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El señor tenía su propia interpretación de la Libertad. Ahora que Granada era libre y no tenía obligaciones en relación con él, él tampoco las tenía en relación con ella. Si quería comida que llevarse a la boca y ropa que vestir y un techo debajo del que vivir, tendría que trabajar el pedazo de campo de Polly y hacer todo aquello para lo que la habían llevado a la plantación.

Así pues, con trece años y llena de grandes dudas y temores, Granada se convirtió en la doctora de la Plantación Satterfield. Sin embargo, ese no fue el único cambio.

Tras la marcha de Polly, el tejido de la vida de Granada empezó a deshilacharse. Tal y como Polly había dicho, la serpiente bicéfala de la Libertad amenazaba desde el Norte. El señorito fue enviado precipitadamente a una escuela militar de Charleston. Poco después, la señora se marchó a vivir a Nueva Orleans, mientras que el señor partió en su caballo a luchar contra los yanquis.

—Volveré tan pronto como acabemos con los yanquis —gritó por todo el patio la mañana lluviosa en que se marchó—, ¡así que no dejes que se me enfríe la cena, Sylvie! —Erguido sobre la silla de montar, lucía su ridículo sombrero con la pluma de avestruz, mustia bajo la lluvia.

Granada se dio cuenta de que su actitud era pura apariencia ante los esclavos que pensaban que ese podía ser un buen momento para escapar. Cuando dio a Bridger las instrucciones sobre cómo dirigir la plantación, tenía la expresión angustiada de un hombre que parte hacia su propio funeral.

La vida siguió adelante, tejiéndose de un modo distinto, sin el señor y su familia. Granada atendía con diligencia a los enfermos y moribundos a todas horas del día y de la noche. En ocasiones se desplazaba en mula a los poblados, con el morral de cuero del señorito colgado al hombro y lleno de todo lo que había visto a Polly meter en su saco.

Polly siempre parecía estar presente, observando y escuchando. Mientras Granada trabajaba en una pierna rota o en el diagnóstico de un feo sarpullido, sentía las manos de Polly guiando las suyas. En momentos de dificultad, Granada recurría a esa petulante vieja voz que tenía en la cabeza, y que le enseñaba y le daba instrucciones con severidad.

La presencia de Polly era particularmente fuerte los días que Granada pasaba estudiando la Biblia encuadernada con bisagras de latón, en la que la anciana había anotado sus curas y sus métodos junto a los versículos pertinentes. Granada solía levantar la vista del libro, esperando ver a Polly al otro lado de la habitación, sentada en la mecedora de asiento de mimbre, murmurando para sí. A veces Granada cerraba los ojos, tratando de captar las palabras.

Sin embargo, había una cosa que Polly no le había enseñado, justamente la que más deseaba saber. Tarde o temprano tendría que hacer frente a algún nacimiento. A la vez lo que más temía y el momento más esperado.

Durante meses, nadie se molestó en avisarle cuando una mujer se ponía de parto, y Granada supuso que se debía a que tenían tantas dudas sobre su capacidad como ella misma.

Cuando por fin la llamaron una fría noche de febrero, la encontraron junto a la chimenea del hospital, leyendo la redondeada letra de Polly. Uno de los supervisores de Bridger le pidió que saliera al porche.

—Una muchacha de Burnt Creek está a punto de parir —anunció montado en su yegua—. Debe de haber algún problema porque las mujeres de allí no dejaban de gritar que viniera a buscarte enseguida.

—¿Quieren que vaya yo? —preguntó Granada con voz entrecortada. Tenía que ser un malentendido. El terror le atravesó el estómago como el filo de una navaja.

—Será mejor que cojas tus cosas —respondió el hombre por encima del hombro mientras conducía el caballo al establo—. Tardarás dos buenas horas en llegar hasta allí.

Aturdida por el miedo, Granada avanzó con paso vacilante hasta la cabaña como si estuviera en un sueño y llenó el morral mecánicamente.

Hizo el viaje sola en la noche sin luna, confiando en que la mula encontraría el camino por el sendero lleno de surcos. El viento era mordaz y le aguijoneaba la cara y las manos, pero Granada no quería que el viaje terminara. O tal vez podría durar lo suficiente para que cuando llegara el problema ya hubiera pasado.

Cuando llegó a Burnt Tree, una mujer que llevaba un chal harapiento atado al cuello recibió a Granada antes de que bajara de la mula. La niña notó los ojos de los habitantes del poblado, mirándola con recelo en la fría oscuridad. ¿Acaso percibían su inseguridad? ¿Sabían que estaba condenada a fallarles?

Los pasos de Granada eran pesados en su camino hacia la cabaña. De nuevo, recordó el día en que se había caído de la canoa y había vadeado el arroyo de aguas mansas. Vio al señorito esperándola en la orilla, sosteniendo a su mascota moribunda entre los brazos y mirándola con ojos suplicantes. El niño había confiado en ella y lo había decepcionado. Sin embargo, ahora no había niño ni mascota. Se trataba de una madre y su hijo. Y no estaba Polly para sacarla del apuro.

La noche era gélida, pero cuando Granada entró en la cabaña, la golpeó una oleada de calor condensado procedente del fuego de la chimenea. Las llamas iluminaban la habitación y, en un fogonazo de terror, Granada vio toda la escena de una vez. Cuatro mujeres agrupadas alrededor de un catre en el que la madre estaba desnuda y reluciente por el sebo y el sudor. Había empapado por completo la colcha sobre la que yacía.

Todos los ojos se posaron sobre Granada, a quien le ardía el rostro de vergüenza, y los brazos le colgaban inertes a ambos lados del cuerpo, con las manos vacías. Al menos, con Polly llevaba la pequeña vasija a los partos.

A Granada le temblaron los labios. ¡Se había olvidado la vasija de arcilla! Quería decirles lo mucho que lo lamentaba, pero que Polly jamás le había dejado presenciar un nacimiento. Que no estaba lista para ello.

Pero entonces, cuando estaba a punto de hablar, percibió la expresión de las mujeres. No era en absoluto como la del señorito, desesperada y expectante. En los rostros que la miraban había una serenidad que tranquilizó el corazón desbocado de Granada. Incluso en el rostro demacrado de la madre, Granada advirtió una aceptación serena. Era evidente que esas mujeres no esperaban nada de ella. Que no había ningún «problema» del que hubiera de rescatarlas. Al contrario, Granada tuvo la extraña sensación de que eran ellas quienes estaban allí para salvarla.

La mujer más anciana, nudosa como un roble de cien años, hizo señas a Granada con los dedos engarrotados para que se sentara junto a ella en el círculo. Fue entonces cuando Granada la reconoció. Demasiado mayor para trabajar en el campo, la mujer era quien se ocupaba de los niños mientras sus madres trabajaban.

Granada se acercó al extremo de la cama, donde la habían llamado. La vieja cuidadora le dedicó una sonrisa sin dientes y le tomó las manos. Se las colocó en el vientre de la madre y le hizo descubrir la sensación de un niño a punto de nacer.

Granada jamás había tocado algo que la emocionara tanto, ni siquiera los más delicados tejidos de seda y raso. Al instante supo que sus manos debían estar sobre esa mujer. Que pertenecían a esa mujer. Y, como el de un alma errante que por fin divisa el camino a casa, el corazón de Granada comenzó a latir con fuerza de emoción y placer.

Durante los minutos que siguieron, las manos ancianas guiaron las de Granada y le enseñaron a masajear el abdomen, a descifrar la posición del bebé y a acelerar las contracciones de la madre.

Granada miró el rostro de la parturienta. Su aterciopela piel oscura estaba empapada de sudor. Tenía los ojos cerrados y el dolor era visible en la frente fruncida y los dientes apretados. Se quejaba a voz en grito y agitaba la cabeza de un lado a otro. De repente dio una violenta sacudida de dolor.

Sobresaltada, Granada retiró las manos de inmediato y dio un paso atrás, temiendo haberle hecho daño, pero las otras mujeres permanecieron junto a la madre y le pidieron con voz tranquilizadora que no empujara todavía y que respirara hondo.

—Déjalo en manos de Dios —susurraban.

Alguien colocó una botella en la mano de Granada y le enseñó a sostenerla contra la boca de la madre.

Otra mujer murmuró:

—Tranquila, Celia. Lo estás haciendo muy bien, niña. Tan solo echa el aire en esa botella.

Y Celia obedeció, y soltó rápidos soplidos en la boca de la botella hasta que pasó la crisis.

Durante la siguiente contracción, cuando no habían pasado ni cinco minutos, la madre se mostró aún más furiosa e insultó con ardor a quienes tenía cerca. Granada recordó a Rubina y empezó a temer por la vida del bebé. ¿Acaso la madre rechazaba a su hijo? ¿Era posible que lo quisiera muerto?

Granada observó al círculo de mujeres una vez más y se sorprendió al ver la amabilidad con que recibían sus exabruptos. La madre no estaba enfadada con las mujeres, ni con su hijo, ni con Dios por verse en ese trance. No era enfado en absoluto.

Era su forma de decir que sí. Era la vida extendiéndose más allá de sí misma, forzando su llegada a un invierno frío y desapacible. Esa madre, con toda su furia, reclamaba abiertamente un lugar para su hijo, pedía sus derechos. No era enfado. Era amor feroz.

Pronto Celia volvió a dar sacudidas. Las mujeres lograron levantarla para que paseara un poco, y después se agachó en el suelo para estirar los músculos doloridos. Al rato la ayudaron a ponerse de pie y la llevaron de nuevo a la cama, donde retomó los gritos y las patadas.

Todo lo que Granada creía haber entendido sobre el dar a luz estaba equivocado. No se trataba de un deseo sentimental pronunciado con un gemido quejumbroso, una suerte de esperanza tierna. Se trataba más bien de la disposición de una madre para llorar, luchar o quizá tan solo aguantar y sobrevivir, a cualquier precio. Tal vez fuera el modo en que una madre escarbaba un hueco en el suelo frío y duro, para que su hijo echara en él raíces.

Ahora el coro de mujeres pedía a Celia que empujara. Había llegado el momento del bebé. La mujer separó las piernas y gimió. De nuevo, la vieja cuidadora tomó las manos de Granada y en esa ocasión se las llevó a la entrepierna de la madre.

En un primer momento, Granada se resistió, pero enseguida la inquietud dio paso a la euforia.

—¡Estoy tocando al bebé! —exclamó, cuando sus dedos acariciaron la cabeza que empezaba a coronar. La risa de las mujeres fue cálida.

Juntas, Granada y la anciana guiaron al niño a través del canal del parto, primero por la cabeza, después por los hombros. Al principio el bebé estaba boca abajo, pero mientras salía, su cuerpo comenzó a girar y pronto Granada le vio el rostro. A continuación aparecieron las nalgas y por fin las piernas quedaron liberadas del útero.

Granada había estado a punto de olvidarse de la magia por completo. Pero allí estaba, junto a la cama de la madre, acunando a un niño recién nacido. No podía hablar. Estaba hechizada por ese milagro que le cabía entre las manos, esa entidad tocada por Dios.

La película resbaladiza que cubría la piel del bebé relucía a la luz de la chimenea. Aunque en brazos de Granada, el niño seguía atado a su madre por el grueso y venoso cordón, que aún latía al ritmo del corazón de ella. Pasó un instante durante el cual Granada contuvo la respiración a la espera de que el niño rompiera a llorar y declarara el comienzo de la vida de ambos.

Sin embargo, el niño no se movió, ni abrió los ojos. Permanecía inerte entre sus brazos. Granada levantó la vista aterrorizada, buscando el rostro de la anciana.

—Quiero a mi bebé —pidió la madre—. Déjame sostener a mi bebé. —Se incorporó con los brazos extendidos, pero las mujeres la empujaron hacia la cama.

Todos los ojos seguían clavados en el niño inmóvil que Granada sostenía entre los brazos. Sintió que las piernas le flaqueaban. La vieja cuidadora se acercó a ella y le quitó al niño.

La anciana le propinó un golpe en las nalgas, pero no se produjo respuesta. Lo dejó en la cama. Con un dedo, le limpió la nariz y la boca, pero el niño seguía sin respirar. Entonces miró a Granada.

—Hazlo tú —se limitó a decir.

—¿Qué? —preguntó Granada con un grito ahogado.

La anciana respondió:

—Dale tu aliento.

Temblando, Granada se agachó sobre él y posó la boca sobre la del niño. Exhaló como la anciana le dijo, llenándole los pulmones con rápidos soplos de aire.

Granada se sintió flotar cuando el bebé estornudó una vez, y después otra. Cuando por fin rompió a llorar, lo hizo con el aliento de Granada.

A continuación ataron el cordón y lo cortaron. Granada alzó al niño con cuidado, se lo entregó a su madre y se quedó mirándolos mientras la mujer lo acurrucaba junto a su cuerpo y los dos se convertían en uno. Jamás se perderían el uno al otro, pensó. Un único aliento, le había dicho Polly. Todos respiramos con un único aliento.

Ansió correr al lado de Polly y decirle que ahora ya lo entendía.

En ese momento, Granada se dio cuenta de que la anciana sostenía un objeto y se lo ofrecía. La niña no pudo distinguir qué era, pues tenía los ojos empañados de lágrimas, pero aun así lo aceptó. Al tocarlo supo de qué se trataba y se lo llevó al pecho, como si le hubieran entregado a su propio hijo.

Era una de las vasijas de arcilla de Polly. Esta sabía que Granada estaría allí. La había estado esperando todo ese tiempo.