CAPÍTULO II
El príncipe pálido
Khost de Angorth,
regente de los reinos de Magoor y Egione, al pueblo:
El heredero de las dos coronas, Ilene llamado El Joven, será coronado en el templo de la Ciudad Santa de Angorth el día del equinoccio de primavera, coincidiendo con su dieciocho cumpleaños. Convoco al pueblo a este acto para que acuda a la ciudad santa a testimoniar fidelidad al Rey.
En él todo era belleza. Su cuerpo era sano, su rostro era perfecto, su mente estaba adiestrada. La pureza de su madre y la valentía de su padre constituían su herencia espiritual. Su herencia material eran dos reinos, uno verde y húmedo de hombres cultos, otro pardo y seco, de hombres firmes como peñascos.
Había sido entregado por su madre, la bella Issmir, a los monjes negros con el compromiso de que lo educasen en la magia más terrible y lo hiciesen invencible y sabio, y había sido criado allí, en la estrecha cueva situada en lo alto de un acantilado, y allí permaneció, al abrigo de las intrigas de Magoor, durante dieciocho años. No importaba una ausencia tan prolongada. Tras el regreso de Ilene el Valiente y la deseada restauración de la Casa de Roth, el pueblo siempre aguardaría al hijo de Ilene e Issmir, llamado Ilene, y su lejanía no haría más que arroparlo con una leyenda heroica.
Issmir, viuda del rey de Magoor y del rey de Egione, siguió a Gilgamesh a la falda del Nisir con la espada escarlata bajo su manto, para cumplir así su propio destino, y el hijo quedó en el monasterio de los monjes negros al tiempo en que el mismo Gilgamesh estaba siendo iniciado y permanecía recluido en una dependencia vecina.
Ahora había llegado el momento para Ilene, que sería apodado «el Joven».
Estaba sentado al borde del acantilado, en el umbral de la cueva que durante dieciocho años fue su hogar, intentando concebir el singular destino que sin duda le aguardaba, cuando junto a él apareció un hombre viejo y horrible, cuyos ojos ciegos eran como una puerta cerrada que impide la distracción cuando se busca la luz interior[9].
El ciego habló así:
—Entre los hombres te llamarás Ilene, como tu padre. Pero ese nombre será sólo como una más de tus pertenencias, como tu espada o tu cinturón de broche de plata. En cambio, el que te dimos en los primeros meses, el único que de ti hemos conocido, no te pertenece: Ese nombre es lo que tú eres, y perteneces a él. No lo pronuncies nunca y evitarás ser destruido por la magia[10].
Aunque lo intentara, la voz del viejo no podía sonar dulce. Había en ella demasiado resentimiento contra algo o alguien que el joven Ilene nuca supo.
Éste dejó sus ojos como dormidos en las nubes y en los solitarios pinos que colgaban de los barrancos, el agostado paisaje al que se había asomado una y otra vez durante su lejana infancia. Y le pareció hermoso porque era su país, pero también porque iba a salir por fin al mundo, y cualquier cosa le habría parecido bella.
—¿Seré perfecto? —preguntó, mirando súbitamente al maestro con un gesto de efusión y una incontenible sonrisa.
El viejo respondió adustamente:
—Quizá sea tu destino que nunca pierdas esa sonrisa, pero deja de pensar en la perfección, pues esa tendencia tuya es el único punto débil de tu educación… Saldrás al mundo investido de poder, pero a tu lado siempre medrarán los lobos. A unos los identificarás de lejos y entonces los destruirás, pues nadie puede vencerte. Pero habrá otros que quizá no reconozcas y te hagan daño, a causa de tu buena fe.
—¿Acaso es malo tener buena fe? —preguntó el joven.
—Eres demasiado virtuoso, Ilene, por eso te digo por última vez: Cuídate de tus inocentes inclinaciones.
El feliz joven arqueó los labios en una nueva sonrisa pues, aunque reverenciaba al maestro, consideraba aquellos avisos fruto de una preocupación excesiva. Su madre fue un milagro creado por los mismos dioses y salida del mar; su padre, el más grande de los héroes, quizá junto con el Guerrero Triste, y su futuro era como una laguna verde por la que navegar con un suave viento, y así sería siempre, porque él era superior a los demás hombres.
Gobernaría con un celo por la justicia que le hiciera merecer el cariño de todo el pueblo. Su ejército obtendría renombre, y el amor que compartiera con una única mujer sería puro y generoso. Hasta este día sólo había aprendido, pero ahora desplegaría su alma a lo largo de un brillante camino y se haría protagonista de un sinfín de sucesos felices.
Contemplaba este rutilante futuro con la misma nitidez del paisaje rocoso, y las dudas del maestro le parecieron escrúpulos exagerados en comparación con la gloria que le estaba prometida y para la que se había estado preparando desde su nacimiento, pues en su pecho sólo había benevolencia, en sus deseos nobleza y en su sangre esperanza. Y en todo esto pensaba una y otra vez durante su última tarde en el monasterio al que seguramente nunca volvería.
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La alegría que el regreso de Ilene el Valiente había traído al reino fue esporádica debido a su prematura muerte y, sobre todo, a la desaparición de la reina cuando se encontraba en estado de gestación. Desde entonces Khost, el prudente general, se había hecho cargo de una regencia que habría de terminar cuando el hijo de Ilene volviera. Pero el paradero de éste era un misterio y muchos perdieron la esperanza y animaron a Khost a coronarse rey, aunque él no consintió tal cosa. Otros muchos, en cambio, entre ellos el mismo regente, aún lo esperaban, y lo llamaban «el Deseado», y en verdad nunca un rey fue invocado con tanta esperanza y por todo un pueblo.
Ilene se manifestó de manera aplastante y abrupta, como sería todo su reinado y su vida. Nadie lo vio llegar, nadie lo oyó. En una noche calmada, mientras la ciudad santa dormía, se escuchó de nuevo el cuerno de Roth. Todo el mundo despertó lleno de esperanza, como si aquél fuera el sonido de la gloria nacional que volvía. La última vez que se había escuchado fue anunciando sobre el sitio de Angorth el regreso de Ilene el Valiente. Ahora, sin duda, marcaba otra vez la esperada restauración de la casa real en la persona de su hijo.
Cuando Khost, seguido de unos cuantos nobles, acudió al lugar de donde venía el sonido, en el templo, encontró bajo la cúpula central al joven rubio con el cuerno en la mano, en todo semejante a una aparición sobrenatural.
—Soy el rey —dijo entonces.
Pronunció las palabras con tal autoridad que nadie necesitó más preguntas ni más respuestas. Khost le rindió homenaje y con él los grandes del reino. Ilene sonrió ampliamente y su vida comenzó.
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Su educación había sido perfecta para la guerra, la magia y la sabiduría, pero nada sabía de la vida misma, ni de las mujeres, ni había tenido más compañeros de juegos que la severidad de los monjes, ni más espacios libres que las paredes del recóndito santuario.
Por eso confiaba en una inmensa gloria, y aunque venía respaldado por sus derechos al trono y su formidable educación, y a pesar de que cada uno de sus súbditos no había hecho sino reclamarlo durante cada día de su ausencia, en Magoor se sintió cohibido y hasta torpe, pues su virtud pasaba desapercibida y en cambio las costumbres le parecían extrañas y temió que nunca podría alcanzar la familiaridad que los hombres demostraban entre sí.
Su majestad, su ingenuidad, su desbordada nobleza, todos los excesos de su mística educación, abrieron un foso entre él y Magoor, y las hazañas a las que estaba llamado tropezaron con el impensado obstáculo de esta dificultad para dejar de sentirse extranjero, lejano y no comprendido.
Pero era idolatrado. Fue coronado en una jornada de inenarrable júbilo, donde los de Magoor se hicieron iguales a los hijos de Egione, los mendigos a los nobles, los campesinos a los habitantes de las ciudades, unos y otros unidos por la alegría y el orgullo, porque su rey era un joven claro que descendía de Roth y su templado espíritu parecía, al decir de quienes lo habían tratado, abarcar todas las cualidades. Y cuando aquella noche las fiestas se prolongaban en los salones del palacio, en la ciudad santa de Angorth, Ilene, envuelto en un sueño de melancolía, abandonó la ciudad y buscó en los espacios vacíos refugio contra su inseguridad. Sin consciencia precisa de ello, cabalgó hasta el Valle de los Reyes, el lugar más hermoso de la tierra. Todo estaba a su alcance, de todo era dueño, pero sin duda necesitaría mucho tiempo para asimilar tanta gloria.
Deambuló sombríamente entre las torres de cristal y sintió que aquel mundo de muertos era su propio mundo, pues pertenecía a la estirpe de los héroes y los santos, los herederos de Roth, y se quedó en las sombras, preguntándose qué había fallado en su educación, por qué los monjes negros no le proporcionaron un solo amigo.
De pronto, percibió una sensación de misterio, como si se encontrara en lugar santo, mucho más santo que la nave central del templo de Angorth. Sintió lo sagrado reverberando en cada piedra, no como una idea o el producto de la retórica de los sacerdotes, sino algo como que percibían sus sentidos, la realidad misma.
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En las estancias reales, Khost, el canciller, aguardaba su regreso. Ilene era una incógnita y, aunque Magoor necesitaba de él para encontrarse a sí misma, para salir definitivamente de tanto período de interinidad, aunque esta necesidad producía zozobra, Ilene el joven había sido espléndidamente educado y sin duda haría grandes cosas desde el trono de marfil. Pero cuando, a altas horas de la madrugada, el rey apareció, sólo Khost, el viejo guerrero, lo aguardaba. Se levantó y se inclinó con respeto ante Ilene, y luego miró su cara de niño: algo había cambiado en sus ojos. Sus facciones no se asentaban felizmente en su rostro como en la noche de su llegada. Una desordenada felicidad, una fuerte inquietud, algo desconocido hervía dentro de él.
—Ilene… —murmuró.
—Buenas noches, canciller, veo que ha terminado la fiesta.
—Majestad, estábamos preocupados.
—No, no… no debéis estarlo. No sería el rey de Magoor si no pudiera defenderme, y en el Valle de los Reyes nada me atacaría, ¿verdad?
—El valle es sagrado, Ilene. Sólo lo habitan tus antepasados y sólo los puros pueden entrar.
—Sólo los puros… —murmuró, y su rostro evocaba una lejana felicidad. Luego añadió, mirando al canciller efusivamente—: Khost: haremos grandes cosas, Magoor será glorificada.
Después se marchó, como prisionero de algún sueño secreto. Khost se quedó frente al fuego, pensando una vez más en el frágil joven. ¿Por qué aquel repentino entusiasmo? ¿Había tenido un encuentro con sus antepasados? ¿Roth le había hablado, quizá su padre? Eso debía ser, aunque le inquietaba tanta juventud, tanto fervor de aventura. Pero al cabo sonrió para sus adentros: sin duda los años lo habían hecho conservador y desconfiado.
Se levantó, dedicó una última mirada al brillante lago azul de las purificaciones, y concluyó así aquel grande y esperado día.
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Pero su inquietud regresó cuando vio que Ilene, al cabo de una semana, a la misma hora del día, vestía las mismas ropas doradas que el de su coronación, tomaba su caballo y se internaba en el bosque.
—Ilene… —llamó—. ¿Acaso subirás otra vez al Valle de los Reyes?
El rey volvió hacia él sus dulces ojos. Su rostro denunciaba excitación.
—En efecto, Khost —respondió—. Me gusta pasear bajo sus torres.
Khost calló y lo vio alejarse. No le gustaba, pero no tenía derecho a impedírselo, ni a espiarlo. Por eso se limitó a sentarse en el mismo sillón, y esperar su regreso a medianoche. Necesitaba velar por el bienestar del rey.
No durmió ni escuchó a músico alguno. Sólo contempló el fuego, evocando la larga historia de Magoor, sus propias aventuras militares, los milagros de veinte años atrás… ¡Qué agitado período!
Sólo desterró estos pensamientos cuando los cascos de un caballo resonaron fuertemente contra el piso en el patio de las purificaciones. Ilene regresaba. Khost se levantó y adoptó una actitud rígida, a fin de saludarlo. Sus ojos se adentraron en el patio sombrío y allí percibió una sensación extraña: Ilene, el pálido joven, resplandecía como si irradiara luz.
Pero entró en el vestíbulo y su rostro ya no era alegre.
—¡Buenas noches, Khost…! —Sólo murmuró.
—Majestad… ¿te ocurre algo?
—Perdóname… no tengo deseos de hablar.
El rey se retiró turbadamente. Algo estaba ocurriendo. La felicidad de Ilene era la felicidad de Magoor, su fuerza era la fuerza del país. Y algo estaba sembrando la tristeza en el rey… ¿Acaso los oráculos de los antepasados le habían traído malos presagios? De pronto se sobresaltó ¿Quizá en una curva del camino había visto una nueva torre de cristal, su propia tumba, que debía acogerlo dentro del año?
Sin duda debía espiarlo, y así lo hizo cuando, al cabo de otra semana, Ilene, vestido con las mismas vestiduras, abandonó Angorth y cabalgó lleno de ansiedad hacia el lugar sagrado. En esta ocasión, Khost volvió a ser soldado y, tras purificarse y pedir perdón por lo que iba a hacer, se anticipó al rey por los caminos de montaña y se agazapó entre los arbustos en el lugar que daba propiamente entrada al valle. Pronto escuchó las pisadas del caballo, como una triste letanía en el silencio, y vio a Ilene pasar ante él con el rostro petrificado. Lo siguió con todo el sigilo de que fue capaz, consciente de que no era fácil hurtarse a la atención de sus ágiles oídos, y se detuvo a prudente distancia cuando el caballo enjaezado lo hizo también.
Era claro que Ilene aguardaba la aparición de algo o alguien. No se movió, sino que permaneció rígido sobre su cabalgadura por unos momentos. Entonces, de detrás de un sauce apareció una mujer. La mujer le sonrió y le dirigió unas palabras amables, Ilene descabalgó y la abrazó, y juntos desaparecieron tras la hierbas altas[11].
Khost estaba aturdido, pues era evidente que la mujer estaba seduciendo al rey. En la distancia, su belleza parecía insultante, y sus vestidos transparentes y sus pectorales dorados se parecían a los de una prostituta.
¿Quién podía ser? ¿Quién podría entrar en el valle para tan sospechoso fin? ¿Acaso los antepasados no exterminarían todo espíritu impuro, como sucedió con el dragón Kull?
Khost fue prudente y regresó. No quería ser descubierto, necesitaba penetrar aquel misterio y alejar cualquier peligro para el país. Debía actuar con sigilo y tratar de averiguar cuanto fuera posible.
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Cuando escuchó, como de costumbre, el caballo del rey, se abalanzó de su sitial y salió al frío atrio. Quería ver su rostro, explorar sus emociones. Ilene ocultaba algo en su mano derecha. Algo que trataba de esconder y al mismo tiempo proteger como si fuera extremadamente frágil.
—Majestad… has regresado más tarde que de costumbre —se atrevió a reconvenir el canciller.
Ilene lo miró, y sus ojos denotaban una gran lejanía. Khost se sintió levemente despreciado, como si su señor manejara designios lejos del entendimiento de los demás mortales. Y en su frente latía un fantasma de delirio, un espíritu de locura. Algo le había sucedido, algo grave había oído.
—Ilene, estás muy extraño… ¿Acaso hay malas noticias?
El joven se estremeció. Y sus ojos brillaron intensamente al contestar:
—Khost… Khost…, si tú supieras…
No habló más. Hizo ademán de retirarse, pero Khost lo interrumpió.
—Ilene, debes confiar en mí.
—Confío en ti, viejo militar, eres mi amigo. Si no confiara en ti mis planes se vendrían abajo.
—Majestad… ¿Qué planes?
El rey le dedicó una mirada que le pareció llena de sinceridad y nobleza… Luego dijo:
—He de marcharme.
—¡Marcharte! Magoor te necesita… te ha estado esperando.
El joven compuso un gesto como haciendo acopio de paciencia. El bueno y fiel Khost desconocía tanto… Pero le habló con consideración y dulzura.
—Magoor y Egione me esperaron mucho porque su rey debía ser grande. Ahora me esperarán más, pues habré de volver más fuerte y sabio.
—¿Cuándo partirás… a dónde irás?
—Será pronto, y no sé cuándo podré volver, pues se trata de un viaje largo e inseguro, pero he de regresar… fuerte y sabio… —Y repitió, como paladeando las palabras—: Fuerte y sabio. Nada anhelo más que regresar, y entonces los dos países tendrán fuerza y sabiduría y serán santos.
Ilene se retiró y dejó al viejo militar abrumado en el frío de la noche, sumido en pensamientos terribles. La herencia de Roth era aventurera e inquieta. Así sucedió con Ilene el Valiente, que desafió a los inmortales y fue maldito en una tierra lejana. Así sucedía con el mismo Roth, que fundó la monarquía entre los hombres por rebeldía contra la corte de los cielos. Y así era aquel joven que, sin embargo, le parecía frágil, pues una perfecta educación en la guerra y los libros no podía compensar la falta de contacto con las cosas de la vida.
Recordó al Guerrero Triste, el rey de una ciudad lejana, que deambuló por los países del mundo con la ambición de alcanzar la inmortalidad. Una fiebre semejante a la de Ilene, aquel absurdo «fuerte y sabio» que repetía como la letanía de un hombre extraviado.
No volvió a ver al rey. Se encargó otra vez del gobierno y dejó que los años transcurrieran sin una noticia del joven.
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De algún lugar en la extensa meseta vinieron unas voces:
—¡Adrar, Adrar!
Gilgamesh y Kei se volvieron al mismo tiempo. Al fondo, un carro se aproximaba, y su conductor no dejaba de vocear la misma palabra.
—¡Adrar, Adrar!
Kei, crispando casi imperceptiblemente el gesto y con la cabeza un poco encogida entre los hombros, continuó caminando sin hablar. Gilgamesh lo siguió, pero interrogándolo con la mirada. Kei se la devolvió, como soliviantado.
—Ese buhonero nos confunde —declaró bruscamente, y siguió mirando al frente.
Sin embargo, el hombre del carro no cesaba de gritar y ahora había azuzado a sus mulas, que hacían correr con gran estrépito la carreta y levantaban una gigantesca nube de polvo. Pero el tintineo de los cien objetos que colgaban de aquélla no ahogaban la voz del conductor:
—¡Adrar, espera…!
Finalmente, Gilgamesh se detuvo y se volvió hacia el carro, que ya se aproximaba aparatosamente. Kei se detuvo también algo más adelante y, entre el polvo, el extraño llegó hasta ellos. En el pescante había un hombre entrado en años, de gran nariz, cabello ralo y en desorden, generosa frente y un prolongado bigote que se combaba en dos guías. Su aspecto era estrafalario y poco aseado, y vestía una túnica oscura estampada de estrellas blancas y amarillas. A su alrededor colgaba toda una suerte de calabazas, cuernos y recipientes de vidrio verdoso que no cesaban de entrechocar entre sí.
El hombre se puso de pie sobre las tablas y gritó, dirigiéndose a Kei:
—¡Por todos los dioses del cielo y de la tierra! ¡Adrar, no puedes escapar de mi magia…! ¡Págame lo que me debes!
La asombrada mirada de Gilgamesh iba y venía de su padre al recién llegado.
—¿Tú eres Adrar? —preguntó a Kei.
—¿Quién es ese forzudo que te acompaña? —preguntó a su vez el extraño, librando a Kei de la angustia de contestar—. ¿Acaso lo has contratado para que te proteja de la justicia de Patrap?
Kei, con la mirada baja, se dirigió a su hijo tímidamente.
—No conozco a ese hombre —murmuró, y se dio media vuelta para seguir caminando.
Gilgamesh, desconcertado, lo siguió, aunque sin perder de vista al hombre del carro, que a su vez lo echó a rodar tras ellos, sin parar de hablar y dando al diálogo un ruido de fondo de calabazas y cacharros.
—Me conoces, y yo te conozco también, mago defraudador y evadido de la justicia —decía con voz dolida—. Me debes media medida de plata y me la has de pagar, porque soy un hombre humilde y necesito resarcirme de tus maldades, empeñadas en despojarme de mi beneficio —y, dirigiéndose a Gilgamesh, añadió—: Hombre corpulento, has de saber que caminas junto a un hechicero malintencionado al que persiguen los tribunales de justicia de mi patria, la humilde Patrap, y que los talismanes dorados que penden de su cuello están embargados y no le pertenecen ya a él, sino a mí, como su acreedor reconocido.
Kei no hizo comentarios. Seguía caminando con la mirada en el horizonte, con una dignidad de dios que a Gilgamesh le hizo mucha gracia.
—¡Por el infierno, Adrar! ¿Es que he de matarte para cobrar mi crédito? —estalló el hombre del manto estrellado.
No hubo respuesta. Y así fue durante un largo trecho, mientras se adentraban en las provincias del sur de Magoor. El hombre no cesaba de perorar y lamentarse amargamente, y de repetir que los talismanes dorados le pertenecían en virtud de una sentencia y que no cesaría de seguir a Kei allá donde fuera, proclamando su deuda y exigiendo un resarcimiento, con lo que echaría a perder su prestigio como mago.
Gilgamesh encontraba divertida la situación y, sobre todo, estaba maravillado por el hecho de encontrar a alguien más charlatán y seguramente con mayor cinismo que el de su propio padre. Pero como las peroratas del hombre del carro se hacían interminables, acabó por pedir respetuosamente explicaciones a Kei.
—Pregunta a ese hombre a qué se dedicaba en Patrap —fue la concisa respuesta del anciano.
Gilgamesh lo hizo, lleno de perplejidad, y el hombre se explicó así:
—Verás, hombre corpulento: en mi bella y lejana patria, que tuve que abandonar para salir en busca de este forajido, yo era un hombre honesto y un trabajador abnegado, dedicado al único negocio que conozco, aquel que aprendí de mi abuelo y de mi padre, que lo ejercieron antes que yo. Todo era hermoso y discretamente próspero, hasta que apareció ese viejo que te acompaña y me arruinó.
—Pero ¿de qué negocio se trataba? —insistió Gilgamesh.
—¡Oh, el comercio de almas! —manifestó el otro sin pestañear, sin una inflexión en el tono—. No sé si en estas tierras occidentales se conoce esa profesión, y dudo que llegue a ser bien comprendida, pero en Oriente, de donde viene la luz, se trata de un oficio de lo más vulgar, tanto como los de campesino o pescador.
Súbitamente, Kei se volvió hacia el hombre con ojos coléricos y se detuvo para gritarle, admitiendo por primera vez que se conocían perfectamente:
—Nandratarma… ¿Por qué abusas así de la retórica? ¿Tienes miedo de que este hombre sienta repugnancia? —Y, como el llamado Nandratarma callara, se dirigió a Gilgamesh para brindarle una explicación. En ese momento, todo el cortejo estaba de nuevo detenido en mitad del camino—. Yo te contaré a qué se dedicaba este hijo de Ereshkigal… En el Este todo el mundo está convencido de que, durante el sueño, el alma abandona el cuerpo y sale a pasear y a correr aventuras. Este hechicero tenía la insana costumbre de emboscarse cerca de donde dormía la gente y colocar redes entre los arbustos: así conseguía atrapar a las almas cuando salían volando por las ventanas. Las guardaba en un zurrón y se las llevaba a su cubil, donde las asaba muy lentamente. Cuando el desgraciado durmiente se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo con su alma, corría en busca de Nandratarma para rescatarla por un precio exorbitante…
—¡Por una modesta cantidad que me permitía sobrevivir a duras penas! —protestó Nandratarma—. Si eres un mago, como dices, deberías saber que el precio de la tela de araña verde no cesa de subir. Además, pagaba impuestos, como todo comerciante.
Gilgamesh, al que los dos viejos parecían empeñados en convencer, como si hubiera sido nombrado árbitro de la sorprendente desavenencia, no pudo evitar la sensación de estar escuchando el diálogo de dos locos que disputaban sobre cosas imaginarias. Y al ver la expresión de incomprensión en sus ojos, Nandratarma insistió:
—No me mires de esa manera, hombre corpulento, pues ofendes mi dignidad de mago y de comerciante. En realidad mi actividad era muy beneficiosa para el bien común… ¿Te imaginas qué ocurriría si las almas vagasen con libertad por la aldea y los bosques? Has de saber que en Patrap se cuenta el caso, muy verdadero, de un rey que dormía y cuya alma se introdujo en el cuerpo de un mono que dormía también, mientras la del mono fue a parar al cuerpo del rey. Parece ser que un malvado yerno, interesado sobremanera en la sucesión, cubrió al mono que dormía con una túnica carmesí y corona de láminas de oro, mientras que al rey lo tapó con una burda piel que olía a bosque y a estiércol, y consiguió equivocar a las almas en su viaje de vuelta. Lo primero que hizo el supuesto rey al despertar fue subir a un árbol frutal de su jardín, donde se instaló muy cómodamente y se hartó de frutos, solicitando que su esposa, la reina, subiera también. Pero la reina lloraba y carecía de la deseable agilidad. Todo habría ido bien para el perverso yerno de no ser porque a alguien más despierto le pareció sospechoso que un mono se presentara de pronto e insistiera en empuñar el cetro real e instalarse en el trono del salón de audiencias para administrar justicia.
El mago hizo una pausa para comprobar la aceptación de su relato y añadir interés. Después continuó, impregnando sus palabras de un tono heroico:
—Afortunadamente, fui mandado llamar. Sin embargo, cuando me personé en el jardín de palacio, el cuerpo del rey había acusado las deficiencias que produce la molicie y había caído del árbol, rompiéndose diversos huesos. Por lo demás, solucioné el problema tal y como se esperaba de mi prestigio, devolviendo cada alma al cuerpo que correspondía.
Nandratarma se detuvo de nuevo, encantado con la expectación que en Gilgamesh despertaba su relato, y preparó un último golpe de efecto, como si estuviera sobre las tablas de un escenario. Chasqueó los dedos con una especie de majestad y ordenó:
—¡Zoar, sal un momento…! Éste —añadió, refiriéndose al pequeño macaco que salió del interior del carro— es el mono en cuestión, o mejor dicho, su cuerpo. Tenía el alma propensa a volar, y ello me facilitó el introducir en él la de cierto deudor levantisco y recalcitrante, que tuvo la debilidad de burlarse de mí… Ahora es mi esclavo, y tendrá que ser diligente en el cumplimiento de mis órdenes si quiere recuperar su cuerpo que, como es normal, está encaramado a otro árbol, allá en Patrap. Como el pobre estaba un poco gordo, sabe que en cualquier momento se romperá algo —el hombre sonrió con una expresión de triunfo y malevolencia—. Sin embargo, ese viejo Adrar debe poseer algún talismán contra mis poderes, pues por más que lo he intentado, jamás he podido apoderarme de su alma. Quizá carezca de ella, o puede que, al fin y al cabo, sea un mago muy potente, a pesar de su apariencia de pordiosero.
—Las apariencias son engañosas, buen hechicero —respondió Gilgamesh, con una media sonrisa—. Has de saber que en cierta ocasión me transformó en una cabra.
Siguiendo la iniciativa de Kei, la comitiva se puso de nuevo en marcha. Y parecía más un círculo de amables compañeros de viaje que un encuentro entre un acreedor y su deudor fugitivo.
—Sí, sí —comentó Nandratarma cordialmente—, sin duda te daría a comer cierto hongo que crece entre las basuras y produce alucinaciones…
—Nada de alucinaciones —negó categóricamente Gilgamesh—: había allí otro animal de la misma especie, pero de sexo contrario, y puedo asegurar que me tomó muy en serio como cabra.
Por primera vez, Kei sonrió.
—Nunca me lo habías dicho —comentó a su hijo.
—No quería agradarte de esa manera —respondió Gilgamesh—. Además, nuestra vida ha sido muy trágica hasta ahora.
—¡Basta, basta! —interrumpió de pronto el de la túnica estrellada—. ¡Estáis fingiendo para que olvide mi dolor de acreedor defraudado! —Y, después de lanzar algunas otras lamentaciones y plañidos, extrajo de una bolsa una tablilla de arcilla con un texto escrito en tres lenguas, alargándola a Gilgamesh y diciendo—: Lee esto, hombre de brazos fuertes, si conoces alguna de las tres lenguas en que el juez, sabiendo que Adrar se había refugiado en el extranjero, redactó su orden. Como ves, todo aquel que proteja o ayude a ocultar los amuletos de mi propiedad, incurre en delito ante las leyes de Patrap.
Gilgamesh leyó la tablilla. Efectivamente, un juez de Patrap condenaba a Kei, bajo el nombre de Adrar, a pagar a Nandratarma media medida de plata, y declaraba embargados sus amuletos dorados. Miró de soslayo a su padre, que de nuevo intentaba aparentar dignidad y desapego, y manifestó un poco festivamente, dirigiéndose a él:
—Creo que la reclamación de este hombre es justa, y si no le pagas me pondrás a mí mismo en una situación desagradable y al margen de la ley.
Kei miró a su hijo con ojos que despedían chispas de impotencia y rabia. Demasiado tiempo había utilizado la ironía para burlarse de él y ahora llegaba la venganza: Ahora él, un dios del cielo nacido inmortal, había caído tan bajo entre los hombres que hasta los acreedores impertinentes humillaban su dignidad divina.
—Este hombre es un hechicero maligno —protestó débilmente—. Yo sólo pasaba por la aldea y escuché llorar a la familia de un hombre que se moría y, al preguntar por la dolencia, me comentaron que no estaba enfermo, sino que el hechicero Nandratarma, aquí presente, había secuestrado el alma del hombre y la estaba asando a fuego lento. Y el destino del agonizante era seguro, pues Nandratarma pedía un rescate exorbitante y se trataba de gente muy pobre que no lo podía pagar[12].
—Era un precio justo y yo tenía muchas deudas —interrumpió Nandratarma—. Los suministradores de tela de araña…
—Entonces fue —interrumpió a su vez Kei—, cuando me interesé por el asunto y, completamente horrorizado, comprobé que era como lo contaba la familia. Recuperé el alma del pobre hombre despojando a esta ave de rapiña del producto de sus robos… —Y añadió en tono declamatorio—: ¡Ningún juez de esa tierra corrompida y abominable me va a quitar mis amuletos!
—Hombre de brazos fuertes —lloriqueó teatralmente el otro, haciendo aspavientos estudiados—. ¡Socórreme de este deudor moroso, cuya lengua es peor que la de una suegra!
—¡Escucha, Nandratarma! —exclamó Kei, al borde de la cólera—. ¡Si no te marchas te juro que te quitaré tus anzuelos de piedra y los tiraré al abismo por un pozo que conozco muy bien!
Nandratarma dudó ante el ataque del anciano, y se puso lívido. Pero Gilgamesh no comprendió la referencia a los anzuelos, y Kei le explicó:
—Se trata de unos pequeños garfios de una piedra especial, con los que este hombre sujeta su alma cuando duerme o está enfermo. Cree que así impide que se le escape por la nariz y que puede retrasar indefinidamente el momento de su muerte[13].
Gilgamesh, completamente estupefacto, indagó la expresión de Nandratarma, y el temblor de éste ante la sola idea de perder sus garfios le pareció sobradamente expresivo. Pero de pronto, al mago se le ocurrió otra idea y su cara cambió por completo:
—Adrar —dijo, tratando de adoptar un tono conciliador—, acepta comprarme unos anzuelos que llevo para vender: con lo que me pagues me resarciré de la deuda y te dejaré en paz.
—¡Por Enlil! —rugió Kei violentamente, a causa del menosprecio—. ¿Crees que los necesito?
El pobre mago quedó inmóvil. Por un momento, lo habían petrificado los ojos centelleantes del dios Lugalbanda, que aún sabían hacerse terribles.
Nuevamente recayó el silencio sobre el grupo, pero Nandratarma, aunque tímidamente, no dejó de hacer rodar su carro tras las pisadas de su deudor, mientras la tierra alrededor adquiría un verdor nuevo, y el paisaje una amable humedad, y frente a ellos se dibujaban masas de árboles y el azul de algunos pequeños lagos resplandecía a lo lejos.
Después de una larga caminata sin hablar, Nandratarma recobró el valor e intentó granjearse la benevolencia de Gilgamesh, pues había percibido en él una agradable imparcialidad.
—Hombre fuerte —murmuró, de manera aún algo balbuceante—, ya conoces mi nombre… quisiera saber el tuyo para que seamos amigos.
—Me llamo Gilga…
—¡Ahh! —gritó Kei, señalando al cielo, cerca del sol—. ¿Qué es aquello que brilla allá?
Todos miraron a lo alto, sin conseguir más que abrasarse los ojos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Nandratarma.
—¿No lo veis? Es muy brillante… —insistió Kei, cuyos ojos divinos podían mirar directamente al carro del sol, desde donde el dios Utu, el caminante, vigilaba el mundo.
—No entiendo, ahí sólo está el sol —declaró Nandratarma.
—¡Ah! —exclamó a su vez Kei tontamente—. ¡El sol, es cierto!
Para entonces, Gilgamesh ya se había fijado en su imprudencia al confiar su nombre a un extraño, más aún, a un mago seguramente hostil. Como si lo relajado de la conversación le hubiera hecho olvidar cuanto aprendió con los monjes negros. Pero la maniobra de Kei había sido demasiado tonta como para que no la advirtiera Nandratarma, que insistió:
—Dime, amigo, tu nombre… ¿no será Gilgamesh? Si así fuera se trataría de una notable casualidad que tu madre te hubiera impuesto el mismo que el del gran héroe nacional de Magoor, cuyas aventuras son incesantemente repetidas… Un guerrero con un hombro de marfil.
—No, no… —Kei tomó apresuradamente la palabra—, su nombre es Gilgabanda.
Nandratarma lo miró de hito en hito, y después a Gilgamesh, que permanecía mudo, con la expresión de una piedra.
—¿Gilgabanda? —repitió Nandratarma, con secreta ironía.
Los otros dos asintieron diligentemente.
—¿Qué nombre es ése de Gilgabanda? No suena bien —insistió el de la túnica estrellada.
—¡La cuestión está zanjada! —intervino Kei—. Ése es su nombre y no hay más que hablar.
Gilgamesh tocó instintivamente su hombro derecho, para asegurarse de que la placa de marfil permanecía oculta por el vestido.
—¿Qué… qué se cuenta de ese héroe que has nombrado? —preguntó nerviosamente.
Nandratarma contestó sin quitarle los ojos de encima, de manera que su mirada era como el vuelo de un par de cuervos que planeaban sobre su expresión, explorando sus emociones.
—Lo inimaginable —respondió—: que trajo volando a Ilene el Valiente, con todo su ejército, del que se decía que había sido convertido en piedra mil años atrás, y junto a ellos liberó a la ciudad santa de Angorth y al mismo imperio de los salvajes de Egione y de la mano de hierro de su rey, Sib, que murió en la batalla cortándose las venas. Que después, en la cima de una montaña, tuvo un encuentro con doscientos demonios a los que derrotó con su espada solar, y que al fin nadó hasta el fondo del mar para extinguir un reino de dragones y serpientes que asolaban el comercio marítimo. Cuentan que el presidente del gremio de navieros lo recompensó con un palacio a orillas del mar cerca de Amur, donde vive aún en compañía de doce muchachas siempre vírgenes… Pero a pesar de la semejanza de vuestros nombres —añadió—, no te pareces en nada a él, que era mucho más alto que tú y más fuerte, según se cuenta, y su sola visión nos aterrorizaría a los tres.
Gilgamesh nunca supo si aquellas historias en realidad circulaban por Magoor o si el hábil Nandratarma las había improvisado a la espera de advertir un gesto, una protesta ante la exageración, al fondo de sus ojos. Se limitó a asentir y volvió a poner su atención en el camino. Sin embargo, Nandratarma añadió algo más, pronunciando cuidadosamente cada palabra.
—También se dice que Ilene el Joven no quiere bien a ese Gilgamesh, porque en el cariño de su pueblo siempre ocupa el primer lugar debido a sus muchas hazañas y a su modestia y, aunque aman a Ilene, aman más a Gilgamesh, o a su memoria, de manera que ese héroe es un fantasma contra el que el rey no puede luchar, ya que no es más que un recuerdo. Pero esto lo frustra mucho, porque es diestro en ciertas artes secretas de lucha, y nadie se le puede enfrentar, y seguramente le gustaría que volviera Gilgamesh para medirse con él y destruirlo.
Kei y Gilgamesh se miraron. Estaban en Magoor, un reino tan extenso que forzosamente debían atravesarlo para llegar a la Ciudad Blanca. Era una tierra de proverbial hermosura, sus lagos bullían de vida y las águilas de pardas alas escalaban su firmamento. El atormentado héroe de Sumer había sido el hombre cuyas manos y cuyo valor adornaron con la libertad y el orgullo toda aquella belleza e impidieron que la esclavitud arruinara la dignidad de sus habitantes. El hombre cuya generosidad hizo posible un milagro para que un rey hereje, prisionero de la piedra bajo las verdes aguas de un estanque lejano, volviera a ponerse al frente de su ejército para destruir al invasor. El guerrero que mereció que los reyes de Magoor, que duermen en urnas de cristal cerca de la Ciudad Santa, se levantaran de su lecho para proteger su vida del dragón Kull, que había sido liberado por los mismos dioses. Porque la cabeza de la monarquía de Magoor fue uno de los tres dioses rebeldes, y sus sucesores amaban más la paz de su reino que el halago a los inmortales.
Era aquél el guerrero cuyo paso hollaba ahora el país de los lagos, y cuya noble figura se dibujaba debajo del vuelo de las grandes aves. Y en aquella mirada de inteligencia, Kei y Gilgamesh se preguntaron si su presencia allí no era más semejante a la de dos delincuentes o dos fugitivos, y si eran deseados en Magoor o si serían aplastados por la fuerza de una venganza no esperada.