CARLOS
ME gustaría saber escribir bien para explicaros lo que sentí al aparecer en Kalanúm. ¡Después de tantos años de imaginarme aquel reino mágico, por fin estaba en él! Me pellizqué, porque lo normal era pensar que estaba soñando, y me dolió. «Claro», pensé, «que si es un sueño como Dios manda, en él también dolerán los pellizcos».
Pero no era un sueño. En los sueños las cosas cambian constantemente, y la persona con la que estás hablando se convierte en un cepillo de dientes y luego en el armario de tu habitación, y tu habitación se convierte en una estación de metro o en la clase del instituto. Sí en un sueño intentas leer algo, no verás más que letras que bailotean apretujándose, y no encontrarás ni una sola frase con sentido. En cambio, en Kalanúm todo era raro y distinto, pero no cambiaba, y los libros se podían leer. Pero no quiero adelantarme…
La nube de luz y vapor que nos había rodeado en mi habitación desapareció poco a poco. El paisaje se despejó, y cuando me di cuenta de dónde estaba me agarré a Sileya para no caerme.
Nos encontrábamos en lo alto de una gran torre, un mirador que parecía a medias construido por manos humanas y a medias parte de una montaña. Desde allí podían verse leguas y leguas de terreno (en Kalanúm, las distancias se miden en leguas y no en kilómetros, por si no os acordabais). Todo a vista de pájaro. No sé cuántos metros habría de caída, pero no tenía el menor deseo de comprobarlo.
Como si me hubiera leído el pensamiento, Sileya me dijo:
—Ten cuidado. Ahora eres parte de Kalanúm, y puedes sufrir daño, como cualquiera de nosotros. No te descuides pensando que esto es una fantasía.
Después me estuvo explicando lo que se veía desde allí. Yo recordaba el mapa que había dibujado mi madre y conocía casi todos los nombres, pero no me había imaginado que las cosas fueran tan reales. Las montañas de Imbria se veían al noreste, algo borrosas porque estaban muy lejanas, pero enormes, mucho más impresionantes que la sierra que se ve al norte de Madrid. ¡Y aún se atisbaban las tierras que había al otro lado! Me di cuenta de que en aquel lugar no había horizonte: el paisaje se difumínaba cada vez más en la lejanía, hasta que se perdía de vista.
—¿Por qué no hay horizonte? —pregunté.
Sileya soltó una suave carcajada.
—Me temo que Kalanúm es plano, Carlos.
—¿Plano? Pero si la Tierra es redonda…
—Esto no es la Tierra, Carlos. En Kalanúm no valen las mismas reglas que en tu mundo.
—Pero ¿por qué se le ocurrió a mi padre que Kalanúm fuera plano?
—Creo que ni siquiera pensó en ello. Simplemente, salió así.
¡Qué interesante, un mundo como un gigantesco plato cósmico! Me di cuenta de que, en días claros, desde aquel mirador debía de verse a cientos de kilómetros. Perdón, de leguas.
—Ahora, mira hacia el oeste —me dijo Sileya.
Me di la vuelta, con mucho cuidado, porque el antepecho del mirador estaba tan bajo que no me ofrecía ninguna confianza.
Por allí estaba el mar. Aunque se veía borroso, su color azul era inconfundible.
—¿Ves esa mancha negra, allí a lo lejos? —me preguntó Sileya.
Si que la veía. Flotaba sobre el mar, como el hongo de una explosión nuclear cuando empieza a levantarse del suelo. También me recordó a la boina de contaminación que suele verse encima de Madrid, aunque mucho más oscura.
—Lo que hay debajo de esa nube es Megalia —me explicó Sileya—. La ciudad de Keio. Empezaron a construirla en una gigantesca plataforma sobre el mar, cimentándola sobre miles y miles de gruesos pilares. Pero crece día a día, como la misma nube de la que respira, y ahora sus edificios de acero y sus barracas de plástico están unidos a la orilla por un camino de metal.
Cuando pronunció «acero» y «plástico lo hizo con desprecio. En Kalanúm solo se construía con piedra y madera. Los materiales modernos no pintaban nada en aquel reino mágico.
—¿Y ese pueblo que se ve aquí abajo? —pregunté, señalando al pie de la atalaya.
—Es Pamirna, la ciudad del vidrio. ¿No la recuerdas?
—¡Ah, sí! Salía en… Los artistas perdidos.
—Pues a ella nos dirigimos. ¡Cuidado al bajar!
Podía haberse ahorrado la advertencia. Se bajaba por una escalera de caracol tallada en la piedra, que no tenía barandilla de ningún tipo. Fui todo el rato pegado a la pared y alejando los pies del borde lo más que podía. A la mitad del trayecto empecé a pensar que a lo mejor mi idea no había sido tan buena. ¿Y si me entraba un mareo, me tropezaba y caía? ¡Menudo ridículo, matarse en un cuento! Seguro que la gente hasta se reía en mi entierro.
¿Y dónde me iban a enterrar si me pasaba algo: en Kalanúm, en el cementerio de la Almudena o en una papelera?
Cuando llegué abajo me temblaban un poco las piernas, pero no me sentí un cobarde por eso. ¡Habría que haber visto a Bermúdez, con todo lo gallito que es!
—Has sido un valiente, Carlos —me animó Sileya, y casi me sentí un héroe.
Seguimos un camino que cruzaba un río por un puente de piedra azul, para atravesar después un bosquecíllo de abedules y pasar junto a huertos y sembrados en los que no crecía nada.
Desde lejos, Pamirna tenia muy buen aspecto. Estaba rodeada por una muralla que me recordaba a las de Ávila. Al otro lado, los tejados de las casas reflejaban la luz del sol. Recordé que los artesanos de Pamirna hacían maravillas con el cristal y el vidrio. Toda la ciudad parecía una gran joya tallada.
Pero cuando entramos en ella vi que ya no era tan hermosa. Habían arrancado la mayoría de las incrustaciones de vidrio de las paredes de las casas, y también de muchos tejados. Se veían edificios derrumbados por todas partes, y en algunas calles la basura y los escombros no nos dejaban pasar.
Y apenas había gente allí. Los pocos que había se asomaban al oírnos pasar, nos miraban con cara de miedo o de pocos amigos, y volvían a cerrar puertas y ventanas. Hasta los perros que merodeaban entre la basura llevaban el rabo entre las piernas, estaban famélicos y tenían los ojos tristes y legañosos.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté.
—No te gusta, ¿verdad? Seguro que no es lo que esperabas ver en Kalanúm. Si todo está tan deteriorado, es porque tu padre nos tiene abandonados. Y, sobre todo, por culpa de Keio. ¿Cómo es su mundo?
—¿Cuál?
—Él de Keio.
Pensé en ello. Aunque no me gustaban sus aventuras, me las había tragado por fuerza mil veces. El mundo de Keio estaba hecho de rascacielos de acero y cristal, puentes gigantescos y máquinas increíbles; pero también era oscuro, lleno de escombros, vertederos y humo, de factorías abandonadas, de gente andrajosa, de delincuentes y tribus urbanas que se mataban por cualquier cosa.
Cuando se lo expliqué, Sileya asintió. —Kalanúm, a la vez que desaparece del recuerdo y de la imaginación de tu padre, se está convirtiendo poco a poco en el mundo de Keio. —Así que mi padre tiene la culpa de todo esto.
—Tampoco debemos ser muy duros con él. Al fin y al cabo, él nos creó.
—Pero si ya lo ha hecho, no tiene derecho a destruiros. Sois como sus hijos, como…
Me quedé dudando un momento. Sileya terminó la frase.
—Somos como tú. Sí, en cierto modo todos nosotros somos tus hermanos. Por eso esperamos que nos ayudes. Bien, ya estamos llegando. —¿Adonde?
Sileya no me contestó, pero no tardé en enterarme. Tras pasar bajo un arco en el que aún quedaban incrustaciones de cristales preciosos, entramos en una plaza que estaba abarrotada de gente. Me quedé sorprendido. Después de todo el abandono que habíamos visto, parecía como si allí estuvieran celebrando una fiesta. Habían engalanado los edificios que daban a la plaza con cintas, guirnaldas y, sobre todo, muchos cristales de colores que brillaban al sol. Sin embargo, en las paredes aún se notaban las cicatrices, como si les hubieran hecho a las casas una operación de cirugía estética barata.
Había gente de todas las edades, aunque abundaban más los viejos que los jóvenes. Cuando vieron a Sileya empezaron a aclamarla, o así me pareció a mí.
—¡Cuánto te quieren! —comenté, entre sus «hurras» y «vivas».
—No es por mí, sino por ti —me dijo Sileya al oído.
Allí debía de haber una equivocación. Yo estaba tan alucinado de que me aclamaran como ellos empezaron a estarlo cuando se dieron cuenta de a quién estaban aclamando. Los «hurras» y los «vivas» se fueron desinflando poco a poco hasta que se hizo el silencio.
Se adelantó a recibirnos un viejo que vestía una larga túnica de color morado bordada con signos extraños. También llevaba un turbante con una gruesa joya azul y se apoyaba en un bastón de marfil tallado. Una barba le hubiera quedado perfecta, pero no la tenia. En realidad, parecía que lo hubiese afeitado un gato a arañazos.
De pronto me di cuenta de que le conocía. ¡Pero si era Bolardos, el antiguo editor de mi padre!
—¿Qué hace usted aquí, señor Bolardos?
Él se me quedó mirando con cara de pocos amigos.
—¿Cómo me has llamado, jovencito? ¡Yo soy Arfagacto, el Bibliotecario Mayor de Demíuria!
Decidí cerrar la boca. Pensándolo bien, aquel hombre no era exactamente igual que Bolardos, pero se le parecía mucho. Era evidente en quién se había basado mi padre para crear aquel personaje. No sería el último doble de una persona del mundo real que iba a encontrar en Kalanúm.
Arfagacto-Bolardos se dirigió a Sileya.
—Hemos venido aquí, a Pamirna, como tú nos dijiste, Sileya —dijo—. ¿Es este joven el elegido, la persona que fuiste a buscar para salvarnos?
De pronto noté que unos mil pares de ojos estaban clavados en mí. Es una sensación muy cortante, os lo puedo jurar.
Sileya me miró un segundo y sonrió. Eso me dio más ánimos. Por una sonrisa así merecía la pena hacer cualquier cosa.
—Carlos es la persona a la que he elegido —contestó Sileya. Era muy extraño: no le hacía falta levantar la voz para que todo el mundo la oyera perfectamente. Creo que hasta en clase nos habríamos callado con ella.
—Pues si tú la has elegido, ¡que así sea! —dijo el anciano.
Después, levantó su bastón, y esa debió de ser la señal para que empezaran de nuevo los vítores. La gente había formado hasta entonces un corro, pero ahora se me echaron encima. Cuando me quise dar cuenta, me llevaban a hombros, como si acabara de cortar dos orejas en las Ventas. Así me pasearon por la plaza hasta una tarima de madera que habían levantado en un extremo, y me dejaron encima.
Solo. Delante de toda aquella gente que no paraba de aclamarme. Yo estaba avergonzado. Como no sabía qué hacer, levanté la mano derecha. Los gritos se hicieron mucho más fuertes por la parte derecha de la plaza. Me hizo gracia, así que levanté la mano izquierda y esta vez fueron los de aquella parte los que la armaron.
Entonces levanté las dos manos y ya no os cuento el griterío que se formó. Le estaba cogiendo el gusto a aquello. Si mi padre me hubiera apuntado a guitarra eléctrica en vez de a piano, me habría montado un recital ahí mismo y luego habría roto la guitarra en mitad de! escenario. Quedaría guapo, ¿que no?
Después, la gente se fue calmando. Mientras todo eran gritos, bien; pero ahora volví a darme cuenta de cuántos ojos me miraban. Querían algo de mí, eso estaba claro. Como no me pidieran algo muy fácil, pero que muy fácil, íbamos a tener problemas.
—¿Cuáles son tus poderes? —me preguntó una mujer gorda que estaba casi al pie del escenario.
Hubo un siseo generalizado y se hizo un silencio total. Estaban esperando mi respuesta.
¿Y qué les contestaba yo? ¿Que sabía cascarme los nudillos de las dos manos a la vez? No me parecía que ese tipo de poder fuera a convencerlos.
Busqué a Sileya entre la gente, para que me ayudara. Estaba a unos diez metros de mí, junto a Arfagacto, y me sonreía. Vale, aquella sonrisa podía dar ánimos a cualquiera, pero como respuesta decía bien poco.
—¡Sí, dinos qué poderes tienes! —intervino otra voz, y esta ya me pareció un poco agresiva.
¿Por qué no me tragaría la tierra? Me metí las manos en los bolsillos, aunque no parecía el gesto más apropiado. Me topé con el cuadernillo de mi padre. Ahí estaba mi poder. En libretas como esa mi padre había tomado las notas que le ayudaron a crear Kalanúm. Tal vez yo podría hacer lo mismo.
Saqué el cuaderno y el lápiz del bolsillo y escribí. La gente empezó a murmurar, y algunos se atornillaron la sien con el dedo índice, lo cual en Kalanúm parecía significar lo mismo que en nuestro mundo.
Y la ciudad de Pamirna volvió a brillar, resplandeciente como siempre, plagada de mil cristales y joyas relucientes, refulgentes y resplandecientes…
No me estaba quedando muy bien, pero es que ni siquiera había una mesa donde apoyarme. Levanté la mirada y observé los edificios de la ciudad. De momento, seguían igual, con más tejas que vidrios y con más grietas que joyas. Pero la magia no tenía por qué ser instantánea. Tiempo al tiempo.
El silencio ya estaba demasiado lleno de murmullos. Me daba la impresión de que la misma gente que me había aclamado iba a abuchearme de un momento a otro. ¿Había tomates en Kalanúm? No recordaba ese detalle concreto. ¿Y si me tiraban sandias?
En ese momento ocurrió algo. Empecé a suspirar de alivio, pero el suspiro se me cortó a la mitad. Lo que menos me esperaba oír en Kalanúm era el ruido de un motor a escape libre.
Entraron a la vez por tres puertas de la plaza. Venían en motos pintarrajeadas de colores y vestían como una mezcla de todas las tribus urbanas, aunque llevaban sobre todo cuero negro. Por lo menos eran treinta, y empezaron a disparar al aire y a las paredes de la plaza. Usaban recortadas, subfusiles, armas láser. Los pocos cristales que quedaban en su sitio se rompieron. Las tallas de piedra reventaron. Las guirnaldas y las cintas ardieron. La gente empezó a huir, aunque los motoristas formaron un círculo y encerraron a más de cien personas en él. Entre ellas estaban Sileya y Arfagacto.
Yo me había quedado paralizado. Subido en el entablado, yo solo, era un blanco fácil. Pero nadie reparó en mí.
Los motoristas se quedaron parados, con los motores encendidos, acelerando y desacelerando como auténticos macarras. El ruido seguía siendo ensordecedor. Uno de ellos se bajó y entró en el círculo de prisioneros, apartando a la gente como un cuchillo. Era un hombre alto, delgado, con un casco negro y una visera de espejo que no dejaba ver su cara. Se fue derecho hacia Sileya y la agarró por el codo.
Ella sacudió el brazo y se libró de él. Lo que pasó luego me resultó increíble. El hombre del casco le dio tal bofetada a Sileya que la derribó. Hasta su tocado de hada rodó por el suelo.
Sileya intentó levantarse, pero el miriñaque de la falda la estorbó. Un viejo que estaba cerca se agachó para ayudarla. El hombre del casco, como quien no quiere la cosa, levantó la pierna y tumbó al anciano de dos patadas en la cara, una de derecha y otra de revés.
Por si aquella brutalidad hubiera sido poca, después cogió a Sileya del pelo y la puso en pie de un tirón salvaje.
¿Os acordáis de lo que me había pasado por la mañana en el instituto, con Bermúdez? Pues sí me puse así de furioso por el empollón de Marcos, imaginaos cómo me sentí cuando vi que trataban de esa forma a la mujer más guapa que había visto en mi vida.
—¡Eh, tú! —grité, haciendo bocina con las manos—. ¿Por qué no te metes con un hombre hecho y derecho?
Con el ruido de las motos, no me oyeron. Me bajé de la tarima y corrí a ayudar a Sileya. Tan rabioso iba, que salté entre dos motos sín que nadie me pudiera detener y me tiré encima del hombre de¡ casco. El, sin soltar a Sileya, sin tan siquiera mirarme, se limitó a estirar una mano. No sé cómo lo hizo, pero me acertó justo en la nariz. La misma fuerza que yo llevaba me derribó en el suelo. Durante un rato lo vi todo rojo.
—¡Bien hecho, Keio! —dijo alguien.
¡Así que ese era el fantoche de Keio! Aunque me dolía muchísimo la nariz, me levanté y me encaré con él.
—Escucha, monigote —le dije—. Todas las mañanas antes de desayunar te pateo la cara, así que quítate de en medio.
Si me habéis hecho caso hasta ahora, sabréis que me refiero al muñeco de Keio que guardaba en mi habitación. ¿Cómo iba a tenerle miedo a un personaje que había inventado mi padre? Me parecía ridículo.
Alguien me agarró por detrás, me tiró del pelo hasta casi partirme el cuello y me puso algo puntiagudo en la espalda. Sileya me estaba mirando con los ojos bañados en lágrimas, y rne di cuenta de que sentía miedo de verdad. Miedo por mí. Recordé lo que me había dicho: Ahora eres parte de Kalanúm y puedes sufrir daño, como cualquiera de nosotros.
Keio se me acercó y se agachó un poco para mirarme mejor. Yo me vi reflejado en su visera, con los labios estirados y los dientes fuera, mientras una manaza enguantada tiraba de mi pelo.
—¿Le rebano la tráquea o le clavo la navaja en la médula espinal, jefe? —preguntó el tipo que me tenía agarrado.
—Espera un momento, Misha. Veamos qué tenemos aquí.
Keio se giró para quitarse el casco y se lo dio a uno de sus secuaces. Después, volvió a mirarme. Y fue entonces cuando me quedé de piedra.
Aquella cara no era como la que aparecía en la película, ni en la serie, ni en las camisetas, ni en los tazos, ni en el muñeco articulado.
Aquella cara era la de mi padre.
—Dios mío… —susurré.
—Aún es pronto, pero más adelante podrás llamarme así —me contestó con una sonrisa cruel.
Era él pero a la vez no era él. Aunque los rasgos eran los suyos, se veían más jóvenes, y a la vez más duros y marcados. Cuando mi padre se enfadaba de verdad y me clavaba la mirada, se le escapaba un gesto parecido. O cuando le venía un mal recuerdo, sacudía la cabeza y se quedaba mirando a la nada, casi con odio.
Aquella cara era como la de mi padre, si nunca hubiese conocido a mi madre ni me hubiese tenido a mí. Si nunca hubiese querido a nadie. No esperaba que aquella cara tuviese compasión de mí.
Además, no me reconoció.
Con su mano enguantada, me agarró de la nariz y me la retorció. Hizo que me arrastrara por el suelo, chillando. Empecé a llorar, en parte de miedo y en parte porque el dolor hacía que se me saltaran las lágrimas.
—¿Este era nuestro héroe? ¡Vaya fracaso! —exclamó alguien.
Por fin, Keio me soltó. Me quedé tirado en el suelo, moqueando y con la nariz aplastada contra las losas. Ni siquiera me atrevía a levantarme. Desde donde estaba, solo veía las botazas de Keio y sus secuaces, y sabía que podían pisarme la cabeza o patearme los dientes en cualquier momento. Yo no era más que un crío de trece años. Cualquiera de ellos podía matarme cien veces.
Keio se acercó a Arfagacto y le agarró por la barbilla.
—Me gusta tu afeitado, viejo. Por cierto, diles a los tuyos que aquí no se permiten manifestaciones no autorizadas, ¿de acuerdo?
El anciano se le quedó mirando con rabia, pero no contestó. Keio volvió a ponerse el casco y montó en su moto.
—Coged a la chica —ordenó a sus secuaces—. Pero no la toquéis: es para mí.
Así que se llevaron a Sileya. Y yo, el "héroe" que había traído para que la ayudara, no pude hacer nada, más que sentarme en el suelo, ver cómo las motos salían de la plaza y secarme las lágrimas y la sangre de la nariz con la manga.
Habría llamado a mi madre. Pero mi madre estaba muerta, y la mujer que más se le parecía acababa de ser raptada por un canalla que tenía la cara de mi padre.
¿Qué podía hacer?