22

El marido de Sarie ofreció orgulloso el brazo a Polly y la ayudó a bajar los escalones del porche. La mujer llevaba el saco colgado del hombro y la vasija de arcilla agarrada con cuidado contra el cuerpo.

Granada los siguió hasta el patio de cabañas y no fue hasta que se reunió con Polly en el camino cuando cayó en la cuenta de que tendrían que regresar a la plantación a pie. El supervisor y el carro no se veían por ningún sitio.

Como si le leyera el pensamiento, Polly se volvió hacia la niña y dijo:

—Sé que crees que estás muy cansada para caminar, niña. Pero piensa en Sarie. Después de lo que ha pasado esta noche, mañana estará de vuelta en los campos. Esta noche Dios la ha hecho otra vez una buena madre. Mañana, el hombre blanco la convertirá de nuevo en una mula. Recuerda eso cuando te duelan los pies, ¿me has oído?

Polly alzó la vista al cielo.

—Al menos será un viaje fácil —comentó con una voz frágil que delataba su agotamiento—. Hoy la mujer está sentada.

Granada siguió la mirada de Polly hacia el cielo nocturno sin nubes. La luna estaba llena y densa, una «mujer sentada», como la llamaba Polly. «Significa que ha encontrado su hogar y está llena de alegría», había dicho a Granada en una ocasión.

—Esta noche sabe cuál es su lugar.

Polly tenía razón. Esa noche, la mujer era lo bastante brillante para iluminar el camino que se abría ante ellas.

Un grupo de mujeres parlanchinas y de niños con ojos de sueño, aún cautivados por la actuación de Polly, acompañaron a la anciana y a la niña por el camino hasta la última cabaña, más allá de la cual los esclavos de los pantanos no tenían permitido el paso. Desde allí, las mujeres se despidieron de ellas con exagerados gestos de la mano y un coro de «bendita sea» y «buenas noches, Madre Polly», que siguió resonando aun cuando el poblado ya había desaparecido en la lejanía.

Granada seguía de cerca a Polly, que marchaba lentamente, sumida en su mundo particular. La niña tenía millones de preguntas sobre el nacimiento, pero sabía, por la forma en que la anciana se abría paso en la oscuridad, su cuerpo frágil encorvado y rodeando con los brazos la vasija de arcilla, que no estaba de humor para hablar. La sensación de magia que Granada había experimentado en el poblado se desvaneció con las voces de las mujeres que dejaron atrás.

Siguieron avanzando por un camino estrecho flanqueado por un denso cañaveral en el que se alzaban los aterradores chillidos y chirridos de la noche. Aun así, Polly no habló ni se volvió para comprobar que Granada seguía detrás de ella.

Durante más de un mes, Polly la había obligado a permanecer cerca y contemplar las visiones más truculentas y repugnantes que pudiera imaginar, pero cuando sucedía algo agradable, como presenciar el nacimiento de un bebé, le cerraba la puerta en las narices.

Sus pensamientos se calentaron como atizadores.

—Eres la cosa más fea y mala que he visto en mi vida —farfulló Granada para sí, sin pensar que Polly pudiera oírla.

—La belleza no está en la piel. —Polly soltó una risa cansada—. Tienes que tener cuidado con las caras agradables, no con las feas. Una cara agradable no es casi nunca lo que parece ser.

—Sí, señora —respondió Granada, mientras se preguntaba cómo diablos había alcanzado a oírla desde tan adelante.

—Está bien, dime, ¿por qué estás tan enfadada? —preguntó Polly, sin mirar atrás.

—Nunca me enseñarás nada de hechizos, de bebés ni nada bueno. Siempre me apartas.

—Una vez no es siempre. Dos veces no es para siempre —respondió Polly—. Pronto llegará el día en que no te dejaré fuera, Granada. Entonces podrás saberlo todo.

—¿Veré nacer a un niño? —preguntó Granada, y corrió para alcanzar a Polly—. ¿Cuándo? ¿Pronto?

—Cuando seas una mujer —respondió Polly.

—Ah —exclamó Granada, decepcionada, pues tenía la impresión de que faltaba una eternidad.

—No falta mucho para que veas tus flores —explicó Polly, y miró a Granada con los ojos entornados como cuando examinaba a los enfermos—. Podría ser cualquier día de estos, creo yo.

—¿Qué quieres decir? ¿Estoy enferma? —inquirió la niña—. ¿De qué flores hablas?

Polly soltó un largo suspiro.

—¿Es que esa gente no te enseñó nada sobre qué quiere decir ser mujer? Estoy hablando de sangre, del flujo de la vida. Saldrá de tu cuerpo como flores rojas.

—¿Por dónde saldrá de mi cuerpo? —preguntó Granada con la voz entrecortada.

—De entre tus piernas —respondió Polly.

—¡No! —Granada contuvo la respiración y a continuación tragó saliva.

¡Ese era el secreto que guardaban las mujeres del poblado! Había visto las manchas rojas que aparecían de manera misteriosa en sus vestidos. Y las había oído hablar en clave sobre los días en que sangraban, las infusiones que tomaban cuando sufrían «la herida de Eva», los trapos que tenían que lavar en secreto. ¿Eso significaba ser mujer?

Buscó la mano de Polly y la apretó.

—¿No puedes detenerlo, Polly? ¡No quiero ser mujer si tengo que morir desangrada! Tienes que ponerme bien.

—¡Bah! —respondió Polly—. No tienes que tener miedo. Tus ojos verán sangre, pero no es solo sangre. Es la vida en sí misma. Dios fluye a través de una mujer como un río vivo. Mi madre decía que así es como la luna se baña cada vez, en el río de sangre de las mujeres.

—¿Dios ha puesto un río en mí? —preguntó Granada con escepticismo.

—En el principio Dios creó —respondió Polly—. Esas palabras no significan nada sin la mujer. Cuando sangres, sentirás el tirón de la vida, que te llega desde la luna. De los tiempos de «en el principio». Dios no tendría ningún principio sin la mujer. La mujer es el modo en que Dios dice que sí en este mundo de aquí. Puso en nosotras la promesa. La mujer lleva «en el principio» en su propio cuerpo. Y, cada mes, Dios utilizará tu sangre para bañar la luna y para que el principio pueda comenzar de nuevo. Cuando seas mujer, llevarás la promesa con respeto y honrarás a las madres que nos la transmitieron.

—¿Entonces veré nacer a niños?

—Cuando llegue el flujo. Entonces podrás ayudarme con las otras mujeres. Ya no serás una niña, Granada, y no tendrás que quedarte al margen de las cosas de mujeres.

—¿Y yo también podré tener bebés? —Granada volvió a apretar la mano de Polly y se dio cuenta de lo caliente que la tenía. A la niña se le ocurrió que nunca había buscado la mano de la anciana de manera voluntaria, y esa repentina intimidad le resultó extraña, pero no hizo ningún movimiento para apartarse de ella.

—Tal vez —respondió Polly—. Pronto tu cuerpo florecerá como un árbol frutal. Y cuando florezca, tendrás la capacidad de dar vida. Cuando suceda, me lo dices, ¿de acuerdo?

—Sí, señora, lo haré. Cuando vea mis flores. Cuando mi sangre bañe la luna.

Sin duda, ese era un milagro mágico, el más mágico que hubiera oído jamás. ¡Y tendría lugar dentro de ella! ¡Saldría de su cuerpo!

Mientras caminaba junto a Polly, dándole la mano, Granada supo que lo que la anciana le había contado debía de ser el acertijo más importante de todos. Un acertijo que ni Chester, ni Silas ni ningún hombre podrían descubrir jamás.

—Polly, cuando...

—Alto —ordenó Polly, como si hubiera oído algo.

Granada se detuvo en seco, un pie todavía levantado, segura de que estaba a punto de pisar una serpiente que solo Polly podía ver.

—Espera aquí —dijo Polly, y le soltó la mano. Se alejó del camino y se perdió en el bosque, oscuro como boca de lobo.

La niña esperó, suponiendo que Polly había ido a aliviarse, pero cuando se dio cuenta de que tardaba demasiado en volver, Granada decidió que debía estar tramando algo. Decidida a que no volviera a dejarla de lado, se internó en el bosque para buscarla.

Después de tropezar con raíces y engancharse en enredaderas ocultas, Granada llegó al fin a un claro en el que la luz de la luna se filtraba a través de una cubierta floja de plantas y ramas entrelazadas, y bañaba el paisaje con un resplandor de otro mundo. La imagen le produjo un escalofrío. Si bien no sabía de qué se trataba, intuía que estaba sucediendo algo extraordinario.

Oyó un susurro entre la maleza y a continuación descubrió la silueta de la anciana. Se había arrodillado frente a un árbol del ámbar joven, y estaba apartando el mantillo de un trozo de tierra. Cuando hubo despejado la zona, hurgó en el saco y extrajo un cucharón de madera.

Granada avanzó lentamente para verlo mejor.

Polly cavó un agujero poco profundo, inclinó la vasija de arcilla y vertió su contenido en el suelo a borbotones. A continuación, su cuerpo empezó a balancearse, de modo que la cabeza le colgaba de un lado a otro mientras emitía un gemido grave y delicado. Sin perder el ritmo, tomó un puñado de tierra y la sostuvo por encima de la cabeza. Granada oyó un sonido cadencioso que nacía en su garganta y después un brote de palabras que parecían dirigidas al cielo:

En el principio Dios creó estas estrellas atentas y una luna brillante,

en el principio Dios abrió esta tierra como el útero de una madre,

en el principio Dios dio su aliento al grito del recién nacido,

en el principio Dios dio su aliento al último suspiro de los Mayores.

Polly bajó la mano, espolvoreó el agujero con la tierra, y a continuación se dirigió en voz baja a su obra:

En el principio es el hogar del que venimos,

en el principio es el hogar al que nos dirigimos.

Tras pronunciar esas palabras, se hizo el silencio más absoluto; incluso los ruidos nocturnos de los insectos habían cesado. Era como si el bosque contuviera la respiración.

¿Qué estaba esperando?, se preguntó Granada. ¿Quién tenía que aparecer? ¿Fantasmas, brujas, el propio demonio, tal vez?

Los bosques se iluminaron lentamente, como si la cubierta de ramas se hubiera separado y las estrellas y la luna hubieran descendido mediante hilos invisibles. La obra de Polly quedó claramente iluminada. En el agujero se veía un montón sangriento salpicado de tierra. Venoso y crudo, resplandecía a la luz de la luna. Granada no era consciente de lo fuerte que había sonado su grito ahogado, ni de la rapidez con que se había cubierto la boca con la mano. Con la otra mano, buscó un árbol en el que apoyarse antes de que le fallaran las piernas.

Polly se inclinó y rellenó el agujero con más tierra; a continuación, rompió la vasija con una roca y esparció los trozos sobre el pequeño montículo. Cuando le pareció que estaba listo, se levantó con gran esfuerzo e inició el regreso al camino, pasando junto al árbol en el que Granada seguía temblando. No pronunció palabra cuando la niña la siguió con paso vacilante hasta la salida del bosque.

Continuaron avanzando por el camino y Granada fue aminorando la marcha de manera progresiva. Cuando supuso que se encontraba a una distancia segura de Polly, hizo acopio de todo su valor y espetó:

—¿Qué es eso que le has quitado a esa gente? —Su voz era un temblor continuo—. ¿Qué metiste en esa vasija? ¿Le hiciste daño a la madre o al bebé?

La carcajada áspera de Polly pareció resquebrajarse como el hielo al entrar en contacto con el frío aire nocturno. A continuación, la anciana dijo por encima del hombro:

—Que no te dé un berrinche, niña. No le hecho daño a nadie.

Si bien Polly no añadió más, Granada la creyó y su corazón empezó a tranquilizarse. Retomó la marcha, aunque aún a cierta distancia de Polly.

—¿Y qué has enterrado en ese agujero? —gritó, pero Polly no respondió—. Tal vez vuelva allí a desenterrarlo y así lo descubra por mí misma —dijo Granada, en un alarde de valentía. A continuación se preguntó si sería capaz de encontrar el camino de vuelta al árbol y encontrar la pequeña tumba, incluso de día.

—Me sentiría orgullosa si lo hicieras —respondió Polly y, de nuevo, se rió—. Te daría un buen azote en el trasero, pero me sentiría orgullosa de que por fin buscaras un poco de sabiduría por tu cuenta.

Polly volvió a sumirse en un silencio profundo, como si un asunto de suma importancia la hubiera distraído. Frente a ellas, por encima de la hilera de árboles, asomaba el tenue resplandor del observatorio de la mansión, donde el señor se sentaba por la noche a escribir sus diarios.

Polly se detuvo, lo que permitió a Granada alcanzarla.

—Granada, solo porque tengas cuerpo de mujer no significa que tengas corazón de mujer. Eres como la luna nueva. Aún te queda mucho por aprender.

A Granada no le gustó el tono de incertidumbre en la opinión de Polly.

—¿Como qué? Dímelo —pidió con decisión—. Lo aprenderé.

—Dios quiere más cosas de ti, no solo que tengas hijos. Tienes que descubrir tu lugar en el tejido de las cosas. Tienes que recordar de dónde vienes para saber dónde estás. Y tienes que saber dónde estás antes de saber cómo ayudar.

—Sé dónde estoy, Polly. —Se rió—. Estoy allí donde se paran mis pies. —Y para demostrar su argumento, se apoyó las manos en las caderas y se detuvo en seco.

Pero Polly siguió caminando.

—A eso me refiero —dijo la anciana, y dio algunos pasos antes de volverse—. ¿Lo ves? —preguntó, mirando a Granada a través de la oscuridad—. Estás sola. Y estando sola, no puedes ayudar a nadie.

Se miraron fijamente, atravesando la penumbra, sin que ninguna de las dos diera otro paso.

La niña se asustó. Ahora Polly volvía a estar enfadada. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada y escuchar, como Polly le pedía? Si de algo estaba segura Granada, más aún que de su propio nombre, era que quería ver nacer niños. Esa era la magia que deseaba sobre cualquier otra cosa. Allí de pie en medio del camino, hizo una promesa a Dios. Si Polly no se cansaba de ella, no volvería a pronunciar una sola palabra.

En la oscuridad, mientras daba un paso en dirección a Polly, Granada se fijó en que la anciana ya tenía un brazo extendido hacia ella.