció perder todo su peso. Sus pies abandonaron el suelo y todo su cuerpo se elevó por entero algunos centímetros. Un tallo más oscuro surgió entonces en la parte superior, en el centro del tronco. Su diámetro era aproximadamente la décima parte del mismo tronco. Este tallo, francamente pardo, penetró en la boca de mi amada quien, doblando la cabeza hacia atrás, lo dejó penetrar en su ávida boca. Unos movimientos lentos y voluptuosos señalaron el comienzo de su deglución. Miére bebía la vida del árbol donante. Al mismo tiempo vi que sus pies se elevaban y sus muslos se abrían.

¿Cómo explicar lo que ocurrió entonces sin disminuir su belleza? ¿Qué palabras emplear, que no estén asociadas entre nosotros a imágenes desagradables? Al mismo tiempo que absorbía el don del árbol de la vida, Miére ofreció el producto de su alquimia corporal. Y esta nutrición-defecación simétrica adquiría un aspecto grandioso en su ejemplar complementariedad. Es que la planta también recogía su pitanza. ¿Cómo podría jamás confiar este escrito a cualquiera? ¿Quién podría comprender mi experiencia en su exquisita plenitud?

Miére se arrancó al abrazo acariciante del jade viviente. Con la mirada apagada, gestos tranquilos y seguros y un ligero fruncimiento de cejas hacia mí, se apresuró a desabrochar el cierre de mis vestidos.

—¡Rápido, querido! —murmuró. Luego me empujó literalmente al seno acogedor de aquella potencia verde que yo contemplaba un poco ofuscado, en actitud pasiva, o más exactamente indecisa.

Y conocí el éxtasis sin fin. Eternidades de plenitud exaltada, con la vida penetrando en mí, de quien salía también un don total y magnífico. Sentí estallar mi persona y extenderse a los límites extremos del universo entero.

Fue la mano de Miére quien me arrancó al delirio.

Había descubierto el «árbol de la vida» y su misterio, a la vez que lo comprendía en sus más recónditas consecuencias. Admirable simbiosis, rasgo de genio de un pueblo que, al término de un desarrollo científico cuyas implicaciones totales no podía ya comprender, había creado un sistema mediante el cual, abandonando la biosfera de su planeta, recuperaba de la misma los principios vitales, sin exponerse a los peligros que contenía.

He tardado bastante tiempo en ordenar un resumen como el que precede. Mientras regresábamos a nuestro local preferido, mi pensamiento vagaba, al mismo tiempo acariciaba con mano atenta el cuerpo de aquella mujer-símbolo. Las atmósferas degradadas por el desarrollo tecnológico (a su vez ligado a la explosión demográfica), con el envenenamiento consiguiente de la superficie terrestre y del fondo del océano, desgraciadamente son cosa demasiado frecuente en nuestros propios planetas actuales para que el mundo primordial se haya visto preservado… Como explorador de los rastros del pasado de la raza, ahora me parecía evidente que tal eventualidad debía habérseme ocurrido… Una ecología que sólo dependía de un único vegetal gigante —producto de una inmensa cadena de mutaciones provocadas— y la raza antiguamente dominante, sin nada que dominar ya, debía exigir a cada uno de sus complementarios el suministrar al otro sus subproductos como base nutricia. Al fin y al cabo, los sistemas en circuito cerrado existen desde hace muchísimo tiempo en los navíos espaciales, pero extender tal sistema y hacerlo funcionar a la escala de todo un planeta: ¡qué maravilla! ¡Y decir que este mecanismo de relojería quizá funcionaba naturalmente desde hacía más de un milenio!

Sin duda estaba demasiado conseguido, y los hombres habían llegado a olvidar el paso siguiente, renunciando a recobrar la superficie regenerada por la naturaleza, a quien habían dejado el campo libre. A menos que desde un punto de vista filosófico la humanidad terrestre decidiese no arrebatar nunca más su libertad restaurada a la superficie donde vio la luz.

De todos modos, en medio de mi súbita comprensión del admirable proceso, mi existencia, mi presencia «extranjera» quedaban ahí.

Había demostrado la gran idea de toda mi vida, no ya como un sueño de sabio algo poeta, sino como una realidad auténtica. Habiendo alcanzado la mitad de mi probable esperanza de vida, se me había ofrecido también la ocasión de zambullirse por completo en la trampa, para mí mortal, del pasado. Pero que quizá me permitiría inaugurar el porvenir con una unión llena de promesas, al conocer a Miére… Miére, mi salvadora, aunque ella había creído sucumbir conmigo, y no salvarme.

La debilidad de mi raciocinio, producida por la acción sucesiva, y sin duda combinada, de las emanaciones de la sombrilla raptora y las debilidades producidas por la inacción, parecía haberse disipado. La energía vegetal del «árbol de la vida» me había devuelto una agudeza mental que me producía la impresión de ser un genio de cerebro todopoderoso.

Por eso me sentí dispuesto a obtener de mi compañera los datos que todavía me faltaban, a fin de regresar con ella al navío de la misión científica, de la que yo seguía siendo el jefe. ¿Cuánto habría durado mi ausencia? Me lo preguntaba con ligera ansiedad. Sin embargo, no creía que el comandante Martson, por Bien que fuese, se hubiese atrevido a ordenar la partida.

No tardaría en desengañarme, por lo relativo a la muchacha. Con ella, situar la conversación en un plano general resultaba prácticamente imposible, a pesar de su ingenio natural.

—¿Por qué me amas? —le preguntaba.

—No lo sé —era la respuesta prácticamente invariable de Miére, a quien el conocimiento de los fenómenos naturales apasionaba en su manifestación, pero jamás en su origen ni en su correlación mutua.

Después, cuando yo insistía:

—¿Por qué te amo? ¿Existe un motivo para el amor? ¿No amamos naturalmente a nuestro promovido?

—Precisamente —añadía yo, tozudo—, en una circunstancia bien determinada tú me dijiste que yo no «era tu promovido». ¿Por qué me amas?

Miére fruncía las cejas, ruborizándose y palideciendo alternativamente, para declarar al fin en tono algo reticente:

—Yo te amo y te he promovido por mi cuenta porque… ¡Porque me era intolerable verte morir!

Razonamiento —pensé yo— tan válido como tantos otros que generalmente consideramos mejores o más «normales».

—¿Qué dirías tú —le pregunté en otra ocasión— si animásemos nuestra vida, que espero será larga, con la presencia a nuestro alrededor de animales domésticos?

—¿Qué es un «animales»?

—Un «animal» —rectifiqué, riendo. El concepto había desaparecido del lenguaje de aquellos trogloditas. Y entonces se lo expliqué por extenso.

—Comprendo —dijo al fin Miére—. Tus «animales» son monstruos. ¡Exteriores y peligrosos! ¡Oh!, perdona, Philippe —añadió llena de confusión ante la vivacidad de su réplica—. En modo alguno he querido ofenderte personalmente.

—No lo dudo, querida. El Exterior de este mundo, en otros tiempos fue sin duda tan peligroso como tú dices. Pero, créeme, hoy no corremos allí ningún peligro.

Por momentos la joven parecía dispuesta a dejarse convencer.

—¿No te gustaría acompañarme a mi país, donde gozaríamos por muchos años de una vida libre y feliz?

Yo, personalmente, me ahogaba un poco encerrado en aquel pequeño dominio subterráneo, a pesar de la maravilla, renovada cada doce horas aproximadamente, de la inmersión en el centro del «árbol de la vida».

—Ya ves, querido, hasta qué punto estimo nuestra vida común…

—Pero no aquí. Yo quiero vivir «fuera».

—Tu morada es el Exterior, ¿no es verdad? Al «aire libre».

—Exactamente. A la hermosa luz del sol, bajo la frescura vivificante de un aire libremente renovado.

—¡No, no! ¡Decididamente, no podría! —gimió entonces la muchacha. Y vi que se ponía a temblar con violencia, incapaz de dominar una reacción de agorafobia implantada en ella por toda su educación.

—De todos modos, querido —dijo poco después, cuando hubo recobrado su calma habitual—, no tardaremos en ser descubiertos y mi traición será motivo para que comparta tu suerte. Ya lo sabes. Yo también. Al menos, habremos conocido la alegría de amarnos y compartir el fruto de la planta vital.

Y se arrojó de nuevo en mis brazos.

A pesar de todo, a pesar de mis fracasos, intentaba siempre convencerla para que me presentase a sus semejantes. Erróneamente sin duda, me parecía que, mejor que a la misma Miére, habría convencido a los famosos «ellos» de quienes hablaba

con gran reticencia, tanto la llenaban de horror anticipado. Ellos intervinieron, sin embargo, para poner en marcha el proceso que permitió nuestra fuga desesperada.

Y eso por un camino que conocía, inconsciente pero perfectamente, a través del recuerdo de una conversación con mi guardiana terrestre.

—Seguramente debe existir un medio de acceso a la superficie —pregunté un día, quizá por milésima vez, y no tanto a mi compañera como a mí mismo. —No lo conozco…

—En fin, ¡por todos los diablos! ¡Yo he llegado aquí de algún modo!

—Cuando te descubrí —dijo Miére— te alimentabas en el seno del «árbol de la vida». Por esto cambié de habitación. La cámara de vida de mi anterior alojamiento ha quedado contaminada para muchos años; mientras tanto…

Esto era lo que había archivado inconscientemente en un rincón de mi cerebro; gran verdad es que los senderos de la atención son inciertos. Me había fijado en la nueva noción sugerida por Miére, es decir, que muchos alojamientos individuales (que antes debían servir para grupos y no para una sola persona, pues el «árbol de la vida» personal de mi amante nos alimentaba sobradamente, pese a tener que compartirlo) actualmente debían estar desocupados en aquel vasto complejo subterráneo de habitaciones. Lo cual denotaba una importante disminución de los efectivos humanos.

Por el «árbol de la vida», esa matriz maravillosa, verdadero útero materno artificial, tan acogedor y protector para quienes mantenía en su seno, como destructor para los Exteriores, contra los cuales su finalidad esencial era defensiva, ese árbol, en fin, era el núcleo de una «sombrilla».

Estas ideas emergieron a mi conciencia en un instante, cuando aparecieron dos de «ellos», y hube de combatir por mi vida y mi libertad, así como por las de Miére.

Aún no sé cómo llegaron «ellos». Miére me había dejado para una de sus misteriosa» ocupaciones, de las que «no sabía» decirme nada… De pronto, tuve necesidad de ver el fuego sagrado de sus cabellos. A veces era víctima del pánico sin causa aparente. A fin de cuentas ella era mi liberadora. Creo que el encierro suscitaba en mí esa necesidad de una presencia. Salí en busca de mi amor, de mi llama roja y blanca, por los corredores. Mi paso era apresurado. Me había provisto de una potente linterna.

Mucho antes de verles, les oí hablar y me detuve, apagando mi linterna, justo en la esquina del corredor gris. Una puerta se abría sobre un local iluminado. Un rectángulo de oro se dibujaba en el suelo, tan revelador para la vista como las voces para el oído. Voces de hombres.

—Has traicionado la fe jurada. No quiero saber nada más. Síguenos.

—Vosotros no podéis comprender. No es un verdadero Exterior. Es un hermano, es como nosotros en todo. El…

—Silencio te digo, mujer irresponsable que das asilo a la infamia. ¿Vas a venir, o tendremos que obligarte?

—¡Dejad que le vea por última vez!

Avancé sigilosamente, como si estuviera en una cámara funeraria, hasta llegar junto a la puerta. Eché una mirada: dos siluetas cubiertas de largas túnicas blancas estaban de espaldas a la puerta. Miére se arrodillaba entre ellas. Uno de los hombres le torcía la muñeca y la obligaba a adoptar esta postura. En tres zancadas me abalancé sobre el grupo.

Mi mano golpeó la nuca del de la derecha. Cayó lanzando un débil suspiro. Mi golpe no era mortal, lo había dosificado, pero tardaría bastantes horas en recuperar el conocimiento.

El otro ya me hacía frente. Lanzó su mano en un movimiento cortante hacia mi cabeza. Su gesto fue soberbio y no pude por menos que admirar tal rapidez de decisión.

Desgraciadamente para mi adversario, mi ciencia de los combates Dog-U era muy superior a su propio método. Detuve el golpe con el movimiento de los viejos sabios, cuello encogido en la figura del Kya. Al mismo tiempo, mi índice golpeaba el punto Ta de su epigastrio. La potencia de este movimiento de contra acarreaba fatalmente la muerte inmediata, al destruir la transmisión nerviosa del circuito raquídeo.

—¡Qué has hecho, Philippe! —gimió—. Desde ahora estamos condenados a un destino peor que la muerte. ¡Los conozco!

—Ven, amor mío —dije simplemente—. Es necesario dejarnos de rodeos; hemos de ganar el Exterior.

El miedo, o muchos miedos, por unos segundos se reflejaron en los rasgos de la muchacha, alterados como la superficie de un lago bajo el viento que precede a la tempestad. Nunca creí posible tal cosa, pero la vi palidecer notablemente.

—Pero, ¿cómo? —gimió.

—A través del «árbol de la vida», naturalmente. ¿Cómo no se me ocurrió antes?

De súbito, la confianza reemplazó al temor.

—¡Contigo sí! ¡Vamos! —exclamó lanzándose en mis brazos.

—Mi ropa —dije rápidamente—. Mi arma, mis equipos.

Sin detenerse a recapacitar sobre la decisión ya tomada, Miére corrió febrilmente por los corredores.

Cinco minutos más tarde, después de vestir a mi compañera con mi traje impermeable, la arrastré hacia la cámara de vida.

—¡Nos cogerán, Philippe, y entonces moriremos juntos! —exhibía un estilete.

—Calla. Dame esa arma. —Y deslicé el puñal en un bolsillo de mi combinación clara de científico—. No tengas miedo. No creo estar equivocado; la planta nos sacará de aquí.

—Vamos, Philippe, esto es una locura. Las máquinas no funcionan ahora.

—Precisamente.

La masa translúcida estaba allí pero, a diferencia de las otras veces que la vi, sin la luz verde que brotaba de ella durante las sesiones de «alimento».

Pese a todos mis esfuerzos, una membrana invisible y casi inmaterial, pero resistente, impedía el paso y no nos dejaba penetrar en el interior del tronco vital.

Por fin, jugándome el todo por el todo, y convencido de que no había otra salida —pues los constructores de aquella formidable maquinaria no podían establecer al principio ninguna comunicación con el exterior, excepto por mediación de aquellas plantas protectoras— ataqué la pared con el cuchillo de Miére.

Unos resplandores señalaron por fin la huella de mi tercer o cuarto ensayo de incisión. Temí que se escapara algún líquido, pero fue al contrario: me sentí aspirado de alguna manera por la abertura que acababa de practicar.

Yo tenía de la mano a Miére, quien penetró tras de mí en el interior de la planta.

El curioso fenómeno ya observado, a saber, una aparente pérdida de nuestro peso, se reprodujo enseguida. Pero esta vez sentí la impresión de encontrarme sumergido en una jalea glacial. Cuando la planta me suministraba su néctar, dejaba de respirar normalmente. De esto no cabía la menor duda: era preciso contener la respiración. Miré a Miére. También

había dejado de respirar. Su mirada me interrogaba. Señalé hacia lo alto del gran conducto vertical, e inicié un movimiento con los brazos. Miére comprendió. Nos elevamos sin esfuerzo.

Cincuenta, sesenta segundos, ciertamente no más, de esta ascensión angustiosa, sabiendo que el regreso era imposible, y con la perspectiva de morir asfixiados. Luego emergimos en la oscuridad. Estaba buscando la linterna sujeta a mi cintura, cuando la de mi compañera se iluminó y paseó su haz sobre el lugar al que habíamos llegado.

Era el interior de un conducto cilíndrico, revestido de un barniz rojo oscuro que reconocí.

Por medio de éste se distribuía a las «sombrillas» del exterior el líquido nutricio. Aquel conducto por el que emergimos, horas o semanas antes lo habíamos contemplado desde el exterior, pero lo reconocí sin vacilación.

Me pregunté si la curiosa «gelatina» por la que habíamos nadado estaría derramándose en la cámara de vida.

Sea como fuese, el conducto en donde nos encontrábamos estaba provisto de escalones en su interior, prueba de su origen artificial.

La mirada de Miére relucía cuando la fijó unos instantes en mí. Toda indecisión había desaparecido de ella. Al contrario, la esperanza reemplazaba a su temor de momentos antes.

La dejé atrás, queriendo afrontar solo el posible peligro, pero empezamos a subir inmediatamente.

Ascensión ridículamente fácil. El trazado de las escaleras metálicas que nos sacaban de nuestra sofocante prisión, resultaba maravillosamente funcional. La luz de mi lámpara revelaba sin cesar nuevos escalones, todos iguales, de tal modo que cuanto más subíamos más me iba pareciendo que no llegaríamos nunca.

Ascensión fácil, pues, pero terriblemente, horriblemente larga. La cabeza me daba vueltas, mareado por las gradas que rodeaban el negro agujero del trayecto recorrido, y el otro, al lado opuesto aún más sombrío, hacia donde nos conducían nuestros esfuerzos.

Me golpeé fuertemente la cabeza con la negra tapadera, al alcanzarla.

—¿Qué pasa? —preguntó Miére ante mi exclamación, tocándome con la mano mis talones.

—Creo que hemos llegado a la cima del tubo… —dije—. Busco la manera de abrir.

Pero no había nada. Mi impaciencia aumentaba; mi cabeza

parecía volverse cada vez más ligera, mientras examinaba y tanteaba cada punto de aquella cúpula oscura. La fatiga se dejaba notar después de la trabajosa ascensión hacia lo que yo creía era la luz y la libertad. Hice que mi compañera se sentase en uno de los escalones para que no le diera vértigo el abismo bajo nuestros pies. El sudor bañaba mi frente; lo sentía deslizarse en riachuelo viscoso por mis mejillas y escocerme en los ojos. El aire parecía volverse mefítico. Me vi perdido, y conmigo la mujer terrestre, reflejo de mi antiguo amor.

De pronto su mano tocó mi pierna, interrumpiendo mi desordenada agitación.

—Escucha —dijo—. Creo que se acerca alguien.

Me acometió un temblor de rabiosa laxitud. Era verdad. Nos llegaban ruidos confusos de las profundidades, de donde nosotros mismos habíamos salido. Cerré un segundo los ojos implorando el final de nuestras penalidades. Un cansancio infinito se abatió sobre mis hombros.

Pero la vida mandaba, y la suerte se decidió a favorecerme. El ruido era el de las máquinas de vida, pues recordé que se ponían en marcha automáticamente.

La tapa se abrió mientras una marea rugiente se acercaba a nuestros pies. Ya era hora, pues el aumento de la presión del aire amenazaba rompernos los tímpanos.

Lanzada en torbellino por la hélice interior que describían los escalones que habían permitido nuestra huida, el agua nos propulsó hacia fuera, hacia una tremenda explosión de luz, la del astro central de aquel sistema planetario. Cegado por el resplandor, cerré los ojos, aunque sin soltar la mano de mi amiga. Flotamos unos instantes a pleno cielo sobre nuestro vehículo líquido, y luego algo blando amortiguó nuestra caída. Levanté a Miére con cierta violencia.

—¡Corramos! —dije.

En pocos segundos nos vimos dentro de uno de aquellos embudos sin vegetación que abundaban en el terreno artificial descubierto a nuestra llegada sobre el planeta primigenio.

Miére se protegía los ojos con la mano, soportando valientemente aquel suplicio para su retina, ciertamente mucho más intenso que el mío, ya que durante toda su vida sólo había conocido la luz artificial. Reía, ebria de alegría:

—¡Lo hemos conseguido, amor mío! ¡Te seguiré a donde quieras! Te amo y te admiro.

Luego se vio una vez más rodeada por mis brazos.

Seguía llevando en bandolera mi fusil narcotizante. Mi radio no podía haberse dañado durante nuestra escalada. Era de construcción demasiado robusta para ello. Mi cuerpo vibraba de alegría, al soplo natural del aire que aspiraban nuestros pulmones. La mujer amada me acompañaba como preciosa garantía del éxito de mi misión. Mi intuición no me había engañado y esto naturalmente también contribuía a mi júbilo.

Pero no dejaba de albergar una sensación de inquietud. Miére ya no me parecía Lia, y alentaba en mí la sospecha de no sé qué traición.

Esta sensación imprecisa se concretó al fin cuando, después de recobrar el aliento y algunas fuerzas bajo la cálida luz del sol poniente, me acordé de mis camaradas y de su jefe de raza Bien, el comandante Martson.

¿Me habría esperado la astronave?

Desplegué la antena parabólica y regulé la frecuencia.

—Navío El Previsor. Navío El Previsor… Aquí explorador número cuarenta y seis, el científico Olmar. ¿Me recibís? ¡Contestad!

Repetí diez veces esta llamada, probando sobre las tres frecuencias que utilizaba nuestro navío. Una sensación de irrealidad me asaltó. Parecía increíble que estuviera llamando a un navío humano por medio de una vulgar radio de servicio. Increíble que una joven como la que había soñado desde la muerte de Lia estuviese a mi lado, ocupada en quitarme la combinación para secarla. El mundo subterráneo sí conservaba para mí su realidad. Me pareció que había vivido allí siempre y que lo demás había sido un sueño.

—Olmar… Del navío El Previsor. ¡Santo Dios, Philippe! ¿Me oyes?

—¡Vbur! ¡A toda potencia, amigo! ¿Conque todavía estáis aquí?

—¡Todo el tiempo! ¡Se prepara un motín! ¡No tendremos reservas suficientes para regresar al planeta madre!

—¿Dónde estáis? Dame vuestra posición.

Así pues, no lo había soñado… Después de regular mi emisor para que enviase su señal al satélite que a la llegada habíamos situado en órbita estacionaria sobre aquel conjunto de islas del hemisferio Norte, dirigí una sonrisa a Miére. ¡Cómo se sorprendió Vbur, cuando le expliqué que no venía solo, sino en compañía de una muchacha autóctona! Todo era maravilloso.

Una prueba viva y con ella, ¿qué más podían necesitar mis conciudadanos para creer en mí?

Sin duda sería necesaria otra expedición. No se podía disponer que se quedase un grupo en aquel lugar, aunque fuese bajo mi dirección, pues, ¿quién sabía si los «hombres de abajo» no se decidirían a intentar una acción ofensiva?

Pero volveríamos con material más perfeccionado y sobre todo con medios más poderosos. Una gran astronave, sin duda de la clase de los cruceros de línea. O muchas, ¿por qué no? ¡La flota bien podía ocuparse de aquella exploración! ¿No fueron «fragatas», naves de altura pero guerreras, las que según las leyendas exploraron las tierras emergidas del planeta primordial?

—Los hombres que vendrán a recogernos hablan otra lengua que no es la tuya —dije a mi joven amiga—. Pero no tengas miedo; yo traduciré tus palabras para ellos…

—¿Otra lengua? ¿Cómo puede existir una lengua que no se entienda?

—Ya lo verás, lo verás… Mientras tanto, confía en mí, querida, ¿quieres? —le sonreí.

—Seguro, Philippe. ¡Me has demostrado la veracidad de tus profecías.

Ella también sonreía; su mirada enfebrecida, maravillada, expresaba su fe hacia mí. Con la alegría por recobrar la libertad y la seguridad en mí mismo, ¿cómo iba a recelar nada?

Aire estrujado como un viejo papel del que nos desembarazamos, zumbido de insecto aumentado a la décima potencia en cuanto a volumen sonoro, el ligero helicóptero se posó suavemente, ante los ojos maravillados de mi compañera y mi mirada alegre, acompañada de toda una serie de gestos de bienvenida que no pude dejar de dirigir a sus ocupantes.

Mejor dicho, su ocupante. Era un aparato de modelo ligero, un tres plazas. Y como nosotros éramos dos para regresar a la base… Me abalancé para estrechar entre mis brazos a mi camarada y salvador.

Un empujón me lanzó rudamente al suelo. La parte trasera del cráneo se golpeó contra el bordillo de roca lisa y fundida de una sola pieza, aparentemente inalterable. Recibí un buen mamporro, como dicen nuestros navegantes. Me levanté con la vista nublada, como en sueños.

Realmente se trataba de una pesadilla. Me vi en pie, titubeante, la silueta enfundada en su combinación con casco estaba inclinada, minuciosamente ocupada en hacer desaparecer con su desintegrador pesado los restos calcinados de Miére. Desesperado, avancé un poco, y entonces pude oír lo que decía aquella cabeza hundida entre los hombros:

—¡No queda nada! ¡Ni una sola prueba! Ningún «terrestre» originario… ¡Nada! ¡Nada apoyará ya tu tesis, la «unidad de cultura» que defiendes, demonio! ¡No deshonrarás nuestra patria!…

Por fin pude arrancar el casco del asesino y conseguí derribarle. En mi delirio alucinado, consecuencia del golpe recibido en mi occipucio, crecía un gran fuego rojo y desesperado; el odio asesino duplicaba mis fuerzas físicas. El arma voló lejos, rota como una caña por mi puño de acero. Un rostro se congestionaba ante mis ojos: el del traidor, el abominable esbirro de las sucias intrigas Bien, el jefe militar de nuestra expedición, Martson.

Lo estrangulé lenta y obstinadamente. Ninguna fuerza humana hubiera conseguido impedirlo.

Nada me falta añadir al final de este relato que se me ha autorizado a incluir en mi expediente. El resto es conocido de todos.

Vbur no me creyó. Nadie me creyó. En cuanto a las huellas del disparo efectuado por el comandante, se interpretaron como un incidente fortuito durante nuestra lucha.

Al parecer, mi odio hacia los Bien era bien conocido de todos.

Los motivos científicos que me impulsaban a buscar un mítico origen común de todas las razas humanas se atribuyeron a mi pasión política: la de construir una Federación dominada por las naciones extranjeras.

Vbur también era Bien; aun siendo amigo mío, su propia pasión le cegó.

Asesiné al comandante; es un hecho que confieso.

Se afirma que he inventado lo de mi compañera, lo mismo que la existencia de otros terrestres, personajes que sólo aparecen brevemente en mi relato, y que fueron destruidos por mí enseguida. Incluso el film tomado por mí en la cúpula de la «sombrilla», en el que aparecía el tubo alimentador en pleno funcionamiento, debería bastar como demostración, creo yo.

Mi dominio de las técnicas de combate cuerpo a cuerpo

son también, a lo que parece, un indicio abrumador de mis tendencias íntimas.

Han sido «humanos» conmigo al declararme irresponsable.

La mayoría de la tripulación quería lincharme allí mismo.

El capitán Vbur, impasible, me salvó la vida.

Ningún navío regresará jamás al tercer planeta de aquel lejano sistema, al borde de la galaxia.

En cuanto a mí, he elegido vivir hasta terminar la redacción de esta crónica. Algún día caerá en manos de alguien, cuando los acontecimientos actuales estén olvidados y sean ya historia antigua.

Quizá las «sombrillas» seguirán asegurando la supervivencia de los terrestres en el subsuelo del planeta. Que los hombres emprendan entonces su exploración siguiendo el camino fortuitamente utilizado por mí.

Miére muerta, asesinada por los Bien lo mismo que mi amada Lia y por la misma causa. Yo no viviré mucho tiempo. Mientras tanto, mi patria se cubre de infamia con la agresión al sistema de Cyta IV.

Afortunadamente, he conseguido veneno.