CARLOS

Yo también me acuerdo de aquel día del que habla mí padre. En el colegio no había ocurrido nada fuera de lo normal. Me quedé en el comedor a mediodía y al salir fui hablando con dos amigos sobre la última novela de mi padre, El secreto de Kalanúm. En aquella época yo volvía andando a casa, no iba a buscarme ningún chófer, y gracias a eso podía charlar con los compañeros y dar patadas a todas las latas y piedras que nos encontrábamos por el camino. Había días que nos salían unos regates y unos tiros que ya quisieran Raúl y Zidane.

Uno de mis amigos se llamaba Iván y el otro era el Rana. Desde que nos cambiamos de barrio casi no he vuelto a verlos. Les encantaban los libros de mi padre. Eran unos privilegiados, porque se enteraban del argumento de cada novela antes de que saliese publicada: yo iba leyendo los cuadernos de mi padre según escribía y se lo contaba a ellos por el módico precio de la mitad de sus donuts o sus bocadillos. (Mi padre me dio una colleja cuando leyó esto, no sé sí por contar sus argumentos o si por cobrar a cambio.) Iván y el Rana vivían las novelas como si fueran de verdad, incluso más que yo.

—Pues yo creo que la forma de que Áblopos salga del pozo es hacerse invisible, para que lo saquen en un cubo creyendo que está lleno de agua y luego él les eche una cuerda a los demás —sugería Iván.

—¡Menuda tontería! Como si no se fueran a dar cuenta de lo que pesa el cubo. Para eso está Petrazio, con su superagilidad —discutía el Rana—. Que suba apoyando los pies en una pared y las manos en otra, como un escalador.

—¡Pero, idiota, que es un pozo y está resbaladizo! ¿Qué quieres, que se escurra y se abra la cabeza contra el fondo?

A veces estaban a punto de pegarse. Yo me divertía escuchando cómo inventaban planes cada vez más descabellados. Algunos se los contaba a mi padre y él los aprovechaba en sus novelas.

Ese día del que os hablo, les conté cómo acababa El secreto de Kalanúm. Estábamos llegando a casa, así que nos sentamos un rato en un banco del parque Zeta y terminé de explicarles el final.

—¡Qué guay! —exclamó Iván—. Siempre he dicho que Kimbur es el mejor.

—Pues tampoco ha hecho tanto —protestó el otro—. Sin la magia de Cronarca, los Héroes no serían nada, pero no se lo reconocen lo suficiente.

Como ya he dicho, lo vivían de verdad. No creo que mi padre haya tenido unos lectores más fieles.

—Mirad —les dije—. Esto estaba tirado en el suelo del estudio.

—¡Qué guay! —dijo Iván—. ¡Un dibujo de Kimbur contra Rautas!

Rautas era el general de Melania. Aquel matón tenía una mano de roca y le sacaba dos cabezas a Kimbur; pero este, a la hora de la verdad, siempre demostraba ser el más fuerte.

—¿Lo ha dibujado tu madre? —me preguntó el Rana.

—Sí —respondí, orgulloso de mis padres. Aunque a veces me acomplejaban, y me preguntaba si sería capaz de hacer en la vida algo de provecho, aparte de haber aprobado el cinturón amarillo de kárate.

—¿Y si se entera de que lo has cogido?

—No pasa nada, solo es un borrador. El original es en colores.

—¡Qué padres más guay tienes! —dijo Iván—. Mi viejo lo único que hace es ponerse a ver el fútbol y decir que son todos una pandilla de matados.

—Pues ya es algo —repuso el Rana, e Iván y yo nos callamos, porque sabíamos que su padre se había ido a por tabaco hacía dos años y no había vuelto a dar señales de vida.

Me despedí de ellos y subí a casa. Vivíamos entonces en un tercero sin ascensor, y yo siempre subía corriendo y al llegar parecía que me entraba todo el cansancio del mundo y me ponía a jadear como un perro. Cuando mis padres venían cargados con bolsas de la compra, mi madre se quejaba de que no podía con las piernas y mi padre le contestaba que no le echara la culpa a las piernas, sino al tabaco, y que subir escaleras era un ejercicio muy bueno para las pantorrillas, los muslos y el corazón.

Como iba un poco acelerado, llamé al timbre más de la cuenta. MÍ padre me abrió la puerta y me di cuenta de que tenía cara de pocos amigos, lo cual en aquella época era bastante raro.

—Anda, pasa, que tenemos que hablar.

Primero pensé que estaba enfadado por lo del timbre, pero luego me di cuenta de que se trataba de algo más serio. Allí estaban mi abuela paterna y mi tía Emilia, y no me gustaron nada sus caras.

Tampoco me gusta nada acordarme de aquello. Hablaron unas cuantas palabras, muy serios, y los tres estaban casi todo el rato mirando al suelo. Los oía sin entenderlos y me tuvieron que repetir la palabra clave.

Cáncer. Cáncer de pulmón. Extremadamente maligno. Incluso un enano de diez años sabe lo que eso significa.

Recuerdo que mi padre salió a la terraza, se apoyó en la barandilla y estuvo dos horas mirando al parque, sin moverse, como si se hubiera convertido en una estatua. Mi abuela me quiso dar la merienda, pero a mí se me había quitado el hambre. Ni siquiera recuerdo qué pensé entonces. Era imposible. ¿Cómo se podía morir mi madre ?

Pero el caso es que mi madre no volvió a salir nunca del hospital y murió tres meses después. Y aquel día del que he hablado fue la última vez que les conté a mis amigos el final de un relato sobre Kalanúm, porque mi padre jamás volvió a escribir ninguno más.