—Realmente, ¿qué cargo tiene aquí Galis?
—Es un funcionario de la GNU, como todos los que trabajamos en la embajada, aunque no tiene una misión específica. Antes era asesor personal del embajador, pero desde que empezó a ponerse pesado con que había que aplicar a los Bussha el PEI[19] cayó en desgracia.
—Ya, y me lo han encasquetado a mí.
Como Gundula tratara de sacar a colación mi trabajo en Hoonai, yo le pregunté por el suyo. Suponía que el hecho de no poder obtener muestras de los Kghasatshu la frustraría, pero no era así: durante parte del segundo plato y todo el postre se extendió en una ardiente defensa de la forma de vida Satshu, incluyendo el canibalismo ritual que precisamente le dejaba a ella sin un mal tejido que llevarse al microscopio.
Después de la cena nos tomamos unas copas. En Zascandil me encontré con Berry, que se estaba tomando una Mahou (razón por la que me gustaba tanto ese sitio) y, aprovechando que Gundula estaba en el servicio, crucé unas palabras con él. Con una de sus sonrisas de morsa y un puñetazo en el hombro, me dijo:
—Bandido, qué bien acompañado vas. Esta noche mojas, ¿eh?
—Sí... hablando de todo un poco, ¿no tienes algún lugar donde caerte muerto hasta el amanecer?
—Pues la verdad es que no —me confesó algo mustio, mientras inauguraba un nuevo embalse de cerveza—. Hombre, si tu situación fuese desesperada ya me buscaría algo...
—¿Y no te parece desesperada? ¿Pero tú has visto lo buena que está?
—Tranquilo, no me refería a eso. Si ella quiere, te lo puedes hacer en su cuarto. No lo comparte con nadie.
—¿Qué pasa, tiene un status especial?
—Más o menos. Su status consiste en que todas las mujeres de la embajada la odian y por eso se niegan a compartir habitación con ella; y en que todos los hombres estarían dispuestos, pero ella no les deja.
—Espero que eso no me incluya a mí.
—Hombre, para una noche... La verdad es que es una estúpida de cuidado... No, no te pongas a la defensiva, si te entiendo. Para pasar un buen rato no está mal.
—Jodido envidioso.
—Y que lo jures. Mira, Romeo, por ahí viene tu Julieta.
Gundula y yo bailamos un rato y procuré que el aire tuviera que tomar otro camino que no fuera entre nosotros. Por el contacto firme pero elástico que sentía contra mi pecho, deduje que debajo del modelito blanco no llegaba gran cosa; de mis tres cerebros, el humano se batió en retirada, el mamífero empezó a relamerse y el reptiliano a pensar en cosas verdaderamente rastreras.
No sé si el viejo truco de emborracharla dio mucho resultado. Yo sí que iba bastante ebrio, en mi línea habitual de las cinco mil últimas noches, cuando Gundula abrió la puerta de su habitación. No me dijo que pasara, y por unos instantes me temí lo peor, pero después de entrar me hizo un gesto para que la siguiera que yo obedecí cual perrillo faldero.
Fuera por sus encantos, por su eficacia profesional o por cualquier otra razón, Gundula tenía una habitación algo más grande y bastante mejor equipada que la que compartíamos Berry y yo, incluyendo una pequeña nevera en la que me imaginé que guardaba el champán.
—Después —me dijo. Debí haber pronunciado la última palabra en voz alta—. En realidad no es un lujo; guardo en ella algunas muestras de fauna local para estudiarlas.
Mis intereses biológicos se centraban en aquel momento en la anatomía de la femina sapiens, de modo que, para mi desgracia, no puse ningún interés en echar un vistazo al frigorífico. Ahora podría describir las maniobras de aproximación y la forma deliciosa en que el vestido de Gundula empezó a resbalar por sus hombros sinuosos, revelando que, en efecto, no había dejado a artificio humano nada que madre natura pudiese sustentar; pero el solo recuerdo provoca unas alteraciones en mi hipotálamo que no quisiera se reprodujesen en el lector varón, y eso a pesar de lo que ocurrió. O más bien pensando en lo que no ocurrió.
Minutos después yo estaba tendido boca arriba en su colchón, que (viciosilla ella) era de agua. Aún no me había quitado la prenda que cubre los últimos bastiones del pudor (ella sí) cuando me sugirió hacer algo más divertido. Me escamé un poco, pero no me encontraba en disposición mental de negarle nada. Tan concentrado estaba en observar cómo sus pechos se balanceaban a menos de un palmo de mi cara con un movimiento muy galileano, que no me di cuenta de que me había atado las manos al cabecero.
—Tranquilo, cariño, verás que bien te lo pasas con tu Gundula si te dejas hacer —ronroneaba mientras me sujetaba los pies. A estas alturas el lector estará opinando sobre el grado de gilipollez de alguien que se deja inmovilizar para quedar a merced de una mujer a la que apenas conoce; pero si no hubiera yo sembrado los párrafos antecedentes de advertencias y ominosos (ahora sí) presagios, ni siquiera habría concebido tal opinión.
En aquel momento, Gundula abrió la nevera y yo esperé que sacara el champán y me regara con él, o que me untara en mermelada para hacer cualquier marranada de ésas que se ven en algunas películas. En lo de marranada acerté, pero lo que salió de su sibil fue un brazo de Bussha cortado más arriba del codo que Gundula me mostró con delectación.
—¿Has visto? —Parecía por su gesto que me estuviese enseñando un cuadro de Van Gogh—. Si supiera esto algún Satshu me despedazaría viva, pero ¿tú sabes el Yrgb que vamos a conseguir al comernos esto?
—¿Qué... comer qué? ¿Yo?
Por toda respuesta desgajó con sus dientes un buen trozo de carne y lo deglutió casi sin masticar. El nivel de mi libido, materializado en determinada magnitud física, menguó hasta el punto de congelación, al igual que el de embriaguez. Gundula me acercó la mano del Bussha y me ordenó que yo también comiera. Mi negativa no le gustó mucho: con dedos insospechadamente fuertes me tapó la nariz y cuando no tuve más remedio que abrir la boca me metió en ella un trozo de carne que había sacado de entre sus propios dientes. El sabor era aún más repugnante que el aspecto; me sacudí y medio arrojé, medio vomité el trozo. (Una escena asquerosa, no lo ignoro.) Gundula me abofeteó, yo la insulté con lo más variado de mi repertorio y ella me volvió a abofetear. Las cuerdas eran más sólidas de lo que yo había pensado y, para colmo, intentar debatirse en un colchón de agua era de lo más frustrante.
—¡Estás loca! —exclamé, deudor de mi reciente formación psiquiátrica—. Una cosa es que admires a los Kghasatshu y otra que hagas lo mismo que ellos.
—¿Crees que la carne de Bussha no es apropiada para un ser humano? —me preguntó con una mirada vesánica, mientras un líquido amarillento le goteaba por las comisuras de la boca—. Tal vez para nosotros sea mejor conseguir Yrgb de otra manera, es lo que quieres decir...
Yo no había querido decir nada. Si de voluntad hablamos, la mía habría sido estar en el otro extremo del Grupo Local. Gundula, que seguía desnuda, aunque ya no me parecía que estuviera tan buena, sacó un cuchillo de la nevera, y en ese mismo momento yo empecé a gritar. Lo primero que intenté fue taparme salva sea la parte para que no me cortara por do más pecado había, pero, ocioso es explicar el motivo, me fue imposible. Gundula pasó de largo aquella zona; yo pensé que por suerte, pero al ver que la punta del cuchillo se apoyaba en mi pecho lo dudé. Por el momento se limitó a hacerme una incisión de un palmo —mientras yo gritaba más fuerte, claro está. Después se inclinó sobre mí y recorrió con su lengua toda la longitud de mi herida, provocándome una sensación que distaba de ser erógena. Cuando se aburrió de su vampírica tarea, se irguió y, mientras devoraba otro trozo de Bussha, se untó los pezones con mi sangre. Puedo jurar que estaba cachondísima, mucho más de lo que yo hubiera soñado en ponerla.
—Y ahora... —Sus ojos se pusieron un instante en blanco y después se posaron con una mirada de sevicia en la intersección de la cruz que formaba mi cuerpo despatarrado en la cama. El porvenir de mis futuros hijos estaba en peligro, y, como por los hijos se hace cualquier cosa, mis gritos superaron los cien decibelios.
Unos golpes en la puerta. Un momento de silencio mientras Gundula y yo nos miramos y ella me amenaza con el cuchillo si no me callo. Yo que no la hago ni caso y grito más fuerte. El cuchillo que se levanta, la puerta que se abre y Reinfeld, el gorila de seguridad, el único que hay en la embajada, aparece en el hueco y se queda estupefacto, con su tarjeta maestra en la mano.
Gundula se abalanzó sobre Reinfeld. Imagino la confusión que debió sentir el pobre hombre al ver cómo la tía más buena del planeta se arrojaba en sus brazos sin tan siquiera una hoja de parra. Ambos rodaron por el suelo. La pelea fue algo más larga de lo que yo esperaba, y ya empezaba a pensar que Reinfeld se estaba haciendo el remolón por magrear a la Uzelsky, cuando por fin quedó arriba y de un soberbio puñetazo la mandó directamente a la fase de sueño REM.
Unos segundos más tarde, la habitación se había llenado de gente. No debía faltar ni un humano de Hoonai; todos parecían más interesados en comentar lo sucedido que en desatarme, y yo me sentía como se debió sentir Ares aprisionado en el lecho de Afrodita, con el agravante de que las diosas de aquí no se habían abstenido por pudor de estar presentes y con el atenuante de que al menos conservaba puestos los calzoncillos y no había bajo ellos ninguna protuberancia vergonzosa. Berry se abrió paso entre la materia humana colapsada y, por fin, se decidió a liberarme.
—Chico, creí que te había hecho una putada y al final parece que te he salvado de una buena. Lógicamente, le pregunté qué quería decir.
—Reinfeld me preguntó dónde andabas, porque los Kghasatshu habían mandado llamarte. Yagghumasht, ya sabes —añadió en susurros—. Pensé que te iba a cortar el rollo, pero mi sentido del deber se impuso y le envié a buscarte aquí.
—No sé si partirte la cara o darte un beso en el mostacho —repuse mientras me masajeaba muñecas y tobillos.
—Limítate a darme tu agradecimiento eterno.
Parecía que aquello se había transformado en una sala de prensa por el empeño que todo el mundo ponía en interrogarme sobre lo sucedido. Por suerte, Berry y la doctora Fustel me sacaron de allí para llevarme a la enfermería. Reinfeld quedó a cargo de la inconsciente Gundula; inconsciente entre otras cosas de que todos los hombres la estaban mirando con lascivos ojos de cerdo.
La cura fue rápida e indolora; ojalá el amor propio sanara con tanta facilidad. Mientras tanto apareció Reinfeld, que ya había encerrado a Gundula en un laboratorio, convenientemente sedada, y me hizo unas cuantas preguntas bastante embarazosas sobre lo sucedido. Lo que más me embarazó fue cuando me preguntó mi opinión psiquiátrica sobre aquel asunto; y yo sin mi terminal a mano.
—Bueno, creo que ha enloquecido —diagnostiqué después de unos quince segundos de reflexión. Busqué el asentimiento de mi supuesta colega en medicina, la doctora Fustel, pero aquella mujer tenía la expresividad de la porcelana. Tuve una inspiración—. Creo que ese síndrome de identificación con los alienígenas que se ha presentado en alguna gente, en particular un tal...
—Gallego —completó Berry.
—Sí, Gallego. Pienso que la doctora Uzelsky ha manifestado una forma afilada de esa dolencia, en vez de sincrónica. —La médico enarcó levísimamente una ceja y me miró de reojo. Empecé a dudar de las palabras que había utilizado—.
—Supongo que se refería usted a "aguda" y "crónica".
—Disculpe, tenga en cuenta que a veces la terminología científica varía incluso en campos muy cercanos... Bien, si habían tratado últimamente con esa mujer, habrían comprobado que sentía una admiración excesiva por los modos de vida Satshu. Nunca sospeché que llegara hasta el anhelo de imitarlos en sus hábitos alimenticios, aunque de hecho me había reunido con ella esta noche para estudiar algunos aspectos de...
—...su anatomía —susurró el cabrito de Berry, no en voz lo suficientemente baja como para que yo no pudiera oírle.
La médico, no demasiado interesada en mi relato ni en mis tareas analíticas, comunicó que su labor había terminado y nos puso en la puerta del botiquín. Reinfeld se despidió, no sin antes decirme que el mediador Hairg había mandado llamar por mí para que me entrevistara con mi paciente.
Normalmente iba con Galis a las entrevistas, pero en aquel momento, las dos de la mañana, me fue imposible localizarlo, ni dormido ni despierto, a pesar del revuelo que se había organizado. Vaya con el hombrecillo, me dije, tan formal que parece y dónde andará. Berry se ofreció a escoltarme, recordándome su consejo del primer día: no internarme solo por la dispersa ciudad de los Kghasatshu.
—Gundula no era santa de mi devoción —me comentó mientras emprendíamos el camino—, pero no esperaba que acabase como una regadera. Comer carne de Bussha cruda... Qué asco.
—Parece que la epidemia de imitar a los Kghasatshu se extiende. Ese tal Gallego era más inofensivo.
—En efecto, era.
—¿Qué quieres decir?
Se detuvo y me miró un instante.
—Ah, no te lo había dicho antes. Ayer llegó a su colmo de chifladura y pretendió que un Kalkhagân le cediese el paso por un camino estrecho. Al menos tuvieron el detalle de enviarnos su cabeza y su cuerpo en el mismo paquete.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¿Y la embajada no ha hecho nada?
—No hay nada que hacer. El PEI establece claramente que los humanos no debemos interferir en las costumbres locales, y eso fue precisamente lo que hizo Gallego. Si lo miras de cierta manera, obtuvo lo que buscaba. El se creía un Kalkhagân, pero le faltaban las garras. Por cierto, el Satshu con el que se cruzó es un viejo amigo tuyo, Tilann.
Tragué saliva. Aquel maldito matón parecía ubicuo. —Por lo menos Gundula es más inteligente en su locura —comenté—. No intentó meterse con un Satshu, y además me ató para que no me resistiera.
—Debes haber pasado miedo con esa psicópata agitando su cuchillo ante tus narices.
—Por no decir otro sitio. Tengo que reconocer que no había estado más asustado en mi vida.
Esa misma noche mi afirmación quedaría superada.
Antes de llegar a la pequeña puerta de metal que daba acceso al centro de control, junto a la orilla del lago K'Nor, nos tuvimos que detener ante un grupo de Kghasatshu que nos cerraba el paso. La noche de Hoonai, alumbrada tan sólo por las estrellas, era muy oscura. Nosotros traíamos nuestras cinturones linterna; los Kghasatshu llevaban antorchas de aceite de kkh'shgmh[20], que ardían toda la noche con luz verdosa y dejaban un olor agrio muy apreciado por los alienígenas. Entre ellos estaba Lwmal, pero no me tranquilizó ver a su lado a mi viejo amigo Tilann.
—Por fin se me ha dado la orden que estaba esperando —rugió el gigantesco Kalkhagân. Las cambiantes sombras que proyectaban las teas tallaban en piedra sus rasgos.
—¿Qué... qué orden? —tartajeé. Era una palabra muy extraña en boca de Tilann. Busqué ayuda en el rostro imperturbable de Lwmal, pero fue el guerrero quien contestó.
—La de matarte.
Berry y yo cruzamos una mirada. No tenía sentido que ambos saliéramos por pies: hasta el Satshu más desentrenado podía correr a más de cincuenta kilómetros por hora.
—Iré a buscar ayuda.
Berry se perdió camino atrás, mientras yo rogaba que las fuerzas asistieran a sus piernas para llegar pronto a la embajada y la elocuencia a mi lengua para robar algo de tiempo. "Hemos tardado unos veinte minutos en llegar hasta aquí. Si Berry está en forma... Olvídalo, con esa panza cervecera que tiene. Por lo menos diez minutos y otros tantos de vuelta..." Tal vez fuera mejor utilizar mi facundia para componer mi epitafio.
—Eh... ¿por qué? —Como primera muestra retórica, dejaba que desear. Conté siete Kghasatshu: dos Kalkhagân, dos Pensadores, un Ngusta, el Mediador Hairg y un Sh'dir.
—Así lo ha dispuesto Yagghumasht.
Tardé unos segundos en comprender lo que había oído, y no por defecto del chip traductor. En un lado de mi cerebro se agolparon mil preguntas, y en el otro un pánico que abultaba tanto como todas aquellas juntas. Recordé las palabras de Yagghumasht: "Usted ha llegado a ser mi amigo". ¿Era ésa la forma de tratar a un amigo? "Acaso para un esquizofrénico sí". Había algo acerca de inversión de sentimientos...
—Y... ¿se lo ha ordenado a usted, noble Tilann?
—Es una orden que debe ser ejecutada por los Kalkhagân.
De nuevo busqué la ayuda de Lwmal.
—Pero, ¿no se comunica Yagghumasht con el exterior siempre por medio de los Pensadores? ¿Cómo puede haberse saltado esa norma?
—No es una norma, sino una costumbre —repuso el Pensador—. No sería lógico que nuestro rector se coartase a sí mismo con normas. Aunque nuestros interfaces son los que más utiliza, existen otros en otros hogares por los que a veces comunica sus disposiciones.
—¿Ha tenido usted noticia de esta decisión?
—No.
—Podría tratarse de una... —tragué saliva, de la poca que me quedaba, y miré a Tilann de reojo—... mentira.
El Kalkhagân alzó sus garras al cielo y las bajó dibujando una lenta circunferencia que, supuse yo, expresaba una furia extrema.
—¡Tu Gghosshat merece mil muertes! —rugió, y el verbo es literal. Estuve a punto de contestar que me daba igual, puesto que antes de que yo metiera la pata él ya tenía la intención de darme una simple, suficiente y definitiva muerte. Lwmal intervino.
—Hay que entender la confusión de nuestro visitante. —Su tono era tan mesurado que por un momento se me olvidó que estaban tratando de mi propia vida—. El ha tratado con Yagghumasht los últimos días y acaso no entienda la lógica de su decisión.
—Es que no es nada lógica —recalqué yo—. Usted, Lwmal, que se ha consagrado al Solggh, ¿cómo puede creer que su ordenador central, la máxima expresión de ese principio, haya tomado una decisión tan irracional? —El miedo acaba engrasando la lengua más seca.
—El que yo no la entienda no quiere decir que sea ilógica. Pero zanjemos el asunto anterior. —Los Pensadores gustaban de ser metódicos—. En cuanto a su hipótesis de que detrás de esto haya una mentira, Tilann puede enseñarle la orden impresa con el anagrama de Yagghumasht.
—¿Por qué tendría que hacerlo? —gruñó aquella bestia negra.
Lo que sucedió a continuación me dejó maravillado, a pesar de todas las cosas extrañas que había visto en aquel planeta. Como al desgaire, Lwmal lanzó un tremendo revés contra el rostro de Tilann; de haber sido yo el destinatario, creo que me hubiese juntado la nariz con el colodrillo. Después se sentó y aguardó a que el Kalkhagân le babease la cabeza de la forma consabida. Se levantó, miró a Tilann y ambos asintieron —movieron la cabeza como si asintieran; no sé qué puñetas hacían, la verdad. Por fin, el Kalkhagân me mostró una fina placa de plastimetal con unas pintorescas letras grabadas que no pude entender. Al parecer, el chip traductor no incluía juego de signos gráficos. En la esquina inferior izquierda había una complicada filigrana que, según me explicó Lwmal, era la firma de Yagghumasht. Estuve por sugerir una falsificación, pero me acordé del refrán "éramos pocos y parió la abuela" y opté por cerrar la boca.
Al menos, con todas esas tonterías estaba ganando algo de tiempo. Miré el reloj: siete minutos desde que Berry partiera. Quise imaginármelo llegando a la embajada con el mensaje, aunque tuviera que reventar a continuación como Filípides; pero sólo era capaz de verlo agarrado a un árbol y apretándose el ombligo para que se le pasase el flato. "No seamos pesimistas".
La situación era como para serlo. La garra derecha de Tilann se abrió ante mí y me agarró por el cuello de una manera muy desagradable: las uñas de sus pulgares oponibles se apoyaron en cada una de mis yugulares como si alguien le hubiese dado clases de anatomía humana. Intenté recordar alguna oración; lo único que me venía a la cabeza era el Quo usque tandem abutere, Catilina, y yo nunca había sido devoto de esa santa.
—Un momento, por favor —articulé como pude—. Antes de morir, también me gustaría dejarlo todo zanjado.
—Un lógico deseo —asintió Lwmal. Hubiera jurado que Tilann sonreía. Respiré hondo y traté de controlar mis entrañas. Tanto si moría como si me salvaba, quería hacerlo con los pantalones limpios.
—Hablábamos de que esta decisión de Yagghumasht no es demasiado... racional. —Nueva mirada al reloj. Ocho minutos. Imagen de Berry dando un rodeo por el bar más cercano para tomarse una cerveza y tener la garganta más fresca antes de dar la noticia.
—Para quien no disponga de todos los datos, puede parecerlo. Yo mismo no dispongo de todos los datos —reconoció Lwmal—. Sin embargo, la experiencia anterior me ha demostrado que aunque las decisiones de Yagghumasht puedan parecer extrañas a quienes le somos inferiores, siempre acaban por ser certeras, lógicas y atinadas según el Solggh.
—Ya, pero siempre puede haber una primera vez en que se equivoque.
—Supongo que se refiere usted a algo similar a las matemáticas, en que no basta con demostrar una propiedad para un conjunto de números procediendo por orden, número por número, puesto que siempre podría haber un número mayor para el que no se cumpliera tal propiedad.
—Sssí, más o menos. —Hubiera jurado que Tilann apretaba cada vez más las uñas. Si la presión aumentaba un poco más, mi piel cedería, mis yugulares se verían perforadas y dos chorritos de sangre brotarían para manchar el blanco impoluto de mi mono.
—Es una objeción que habría que considerar. —"TANNNG", la campana de la esperanza.
—Además —me animé—, tenga en cuenta que yo soy el psiquiatra de Yagghumasht. He sido llamado precisamente para atender desórdenes mentales que, en última instancia, podrían hacer que se comportara de una forma irracional. —Sentí algo cálido gotear por mi cuello. Tal vez sudor, tal vez sangre superficial. Diez minutos. Berry ya hubiera llegado si no fuese un maldito borracho. Me juré no volver a invitarle jamás a una jarra—. Este comportamiento es, precisamente, la consecuencia de su desorden.
Lwmal pareció pensárselo, pero Tilann movió lentamente la cabeza en círculos —la negación para los Kghasatshu— y me sentenció.
—Tonterías. Yo tengo una orden de Yagghumasht y la voy a ejecutar. Ahora mismo. Antes de que la orden de su tetracerebro llegase a su bimano, una potente luz nos alumbró a todos y un altavoz ladró:
—QUE NADIE SE MUEVA O DISPARAREMOS A MATAR.
Por segunda vez en la misma noche, la caballería. Tilann aflojó su presión un segundo, que yo aproveché para pegarle un puñetazo en la entrepierna. La reacción del alienígena no fue demasiado espectacular, tal vez tuviera los genitales en otra parte o protegidos de alguna manera, pero al menos me soltó. Un instante después yo ya me hallaba dentro del deslizador de superficie y bien protegido tras las anchas espaldas de Reinfeld y, aún más importante, su rifle de balas explosivas. Sentí tentaciones de sacarle la lengua a Tilann, pero pensé que era forzar demasiado la situación.
Y tanto, porque el Satshu ya se dirigía hacia nosotros con su paso cadencioso y desafiante. Reinfeld encendió su mira láser y dejó que el puntito rojo se centrara claramente en el pecho de Tilann.
—Si avanza un paso más, le partiré en dos. —Me gustaba su lenguaje: conciso, contundente. A pesar de lo locos que estaban los Kghasatshu, algo de instinto de conservación debía existir en ellos, pues Tilann se detuvo.
—Esto es una violación de los convenios —protestó.
—Me temo que también lo es intentar matar a uno de los nuestros —respondió Berry, que, se me ha olvidado comentar en el fragor de la acción, también se hallaba en el vehículo, y por cierto que ni acezante ni sudoroso, el muy cabrito.
El foco del vehículo proyectaba las sombras de los Kghasatshu contra la pared del edificio de control, haciéndoles aún más monstruosos. Debían estar totalmente deslumbrados, pero su dignidad evitaba que ninguno de ellos tratara de taparse los ojos.
—No si ha incurrido en Gghosshat —arguyó Tilann.
Lwmal se adelantó unos pasos hasta situarse a la altura del Kalkhagân, se agachó junto al agua del lago, que lamía los bordes del camino, y apagó su antorcha. Aquello seguramente debía significar algo.
—No se trata de Gghosshat, Tilann, sino de una orden de Yagghumasht. El doctor Milar ha plantado en mí una duda razonable sobre la lógica de la decisión de nuestro cerebro rector. Creo que debemos dejarle ir por el momento. Si nuestro análisis resuelve que debemos obedecer la orden, le reclamaremos a sus autoridades y éstas no pondrán ningún reparo en entregárnoslo para su ejecución.
Reinfeld estuvo a punto de responder con algo fuerte, pero le tapé la boca y contesté:
—Por supuesto, Lwmal. Si se demuestra la corrección de la orden, yo mismo acudiré gustoso a que el noble Tilann me degüelle. Y ahora, Reinfeld —añadí entre dientes—, ¿qué tal si le das la vuelta a este bicho y nos vamos de aquí?
Mientras maniobrábamos escuché la voz de Tilann detrás de mí. "Te esperaré, menos que Bussha, y te mataré."
Tierna criatura.
De vuelta en la embajada. Las tres y media de la mañana. La salida de Reinfeld con el deslizador había acabado de espabilar al personal, y me aguardaba un comité de bienvenida al que sólo le faltaban las pancartas. Antes de que pudiera terminar mi relato en su segunda versión, apareció ante mí abriéndose paso el embajador y, con una mirada acerada de sus ojos azules o, por decirlo más llanamente, con cara de perro, me pidió que le acompañara a su despacho.
—¿Cómo puede alguien organizar tal tinglado en tan sólo dos horas? —estalló una vez que cerró la puerta tras de sí. Ni tan siquiera me invitó a sentarme—. ¡Ahora tenemos a una de nuestras mejores profesionales atada con una camisa de fuerza, y los Kalkhagân han presentado una protesta formal contra mí por su maldita culpa!
Por primera vez en aquella noche, no estaba atado ni entre las garras de un depredador, así que contraataqué. —Permítame decirle que esa gran profesional suya lo que es es una artista del destazado, y pretendía practicarlo conmigo. Y tampoco tengo la culpa de que no me guste dejarme matar por una pandilla de extraterrestres si no me convencen sus razones.
Nuestras miradas se batieron en duelo por unos segundos. El abandonó el primero sin que yo tuviera que ponerme bizco ni sacar la lengua, mi truco habitual.
—Me parece muy sospechoso que su llegada haya hecho enloquecer a una profesional tan acreditada como la doctora Uzelsky y a un ordenador de inconcebible capacidad como Yagghumasht. —Seguro que tamaña gilipollez le había dejado tan satisfecho de su sutileza.
—¡Alto ahí, excelencia! De lo primero no tengo ni por qué defenderme, y en cuanto a lo segundo, ¿para qué hubiera llamado Yagghumasht a un psiquiatra terrestre sino para tratar su locura?
El embajador se sentó en su silla giratoria, abrió un cajón que tenía lleno de clips formando un dibujo pornográfico y lo retocó, nervioso. Al advertir mi mirada de curiosidad, cerró de golpe y me apuntó con un dedo cargado de amenaza.
—Espero que solucione ese maldito problema usted solito, porque como por su culpa me cesen, juro que pondré un petardo tan grande en su jodido culo que aterrizará en las barbas del Tipo de Allá Arriba. Ahora, fuera de aquí.
Antes de salir le hice un corte de mangas. Lástima que hubiese agachado la mirada antes. "Por su culpa me cesen". Nada de una guerra interestelar, nada de genocidio, sólo le preocupaba su cargo. En fin, era un político y no había por qué sorprenderse.
Me dieron las cinco antes de acostarme, y mis sueños se vieron turbados por todo tipo de pesadillas en los que se combinaban Gundulas con garras y colmillos y Tilannes con tetas y navajas. Berry me despertó a las nueve, y no le pegué un puñetazo en los dientes porque me había salvado dos veces la vida.
—Parece que seguimos teniendo acontecimientos —me comunicó con aire preocupado—. Caniego ha aparecido en una ducha con las venas cortadas.
Me froté los ojos, bostecé, me rasqué los pelos del pecho y me detuve antes de completar el ritual expulsando mis gases entéricos por respeto a Berry. Sólo entonces caí en la cuenta de lo que me estaba diciendo.
—¿Caniego? Vaya por Dios. Tenía una depresión de caballo. Lástima que mi tratamiento hubiera empezado tan tarde.
Caniego no caía demasiado bien a nadie, pero no dejaba de ser una noticia triste y eso se notaba en el silencio que reinaba en el comedor durante el desayuno. Reinfeld, la causa material de mis dos salvaciones (digamos que Berry era la causa eficiente), se sentó con nosotros. Tenía unos bíceps tan gruesos como la cabeza y comía en consonancia con sus proporciones.
—Parece que esta noche el embajador no ha dormido muy bien —nos comunicó—. Los Kalkhagân y alguna otra casta han estado toda la noche dándole la lata con el incidente, y como no se les ocurre en la vida la brillante idea de hablar uno por todos, debe haber recibido más de treinta llamadas.
—Me imagino que todas ellas de calurosa adhesión a mi persona. Me pasas la... ¿qué es esa pasta?
—Crema de cacahuetes y remolachas. Está cojonuda.
—No, déjalo, me conformaré con las galletas.
—¿Está de mal humor su excelencia? —preguntó Berry.
—Mejor no acercarse a él. Ha prohibido que salgas del edificio —se dirigía a mí— y lo ha arreglado todo para que te vayas de Hoonai con la lanzadera de esta tarde.
Pensé hacer algunos comentarios ofensivos, pero me los guardé; aún no confiaba lo bastante en Reinfeld para hacerlos, y por otra parte el mejor sitio en que podía estar era fuera del planeta. Pero por otra parte, mi conciencia de salvador de la humanidad, recientemente despertada, me pinchaba con una navaja. Navaja, navaja: ¿por qué tenía esa palabra constantemente a flor de labios?
Más tarde, en la habitación.
—Berry, he de confesarte una cosa...
—¿Que eres virgen?
—No, escucha. Verás, soy... Mejor, no soy... psiquiatra.
Berry no era de los que saben enarcar una ceja, de modo que tuvo que levantar las dos; un gesto que hubiera expresado duda inteligente se convirtió en uno de estúpido asombro. Pero hay habilidades innatas que no todo el mundo posee.
—¿Que no... eres psiquiatra? ¿Quieres decir que no eres David Milar?
—No. Sí. Bueno, no soy psiquiatra, pero sí me llamo David Milar. Soy hijo del famoso David Milar.
A todo esto, yo estaba haciendo la maleta. La verdad era que no había traído más que la ropa puesta, pero pensaba llevarme toda la que me habían prestado en la embajada y algunas cosas más que pudiera arramblar en el último momento.
—¿Y cómo te has podido meter en este fregado?
—Si te dijera la verdadera razón, no me ibas a creer.
Berry posó su mano sobre mi hombro.
—Por echar un polvo, no me digas más. —Asentí con gesto compungido—. Conociéndote, te creo.
Le expliqué la historia mientras terminaba con la maleta, y aproveché el embelesamiento en que mis palabras le tenían sumido para quitarle la máquina de afeitar y guardarla debajo de mi pijama.
Después me arrepentí por la amistad que le tenía y la volví a dejar donde estaba, conformándome con mi triste navaja[21]. Finalmente me preguntó el motivo de que se lo contara.
—Porque estoy preocupado. No sé resolver esta situación. Creo que ese ordenador se ha vuelto esquizofrénico de verdad, y tal vez si yo hubiese sido un psiquiatra de verdad podría hacer algo.
—¿Remordimientos? Hombre, la verdad es que hasta ahora no me habías parecido muy eficiente como psiquiatra, pero de vez en cuando se te escapaba algún conocimiento y todo. ¿Tienes idea de cómo se cura la esquizofrenia?
Por toda respuesta, crucé los brazos, encendí el portátil y le mostré las posibles soluciones. Berry meneó la cabeza y me absolvió: nada de lo que allí aparecía podía aplicarse a Yagghumasht. Me hubiera quedado más tranquilo con sus palabras y con su promesa de no contar nada a nadie, pero poco después recibí una llamada del Mediador Hairg. Como siempre, soporté el estúpido trámite de hablar con él antes de que, por fin, me pasara con el busto holográfico de Lwmal. Tenía las pilosidades supraciliares un poco mustias; no supe interpretar si significaba algo o si simplemente no se había echado fijador.
—Doctor Milar, he estado pensando en sus palabras de anoche y tal vez tenga usted razón —me dijo sin preámbulos—. Según recuerdo, Yagghumasht le hizo venir para que usted le ayudara a superar un desorden mental que temía pudiera alterar sus correctos procesos. No acostumbramos a dudar de las decisiones de nuestro rector, pero las últimas son anormales en él.
—Supongo que se refiere a la de matar a su psiquiatra, por ejemplo.
—Hay otra más grave. Hemos sabido que existe una orden dada directamente a los Kalkhagân del Cielo[22] para que tres destructores se encaminen hacia el sistema Magghr, donde se encuentra el planeta que ustedes conocen como Ampracia. Llegarán allí antes de cuatro días.
A mi espalda, Berry silbó entre dientes. Ampracia era una de las colonias más antiguas de la Tierra, un próspero mundo de unos veinte millones de habitantes que pagaban religiosamente a Hacienda y que sin duda lo último que esperaban era un desembarco Satshu.
—Eso es muy grave. Debería comunicárselo a mis autoridades —respondí con sentido de estadista.
—Mejor sería que no dijera nada aún. Si pudiese ayudar a Yagghumasht para que cambiara su decisión todo se resolvería sin necesidad de violencia.
—¿Ayudarle? No le acabo de entender. Tendría que convencerle.
—Según Yagghumasht, esa orden no ha partido de él, sino de alguien que le impone sus pensamientos desde fuera. Me ha dicho que usted... —hubo una leve vacilación, extraña en alguien que parecía más ordenador que el propio Yagghumasht—... que usted es su amigo y que encontraría alguna solución.
—Si lo hago, le avisaré. No lo dude. Corté la comunicación y me quedé mirando a Berry. Los nervios le hacían tirarse de los bigotes como si quisiese depilárselos, que falta le hacía.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Que qué voy a hacer? Lo que me ha ordenado el embajador: tomar esa lanzadera y desaparecer de aquí antes de que se declare la guerra entre los humanos y los Kghasatshu y me coja precisamente en el sitio menos indicado. Te recomendaría que vinieras conmigo con cualquier excusa.
—Tendrás que decírselo al embajador.
Sin contestarle, salí de la cabina, volví a la habitación y terminé con la maleta. Así que aquel maldito ordenador insistía en que yo era su amigo... Mi padre nunca ha querido ser amigo de sus pacientes: dice que algunos de ellos son más peligrosos cuanto más te quieren. La noche anterior yo ya había tenido una muestra de lo inseguro que era el cariño de Yagghumasht.
"Si fuese real y tuviese una navaja, seguro que intentaría agredirme..."
—¿Seguro que no hay manera de arreglar este desaguisado? —Era la voz de Berry, que había entrado detrás de mí. Al parecer no le llegaba la camisa al cuerpo. Me volví hacia él y le sorprendí preguntándole:
—¿Por qué desde que me he levantado no hago más que pensar en navajas? Hasta me he puesto a buscar la de afeitar, cuando no he tenido una en mi vida.
Berry se encogió de hombros.
—No lo sé. Yo soy aún menos psiquiatra que tú. Como no sea que lo de Gundula te haya traumatizado...
Lo de Gundula me había traumatizado por muchas causas, una de las cuales, y no la menor, era que no había conseguido cepillármela después de haberla tenido a punto de caramelo. Pero me consolaba pensando que sus gustos eróticos eran incompatibles con los míos; a decir verdad, eran incompatibles con mi propia existencia. No: la de la navaja era una de esas ideas inasibles con que uno despierta algunos días, una inspiración recibida en el brumoso reino de los sueños. (Escrito está, ya no hay remedio).
—He tenido una idea durmiendo... ¿Cuál?
Una hora después seguía pensando con la ayuda de Berry, que me sugería asociaciones de ideas a cual más disparatada. Hasta llegué a pensar en la navaja del Tempranillo[23].
—¿Y la navaja de Ockham? —insistió Berry, inasequible al desaliento. Creo que estaba convencido de que entre los dos podíamos salvar la civilización humana.
—Ockham... Yo he estudiado a ese tío —le respondí—. ¿No era un filósofo, un pintor o algo así?
—Un filósofo, pedazo de burro. —¡Ah, es verdad! Había un principio al que se llamaba navaja de Ockham...
—¿Pues de qué coño te estoy hablando? Se trata de un principio de economía. Cuando para explicar un suceso baste con una causa simple, no hay por qué recurrir a otra más complicada.
—¿Y tú crees que eso puede servirnos para el problema que tenemos entre manos?
Berry volvió a encogerse de hombros. En ese momento recibió una llamada para ocuparse de algo relativo a su trabajo, que tenía abandonado durante toda la mañana, y hubo de salir. Diez minutos después estaba de vuelta con dos cervezas y una tapita: dos perritos calientes. La idea que estos anglos tienen de una tapita es peregrina, pero aún así me lo comí.
—¿Y tu trabajo? —He metido en el ordenador un virus que lo jode durante veinticuatro horas. Lo tengo preparado para estos casos. Venga, tío, no pretenderás que me ponga a revisar pedidos cuando se avecina la Guerra de las Galaxias. ¿Se te ha ocurrido algo?
—Que la navaja del barbero sería lo más adecuado para mis venas. A lo mejor estoy obsesionado por lo de Caniego...
—Seguro que sí. Te hablaba de lo de Ockham. Vamos a estudiar las causas de la enfermedad de ese maldito ordenador.
—Ya pensé en eso: si conocía la causa, en cierta forma podía encontrar un remedio. Pero no entiendo cómo un ordenador, para colmo alienígena, tiene una enfermedad mental terrestre.
—Aplica a eso el principio de economía... A lo largo de mi vida he tenido momentos de cierta brillantez, inspiraciones creativas que no han llegado más lejos por culpa de mediocres profesores que insistían en minucias como la corrección matemática o la contradicción con la experiencia. En aquel momento, paladeando un buche de cerveza, tuve una de ellas.
—¡Ajá! No hago más que pensar que un ordenador alienígena no puede tener esquizofrenia. ¿Y si, en efecto, no la tiene?
—Vaya, por fin te enteras de lo que te estaba diciendo.
—¡Calla un momento! ¿Cuáles son los síntomas que presenta?
—Por lo que me has dicho, parece que alguien invadiera y controlara sus pensamientos. ¿Cómo se puede hacer eso con un ordenador?
—Era una pregunta retórica. El mismo se contestó—. Elemental: sólo hay que hacer lo que acabo de hacer yo, entrar en su programación.
—¡Ahí está, ya era hora de que se me ocurriera! Vamos a hablar con Lwmal.
Quince minutos después estábamos de vuelta en la habitación, después de dar largas a Reinfeld, que, "de parte del embajador", quería saber qué tramábamos. El Pensador nos había desanimado: nadie programaba a Yagghumasht desde los lejanos tiempos en que había sido creado. Recibía datos de sus conexiones e interfaces, pero sólo pasaban a sus memorias y a sus centros de control externos; de acuerdo con las informaciones que procesaba, él mismo se reprogramaba continuamente. Como una persona.
—Bien, pues aquí estamos. —Con otras dos cervezas y, esta vez, dos pinchos de tortilla, añado—. Nuestra bonita idea al garete.
—Nos debemos haber pasado con lo de la hipótesis simple —dijo Berry—. Si la solución hubiera sido tan simple, tan simple, hasta los dientudos la habrían descubierto. Sin embargo, la idea de que alguien entrara en la mente de Yagghumasht parecía interesante.
—¿Pero cómo? —La tortilla no estaba muy buena; aquellas gallinas debían comer carne de Bussha. Con todo, terminé la mía y empecé a robarle discretamente trocitos a Berry—. Yagghumasht funciona como una persona, y la única forma de entrar en los pensamientos de una persona es mediante la telepatía.
Es una lástima que no exista. Berry se mordisqueó el bigote y su mirada se perdió más allá del límite de los bordes de las fronteras de los infinitos de la abstracción.
—Una lástima... ¿Y si existiera?
—Venga, hombre, no digas chorradas. No serás de ésos que creen en los fenómenos ESP, los horóscopos y...
—Espera, espera. ¿Por qué no creemos en los fenómenos paranormales?
—Muy sencillo. Si yo quiero mover mi lata de cerveza con la mente, tendré que ejercer alguna fuerza sobre ella. Sólo conocemos cuatro fuerzas: las nucleares fuerte y débil, la electromagnética y la gravitatoria. Con las dos primeras no podemos contar para telequinesis, telepatía ni telebobadas.
—Ya, su alcance es muy corto. Vaya —se sonrió—, parece que sabes algo más de física que de psiquiatría.
—La gravitatoria es demasiado débil —repuse sin hacerle caso—. Para levantar esa lata de cerveza de la mesa se necesitaría, lógicamente, un tirón mayor que el del planeta Hoonai, y nadie suele llevar agujeros negros en su bolsillo.
Excepto cuando se trata de mi tarjeta de crédito, añadí para mí.
—Eso sólo nos deja la fuerza electromagnética.
—Muy complicado, y además se detectaría fácilmente. Conclusión: una quinta fuerza "extrasensorial", si existiera, al ser indetectable sería tan débil que no serviría ni para mover una partícula de polvo.
—No corras tanto. No estamos hablando de mover objetos, sino de telepatía. El electromagnetismo...
—...seguiría siendo detectable, a no ser que... Nos quedamos mirándonos el uno al otro con la boca a medio abrir, en un gesto que no parecía manifestar ningún descubrimiento inteligente.
—¡Aquí no utilizan las ondas electromagnéticas para comunicarse! —salté.
—¡De modo que no pueden detectarlas, porque ni se molestan en tener aparatos para ello! —saltó.
La idea parecía más provechosa que la anterior; los Kghasatshu conocían la física fundamental tanto o más que nosotros y, obviamente, manejaban la fuerza electromagnética en casi todos sus aparatos. De hecho, en sus comunicaciones por fibra óptica empleaban el electromagnetismo, sólo que de otra manera distinta. Pero su espacio, su éter que dirían antes, estaba virgen de emisiones.
—Pero, ¿cómo se puede entrar en un cerebro mediante ondas de radio o de lo que sea? —me extrañé—. No tenemos antenas.
—Nosotros no, pero tal vez tu paciente sí. Es una mezcla de elementos orgánicos e inorgánicos. En éstos o en aquellos podemos encontrar algún tipo de receptor.
Volvimos a hablar con Lwmal y la idea le pareció interesante. Nos pidió que la comprobáramos nosotros mismos, para lo cual deberíamos ir al centro de control. Yo no las tenía todas conmigo, pero me aseguró que Yagghumasht hoy estaba muy tranquilo e incluso arrepentido de lo del día anterior. "El problema no es él, sino Tilann", objeté. Con todo, le prometimos acudir en una hora con aparatos de medición.
Aunque no me hacía mucha gracia volver a hablar con él, tuve que explicarle al embajador lo que había ocurrido y lo que se nos había ocurrido para que nos permitiera salir, nos dejara los aparatos necesarios —en la embajada había que rellenar instancias hasta para reponer los rollos de papel higiénico— y, lo más importante, nos prestara a Reinfeld como escolta. Debía haber dormido un rato, tenido alguna gratificación sexual reciente o desalojado sus intestinos de forma satisfactoria, porque estaba más amable dentro de su estilo un tanto rugoso, por no decir tosco.
—De modo que así están las cosas —suspiró al final. Se puso en pie, abrió un armario que tenía bajo la bandera del GNU, sacó un rifle que debió pertenecer a Davy Crockett y lo sopesó con el aire más pensativo posible en él; es decir, no demasiado—. Roguemos al Buen Dios que esa idea de ustedes tenga algún fundamento, si queremos que todo lo que hay de humano, cristiano y amer... de, bueno, que lo que hay de eso en la Galaxia se salve. —Volvió a guardar el rifle, nos estrechó las manos y pronunció con mayúsculas—: Todos Confiamos En Ustedes. No Nos Defrauden.
Por lo menos no añadió: "Si fallan, les daré tal patada en el culo que los enviaré con el Relojero Cósmico", aunque seguro que ésa era su intención. Eso si no nos pegaba un tiro.
El camino en el deslizador se hacía bastante más agradable, cómodamente repatingado en un sillón de cuero y recibiendo la caricia del aire acondicionado; me pregunté por qué no se lo habría pedido más a menudo al embajador. Por desgracia no duró más que un par de minutos. Reinfeld se quedó esperando aparcado junto a la familiar mole gris del centro de control mientras Berry y yo pasábamos a toda velocidad por la pequeña puerta de metal, temerosos de que Tilann apareciera en cualquier momento.
Lwmal y un Sh'dir muy alto y delgado, de cuyo nombre no llegamos a enterarnos, nos esperaban en el primer pasillo. Mientras recorríamos el consabido laberinto de corredores, salas y escaleras, Berry no cesó de hacerme preguntas sobre todo lo que veía que yo, renuente a confesar mi ignorancia, le respondí con las mejores muestras de imaginación. Esta vez pasamos de largo la estancia en que Yagghumasht y yo solíamos entrevistarnos para colarnos por un estrecho túnel en el que sólo faltaban estalactitas y acabar en una especie de cripta sumida en penumbras, una cúpula de unos diez metros de altura que rodeaba la principal masa del ordenador central. Había unos cuantos Kghasatshu trabajando allí, pero desaparecieron silenciosamente a un gesto de Lwmal, del mismo modo que hizo el Sh'dir; nunca supimos para qué nos había acompañado.
El núcleo de Yagghumasht constaba de dos grandes bloques. El primero, su soporte inorgánico, era una compleja estructura de formas más bien complejas que recordaba a un órgano barroco de diseño postfuturista; el segundo era un cubo opaco que se volvió translúcido a una indicación de Lwmal para revelarnos parte de su interior: allí, flotando en un líquido fluorescente, vimos un gran número de cerebros conectados entre sí por enrevesados filamentos. La solución que los bañaba permitía apreciar con cierto detalle los que estaban en primer plano; tenían un aspecto similar a las sesadas que venden en cualquier casquería, con circunvoluciones y esas cosas, aunque divididos en cuatro partes por una cisura vertical y otra horizontal.
—Supongo que mi apariencia habitual era más tranquilizadora.
La voz que había sonado a mis espaldas era la de Yagghumasht; es decir, la que Yagghumasht solía utilizar para hablar conmigo. Me volví y ahí lo tenía, tan tranquilo, tan educado y aristocrático, como si el día anterior no hubiese ordenado mi muerte. Se lo presenté a Berry y me di cuenta de que éste se contenía para no extender la mano y estrechársela al holograma.
—Podría presentarle mis disculpas, doctor Milar, por lo sucedido anoche, pero creo que es mejor actuar antes de que él se vuelva a apoderar de mi mente y repita esa orden.
Berry abrió la bolsa que llevaba y empezó a montar los aparatos. Puesto que aún no había confesado a los Kghasatshu que no era psiquiatra, ni tenía intención de hacerlo hasta que me encontrase a unos doscientos parsecs de sus colmillos, le pregunté a Yagghumasht con mi habitual tono profesional por su estado.
—Ahora me encuentro bien, muy lúcido.
—¿Ha anulado la orden dada a los destructores? Me refiero a la de atacar un planeta humano.
—Por desgracia me es imposible —sacudió la cabeza, pesaroso. A veces me daban ganas de pellizcarle para saber si era real, pero tal vez hubiese malinterpretado mi interés—. Cuando lo intento me siento terriblemente... confuso. Es como si me desconectara, como si me quedara en blanco por unos segundos.
—Ya, un estado de catalepsia. —Aunque no lo crean, me salió solo. Berry sonrió y me palmeó la espalda. "Menos coña", le gruñí por lo bajo—. ¿Ya conoce nuestra última teoría?
—¿La de la una invasión de mi pensamiento por ondas electromagnéticas? El pensador Lwmal me la ha comunicado. —¿Y bien?, le animé con un gesto. Yagghumasht señaló hacia su izquierda, a la gran masa de componentes inorgánicos—. No existe ahí un solo receptor de radio ni en general de ondas a distancia. Todas las entradas son por fibra óptica o cables de alimentación. Podría bombardear esa unidad con todo tipo de radiaciones sin conseguir nada. Bueno —añadió con una semisonrisa—, unas gamma lo estropearían todo, obviamente, pero de una manera bastante azarosa.
Sin hacer mucho caso, Berry ya tenía montados el medidor de campo y el localizador. A mí, que en el fondo ya me sentía el psicoanalista de Yagghumasht, me parecía que me estaba ocultando algo, de modo que le animé a proseguir.
—Pero existe otra posibilidad. Tengo la teoría de que, en el pasado, los Kghasatshu tenían —nunca utilizaba la primera persona del plural cuando se refería a sus creadores— órganos sensibles a determinadas frecuencias de ondas electromagnéticas.
Berry y yo cruzamos una mirada nerviosa, mientras Lwmal se balanceaba sobre un pie en una actitud que, aplicando el principio de analogía, me pareció de desconcierto.
—Nunca me ha comunicado esa teoría, rector —declaró, tal vez molesto.
—No me pareció que tuviera interés para los Pensadores. Era algo del pasado lejano. —Recordé entonces que los Kghasatshu ni siquiera tenían una palabra para "historia". Era muy llamativo cómo Yagghumasht se diferenciaba de sus creadores y se asemejaba a nosotros. Aquello hubiera inspirado al embajador una inspirada charla sobre la superioridad del espíritu hum(americ)ano—. Son deducciones a partir de hechos dispersos, que para los Pensadores no llegan a la categoría de ciencia por no cumplir los principios Tres, Cinco, Seis y Veinte.
—En resumen, ¿cuál es esa teoría? —pregunté, impaciente. Otro día le preguntaría por los susodichos principios.
—Ya la he expuesto. En el pasado los Kghasatshu eran susceptibles a las ondas de radio. Tal vez se tratara de una mutación genética inducida, de la época en que los Baotsha, que se comunicaban así, eran nuestros tutores.
Aquello era nuevo para nosotros, y el propio Lwmal no parecía menos sorprendido. ¿Quiénes eran los Baotsha?
—Una raza ya perdida. La que elevó a los Kghasatshu a la civilización, la que convirtió sus instintos carniceros en el protocolo del Yrgb. La que me creó. La mirada de Lwmal podía expresar cualquier cosa. Por mi parte, ahora recordaba que Yagghumasht me había hablado en alguna ocasión de los Baotsha, pero yo, preocupado de aplicar mi programa psiquiátrico a sus palabras, no le había prestado mucha, demasiada o ninguna atención. Berry soltó una carcajada seca.
—¡De modo que los Kghasatshu son unos Elevados, con todo su Yrgb y su...! —Les miré a él y a Lwmal alternativamente y comprendió la indirecta. No convenía comprobar hasta qué punto el Solggh era algo más que un barniz sobre la naturaleza salvaje de los Kghasatshu ni hasta qué punto pinchaban los colmillos de un Pensador.
—Rector, nunca nos has revelado esa información —protestó débilmente Lwmal.
—Nunca ha estado oculta, pero tampoco os ha interesado. Jamás mirabais en los registros más antiguos.
—Entonces no hemos sido nosotros quienes... Berry me tocó el hombro y me pasó el localizador. "Déjales a su rollo", me sugirió. Mientras rodeábamos las enormes consolas buscando haces de ondas en diversas longitudes, Yagghumasht explicaba cómo era mucho más antiguo de lo que los Kghasatshu habían sospechado nunca. Yo mismo estaba sorprendido: aunque no era un dato que nadie me hubiese revelado explícitamente, siempre había supuesto que el gran ordenador era una obra reciente, una creación de los Pensadores. Por lo que estaba escuchando tenía más de mil años, y en ese tiempo ni la sociedad ni los conocimientos de los Kghasatshu habían progresado demasiado. De modo que la ciencia Satshu era prácticamente la ciencia que los Baotsha les habían enseñado.
Hay que reconocer que Lwmal se lo tomaba bien. Después del primer momento de desconcierto estaba escuchando con gran interés las palabras de su rector, y por el momento no parecía que estuviera sufriendo un choque cultural ni nada de ese jaez.
—Ven detrás de mí, no te distraigas —me regañó Berry—. No tenemos todo el tiempo del mundo.
Mientras dábamos la séptima vuelta en torno al soporte físico de Yagghumasht observé que Berry se detenía junto a una extraña estructura y leía algo entre dientes. Me acerqué curioso y observé un conjunto de signos tan exóticos e incomprensibles como el fichero de ayuda de cualquier programa de ordenador.
—¿Tú sabes lo que pone ahí? Yo no entiendo ni jota.
—¿Cómo que no? Tu chip traductor tiene que... ¡Bingo! Acabamos de encontrar una emisión. —Realizó unos estrambóticos movimientos con la especie de paraguas que llevaba y tecléo furioso en el mini conectado al detector—. Un haz de radio de alta frecuencia, en la zona de UHF. Dispersión... Trae el localizador.
—Acabo de enviar una orden a Tilann para que venga a buscarle, doctor Milar.
Se me pusieron de punta hasta las vellosidades internas de las orejas, ésas que en los dibujos de los libros de texto sirven para atrapar moscas. Con un gesto instintivo me llevé la mano al cinturón, buscando la pistola láser que ni había llevado en mi vida ni se había inventado todavía.
—¿Otra vez le ha dicho que me mate?
Yagghumasht se materializó de nuevo ante mí, con tal rostro de compunción que casi le pedí perdón por lo seco de mi tono. Pero, qué puñetas, ya me estaban tocando lo que no sonaba con esas ganas de matar siempre al mismo.
—Ha sido él, el que invade mis pensamientos.
—Tiene su lógica —intervino Berry—. Yo ya había rastreado esa frecuencia hace un par de minutos, pero no la había encontrado porque no había emisión. Quien sea que se entromete en sus pensamientos...
—...el hijo de puta de Tilann —rezongué yo.
—...lo acaba de hacer ahora y por eso hemos localizado la emisión.
Con esa admirable flema que le caracterizaba, a pesar de las sorprendentes revelaciones que había tenido que escuchar, Lwmal se acercó a nosotros, examinó los aparatos y sugirió:
—¿No se puede bloquear esa emisión?
—¿Por dónde anda Tilann ahora? No le vaya a dejar entrar.
—No soy yo, doctor. Ojalá pudiera...
—Unas placas opacas a...
—...pero él me confunde y...
—Confusión, confusión, ¡y yo qué!
—¡BASTA! En este caso las mayúsculas indican eso, un enfado mayúsculo. No era Yagghumasht con voz de ordenador, sino Berry con voz de mala leche.)
—Así no hay quien piense, maldita sea. Estamos recibiendo una emisión y lo que interesa ahora es localizar su punto de partida. Yagghumasht, ¿es usted capaz de ver con sus ojos holográficos y echar un vistazo a esto para orientarnos?
Mi paciente se acercó y hasta se puso de puntillas para mirar. Era un cuentista nato. En realidad estaba viendo por los sensores que tenía dispersos por toda la sala.
—¿Cómo funciona eso?
Le vi tan interesado que sentí envidia y le empujé un poco para mirar yo. Como era de esperar, lo atravesé. La sensación fue tan molesta que me aparté.
—Por muy compacto que sea el haz, tiene un grado de dispersión. Se trata de medirlo, considerar que la fuente de origen es puntual y a partir de ahí calcular una distancia. El problema es que yo no tengo un mapa de la zona.
—Muy bien. En ese caso el haz parte de...
—La casa de Tilann —sugerí.
—...el monte Skraugh. La más alta de las montañas negras al este de la ciudad. Algo más abajo de la base. Bajo tierra. Debe ser en la mina abandonada.
Bueno, me dije, por una vez la enorme capacidad del ordenador nos había servido para algo. Ahora, añadí en voz alta, sólo había que enviar un pelotón de Kalkhagân para que destrozaran a dentelladas el centro emisor y todos a su casita.
Con alzo de zumba, Berry me hizo ver que tal vez el centro emisor perteneciera a los Kalkhagân. ¿Quién iba a estar más interesado en desatar una guerra contra los humanos? Sí, claro, respondí yo.
—En circunstancias normales —intervino Yagghumasht— me hubiera parecido imposible tal violación de las normas, pero dada la situación que vivimos hay que admitir cierta lógica a esa suposición.
—Eso mismo pienso, rector .-Era Lwmal; aunque, puesto que él era el único que llamaba "rector" a Yagghumasht, esta acotación es ociosa. ¿Para qué diantre la habré puesto?— La explicación de que toda esta conjura se deba a algunos Kalkhagân parece absurda, pero cualquier otra que podamos concebir es aún más absurda, con lo cual, y de acuerdo con el principio veintisiete de las reglas del Solggh en modalidad condicionada negativa, hemos de quedarnos con ella por...
—Lamento interrumpir su brillante parlamento, Pensador. —Yagghumasht sonaba ligeramente irónico, un detalle humano que sin duda había adquirido gracias a la familiaridad con mi chispeante conversación—. Ahora que sé lo que me ocurre creo que puedo mantener mi salud mental, pero lo que no puedo evitar es que él siga controlando mis pensamientos. Acabo de dar órdenes a Gghrumm y a su grupo de Kalkhagân para que ataquen la embajada terrestre y no dejen a nadie con vida.
—Bueno, eso es irrelevante ahora —repuse, tal vez algo distraído—; lo importante es atar los cabos su... ¿Cómo ha dicho?
—Te lo diré yo —explicó Berry, amable—. Tu amigo y paciente ha decretado el inicio de la guerra contra los hombres empezando por los que estamos en este planeta. A ti tal vez no te preocupe demasiado, porque con una vez que te hayan condenado a muerte es suficiente, pero yo preferiría hacer algo.
Se volvió acusador hacia el holograma de Yagghumasht. Algo de razón tenía: el enfermo sería él, pero las tortas nos las llevábamos nosotros.
—¿Alguna sugerencia brillante, señor Yagghumasht?
Mi paciente alzó los hombros y nos ofreció sus manos abiertas en un gesto tan sincero de pedirnos perdón que no pude por menos que disculparle por haber ordenado la destrucción de la embajada; lo de empeñarse en que Tilann me matara era otra cosa.
—La acción es evidente: dirigirse al monte Skraugh e interrumpir las emisiones de radio para que yo vuelva a controlar la situación.
—¿Y qué tal si usted se desconectara? —sugirió Berry, agresivo.
—Absurdo. ¿Quién anularía las órdenes?
—No me seduce mucho la idea de meterme en una mina llena de Kalkhagân armados hasta con los dientes... —Este era yo, preciso. No es un comentario cobarde, sino la objeción típica del protagonista para que la acción del relato no sea tan lineal.
—No creo que les convenga perder demasiado tiempo en discusiones. Mis sensores externos han detectado la llegada de Tilann...
—Entonces no me largo de aquí ni aunque me tiren de las pelotas .-Disculpen el coloquialismo "largarse".
—...que parece tener algunos problemas con su amigo de ahí fuera.
Berry y yo cruzamos sendas miradas de pavor. La suya, supongo, era por Reinfeld. La mía era por David Milar jr. Berry urgió a Lwmal para que le ayudara a salir de aquel laberinto. ¡Heroico varón, siempre dispuesto a salvar vidas!, pensé, ya solo en aquella sala de la que no pensaba moverme.
—Como le considero mi amigo, le daré un buen consejo —me dijo Yagghumasht—. Mejor será que aproveche la confusión para salir de aquí. Si Tilann entra en el centro de control es dudoso que los Pensadores le protejan de él.
—Pero usted puede explicarle personalmente las causas de lo que está sucediendo...
—Tengo la impresión de que Tilann estará poco dispuesto a escucharme. Puede acogerse a la justificación de que no ha recibido la contraorden por escrito. Y si, suposición plausible, fuese él quien está detrás de todo esto...
—¡Berry, espérame!
A la salida me recibieron dos bofetones; uno, el de Grosggh, el sol local; el otro contra el suelo, porque bajo los rayos ultravioleta no distinguí el contorno del escalón de salida y me lo comí. Ambos me recordaron la conveniencia de ponerme las gafas especiales. Con ellas, y al tiempo que me incorporaba, pude presenciar una escena poco tranquilizadora: Tilann había arrancado la puerta del deslizador y tenía a Reinfeld, con sus más de cien kilos, levantado por encima de su cabeza. Un instante después el hombre de Seguridad amerizaba en las aguas del lago. "Aún tiene su arma", pensé, pero mi ilusión duró poco: Tilann sacó el rifle del vehículo y lo dobló entre sus garras como una barra de plastilina. Berry lo observaba todo mirando alternativamente a Reinfeld, a Tilann y a mí. Decidí que me iba a servir de poca ayuda y me volví, dispuesto a entrar de nuevo en el centro de control. Dime con la puerta en las narices, y fue un impacto doloroso tanto en lo físico como en lo moral.
Nueva vuelta. Tilann ha reparado en mí. Juro que se relame los labios. Tal vez haya decidido abandonar la dieta de Bussha. Mirada a la izquierda: el lago. A la espalda: no merece la pena, puerta cerrada. Al frente: Tilann, y ya está más cerca. A la derecha: un camino y un bosque. Derecha, ¡ar!
Empecé sacándole unos veinte o treinta metros de ventaja a Tilann, que acaso me duraran diez o quince segundos. En vez de malgastarlos pensando en mi vida y en lo que pudo haber sido y no fue, busqué alguna escapatoria a la par que corría, y mi proverbial astucia dio con una: un contenedor levitante conducido por un Bussha sobre la cinta superconductora. El Bussha voló de un empujón y yo me agarré al contenedor.
Pequeño problema: mi improvisado vehículo, un tetraedro negro que flotaba a unos treinta centímetros del suelo, llevaba paso de tortuga, mientras que Tilann-Aquiles de los pies ligeros, por más que Zenón sostuviera lo contrario, me estaba devorando el terreno. Pero aquello, (ya se imaginarán que hay truco), tenía un par de manubrios en la parte superior: una rueda que luego comprobé que servía a modo de volante y una palanca que, supuse deseé rezé, era una especie de acelerador. Empujé a tope.
El reprís de aquella cosa no era como para fardar con las amigas en la playa, pero sentí cómo aceleraba perceptiblemente hasta que mis piernas no dieron más de sí y tuve que arrojarme encima del tetraedro. La fortuna seguía sonriéndome y aquel ortogonal ingenio aguantó mi peso sin mayores problemas. Me volví, dispuesto a sacarle la lengua a Tilann, y comprobé que estaba tan cerca de mí que con un par de zancadas más era él quien me podría sacar los hígados.
La palanca estaba a tope y el contenedor ya no aceleraba más. Si un Satshu macho puede correr a 50 km./h., aquel vehículo debía tener una velocidad máxima de 50'5 km./h.. Alejarme a medio kilómetro por hora de un monstruoso extraterrestre que pretendía, como poco, degollarme a bocados me recordaba tanto a la típica pesadilla que tuve que pellizcarme el brazo para comprobar que no estaba soñando. (Por cierto, el resultado de la comprobación fue que, en efecto, no estaba soñando.)
Fácilmente se puede calcular que cada siete segundos yo le sacaba un metro de ventaja a Tilann. Es decir, que setecientos segundos o, por decirlo de modo más familiar, once minutos y cuarenta segundos después había entre nosotros una distancia de cien metros. Sólo entonces, más o menos, consideré que había salvado el pellejo, pero no me bajé del contenedor por dos razones: la primera, porque hasta que no tuviera a Tilann a varios kilómetros no tenía intención de hacerlo; la segunda, porque aun cuando la hubiese tenido, mis salvajes tirones de la palanca debían haber estropeado algún mecanismo y ahora no había manera de bajar la velocidad.
Cincuenta coma cinco kilómetros por hora parecen poco para escapar de la muerte, pero demasiado para arrojarse en marcha.
¡Ah, y cómo somos una hoja zarandeada por los dioses en el vendaval del destino! Crucé los arrabales de la ciudad de Shhurggahat (que en realidad, dada la dispersión entre los edificios, era toda ella un arrabal) entre miradas que supuse de curiosidad, para acabar desviándome hacia el este, en dirección a las montañas negras donde se ocultaban las fuerzas desatadas del mal que yo, último reducto de las esperanzas de la humanidad, debía anudar de nuevo.
El camino pasaba a unos cien metros de la embajada, hecho en el que reparé al tiempo de producirse, esto es, demasiado tarde para evitarlo. Como me temía, el familiar domo gris estaba rodeado por unos cuarenta o doscientos Kalkhagân, grosso modo, que ejecutaban algún tipo de amenazadora danza simiesca alrededor de la embajada. Tan concentrados estaban en su ritual que no repararon en mí. Es lo bueno de estas sociedades sometidas a rígidos protocolos de comportamiento en todos los niveles de su vida, que no te ven cuando pasas a su lado sobre un contenedor magnético sostenido en levitación sobre una vía superconductora.
Antes de perderme tras unos arbolillos cuyo nombre no indico porque A) eran alienígenas y B) aunque hubiesen sido terrestres, no sé distinguir un olivo de una secoya; repito: antes de perderme tras los susodichos, una curiosa imagen llegó a mis retinas, no sin haber traspasado el filtro de mis gafas especiales. Una de las puertas de la embajada se abrió y por ella salió una figura humana, vestida de blanco, tocada con un sombrero tejano, armada con un rifle y equipada con un megáfono. (Creo que no me dejo en el teclado ningún detalle relevante.) Mis sospechas sobre su identidad se vieron rápidamente confirmadas por sus palabras:
—¡Muy bien, amigos, si no queréis salir de aquí con un segundo agujero en vuestros sucios traseros, marchaos a Casa de Mamá por donde habéis venido! Juro por todo lo que es Decente, Justo y Americano que ni cien veces más dientudos como vosotros me van a impedir que proteja mi rancho. Ahora id levantando las zarpas sobre...
Por fin me perdí tras los famosos arbolillos y dejé de oírle. Fue la última vez que vi al embajador o a alguno de sus pedacitos.
Como supusiera desde que el azar puso a Mirtila Lump en mi camino, había llegado el momento de la verdad. La vía me dejó al pie de la negra montaña Skraugh, junto a la boca de un túnel que, imaginé, formaría parte de la mina abandonada que había mencionado Yagghumasht.
Quizás debiera pasar por alto este detalle, pero mi amor por la meticulosidad y la precisión me lo impide. En mis esfuerzos por huir de Tilann debí haber chafado el mecanismo interno de la palanca aceleradora, de suerte que no había forma alguna de frenar. La vía superconductora terminaba en la entrada de la mina y el contenedor se convirtió en un objeto negro, lanzado a algo más de cincuenta kilómetros por hora y sustentado por un palmo de nada desde el momento en que ya no había campo magnético. El resultado: en apariencia nada para el vehículo, contusiones múltiples para el ocupante.
Sin necesidad de medidores de campo ni localizadores, mi instinto me dijo que la emisión de radio provenía de aquel lugar (auxiliado acaso por las indicaciones de Yagghumasht en tal sentido). Bien fuera por la natural curiosidad de todo espíritu científico, bien por el trauma del golpe, me aventuré en las anfractuosidades de la espelunca con ánimo intrépido.
Ocioso es referir mi viaje por entre aquellos recovecos, revueltas y revoltijos. Baste saber que, tras un largo descenso alumbrado por la pobre luz de mi cinturón-linterna, encontréme asomado a una terraza natural colgada sobre una vasta sala cuyo techo abovedado y cuajado de estalactitas refulgía con destellos cristalinos. Su belleza entretuvo mi contemplación tan sólo unos segundos, pues a mis pies, unos veinte o treinta metros por debajo de mí, se desarrollaba un espectáculo fantasmagórico. Casi todo el fondo de la caverna estaba ocupado por una especie de gigantesca ameba, un ser proteico que palpitaba como una tornasolada gelatina alrededor de un núcleo metálico. Continuamente perdía y recuperaba materia por sus bordes, y nunca permanecía en la misma forma.
—Una actividad fascinante, ¿no es así?
Me volví sobresaltado, pues aquellas palabras, si yo conocía bien mi propia voz, no habían sido mías. No, tampoco era Tilann, ni un Kalkhagân, ni tan siquiera un Satshu, sino alguien de formas más familiares y tranquilizadoras.
—¡Galis! ¿Qué hace usted aquí?
—Eso debería preguntarle yo, señor Milar, doctor en física.
—¿Cómo sa...?
—Chsss. Acompáñeme abajo y su curiosidad se verá satisfecha.
Las palabras de Galis y su misma actitud, lejos de su talante habitualmente servicial, me inquietaron; pero el griego medía una cabeza menos que yo y no debía pesar más de sesenta kilos en gravedad terrestre: la superioridad física siempre tranquiliza, de modo que le acompañé.
Ya en el suelo de la caverna aquella visión perdía espectacularidad, pero ganaba detalle. Aquellos trozos que la ameba parecía fagocitar y expulsar eran Busshas, y los destellos irisados que la iluminaban aquí y allá nacían en las bulbosidades de los alienígenas y en sus ojos facetados. De hecho, la misma ameba era una gran multitud de Busshas, miles de ellos, enlazados por sus dedos de ventosa como los operarios de la casa blanca. Aunque no podía ver el núcleo de la peculiar formación, de su centro destacaba un gran cilindro de metal, una estructura obviamente artificial.
—Si está usted dispuesto a seguirme asesorando en mi ignorancia, ¿qué es lo que estoy viendo?
Galis abrió los brazos y sonrió con orgullo, como si aquello fuera su obra.
—Lo que está usted viendo es el triunfo del holismo contra el reduccionismo. El todo es más que la suma de sus partes, como puede usted ver.
—Yo aquí sólo veo un montón de Busshas amogollonados.
—No esperaba que lo entendiera por sí solo. Aunque a decir verdad, tampoco esperaba que llegara usted hasta aquí: ha superado mis expectativas.
—Gracias, señor profesor. A ver si le sigo: dice usted que el todo supera a las partes. En este caso, las partes son los Busshas, así que el todo debe ser esta especie de budín que forman.
—Así es.
—O sea, que el budín supera a los Busshas en algo. ¿Me equivoco o es en inteligencia?
—Muy bien, señor Milar. ¿Se le ocurre algún símil para toda esta actividad?
—Hummmm... ¿El metro en la hora punta?
A juzgar por su gesto, mi chiste no debió hacerle mucha gracia. Mientras me contestaba, sacó de un bolsillo un objeto pequeño, una especie de mando a distancia con el que se entretuvo jugueteando. No parecía particularmente peligroso.
—Cada Bussha es una neurona, y el conjunto que forman es un enorme cerebro. Aquí debe haber unos diez mil Busshas; cierto es que se trata de un número muy inferior al de nuestras neuronas, pero también lo es que cada Bussha, como elemento, es infinitamente más complejo que una simple célula nerviosa. ¿Recuerda nuestra discusión sobre la inteligencia de los Busshas? Como individuos están a mitad de camino entre un animal doméstico y un ser humano, son semiidiotas útiles y pacíficos, apropiados para tareas mecánicas, comida para los Kghasatshu. Cuando varios unen sus manos y las corrientes fluyen por sus dedos, son capaces de transmitirse mensajes y enfrentarse a tareas más complejas, como usted mismo tuvo ocasión de ver aquel día en que la doctora Uzelsky se empeñaba en negar lo evidente.
Asentí y tuve un breve y emocionado recuerdo de las sinuosidades de la xenobióloga.
—Pero cuando superan cierto número crítico —continuó Galis con voz que la emoción hacía algo menos plomiza—, aparece una mente, una conciencia, una gestalt nueva.
Era curioso que yo hubiese empleado esa misma palabra para referirme a Yagghumasht. Todo aquello me sonaba a organización del desorden, caos, fractales, un cuatro con cinco en la sexta convocatoria, unas fotos del catedrático haciéndoselo con la adjunta, una revisión algo más benigna...
—Le presento a Holos, una inteligencia superior que la humanidad aún no conoce.
BIENVENIDO, DOCTOR MILAR. HE/MOS SABIDO ULTIMAMENTE DE USTED.
La voz brotaba del cilindro. Miré interrogante a Galis. Una herramienta/-sensor/interfaz construida por los Busshas individuales siguiendo las instrucciones de Holos para servirle de contacto con el mundo, me explicó.
—Una maravilla de la técnica: el grado de miniaturización alcanzado en ese cilindro hace que nuestros chips parezcan carpintería.
—No me parece tan pequeño. Por lo menos mide cuatro metros de alto.
—¡Ajá, pero le sirve a Holos para todo!
—Me imagino que necesitará energía. ¿Cómo lo alimentan?
—Baterías solares.
—Vamos anda, aquí, a tropecientos metros de profundidad.
Por toda respuesta, Galis se volvió y se dirigió a un rincón algo apartado de la caverna, donde me enseñó un alimentador y una pila de baterías solares.
MIS/NUESTRAS CELULAS SE LIMITAN A SUSTRAER ALGUNAS BATERIAS DE LOS DIVERSOS LUGARES EN QUE LOS ESTUPIDOS KGHASATSHU LES HACEN TRABAJAR. JAMAS SE ENTERAN.
Un grueso cable salía del alimentador y se enterraba en el suelo antes de llegar al borde de la pululante masa de Busshas. Supuse, utilizando mi consabida lógica, que acababa en el cilindro.
¿A QUE DEBO/EMOS SU VISITA?, me preguntó por fin la voz del cilindro.
Decía "debo" y "debemos" a la vez, en Satshu. Ese idioma no debía ser muy apropiado para expresar la personalidad del tal Holos.
—Eeeh... Cortesía. Casualidad, más bien. Venía huyendo de un dientudo y he venido a parar aquí.
¿ES QUE AHORA LOS KGHASATSHU COMEN CARNE HUMANA?
—Supongo que el motivo de la persecución no era alimenticio.
MI/NUESTRA SIMPATIA PARA TODOS AQUELLOS SERES QUE TIENEN
PROBLEMAS CON LOS KGHASATSHU. PRONTO ESTARAN TODOS EXTINGUIDOS.
—Pero, ¿no es usted un Bussha? Si tanto los odian, ¿por qué se dejan comer?
CADA BUSSHA ES UNA CELULA MIA/NUESTRA. UN BUSSHA ES INCAPAZ DE AGREDIR A OTRO SER VIVO. PERO YO/NOSOTROS SOY/MOS DISTINTOS Y ACABARE/MOS CON LOS KGHASATSHU.
Fascinado por el movimiento protoplásmico que agitaba a Holos, tardé algunos segundos en responder.
—Me imagino que la extraña enfermedad de Yagghumasht tiene algo que ver con ese propósito. —Ya había vuelto a meter la pata. Los que saben demasiado acaban en el fondo de las aguas con zapatos de hormigón. Fue Galis quien me contestó.
—Muy agudo, doctor Milar. Sí, es Holos quien invade los pensamientos de Yagghumasht para hacer que los asuntos de los Kghasatshu vayan hacia el desastre.
—Entiendo que Holos les tenga algo de manía a los Kghasatshu, y entiendo en parte que usted, por altruismo, la comparta. Pero ese desastre del que me habla es una guerra contra la humanidad, víctima inocente de este conflicto entre alienígenas; piense en sus semejantes, en esos niños que perderán a sus padres...
Esperaba que mi sentido parlamento ablandase a aquel hombre, pero ya empezaba a darme cuenta de que andaba un poco mal de la cabeza. Seguramente tenía algún plan para dominar el universo.
—No son mis semejantes quienes permiten que un genocidio como el que se comete aquí, en Hoonai, quede impune. No son mis semejantes quienes aprueban un hermoso protocolo de protección de especies inteligentes que luego sacrifican en aras de intereses comerciales. No creo que toda la humanidad quedara destruida en una guerra contra los Kghasatshu, pero si así fuera, ¿acaso tiene más derecho a la existencia que Holos, que aúna en sí toda la inteligencia de una especie?
—Eh... bueno, si lo ve usted así... —Algo en la forma de mirarme de Galis sugería que estaba dándome las últimas explicaciones antes de quitarme de en medio. Aquel mando a distancia empezaba a parecer menos inofensivo. "Mejor será que le tire de la lengua para ganar tiempo", me dije—. ¿Cuál es su papel en todo esto?
—Testigo, humilde ayudante... Cuando encontré a Holos aquí, hace dos años, ya era una criatura muy inteligente, con enormes potencialidades, pero tenía pocos medios para aprender y desarrollar sus capacidades. Tuve la suerte de que confiara en mí al conocer la repugnancia que yo sentía por los Kghasatshu y sus costumbres. Yo guié a los Busshas para que le trajeran material, cubos, holovídeos. En muy poco tiempo el alumno superó al maestro.
FUI/MOS YO/NOSOTROS QUIEN...
Al diablo. El lector ya sabe cómo se expresaba Holos. Que lo recuerde si quiere: yo lo voy a escribir todo en primera del singular.
FUI YO QUIEN IDEO LA FORMA DE ACABAR CON LOS KGHASATSHU. SUPONGO QUE DESEA SABERLA. Por supuesto, dije. PUESTO QUE MIS CELULAS SON INCAPACES DE AGREDIR A NADIE, FUE EL SEÑOR GALIS QUIEN ME TRAJO VARIOS CADAVERES SATSHU.
Miré a Galis espantado de su locura y también de su valentía, inesperada en un tipo tan esmirriado.
—¿Cómo lo hacía?
—De noche, con cuidado y con una pistola. Los Kghasatshu son muy confiados cuando se les acerca un humano, sobre todo si se agacha ante ellos. —Había algo de sádico en su sonrisa. ¡Y Gundula, la concupiscible dama de la camisa de fuerza, que opinaba que era un infeliz! Guárdate de las mosquitas muertas, me decía mi abuela. Y de las mujeres, añadía, que son todas unas lagartonas.
—Lástima que no diera con Tilann. ¿Y qué hacía Holos con los cadáveres?
NO CREA QUE LOS DEVORABA POR VENGANZA. LOS ESTUDIABA, BUSCANDO ALGUNA FORMA DE ACABAR CON ELLOS. TENGO EN PROYECTO VARIOS RETROVIRUS QUE PODRIAN ANIQUILAR A TODA LA POBLACION DEL PLANETA, PERO ESTE PLAN ME PARECIO MAS REFINADO.
—A Holos le gusta la belleza —comentó Galis. Yo no acababa de ver más belleza en una forma de exterminio que en otra, pero no lo dije por prudencia.
—¿No sospechaban los Kghasatshu algo raro con tanta desaparición?
SIEMPRE DEJABAMOS LOS CADAVERES EN LA CIUDAD A LA MAÑANA SIGUIENTE O, COMO MUCHO, A LOS DOS DIAS.
—Los Kghasatshu no hacen autopsias: se conforman con devorar los cadáveres de sus allegados —añadió Galis. Levanté las manos en señal de conformidad y rogué a Holos que siguiera.
COMPROBE QUE ALGUNOS SH'DIR MANTENIAN EN SU CEREBRO ORGANOS SEMIATROFIADOS SUSCEPTIBLES DE RECIBIR EMISIONES DE RADIO EN DETERMINADAS FRECUENCIAS; UNA CARACTERISTICA GENETICA RECESIVA Y ASOCIADA CON GENES SEXUALES. EL SEÑOR GALIS ME CONSIGUIO ALGUNOS SH'DIR VIVOS Y EXPERIMENTE CON ELLOS. NO TARDE EN CONOCER LAS FRECUENCIAS Y LAS PAUTAS DE ACTUACION QUE PRODUCIAN. PARA ENTONCES YA HABIA LAVADO EL CEREBRO A UN PAR DE PENSADORES Y SABIA QUE PARTE DE LA MENTE DE YAGGHUMASHT ESTABA FORMADA POR MAS DE TRES MIL CEREBROS SATSHU, Y ENTRE ELLOS AL MENOS CIEN DE SH´DIR, ALGUNOS DE LOS CUALES SIN DUDA PODRIAN RECIBIR ONDAS DE RADIO. FUE SENCILLO CONSTRUIR UN EMISOR DE HAZ Y EMPEZAR A BOMBARDEARLE. GALIS ME SUGIRIO LA FORMA DE GUIAR EL COMPORTAMIENTO DE YAGGHUMASHT.
—Soy aficionado a la psiquiatría, que es más de lo que puede decir usted. Busqué síntomas que se parecieran a los de la esquizofrenia, una especie de broma entre Holos y yo. No me esperaba que Yagghumasht intentara recurrir a un psiquiatra terrestre. Eso estuvo a punto de desbaratarlo todo.
Había un "pero", y me dio la impresión de que no me iba a dejar en muy buen lugar.
—Por suerte logré que me aceptaran como voluntario para ir a buscar al psiquiatra. Ya me encargaría de quitarlo de en medio de una forma u otra, pero tuve más suerte: di con usted. Cuando la señora Lump me encargó que le investigara en estación Sheffield, descubrí quién era en realidad. Un pseudofísico borracho, fanfarrón e incompetente, narcisista y obseso sexual que jamás averiguaría la verdad.
—Oiga usted, un respeto, que no soy pseudofísico: tengo un título, y todo. Además —añadí triunfante—, he averiguado la verdad, ¿o no?
—Ya, como el burro que tocó la flauta por casualidad. Que un tío tan bajito me insultara con tal recochineo era indignante.
—Pues ya que es usted tan inteligente, ¿no se ha dado cuenta de que en el jaleo que ha planeado, si hay una guerra total entre la Tierra y Hoonai, este planeta acabará siendo bombardeado y Holos morirá?
ESTA CUEVA TIENE NIVELES MUCHO MAS PROFUNDOS Y SEGUROS. NO TENGO MIEDO. ADEMAS, TODO YO ESTOY CONTENIDO EN CADA UNA DE MIS CELULAS. BASTA CON QUE SOBREVIVAN UNAS MILES PARA QUE, CUANDO SE REUNAN DE NUEVO, YO VUELVA A LA VIDA.
—Qué bonito. Me lo imagino resucitando de las cenizas como dueño de este planeta para luego dominar el universo.
HA ADIVINADO USTED MIS INTENCIONES.
Así que yo había ascendido en el escalafón: ahora no era salvador de la humanidad, sino del cosmos entero. El problema era saber cómo. En principio parecía muy sencillo: largarme y dar el soplo. Pero ni siquiera Galis podía ser tan tonto.
—Una pregunta sin importancia. ¿Cómo van a impedir que me vaya de aquí y lo cuente todo?
La sonrisa de Galis se hizo aún más amplia y blanca en su rostro moreno y un tanto viscoso. (Lo de viscoso ya lo había pensado yo antes de que supiera que era un villano.) Dio un par de pasos atrás y jugueteó con el mando.
—Supongo que se acordará de ese inofensivo chip traductor que le hice insertar en la cabeza. —(Qué feo sonaba eso.)
—Sí, me acuerdo.
—Tuve que quitar una minúscula porción de memoria, la que incluía el sistema de escritura Satshu. No pensaba que un iletrado como usted fuera a necesitarlo.
—Muy amable, pero la verdad es que ya me había dado cuenta. Y... y... ¿con qué lo sustituyó? —A estas alturas me temblaban las piernas. La respuesta no me sorprendió.
—Con una diminuta carga explosiva. Nimia, indetectable, pero suficiente para provocar un mortífero derrame cerebral al recibir la señal de detonación. La señal que voy a dar con este dedo y en este botón.
ADIOS, SEÑOR MILAR, DOCTORCILLO EN FISICA.
JA, ja, JA, ja... Las carcajadas de maldad fueron a dúo. Que Galis estuviera chiflado era comprensible, pero que Holos, aquella inteligencia surgida de manera tan extraordinaria, fuera un psicópata decía bien poco de la perfección de este universo.
Como era de esperar, Galis apretó el fatídico botón. Yo me llevé la mano a la sien derecha, donde había sentido un agudísimo dolor. Luego me acordé de que llevaba el chip en el hemisferio izquierdo de mi cerebro.
—¡Maldición! ¡A esta mierda de aparato se le han sulfatado las pilas!
—Mi padre siempre me dijo que había que guardar las pilas aparte y en seco.
Realmente no sé si expresé en voz alta este comentario o si entra dentro de la leyenda. Puedo asegurar que esto sí ocurrió: mientras Galis se peleaba con el mando a distancia yo le propiné tal patada en sus órganos de generación que lo levanté del suelo; ayudado por la inferior gravedad de Hoonai, todo hay que decirlo. Ya derribado, unas cuantas patadas en la cabeza, lógicamente dadas por mí, me convencieron de que estaba fuera de combate. Lo siguiente fue destrozar el mando de un pisotón y registrar la ropa de Galis. Como me esperaba, tenía una pistola. "Estas cosas que no funcionan a pilas son más seguras, pedazo de gilipollas", rezongué, pero dudo de que me oyera. Levanté la pistola, apunté al cilindro de metal y disparé. Estaba convencido de que el balazo en el punto neurálgico de Holos acabaría con él y provocaría una explosión en cadena dentro de la cueva, con derrumbar de rocas y estalactitas, que me iría persiguiendo en mi viaje de salida por los túneles hasta prácticamente alcanzarme en el momento en que yo saliera de un salto al exterior y la multitud agradecida me recibiera mientras empezaban a desfilar los títulos de crédito.
Pero surgieron tres problemas. El primero, que mi puntería era nefasta y fallé los primeros nueve tiros. El segundo, que cuando al décimo por fin le aticé, resultó que aquel cilindro era muy duro y la bala rebotó. Al menos no me dio a mí.
MALDITA PILTRAFA HUMANA, YO MISMO ACTIVARE EL EXPLOSIVO DE TU CEREBRO. NO TARDARE MAS DE TREINTA SEGUNDOS EN ENCONTRAR LA FRECUENCIA Y TUS SESOS QUEDARAN DESPARRAMADOS POR EL SUELO.
El nivel literario de aquella inteligencia superior dejaba que desear, pero no así la claridad de su exposición. Seguramente prefería el conceptismo al culteranismo. (Por cierto, alguien se preguntará por el tercer problema. No tiene mucha importancia, dado que el segundo era irresoluble, pero con todo lo expresaré por escrito: se me habían acabado las balas.)
Situación desesperada: derrotado el enemigo humano para encontrarse con otro aún más formidable. Mi vida tal vez no tuviera mucha importancia, excepto para mí, claro está; lo grave era que, de morir yo en aquella caverna, ¿quién salvaría a la humanidad?
Perdí unos quince segundos pensando esto. (Suelo pensar más rápido, pero estaba algo confuso.) En el mejor de los casos, y suponiendo que las palabras de Holos no fueran una baladronada, y convenía suponerlo, me quedaban como mucho quince segundos más. Por desgracia, perdí otros cinco en estos cálculos.
Mi mirada, en su vagar desesperado por la cueva, encontró el cable de alimentación. Sentí deseos de dar un beso a Galis, que, como todos los villanos, había tenido la atención de explicarme el funcionamiento de todo el tinglado. Estos deseos no me hicieron perder más de dos segundos. Me abalancé sobre el cable y, con las fuerzas que da la desesperación, logré arrancarlo y dejar al cilindro sin energía. Eso creí.
PEDAZO DE ESTUPIDO, EL CILINDRO TIENE UN TIEMPO DE AUTONOMIA PARA EVITAR QUE ALGO SE BORRE.
—¿Cuánto? —preguntéle, aún más desesperado que antes.
DE CINCO SEGUNDOOOOOOSS...
Y se apagó. Con todo, no ignoraba que aquello no era el fin de Holos. El movimiento protoplásmico seguía, y los cinco Busshas que se encaminaban hacia mí no parecían tener buenas intenciones. Tal vez no fueran agresivos, pero les bastaría sentarse encima de mis costillas para dejarme hecho gelatina. De modo que, por fin, puse pies en polvorosa; no sin antes aumentar un poco el estropicio en el alimentador y patear un par de veces más la cabeza de Galis.
Un Bussha no es capaz de superar los veinte kilómetros por hora: aquello era un punto a mi favor. Con todo, cuando llegué al aire libre mis pulmones ardían y tenía un pinchazo en el costado izquierdo, de la carrera de la edad cansado. En el exterior me sucedieron dos cosas frustrantes. Una fue un hecho y la otra un pensamiento. El hecho: no hubo manera de poner en marcha de nuevo el contenedor. El pensamiento: si tardaba mucho en volver, tal vez Holos y sus células tuvieran tiempo de arreglar el alimentador, bombardearme con impulsos electromagnéticos, activar el detonador de mi chip y...
Se me olvidó el flato mientras corría hacia la ciudad.
Debía llevar tres o quince kilómetros en mis piernas y en mis fatigados pulmones cuando, al descrestar una suave loma, aún en plena naturaleza virgen, vi a unos cincuenta metros a uno de los seres cuya presencia más podía alegrarme en aquellos momentos. Tilann. Ya no tendría que preocuparme de si Holos era capaz de dar con la frecuencia adecuada para saltarme los sesos.
—¡Maldito hijo de un Bussha! —rugió desde lejos, yo creo que de alegría.
Supuse que, como cualquier animal carnicero, me habría seguido por el olfato, y a esta suposición estaba añadiendo una estimación de si merecería la pena darme la vuelta y echar a correr de nuevo o si, no por primera vez en aquellos días, convendría hacer examen de mi vida, cuando por detrás de Tilann apareció un destello blanco, una exhalación que pasó a su lado a no menos de trescientos kilómetros por hora dirigiéndose hacia mí. Tuve el tiempo justo para pensar que se trataba de un deslizador y que, por su parte, no tendría tiempo de frenar antes de arrollarme. Me vi convertido en el ojo de un huracán de frenéticos giros y unos segundos después comprendí que el vehículo se había detenido tras disminuir su velocidad dando vueltas a mi alrededor; una maniobra un tanto arriesgada, especialmente para mí. Por la portezuela de la izquierda apareció el familiar bigote de morsa de Berry, aunque esta vez rodeado de un color de cara más ceniciento de lo habitual.
—Maldita sea, con este tiovivo he estado a punto de echar hasta la primera papilla. Venga, sube.
Prácticamente me eché encima de su regazo. Reinfeld estaba al volante, o a una cosa extraña que parecía el volante.
—¡Me parece que habéis tardado un poco en llegar!
—¿Ah, sí? —contestó Berry—. Pues a mí me parece que lo hemos hecho en el momento oportuno, aunque si tienes ganas de discutirlo con tu amigo Tilann...
Reinfeld, el hombre, que tenía el brazo izquierdo bastante magullado y una inflamación en el codo que por lo menos rodeaba una luxación, fue más amable que Berry y aún se sintió obligado a pedirme disculpas y a explicarme el apaño que habían tenido que hacer en el volante después de que Tilann lo arrancara. El apaño, una llave inglesa apretada a tope en la barra, no me pareció merecedor del Premio a la Seguridad en el Transporte, pero en mi estado de histeria ante mortem poco me importaba.
—¡Rápido, dad la vuelta y vamos a la embajada! Tengo una cabeza dentro de la bomba y hay que desincentivarla. —Más o menos, dije algo así. Los nervios...
Reinfeld giró el vehículo, lo cual, por cierto, nos puso enfrente de Tilann y a unos diez pasos de sus babosas mandíbulas, y me explicó que la última vez que habían pasado por la embajada, unos tres minutos antes, estaba rodeada por una muralla de Kalkhagân.
—¡Pues ábrete paso a tiros!
—¿Con qué rifle? Tu amigo de ahí fuera lo ha dejado ligeramente fuera de servicio.
—¡Pues acelera y cárgatelo, por lo menos!
Por desgracia, Tilann tenía buenos reflejos y se apartó en el último segundo.
Finalmente, tras mis un tanto atropelladas explicaciones, Berry decidió que lo mejor era regresar al centro de control. Ya en él, Lwmal nos recibió con una expresión que, conocedor ya de algunos de sus gestos, interpreté como perplejidad. Pues sí, le dije, todavía estábamos vivos, y si tenía la bondad de llevarnos hasta Yagghumasht... (Seguía sin saber orientarme por aquel laberinto.) Una vez ante la imagen holográfica de mi paciente le expliqué con una concisión, una brevedad y un embarullamiento inigualables, la verdad de lo sucedido: cómo el sospechos más obvio, Tilann, era inocente del delito de conspiración contra él (no así del de reiterado intento de homicidio contra mi persona, pero eso, al parecer, nadie se lo tomaba en serio); y cómo su supuesta esquizofrenia no era más que el resultado del ataque de una inteligencia hostil nacida sorprendentemente de la unión de los Busshas. En realidad, éste fue el resumen que hizo él.
—Curiosa solución —concluyó—. Debo reconocer que me habría sentido decepcionado si todo hubiese sido una conjura de los Kalkhagân. Esta explicación tiene mucha más belleza.
Lwmal y yo sugerimos a Yagghumasht que enviara un pelotón de Kalkhagân a la mina abandonada para que masacraran a los Busshas y, por tanto, a Holos, pero el ordenador se negó a ello, ante el aplauso de Berry. (Otro que había salido idealista.)
—Ya no recibo sus emisiones, y aunque las reanudara he desconectado mis cerebros Sh´dir y ya no tiene posibilidad alguna de hacernos daño —argumentó Yagghu-masht—. Por el contrario, debéis ser vosotros, los Pensadores, quienes acudáis a la mina para estudiar el funcionamiento de esa extraña mente. Por precaución, debéis desmantelar el cilindro del que nos ha hablado nuestro amigo —ése era yo— y dejar en él sólo los elementos imprescindibles para poder comunicarnos con Holos.
No dejaba de ser sorprendente que de la conjunción de cerebros Kghasatshu, carniceros y sanguinarios, hubiese surgido una personalidad como la de Yagghumasht, prudente, mesurada, pacífica y, me atrevería a decir, humanitaria; y en cambio de las múltiples sinapsis de los Busshas, hervíboros incapaces de violencia alguna ni siquiera para salvar sus vidas, hubiese brotado una mente agresiva, audaz, casi psicópata.
Materia de interesante investigación, pero mejor para otro momento.
—Mmmm... —llamé la atención para intervenir—. No tengo inconveniente en acompañar a los Pensadores a esa mina, pero me sentiría más tranquilo si, del mismo modo que usted ha desconectado sus cerebros Sh'dir, alguien me desconectara a mí el explosivo que tengo en la cabeza.
—Creo que eso deberían hacerlo en su embajada —sugirió Lwmal—. No conocemos la anatomía humana.
Yagghumasht empezó a explicarme que acababa de anular las órdenes anteriores y que ya no había nadie rodeando la embajada y que la única baja, por suerte, había sido la del embajador. (Una doble suerte, tal vez.) No pensé en el Gghosshat ni en nada similar cuando agarré a Lwmal del hombro y le obligué a sacarme de allí.
Mi entrada en la embajada al grito de "¡Un cirujano, un cirujano!" suscitó un gran interés, según me contaron luego. Yo sólo veía el pasillo que llevaba al botiquín. Estuve a punto de clavarme el bisturí yo sólo, pero llegó la doctora Fustel y me explicó que en realidad eso no era el bisturí, sino su cortador de cutículas. Fue tan amable además, considerando su antipatía habitual, de operarme ahí mismo y extraerme el chip.
Me quedé, por fin, tan tranquilo que me dormí durante la operación. Con la ayuda de la anestesia, claro.
Pasado el momento del clímax, tal vez fuese hora de interrumpir mi relato y dedicarme a otras actividades de más provecho, pero una persona meticulosa como yo no puede dejar ningún cabo suelto.
Tras la operación en que sustituyeron mi chip explosivo por uno en condiciones, los Pensadores, acompañados por una tropilla de B'wmash y guiados por mí, entraron en la caverna donde se alojaba la nueva mente y tomaron posesión del lugar. Los Busshas habían hecho una chapucilla para conectar el alimentador, pero, a juzgar por el olor a cable quemado, no habían tenido mucho éxito. Galis deambulaba penosamente de un lado a otro, acaso afectado por la contundencia de los golpes que su cráneo se había dado contra mi puntera. Mientras un par de B´wmash se lo llevaban, soltó una carcajada de demente y me dijo que acababa de activar la cápsula venenosa que había insertado en mi convertidor de garganta. Sentí cómo el cianuro recorría mi esófago y me desplomé. Más adelante la doctora Fustel me explicó que se había tratado de un ataque de acidez producido por el miedo. No me tomé la molestia de ofenderme ni por su sarcasmo ni por la macabra broma de Galis. Yo era el triunfador final.
Así y todo, prueba de mi generosa personalidad es que compartí los honores de mi descubrimiento con Berry. La embajadora en funciones, Helen Banks, le felicitó efusivamente y le prometió acordarse de él para el próximo ascenso, aunque dada la actual crisis ya sabía que eso podía tardar.
—¿Y qué tal un bono de cerveza gratis por el resto de mis días para ir abriendo boca? —sugirió Berry.
Por mi parte, pensé que ingresarían una pasta gansa en mi cuenta (en la de mi padre; tendría que solucionar eso) y que me despedirían en el espaciopuerto con derroche de confetti y tremolar de banderas. Pero Yagghumasht parecía tener otros designios para mí.
—Mi curador y amigo, espero que no le importe que abandone mi forma holográfica y me dirija a usted de la forma habitual.
—Acabado el tratamiento, ya da igual.
—Pasada ya la crisis —ya sé que en estos casos suelo utilizar las mayúsculas, pero estoy un poco harto de esas convenciones—, y tras repasar nuestras entrevistas, he llegado a la conclusión de que es más joven de lo que dice y de que no es psiquiatra, aunque al parecer tiene formación media o superior de tipo tecnológico.
A poco me dice las notas de quinto. Por suerte me ahorró ese bochorno.
—Eh... No sé qué decir.
—No tiene importancia, y puesto que estamos en privado, en privado seguirá. No creo que un psiquiatra hubiese sabido solucionar este problema. Sólo una persona con atrevimiento, con audacia para no rechazar las ideas más absurdas y descabelladas podía habernos salvado a todos.
Me lo tomé como un elogio. Supongo que lo era, porque a continuación Yagghumasht me comunicó que había decidido nombrarme su asesor permanente en temas humanos y que mi paga sería el uno por ciento de todo el volumen del comercio entre Hoonai y la Tierra. Mis ojos se convirtieron en dos $ y proclamé mi amor y mi fidelidad por Yagghumasht hasta el fin de los tiempos.
—No es necesario tanto —me respondió—. Puede usted abandonar el planeta cuando quiera, siempre que antes rescindamos el contrato.
Recordando a un viejo autor, me dije "la honradez recompensada siempre en la galaxia".
No ignoro que las cosas están terminando tan empalagosamente bien para mí que muchos lectores estarán ahogándose en espumas de envidia e indignación. Pues esto no fue todo. No, no me lo hice con Gundula; lo suyo ya no tenía remedio: un documento psiquiátrico firmado por mí la envió junto con Galis a una residencia en la colonia terrestre más cercana. Deben estar divirtiéndose mucho discutiendo dentro de sus camisas de fuerza. Algún día, cuando los funcionarios de la clínica descubran que soy un impostor, tal vez les suelten. Pero por el momento mi prestigio estaba en tales cotas que nadie creyó a Galis cuando dijo por vez primera que yo no era psiquiatra. (No llegó a decirlo por segunda vez: con pretextos médicos, hice que le retocaran el chip convertidor. Su charla se convirtió en algo más bien tirando a incomprensible, aunque no dejó por ello de ser plomiza.)
Lo que iba a contar como desenlace, colofón, clímax y culminación de esta muestra del género narrativo de mediana extensión, es lo siguiente. Por orden de mi amigo Yagghumasht, más de cinco mil Kghasatshu de todas las castas se reunieron en el Mghiskat, un gran anfiteatro cubierto, decorado y alumbrado con el lúgubre estilo tan del gusto de aquel planeta, del que no les he hablado antes porque ni era pertinente para el relato ni tenía idea de su existencia (me refiero al anfiteatro, no al gusto). El fin único y exclusivo era proclamar las excelencias de mi Yrgb. Una escena emocionante, yo en el palco junto a Lwmal, la embajadora en funciones, Berry y otros compañeros de borracheras, y una cohorte de Kghasatshu y diversos funcionarios humanos que tenían algo en común: no se sabía qué pintaban allí. Sólo faltaba el Himno de la Alegría o los Carmina Burana.
—POR LOS FAVORES RECIBIDOS DE DAVID MILAR —utilizo esta vez las mayúsculas por la indudable importancia de las palabras de Yagghumasht— LE PROCLAMO BENEFACTOR Y AMIGO DE LOS KGHASATSHU, POSEEDOR DEL YRGB EN SU GRADO MAS ALTO Y AJENO A TODO SOLGGH MIENTRAS QUIERA PERMANECER CON NOSOTROS COMO HUESPED DE HONOR. COMO MUESTRA MATERIAL, EL SATSHU QUE DAVID MILAR ELIJA SUBIRA AL PALCO Y LE RENDIRA HOMENAJE DE YRGB EN LA FORMA ACOSTUMBRADA.
Aquella era una agradable sorpresa de la que Yagghumasht no me había hablado. Busqué con la mirada entre el graderío y no muy lejos encontré lo que buscaba. Tomé el micrófono y dije a la par que activaba gozoso mis glándulas salivares:
—Noble Tilann, ¿le importaría subir un momento?
FIN