CAPÍTULO X
La torre que se desmorona
En los bosques de la apartada Hesperia, Ith el Blanco estaba sentado junto a un torrente, observando el transcurso del agua. Parecía concentrado en ella, como si nunca hubiera prestado atención a otra cosa, y no se hubiera sabido si meditaba o si se encontraba muy lejos con su cuerpo espiritual. Un hombre oscuro y terrible, vestido de negro, apareció junto a él.
—Ith, levántate —ordenó.
Ith, como si volviera de un lugar lejano, le dirigió una mirada y se levantó.
—¿Qué quieres de mí? —dijo.
—Eres el último de los magos… todos los otros han sido exterminados.
—¿Por qué? ¿Por qué…?
—Busco la estrella de Kull, el hueso que canta —dijo secamente el hombre.
—¡La estrella de Kull! —repitió patéticamente el anciano.
—Tú debes tenerla, eres el último mago que queda en pie… ¡Entrégamela!
Ith lo miró francamente. De pronto, había comprendido muchas cosas… esa estrella, esa estrella de hueso grisáceo, desencadenó los nuevos tiempos. Esa estrella, y no la del cielo, era la que estaba pintada sobre el lomo del caballo negro.
—¡Entrégamela! —rugió el monje negro desenvainando la espada y preparando el golpe.
—¡No, vete de aquí! —chilló Ith.
El hombre no contestó, y golpeó manejando la espada de arriba hacia abajo, dispuesto a rebanar en dos la cabeza del viejo. Pero fue detenido en seco. Un árbol había curvado repentinamente sus ramas y las había interpuesto en el camino de su brazo. El monje negro intentó desasirse pero, para su asombro, el árbol se transformó en un hombre, un hombre con el cuerpo pintado de azul, y la rama en un brazo que lo sujetaba fuertemente. En esto, los árboles de los alrededores se transformaron todos en hombres azules semidesnudos y armados.
—Los sacerdotes de los bosques no pueden luchar —exclamó Ith el Blanco, admirado—, pero la virtud de Hesperia los defiende.
El monje negro hizo un rápido movimiento y consiguió desasirse. Pero cuando iba a dirigir un nuevo mandoble, manos extrañas lo sujetaron, puños que no vio lo golpearon y dejó caer la espada. Un diablo azul la recogió y, sin mediar palabra, le cortó un brazo y después el otro.
El hombre intentó entonces un hechizo, su arma suprema, y se dispuso a cantar, pero un guerrero azul disparó una flecha que quedó clavada en su pecho.
Ith el Blanco se le acercó entonces y murmuró una fórmula, aplicando las manos sobre los sangrantes muñones para que la sangre dejara de manar. Después dijo:
—No morirás, pero he dispuesto que la flecha roce tu corazón. No cantes, no intentes lanzar un hechizo contra mí, pues la vibración en tu pecho te matará. No podrás arrancarte la flecha sin brazos. Ahora vuelve a la tierra de donde vienes y olvida la estrella de Kull.
El hombre, asustado, abrumado, con un odio sin límites en sus llameantes ojos, dio media vuelta y regresó a la espesura.
Ith se quedó de nuevo solo en el arroyo. Los árboles habían vuelto a ser árboles, nada se movía. Sufrió entonces un ataque de debilidad y la emoción se apoderó de él. Había sido ambicioso, había robado la estrella de Kull intentando incrementar su poder. Y temió haber perdido la pureza… la extrema virtud necesaria para el Gran Encantamiento. Pero la herencia mágica de Crisaor era sólida. Los hombres azules habían acudido a él, y eso lo reconciliaba con Hesperia, pues Hesperia lo había salvado y aquello era como el perdón de sus culpas.
Se alejó, perdido en estos pensamientos, aterrorizado aún por la visita del cruel monje negro. No reparó en el hombre que lo había presenciado todo tras los arbustos. Ni se fijó en que él, Ith el Blanco, no había tenido necesidad de pronunciar ningún conjuro, sino que los hombres azules habían brotado a la llamada de aquel personaje.
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Ilene subió a la torre, se armó y volvió a tomar su caballo. Ya no tenía intención de volver, ni dejaría que atacaran al buen Cazador de Dioses, pues su mandato simbólico sólo podría terminar cuando el auténtico rey le retirase la corona de las sienes. Pero él estaría lejos, muy lejos, hacia el oeste y el reino quedaba en las manos de un hombre de fe. Tampoco se preocupó de Aradawc, que andaba a sus anchas por los sótanos, ni del monje sin brazos, ni de sus maestros los monjes negros. Cabalgaría o caminaría o se arrastraría hasta el extremo occidente en busca de Istahar. Y así, una vez más, salió furtivamente de Saane y huyó levantando una nube de polvo.
Atrás quedaron Angorth y su mística, Saane con sus pasiones y todo lo que le había preocupado inútilmente. Ahora era un rey vagabundo galopando en la noche y nada más. Por eso no volvió la cabeza una sola vez para despedirse de la ciudad, pues en ella no dejaba enterrada sino tristeza y errores. Palpó, como inconscientemente, el arpa de hueso, y su tacto le dio seguridad y ánimo. Parecía sentir que de ella emanaba algo vivo, algo fiero, y concibió el deseo de tocarla lenta y melodiosamente cuando al fin llegase hasta donde la estrella Héspero cuelga del horizonte.
Pero cuando al fin volvió la vista atrás, vio que le seguía un resplandeciente ejército que portaba las armas de Magoor. Sus armaduras estaban bruñidas y los rostros de los soldados eran impasibles, y en sus ojos brillaban valor y fidelidad. Entonces, de entre las columnas se acercó, sobre un carro, el terrible Aradawc, y le habló así:
—He aquí un ejército fiel que no abandona a su rey. Descuida, Ilene, Sirkka está conmigo, pues la necesito, pero los monjes negros no están aquí. Los he enviado a matar a Gilgamesh y traerme la Piedra Resplandeciente, que pronto estará en mis manos.
Ilene no habló. Volvió el rostro hacia el poniente y espoleó a su caballo. Nunca supo si Magoor le había sido fiel o si Aradawc había puesto a su disposición un ejército de demonios o muertos vivientes. Tampoco importaba. Era un dios herido y clamaba satisfacción y venganza. El mundo era feliz, los pobres eran felices, los ancianos que se aproximaban a la muerte tenían más motivos de alegría que él mismo, y por eso ya no le importaban la bondad ni la justicia, sólo sus heridas de amor, y para curarlas quemaría la tierra y el cielo, y para esa tarea poco importaba si su ejército era de hombres o demonios.
No se dio cuenta de que este ejército atraía tras de sí, en lo alto, otro ejército de espesas nubes. No vio que las nubes seguían a Aradawc como una horda de esclavos atados con cadenas invisibles. Y, en su atolondrada pasión, no reparó en que muy pronto se encontrarían en el solsticio de verano. Tampoco había visto la red de fino hilo de bronce, plegada en el carro donde viajaba Aradawc.
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Viajó mucho y buscó mucho, y arrasó las tierras a su paso, y finalmente traspasó una verde cordillera y se encontró en un país aislado, cubierto de una frondosa espesura, secreto a las miradas de los demás hombres.
—¿Qué tierra es ésta? —murmuró a Aradawc, que se encontraba a su lado.
—Se llama Hesperia, pero también es llamada Vesperkhor, la tierra del Vesper o Héspero —dijo el dios con familiaridad.
—¿La conoces? ¿Es éste el país a dónde huyó aquel anciano? —insistió el rey.
—Sí, ésta es la tierra, ésta es su obra —respondió el dios con palabras que encerraban significados ocultos.
Pero Ilene ya no pudo solicitar nuevas explicaciones, pues veloces flechas envenenadas comenzaron a rozar su cuerpo. Entre los árboles, extraños diablos azules disparaban sus arcos sin parar. Su ejército cargó una y otra vez contra ellos, pero no consiguió gran cosa. Sólo matar algunos para ver que no se trataba de demonios ni trasgos, sino de hombres extremadamente ágiles, con el cuerpo completamente pintado de azul.
Si las tropas respondían a los ataques, los hombres azules se internaban en el bosque, y los soldados que penetraban en él ya no volvían. Cuando el ejército se relajaba, volvían los ataques. Sus hombres estaban siendo diezmados, e Ilene tomó una brusca decisión.
—Prenderé fuego a este bosque —exclamó.
—Ten cuidado —observó Aradawc—, todo el país es un solo bosque. Si ahora haces un fuego calcinarás todo a tu alrededor y las llamas llegarán hasta el océano, al otro extremo del país.
Ilene no escuchó. Ordenó incendiar los hayedos y pronto las llamas rugieron como en la misma Ciudad Blanca, y, cuando el viento giró en remolino y el incendio rodeó al mismo ejército de Magoor, el rey no perdió la calma. Alzó los brazos y conjuró un viento del norte, y el viento apareció y empujó más y más el fuego para dejar paso libre a los invasores, y su avance fue como el de una legión de dioses irritados precedidos por las llamas del infierno.
Así avanzó la desolación y la muerte en la tierra de Hesperia hasta que Ilene llegó al cabo del Dragón, donde libraría su último combate y daría lugar a la consumación de los tiempos.
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En la lejana Magoor, Gilgamesh huía como un jabalí herido por el único camino franco que le dejaban los cazadores, pues los monjes negros, sus antiguos maestros de magia, cerraban un cerco a su alrededor.
Huyó durante días, hundiéndose bajo los escarpes del descendiente valle de Totak e internándose en el desierto. Y cada jornada de marcha lo debilitaba más y le hacía padecer más hambre y sed y acortaba la distancia que lo separaba de sus perseguidores. En las aldeas le negaban protección, porque, aunque corrían rumores de que el mismo Guerrero Triste andaba de nuevo por Magoor, su cuerpo estaba cubierto de heridas, de manera que no lo reconocían, y temían que el rey se incautara de sus bienes si ayudaban a un fugitivo.
Pretendía encontrar refugio en alguna de las ciudades subterráneas de las fronteras con la Muerte Blanca, allí donde sus perseguidores no se atrevieran a seguirlo, pero las tormentas lo desviaron de su ruta y lo sepultaron mil veces, y la arena mordió sus hombros y sus piernas desnudas, abriendo sus llagas y multiplicando el dolor de su hombro.
Siguió caminando por espacios que carecían de principio o final, o de un hito para orientarse, perdido tanto en las tormentas como en las calmas, hasta que sus piernas no pudieron soportar su peso y cayó tendido en un lecho de ardiente arena que lo acogió como la tierra que abraza a los muertos.
Allí quedó, tendido boca abajo, durante un tiempo indefinible, hasta que despertó y alzó los ojos al horizonte cegador, sólo para ver que una multitud de jinetes lo rodeaba, y que al frente de ese ejército se hallaba un monje negro. Muchos de ellos habían combatido junto a él, codo con codo, en la batalla de Angorth, y ante sus terribles miradas, supo que su disciplina se sobreponía a sus sentimientos, y que no se comprometerían por él para agradecerle sus pasadas acciones, porque los monjes negros parecían haber envenenado todo a su alrededor. Ni un alma agradecida, ni un gesto de apoyo. Y en aquella amarga convicción se preparó para morir, alzándose pesadamente y empuñando la espada, en un último intento de contener el dolor.
—¿Dónde está el talismán? —rugió el monje.
Gilgamesh sonrió.
—Está en este morral… Ven por él y te mataré —dijo.
El monje negro se incorporó sobre su montura para ordenar que Gilgamesh fuera traspasado por las lanzas, pero en ese instante algo inesperado ocurrió: El aire se llenó de gritos, y de las arenas surgió un ejército fantasma que, entre chillidos horripilantes, atacó a los soldados.
Gilgamesh quedó consternado, inmóvil de terror. A su alrededor cayeron cercenadas las cabezas de sus enemigos, y sus cuerpos ensangrentados fueron abatidos uno a uno, pero a él mismo ni un soplo de aire lo rozó. Cuando ni un solo hombre de Magoor quedó en pie, el aire quedó en calma y el polvo descendió lentamente sobre el desierto, y ya no se oyeron gritos de guerra, sino sólo los gemidos de los moribundos apagándose poco a poco.
Se volvió, y un estremecimiento recorrió su espalda, porque tras él se levantaba, intocable y legendaria, la Puerta de Ispahan, la entrada a la Ciudad de los Murmullos donde los fantasmas de los guerreros muertos silbaban en el viento.
Un lejano maullido llamó su atención. Levantó sus ojos, y vio en la lejanía azul una enorme águila que describía círculos sobre su cabeza, y sus gritos decían:
—Ve a Hesperia, en el lejano Oeste. Allí te espera tu padre.
Después ascendió más y más en el cielo y desapareció delante del sol. Y la emoción debilitó a Gilgamesh, porque algún oscuro designio había conducido sus pasos al dominio de Ispahan, donde los fantasmas de sus últimos guerreros aún clamaban venganza, y porque Ketra el fuerte, embebido en la guerra y pastor de pueblos, lo había perdonado al fin. Y allá en los cielos, desde donde eternamente vigilaba que ningún enemigo violara el solar sagrado del desierto, había despertado a los vengativos fantasmas para salvar la vida del amigo al que nunca olvidaría.
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No sabía dónde se encontraba Hesperia, y siguió avanzando hacia el sureste, buscando la ciudad sumergida en la arena que había visitado una vez junto a Sib el poeta. Había olvidado su nombre, y su emplazamiento, pero caminó a ciegas, dejándose llevar una vez más por la intuición. Y le ocurrió algo que le dio fuerzas. Extrañamente, a veces divisaba en el cielo un pájaro blanco, un ave que aparecía y desaparecía muy lejos. Pero un pájaro así debía ser un ave marina, y sin embargo el mar estaba inmensamente lejos.
No obstante, la curiosidad y el instinto lo mantuvieron en pie hasta que llegó a un paraje ardiente donde un humo oscuro parecía surgir del mismo suelo. Sabía que no era un espejismo, sino aquella ciudad que buscaba el frescor de la tierra. Se acercó hacia uno de los puntos de donde salía el humo, y se asomó a un patio donde los pastores del desierto estaban cenando, aterrorizándolos debido a su aspecto.
—Un espectro —gritaban unos.
—Es el fantasma de la calamidad y el hambre —murmuraban otros.
Pero entre todos se acercó una anciana de cara apacible y dijo:
—Es Gilgamesh, el amigo del rey Ketra.
Él también la reconoció. Era la misma anciana que le había narrado por primera vez la leyenda de la Piedra Resplandeciente. Ella lo hizo descender las rústicas escaleras talladas en la arenisca y le ofreció un tazón de leche. Toda esta escena se desarrolló sin palabras, hasta que Gilgamesh alzó sus ojos por encima del pote de barro y los fijó en un extremo sombreado del patio, donde, sobre los sarmientos secos de una antigua vid, se posaba una gaviota.
—Hace días que está aquí —explicó la vieja—. Según he podido saber, vino enviada por cierta persona, para que la sigas hasta el mar.
Gilgamesh sacudió la cabeza.
—¿Hacia qué parte en el mar?
Ella contestó rápidamente, pero no pudo impedir que sus labios temblaran.
—Hacia la Playa Pálida, en la región de Bork, pero…
—¿Qué sucede? —Los ojos de Gilgamesh se movieron rápidamente hacia la vieja.
—Ya no sé si ella estará ahí para recibirte.
—¿Por qué?
La mujer suspiró y se pasó una mano por la frente. Luego añadió:
—Porque unos asesinos andan matando hechiceros por todo el país y temo que Math también haya sido muerta.
A Gilgamesh se le escapó un gesto de ansiedad, pero la mujer lo retuvo firmemente por el hombro, y la anciana mano sobre su piel le transmitió una súbita serenidad.
—No dejarás Parnu hasta que te hayas recuperado de tu extenuación, esto es lo que ordena el rey Ketra.
Gilgamesh percibió la sensación de paz que emanaba su viejo rostro, y de pronto recordó la placentera noche que había disfrutado escuchando de sus labios la fábula de la Piedra Resplandeciente… Sí, ahora se acordaba ¡Qué ironía! Allí, en su morral, escondía la piedra mágica y, rechazando toda prudencia, sin palabras, abrió el saco y enseñó su contenido a la anciana.
—Mira, mujer… esto es lo que buscaba el personaje de tu cuento, la hija de Tavoy —dijo ansiosamente.
La mujer dio un respingo. Algo le decía que no era un engaño, que era aquélla la auténtica piedra de la felicidad.
—El mundo debe andar muy revuelto —dijo simplemente. Los años la habían hecho escéptica, el desierto la había vuelto estoica. No trató de tocar la piedra ni volvió a hablar.
Gilgamesh, reconfortado por aquel equilibrio tan lejano a las ambiciones que reptaban a su alrededor, tampoco habló. No eran necesarias las palabras. La paz que irradiaba la mujer había reprimido todos sus deseos de aventura y sólo ansiaba reclinarse a la sombra de las paredes talladas, y escuchar nuevas historias de su boca. Y en esta súbita y dulce paz se quedó dormido.
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No había reconocido el nombre de Bork, pero lo fue recordando paulatinamente, cuando al día siguiente se puso en marcha de nuevo, siguiendo al ave hacia el mar. Era el hogar de una hechicera, la del cuento que hablaba de la Ciudad Blanca y la Piedra Resplandeciente. Una hechicera que debía haber muerto mucho, mucho tiempo atrás, que pertenecía a un tiempo mítico. Y sin embargo, ¿quién había enviado aquella gaviota, para que la siguiera, lo mismo que en la leyenda Sytna, la hija de Tavoy, la había seguido hasta la misma cueva del dragón Kull?
Después de muchos días, llegó a la costa, en una zona donde las colinas se precipitaban hacia el mar, y sobre las playas se elevaba un promontorio acantilado que caía a pico encima de las olas. Gilgamesh descendió hasta las arenas pero no encontró rastro de aquella choza elevada donde al parecer vivía la bruja. No supo qué hacer hasta que vio a la gaviota refugiarse en una torre sobre la cumbre del acantilado.
Comenzó a subir con algo de aprensión por un camino toscamente empedrado, hasta la cumbre completamente negra, negra y pulida por el viento y las olas, como un cuchillo de obsidiana. Tras el promontorio, abruptas pendientes descendían hasta la mar cubiertas de pinos, y el viento movía sus copas una y otra vez, acompasadamente, a semejanza de un campo de verde y lejano trigo. Y el rumor del aire entre las ramas era un ulular continuo, de manera que hacia tierra jamás cesaba el sonido, pero hacia la mar, aquel otro murmullo, el de las olas, tampoco cesaba. Y por eso, cuando alguna vez, alguna lejana vez, callaba el viento, era como un aviso, algo así como una clara señal para que el inquilino de la torre estuviera alerta, porque entonces el silencio resonaba tanto como un profundo gemido, y brillaba como un sol de mediodía. Y eso era lo que había ocurrido aquella mañana, para prevenir al ocupante de la torre de que la gaviota blanca se acercaba. Y, tras ella, el guerrero que desde lejos la había seguido. Y el camino que ascendía hasta la cima estaba flanqueado aquí y allá de acebuches y de olivos, cuyas hojas, de un extraño verde, también se agitaban, inquietas como un perro atado.
Era media tarde cuando Gilgamesh comenzó la ascensión, y el sol empezaba a resbalar por detrás de la cordillera. Y mientras la sombra se apoderaba del suelo, las copas de los pinos resplandecían como globos de luz verdosa que flotaran en la ladera.
Al fin se plantó ante la torre, oscura sobre la roca negra, de un color indefinible. Alrededor de su estructura circular jamás calmaba el aire y en vano buscó un resguardo rodeando el contorno. Parecía que allí se encontraran todos los vientos, y se enzarzaran y giraran en espiral alrededor de la torre, y más tarde salieran veloces hacia todas las direcciones. Por eso allí, en la torre negra, jamás dejaba de oírse su aullido. Pero cuando el sol brillaba, toda aquella negrura no se disipaba, ni el lugar parecía menos triste, de manera que, excepto las bestias, nadie se acercaba nunca por la Playa Pálida.
Una diminuta puerta de roble se abrió y en el umbral apareció una mujer encapuchada.
—Entra en la torre, Gilgamesh. La calma ha anunciado tu llegada —dijo.
Gilgamesh penetró en el resguardado interior y el aire dejó de azotar su cuerpo, pero siguió obstinadamente aullando una y otra vez sobre los muros, sin descanso hasta que consiguiera abatir la torre. La mujer dijo:
—Soy Math, y tengo un mensaje de tu padre. Quiere que te embarques para Hesperia, al otro lado del mar.
Gilgamesh no sabía qué decir. Supuso que «Math» era el título de alguna sacerdotisa, que se transmitía ritualmente, porque aquélla no podía ser la misma bruja que cientos de años atrás había guiado con una gaviota a la hija de Tavoy a la cueva de Kull, y que el cuento retrataba entonces como una anciana.
—¿Cómo puedo llegar allá? —preguntó.
—Antes quiero que me expliques qué ocurre afuera —dijo ella—, pues he escuchado rumores sobre una nueva época del mundo, y en toda mi vida no había oído una cosa igual.
—¿Dónde está Math?
—Math ardió junto con su choza elevada sobre pértigas, allá abajo, en la playa. Pero su espíritu se escondió en un ascua que llegó volando a la cima de este peñón y produjo un incendio que abrasó los árboles. Math volvió a nacer después del tiempo preciso, pues su hechicería es grande. Y levantó esta torre mediante encantamiento, de manera que sus piedras no están unidas con argamasa, sino con una fórmula mágica que, sin embargo, está perdiendo fuerza. Por eso las piedras caen. Parece que una fuerza se opone a mi magia, pero más bien presiento… presiento que es la misma torre la que quiere desaparecer, como si fuera cierto lo que se dice acerca de un nuevo dios que traerá un nuevo orden y de que deberán perecer las criaturas que no comulguen con ese orden… Ese orden nuevo y ese dios nuevo me producen escalofríos, porque soy de una estirpe que supo huir de la muerte y temo que en el futuro las criaturas extrañas…
Se interrumpió, como si lo que temía fuera demasiado dramático para ser expresado con palabras. Gilgamesh, por su parte, no se atrevía a preguntar si ella, que se había llamado a sí misma Math, era la misma que fue consumida por el fuego y volvió a nacer de un rescoldo, como si durante siglos hubiera huido de la muerte.
Pero estaba convencido de que, con todo su poder, aquélla era una criatura semejante a Issmir, cuyo instinto le avisaba de que el mundo que vendría la iba a rechazar y no le habría de permitir la existencia. De que ese nuevo dios, cuyo semblante cada vez se dibujaba más terriblemente en su imaginación, no le perdonaría la vida.
—Dime, ¿qué noticias puedes traerme de tierra adentro?
Gilgamesh suspiró, arrancado de sus propios pensamientos, y dijo:
—Alguien está matando a los hechiceros.
—Lo sé. Aquí estuvieron dos hombres terribles, dos hombres oscuros y silenciosos. Pretendían acabar conmigo.
—¿Cómo pudiste defenderte?
—No lo hice… No encontraron aquí a Math, sino a una mosca en la que no repararon.
Gilgamesh le dirigió una turbada mirada.
—¿Entonces…?
—Revolvieron todo. No sé lo que buscaban, pero no lo encontraron. Después se fueron como habían venido… Dime, ¿sabes tú acaso qué querían?
—Al parecer buscaban la estrella de Kull.
—¡Eso! Pero ¿para qué?
—No lo sé… alguien debe estar tramando siniestros planes —de pronto le dirigió una mirada sorprendida y dijo—: ¡Aradawc vive!
Ella lo miró presa de un repentino sobresalto.
—¿Cómo es posible? Fue condenado al fuego eterno —contestó con la voz alterada.
—Ya no existe ese fuego. La Ciudad Blanca resplandece otra vez, y el dios ha sido liberado —añadió Gilgamesh.
Math calló, y los dos, en su silencio, pensaban la misma cosa: Que era aquél el dios enviado, que era Aradawc el dios que anunciaban los oráculos y venía con furia para vengarse de todas las criaturas vivas.
—Todo lo extraordinario va a ser exterminado —dijo, con profunda tristeza—: tu padre, Crisaor, a quien llamas Kei, se esconde en el oeste, pero escapar del furor de Ilene no le servirá de nada, pues la vejez lo cerca y la muerte le llegará pronto. Sirkka, la que cantaba bajo el océano, ha sido robada y ha desaparecido. El mismo Ziusudra, el Inmortal, que habitaba sobre la cima del Nisir, fue muerto hace unos años, y los hombres amarillos que habitan entre el hielo comenzaron a ver en su muerte un signo de los tiempos… Dicen que lo mató un hombre, pero quizá fue el tenebroso brazo invisible de ese dios exterminador.
Sí, pensó Gilgamesh, él mismo le había dado la muerte, cosa que parecía ignorar la bruja, pero ya no podría decir si su mano fue guiada por una fuerza oculta, si su mismo viaje no obedecía a un vasto plan divino y su existencia no era sino un instrumento del destino. Recordó entonces a Enkidu, un ser extraordinario, no nacido de mujer, y también fulminado, quizá por la cercanía de la nueva época. Pensó incluso en el exterminio de los hechiceros de Magoor, Amur y Egione, que amenazaba con extinguir la magia misma.
Pero al cabo advirtió que él mismo tenía por padre a un dios, y pertenecía a aquella estirpe. Y también debería morir de la mano de aquel sino extraordinario que estaba cincelando la nueva faz del mundo.
De pronto, salió de su ensimismamiento y preguntó:
—¿Cómo llegaré a dónde está mi padre? No soy marinero y desconozco el arte de la navegación.
Math lo miró dulcemente. Sabía que los dos iban a morir, y con su edad incontable y su tremendo poder, se sentía unida en la tragedia a aquel hombre desgastado por la pena.
—El lugar donde te espera tu padre, las Montañas Tranquilas de Hesperia, se encuentra muy lejos, hacia el oeste, donde dos montañas abren paso al océano y termina el mundo de los vivos.
—¿Podría alquilar alguna nave, o quizá enrolarme como marinero? —preguntó Gilgamesh con desorientación.
Ella tornó sus ojos al fondo de la habitación, en cuya penumbra descansaba un gran caldero de bronce.
—Nada de eso —contestó—. Ningún barco querrá ni podrá llevarte a ese destino, pero navegarás en ese caldero, y usarás como vela tus vestidos.
—¿Y el viento? ¿Cómo puedo asegurarme el viento del este?
Ella suspiró. Aunque su visitante ansiara reunirse con su padre, navegara a donde navegara, el único viaje, el viaje del tiempo, lo precipitaba hacia la muerte, y la muerte le mordería lo mismo en la Playa Pálida que en Hesperia o en mitad del mar.
—No has de preocuparte —dijo suavemente—. Mi última hora ha llegado, pues el mundo al que pertenezco está siendo destruido. Me marcharé, me dejaré morir y dejaré el mundo libre de magia, como lo quiere ese nuevo dios.
Alrededor de la torre el viento rugía horriblemente, como si arañara los muros tratando de arrancar sus sillares y destrozar sus aristas. Las vigas de la techumbre temblaron. Ella añadió:
—Moriré y me transformaré en viento. Mi alma debe viajar hacia la Isla de las Manzanas, en medio del océano, y ésa es la misma ruta que te llevará junto a tu padre[39].
Él quiso preguntar algo más, pero no había tiempo. La bruja le hizo una seña para que se apresurase y él se dirigió hacia el caldero y probó su fuerza, alzándolo y llevándolo al exterior. Pero allí, un golpe de viento lo derribó, y el caldero se precipitó hacia el mar por el borde del acantilado. Math, desde la entrada, gritó:
—El viento está arreciando. Ve en busca de tu barco y apareja las velas.
El atribulado sumerio descendió trotando el camino bordeado de olivos, arrancó de uno de ellos una vigorosa rama que encajar como mástil y, saltando por entre las dunas, se metió decididamente en las olas hasta donde el caldero, como por milagro, aún flotaba.
Subió sombríamente a bordo y se desnudó. Utilizar su vestido como velamen debía tener un significado oculto y, mientras aguardaba, cayó en la cuenta de algo: El viento le había dado vida, cuando su padre, Lugalbanda, conoció a su madre en la cima de una colina. Ahora, otra presencia transformada en viento lo llevaba al sepulcro, rumbo a la isla de los Bienaventurados, y su cuerpo estaba desnudo, desnudo otra vez para entregar su existencia con la misma pobreza y sencillez con que la había recibido.
Súbitamente, un clamor se sobrepuso al ruido de la tormenta. Gilgamesh alzó los ojos y vio que la torre se desmoronaba. Muy pronto sintió que la vela se hinchaba y que su reducida nave se movía lentamente, hendiendo la mar como un navío bien construido y abandonando la espiral de vientos hasta que la Playa Pálida, con su negro promontorio, se perdió de vista.
Después se dejó caer en un profundo sueño y soñó que sobre la vela se dibujaba otra vez el rostro de su muerte, el personaje del manto oscuro y polvoriento que lo había seguido hasta el Nisir. La imagen cobraba más y más forma, y descendía del mástil para sentarse junto a él con la espalda descansando en la borda, y le hablaba así:
—Tu figura va a ser retirada del tablero de los dioses, por eso he venido.
Gilgamesh sintió encoger su corazón con el recuerdo de la isla de Onud.
—Ya estuviste antes junto a mí —contestó—, y escapé de tu manto negro.
Pero el personaje respondió:
—Dos veces estuve cerca de ti y no te llevé, cuando Ubartutu lanzó un puñal inoportuno y cuando creíste morir solitariamente en los hielos. Pero esta tercera ocasión será la que te arrastre al infinito.
—¡Vete de mi lado! —gritó Gilgamesh en su sueño.
El personaje no pestañeó. Las protestas no significaban para él nada más que cualquier otro sonido, del mar o del aire.
—Creí que ya no te asustaba mi presencia —contestó.
—Si he de morir, entonces moriré… Pero tú ve a agazaparte en la oscuridad de la que has salido, impulsa la espada del enemigo en el momento oportuno… ¡Pero que yo no te vea!
—Sea como quieres, rey de Uruk, aunque en la Upshukina creen que habías superado tu miedo.
—¡Calla! ¡Tú te llevaste malvadamente a Enkidu…! —aulló Gilgamesh.
—No soy malvado, ni mi mano echó al fuego su figura de madera. Carezco de las emociones de los hombres, y no soy más que tu imagen reflejada en el espejo del tiempo, por eso me ves con tu propio rostro, y cada hombre con el suyo, pues morir es una aventura solitaria y el barco de la muerte no lleva patrón, ni capitán, ni tripulación… Sólo el pasajero que tiembla en la proa.
Gilgamesh ocultó el rostro entre sus manos.
—Dices no tener emociones, pero tratas de aterrorizarme —dijo.
—Tus sentimientos se reflejan en mí y salen de mi boca, mis palabras son el miedo que hay dentro de ti —respondió el personaje.
Gilgamesh se incorporó con un grito y despertó empapado en sudor. Había caído la noche y sobre su cabeza giraba un remolino de estrellas. La vela continuaba inflamada y el caldero de bronce navegaba hacia el lejano occidente arrastrando su cuerpo desnudo[40]