IST ETWA DER DON QUIXOTE NUR EINE POSSE? ¿ES, POR VENTURA, EL DON QUIJOTE SÓLO UNA BUFONADA?
HERMANN COHEN: Ethik des reinen Willens, pág. 487.
MEDITACIÓN PRELIMINAR
El monasterio de El Escorial se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama «La Herrería». La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es en invierno cobrizo, áureo en otoño y un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva, como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con frondas opulentas de un verde claro y nuevo; el suelo desparece bajo una hierba de esmeralda que, a su vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos. Hay lugares de excelente silencio, el cual no es nunca un silencio absoluto. Cuando callan por completo las cosas en torno, el vacío de rumor que dejan exige ser ocupado por algo, y entonces oímos el martilleo de nuestro corazón, los latigazos de la sangre en nuestras sienes, el hervor del aire que invade nuestros pulmones y que luego huye afanoso. Todo esto es inquietante porque tiene una significación demasiado concreta. Cada latido de nuestro corazón parece que va a ser el último. El nuevo latido salvador que llega parece siempre una casualidad y no garantiza el subsecuente. Por esto es preferible un silencio donde suenen sones puramente decorativos, de referencias inconcretas. Así en este lugar. Hay aguas claras corrientes que van rumoreando a lo largo y hay dentro de lo verde avecillas que cantan: verderones, jilgueros, oropéndolas y algún sublime ruiseñor.
Una de estas tardes de la fugaz primavera, salieron a mi encuentro en la Herrería estos pensamientos:
1
EL BOSQUE
¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas casas una ciudad? Según cantaba el labriego de Poitiers,
La hauteur des maisons
Empèche de voir la ville,
y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver el bosque. Selva y ciudad son dos cosas esencialmente profundas, y la profundidad está condenada de una manera fatal a convertirse en superficie si quiere manifestarse.
Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un bosque? Ciertamente que no; estos son los árboles que veo de un bosque. El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo. El bosque es una naturaleza invisible, por eso en todos los idiomas conserva su nombre un halo de misterio.
Yo puedo ahora levantarme y tomar uno de estos vagos senderos por donde veo cruzar a los mirlos. Los árboles que antes veía serán sustituidos por otros análogos. Se irá el bosque descomponiendo, desgranando en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos.
Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la verdura, nos parece que había allí un hombre sentado sobre una piedra, los codos en las rodillas, las palmas en las sienes, y que, precisamente cuando íbamos a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que este hombre, dando un breve rodeo, ha ido a colocarse en la misma postura no lejos de nosotros. Si cedemos al deseo de sorprenderle —a ese poder de atracción que ejerce el centro de los bosques sobre quien en ellos penetra—, la escena se repetirá indefinidamente.
El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos. De donde nosotros estamos acaba de marcharse y queda solo su huella aún fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas corpóreas y vivas las siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada más exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la mirada a un claro entre la espesura y hallaréis un temblor en el aire como si se aprestara a llenar el hueco que ha dejado al huir un ligero cuerpo desnudo.
Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el bosque una posibilidad. Es una vereda por donde podríamos internarnos; es un hontanar de quien nos llega un rumor débil en brazos del silencio y que podríamos descubrir a los pocos pasos; son versículos de cantos que hacen a lo lejos los pájaros puestos en unas ramas bajo las cuales podríamos llegar. El bosque es una suma de posibles actos nuestros, que al realizarse perderían su valor genuino. Lo que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata es solo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante.
2
PROFUNDIDAD Y SUPERFICIE
Cuando se repite la frase «los árboles no nos dejan ver el bosque», tal vez no se entiende su riguroso significado. Tal vez la burla que en ella se quiere hacer vuelva su aguijón contra quien la dice.
Los árboles no dejan ver el bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe. La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y solo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro de un bosque.
La invisibilidad, el hallarse oculto no es un carácter meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al verterse sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva. En este sentido es absurdo —como la frase susodicha declara—, pretender ver el bosque. El bosque es lo latente en cuanto tal.
Hay aquí una buena lección para los que no ven la multiplicidad de destinos, igualmente respetables y necesarios, que el mundo contiene. Existen cosas que, puestas de manifiesto, sucumben o pierden su valor y, en cambio, ocultas o preteridas llegan a su plenitud. Hay quien alcanzaría la plena expansión de sí mismo ocupando un lugar secundario y el afán de situarse en primer plano aniquila toda su virtud. En una novela contemporánea se habla de cierto muchacho poco inteligente, pero dotado de exquisita sensibilidad moral, que se consuela de ocupar en las clases escolares el último puesto, pensando: «¡Al fin y al cabo, alguno tiene que ser el último!». Es esta una observación fina y capaz de orientarnos. Tanta nobleza puede haber en ser postrero como en ser primero, porque ultimidad y primacía son magistraturas que el mundo necesita igualmente, la una para la otra.
Algunos hombres se niegan a reconocer la profundidad de algo porque exigen de lo profundo que se manifieste como lo superficial. No aceptando que haya varias especies de claridad, se atienen exclusivamente a la peculiar claridad de las superficies. No advierten que es a lo profundo esencial el ocultarse detrás de la superficie y presentarse solo al través de ella, latiendo bajo ella.
Desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle es, a mi juicio, el verdadero pecado capital, que yo llamo pecado cordial por tomar su oriundez de la falta de amor. Nada hay tan ilícito como empequeñecer el mundo por medio de nuestras manías y cegueras, disminuir la realidad, suprimir imaginariamente pedazos de lo que es.
Esto acontece cuando se pide a lo profundo que se presente de la misma manera que lo superficial. No; hay cosas que presentan de sí mismas lo estrictamente necesario para que nos percatemos de que ellas están detrás ocultas.
Para hallar esto evidente no es menester recurrir a nada muy abstracto. Todas las cosas profundas son de análoga condición. Los objetos materiales, por ejemplo, que vemos y tocamos tienen una tercera dimensión que constituye su profundidad, su interioridad. Sin embargo, esta tercera dimensión ni la vemos ni la tocamos. Encontramos, es cierto, en sus superficies alusiones a algo que yace dentro de ellas; pero este dentro no puede nunca salir afuera y hacerse patente en la misma forma que los haces del objeto. Vano será que comencemos a seccionar en capas superficiales la tercera dimensión: por finos que los cortes sean, siempre las capas tendrán algún grosor, es decir, alguna profundidad, algún dentro invisible e intangible. Y si llegamos a obtener capas tan delicadas que la vista penetre a su través, entonces no veremos ni lo profundo ni la superficie, mas una perfecta transparencia, o lo que es lo mismo, nada. Pues de la misma suerte que lo profundo necesita una superficie tras de que esconderse, necesita la superficie o sobrehaz, para serlo, de algo sobre que se extienda y que ella tape.
Es esta una perogrullada, más no del todo inútil. Porque aún hay gentes las cuales exigen que les hagamos ver todo tan claro como ven esta naranja delante de sus ojos. Y es el caso, que si por ver se entiende, como ellos entienden, una función meramente sensitiva, ni ellos ni nadie ha visto jamás una naranja. Es esta un cuerpo esférico, por tanto, con anverso y reverso. ¿Pretenderán tener delante a la vez el anverso y el reverso de la naranja? Con los ojos vemos una parte de la naranja, pero el fruto entero no se nos da nunca en forma sensible; la mayor porción del cuerpo de la naranja se halla latente a nuestras miradas.
No hay, pues, que recurrir a objetos sutiles y metafísicos para indicar que poseen las cosas maneras diferentes de presentarse; pero cada cual en su orden igualmente claras. No es solo lo que se ve claro. Con la misma claridad se nos ofrece la tercera dimensión de un cuerpo que las otras dos, y sin embargo, de no haber otro modo de ver que el pasivo de la estricta visión, las cosas o ciertas cualidades de ellas no existirían para nosotros.
3
ARROYOS Y OROPÉNDOLAS
Es ahora el pensamiento un dialéctico fauno que persigue, como a una ninfa fugaz, la esencia del bosque. El pensamiento siente una fruición muy parecida a la amorosa cuando palpa el cuerpo desnudo de una idea.
Con haber reconocido en el bosque su naturaleza fugitiva, siempre ausente, siempre oculta —un conjunto de posibilidades—, no tenemos entera la idea del bosque. Si lo profundo y latente ha de existir para nosotros, habrá de presentársenos y al presentársenos ha de ser en tal forma que no pierda su calidad de profundidad y latencia.
Según decía, la profundidad padece el sino irrevocable de manifestarse en caracteres superficiales. Veamos cómo lo realiza.
Esta agua que corre a mis pies hace una blanda quejumbre al tropezar con las guijas y forma un curvo brazo de cristal que ciñe la raíz de este roble. En el roble ha entrado ahora poco una oropéndola como en un palacio la hija de un rey. La oropéndola da un denso grito de su garganta, tan musical que parece una esquirla arrancada al canto del ruiseñor, un son breve y súbito que un instante llena por completo el volumen perceptible del bosque. De la misma manera llena súbitamente el volumen de nuestra conciencia un latido de dolor.
Tengo ahora delante de mí estos dos sonidos: pero no están ellos solos. Son meramente líneas o puntos de sonoridad que destacan por su genuina plenitud y su peculiar brillo sobre una muchedumbre de otros rumores y sones con ellos entretejidos.
Si del canto de la oropéndola posada sobre mi cabeza y del son del agua que fluye a mis pies hago resbalar la atención a otros sonidos, me encuentro de nuevo con un canto de oropéndola y un rumorear de agua que se afana en su áspero cauce. Pero ¿qué acontece a estos nuevos sones? Reconozco uno de ellos sin vacilar como el canto de una oropéndola, pero le falta brillo, intensión: no da en el aire su puñalada de sonoridad con la misma energía, no llena el ámbito de la manera que el otro, más bien se desliza subrepticiamente, medrosamente. También reconozco el nuevo clamor de fontana; pero, ¡ay!, da pena oírlo. ¿Es una fuente valetudinaria? Es un sonido como el otro, pero más entrecortado, más sollozante, menos rico de sones interiores, como apagado, como borroso: a veces no tiene fuerza para llegar a mi oído: es un pobre rumor débil que se cae en el camino.
Tal es la presencia de estos nuevos sonidos, tales son como meras impresiones. Pero yo, al escucharlos, no me he detenido a describir —según aquí he hecho— su simple presencia. Sin necesidad de deliberar, apenas los oigo los envuelvo en un acto de interpretación ideal y los lanzo lejos de mí: los oigo como lejanos.
Si me limito a recibirlas pasivamente en mi audición estas dos parejas de sonidos son igualmente presentes y próximas. Pero la diferente calidad sonora de ambas parejas me invita a que las distancie, atribuyéndoles distinta calidad espacial. Soy yo, pues, por un acto mío, quien las mantiene en una distensión virtual: si este acto faltara, la distancia desparecería y todo ocuparía indistintamente un solo plano.
Resulta de aquí que es la lejanía una cualidad virtual de ciertas cosas presentes, cualidad que solo adquieren en virtud de un acto del sujeto. El sonido no es lejano, lo hago yo lejano.
Análogas reflexiones cabe hacer sobre la lejanía visual de los árboles, sobre las veredas que avanzan buscando el corazón del bosque. Toda esta profundidad de lontananza existe en virtud de mi colaboración, nace de una estructura de relaciones que mi mente interpone entre unas sensaciones y otras.
Hay, pues, toda una parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir ojos y oídos —el mundo de las puras impresiones—. Bien que le llamemos mundo patente. Pero hay un trasmundo constituido por estructuras de impresiones, que si es latente con relación a aquel no es, por ello, menos real. Necesitamos, es cierto, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo, pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquel. El mundo profundo es tan claro como el superficial, solo que exige más de nosotros.
4
TRASMUNDOS
Este bosque benéfico que unge mi cuerpo de salud ha proporcionado a mi espíritu una grande enseñanza. Es un bosque magistral, viejo como deben ser los maestros, sereno y múltiple. Además practica la pedagogía de la alusión, única pedagogía delicada y fecunda. Quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que inicie en el aire una ideal trayectoria, deslizándonos por la cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de la nueva verdad. Las verdades, una vez sabidas, adquieren una costra utilitaria; no nos interesan ya como verdades, sino como recetas útiles. Esa pura iluminación subitánea que caracteriza a la verdad, tiénela esta solo en el instante de su descubrimiento. Por esto su nombre griego, aletheia —significó originariamente lo mismo que después la palabra apocalipsis—, es decir, descubrimiento, revelación, propiamente desvelación, quitar de un velo o cubridor. Quien quiera enseñarnos una verdad que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros.
Me ha enseñado este bosque que hay un primer plano de realidades el cual se impone a mí de una manera violenta; son los colores, los sonidos, el placer y dolor sensibles. Ante él mi situación es pasiva. Pero tras esas realidades aparecen otras, como en una sierra los perfiles de montañas más altas cuando hemos llegado sobre los primeros contrafuertes. Erigidos los unos sobre los otros, nuevos planos de realidad, cada vez más profundos, más sugestivos, esperan que ascendamos a ellos, que penetremos hasta ellos. Pero estas realidades superiores son más pudorosas: no caen sobre nosotros como sobre presas. Al contrario, para hacerse patentes nos ponen una condición: que queramos su existencia y nos esforcemos hacia ellas. Viven, pues, en cierto modo apoyadas en nuestra voluntad. La ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestra persona como hace el hambre o el frío; solo existen para quien tiene la voluntad de ellas.
Cuando dice el hombre de mucha fe que ve a Dios en la campiña florecida y en la faz combada de la noche, no se expresa más metafóricamente que si hablara de haber visto una naranja. Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando, un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Pues bien: la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea y Dios es la última dimensión de la campiña.
No hay en esto mayor cantidad de misticismo que cuando decimos estar viendo un color desteñido. ¿Qué color vemos cuando vemos un color desteñido? El azul que tenemos delante lo vemos como habiendo sido otro azul más intenso y este mirar el color actual con el pasado, a través del que fue, es una visión activa que no existe para un espejo, es una idea. La decadencia o desvaído de un color es una cualidad nueva y virtual que le sobreviene, dotándole de una como profundidad temporal. Sin necesidad del discurso, en una visión única y momentánea descubrimos el color y su historia, su hora de esplendor y su presente ruina. Y algo en nosotros repite, de una manera instantánea, ese mismo movimiento de caída, de mengua; ello es que ante un color desteñido hallamos en nosotros como una pesadumbre.
La dimensión de profundidad, sea espacial o de tiempo, sea visual o auditiva, se presenta siempre en una superficie. De suerte que esta superficie posee en rigor dos valores: el uno cuando la tomamos como lo que es materialmente; el otro cuando la vemos en su segunda vida virtual. En el último caso la superficie, sin dejar de serlo, se dilata en un sentido profundo. Esto es lo que llamamos escorzo.
El escorzo es el órgano de la profundidad visual; en él hallamos un caso límite donde la simple visión está fundida con un acto puramente intelectual.
5
RESTAURACIÓN Y ERUDICIÓN
En torno mío abre sus hondos flancos el bosque. En mi mano está un libro: Don Quijote, una selva ideal.
He aquí otro caso de profundidad: la de un libro, la de este libro máximo. Don Quijote es el libro-escorzo por excelencia.
Ha habido una época de la vida española en que no se quería reconocer la profundidad del Quijote. Esta época queda recogida en la historia con el nombre de Restauración. Durante ella llegó el corazón de España a dar el menor número de latidos por minuto.
Permítaseme reproducir aquí unas palabras sobre este, instante de nuestra existencia colectiva, dichas en otra ocasión:
«¿Qué es la Restauración? Según Cánovas, la continuación de la historia de España. ¡Mal año para la historia de España si legítimamente valiera la Restauración como su secuencia! Afortunadamente es todo lo contrario. La Restauración significa la detención de la vida nacional. No había habido en los españoles durante los primeros cincuenta años del siglo XIX complejidad, reflexión, plenitud de intelecto, pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo. Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno. Riego y Narváez, por ejemplo, son, como pensadores, ¡la verdad!, un par de desventuras; pero son como seres vivos dos altas llamaradas de esfuerzo.
»Hacia el año 1854 —que es donde en lo soterraño se inicia la Restauración—, comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de aquel incendio de energías; los dinamismos van viniendo luego a tierra como proyectiles que han cumplido su parábola; la vida española se repliega sobre sí misma, se hace hueco de sí misma. Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración.
»En pueblos de ánimo más completo y armónico que el nuestro puede a una época de dinamismo suceder fecundamente una época de tranquilidad, de quietud, de éxtasis. El intelecto es el encargado de suscitar y organizar los intereses tranquilos y estáticos, como son el buen gobierno, la economía, el aumento de los medios, de la técnica. Pero ha sido la característica de nuestro pueblo haber brillado más como esforzado que como inteligente.
»Vida española, digámoslo lealmente, vida española, hasta ahora, ha sido posible solo como dinamismo.
»Cuando nuestra nación deja de ser dinámica cae de golpe en un hondísimo letargo y no ejerce más función vital que la de soñar que vive.
»Así parece como que en la Restauración nada falta. Hay allí grandes estadistas, grandes pensadores, grandes generales, grandes partidos, grandes aprestos, grandes luchas: nuestro ejército en Tetuán combate con los moros lo mismo que en tiempo de Gonzalo de Córdoba; en busca del Norte enemigo hienden la espalda del mar nuestras carenas, como en tiempos de Felipe II; Pereda es Hurtado de Mendoza y en Echegaray retoña Calderón. Pero todo esto acontece dentro de la órbita de un sueño; es la imagen de una vida donde solo hay de real el acto que la imagina.
»La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría[5]».
¿Cómo es posible, cómo es posible que se contente todo un pueblo con semejantes valores falsos? En el orden de la cantidad es la unidad de medida lo mínimo; en el orden de los valores, son los valores máximos la unidad de medida. Solo comparándolas con lo más estimable quedan justamente estimadas las cosas. Conforme se van suprimiendo en la perspectiva de los valores los verdaderamente más altos se alzan con esta dignidad los que les siguen. El corazón del hombre no tolera el vacío de lo excelente y supremo. Con palabras diversas viene a decir lo mismo el refrán viejo: «En tierra de ciegos, el tuerto es rey». Los rangos van siendo ocupados de manera automática por cosas y personas cada vez menos compatibles con ellos.
Perdióse en la Restauración la sensibilidad para todo lo verdaderamente fuerte, excelso, plenario y profundo. Se embotó el órgano encargado de temblar ante la genialidad transeúnte. Fue, como Nietzsche diría, una etapa de perversión en los instintos valoradores. Lo grande no se sentía como grande; lo puro no sobrecogía los corazones; la calidad de perfección y excelsitud era invisible para aquellos hombres, como un rayo ultravioleta. Y fatalmente lo mediocre y liviano pareció aumentar su densidad. Las motas se hincharon como cerros y Núñez de Arce pareció un poeta.
Estúdiese la crítica literaria de la época; léase con detención a Menéndez Pelayo, a Valera, y se advertirá esta falta de perspectiva. De buena fe aquellos hombres aplaudían la mediocridad porque no tuvieron la experiencia de lo profundo[6]. Digo experiencia, porque lo genial no es una expresión ditirámbica; es un hallazgo experimental, un fenómeno de experiencia religiosa. Schleiermacher encuentra la esencia de lo religioso en el sentimiento de pura y simple dependencia. El hombre, al ponerse en aguda intimidad consigo mismo, se siente flotar en el universo sin dominio alguno sobre sí ni sobre lo demás; se siente dependiendo absolutamente de algo, llámese a este algo como se quiera. Pues bien, la mente sana queda, a lo mejor, sobrecogida en sus lecturas o en la vida por la sensación de una absoluta superioridad, quiero decir, halla una obra, un carácter de quien los límites trascienden por todos lados la órbita de nuestra dominación comprensiva. El síntoma de los valores máximos es la ilimitación[7].
En estas circunstancias, ¿cómo esperar que se pusiera a Cervantes en su lugar? Allá fue el libro divino mezclado eruditamente con nuestros frailecicos místicos, con nuestros dramaturgos torrenciales, con nuestros líricos, desiertos sin flores.
Sin duda; la profundidad del Quijote, como toda profundidad, dista mucho de ser palmaria. Del mismo modo que hay un ver que es un mirar, hay un leer que es un intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo. Solo ante este se presenta el sentido profundo del Quijote. Mas acaso, en una hora de sinceridad, hubieran coincidido todos los hombres representativos de la Restauración en definir el pensar con estas palabras: pensar, es buscarle tres pies al gato.
6
CULTURA MEDITERRÁNEA
Las impresiones forman un tapiz superficial, donde parecen desembocar caminos ideales que conducen hacia otra realidad más honda. La meditación es el movimiento en que abandonamos las superficies, como costas de tierra firme, y nos sentimos lanzados a un elemento más tenue, donde no hay puntos materiales de apoyo. Avanzamos atenidos a nosotros mismos, manteniéndonos en suspensión merced al propio esfuerzo dentro de un orbe etéreo habitado por formas ingrávidas. Una viva sospecha nos acompaña de que a la menor vacilación por nuestra parte todo aquello se vendría abajo y nosotros con ello. Cuando meditamos tiene que sostenerse el ánimo a toda tensión; es un esfuerzo doloroso e integral.
En la meditación nos vamos abriendo un camino entre masas de pensamientos; separamos unos de otros los conceptos, hacemos penetrar nuestra mirada por el imperceptible intersticio que queda entre los más próximos, y una vez puesto cada uno en su lugar dejamos tendidos resortes ideales que les impidan confundirse de nuevo. Así, podemos ir y venir a nuestro sabor por los paisajes de las ideas, que nos presentan claros y radiantes sus perfiles.
Pero hay quien es incapaz de realizar este esfuerzo; hay quien, puesto a bogar en la región de las ideas, es acometido de un intelectual mareo. Ciérrale el paso un tropel de conceptos fundidos los unos con los otros. No halla salida por parte alguna; no ve sino una densa confusión en torno, una niebla muda y opresora.
Cuando yo era muchacho leía, transido de fe, los libros de Menéndez Pelayo. En estos libros se habla con frecuencia de las «nieblas germánicas», frente a las cuales sitúa el autor «la claridad latina». Yo me sentía, de una parte, profundamente halagado; de otra, me nacía una compasión grande hacia estos pobres hombres del Norte, condenados a llevar dentro una niebla.
No dejaba de maravillarme la paciencia con que millones de hombres, durante miles de años, arrastraban su triste sino, al parecer sin quejas y hasta con algún contentamiento.
Más tarde he podido averiguar que se trata simplemente de una inexactitud, como otras tantas con que se viene envenenando a nuestra raza sin ventura. No hay tales «nieblas germánicas», ni mucho menos tal «claridad latina». Hay solo dos palabras que, si significan algo concreto, significan un interesado error.
Existe, efectivamente, una diferencia esencial entre la cultura germánica y la latina: aquella es la cultura de las realidades profundas y esta la cultura de las superficies. En rigor, pues, dos dimensiones distintas de la cultura europea integral. Pero no existe entre ambas una diferencia de claridad.
Sin embargo, antes de ensayar la sustitución de esta antítesis: claridad-confusión, por esta otra: superficie-profundidad, es necesario cegar la fuente del error.
El error procede de lo que quisiéramos entender bajo las palabras «cultura latina».
Se trata de una ilusión dorada que nos anda por dentro y con la cual queremos consolarnos —franceses, italianos y españoles—, en las horas de menoscabo. Tenemos la debilidad de creernos hijos de los dioses; el latinismo es un acueducto genealógico que tenemos entre nuestras venas y los riñones de Zeus. Nuestra latinidad es un pretexto y una hipocresía; Roma, en el fondo, nos trae sin cuidado. Las siete colinas son las localidades más cómodas que podemos tomar para descubrir a lo lejos el glorioso esplendor puesto sobre el mar Egeo, el centro de las divinas irradiaciones: Grecia. Esta es nuestra ilusión: nos creemos herederos del espíritu helénico.
Hasta hace cincuenta años solía hablarse indistintamente de Grecia y Roma como de los dos pueblos clásicos. De entonces acá la filología ha caminado mucho: ha aprendido a separar delicadamente lo puro y esencial de las imitaciones y mezclas bárbaras.
Cada día que pasa afirma Grecia más enérgicamente su posición hors ligne en la historia del mundo. Este privilegio se apoya en títulos perfectamente concretos y definidos: Grecia ha inventado los temas sustanciales de la cultura europea y la cultura europea es el protagonista de la historia, mientras no exista otra superior.
Y cada nuevo avance en las investigaciones históricas separa más de Grecia el mundo oriental, rebajando el influjo directo que sobre los helenos parecía haber ejercido. Del otro lado va haciéndose patente la incapacidad del pueblo romano para inventar temas clásicos; no ha colaborado con Grecia; en rigor, no llegó nunca a comprenderla. La cultura de Roma es, en los órdenes superiores, totalmente refleja: un Japón occidental. Solo le quedaba el derecho, la musa ideadora de instituciones, y ahora resulta que también el derecho lo había aprendido de Grecia.
Una vez rota la cadena de tópicos que mantenía a Roma anclada en el Pirco, las olas del mar Jónico, de inquietud tan afamada, la han ido removiendo hasta soltarla en el Mediterráneo, como quien arroja de casa a un intruso.
Y ahora vemos que Roma no es más que un pueblo mediterráneo.
Con esto ganamos un nuevo concepto que sustituye al confuso e hipócrita de la cultura latina; hay, no una cultura latina, sino una cultura mediterránea. Durante unos siglos, la historia del mundo está circunscrita a la cuenca de este mar interior: es una historia costera donde intervienen los pueblos asentados en una breve zona próxima a la marina desde Alejandría a Calpe, desde Calpe a Barcelona, a Marsella, a Ostia, a Sicilia, a Creta[8]. La onda de específica cultura empieza, tal vez, en Roma, y de allí se transmite bajo la divina vibración del sol en mediodía a lo largo de la faja costera. Lo mismo, sin embargo, podía haber comenzado en cualquier otro punto de esta. Es más, hubo un momento en que la suerte estuvo a punto de decidir la iniciativa en favor de otro pueblo: Cartago. En aquellas magníficas guerras —nuestro mar conserva en sus reflejos innumerables el recuerdo de aquellas espadas refulgentes de lumínica sangre solar—, en aquellas magníficas guerras luchaban dos pueblos idénticos en todo lo esencial. Probablemente no hubiera variado mucho la faz de los siglos siguientes si la victoria se hubiera transferido de Roma a Cartago. Ambas estaban del alma helénica a la misma absoluta distancia. Su posición geográfica era equivalente y no se habrían desviado las grandes rutas del comercio. Sus propensiones espirituales eran también equivalentes: las mismas ideas habrían peregrinado por los mismos caminos mentales. En el fondo de nuestras entrañas mediterráneas podíamos sustituir a Scipión por Aníbal sin que nosotros notásemos la suplantación.
Nada hay de extraño, pues, si aparecen semejanzas entre las instituciones de los pueblos norteafricanos y los sudeuropeos.
Estas costas son hijas del mar, le pertenecen y viven de espaldas al interior. La unidad del mar funda la identidad de las costas fronteras.
La escisión que ha querido hacerse del mundo mediterráneo, atribuyendo distintos valores a la ribera del Norte y a la del Sur, es un error de perspectiva histórica. Las ideas Europa y África, como dos enormes centros de atracción conceptual, han reabsorbido las costas respectivas en el pensamiento de los historiadores. No se advirtió que cuando la cultura mediterránea era una realidad ni Europa ni África existían. Europa comienza cuando los germanos entran plenamente en el organismo unitario del mundo histórico. África nace entonces como la no-Europa. Germanizadas Italia, Francia y España, la cultura mediterránea deja de ser una realidad pura y queda reducida a un más o menos de germanismo.
Las rutas comerciales van desviándose del mar interior y transmigran lentamente hacia la tierra firme de Europa: los pensamientos nacidos en Grecia toman la vuelta de Germania. Después de un largo sueño, las ideas platónicas despiertan bajo los cráneos de Galileo, Descartes, Leibniz y Kant, germanos. El Dios de Esquilo, más ético que metafísico, repercute toscamente, fuertemente, en Lutero, la pura democracia ática en Rousseau, y las musas del Partenón, intactas durante siglos, se entregan un buen día a Donatello y Miguel Ángel, mozos florentinos de germánica prosapia.
7
LO QUE DIJO A GOETHE UN CAPITÁN
Cuando se habla de una cultura específica no podemos menos de pensar en el sujeto que la ha producido, en la raza; no hay duda que la diversidad de genios culturales arguye a la postre una diferencia fisiológica de que aquella en una u otra forma proviene. Pero convendría hacer constar que aunque lo uno lleve a lo otro, son, en rigor, dos cuestiones muy distintas la de establecer tipos específicos de productos históricos —tipos de ciencia, artes, costumbres, etc.— y la de buscar, una vez hecho esto, para cada uno de ellos el esquema anatómico, o en general, biológico que le corresponde.
Hoy nos faltan por completo los medios para fijar relaciones de causa a efecto entre las razas como constituciones orgánicas y las razas como maneras de ser históricas, como tendencias intelectuales emotivas, artísticas, jurídicas, etc. Tenemos que contentarnos, y no es poco, con la operación meramente descriptiva de clasificar los hechos o productos históricos según el estilo o nota general que en ellos encontramos manifiesto.
La expresión «cultura mediterránea» deja, pues, por completo intacto el problema del parentesco étnico entre los hombres que vivieron y viven en las playas del mar interior. Sea cualquiera su afinidad, es un hecho que las obras de espíritu entre ellos suscitadas tienen unos ciertos caracteres diferenciales respecto a las griegas y germánicas. Sería una labor sumamente útil ensayar una reconstrucción de los rasgos primarios, de las modulaciones elementales que integran la cultura mediterránea. Al realizarla convendría no mezclar con aquellos lo que la inundación germánica haya dejado en los pueblos que solo durante unos siglos fueron puramente mediterráneos.
Quede tal investigación para algún filólogo, capaz de sensibilidad altamente científica: al presente yo no he de referirme sino a esta nota tópicamente admitida como aneja al llamado latinismo, ahora rebajado a mediterranismo: la claridad.
No hay —según el bosque me ha dicho en sus rumores— una claridad absoluta; cada plano u orbe de realidades tiene su claridad patrimonial. Antes de reconocer en la claridad un privilegio adscrito al Mediterráneo, sería oportuno preguntarse si la producción mediterránea es ilimitada; quiero decir, si hemos dejado caer sobre toda suerte de cosas, las gentes meridionales, esa nuestra doméstica iluminación.
La respuesta es obvia: la cultura mediterránea no puede oponer a la ciencia germánica —filosofía, mecánica, biología— productos propios. Mientras fue pura —es decir, desde Alejandro a la invasión bárbara—, la cosa no ofrece duda. Después, ¿con qué seguridad podemos hablar de latinos o mediterráneos? Italia, Francia, España, están anegadas de sangre germánica. Somos razas esencialmente impuras; por nuestras venas fluye una trágica contradicción fisiológica. Houston Chamberlain ha podido hablar de las razas caos.
Pero dejando a un lado, según es debido, todo este vago problema étnico, y admitiendo la producción ideológica llevada a cabo en nuestras tierras desde la Edad Media hasta hoy como relativamente mediterránea, encontramos solo dos cimas ideológicas capaces de emular las magníficas cumbres de Germania: el pensamiento renacentista italiano y Descartes. Pues bien; dado que uno y otro fenómenos no pertenezcan en lo esencial, como yo creo, al capital germánico, hemos de reconocer en ellos todas las virtudes, salvo la claridad. Leibniz o Kant o Hegel, son difíciles, pero son claros como una mañana de primavera; Giordano Bruno y Descartes, tal vez no sean del mismo modo difíciles, pero, en cambio, son confusos.
Si de estas alturas descendemos por las laderas de la ideología mediterránea llegamos a descubrir que es característico de nuestros pensadores latinos una gentileza aparente, bajo la cual yacen, cuando no grotescas combinaciones de conceptos, una radical imprecisión, un defecto de elegancia mental, esa torpeza de movimientos que padece el organismo cuando se mueve en un elemento que no le es afín.
Una figura muy representativa del intelecto mediterráneo es Juan Bautista Vico; no puede negársele genio ideológico, pero quien haya entrado por su obra aprende de cerca lo que es un caos.
En el pensar, pues, no ha de buscarse la claridad latina, como no se llame claridad a esa vulgar prolijidad del estilo francés, a ese arte del développement que se enseña en los liceos.
Cuando Goethe bajó a Italia hizo algunas etapas del viaje en compañía de un capitán italiano. «Este capitán —dice Goethe— es un verdadero representante de muchos compatriotas suyos. He aquí un rasgo que le caracteriza muy peculiarmente. Como yo a menudo permaneciera silencioso y meditabundo, me dijo una vez: "Che pensa! non debe mai pensar l’uomo, pensando s’invecchia! Non debe fermarsi l’uomo in una sola cosa perché allora divien matto; bisogna aver mulé cose, una confusione nella testa[9]"».
8
LA PANTERA O DEL SENSUALISMO
Hay, por el contrario, en el dominio de las artes plásticas, un rasgo que sí parece genuino de nuestra cultura. «El arte griego se encuentra en Roma —dice Wickhoff— frente a un arte común latino, basado en la tradición etrusca». El arte griego, que busca lo típico y esencial bajo las apariencias concretas, no puede afirmar su ideal conato frente a la voluntad de imitación ilusionista que halla desde tiempo inmemorial dominando en Roma[10].
Pocas noticias podían de la suerte de esta sernos una revelación. La inspiración griega, no obstante su suficiencia estética y su autoridad, se quiebra al llegar a Italia contra un instinto artístico de aspiración opuesta. Y es este tan fuerte e inequívoco, que no es necesario esperar para que se inyecte en la plástica helénica a que nazcan escultores autóctonos; el que hace el encargo ejerce de tal modo una espiritual presión sobre los artistas de Grecia arribados a Roma que en las propias manos de estos se desvía el cincel, y en lugar de lo ideal latente, va a fijar sobre el haz marmóreo lo concreto, lo aparente, lo individual.
Aquí tenemos desde luego iniciado lo que después va a llamarse impropiamente realismo y que, en rigor, conviene denominar impresionismo. Durante veinte siglos los pueblos del Mediterráneo enrolan sus artistas bajo esta bandera del arte impresionista: con exclusivismo unas veces, tácita y parcialmente otras, triunfa siempre la voluntad de buscar lo sensible como tal. Para el griego lo que vemos está gobernado y corregido por lo que pensamos y tiene solo valor cuando asciende a símbolo de lo ideal. Para nosotros esta ascensión es más bien un descender: lo sensual rompe sus cadenas de esclavo de la idea y se declara independiente. El Mediterráneo es una ardiente y perpetua justificación de la sensualidad, de la apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces que dejan las cosas sobre nuestros nervios conmovidos.
La misma distancia que hallamos entre un pensador mediterráneo y un pensador germánico, volvemos a encontrarla si comparamos una retina mediterránea con una retina germánica. Pero esta vez la comparación decide en favor nuestro. Los mediterráneos, que no pensamos claro, vemos claro. Si desmontamos el complicado andamiaje conceptual de alegoría filosófica y teológica que forma la arquitectura de la Divina Comedia nos quedan entre las manos fulgurando como piedras preciosas unas breves imágenes, a veces aprisionadas en el angosto cuerpo de un endecasílabo, por las cuales renunciaríamos al resto del poema. Son simples visiones sin trascendencia donde el poeta ha retenido la naturaleza fugitiva de un color, de un paisaje, de una hora matinal. En Cervantes esta potencia de visualidad es literalmente incomparable: llega a tal punto que no necesita proponerse la descripción de una cosa para que entre los giros de la narración se deslicen sus propios puros colores, su sonido, su íntegra corporeidad. Con razón exclamaba Flaubert aludiendo al Quijote: Comme on voit ces routes d’Espagne qui ne sont nulle part décrites[11]!.
Si de una página de Cervantes nos trasladamos a una de Goethe —antes e independientemente de que comparemos el valor de los mundos creados por ambos poetas— percibimos una radical diferencia: el mundo de Goethe no se presenta de una manera inmediata ante nosotros. Cosas y personas flotan en una definitiva lejanía, son como el recuerdo o el ensueño de sí mismas.
Cuando una cosa tiene todo lo que necesita para ser lo que es, aún le falta un don decisivo: la apariencia, la actualidad. La frase famosa en que Kant combate la metafísica de Descartes —«treinta thaler posibles no son menos que treinta thaler reales»— podrá ser filosóficamente exacta, pero contiene de todas suertes una ingenua confesión de los límites propios al germanismo. Para un mediterráneo no es lo más importante la esencia de una cosa, sino su presencia, su actualidad: a las cosas preferimos la sensación viva de las cosas.
Los latinos han llamado a esto realismo. Como «realismo» es ya un concepto latino y no una visión latina, es un término exento de claridad. ¿De qué cosa —res— habla ese realismo? Mientras no distingamos entre las cosas y la apariencia de las cosas lo más genuino del arte meridional se escapará a nuestra comprensión.
También Goethe busca las cosas: como él mismo dice: «El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo[12]», y Emerson agrega: Goethe sees at every pore.
Tal vez dentro de la limitación germánica puede valer Goethe como un visual, como un temperamento para quien lo aparente existe. Pero puesto en confrontación con nuestros artistas del Sur ese ver goethiano es más bien un pensar con los ojos.
Nos oculos eruditos habemus[13]: lo que en el ver pertenece a la pura impresión es incomparablemente más enérgico en el mediterráneo. Por eso suele contentarse con ello: el placer de la visión, de recorrer, de palpar con la pupila la piel de las cosas es el carácter diferencial de nuestro arte. No se le llame realismo porque no consiste en la acentuación de la res, de las cosas, sino de la apariencia de las cosas. Mejor fuera denominado aparentismo, ilusionismo, impresionismo.
Realistas fueron los griegos —pero realistas de las cosas recordadas—. La reminiscencia al alejar los objetos los purifica e idealiza, quitándoles sobre todo esa nota de aspereza que aun lo más dulce y blando posee cuando obra actualmente sobre nuestros sentidos. Y el arte que se inicia en Roma —y que podía haber partido de Cartago, de Marsella o de Málaga—, el arte mediterráneo busca precisamente esa áspera fiereza de lo presente como tal.
Un día del siglo I a. de J. C. corrió por Roma la noticia de que Pasiteles, el gran escultor según nuestro gusto, había sido devorado por una pantera que le servía de modelo. Fue el primer mártir. ¿Qué se cree? La claridad mediterránea tiene sus mártires específicos. En el santoral de nuestra cultura podemos inscribir, desde luego, este nombre: Pasiteles, mártir del sensualismo.
Porque así debiéramos, en definitiva, llamar la clara aptitud adscrita a nuestro mar interior: sensualismo. Somos meros soportes de los órganos de los sentidos: vemos, oímos, olemos, palpamos, gustamos, sentimos el placer y el dolor orgánicos… Con cierto orgullo repetimos la expresión de Gautier: «el mundo exterior existe para nosotros».
¡El mundo exterior! Pero ¿es que los mundos insensibles —las tierras profundas— no son también exteriores al sujeto? Sin duda alguna: son exteriores y aun en grado eminente. La única diferencia está en que la «realidad» —la fiera, la pantera— cae sobre nosotros de una manera violenta, penetrándonos por las brechas de los sentidos mientras la idealidad solo se entrega a nuestro esfuerzo. Y andamos en peligro de que esa invasión de lo externo nos desaloje de nosotros mismos, vacíe nuestra intimidad, y exentos de ella quedemos transformados en postigos de camino real por donde va y viene el tropel de las cosas.
El predominio de los sentidos arguye de ordinario falta de potencias interiores. ¿Qué es meditar comparado al ver? Apenas herida la retina por la saeta forastera acude allí nuestra íntima, personal energía y detiene la irrupción. La impresión es filiada, sometida a civilidad, pensada, y de este modo entra a cooperar en el edificio de nuestra personalidad.
9
LAS COSAS Y SU SENTIDO
Toda esta famosa pendencia entre las nieblas germánicas y la claridad latina viene a aquietarse con el reconocimiento de dos castas de hombres: los meditadores y los sensuales. Para estos es el mundo una reverberante superficie: su reino es el haz esplendoroso del universo —facies totius mundi, que Spinoza decía. Aquellos, por el contrario, viven en la dimensión de profundidad.
Como para el sensual el órgano es la retina, el paladar, las pulpas de los dedos, etc., el meditador posee el órgano del concepto. El concepto es el órgano normal de la profundidad.
Antes me he fijado principalmente en la profundidad temporal, que es el pasado, y en la espacial, que es la lejanía. Pero ambas no son más que dos ejemplos, dos casos particulares de profundidad. ¿En qué consiste esta tomada in genere? En forma de alusión queda ya indicado cuando oponía el mundo patente de las puras impresiones a los mundos latentes constituidos por estructuras de impresiones. Una estructura es una cosa de segundo grado, quiero decir, un conjunto de cosas o simples elementos materiales, más un orden en que esos elementos se hallan dispuestos. Es evidente que la realidad de ese orden tiene un valor, una significación distintos de la realidad que poseen sus elementos. Este fresno es verde y está a mi derecha: el ser verde y el estar a mi derecha son cualidades que él posee, pero su posesión no significa lo mismo con respecto a la una y a la otra. Cuando el sol caiga por detrás de estos cerros yo tomaré una de estas confusas sendas abiertas como surcos ideales en la alta grama. Cortaré al paso unas menudas flores amarillas que aquí crecen lo mismo que en los cuadros primitivos, y moviendo mis pasos hacia el monasterio dejaré el bosque solitario, mientras allá en su fondo vierte el cuco sobre el paisaje su impertinencia vespertina. Entonces este fresno seguirá siendo verde, pero habrá quedado desposeído de la otra cualidad, no estará ya a mi derecha. Los colores son cualidades materiales; derecha e izquierda, cualidades relativas que solo poseen las cosas en relación unas con otras. Pues bien, las cosas trabadas en una relación forman una estructura.
¿Cuán poca cosa sería una cosa si fuera solo lo que es en el aislamiento? ¡Qué pobre, qué yerma, qué borrosa! Diríase que hay en cada una cierta secreta potencialidad de ser mucho más, la cual se liberta y expansiona cuando otra u otras entran en relación con ella. Diríase que cada cosa es fecundada por las demás, diríase que se desean como machos y hembras, diríase que se aman y aspiran a maridarse, juntarse en sociedades, en organismos, en edificios, en mundos. Eso que llamamos «Naturaleza» no es sino la máxima estructura en que todos los elementos materiales han entrado. Y es obra de amor naturaleza, porque significa generación, engendro de las unas cosas en las otras, nacer la una de la otra donde estaba premeditada, preformada, virtualmente inclusa.
Cuando abrimos los ojos —se habrá observado— hay un primer instante en que los objetos penetran convulsos dentro del campo visual. Parece que se ensanchan, se estiran, se descoyuntan como si fueran de una corporeidad gaseosa a quien una ráfaga de viento atormenta. Más poco a poco entra el orden. Primero se aquietan y fijan las cosas que caen en el centro de la visión, luego las que ocupan los bordes. Este aquietamiento y fijeza de los contornos procede de nuestra atención que las ha ordenado, es decir, que ha tendido entre ellas una red de relaciones. Una cosa no se puede fijar y confinar más que con otras. Si seguimos atendiendo a un objeto este se irá fijando más porque iremos hallando en él más reflejos y conexiones de las cosas circundantes. El ideal sería hacer de cada cosa centro del universo.
Y esto es la profundidad de algo: lo que hay en ello de reflejo de lo demás, de alusión a lo demás. El reflejo es la forma más sensible de existencia virtual de una cosa en otra. El «sentido» de una cosa es la forma suprema de su coexistencia con las demás, es su dimensión de profundidad. No, no me basta con tener la materialidad de una cosa, necesito, además, conocer el «sentido» que tiene, es decir, la sombra mística que sobre ella vierte el resto del universo.
Preguntémonos por el sentido de las cosas, o, lo que es lo mismo, hagamos, de cada una el centro virtual del mundo.
Pero ¿no es esto lo que hace el amor? Decir de un objeto que lo amamos y decir que es para nosotros centro del universo, lugar donde se anudan los hilos todos cuya trama es nuestra vida; nuestro mundo, ¿no son expresiones equivalentes? ¡Ah! Sin duda, sin duda. La doctrina es vieja y venerable: Platón ve en el «eros» un ímpetu que lleva a enlazar las cosas entre sí; es —dice— una fuerza unitiva y es la pasión de la síntesis. Por esto, en su opinión, la filosofía, que busca el sentido de las cosas, va inducida por el «eros». La meditación es ejercicio erótico. El concepto, rito amoroso.
Un poco extraña parece, acaso, la aproximación de la sensibilidad filosófica a esta inquietud muscular y este súbito hervor de la sangre que experimentamos cuando una moza valiente pasa a nuestra vera hiriendo el suelo con sus tacones. Extraña y equívoca y peligrosa, tanto para la filosofía como para nuestro trato con la mujer. Pero, acaso, lleva razón Nietzsche cuando nos envía su grito: «¡Vivid en peligro!».
Dejemos la cuestión para otra coyuntura[14]. Ahora nos interesa notar que si la impresión de una cosa nos da su materia, su carne, el concepto contiene todo aquello que esa cosa es en relación con las demás, todo ese superior tesoro con que queda enriquecido un objeto cuando entra a formar parte de una estructura.
Lo que hay entre las cosas es el contenido del concepto. Ahora bien: entre las cosas hay, por lo pronto, sus límites.
¿Nos hemos preguntado alguna vez dónde están los límites del objeto? ¿Están en él mismo? Evidentemente, no. Si no existiera más que un objeto aislado y señero, sería ilimitado. Un objeto acaba donde otro empieza. ¿Ocurrirá, entonces, que el límite de una cosa está en la otra? Tampoco, porque esta otra necesita, a su vez, ser limitada por la primera. ¿Dónde, pues?
Hegel escribe que donde está el límite de una cosa no está esta cosa. Según esto los límites son como nuevas cosas virtuales que se interpolan e interyectan entre las materiales, naturalezas esquemáticas cuya misión consiste en marcar los confines de los seres, aproximarlos para que convivan y a la vez distanciarlos para que no se confundan y aniquilen. Esto es el concepto: no más, pero tampoco menos. Merced a él las cosas se respetan mutuamente y pueden venir a unión sin invadirse las unas a las otras.
10
EL CONCEPTO
Conviene a todo el que ame honrada, profundamente la futura España, suma claridad en este asunto de la misión que atañe al concepto. A primera vista, es cierto, parece tal cuestión demasiado académica para hacer de ella un menester nacional. Mas sin renunciar a la primera vista de una cuestión, ¿por qué no hemos de aspirar a una segunda y a una tercera vista?
Sería, pues, oportuno que nos preguntásemos: cuando además de estar viendo algo, tenemos su concepto, ¿qué nos proporciona este sobre aquella visión? Cuando sobre el sentir el bosque en torno nuestro como un misterioso abrazo, tenemos el concepto del bosque, ¿qué salimos ganando? Por lo pronto, se nos presenta el concepto como una repetición o reproducción de la cosa misma, vaciada en una materia espectral. Pensamos en lo que los egipcios llamaban el doble de cada ser, umbrátil duplicación del organismo. Comparado con la cosa misma, el concepto no es más que un espectro o menos aún que un espectro.
Por consiguiente, a nadie que esté en su juicio le puede ocurrir cambiar su fortuna en cosas por una fortuna en espectros. El concepto no puede ser como una nueva cosa sutil destinada a suplantar las cosas materiales. La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida.
Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!
Avancemos un poco más. Lo que da al concepto ese carácter espectral es su contenido esquemático. De la cosa retiene el concepto meramente el esquema. Ahora bien: en un esquema poseemos solo los límites de la cosa, la caja lineal donde la materia, la sustancia real de la cosa queda inscrita. Y estos límites, según se ha indicado, no significan más que la relación en que un objeto se halla respecto de los demás. Si de un mosaico arrancamos uno de sus trozos, nos queda el perfil de este en forma de hueco, limitado por los trozos confinantes. Del mismo modo el concepto expresa el lugar ideal, el ideal hueco que corresponde a cada cosa dentro del sistema de las realidades. Sin el concepto, no sabríamos bien dónde empieza y dónde acaba una cosa; es decir, las cosas como impresiones son fugaces, huideras, se nos van de entre las manos, no las poseemos. Al atar el concepto unas con otras las fija y nos las entrega prisioneras. Platón dice que las impresiones se nos escapan si no las ligamos con la razón como, según la leyenda, las estatuas de Demetrios huían nocturnamente de los jardines si no se las ataba.
Jamás nos dará el concepto lo que nos da la impresión, a saber: la carne de las cosas. Pero esto no obedece a una insuficiencia del concepto, sino a que el concepto no pretende tal oficio. Jamás nos dará la impresión lo que nos da el concepto, a saber: la forma, el sentido físico y moral de las cosas.
De suerte que, si devolvemos a la palabra percepción su valor etimológico —donde se alude a coger, apresar— el concepto será el verdadero instrumento u órgano de la percepción y apresamiento de las cosas.
Agota, pues, su misión y su esencia, con ser no una nueva cosa, sino un órgano o aparato para la posesión de las cosas.
Muy lejos nos sentimos hoy del dogma hegeliano, que hace del pensamiento sustancia última de toda realidad. Es demasiado ancho el mundo y demasiado rico para que asuma el pensamiento la responsabilidad de cuanto en él ocurre. Pero al destronar la razón, cuidemos de ponerla en su lugar. No todo es pensamiento, pero sin él no poseemos nada con plenitud.
Esta es la adehala que sobre la impresión nos ofrece el concepto; cada concepto es literalmente un órgano con que captamos las cosas. Solo la visión mediante el concepto es una visión completa; la sensación nos da solo la materia difusa y plasmable de cada objeto; nos da la impresión de las cosas, no las cosas.
11
CULTURA, SEGURIDAD
Sólo cuando algo ha sido pensado, cae debajo de nuestro poder. Y solo cuando están sometidas las cosas elementales, podemos adelantarnos hacia las más complejas.
Toda progresión de dominio y aumento de territorios morales supone la tranquila, definitiva posesión de otros donde nos apoyemos. Si nada es seguro bajo nuestras plantas, fracasarán todas las conquistas superiores.
Por eso una cultura impresionista está condenada a no ser una cultura progresiva. Vivirá de modo discontinuo, podrá ofrecer grandes figuras y obras aisladas a lo largo del tiempo, pero todas retenidas en el mismo plano. Cada genial impresionista vuelve a tomar el mundo de la nada, no allí donde otro genial antecesor lo dejó.
¿No es esta la historia de la cultura española? Todo genio español ha vuelto a partir del caos, como si nada hubiera sido antes. Es innegable que a esto se debe el carácter bronco, originario, áspero de nuestros grandes artistas y hombres de acción. Sería incomprensivo desdeñar esta virtud, sería necio, tan necio como creer que con esa virtud basta, que esa virtud es toda la virtud.
Nuestros grandes hombres se caracterizan por una psicología de adanes. Goya es Adán, un primer hombre.
El espíritu de sus cuadros —cambiando la indumentaria y lo más externo de la técnica— sería transferible al siglo X d. de J. C., y aun al siglo X a. de J. C. Encerrado en la cueva de Altamira, Goya hubiera sido el pintor de los uros o toros salvajes. Hombre sin edad, ni historia. Goya representa —como acaso España— una forma paradójica de la cultura: la cultura salvaje, la cultura sin ayer, sin progresión, sin seguridad; la cultura en perpetua lucha con lo elemental, disputando todos los días la posesión del terreno que ocupan sus plantas. En suma, cultura fronteriza.
No se dé a estas palabras ningún sentido estimativo. Yo no pretendo decir ahora que la cultura española valga menos ni más que otra. No se trata de avalorar, sino de comprender lo español. Desertemos de la vana ocupación ditirámbica con que los eruditos han tratado los hechos españoles. Ensayemos fórmulas de comprensión e inteligencia; no sentenciemos, no tasemos. Solo así podrá llegar un día en que sea fecunda la afirmación de españolismo.
El caso Goya ilumina perfectamente lo que ahora intento decir. Nuestra emoción —me refiero a la emoción de quien sea capaz de emociones sinceras y hondas— es acaso fuerte y punzante ante sus lienzos, pero no es segura. Un día nos arrebata en su frenético dinamismo, y otro día nos irrita con su caprichosidad y falta de sentido. Es siempre problemático lo que vierte el atroz aragonés en nuestros corazones.
Pudiera ocurrir que esta indocilidad fuera el síntoma de todo lo definitivamente grande. Pudiera ocurrir todo lo contrario. Pero es un hecho que los productos mejores de nuestra cultura contienen un equívoco, una peculiar inseguridad.
En cambio, la preocupación que, como un nuevo temblor, comienza a levantarse en los pechos de Grecia para extenderse luego sobre las gentes del continente europeo, es la preocupación por la seguridad, la firmeza[15]. Cultura —meditan, prueban, cantan, predican, sueñan los hombres de ojos negros en Jonia, en Ática, en Sicilia, en la magna Grecia— es lo firme frente a lo vacilante, es lo fijo frente a lo huidero, es lo claro frente a lo obscuro. Cultura no es la vida toda, sino solo el momento de seguridad, de firmeza, de claridad. E inventan el concepto como instrumento, no para sustituir la espontaneidad vital, sino para asegurarla.
12
LA LUZ COMO IMPERATIVO
Una vez reducida a su punto la misión del concepto, una, vez manifiesto que no podrá nunca darnos la carne del universo, no corro el riesgo de parecer demasiado intelectualista sí cerceno levemente lo dicho más arriba sobre las varias suertes de claridad. Hay ciertamente una peculiar manera de ser claras las superficies y otra de ser claro lo profundo. Hay claridad de impresión y claridad de meditación.
Sin embargo, ya que se nos presenta la cuestión en tono de polémica, ya que con la supuesta claridad latina se quiere negar la claridad germánica, no puedo menos de confesar todo mi pensamiento.
Mi pensamiento —¡y no solo mi pensamiento!— tiende a recoger en una fuerte integración toda la herencia familiar. Mi alma es oriunda de padres conocidos: yo no soy solo mediterráneo. No estoy dispuesto a confinarme en el rincón ibero de mí mismo. Necesito toda la herencia para que mi corazón no se sienta miserable. Toda la herencia y no solo el haz de áureos reflejos que vierte el sol sobre la larga turquesa marina. Vuelcan mis pupilas dentro de mi alma las visiones luminosas; pero del fondo de ella se levantan a la vez enérgicas meditaciones. ¿Quién ha puesto en mi pecho estas reminiscencias sonoras, donde —como en un caracol los alientos oceánicos— perviven las voces íntimas que da el viento en los senos de las selvas germánicas? ¿Por qué el español se obstina en vivir anacrónicamente consigo mismo? ¿Por qué se olvida de su herencia germánica? Sin ella —no hay duda— padecería un destino equívoco. Detrás de las facciones mediterráneas parece esconderse el gesto asiático o africano, y en este —en los ojos, en los labios asiáticos o africanos— yace como solo adormecida la bestia infrahumana, presta a invadir la entera fisonomía.
Y hay en mí una sustancial, cósmica aspiración a levantarme de la fiera como de un lecho sangriento.
No me obliguéis a ser solo español si español solo significa para vosotros hombre de la costa reverberante. No metáis en mis entrañas guerras civiles; no azucéis al ibero que va en mí con sus ásperas, hirsutas pasiones contra el blondo germano, meditativo y sentimental, que alienta en la zona crepuscular de mi alma. Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboración.
Para esto es necesario una jerarquía. Y entre las dos claridades es menester que hagamos la una eminente.
Claridad significa tranquila posesión espiritual, dominio suficiente de nuestra conciencia sobre las imágenes, un no padecer inquietud ante la amenaza de que el objeto apresado nos huya.
Pues bien: esta claridad nos es dada por el concepto. Esta claridad, esta seguridad, esta plenitud de posesión trasciende a nosotros de las obras continentales y suelen faltar en el arte, en la ciencia, en la política españolas. Toda labor de cultura es una interpretación —esclarecimiento, explicación o exégesis— de la vida. La vida es el texto eterno, la retama ardiendo al borde del camino donde Dios da sus voces. La cultura —arte o ciencia o política— es el comentario, es aquel modo de la vida en que, refractándose esta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación. Por esto no puede nunca la obra de cultura conservar el carácter problemático anejo a todo lo simplemente vital. Para dominar el indócil torrente de la vida medita el sabio, tiembla el poeta y levanta la barbacana de su voluntad el héroe político. ¡Bueno fuera que el producto de todas estas solicitudes no llevara a más que a duplicar el problema del universo! No, no; el hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra. Esta misión no le ha sido revelada por un Dios ni le es impuesta desde fuera por nadie ni por nada. La lleva dentro de sí, es la raíz misma de su constitución. Dentro de su pecho se levanta perpetuamente una inmensa ambición de claridad, como Goethe, haciéndose un lugar en la hilera de las altas cimas humanas, cantaba:
Yo me declaro del linaje de esos
que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
Y a la hora de morir, en la plenitud de un día, cara a la primavera inminente, lanza en un clamor postrero un último deseo, la última saeta del viejo arquero ejemplar:
¡Luz, más luz!
Claridad no es vida, pero es la plenitud de la vida.
¿Cómo conquistarla sin el auxilio del concepto? Claridad dentro de la vida, luz derramada sobre las cosas es el concepto. Nada más. Nada menos.
Cada nuevo concepto es un nuevo órgano que se abre en nosotros sobre una porción del mundo, tácita antes e invisible. El que os da una idea os aumenta la vida y dilata la realidad en torno vuestro. Literalmente exacta es la opinión platónica de que no miramos con los ojos, sino a través o por medio de los ojos; miramos con los conceptos[16]. Idea en Platón quería decir punto de vista.
Frente a lo problemático de la vida, la cultura —en la medida en que es viva y auténtica— representa el tesoro de los principios. Podremos disputar sobre cuáles sean los principios suficientes para resolver aquel problema; pero sean cualesquiera, tendrán que ser principios. Y para poder ser algo principio tiene que comenzar por no ser a su vez problema. Esta es la dificultad con que tropieza la religión y que la ha mantenido siempre en polémica con otras formas de la humana cultura, sobre todo con la razón. El espíritu religioso refiere el misterio que es la vida o misterios todavía más intensos y peraltados. Al fin y al cabo, la vida se nos presenta como un problema acaso soluble o, cuando menos, no a limine insoluble.
13
INTEGRACIÓN
La obra de arte no tiene menos que las restantes formas del espíritu, esta misión esclarecedora, si se quiere luciferina. Un estilo artístico que no contenga la clave de la interpretación de sí mismo, que consista en una mera reacción de una parte de la vida —el corazón individual— al resto de ella producirá solo valores equívocos. Hay en los grandes estilos como un ambiente estelar o de alta sierra en que la vida se refracta vencida y superada, transida de claridad. El artista no se ha limitado a dar versos como flores en marzo el almendro; se ha levantado sobre sí mismo, sobre su espontaneidad vital; se ha cernido en majestuosos giros aguileños sobre su propio corazón y la existencia en derredor. Al través de sus ritmos, de sus armonías de color y de línea, de sus percepciones y sus sentimientos descubrimos en él un fuerte poder de reflexión, de meditación. Bajo las formas más diversas, todo grande estilo encierra un fulgor de mediodía y es serenidad vertida sobre las borrascas.
Esto ha solido faltar en nuestras producciones castizas. Nos encontramos ante ellas como ante la vida. ¡He ahí su grande virtud! —se dice. ¡He ahí su grave defecto! —respondo yo. Para vida, para espontaneidad, para dolores y tinieblas me bastan con los míos, con los que ruedan por mis venas; me basto yo con mi carne y mis huesos y la gota de fuego sin llama de mi conciencia puesta sobre mi carne y sobre mis huesos. Ahora necesito claridad, necesito sobre mi vida un amanecer. Y estas obras castizas son meramente una ampliación de mi carne y de mis huesos y un horrible incendio que repite el de mi ánimo. Son como yo, y yo voy buscando algo que sea más que yo —más seguro que yo.
Representamos en el mapa moral de Europa el extremo predominio de la impresión. El concepto no ha sido nunca nuestro elemento. No hay duda que seríamos infieles a nuestro destino si abandonáramos la enérgica afirmación de impresionismo yacente en nuestro pasado. Yo no propongo ningún abandono, sino todo lo contrario: una integración.
Tradición castiza no puede significar, en su mejor sentido, otra cosa que lugar de apoyo para las vacilaciones individuales, una tierra firme para el espíritu. Esto es lo que no podrá nunca ser nuestra cultura si no afirma y organiza su sensualismo en el cultivo de la meditación.
El caso del Quijote es, en este como en todo orden, verdaderamente representativo. ¿Habrá un libro más profundo que esta humilde novela de aire burlesco? Y, sin embargo, ¿qué es el Quijote? ¿Sabemos bien lo que de la vida aspira a sugerirnos? Las breves iluminaciones que sobre él han caído proceden de almas extranjeras: Schelling, Heine, Tufgueniev… Claridades momentáneas e insuficientes. Para esos hombres era el Quijote una divina curiosidad: no era, como para nosotros, el problema de su destino.
Seamos sinceros: el Quijote es un equívoco. Todos los ditirambos de la elocuencia nacional no han servido de nada. Todas las rebuscas eruditas en torno a la vida de Cervantes no han aclarado ni un rincón del colosal equívoco. ¿Se burla Cervantes? ¿Y, de qué se burla? De lejos, solo en la abierta llanada manchega la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación: y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española. ¿De qué se burla este pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel? ¿Y qué cosa es burlarse? ¿Es burla forzosamente una negación?
No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en que hallemos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación. Por esto, confrontado con Cervantes, parece Shakespeare un ideólogo. Nunca falta en Shakespeare como un contrapunto reflexivo, una sutil línea de conceptos en que la comprensión se apoya.
Unas palabras de Hebbel, el gran dramaturgo alemán del pasado siglo, aclaran lo que intento ahora expresar: «Me he solido dar siempre cuenta en mis trabajos —dice— de un cierto fondo de ideas: se me ha acusado de que partiendo de él formaba yo mis obras; pero esto no es exacto. Ese fondo de ideas ha de entenderse como una cadena de montañas que cerrara el paisaje». Algo así creo yo que hay en Shakespeare: una línea de conceptos puestos en el último plano de la inspiración como pauta delicadísima donde nuestros ojos se orientan mientras atravesamos su fantástica selva de poesía. Más o menos, Shakespeare se explica siempre a sí mismo.
¿Ocurre esto en Cervantes? ¿No es, acaso, lo que se quiere indicar cuando se le llama realista, su retención dentro de las puras impresiones y su apartamiento de toda fórmula general e ideológica? ¿No es, tal vez, esto el don supremo de Cervantes?
Es, por lo menos, dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos. Razón de más para que concentremos en el Quijote la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es España? En la anchura del orbe, en medio de las razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, este promontorio espiritual de Europa, esta como proa del alma continental?
¿Dónde está —decidme— una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente delicada, una palabra que alumbre el destino de España?
¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no se hace un problema de su propia intimidad; que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia!
El individuo no puede orientarse en el universo sino a través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera.
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PARÁBOLA
Cuenta Parry que en su viaje polar avanzó un día entero en dirección Norte, haciendo galopar valientemente los perros de su trineo. A la noche verificó las observaciones para determinar la altura a que se hallaba y, con gran sorpresa, notó que se encontraba mucho más al Sur que de mañana. Durante todo el día se había afanado hacia el Norte corriendo sobre un inmenso témpano a quien una corriente oceánica arrastraba hacia el Sur.
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LA CRITICA COMO PATRIOTISMO
Lo que hace problema a un problema es contener una contradicción real. Nada, en mi opinión, nos importa hoy tanto como aguzar nuestra sensibilidad para el problema de la cultura española, es decir, sentir a España como una contradicción. Quien sea incapaz de esto, quien no perciba el equívoco subterráneo sobre que pisan nuestras plantas, nos servirá de muy poco.
Conviene que nuestra meditación penetre hasta la última capa de conciencia étnica, que someta a análisis sus últimos tejidos, que revise todos los supuestos nacionales sin aceptar supersticiosamente ninguno.
Dicen que toda la sangre puramente griega que queda hoy en el mundo, cabría en un vaso de vino. ¿Cuán difícil no será encontrar una gota de pura sangre helénica? Pues bien, yo creo que es mucho más difícil encontrar ni hoy ni en otro tiempo verdaderos españoles. De ninguna especie existen acaso ejemplares menos numerosos.
Hay, es cierto, quienes piensan de otra suerte. Nace la discrepancia de que, usada tan a menudo, la palabra «español» corre el riesgo de no ser entendida en toda su dignidad. Olvidamos que es, en definitiva, cada raza un ensayo de una nueva manera de vivir, de una nueva sensibilidad. Cuando la raza consigue desenvolver plenamente sus energías peculiares, el orbe se enriquece de un modo incalculable; la nueva sensibilidad suscita nuevos usos e instituciones, nueva arquitectura y nueva poesía, nuevas ciencias y nuevas aspiraciones, nuevos sentimientos y nueva religión. Por el contrario, cuando una raza fracasa, toda esta posible novedad y aumento quedan irremediablemente nonatos porque la sensibilidad que los crea es intransferible. Un pueblo es un estilo de vida, y como tal, consiste en cierta modulación simple y diferencial que va organizando la materia en torno[17]. Causas exteriores desvían a lo mejor de su ideal trayectoria este movimiento de organización creadora en que se va desarrollando el estilo de un pueblo y el resultado es el más monstruoso y lamentable que cabe imaginar. Cada paso de avance en ese proceso de desviación soterra y oprime más la intención original, la va envolviendo en una costra muerta de productos fracasados, torpes, insuficientes. Cada día es ese pueblo menos lo que tenía que haber sido.
Como este es el caso de España, tiene que parecemos perverso un patriotismo sin perspectiva, sin jerarquías, que acepta como español cuanto ha tenido a bien producirse en nuestras tierras, confundiendo las más ineptas degeneraciones con lo que es a España esencial.
¿No es un cruel sarcasmo que luego de tres siglos y medio de descamado vagar, se nos proponga seguir la tradición nacional? ¡La tradición! La realidad tradicional en España ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España. No, no podemos seguir la tradición. Español significa para mí una altísima promesa que solo en casos de extrema rareza ha sido cumplida. No, no podemos seguir la tradición; todo lo contrario; tenemos que ir contra la tradición, más allá de la tradición. De entre los escombros tradicionales, nos urge salvar la primaria sustancia de la raza, el módulo hispánico, aquel simple temblor español ante el caos. Lo que suele llamarse España no es eso, sino justamente el fracaso de eso. En un grande, doloroso incendio habríamos de quemar la inerte apariencia tradicional, la España que ha sido, y luego, entre las cenizas bien cribadas, hallaremos como una gema iridiscente, la España que pudo ser.
Para ello será necesario que nos libertemos de la superstición del pasado, que no nos dejemos seducir por él como si España estuviese inscrita en su pretérito. Los marinos mediterráneos averiguaron que solo un medio había para salvarse del canto mortal que hacen las sirenas y era cantarlo del revés. Así los que amen hoy las posibilidades españolas tienen que cantar a la inversa la leyenda de la historia de España, a fin de llegar a su través hasta aquella media docena de lugares donde la pobre víscera cordial de nuestra raza da sus puros e intensos latidos.
Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor. He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, La manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nueva vida. Entonces, si hay entre nosotros coraje y genio, cabría hacer con toda pureza el nuevo ensayo español.
Más en tanto que ese alguien llega, contentémonos con vagas indicaciones, más fervorosas que exactas, procurando mantenernos a una distancia respetuosa de la intimidad del gran novelista; no vaya a ser que por acercarnos demasiado digamos alguna cosa poco delicada o extravagante. Tal aconteció en mi entender al más famoso maestro de literatura española, cuando hace no muchos años pretendió resumir a Cervantes diciendo que su característica era… el buen sentido. Nada hay tan peligroso como tomarse estas confianzas con un semidiós —aunque este sea un semidiós alcabalero.
Tales fueron los pensamientos de una tarde de primavera en el boscaje que ciñe el monasterio de El Escorial, nuestra gran piedra lírica. Ellos me llevaron a la resolución de escribir estos ensayos sobre el Quijote.
El azul crepuscular había inundado todo el paisaje. Las voces de los pájaros yacían dormidas en sus menudas gargantas. Al alejarme de las aguas que corrían, entré en una zona de absoluto silencio. Y mi corazón salió entonces del fondo de las cosas como un actor se adelanta en la escena para decir las últimas palabras dramáticas. Paf… paf… Comenzó el rítmico martilleo y por él se filtró en mi ánimo una emoción telúrica. En lo alto, un lucero latía al mismo compás, como si fuera un corazón sideral, hermano gemelo del mío y como el mío lleno de asombro y de ternura por lo maravilloso que es el mundo.