MEDITACIÓN PRIMERA

(BREVE TRATADO DE LA NOVELA)

Vamos, primero, a pensar un poco sobre lo que parece más externo del Quijote. Se dice de él que es una novela; se añade, acaso con razón, que es la primera novela en el orden del tiempo y del valor. No pocas de las satisfacciones que halla en su lectura el lector contemporáneo proceden de lo que hay en el Quijote común con un género de obras literarias, predilecto de nuestro tiempo. Al resbalar la mirada por las viejas páginas, encuentra un tono de modernidad que aproxima certeramente el libro venerable a nuestros corazones: lo sentimos tan cerca, por lo menos, de nuestra más profunda sensibilidad, como puedan estarlo Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievsky, labradores de la novela contemporánea.

Pero, ¿qué es una novela?

Acaso anda fuera de la moda disertar sobre la esencia de los géneros literarios. Tiénese el asunto por retórico. Hay quien niega hasta la existencia de géneros literarios.

No obstante, nosotros, fugitivos de las modas y resueltos a vivir entre gentes apresuradas con una calma faraónica, vamos a preguntarnos: ¿qué es una novela?

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GÉNEROS LITERARIOS

La antigua poética entendía por géneros literarios ciertas reglas de creación a que el poeta había de ajustarse, vacíos esquemas, estructuras formales dentro de quienes la musa, como una abeja dócil, deponía su miel. En este sentido no hablo yo de géneros literarios. La forma y el fondo son inseparables y el fondo poético fluye libérrimamente sin que quepa imponerle normas abstractas.

Pero, no obstante, hay que distinguir entre fondo y forma: no son una misma cosa. Flaubert decía: la forma sale del fondo como el calor del fuego. La metáfora es exacta. Más exacto aún sería decir que la forma es el órgano y el fondo la función que lo va creando. Pues bien: los géneros literarios son las funciones poéticas, direcciones en que gravita la generación estética.

La propensión moderna a negar la distinción entre el fondo o tema y la forma o aparato expresivo de aquel, me parece tan trivial como su escolástica separación. Se trata, en realidad, de la misma diferencia que existe entre una dirección y un camino. Tomar una dirección no es lo mismo que haber caminado hasta la meta que nos propusimos. La piedra que se lanza lleva en sí predispuesta la curva de su aérea excursión. Esta curva viene a ser como la explicación, desarrollo y cumplimiento del impulso original.

Así es la tragedia la expansión de un cierto tema poético fundamental y solo de él, es la expansión de lo trágico. Hay, pues, en la forma lo mismo que había en el fondo, pero en aquella está manifiesto, articulado, desenvuelto lo que en este se hallaba con el carácter de tendencia o pura intención. De aquí proviene la inseparabilidad entre ambos, como que son dos momentos distintos de una misma cosa.

Entiendo, pues, por géneros literarios, a la inversa que la poética antigua, ciertos temas radicales, irreductibles entre sí, verdaderas categorías estéticas. La epopeya, por ejemplo, no es el nombre de una forma poética, sino de un fondo poético sustantivo que en el progreso de su expansión o manifestación llega a la plenitud. La lírica no es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho en idioma dramático o novelesco, sino, a la vez, una cierta cosa a decir y la manera única de decirlo plenamente.

De uno u otro modo, es siempre el hombre el tema esencial del arte. Y los géneros entendidos como temas estéticos irreductibles entre sí, igualmente necesarios y últimos, son amplias vistas que se toman sobre las vertientes cardinales de lo humano. Cada época trae consigo una interpretación radical del hombre. Mejor dicho, no la trae consigo, sino que cada época es eso. Por esto, cada época prefiere un determinado género.

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NOVELAS EJEMPLARES

Durante la segunda mitad del siglo XIX, las gentes de Europa se satisfacían leyendo novelas.

No hay duda de que cuando el transcurso del tiempo haya cribado bien los hechos innumerables que compusieron esa época, quedará como un fenómeno ejemplar y representativo el triunfo de la novela.

Sin embargo, ¿es asunto claro qué deba entenderse en la palabra novela? Cervantes llamó «Novelas ejemplares» a ciertas producciones menores suyas. ¿No ofrece dificultades la comprensión de este título?

Lo de «ejemplares» no es tan extraño: esa sospecha de moralidad que el más profano de nuestros escritores vierte sobre sus cuentos, pertenece a la heroica hipocresía ejercida por los hombres superiores del siglo XVII. Este siglo en que rinde sus cosechas áureas la gran siembra espiritual del Renacimiento, no halla empacho en aceptar la Contrarreforma y acude a los colegios de jesuitas. Es el siglo en que Galileo, después de instaurar la nueva física, no encuentra inconveniente en desdecirse cuando la iglesia romana le impone su áspera mano dogmática. Es el siglo en que Descartes, apenas descubre el principio de su método, que va a hacer de la teología ancilla philosophiae, corre a Loreto para agradecer a nuestra Señora la ventura de tal descubrimiento. Este siglo de católicos triunfos no es tan mala sazón que no puedan llegar, por vez primera, a levantarse en él los grandes sistemas racionalistas, formidables barbacanas erectas contra la fe. Vaya este recuerdo para los que, con envidiable simplismo, cargan sobre la Inquisición toda la culpa de que España no haya sido más meditabunda.

Pero volvamos al título de novelas que da Cervantes a su colección. Yo hallo en estas dos series muy distintas de composiciones, sin que sea decir que no interviene en la una algo del espíritu de la otra. Lo importante es que prevalezca inequívocamente una intención artística distinta en ambas series, que gravite en ellas hacia diversos centros la generación poética. ¿Cómo es posible introducir dentro de un mismo género El amante liberal, La española inglesa, La fuerza de la sangre, Las dos doncellas, de un lado, y Rinconete y El celoso extremeño, de otro? Marquemos en pocas palabras la diferencia: en la primera serie nos son referidos casos de amor y fortuna. Son hijos que, arrancados al árbol familiar, quedan sometidos a imprevistas andanzas; son mancebos que, arrebatados por un vendaval erótico, cruzan vertiginosos el horizonte como astros errantes y encendidos; son damiselas transidas y andariegas, que dan hondos suspiros en los cuartos de las ventas y hablan en compás ciceroniano de su virginidad maltrecha. A lo mejor, en una de tales ventas vienen a anudarse tres o cuatro de estos hilos incandescentes tendidos por el azar y la pasión entre otras tantas parejas de corazones: con grande estupor del ambiente venteril sobrevienen entonces las más extraordinarias anagnórisis y coincidencias. Todo lo que en estas novelas se nos cuenta es inverosímil y el interés que su lectura nos proporciona nace de su inverosimilitud misma. El Persiles, que es como una larga novela ejemplar de este tipo, nos garantiza que Cervantes quiso la inverosimilitud como tal inverosimilitud. Y el hecho de que cerrara con este libro su ciclo de creación, nos invita a no simplificar demasiado las cosas.

Ello es que los temas referidos por Cervantes, en parte de sus novelas, son los mismos venerables temas inventados por la imaginación aria, muchos, muchos siglos hace. Tantos siglos hace, que los hallaremos preformados en los mitos originales de Grecia y del Asia occidental. ¿Creéis que debemos llamar «novela» al género literario que comprende esta primera serie cervantina? No hay inconveniente; pero haciendo constar que este género literario consiste en la narración de sucesos inverosímiles, inventados, irreales.

Cosa bien distinta parece intentada en la otra serie de que podemos hacer representante a Rinconete y Cortadillo. Aquí apenas si pasa nada; nuestros ánimos no se sienten solicitados por dinámicos apasionamientos ni se apresuran de un párrafo al siguiente para descubrir el sesgo que toman los asuntos. Si se avanza un paso es con el fin de tomar nuevo descanso y extender la mirada en derredor. Ahora se busca una serie de visiones estáticas y minuciosas. Los personajes y los actos de ellos andan tan lejos de ser insólitos e increíbles que ni siquiera llegan a ser interesantes. No se me diga que los mozalbetes picaros Rincón y Cortado; que las revueltas damas Gananciosa y Cariharta; que el rufián Repelido, etc., poseen en sí mismos atractivo alguno. Al ir leyendo, con efecto, nos percatamos de que no son ellos, sino la representación que el autor nos da de ellos, quien logra interesarnos. Más aún: si no nos fueran indiferentes de puro conocidos y usuales, la obra conduciría nuestra emoción estética por muy otros caminos. La insignificancia, la indiferencia, la verosimilitud de estas criaturas, son aquí esenciales.

El contraste con la intención artística que manifiesta la serie anterior no puede ser más grande. Allí eran los personajes mismos y sus andanzas mismas motivo de la fruición estética: el escritor podía reducir al mínimo su intervención. Aquí, por el contrario, solo nos interesa el modo como el autor deja reflejarse en su retina las vulgares fisonomías de que nos habla. No faltó a Cervantes clara conciencia de esta diversidad cuando escribe en el Coloquio de los perros:

«Quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida, y es que los cuentos, unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos; otros, en el modo de contarlos; quiero decir, que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos».

¿Qué es, pues, novela?

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ÉPICA

Una cosa es, por lo pronto, muy clara: lo que el lector de la pasada centuria buscaba tras el título «novela» no tiene nada que ver con lo que la edad antigua buscaba en la épica. Hacer de esta derivarse aquella, es cerrarnos el camino para comprender las vicisitudes del género novelesco, dado que por tal entendemos principalmente la evolución literaria, que vino a madurar en la novela del siglo XIX.

Novela y épica son justamente lo contrario. El tema de la épica es el pasado como tal pasado: háblasenos en ella de un mundo que fue y concluyó, de una edad mítica cuya antigüedad no es del mismo modo un pretérito que lo es cualquier tiempo histórico remoto. Cierto que la piedad local fue tendiendo unos hilos tenues entre los hombres y dioses homéricos y los ciudadanos del presente; pero esta red de tradiciones genealógicas no logra hacer viable la distancia absoluta que existe entre el ayer mítico y el hoy real. Por muchos ayer reales que interpolemos, el orbe habitado por los Aquiles y los Agamenón no tiene comunicación con nuestra existencia y no podemos llegar a ellos paso a paso, desandando el camino hacia atrás que el tiempo abrió hacia adelante. El pasado épico no es nuestro pasado. Nuestro pasado no repugna que lo consideremos como habiendo sido presente alguna vez. Mas el pasado épico huye de todo presente, y cuando queremos con la reminiscencia llegarnos hasta él, se aleja de nosotros galopando como los caballos de Diomedes, y mantiene una eterna, idéntica distancia. No es, no, el pasado del recuerdo, sino un pasado ideal.

Si el poeta pide a la Mneme, a la Memoria, que le haga saber los dolores aqueos, no acude a su memoria subjetiva, sino a una fuerza cósmica de recordar que supone latiendo en el universo. La Mneme no es la reminiscencia del individuo, sino un poder elemental.

Esta esencial lejanía de lo legendario libra a los objetos épicos de la corrupción. La misma causa que nos impide acercarlos demasiado a nosotros y proporcionarles una excesiva juventud —la de lo presente—, conserva sus cuerpos inmunes a la obra de la vejez. Y el eterno frescor y la sobria fragancia perenne de los cantos homéricos, más bien que una tenaz juventud, significan la incapacidad de envejecer. Porque la vejez no lo sería si se detuviera. Las cosas se hacen viejas porque cada hora, al transcurrir, las aleja más de nosotros, y esto indefinidamente. Lo viejo es cada vez más viejo. Aquiles, empero, está a igual distancia de nosotros que de Platón.

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POESÍA DEL PASADO

Conviene hacer almoneda de los juicios que mereció Homero a la filología de hace cien años. Homero no es la ingenuidad, ni es un temperamento de alborada. Nadie ignora hoy que la Iliada, por lo menos nuestra Iliada, no ha sido nunca en tendida por el pueblo. Es decir, que fue desde luego una obra arcaizante. El rapsoda compone en un lenguaje convencional que le sonaba a él mismo como algo viejo, sacramental y rudo. Las costumbres que presta a los personajes son también de vetusta aspereza.

¿Quién lo diría? ¡Homero, un arcaizante: la infancia de la poesía consistiendo en una ficción arqueológica! ¿Quién lo diría? Y no se trata meramente de que en la épica haya arcaísmo, sino de que la épica es arcaísmo, y esencialmente no es sino arcaísmo. El tema de la épica es el pasado ideal, la absoluta antigüedad, decíamos. Ahora añadimos que el arcaísmo es la forma literaria de la épica, el instrumento de poetización.

Esto me parece de una importancia suma para que veamos claro el sentido de la novela. Después de Homero fueron necesarios a Grecia muchos siglos hasta aceptar lo actual como posibilidad poética. En rigor no lo aceptó nunca ex abundantia cordis. Poético estrictamente era para Grecia solo lo antiguo, mejor aún, lo primario en el orden del tiempo. No lo antiguo del romanticismo, que se parece demasiado a lo antiguo de los chamarileros y ejerce una atracción morbosa, suscitando pervertidas complacencias por lo que tiene de ruinoso, de carcomido, de fermentado, de caduco. Todas estas cosas moribundas contienen solo una belleza refleja, y no son ellas, sino las nubes de emoción que su aspecto en nosotros levanta fuente de poesía. Mas para el griego fue belleza un atributo íntimo de las cosas esenciales: lo accidental y momentáneo le parecía exento de ella. Tuvieron un sentido racionalista de la estética[18] que les impedía separar el valor poético de la dignidad metafísica. Bello juzgaban lo que contiene en sí el origen y la norma, la causa y el módulo de los fenómenos. Y este universo cerrado del mito épico está compuesto exclusivamente de objetos esenciales y ejemplares que fueron realidad cuando este mundo nuestro no había comenzado aún a existir.

Del orbe épico al que nos rodea no había comunicación, compuerta ni resquicio. Toda esta vida nuestra con su hoy y con su ayer pertenece a una segunda etapa de la vida cósmica. Formamos parte de una realidad sucedánea y decaída: los hombres que nos rodean no lo son en el mismo sentido que Ulises y Héctor. Hasta el punto que no sabemos bien si Ulises y Héctor son hombres o son dioses. Los dioses estaban entonces más al nivel de los hombres, porque estos eran divinos. ¿Dónde acaba el dios y empieza el hombre para Homero? El problema revela la decadencia de nuestro mundo. Las figuras épicas corresponden a una fauna desaparecida, cuyo carácter es precisamente la indiferencia entre el dios y el hombre, por lo menos la contigüidad entre ambas especies. De aquel se llega a este, sin más peldaño que el desliz de una diosa o la brama de un dios.

En suma, para los griegos son plenamente poéticas solo las cosas que fueron primero, no por ser antiguas, sino por ser las más antiguas, por contener en sí los principios y las causas[19]. El stock de mitos que constituían a la vez la religión, la física y la historia tradicionales, encierra todo el material poético del arte griego en su buena época. El poeta tiene que partir de él, y dentro de él moverse, aunque sea —como los trágicos— para modificarlo. No cabe en la mente de estos hombres que pueda inventarse un objeto poético, como no cabría en la nuestra que se fantaseara una ley mecánica. Con esto queda marcada la limitación de la épica y del arte griego en general, ya que hasta su hora de decadencia no logra este desprenderse del útero mítico.

Homero cree que las cosas acontecieron como sus hexámetros nos refieren: el auditorio lo creía también. Más aún: Homero no pretende contar nada nuevo. Lo que él cuenta lo sabe ya el público y Homero sabe que lo sabe. Su operación no es propiamente creadora y huye de sorprender al que escucha. Se trata simplemente de una labor artística, más aún que poética, de una virtuosidad técnica. Yo no encuentro en la historia del arte otra intención más parecida a la que llevaba el rapsoda, que la resplandeciente en la puerta del baptisterio florentino labrada por Ghiberti. No son los objetos representados lo que a este preocupa, sino que va movido por un loco placer de representar, de transcribir en bronce figuras de hombres, de animales, de árboles, de rocas, de frutos.

Así Homero. La mansa fluencia de la épica ribera, la calma rítmica con que por igual se atiende a lo grande y lo pequeño sería absurda si imaginásemos al poeta preocupado en la invención de su argumento. El tema poético existe previamente de una vez para siempre: se trata solo de actualizarlo en los corazones, de traerlo a plenitud de presencia. Por eso no hay absurdo en dedicar cuatro versos a la muerte de un héroe, y no menos que dos al cerrar de una puerta. El ama de Telémaco

salió del aposento; del anillo dé plata tirando,

tras sí cerró la puerta, y afianzó en la correa el cerrojo[20].

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EL RAPSODA

Los tópicos estéticos de nuestra época pueden ser causa de que interpretemos mal esta fruición que en hacer ver los objetos bellos del pretérito sentía el quieto y el dulce ciego de Jonia. Puede ocurrírsenos, con efecto, llamarla realismo. ¡Terrible, incómoda palabra! ¿Qué haría con ella un griego si la deslizáramos en su alma? Para nosotros real es lo sensible, lo que ojos y oídos nos van volcando dentro: hemos sido educados por una edad rencorosa que había laminado el universo y hecho de él una superficie, una pura apariencia. Cuando buscamos la realidad buscamos las apariencias. Mas el griego entendía por realidad todo lo contrario: real es lo esencial, lo profundo y latente; no la apariencia, sino las fuentes vivas de toda la apariencia. Plotino no pudo nunca determinarse a que le hicieran un retrato, porque era esto, según él, legar al mundo la sombra de una sombra.

El poeta épico, con la batuta en la mano, se alza en medio de nosotros, su faz ciega se orienta vagamente hacia donde se derrama una mayor luminosidad; el sol es para él una mano de padre que palpa en la noche las mejillas de un hijo; su cuerpo ha aprendido la torsión del heliotropo y aspira a coincidir con la amplia caricia que pasa. Sus labios se estremecen un poco, como las cuerdas de un instrumento que alguien templa. ¿Cuál es su afán? Quisiera ponernos bien claras delante las cosas que pasaron. Comienza a hablar. Pero no; esto no es hablar, es recitar. Las palabras vienen sometidas a una disciplina, y parecen desintegradas de la existencia trivial que llevaban en el hablar ordinario. Como un aparato de ascensión, el hexámetro mantiene suspensos en un aire imaginario los vocablos e impide que con los pies toquen en la tierra. Esto es simbólico. Esto es lo que quiere el rapsoda: arrancarnos de la realidad cuotidiana. Las frases son rituales, los giros solemnes y un poco hieratizados, la gramática milenaria. De lo actual torna solo la flor: de cuando en cuando una comparación extraída de los fenómenos cardinales, siempre idénticos, del cosmos —el mar, el viento, las fieras, las aves— inyecta en el bloque arcaico la savia de actualidad estrictamente necesaria para que el pasado, como tal pasado, se posesione de nosotros y desaloje el presente.

Tal es el ejercicio del rapsoda, tal su papel en el edificio de la obra épica. A diferencia del poeta moderno, no vive aquejado por el ansia de originalidad. Sabe que su canto no es suyo solo. La conciencia étnica, forjadora del mito, ha cumplido antes que él naciera el trabajo principal; ha creado los objetos bellos. Su papel queda reducido a la escrupulosidad de un artífice.

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HELENA Y MADAME BOVARY

Yo no comprendo cómo un español, maestro de griego, ha podido decir que facilita la inteligencia de la Ilíada imaginar la lucha entre los mozos de dos pueblos castellanos por el dominio de una garrida aldeana. Comprendo que a propósito de Madame Bovary se nos indicara que dirigiésemos nuestra atención hacia el tipo de una provinciana practicante del adulterio. Esto sería oportuno; el novelista consume su tarea cuando ha logrado presentarnos en concreto lo que en abstracto conocíamos ya[21]. Al cerrar el libro, decimos: «Así son, en efecto, las provincianas adúlteras. Y estos comicios agrícolas son, en verdad, unos comicios agrícolas». Con tal resultado hemos satisfecho al novelista. Pero leyendo la Ilíada no se nos ocurre congratular a Homero, porque su Aquiles es efectivamente un buen Aquiles, un perfecto Aquiles, y una Helena inconfundible su Helena. Las figuras épicas no son representantes de tipos, sino criaturas únicas. Solo un Aquiles ha existido y una sola Helena; solo una guerra al margen del Scamandros. Si en la distraída mujer de Menelao creyéramos ver una moza cualquiera, requerida de amores enemigos, Homero habría fracasado. Porque su misión era muy circunscrita —no libre como la de Ghiberti o Flaubert—, nos ha de hacer ver esta Helena y este Aquiles, los cuales, por ventura, no se parecen a los humanos que solemos hallar por los trivios.

La épica es primero invención de seres únicos, de naturalezas «heroicas»: la centenaria fantasía popular se encarga de esta primera operación. La épica es luego realización, evocación plena de aquellos seres: esta es la faena del rapsoda.

Con este largo rodeo hemos ganado, creo yo, alguna claridad, desde la cual nos sea patente el sentido de la novela. Porque en ella encontramos la contraposición al género épico. Si el tema de este es el pasado, como tal pasado, el de la novela es la actualidad como tal actualidad. Si las figuras épicas son inventadas, si son naturalezas únicas e incomparables, que por sí mismas tienen valor poético, los personajes de la novela son típicos y extrapoéticos; tómanse, no del mito, que es ya un elemento o atmósfera estética y creadora, sino de la calle, del mundo físico, del contorno real vivido por el autor y por el lector. Una tercera claridad hemos logrado: el arte literario no es toda la poesía, sino solo una actividad poética secundaria. El arte es la técnica, es el mecanismo de realización. Este mecanismo podrá y deberá en ocasiones ser realista; pero no forzosamente y en todos los casos. La apetencia de realismo, característica de nuestro tiempo, no puede levantarse al rango de una norma. Nosotros queremos la ilusión de la apariencia, pero otras edades han tenido otras predilecciones. Presumir que la especie humana ha querido y querrá siempre lo mismo que nosotros, sería una vanidad. No; dilatemos bien a lo ancho nuestro corazón para que coja en él todo aquello humano que nos es ajeno. Prefiramos sobre la tierra una indócil diversidad a una monótona coincidencia.

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EL MITO, FERMENTO DE LA HISTORIA

La perspectiva épica que consiste, según hemos visto, en mirar los sucesos del mundo desde ciertos mitos cardinales, como desde cimas supremas, no muere con Grecia. Llega hasta nosotros. No morirá nunca. Cuando las gentes dejan de creer en la realidad cosmogónica e histórica de sus narraciones ha pasado, es cierto, el buen tiempo de la raza helénica. Mas descargados los motivos épicos, las simientes míticas de todo valor dogmático no solo perduran como espléndidos fantasmas insustituibles, sino que ganan en agilidad y poder plástico. Hacinados en la memoria literaria, escondidos en el subsuelo de la reminiscencia popular, constituyen una levadura poética de incalculable energía. Acercad la historia verídica de un rey, de Antíoco, por ejemplo, o de Alejandro a estas materias incandescentes. La historia verídica comenzará a arder por los cuatro costados: lo normal y consuetudinario que en ella había perecerá indefectiblemente consumido. Después del incendio os quedará ante los ojos atónitos, refulgiendo como un diamante, la historia maravillosa de un mágico Apolonio[22], de un milagroso Alejandro. Esta historia maravillosa, claro es que no es historia: se la ha llamado novela. De este modo ha podido hablarse de la novela griega.

Ahora resulta patente el equívoco que en esta palabra existe. La novela griega no es más que historia corrompida, divinamente corrompida por el mito, o bien, como el viaje al país de los Arímaspes, geografía fantástica, recuerdos de viajes que el mito ha descoyuntado y luego, a su sabor, recompuesto. Al mismo género pertenece toda la literatura de imaginación, todo eso que se llama cuento, balada, leyenda y libros de caballerías. Siempre se trata de un cierto material histórico que el mito ha dislocado y reabsorbido.

No se olvide que el mito es el representante de un mundo distinto del nuestro. Si el nuestro es el real, el mundo mítico nos parecerá irreal. De todos modos, lo que en uno es posible es imposible en el otro; la mecánica de nuestro sistema planetario no rige en el sistema mítico. La reabsorción de un acontecimiento sublunar por un mito consiste, pues, en hacer de él una imposibilidad física e histórica. Consérvase la materia terrenal, pero es sometida a un régimen tan diverso del vigente en nuestro cosmos que para nosotros equivale a la falta de todo régimen.

Esta literatura de imaginación prolongará sobre la humanidad hasta el fin de los tiempos el influjo bienhechor de la épica, que fue su madre. Ella duplicará el universo, ella nos traerá a menudo nuevas de un orbe deleitable, donde, si no continúan habitando los dioses de Homero, gobiernan sus legítimos sucesores. Los dioses significan una dinastía, bajo la cual lo imposible es posible. Donde ellos reinan, lo normal no existe; emana de su trono omnímodo desorden. La constitución que han jurado tiene un solo artículo: Se permite la aventura.

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LIBROS DE CABALLERÍAS

Cuando la visión del mundo que el mito proporciona es derrocada del imperio sobre las ánimas por su hermana enemiga la ciencia, pierde la épica su empaque religioso y toma a campo traviesa en busca de aventuras. Caballerías quiere decir aventuras: los libros de caballerías fueron el último grande retoñar del viejo tronco épico. El último hasta ahora, no simplemente el último.

El libro de caballerías conserva los caracteres épicos, salvo la creencia en la realidad de lo contado[23]. También en él se dan por antiguos, de una ideal antigüedad, los sucesos referidos. El tiempo del rey Artus, como el tiempo de Maricastaña, son telones de un pretérito convencional que penden vaga, indecisamente sobre la cronología.

Aparte los discreteos de algunos diálogos, el instrumento poético en el libro de caballerías es, como en la épica, la narración. Yo tengo que discrepar de la opinión recibida que hace de la narración el instrumento de la novela. Se explica esta opinión por no haber contrapuesto los dos géneros bajo tal nombre confundidos. El libro de imaginación narra; pero la novela describe. La narración es la forma en que existe para nosotros el pasado, y solo cabe narrar lo que pasó, es decir, lo que ya no es. Se describe, en cambio, lo actual. La épica gozaba, según es sabido, de un pretérito ideal —como el pasado que refiere— que ha recibido en las gramáticas el nombre de aoristo épico o gnómico.

Por otra parte, en la novela nos interesa la descripción, precisamente porque, en rigor, no nos interesa lo descrito. Desatendemos a los objetos que se nos ponen delante para atender a la manera como nos son presentados. Ni Sancho, ni el Cura, ni el barbero, ni el Caballero del Verde Gabán, ni madame Bovary, ni su marido, ni el majadero de Homais son interesantes. No daríamos dos reales por verlos a ellos. En cambio, nos desprenderíamos de un reino en pago a la fruición de verlos captados dentro de los dos libros famosos. Yo no comprendo cómo ha pasado esto desapercibido a los que piensan sobre cosas estéticas. Lo que, faltos de piedad, solemos llamar lata, es todo un género literario, bien que fracasado. La lata consiste en una narración de algo que no nos interesa[24]. La narración tiene que justificarse por su asunto, y será tanto mejor cuanto más somera, cuanto menos se interponga entre lo acontecido y nosotros.

De modo que el autor del libro de caballerías, a diferencia del novelista, hace gravitar toda su energía poética hacia la invención de sucesos interesantes. Estas son las aventuras. Hoy pudiéramos leer la Odisea como una relación de aventuras; la obra perdería sin duda nobleza y significación, pero no habríamos errado por completo su intención estética. Bajo Ulises, el igual a los dioses, asoma Simbad el marino, y apunta, bien que muy lejanamente, la honrada musa burguesa de Julio Verne. La proximidad se funda en la intervención del capricho gobernando los acontecimientos. En la Odisea el capricho actúa consagrado por los varios humores de los dioses; en la patraña, en las caballerías ostenta cínicamente su naturaleza. Y si en el viejo poema las andanzas cobran interés levantado por emanar del capricho de un dios —razón al cabo teológica—, es la aventura interesante por sí misma, por su inmanente caprichosidad.

Si apretamos un poco nuestra noción vulgar de realidad, tal vez halláramos que no consideramos real lo que efectivamente acaece, sino una cierta manera de acaecer las cosas que nos es familiar. En este vago sentido es, pues, real, no tanto lo visto como lo previsto; no tanto lo que vemos como lo que sabemos. Y si una serie de acontecimientos toma un giro imprevisto, decimos que nos parece mentira. Por eso nuestros antepasados llamaban al cuento aventurero una patraña.

La aventura quiebra como un cristal la opresora, insistente realidad. Es lo imprevisto, lo impensado, lo nuevo. Cada aventura es un nuevo nacer del mundo, un proceso único. ¿No ha de ser interesante?

A poco que vivimos hemos palpado ya los confines de nuestra prisión. Treinta años cuando más tardamos en reconocer los límites dentro de los cuales van a moverse nuestras posibilidades. Tomamos posesión de lo real, que es como haber medido los metros de una cadena prendida en nuestros pies. Entonces decimos: «¿Esto es la vida? ¿Nada más que esto? ¿Un ciclo concluso que se repite, siempre idéntico?». He aquí una hora peligrosa para todo hombre.

Recuerdo a este propósito un admirable dibujo de Gavarni. Es un viejo socarrón junto a un tinglado de esos donde se enseña el mundo por un agujero. Y el viejo está diciendo: Il faut montrer á l’homme des images, la réalité Pembéte! Gavarni vivía entre unos cuantos escritores y artistas de París defensores del realismo estético. La facilidad con que el público era atraído por los cuentos de aventuras le indignaba. Y, en efecto, razas débiles pueden convertir en un vicio esta fuerte droga de la imaginación, que nos permite escapar al peso grave de la existencia.

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EL RETABLO DE MAESE PEDRO

Conforme va la línea de la aventura desenvolviéndose experimentamos una tensión emocional creciente, como si, acompañando a aquella en su trayectoria, nos sintiéramos violentamente apartados de la línea que sigue la inerte realidad. A cada paso da esta sus tirones amenazando con hacer entrar el suceso en el curso natural de las cosas, y es necesario que un nuevo envite del poder aventurero lo liberte y empuje hacia mayores imposibles. Nosotros vamos lanzados en la aventura como dentro de un proyectil, y en la lucha dinámica entre este, que avanza por la tangente, que ya escapa, y el centro de la tierra, que aspira a sujetarlo, tornamos el partido de aquel. Esta parcialidad nuestra aumenta con cada peripecia y contribuye a una especie de alucinación, en que tomamos por un instante la aventura como verdadera realidad.

Cervantes ha representado maravillosamente esta mecánica psicológica del lector de patrañas en el proceso que sigue el espíritu de Don Quijote ante el retablo de maese Pedro.

El caballo de don Gaiferos, en su galope vertiginoso, va abriendo tras su cola una estela de vacío: en ella se precipita una corriente de aire alucinado que arrastra consigo cuanto no está muy firme sobre la tierra. Y allá va volteando, arrebatada en el vórtice ilusorio, el alma de Don Quijote, ingrávida como un vilano, como una hoja seca. Y allá irá siempre en su seguimiento cuanto quede en el mundo de ingenuo y de doliente.

Los bastidores del retablo que anda mostrando maese Pedro son frontera de dos continentes espirituales. Hacia dentro el retablo constriñe un orbe fantástico, articulado por el genio de lo imposible: es el ámbito de la aventura, de la imaginación, del mito. Hacia fuera se hace lugar un aposento donde se agrupan unos cuantos hombres ingenuos, de estos que vemos a todas horas ocupados en el pobre afán de vivir. En medio de ellos está un mentecato, un hidalgo de nuestra vecindad, que una mañana abandonó el pueblo impelido por una pequeña anomalía anatómica de sus centros cerebrales. Nada nos impide entrar en este aposento: podríamos respirar en su atmósfera y tocar a los presentes en el hombro, pues son de nuestro mismo tejido y condición. Sin embargo, este aposento está a su vez incluso en un libro, es decir, en otro como retablo más amplio que el primero. Si entráramos al aposento, habríamos puesto el pie dentro de un objeto ideal, nos moveríamos en la concavidad de un cuerpo estético. (Velázquez en Las Meninas nos ofrece un caso análogo: al tiempo que pintaba un cuadro de reyes, ha metido su estudio en el cuadro. Y en Las hilanderas ha unido para siempre la acción legendaria que representa un tapiz, a la estancia humilde donde se fabricó).

Por el conducto de la simplicidad y la amencia van y vienen efluvios del uno al otro continente, del retablo a la estancia, de esta a aquel. Diríase que lo importante es precisamente la osmosis y endósmosis entre ambos.

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POESÍA Y REALIDAD

Afirma Cervantes que escribe su libro contra los de caballerías. En la crítica de los últimos tiempos se ha perdido la atención hacia este propósito de Cervantes. Tal vez se ha pensado que era una manera de decir, una presentación convencional de la obra, como lo fue la sospecha de ejemplaridad con que cubre sus novelas cortas. No obstante hay que volver a este punto de vista. Para la estética es esencial ver la obra de Cervantes como una polémica contra las caballerías.

Si no, ¿cómo entender la ampliación incalculable que aquí experimenta el arte literario? El plano épico donde se deslizan los objetos imaginarios era ahora el único, y podía definirse lo poético con las mismas notas constituyentes de aquel[25]. Pero ahora el plano imaginario pasa a ser un segundo plano. El arte se enriquece con un término más; por decirlo así, se aumenta en una tercera dimensión, conquista la profundidad estética, que, como la geométrica, supone una pluralidad de términos. Ya no puede, en consecuencia, hacerse consistir lo poético en ese peculiar atractivo del pasado ideal ni en el interés que a la aventura presta su proceder, siempre nuevo, único y sorprendente. Ahora tenemos que acomodar en la capacidad poética la realidad actual.

Nótese toda la estringencia del problema. Llegábamos hasta aquí a lo poético merced a una superación y abandono dé lo circunstante, de lo actual. De modo que tanto vale decir «realidad actual» como decir lo «no poético». Es, pues, la máxima ampliación estética que cabe pensar.

¿Cómo es posible que sean poéticos esta venta y este Sancho y este arriero y este trabucaire de maese Pedro? Sin duda alguna que ellos no lo son. Frente al retablo significan formalmente la agresión a lo poético. Cervantes destaca a Sancho contra toda aventura, a fin de que al pasar por ella la haga imposible. Esta es su misión. No vemos, pues, cómo pueda sobre lo real extenderse el campo de la poesía. Mientras lo imaginario era por sí mismo poético, la realidad es por sí misma antipoética. Hic Rhodus, hic salta: aquí es donde la estética tiene que aguzar su visión. Contra lo que supone la ingenuidad de nuestros almogávares eruditos, la tendencia realista es la que necesita más de justificación y explicación, es el exemplum crucis de la estética.

En efecto, sería ininteligible si la gran gesticulación de Don Quijote no acertara a orientarnos. Dónde colocaremos a Don Quijote, ¿del lado de allá o del lado de acá? Sería torcido decidirse por uno u otro continente. Don Quijote es la arista en que ambos mundos se cortan formando un bisel.

Si se nos dice que Don Quijote pertenece íntegramente a la realidad, no nos enojaremos. Solo haríamos notar que con Don Quijote entraría a formar parte de lo real su indómita voluntad. Y esta voluntad se halla plena de una decisión: es la voluntad de la aventura. Don Quijote, que es real, quiere realmente las aventuras. Como él mismo dice: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible». Por eso con tan pasmosa facilidad transita de la sala del espectáculo al interior de la patraña. Es una naturaleza fronteriza, como lo es, en general, según Platón, la naturaleza del hombre.

Tal vez no sospechábamos hace un momento lo que ahora nos ocurre: que la realidad entra en la poesía para elevar a una potencia estética más alta la aventura. Si esto se confirmara, veríamos a la realidad abrirse para dar cabida al continente imaginario y servirle de soporte, del mismo modo que la venta es esta clara noche un bajel que boga sobre las tórridas llanadas manchegas, llevando en su vientre a Carlomagno y los doce Pares, a Marsilio de Sansueña y la sin par Melisendra. Ello es que lo referido en los libros de caballerías tiene realidad dentro de la fantasía de Don Quijote, el cual, a su vez, goza de una indubitable existencia. De modo que, aunque la novela realista haya nacido como oposición a la llamada novela imaginaria, lleva dentro de sí infartada la aventura.

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LA REALIDAD, FERMENTO DEL MITO

La nueva poesía que ejerce Cervantes no puede ser de tan sencilla contextura como la griega y la medieval. Cervantes mira el mundo desde la cumbre del Renacimiento. El Renacimiento ha apretado un poco más las cosas: es una superación integral de la antigua sensibilidad. Galileo da una severa policía al universo con su física. Un nuevo régimen ha comenzado; todo anda más dentro de horma. En el nuevo orden de cosas las aventuras son imposibles. No va a tardar mucho en declarar Leibniz que la simple posibilidad carece por completo de vigor, que solo es posible lo «compossibile», es decir, lo que se halle en estrecha conexión con las leyes naturales[26]. De este modo lo posible, que en el mito, en el milagro, afirma una arisca independencia, queda infartado en lo real como la aventura en el verismo de Cervantes.

Otro carácter del Renacimiento es la primacía que adquiere lo psicológico. El mundo antiguo parece una pura corporeidad sin morada y secretos interiores. El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo.

Flor de este nuevo y grande giro que toma la cultura es el Quijote. En él periclita para siempre la épica con su aspiración a sostener un orbe mítico lindando con el de los fenómenos materiales, pero de él distinto. Se salva, es cierto, la realidad de la aventura; pero tal salvación envuelve la más punzante ironía. La realidad de la aventura queda reducida a lo psicológico, a un humor del organismo tal vez. Es real en cuanto vapor de un cerebro. De modo que su realidad es, más bien, la de su contrario, la de lo material.

En verano vuelca el sol torrentes de fuego sobre la Mancha, y a menudo la tierra ardiente produce el fenómeno del espejismo. El agua que vemos no es agua real, pero algo de real hay en ella: su fuente. Y esta fuente amarga, que mana el agua del espejismo, es la sequedad desesperada de la tierra.

Fenómeno semejante podemos vivirlo en dos direcciones: una ingenua y rectilínea; entonces el agua que el sol pinta es para nosotros efectiva; otra irónica, oblicua cuando la vemos como tal espejismo, es decir, cuando a través de la frescura del agua vemos la sequedad de la tierra que la finge. La novela de aventuras, el cuento, la épica, son aquella manera ingenua de vivir las cosas imaginarias y significativas. La novela realista es esta segunda manera oblicua. Necesita, pues, de la primera: necesita del espejismo para hacérnoslo ver como tal. De suerte que no es solo el Quijote quien fue escrito contra los libros de caballerías, y, en consecuencia, lleva a estos dentro, sino que el género literario «novela» consiste esencialmente en aquella intususcepción.

Esto ofrece una explicación a lo que parecía inexplicable: cómo la realidad, lo actual, puede convertirse en sustancia poética. Por sí misma, mirada en sentido directo, no lo sería nunca: esto es privilegio de lo mítico. Mas podemos tomarla oblicuamente como destrucción del mito, como crítica del mito. En esta forma la realidad, que es de naturaleza inerte e insignificante, quieta y muda, adquiere un movimiento, se convierte en un poder activo de agresión al orbe cristalino de lo ideal. Roto el encanto de este cae en polvillo irisado que va perdiendo sus colores hasta volverse pardo terruño. A esta escena asistimos en toda novela. De suerte que, hablando con rigor, la realidad no se hace poética ni entra en la obra de arte, sino solo aquel gesto o movimiento suyo en que reabsorbe lo ideal.

En resolución, se trata de un proceso estrictamente inverso al que engendra la novela de imaginación. Hay, además, la diferencia de que la novela realista describe el proceso mismo, y aquella solo el objeto producido, la aventura.

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LOS MOLINOS DE VIENTO

Es ahora para nosotros el campo de Montiel un área reverberante e ilimitada, donde se hallan todas las cosas del mundo como en un ejemplo. Caminando a lo largo de él con Don Quijote y Sancho venimos a la comprensión de que las cosas tienen dos vertientes. Es una el «sentido» de las cosas, su significación, lo que son cuando se las interpreta. Es otra la «materialidad» de las cosas, su positiva sustancia, lo que las constituye antes y por encima de toda interpretación.

Sobre la línea del horizonte en estas puestas de sol inyectadas de sangre —como si una vena del firmamento hubiera sido punzada— levántanse los molinos harineros de Criptana y hacen al ocaso sus aspavientos. Estos molinos tienen un sentido: como «sentido» estos molinos son gigantes. Verdad es que Don Quijote no anda en su juicio. Pero el problema no queda resuelto porque Don Quijote sea declarado demente. Lo que en él es anormal, ha sido y seguirá siendo normal en la humanidad. Bien que estos gigantes no lo sean, pero… ¿y los otros?, quiero decir, ¿y los gigantes en general? ¿De dónde ha sacado el hombre los gigantes? Porque ni los hubo ni los hay en realidad. Fuere cuando fuere, la ocasión en que el hombre pensó por vez primera los gigantes no se diferencia en nada esencial de esta escena cervantina. Siempre se trataría de una cosa que no era gigante, pero que mirada desde su vertiente ideal tendía a hacerse gigante. En las aspas giratorias de estos molinos hay alusión hacia unos brazos briareos. Si obedecemos al impulso de esa alusión y nos dejamos ir según la curva allí anunciada, llegaremos al gigante.

También justicia y verdad, la obra toda del espíritu, son espejismos que se producen en la materia. La cultura —la vertiente ideal de las cosas— pretende establecerse como un mundo aparte y suficiente, adonde podamos trasladar nuestras entrañas. Esto es una ilusión y solo mirada como ilusión, solo puesta como un espejismo sobre la tierra, está la cultura puesta en su lugar.

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LA POESÍA REALISTA

Del mismo modo que las siluetas de las rocas y de las nubes encierran alusiones a ciertas formas animales, las cosas todas desde su inerte materialidad hacen como señas que nosotros interpretamos. Estas interpretaciones se condensan hasta formar una objetividad que viene a ser una duplicación de la primaria, de la llamada real. Nace de aquí un perenne conflicto: la «idea» o «sentido» de cada cosa y su «materialidad» aspiran a encajarse una en otra. Pero esto supone la victoria de una de ellas. Si la «idea» triunfa, la «materialidad» queda suplantada y vivimos alucinados. Si la materialidad se impone y, penetrando el vaho de la idea, reabsorbe esta, vivimos desilusionados.

Sabido es que la acción de ver consiste en aplicar una imagen previa que tenemos sobre una sensación ocurrente. Un punto oscuro en la lejanía es visto por nosotros sucesivamente como una torre, como un árbol, como un hombre. Viénese a dar la razón a Platón, que explicaba la percepción como la resultante de algo que va de la pupila al objeto y algo que viene del objeto a la pupila. Solía Leonardo de Vinci poner a sus alumnos frente a una tapia con el fin de que se acostumbraran a intuir en las formas de las piedras, en las líneas de sus junturas, en los juegos de sombra y claridad, multitud de formas imaginarias. Platónico en el fondo de su ser, buscaba en la realidad Leonardo solo el paracleto, el despertador del espíritu.

Ahora bien, hay distancias, luces e inclinaciones desde las cuales el material sensitivo de las cosas reduce a un mínimo la esfera de nuestras interpretaciones. Una fuerza de concreción impide el movimiento de nuestras imágenes. La cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos «sentidos» queramos darle: está ahí, frente a nosotros, afirmando su muda, terrible materialidad frente a todos los fantasmas. He ahí lo que llamamos realismo: traer las cosas a una distancia, ponerlas bajo una luz, inclinarlas de modo que se acentúe la vertiente de ellas que baja hacia la pura materialidad.

El mito es siempre el punto de partida de toda poesía, inclusive de la realista. Solo que en esta acompañamos al mito en su descenso, en su caída. El tema de la poesía realista es el desmoronamiento de una poesía.

Yo no creo que pueda de otra manera ingresar la realidad en el arte que haciendo de su misma inercia y desolación un elemento activo y combatiente. Ella no puede interesarnos. Mucho menos puede interesarnos su duplicación. Repito lo que arriba dije: los personajes de la novela carecen de atractivo. ¿Cómo es posible que su representación nos conmueva? Y, sin embargo, es así: no ellos, no las realidades nos conmueven, sino su representación, es decir, la representación de la realidad de ellos. Esta distinción es, en mi entender, decisiva: lo poético de la realidad no es la realidad como esta o aquella cosa, sino la realidad como función genérica. Por eso es, en rigor, indiferente, qué objetos elija el realismo para describirlos. Cualquiera es bueno, todos tienen un halo imaginario en torno. Se trata de mostrar bajo él la pura materialidad. Vemos en ella lo que tiene de instancia última, de poder crítico, ante quien se rinde la pretensión de todo lo ideal, de todo lo querido e imaginado por el hombre a declararse suficiente.

La insuficiencia, en una palabra, de la cultura, de cuanto es noble, claro, aspirante, este es el sentido del realismo poético. Cervantes reconoce que la cultura es todo eso, pero, ¡ay!, es una ficción. Envolviendo a la cultura —como la venta el retablo de la fantasía— yace la bárbara, brutal, muda, insignificante realidad de las cosas. Es triste que tal se nos muestre, ¡pero qué le vamos a hacer!, es real, está ahí: de una manera terrible se basta a sí misma. Su fuerza y su significado único radica en su presencia. Recuerdos y promesas es la cultura, pasado irreversible, futuro soñado.

Mas la realidad es un simple y pavoroso «estar ahí». Presencia, yacimiento, inercia. Materialidad[27].

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MIMO

Claro es que Cervantes no inventa a nihilo el tema poético de la realidad: simplemente lo lleva a una expansión clásica. Hasta encontrar en la novela, en el Quijote la estructura orgánica que le conviene, el tema ha caminado como un hilillo de agua buscando su salida, vacilante, tentando los estorbos, buscándoles la vuelta, filtrándose dentro de otros cuerpos. De todos modos tiene una extraña oriundez: Nace en los antípodas del mito y de la épica. En rigor, nace fuera de la literatura.

El germen del realismo se halla en un cierto impulso que lleva al hombre a imitar lo característico de sus semejantes o de los animales. Lo característico consiste en un rasgo de tal valor dentro de una fisonomía —persona, animal o cosa—, que al ser reproducido suscita los demás, pronta y enérgicamente, ante nosotros, los hace presentes. Ahora bien: no se imita por imitar: este impulso imitativo —como las formas más complejas de realismo que quedan descritas— no es original, no nace de sí mismo. Vive de una intención forastera. El que imita, imita para burlarse. Aquí tenemos el origen que buscamos: el mimo.

Sólo, pues, con motivo de una intención cómica parece adquirir la realidad un interés estético. Esto sería una curiosísima confirmación histórica de lo que acabo de decir acerca de la novela.

Con efecto, en Grecia, donde la poesía exige una distancia ideal a todo objeto para estetizarlo, sólo encontramos temas actuales en la comedia. Como Cervantes, echa mano Aristófanes de las gentes que roza en las plazuelas y las introduce dentro de la obra artística. Pero es para burlarse de ellas.

De la comedia nace, a su vez, el diálogo —un género que no ha podido lograr independencia—. El diálogo de Platón también describe lo real y también se burla de lo real. Cuando trasciende de lo cómico es que se apoya en un interés extrapoético, el científico. Otro dato a conservar. Lo real, como comedia o como ciencia, puede pasar a la poesía; jamás encontramos la poesía de lo real como simplemente real.

He aquí los únicos puntos de la literatura griega donde podemos amarrar el hilo de la evolución novelesca[28]. Nace, pues, la novela llevando dentro el aguijón cómico. Y este genio y esta figura la acompañarán hasta su sepultura. La crítica, la zumba, no es un ornamento inesencial del Quijote, sino que forma la textura misma del género, tal vez de todo realismo.

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EL HÉROE

Mas hasta ahora no habíamos tenido ocasión de mirar con alguna insistencia la faz de lo cómico. Cuando escribía que la novela nos manifiesta un espejismo como tal espejismo, la palabra comedia venía a merodear en torno a los puntos de la pluma como un can que se hubiera sentido llamar. No sabemos por qué, una semejanza oculta nos hace aproximar el espejismo sobre las calcinadas rastrojeras y las comedias en las almas de los hombres.

La historia nos obliga ahora a volver sobre el asunto. Algo nos quedaba en el aire, vacilando entre la estancia de la venta y el retablo de maese Pedro. Este algo es nada menos que la voluntad de Don Quijote.

Podrán a este vecino nuestro quitarle la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible. Serán las aventuras vahos de un cerebro en fermentación, pero la voluntad de la aventura es real y verdadera. Ahora bien, la aventura es una dislocación del orden material, una irrealidad. En la voluntad de aventuras, en el esfuerzo y en el ánimo nos sale al camino una extraña naturaleza biforme. Sus dos elementos pertenecen a mundos contrarios: la querencia es real, pero lo querido es irreal.

Objeto semejante es ignoto en la épica. Los hombres de Homero pertenecen al mismo orbe que sus deseos. Aquí tenemos, en cambio, un hombre que quiere reformar la realidad. Pero ¿no es él una porción de esa realidad? ¿No vive de ella, no es una consecuencia de ella? ¿Cómo hay modo de que lo que no es —el proyecto de una aventura— gobierne y componga la dura realidad? Tal vez no lo haya, pero es un hecho que existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales a que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición, en una palabra, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste en ser uno, uno mismo. Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circunstante nos impongan unas acciones determinadas es que buscamos asentar en nosotros, y solo en nosotros, el origen de nuestros actos. Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos del presente quienes quieren, sino él mismo. Y este querer él ser él mismo es la heroicidad.

No creo que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad «práctica», activa del héroe. Su vida es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia.

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INTERVENCIÓN DEL LIRISMO

Ahora bien, ante el hecho de la heroicidad —de la voluntad de aventura— cabe tomar dos posiciones: o nos lanzamos con él hacia el dolor, por parecemos que la vida heroica tiene «sentido», o damos a la realidad el leve empujón que a esta basta para aniquilar todo heroísmo, como se aniquila un sueño sacudiendo al que lo duerme. Antes he llamado a estas dos direcciones de nuestro interés, la recta y la oblicua.

Conviene subrayar ahora que el núcleo de realidad a que ambas se refieren es uno mismo. La diferencia, pues, proviene del modo subjetivo en que nos acerquemos a él. De modo que si la épica y la novela discrepaban por sus objetos —el pasado y la realidad—, aún cabe una nueva división dentro del tema realidad. Mas esta división no se funda ya puramente en el objeto, sino que se origina en un elemento subjetivo, en nuestra postura ante aquel.

En lo anterior se ha abstraído, por completo, del lirismo que es, frente a la épica, el otro manantial de poesía. No conviene en estas páginas perseguir su esencia ni detenerse a meditar qué cosa puede ser lirismo. Otra vez llegará la sazón. Baste con recordar lo admitido por todo el mundo: el lirismo es una proyección estética de la tonalidad general de nuestros sentimientos. La épica no es triste ni es alegre: es un arte apolíneo, indiferente, todo él formas de objetos eternos, sin edad, extrínseco e invulnerable.

Con el lirismo penetra en el arte una sustancia voluble y tornadiza. La intimidad del hombre varía a lo largo de los siglos, el vértice de su sentimentalismo gravita unas veces hacia Oriente y otras hacia Poniente. Hay tiempos jocundos y tiempos de amargor. Todo depende de que el balance que hace el hombre de su propio valer le parezca, en definitiva, favorable o adverso.

No creo que haya sido necesario insistir sobre lo que va sugerido al comienzo de este breve tratado: que —consista en el pretérito o en lo actual el tema de la poesía— la poesía y todo arte versa sobre lo humano y sólo sobre lo humano. El paisaje que se pinta se pinta siempre como un escenario para el hombre. Siendo esto así, no podía menos de seguirse que todas las formas del arte toman su origen de la variación en las interpretaciones del hombre por el hombre. Dime lo que del hombre sientes y decirte he qué arte cultivas.

Y como todo género literario, aun dejando cierto margen, es un cauce que se ha abierto una de estas interpretaciones del hombre, nada menos sorprendente que la predilección de cada época por uno determinado. Por eso la literatura genuina de un tiempo es una confesión general de la intimidad humana entonces.

Pues bien: volviendo al hecho del heroísmo, notamos que unas veces se le ha mirado rectamente y otras oblicuamente. En el primer caso convertía nuestra mirada al héroe en un objeto estético que llamamos lo trágico. En el segundo hacía de él un objeto estético que llamamos lo cómico.

Ha habido épocas que apenas han tenido sensibilidad para lo trágico, tiempos embebidos de humorismo y comedia. El siglo XX —siglo burgués, democrático y positivista— se ha inclinado con exceso a ver la comedia sobre la tierra.

La correlación que entre la épica y la novela queda dibujada se repite aquí entre la propensión trágica y la propensión cómica de nuestro ánimo.

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LA TRAGEDIA

Héroe es, decía, quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad. Nada parecido en la épica. Por esto Don Quijote no es una figura épica, pero sí es un héroe. Aquiles hace la epopeya, el héroe la quiere. De modo que el sujeto trágico no es trágico, y, por tanto, poético, en cuanto hombre de carne y hueso, sino sólo en cuanto que quiere. La voluntad —ese objeto paradoxal que empieza en la realidad y acaba en lo ideal, pues solo se quiere lo que no es— es el tema trágico, y una época para quien la voluntad no existe, una época determinista y darwiniana, por ejemplo, no puede interesarse en la tragedia.

No nos fijemos demasiado en la griega. Si somos sinceros, declararemos que no la entendemos bien. Aún la filología no nos ha adaptado suficientemente el órgano para asistir a una tragedia griega. Acaso no haya producción más entreverada de motivos puramente históricos, transitorios. No se olvide que era en Atenas un oficio religioso. De modo que la obra se verifica más aún que sobre las planchas del teatro, dentro del ánimo de los espectadores. Envolviendo la escena y el público está una atmósfera extrapoética: la religión. Y lo que ha llegado a nosotros es como el libreto de una ópera cuya música no hemos oído nunca, es el revés de un tapiz, cabos de hilos multicolores que llegan de un envés tejido por la fe. Ahora bien: los helenistas se encuentran detenidos ante la fe de los atenienses, no aciertan a reconstruirla. Mientras no lo logren, la tragedia griega será una página escrita en un idioma de que no poseemos diccionario.

Sólo vemos claro que los poetas trágicos de Grecia nos hablan personalmente desde las máscaras de sus héroes. ¿Cuándo hace esto Shakespeare? Esquilo compone movido por una intención confusa entre poética y teológica. Su tema es tanto, por lo menos, como estético, metafísico y ético. Yo le llamaría teopoeta. Le acongojan los problemas del bien y el mal, de la libertad, de la justificación, del orden en el cosmos, del causante de todo. Y sus obras son una serie progresiva de acometidas a estas cuestiones divinas. Su estilo parece más bien un ímpetu de reforma religiosa. Y se asemeja, antes que a un homme de lettres, a San Pablo o a Lutero. A fuerza de piedad quisiera superar la religión popular, que es insuficiente para la madurez dé los tiempos. En otro lugar, esta moción no habría conducido a un hombre hacia los versos, pero en Grecia, por ser la religión menos sacerdotal, más fluida y ambiente, podía el interés teológico andar menos diferenciado del poético, político y filosófico.

Dejemos, pues, el drama griego y todas las teorías que, basando la tragedia en no sé qué fatalidad, creen que es la derrota, la muerte del héroe quien le presta la calidad trágica.

No es necesaria la intervención de la fatalidad, y aunque suele ser vencido, no arranca el triunfo, si llega, al héroe su heroísmo. Oigamos el efecto que el drama produce al espectador villano. Si es sincero no dejará de confesarnos que en el fondo le parece un poco inverosímil. Veinte veces ha estado por levantarse de su asiento para aconsejar al protagonista que renuncie a su empeño, que abandone su posición. Porque el villano piensa muy juiciosamente que todas las cosas malas sobrevienen al héroe porque se obstina en tal o cual propósito. Desentendiéndose de él todo llegaría a buen arreglo, y como dicen al fin de los cuentos los chinos, aludiendo a su nomadismo antiguo, podría asentarse y tener muchos hijos. No hay, pues, fatalidad, o más bien, lo que fatalmente acaece, acaece fatalmente porque el héroe ha dado lugar a ello. Las desdichas del Príncipe Constante eran fatales desde el punto en que decidió ser constante, pero no es él fatalmente constante.

Yo creo que las teorías clásicas padecen aquí un simple quid pro quo, y que conviene corregirlas aprovechando la impresión que el heroísmo produce en el alma del villano, incapaz de heroicidad. El villano desconoce aquel estrato de la vida en que esta ejercita solamente actividades suntuarias, superfluas. Ignora el rebasar y el sobrar de la vitalidad. Vive atenido a lo necesario y lo que hace lo hace por fuerza. Obra siempre empujado; sus acciones son reacciones. No le cabe en la cabeza que alguien se meta en andanzas por lo que no le va ni le viene. Le parece un poco orate todo el que tenga la voluntad de la ventura, y se encuentra en la tragedia con un hombre forzado a sufrir las consecuencias de un empeño que nadie le fuerza a querer.

Lejos, pues, de originarse en la fatalidad lo trágico, es esencial al héroe querer su trágico destino. Por eso, mirada la tragedia desde la vida vegetativa, tiene siempre un carácter ficticio. Todo el dolor nace de que el héroe se resiste a resignar un papel ideal, un role imaginario que ha elegido. El actor en el drama, podrá decirse paradójicamente, representa un papel que es, a su vez, la representación de un papel, bien que en serio esta última. De todos modos la volición libérrima inicia y engendra el proceso trágico. Y este «querer», creador de un nuevo ámbito de realidades que solo por él son —el orden trágico—, es, naturalmente, una ficción para quien no haya más querer que el de la necesidad natural, la cual se contenta con solo lo que es.

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LA COMEDIA

La tragedia no se produce a ras de nuestro suelo; tenemos que elevarnos a ella. Somos asumptos a ella. Es irreal. Si queremos buscar en lo existente algo parecido hemos de levantar los ojos y posarlos en las cimas más altas de la historia.

Supone la tragedia en nuestro ánimo una predisposición hacia los grandes actos —de otra suerte nos parecerá una fanfarronada. No se impone a nosotros con la evidencia y forzosidad del realismo, que hace comenzar la obra bajo nuestros mismos pies, y sin sentirlo, pasivamente, nos introduce en ella. En cierta manera el fruir la tragedia pide de nosotros que la queramos también un poco, como el héroe quiere su destino. Viene, en consecuencia, a hacer presa en los síntomas de heroísmo atrofiado que existan en nosotros. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un héroe.

Mas una vez embarcados según el heroico rumbo, veremos que nos repercuten en lo hondo los fuertes movimientos y el ímpetu de ascensión que hinchen la tragedia. Sorprendidos hallaremos que somos capaces de vivir a una tensión formidable y que todo en torno nuestro aumenta sus proporciones, recibiendo una superior dignidad. La tragedia en el teatro nos abre los ojos para descubrir y estimar lo heroico en la realidad. Así Napoleón, que sabía algo de psicología, no quiso que durante su estancia en Frankfurt, ante aquel público de reyes vencidos, representara comedias su compañía ambulante, y obligó a Taima a que produjera las figuras de Racine y de Corneille.

Mas en torno al héroe muñón que dentro conducimos, se agita una caterva de instintos plebeyos. En virtud de razones, sin duda suficientes, solemos abrigar una grande desconfianza hacia todo el que quiere hacer usos nuevos. No pedimos justificación al que no se afana en rebasar la línea vulgar, pero la exigimos perentoriamente al esforzado que intenta trascenderla. Pocas cosas odia tanto nuestro plebeyo interior como al ambicioso. Y el héroe, claro está que empieza por ser un ambicioso. La vulgaridad no nos irrita tanto como las pretensiones. De aquí que el héroe ande siempre a dos dedos de caer, no en la desgracia, que esto sería subir a ella, sino de caer en el ridículo. El aforismo: «de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso», formula este peligro que amenaza genuinamente al héroe. ¡Ay de él como no justifique con exuberancia de grandeza, con sobra de calidades, su pretensión de no ser como son los demás, «como son las cosas»! El reformador, el que ensaya nuevo arte, nueva ciencia, nueva política, atraviesa, mientras vive, un medio hostil, corrosivo, que supone en él un fatuo, cuando no un mixtificador. Tiene en contra suya aquello por negar lo cual es él un héroe: la tradición, lo recibido, lo habitual, los usos de nuestros padres, las costumbres nacionales, lo castizo, la inercia omnímoda, en fin. Todo esto, acumulado en centenario aluvión, forma una costra de siete estados a lo profundo. Y el héroe pretende que una idea, un corpúsculo menos que aéreo, súbitamente aparecido en su fantasía, haga explotar tan oneroso volumen. El instinto de inercia y de conservación no lo puede tolerar y se venga. Envía contra él al realismo, y lo envuelve en una comedia.

Como el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el personaje trágico medio cuerpo fuera de la realidad. Con tirarle de los pies y volverle a ella por completo, queda convertido en un carácter cómico. Difícilmente, a fuerza de fuerzas, se incorpora sobre la inercia real la noble ficción heroica: toda ella vive de aspiración. Su testimonio es el futuro. La vis cómica se limita a acentuar la vertiente del héroe que da hacia la pura materialidad. Al través de la ficción, avanza la realidad, se impone a nuestra vista y reabsorbe el role trágico[29]. El héroe hacía de este su ser mismo, se fundía con él. La reabsorción por la realidad consiste en solidificar, materializar la intención aspirante sobre el cuerpo del héroe. De esta guisa vemos el role como un disfraz ridículo, como una máscara bajo la cual se mueve una criatura vulgar.

El héroe anticipa el porvenir y a él apela. Sus ademanes tienen una significación utópica. Él no dice que sea, sino que quiere ser. Así la mujer feminista aspira a que un día las mujeres no necesiten ser mujeres feministas. Pero el cómico suplanta el ideal de las feministas por la mujer que hoy sustenta sobre su voluntad ese ideal. Congelado y retrotraído al presente lo que está hecho para vivir en una atmósfera futura, no acierta a realizar las más triviales funciones de la existencia. Y la gente ríe. Presencia la caída del pájaro ideal al volar sobre el aliento de un agua muerta. La gente ríe. Es una risa útil: por cada héroe que hiere, tritura a cien mixtificadores.

Vive, en consecuencia, la comedia sobre la tragedia, como la novela sobre la épica. Así nació históricamente en Grecia a modo de reacción contra los trágicos y los filósofos que querían introducir dioses nuevos y fabricar nuevas costumbres. En nombre de la tradición popular, de «nuestros padres» y de los hábitos sacrosantos, Aristófanes produce en la escena las figuras actuales de Sócrates y Eurípides. Y lo que aquel puso en su filosofía y este en sus versos, lo pone él en las personas de Sócrates y Eurípides.

La comedia es el género literario de los partidos conservadores.

De querer ser a creer que se es ya va la distancia de lo trágico a lo cómico. Este es el paso entre la sublimidad y la ridiculez. La transferencia del carácter heroico desde la voluntad a la percepción causa la involución de la tragedia, su desmoronamiento, su comedia. El espejismo aparece como tal espejismo.

Esto acontece con Don Quijote cuando, no contento con afirmar su voluntad de la aventura, se obstina en creerse aventurero. La novela inmortal está a pique de convertirse simplemente en comedia. Siempre va el canto de un duro, según hemos indicado, de la novela a la pura comedia.

A los primeros lectores del Quijote debió parecerles tal aquella novedad literaria. En el prólogo de Avellaneda se insiste dos veces sobre ello: «Como casi es comedia toda la Historia de Don Quijote de la Mancha», comienza dicho prólogo, y luego añade: «conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas». No quedan suficientemente explicadas estas frases con advertir que entonces era comedia el nombre genérico de toda obra teatral.

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LA TRAGICOMEDIA

El género novelesco es, sin duda, cómico. No digamos que humorístico, porque bajo el manto del humorismo se esconden muchas vanidades. Por lo pronto se trata simplemente de aprovechar la significación poética que hay en la caída violenta del cuerpo trágico, vencido por la fuerza de inercia, por la realidad. Cuando se ha insistido sobre el realismo de la novela debiera haberse notado que en dicho realismo algo más que realidad se encerraba, algo que permitía a esta alcanzar un vigor de poetización que le es tan ajeno. Entonces se hubiera patentizado que no está en la realidad yacente lo poético del realismo, sino en la fuerza atractiva que ejerce sobre los aerolitos ideales.

La línea superior de la novela es una tragedia; de allí se descuelga la musa siguiendo a lo trágico en su caída. La línea trágica es inevitable, tiene que formar parte de la novela, siquiera sea como el perfil sutilísimo que la limita. Por esto yo creo que conviene atenerse al nombre buscado por Fernando de Rojas para su Celestina: tragicomedia. La novela es tragicomedia. Acaso en la Celestina hace crisis la evolución de este género, conquistando una madurez que permite en el Quijote la plena expansión.

Claro está que la línea trágica puede engrosar sobremanera y hasta ocupar en el volumen novelesco tanto espacio y valor como la materia cómica. Caben aquí todos los grados y oscilaciones.

En la novela como síntesis de tragedia y comedia se ha realizado el extraño deseo que, sin comentario alguno, deja escapar una vez Platón. Es allá en el Banquete, de madrugada. Los comensales, rendidos por el jugo dionisíaco, yacen dormitando en confuso desorden. Aristodemos despierta vagamente, «cuando ya cantan los gallos»; le parece ver que sólo Sócrates, Agatón y Aristófanes siguen vigilantes. Cree oír que están trabados en un difícil diálogo, donde Sócrates sostiene frente a Agatón, el joven autor de tragedias, y Aristófanes, el cómico, que no dos hombres distintos, sino uno mismo debía ser el poeta de la tragedia y el de la comedia.

Esto no ha recibido explicación satisfactoria; mas siempre al leerlo he sospechado que Platón, alma llena de gérmenes, ponía aquí la simiente de la novela. Prolongando el ademán que Sócrates hace desde el Symposion en la lívida claridad del amanecer, parece como que topamos con Don Quijote, el héroe y el orate.

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FLAUBERT, CERVANTES, DARWIN

La infecundidad de lo que ha solido llamarse patriotismo en el pensamiento español, se manifiesta en que los hechos españoles positivamente grandes no han sido bastante estudiados. El entusiasmo se gasta en alabanzas estériles de lo que no es loable, y no puede emplearse, con la energía suficiente, allí donde hace más falta.

Falta el libro donde se demuestre al detalle que toda novela lleva dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Iliada.

Flaubert no siente empacho en proclamarlo: «Je retrouve —dice— mes origines dans le livre que je savais par cœur avant de savoir lire, don Quichotte[30]». Madame Bovary es un Don Quijote con faldas y un mínimo de tragedia sobre el alma. Es la lectora de novelas románticas y representante de los ideales burgueses que se han cernido sobre Europa durante medio siglo. ¡Míseros ideales! ¡Democracia burguesa, romanticismo positivista!

Flaubert se da perfecta cuenta de que el arte novelesco es un género de intención crítica y cómico nervio: «Je tourne beaucoup a la critique —escribe al tiempo que compone la Bovary—; le roman que j’écris m’aiguise cette faculté, car c’est une œuvre surtout de critique ou plutôt d’anatomie[31]». Y en otro lugar: «Ah! ce qui manque á la société moderne ce n'est pas un Christ, ni un Washington, ni un Socrate, ni un Voltaire, c'est un Aristophane[32]».

Yo creo que en achaques de realismo no ha de parecer Flaubert sospechoso y que será aceptado como testigo de mayor excepción.

Si la novela contemporánea pone menos al descubierto su mecanismo cómico, débese a que los ideales por ella atacados apenas se distancian de la realidad con que se los combate. La tirantez es muy débil: el ideal cae desde poquísima altura. Por esta razón puede augurarse que la novela del siglo XIX será ilegible muy pronto: contiene la menor cantidad posible de dinamismo poético. Ya hoy nos sorprendemos cuando al caer en nuestras manos un libro de Daudet o de Maupassant no encontramos en nosotros el placer que hace quince años sentíamos. Al paso que la tensión del Quijote promete no gastarse nunca.

El ideal del siglo XIX era el realismo. «Hechos, solo hechos», clama el personaje dickensiano de Tiempos difíciles. El cómo, no el porqué, el hecho, no la idea, predica Augusto Comte. Madame Bovary respira el mismo aire que M. Homais, una atmósfera comtista. Flaubert lee la Filosofía positiva en tanto que va escribiendo su novela: «c’est un ouvrage —dice— profondément farce; il faut seulement lire, pour s’en convaincre, l’introduction qui en est le résume; il y a, pour quelqu’un qui voudrait faire des charges au théâtre dans le goût aristophanesque, sur les théories sociales, des californies de rires[33]».

La realidad es de tan feroz genio que no tolera el ideal ni aun cuando es ella misma la idealizada. Y el siglo XIX, no satisfecho con levantar a forma heroica la negación de todo heroísmo, no contento con proclamar la idea de lo positivo, vuelve a hacer pasar este mismo afán bajo las horcas caudinas de la asperísima realidad. Una frase escapa a Flaubert sobradamente característica: «on me croit épris du réel, tandis que je l’exécre; car c’est en haine du réalisme que j’ai entrepris ce román[34]».

Estas generaciones de que inmediatamente procedemos habían tomado una postura fatal. Ya en el Quijote se vence el fiel de la balanza poética del lado de la amargura, para no recobrarse por completo hasta ahora. Pero este siglo, nuestro padre, ha sentido una perversa fruición en el pesimismo: se ha revolcado en él, ha apurado su vaso y ha comprimido el mundo de manera que nada levantado pudo quedar en pie. Sale de toda esta centuria hacia nosotros como una bocanada de rencor.

Las ciencias naturales basadas en el determinismo habían conquistado durante los primeros lustros el campo de la biología. Darwin cree haber conseguido aprisionar lo vital —nuestra última esperanza— dentro de la necesidad física. La vida desciende a no más que materia. La fisiología a mecánica.

El organismo que parecía una unidad independiente, capaz de obrar por sí mismo, es inserto en el medio físico, como una figura en un tapiz. Ya no es él quien se mueve, sino el medio en él. Nuestras acciones no pasan de reacciones. No hay libertad, originalidad. Vivir es adaptarse: adaptarse es dejar que el contorno material penetre en nosotros, nos desaloje de nosotros mismos. Adaptación es sumisión y renuncia. Darwin barre los héroes de sobre el haz de la tierra.

Llega la hora del «roman expérimental». Zola no aprende su poesía en Homero ni en Shakespeare, sino en Claudio Bernard. Se trata siempre de hablarnos del hombre. Pero como ahora el hombre no es sujeto de sus actos sino que es movido por el medio en que vive, la novela buscará la representación del medio. El medio es el único protagonista.

Se habla de producir el «ambiente». Se somete el arte a una policía: la verosimilitud. ¿Pero es que la tragedia no tiene su interna, independiente verosimilitud? ¿No hay un vero estético, lo bello? ¿Y una similitud a lo bello? Ahí está, que no lo hay, según el positivismo: lo bello es lo verosímil y lo verdadero es solo la física. La novela aspira a fisiología.

Una noche en el Père Lachaise, Bouvard y Pécuchet entierran la poesía, en honor a la verosimilitud y al determinismo.