Javier Negrete

ESTADO CREPUSCULAR

Dice el sabio Aristóteles que en esta vida hay dos cosas que mueven al hombre: haber mantenencia y tener juntamiento con fembra placentera (e cosa es verdadera). Lo primero, en nuestros días, está garantizado incluso para los hijos de la vieja madre Tierra. Pero lo segundo... Conseguir un buen revolcón está tan difícil como lo ha estado siempre; por este polvo uno puede acabar rebozado por aquellos lodos o, como yo, metido en asuntos demasiado complicados para un vulgar hijo de vecino.

Aunque si yo hubiese sido un vulgar hijo de vecino o, por ser más preciso, hijo de un vecino vulgar y no de quien era, nada hubiese sucedido. Ella era una mujer de aspecto joven; sólo alguien dotado de mi ojo clínico podía detectar que había sido sometida a un tratamiento celular s'dnoP. En cualquier caso, la materia prima era de calidad extra: en particular, dos gloriosos pináculos que, acaso ayudados por la baja gravedad (objeción probablemente femenina y seguramente irrelevante), amenazaban con barrenar la tela de su vestido.

—¿El doctor David Milar? —No podía creerme mi buena suerte: era ella quien se me había presentado, con todos los VIP que había en aquella fiesta a la que, por alguna extraña razón, no estaba invitado. Asentí: es cierto que soy doctor. Empecé un doctorado de nivel uno en el Caltech, con una tesis muy interesante sobre la ruptura de la causalidad por familias de partículas con masa negativa y velocidad superior a la de la luz. Por desgracia, cuando tras un año de trabajo en solitario se la presenté a mi tutor, éste me mostró que en la segunda página había tenido un error insignificante: un signo "menos" donde debía poner "más". También me comentó, como de pasada, que mis conclusiones chocaban con algunas teorías de cierta relevancia: por ejemplo, la relatividad especial y general de un tal Einstein.

En la facultad de físicas de Almendralejo no pusieron tantas pegas para aceptar mi tesis en su prístina redacción, gracias entre otros motivos al pingüe cheque que iba grapado junto a la bibliografía. Ahora tengo un doctorado de nivel cinco (en escala descendente del uno al cinco), pero yo, que odio ese tipo de distingos clasistas, me limito a indicar "Dr." en mi tarjeta de visita.

—Ese soy yo —añadí, tras unas meditaciones similares a las que acabo de expresar, aunque por localizarse en el cerebro y no en una hoja de papel me demoraron bastante menos—. ¿Toma algo?

—Un Chivas, gracias. —Me estrechó la mano con un movimiento que producía interesantes ondulaciones sinusoidales y se presentó como Mirtila Lump.

Al carajo el presupuesto de copas para esa noche, me dije, pero qué demonios. Unas cúpulas como aquellas hubieran hecho trabajar gratis al mismo Bernini. Me acodé en la barra con ese escorzo que me ha hecho famoso en tantos bares del sistema solar, levanté la ceja izquierda (la derecha no, porque se me pone cara de tonto), y preguntéle:

—¿Y a qué debo el honor?

—Conozco sus trabajos sobre la esquizofrenia y su reflejo en el trazado de los campos magnéticos cerebrales y me han parecido muy interesantes.

Alcé la copa y brindé en silencio por mi padre, David Milar sr., el célebre psiquiatra. ¡Si supiera que estaba a punto de beneficiarme a aquella beldad en su nombre! Susurré algo así como "oh, no tiene importancia", y traté de enarcar la ceja de nuevo; pero como ya la tenía enarcada, ello no fue posible.

—Precisamente andaba buscando a un psiquiatra de prestigio, y no puede suponer lo contenta que me sentí cuando vi su nombre en los registros de estación Sheffield.

Probablemente no se había molestado en pasar a la segunda pantalla, que indicaba el verdadero motivo de mi presencia: dirigir una cuadrilla de soldadura de baja gravedad en el segmento 9. Compuse un gesto cuidadamente psicoanalítico y le pregunté:

—¿Y cuál es su problema?

—Oh, no es por mí. —Mirtila (permítanme esta familiaridad que me ahorra repetir enojosamente lo de "aquella mujer", "ella", "la misma", "la susodicha" y demás consabidos anafóricos) se sonrojó levemente, en particular en la zona del escote, que estaba untada de pegamento para ojos. —No necesito tratamiento psiquiátrico... por el momento. En realidad estoy por un motivo oficial, aunque digamos que... extraoficialmente.

Lo primero rebajó un punto mi concupiscencia, pero lo segundo mantuvo mi interés general en una cota aceptable. Pensé que si seguía escuchando tal vez me metiera en un lío. "Bah, no será tan difícil salir de él". Si mi paladar no hubiera estado tan pastoso por los cuatro güisquis que me había echado al coleto, habría podido percatarme de que se mascaba la tragedia. En aquel momento de indecisión cuántica, el universo se desdobló y, como siempre, me quedé en el lado en que no debía.

—Dígame, dígame.

—Verá usted. —Mirtila se acercó a mí para no ser oída, cosa bastante sencilla dado el nivel de ruido que reinaba en la sala. Pero preferí no desilusionarla al ver que con unos centímetros de intimidad más me clavaría sus pitones—. Trabajo para la representación en Hoonai. Es un asunto de la embajada Satshu, pero debe llevarse de forma confidencial.

—Como casi todo lo relativo a los Kghasatshu, por lo que sé. —¿Va a quedarse mucho tiempo más en estación Sheffield?

—A decir verdad, no. El asunto que me traía aquí ya se ha terminado. —Mentir, no mentía. Me acababan de rescindir el contrato por la lentitud con que avanzaban las obras y porque un par de operarias se habían quejado de que yo trataba de inducirlas al consumo de bebidas espiritosas y demás vicios concomitantes—. Y puedo añadir que me alegro de irme. Me gusta sentir mis ochenta y cinco kilos uno por uno en los pies. —Aproveché para sacar torso y marcar pectoral en la chaqueta, pero Mirtila estaba mirando para otro lado, como vigilando que nadie nos oyera. Me arrimé un par de centímetros subrepticiamente.

—¿Y se conformaría con pesar ...uuh... unos setenta y cinco?

Tardé algunos segundos en reaccionar. Me estaba insinuando que adelgazara, sugerencia inaceptable, ofensiva y falta de realismo, u... (Escribo la disyuntiva "u" porque la siguiente palabra empieza por "o". Claro, que este paréntesis hace innecesaria tal elección eufónica. Pero si, debido a ello, pusiese de nuevo "o", el paréntesis estaría de más, con lo cual ambas "oes" quedarían en contacto y de nuevo tendría que poner "u", y como alguien se podría extrañar habría que explicárselo y... Mi ordenador me recomienda que corte si no quiero entrar en un bucle infinito.)[1]

—¿Otro planeta?

—Bingo. —Mirtila levantó los ojos y me miró con una expresión del tipo "es usted el elegido". Estuve a punto de contestarle con el sí, quiero, pero mi proverbial prudencia me retuvo. La animé con un gesto a que continuara—. Por lo que sé de usted, doctor Milar, creo que no es ningún entusiasta de la psiquiatría práctica, o terapéutica, o como quiera llamarla. Le gusta más la investigación.

Traté de ponerme en el papel de mi padre, para lo cual tuve que imaginarme que me había tomado cuatro güisquis más y recordar un poco de su palabrería. Me animó pensar que esa mujer tenía por fuerza que saber menos psiquiatría que yo.

—Más que de gustos, se trata de aptitudes. Reconozco que hay mucho mejores clínicos que yo. Aquí mismo mi labor es... —Era la tercera frase y ya me estaba pasando — Bueno, si me concretara algo más se lo agradecería.

—Debe ser apasionante investigar en los secretos de la mente humana, pero ¿no le interesaría acceder también a los arcanos de una mente alienígena?

Definitivamente, aquella mujer había recibido clases de primer curso en el Actor's Studio o algún sitio aún peor. Con todo, el contenido, que no la forma, de sus palabras encendió mi piloto de atención (me refiero al de mi cerebro humano, que el animal ya llevaba un buen rato parpadeando). 2 + 2 = me estaba hablando de los Kghasatshu; pero aquello era imposible: nunca se habían dejado estudiar por nosotros.

—Esta vez sí se dejarán. —(El lector inteligente adivinará que lo anterior era una expresión en estilo indirecto por amor de la brevedad)—. Son ellos mismos los que nos han pedido ayuda.

—¿Pedir ayuda los Kghasatshu? — Me mordisqueé el bigote; este mismo hecho y su sabor a JB me recordaron que tenía que recortármelo—. Muy improbable.

—Algo grave les sucede, obviamente. Nos han pedido que les enviemos un experto en enfermedades mentales.

—Pero yo no soy un experto en enfermedades mentales... Quiero decir, alienígenas, por supuesto.

—Ya lo saben. Pero es que ellos no tienen psiquiatras ni nada que se les parezca. Piensan que un humano les podría ayudar. Al parecer, alguien muy importante en su planeta está sufriendo algún tipo de alteración y creen que sólo un psiquiatra de la Tierra puede hacer algo por él. Piense qué magnífica oportunidad. —Y bien que lo era. Me humedecí los labios, resecos de excitación y de sed. Antes de seguir pensando y tras una discreta mirada a la pantallita de mi tarjeta de crédito, pedí al camarero una humilde cerveza. Es desesperante lo despacio que cae en el vaso a un octavo de gravedad.

De las diversas especies que los humanos habíamos encontrado en las inmediaciones galácticas, los Kghasatshu, aun siendo tan diferentes, eran quienes más puntos de contacto tenían con nosotros. Con las demás nos tratábamos de forma muy ocasional, mientras que las relaciones entre humanos y Kghasatshu eran estables. Sin embargo eran como un vecino educado pero distante: se limitaban a entornar la puerta y darnos el puñado de arroz que les hubiéramos pedido sin dejarnos pasar al interior ni ver cómo hacían la paella. (Esa era la opinión general; por lo que supe luego, lo de "educado" sobraba.) Quien pudiera penetrar sus misterios, ¡y nada menos que los de su mente!, tendría asegurada esa gloria eterna que un simple signo menos me había escamoteado. Al fin y a la postre, no se me ocurría que mi padre estuviera más preparado que yo para tratar a un Satshu loco.

—Así que tendría que viajar a Hoonai... ¿Cuándo?

—Lo antes posible. Los Kghasatshu han fletado una línea especial para usted. Como ve, no piensan reparar en gastos. Si no consigue nada con su paciente, al menos tendrá informaciones valiosas y una paga generosa de la embajada. Si logra curarlo... ¿quién sabe con qué le recompensarán los Kghasatshu?

Aquello añadía un interés adicional imposible de pasar por alto, en especial cuando me quedaba poco más del dinero justo para bajar a la Tierra. Pensé que, puesto que me iban a llevar gratis a Hoonai, podía fundírmelo en copas y pedí otro Chivas para Mirtila.

—¿Dónde tengo que firmar? —pregunté mientras le ofrecía el vaso, que ella, esponjil dama, aceptó sin rechistar.

—Por el momento, en ningún lado. Como ya le he dicho, es una misión extraoficial. Pero no se preocupe, que no le dejaremos en la estacada. —Echó una mirada al calendario de su reloj—. Pasado mañana venga usted a nuestras oficinas, en el sector tres. Tenga este cubo: contiene algunas informaciones útiles para que se desenvuelva en Hoonai.

Tomé el cubo y me lo guardé en el bolsillo, sin atreverme a comentarle que había vendido mi portátil tres días atrás para invitar a cenar a una de las operarias que me había salido rana.

Cuando más tarde hice el análisis de aquella noche, encontré algo extraño lo sucedido. Me había fingido psiquiatra para A) tirarme a la concupiscible Mirtila Lump con la condición de B) viajar a Hoonai, el planeta de los Kghasatshu —singular, Satshu—, y curar a un alienígena loco. Podría haberme limitado a A), encontrar las lógicas satisfacciones en ello, desaparecer de estación Sheffield y que se buscara a otro para B). Pero, y he ahí lo raro, cumplí con B), como ahora les narraré, y en cuanto a A), después de despojarme el bolsillo con los malditos Chivas, la muy pécora me dejó en la puerta de su habitación con tres palmos de NARICES.

Al día siguiente utilicé el ordenador de un amigo para leer el cubo. En realidad, él estaba trabajando en la soldadura, de modo que falsifiqué su código y entré en su habitación suponiendo que a él no le importaría. La tenía un poco desordenada; una falta de delicadeza para con las visitas que, ya que me dejaba en usufructo su máquina, le disculpé. Me ceñí las dos antebraceras, crucé las manos en esa un tanto budista posición que adoptamos para manejar estos portátiles de diseño de la quincuagésima generación y con mi índice derecho marqué junto a mi codo izquierdo la orden de arrancar. Al introducir el cubo más o menos por la zona de mi escafoides siniestro, dos haces láser brotados mágicamente de mis brazos materializaron un vistoso holograma de un sistema solar con siete planetas.

HOONAI. Distancia a la Tierra, 237 años luz. Sistema de estrella única tipo F...

—Scroll. Basta.

...en su perihelio. Rotación de 27'3 horas terrestres. Movimiento de precesión...

—Scroll. —Ya sé que soy doctor en física, pero aquello no me interesaba ahora—. Basta. No, mejor ve directamente a datos humanos. No encontrados.

—Perdón, datos antropo... No, hombre, no, ¿cómo coños lo llamo?

Puede usted recurrir al índice.

—Sí, gracias. (Ya me lo podías tú haber sacado antes, gilipollas de cubo.) Sí, mira, es un decir, ahí: morfología de los Kghasatshu.

Tres figuras de tipo humanoide aparecieron en el holograma. La primera por la derecha era un macho. La ampliación mostró detalles de su cabeza: ancha a la altura de los ojos, se afinaba en la barbilla hasta acabar casi en punta. Toda la zona frontal terminaba en una arista, una especie de quilla que dividía el rostro en dos partes simétricas. La nariz era similar a la humana, aunque más estrecha y rodeada por unas arrugas horizontales muy marcadas. La boca, con unos labios muy finos, estaba dotada de dos hileras de dientes que parecían capaces de desgarrar la piel de un rinoceronte. Había un detalle un tanto extraño: en vez de en horizontal, los dioses le habían puesto la boca en vertical, de modo que en vez de tener mandíbula superior e inferior tenía izquierda y derecha.

...sólo se alimentan de carne, y hoy por hoy exclusivamente de carne de Bushsa, (especie también de aspecto vagamente antropomorfo), excepto en los ritos funerarios. La razón por la que jamás se ha podido hacer una disección de un cadáver Satshu es que los Kghasatshu devoran íntegramente los cuerpos de sus deudos fallecidos...

Aquello ya lo había oído, pero no pude reprimir un escalofrío. Hasta entonces había sospechado que se trataba sólo de un infundio. Esos dientes y la finalidad antropo(morfo)fágica a que estaban destinados sembraron en mí una semilla en tierra de indecisión; pero cayó entre los cardos y la ahogaron.

El Satshu tenía ojos de felino, cubiertos por prominentes arcos supraciliares de los que brotaban gruesas pilosidades que, al igual que las de la erizada barba, los Kghasatshu teñían de diversos colores para manifestar su pertenencia a una u otra casta. (Estoy diciendo lo que me contó el cubo, no crean que me quiero pasar de listo.) Aquel individuo la tenía azul oscuro, la marca de los G'Buhwash; según el ordenador, una casta de subalternos, aunque no explicaba de quién eran subalternos.

Los antebrazos, desnudos hasta el codo, eran muy llamativos. A partir de la articulación se dividían en dos, como un cúbito y un radio humanos que tuvieran el mismo grosor y estuvieran rodeados cada uno por sus propios músculos y su propia piel. El hueco llegaba a ser de unos cinco centímetros a mitad del antebrazo, pero luego se cerraba para juntarse de nuevo en la muñeca. A pesar de la unión, aún podían distinguirse claramente ambos apéndices. De cada uno de ellos brotaban tres dedos con garras retráctiles: un pulgar y dos dedos largos. De esta suerte, la mano tenía un total de seis dedos con dos pulgares oponibles. La ventaja de los monos antropoides multiplicada por dos.

Después me concentré en la hembra; en mirarla, quiero decir. Su aspecto era más humano que el del macho, y tenía un extraño y fascinante atractivo, siempre que nos olvidáramos de la boca en vertical. La figura estaba vestida, pues ningún humano había visto a un Satshu desnudo, pero bajo la ropa se veían los pechos, algo más pequeños y juntos que los de una hembra humana normal, pero... Me callo.

...el hecho de que amamanten a sus crías y de que buena parte de su contenido genético...

—Alto. Aclaración sobre contenido genético. Modo de obtención. —Si nunca se ha hecho la disección de un cadáver, y tampoco se dejan analizar, ¿cómo...?

‹Pérdidas de fluido sanguíneo por golpes accidentales aprovechadas por xenobiólogos para tomar muestras en secreto.›... comparta grupos proteicos con el del hombre ha recibido tres interpretaciones principales.

—¿Cuáles? 1. Desarrollo paralelo en lugares desconectados causalmente por a) presión de medio ambiente similar —Higgs, Trévelez, Yoku—, o b) tratarse de los únicos desarrollos posibles —Kund, Martin—. 2. El mismo origen para el contenido genético de los humanos y los Kghasatshu. Los defensores de la teoría de que la vida proviene del espacio, de microorganismos presentes en los cometas, aducen este hecho como prueba —Buick, Yeng y seguidores en general de la obra clásica de Hoyle y Whickramasinghe "El universo inteligente"—. 3. Que Dios los ha creado así a su imagen y semejanza —Pío XIX, Ayatollah Martínez—.

La tercera figura correspondía a un Sh'dir, un asexuado. De rasgos masculinos, pero desprovistos de barba, los Sh'dir, según la información del cubo, representaban poco más de un cinco por ciento de la población y no pertenecían a ninguna casta, excepto algunos a los que se permitía el ingreso en los Pensadores. Muy interesante, pero funciones inferiores me reclamaban.

—Hora de comer. Ya te seguiré consultando.

Pertrechado con un maletín en el que viajaban mis recién adquiridos conocimientos sobre los Kghasatshu —que iré dosificando durante mi relato por no ser fastidioso—; unos cuantos cubos sobre psiquiatría, incluyendo algunos de mi padre; algunos instrumentos exóticos averiados que me entretuve en reparar; y las dos mangas de antebrazo que formaban el portátil de mi amigo —que dejaría de ser tal[2] en cuanto abriera la puerta de su habitación, pero para entonces yo ya estaría lejos de estación Sheffield—; con todo esto en mi maletín de falsa piel y poco más que lo puesto embarqué en un transporte convencional impulsado por motores de fusión que me llevaría hasta el punto de transferencia situado entre la órbita de Marte y el cinturón de asteroides.

Había concebido la engañosa esperanza de que Mirtila embarcase conmigo en la nave, pero se limitó a presentarme a un individuo moreno y bajito, llamado Galis, como mi asesor en temas Satshu para el viaje y estancia en Hoonai. El tal Galis no me gustó demasiado por dos razones: tenía los rasgos un tanto viscosos y su tono de voz, por una extraña sinestesia, me recordaba al plomo. Mirtila me despidió con un beso en la mejilla izquierda, la muy rácana, dejándome con los labios al aire para el segundo, y eso que se había tomado media botella de Chivas a mi costa. Podría haberme consolado el pensamiento de que en Pincio solían poner garrafón, pero por desgracia el que había soltado el crédito había sido yo.

Entre Marte y el cinturón de asteroides nos encajonaron en ataúdes voladores para atravesar el estrecho horizonte del agujero artificial de Britten y aparecer, en una enorme zancada espacio temporal, más allá de la nube de Oort, donde nos esperaba un gran carguero joviano. La experiencia del salto, sentir cómo durante un instante infinitesimal parte de mi cuerpo se hallaba a miles de millones de kilómetros de la otra, no fue del todo agradable. Cuando supe que antes de llegar a Hoonai tendría que atravesar los horizontes de otros seis agujeros infinitamente más masivos que el de Britten sentí un escalofrío. He viajado por buena parte del sistema solar, pero siempre de un modo convencional y tranquilizadoramente newtoniano.

Saber que debía someterme a un implante quirúrgico para poder entenderme con los Kghasatshu no me hizo mucho más feliz.

—No se preocupe —arguyó el plomizo Galis—. Es una operación mucho más sencilla que la mayoría de las que hoy día soporta la gente para embellecerse. Usted mismo se ha sometido al tratamiento s'dnoP que es mucho más molesto, ¿no?

Me toqué mi piel de veintiséis años, que aún se mantenía tersa, y recordé que yo era mi padre.

—Es que tampoco me gustan esas operaciones. Bastante le costó a mi hija —la pedorra de mi hermana, pensé— convencerme de que me dejara hacer el tratamiento. —De hecho, nunca ha logrado convencer a mi padre.

Galis me enseñó el (según él, minúsculo) chip que injertarían en mi cerebro y una pieza ovalada de aspecto aún más ominoso.

—Mire: este chip le traducirá instantáneamente del idioma que usted elija... Español me dijo, ¿no? —Asentí—... Pues le traducirá directamente a la lengua común Satshu. Lógicamente observará algunas dificultades para expresar ciertos conceptos que, por más que lo hemos intentado, son intraducibles e incompartibles.

—Y esa otra cosa... ¿qué es? No pensarán metérmela en la cabeza. Galis acarició los bordes redondeados del artefacto con dedos sensuales. A pesar de su tono monocorde, me dio la impresión de que la estaba gozando.

—Esta maravilla de la técnica va a ser introducida junto a su laringe.

—¿Mi laringe? Vamos, ni...

—No tenemos otro remedio, doctor Milar. Pero no se preocupe, no sentirá nada cuando lo lleve puesto. Tenga en cuenta que el aparato fonador de los Kghasatshu es mucho más versátil que el nuestro. Ellos hablan habitualmente en una tesitura de tres octavas, y además tienen seis sonidos laringales, cuatro nasales y una serie de silbidos impronunciables para nosotros: una combinación interesante, aunque no demasiado bella. Este convertidor adaptará por un lado las señales del chip de implante y por otro sus propios impulsos y los transformará en algo bastante parecido a la pronunciación canónica Satshu.

—¿Y podré seguir hablando en cristiano?

—Sí, aunque observará que el resultado es un tanto extraño. ¿Ha oído en el cubo a algún Satshu hablando lenguas humanas?

—Sí, algunos de ellos en inglés. La verdad es que parecían una mezcla de jilguero con puerco. Bastante molesto.

—No se preocupe por eso. Todo el personal humano de Hoonai lleva estos implantes, de modo que se podrá entender con ellos fácilmente. Casi le recomiendo que habla Satshu con ellos. Y... —con un gesto conciliador interrumpió mi siguiente objeción—... y puedo asegurarle que en cuanto salga usted de Hoonai se le extirparán tanto el chip como el convertidor sin el menor problema.

El propio Galis tuvo que recordarme que los alimentos no bajan por la laringe; para ser un médico psiquiatra quedé bastante mal, pero lo arreglé con una inspirada perorata sobre la creciente especialización de nuestra cultura y sus efectos nocivos incluso sobre reconocidos científicos como yo.

Al recuperarme de la anestesia traté de dirigirme a la cirujana y a su ayudante (el ayudante era "él", preciso para remediar la confusión de género que produce nuestro idioma en los adjetivos en —e), momento en el que comprobé que mi voz se había convertido en una confusa mezcla de rugidos de león y chirridos de cigarra.

—No se preocupe. —Era la voz de Galis junto a mi oído derecho. (No diré que plomiza por no ser fastidioso.) Aquel hombre no veía motivos para preocuparse en nada—. Enseguida aprenderá a controlar el convertidor de voz y más o menos se le podrá entender en idiomas humanos.

—¿Gry poahra Ggshhatshhuoagh? —El velo del paladar me retumbó con la última nota. Caramba, y a mí que no me habían querido admitir en el coro de mi instituto porque me faltaba tesitura.

—¿Y para Satshu? —descifró Galis—. Lo único que tiene que hacer es darse dos suaves golpecitos aquí, un poco por encima de la oreja izquierda. ¿Ve?

El procedimiento me pareció ridículo, pero le obedecí.

—Muy bien. Es verdad, estoy hablando en otro idioma. Qué raro, es como si en cierto modo lo hubiera oído de toda la vida...

—Una sensación de déjà vu, ¿verdad? —Por fin Galis apareció en mi campo visual, mientras el ayudante soltaba los arneses que me habían mantenido sujeto a la butaca. La cirujana ya había desaparecido sin molestarse en decir adiós, tal vez ahuyentada por mis lascivas miradas. Pero es que, digo yo, si no hay casi gravedad ya podían apretarse un poco más el sujetador—. A mí también me ocurrió la primera vez.

—Pero usted me está hablando en inglés y sin embargo me tie... entie... entiende... —Pude notar una leve desincronización entre el chip y el convertidor de voz; aquello me hacía salir de mí mismo, como si viviera sin vivir en mí. Vaya, ya iba cogiendo el enfoque psiquiátrico.

—Lógico. Dado mi trabajo nunca me he molestado en hacer que me extirpen el traductor. Ahora, cuando lleguemos a Hoonai, me volveré a implantar el convertidor. A usted se lo hemos puesto antes para que se vaya familiarizando. De todas maneras, siempre pueden surgir algunos problemas. El programa de traducción, como ya le dije, no es perfecto.

Tras los seis saltos de rigor, incluyendo dos zambullidas en agujeros negros naturales realmente impresionantes de más de diez masas solares —algo para contar a mis nietos, si alguna vez averiguaba quiénes eran—, una lanzadera de pequeño tamaño nos llevó al espaciopuerto principal de Hoonai. Después de la preceptiva esterilización con algún tipo de polvo matarratas, nos hicieron bajar por una escalerilla. Había estado en otros planetas y satélites del sistema solar, pero nunca en la superficie y respirando por mis propias fosas nasales.

Había esperado experimentar la inefable sensación de extrañeza y aventura que embarga a quien pone el pie en comarcas desconocidas, el perfume de la aventura, el color de las tierras vírgenes; pero mi primera impresión al bajar por la escalerilla fue una coz de calor y el fogonazo de mil flashes. Me tapé los ojos con las manos y no me atreví a retirarlas hasta pasado casi medio minuto. Galis me tocó el hombro y me tendió unas gafas de sol.

—Se me había olvidado advertirle —me dijo, ya con su propio convertidor de voz— que Grooshg, la estrella local, es más caliente que el Sol, y como nuestra distancia a él no es mucho mayor que la de la Tierra...

—...hace un calor de narices. No me avisaron de esto cuando me enrolé.

—Lástima: había pensado que el fogonazo se debía a los chicos de la prensa.

—¿No mencionaba nada el cubo? Acababa de recordar que la estrella de Hoonai era de tipo F, pero me había saltado aquella información como si no tuviera importancia. Eso quería decir que la temperatura de su superficie podía ser superior a la del Sol (tipo G) en unos mil o dos mil grados, que la luz de su espectro presentaba corrimiento hacia el ultravioleta y que si estaba mucho tiempo al aire libre podía acabar con unas quemaduras bastante molestas y unas retinas bastante inservibles.

—Supongo que sí, pero la astronomía no es mi campo. Eh... —tenía que preguntarlo con cuidado, puesto que no se suponía que yo tuviese conocimientos de física—... y este calor, ¿no será perjudicial?

—No se preocupe. En cuanto lleguemos a la embajada le proporcionarán ropas especiales y un líquido para proteger su piel. Las gafas también son especiales: adaptan la luz para que no vea usted todo como si estuviera en una discoteca.

Curioso, un semichiste en boca de aquel individuo. Con las gafas, que se adaptaban a las cuencas como una ventosa para evitar que se colara algún ultravioleta más escurridizo que los demás, el cielo sobre la pista de aterrizaje no parecía muy distinto del de la Tierra. Por otra parte, el aire, recién salido de un secador, no transportaba olores extraños que yo pudiera identificar —aunque, la verdad, mi nariz sólo sirve para detectar el olor del garrafón y el de unos pocos perfumes que utilizan las mujeres a cuyos favores es tarea sencilla acceder. Para colmo, estábamos en el sector terrestre y no había ningún Satshu a la vista. Una entrada algo decepcionante.

—No suelen entrar por aquí —me contestó Galis—. Para ellos eso sería hacernos una visita y reconocer que tenemos tanto Yrgb como los propios Kghasatshu.

Yrgb. Una idea semejante a la de honor, pero mucho más rígido que el humano; todas las relaciones entre los Kghasatshu, desde las jerárquicas a las profesionales, familiares, amistosas y sexuales eran regidas por el Yrgb.

—Tenga en cuenta que son una especie carnívora con tendencias agresivas mucho más acentuadas que las nuestras. El Yrgb es una especie de corsé que impide que se destrocen unos a otros; aunque no evita que devoren a los Busshas.

El Yrgb, el Solggh; conceptos difíciles de aprehender y a menudo antagónicos. (Discúlpenme este vocabulario, pero es que estoy tratando materias de gran profundidad). El Solggh era una superación del Yrgb, el protocolo elevado por encima de las formas hasta las cimas de la pura razón por la casta de los Pensadores y que alcanzaba su máxima expresión en Yagghumasht, el gran ordenador del que dimanaban todas las decisiones importantes que afectaban a Shhurggahat, la nación hegemónica en Hoonai. Qué pluma la mía. De escribir, me refiero.

—Las complejas relaciones entre los Kghasatshu serían un infalible caldo de cultivo para todo tipo de enfermedades mentales en la Tierra, pero al parecer estos alienígenas se las arreglan sorprendentemente bien —comenté. El Manual visual de psiquiatría de mi padre surtía ya sus efectos. Me pregunté por enésima vez por la naturaleza del mal y del sujeto que debería tratar. Galis había insistido en que él no sabía nada.

Más allá de la pista, a unos diez kilómetros —siempre que la difracción de aquella cálida atmósfera causara efectos visuales similares a la terrestre—, se erguían unos picachos oscuros de aspecto ominoso. Bueno, ominoso ya lo he escrito antes; digamos que amenazador, sin más. Según me había informado Galis, la principal aglomeración de Shhurggahat se encontraba al otro lado. Un minitrén guiado por un riel superconductor y, gracias a Ymir, refrigerado, nos llevó a través de un largo túnel y se detuvo en una oscura estación de sobrio aspecto. Tres funcionarios de la embajada nos aguardaban, vestidos con monos blancos.

—Pero, ¿cuándo vamos a ver por fin a un Satshu? —protesté.

—Cuando quede más o menos claro que no le están dando a usted demasiada importancia. Son así y no tiene remedio.

Empezaba a sentirme picado en mi amor propio. Tal vez aquello era el Yrgb y estaba empezando a interiorizar el concepto.

Los funcionarios se presentaron: Berry, físico de unificación —como yo, pero cualquiera se lo decía— y comercial tecnológico, un hombretón de rubio mostacho cuya panza le ubicaba en el club de los amantes del jugo de cebada fermentado. Aplicando los antiguos tipos de Kretschmer que tanto me divertían en las ilustraciones de los libros de mi padre, lo clasifiqué como pícnico. Jorge Caniego era un leptosomático que, por lo visto, parecía limitarse a ser político sin más. La tercera era Gundula Uzelsky, xenobióloga y a la vez encargada de exportación e importación de productos orgánicos; una morena de espectacular cabellera y ardientes ojos negros que, tras repasar todas las caracteriologías que había estudiado durante el viaje, catalogué en el tipo maciza.

Caniego nos ofreció un servoporteador para el equipaje, pero me negué a soltar el maletín.

—El instrumental que llevo en él es demasiado delicado para arriesgarme a que sufra algún accidente —siguiendo el ejemplo de los funcionarios, contesté en Satshu tras los consabidos golpecitos sobre la oreja izquierda.

—¿Instrumental? ¿Para estudiar a su paciente? —se extrañó Uzelsky. Asentí con aire de profesionalidad y ese enarcamiento de la ceja izquierda que tan buenos resultados me ha dado siempre con la mitad interesante del género humano.

—Yo por mi parte —intervino de nuevo Caniego, un tipo de aspecto tan descolorido como el timbre de su voz—, pienso de que de alguna manera las diferenciaciones de especie dificultarán que su experiencia de estudio sobre el paciente adolezca de una óptima comparación.

"Tócate los cojones", dije para mí, aunque no obedecí mi propia orden. Por el contenido informativo de aquellas palabras, cercano al cero absoluto, estaba claro que Caniego era un auténtico político, cultivador de la perisología[3] hasta sus últimos extremos. Durante unos cinco segundos traté de descifrar el mensaje y por fin contesté con un encogimiento de hombros. (Por cierto que me las arreglé para sacar músculo al hacerlo; si alguien se pregunta cómo, puedo enviarle un cubo con la demostración práctica.)

—Es posible que mis aparatos no midan nada fiable en un cerebro Satshu, pero el maletín no abultaba tanto como para dejarlo detrás. —Una respuesta convincente—. ¿Vamos a salir algún día de aquí? Supongo que en algún sitio me podrán dar una cerveza. Tengo la garganta reseca del polvo del camino.

—Polvo estelar, supongo —repuso Berry, con la cara de satisfacción que se le pone a todo adicto a una secta cuando se encuentra con otro iniciado.

—Síganme entonces, por favor —dijo Caniego—. La localización del edificio embajatorio no se localiza en un lugar demasiado alejado de que este punto.

Mientras salíamos de la estación por un largo pasillo cubierto con cristales ahumados, Berry me ofreció una gorra blanca.

—Se habrá dado cuenta de que aquí el sol, Grooshg, aprieta bastante. —Asentí. Un bosquimano se habría dado cuenta—. Para un terrestre no adaptado a este baño de rayos ultravioleta no es bueno pasar demasiado tiempo al aire libre.

—El señor Galis me ha hablado de un líquido...

—Sí, nosotros siempre tomamos un baño en él antes de salir al exterior. Forma una película protectora invisible...

—Invisible sí, pero bastante pegajosa —intervino Gundula Uzelsky por segunda vez (las llevaba contadas). Por cierto, si su voz no hubiese sido ronca y sensual, me habría sentido decepcionado.

—Eso no es problema. Con una ducha y el gel que utilizamos aquí verá cómo sale sin dificultad. —Por el tono con que contestó, adiviné que a Berry no le caía demasiado bien la Uzelsky. La explicación era obvia: la mujer no habría cedido a sus salaces instintos. Crucé los dedos y me deseé mejor suerte.

Salimos del pasillo a una explanada blanca, barrida por ocasionales tolvaneras. Unos trescientos metros más allá se levantaba un domo también blanco. Detrás, sobre un leve declive, crecía un hermoso bosquecillo de tonos verdeazulados entre cuyos árboles brotaban aquí y allá tejados y cúpulas de brillantes colores que acariciaban con tornasolados dedos mis retinas fatigadas de la gris rutina del viaje. Supuse que el domo era la sede de la embajada, construida con la mayor discreción posible para no incurrir en errores de Gghoshat[4]. En cuanto a las llamativas construcciones de la arboleda, eran las viviendas de los Kghasatshu, decoradas con los colores propios de sus castas. Por lo que podía apreciar con esos mis propios ojos que habían de devorar los gusanos si antes no lo hacían los ultravioleta, las diversas castas no ponían reparos en vivir en promiscua vecindad; siempre que una distancia de cincuenta o cien metros entre casa y casa se pudiera considerar no ya promiscua, sino tan siquiera vecindad.

—La sensación visual que producen es bastante agradable a la vista, ¿no se muestra usted de acuerdo?

Caniego, como habrán adivinado. La doctora Uzelsky me dijo que tras la cresta que coronaba el declive el paisaje era aún más hermoso: un ancho valle poblado de sotos, huertos y jardines en cuyo centro, junto al lago K´Nor, se erigía el centro de control de Yagghumasht, el gran ordenador del que dimanaban las decisiones. La escuché con arrobo y embeleso.

Después del tardío almuerzo, regado con un agua más dura que la mollera de Caniego, tuve que pasar por algunos trámites destinados a satisfacer los anhelos burocráticos de la embajada terrestre; los Kghasatshu no se interesaban por aquellos asuntos administrativos, siempre que las autoridades humanas cuidasen de evitar problemas. Tras estampar mi n + 1-sima firma (la de mi padre, que había aprendido a falsificar desde que averigüé cómo se cobraban los cheques) sobre un documento que, con toda seguridad, nadie volvería a mirar hasta que el último protón del universo se hubiese desintegrado, Caniego me dejó libre y me pasó a las manos de la doctora Uzelsky. Por primera vez le di las gracias.

Pero aún no había llegado la hora de la cerveza ni de las actividades que suelen acompañar su ingestión, más agradables aquellas cuanto más abundante ésta. Por lo visto tenían la intención de hacerme trabajar. Con el sempiterno Galis a nuestro lado y provistos de sendas gorras y gafas; vestidos con el mono blanco que de especial no tenía nada, porque debajo de él yo seguía asfixiándome de calor; pero eso sí, bien untados en aquel líquido que me hacía sentir un carné plastificado; de la guisa descrita pertrechados, salimos al exterior y tomamos un camino empedrado con losas hexagonales a cuya derecha corría una ancha banda de algún material que arrancaba destellos iridiscentes a la luz del sol. Minutos después, nos cruzamos con un caminante que marchaba junto a la banda y guiaba con una de sus manos izquierdas un contenedor negro sostenido en levitación a menos de un palmo de aquella cambiante superficie. Supuse que se trataba de una vía superconductora a temperatura ambiente[5], pues precisamente importábamos este material de Hoonai; pero mi interés se desvió enseguida hacia el caminante. Galis me indicó que se trataba de un Bussha. En el cubo había pasado por alto aquella entrada, considerando que no debía ser importante. Sin embargo, aquel ser era llamativo en muchos aspectos. Por lo poco que recordaba, el cubo aseguraba que su físico era vagamente antropomorfo. Vaguísimamente, diría yo: bípedo, eso sí, pero con cuatro brazos bastante largos en proporción, piel verdosa, gruesa y plagada de pequeñas protuberancias bulbosas y de colores vagos e indefinibles. Los ojos facetados y la nariz, una especie de colgajo, contribuían a que pareciera la cosa del pantano. La verdad, pensé, mal estaban las cosas en aquel planeta si eso era lo más sabroso que podía echarse un Satshu a la boca. No bien estuvimos a una distancia prudencial, comenté que hasta entonces había creído que los Bussha eran tan sólo ganado.

—Y así es —repuso Uzelsky—. En la propia Tierra el ganado, además de para alimentarse, se utilizaba como modo de transporte.

—Pero la forma de llevar ese vehículo... parecía un ser inteligente.

—Es muy posible que así sea —intervino Galis. Le capté una fugaz mirada de reojo a la doctora Uzelsky, y no del tipo de las que echaba yo[6]. Al parecer, ya habían discutido sobre ese tema en muchas ocasiones—. Son capaces de seguir instrucciones bastante complejas, sin duda mucho más que las que se le podrían dar a un chimpancé o incluso a un delfín.

—Siempre me ha sorprendido la facilidad con que se permite opinar en un terreno que cae fuera de su campo.

La sequedad con la que contestó la doctora Uzelsky me sorprendió; parecía una persona más acostumbrada a valerse del encanto que del temperamento. Galis repuso con su habitual ecuanimidad:

—Hay hechos que cualquiera puede observar. El comportamiento de los Bussha no puede explicarse recurriendo sin más a los instintos.

—¿Acaso ignora que los Quísares del planeta Anshar manifestaban un comportamiento en apariencia plenamente social y civilizado y que análisis posteriores revelaron que sólo ponían en acción mecanismos de los que no eran coscientes, implantados en sus genes por los desaparecidos Nodnaâth[7]? No debemos dejarnos llevar por falsas analogías y pensar que cualquier criatura cuyo comportamiento sea vagamente similar al nuestro goza de nuestras mismas facultades.

—Me temo que usted se deja llevar por la dialéctica Satshu.

Se hizo una breve pausa. Probablemente, Uzelsky y Galis habían llegado muchas veces a aquel mismo punto en su discusión y no necesitaban añadir más explicaciones; pero yo, curioso por conocer a qué se refería el griego con "la dialéctica Satshu", se lo pregunté.

—Los Kghasatshu están convencidos de que criaturas realmente inteligentes no se dejarían devorar impunemente por ellos, como hacen los Bussha.

—Los Bussha se dejan hacer como vacas en el matadero —añadió la doctora Uzelsky—. A fuerza de tanto observar lo que sucede, cualquier ser inteligente se daría cuenta de que a él le espera el mismo fin y tomaría medidas, individuales o colectivas, para evitarlo.

A mí se me ocurrió que ahora era la xenobióloga quien había caído en una analogía tal vez falsa; pero no quise atraerme la enemistad intelectual de una mujer que defendía sus puntos de vista con tal pasión y que, además, era la que más buena estaba de la embajada. Con todo, unos minutos más tarde me convencí de que no era ella quien llevaba la razón. Cerca de la senda un grupo de obreros estaba construyendo un pequeño edificio blanco con la ayuda de una maquinaria bastante exótica. Al pasar junto a ellos pude ver que todos eran Busshas, y desde luego sus movimientos no eran propios de bueyes tirando del arado. Ningún Satshu dirigía la obra, pero ellos parecían coordinarse a las mil maravillas. Observé algo en lo que antes no había reparado: las puntas de sus dieciséis dedos, cuatro por mano, terminaban en ventosas o algo similar. Continuamente se juntaban en grupos, de dos a seis unidades, y durante unos segundos unían sus ventosas; dado que cada uno tenía cuatro brazos bastante largos y casi tan elásticos como la goma, las combinaciones eran muy variadas. ¿Un medio de comunicación?, le pregunté a Galis. El me contestó que seguramente lo era, pero que no habían podido comprobarlo porque los Kghasatshu no permitían que nadie fuera de ellos tocara a los Bussha. Miré con el rabillo del ojo a la doctora Uzelsky para ver si de nuevo iba a contradecir a Galis, pero ella se limitó a levantar la nariz como si alguien le hubiera ofrecido para oler una boñiga pinchada en un palillo de dientes.

Tomamos por un estrecho sendero, casi una trocha, que se internaba en una jungla de carnosas vainas gigantes y arbolillos de aspecto raquítico —tal vez acobardados éstos por la opulenta cercanía de aquéllas o, por qué no servirse de la antítesis, envalentonadas aquellas por la raquítica vecindad de éstos—. A pesar de lo rústico del camino, la banda superconductora seguía junto a nosotros, manteniendo esa incongruencia entre arcaísmo y tecnología tan característica de Hoonai. Nos detuvimos en una cuesta, junto a unas rocas basálticas con las que se confundía una construcción cuadrada y grisácea, de piedra natural sin desbastar. Ante ella nos aguardaban cuatro Kghasatshu. Un Sh'dir, uno de aquellos extraños individuos asexuados, permanecía en segunda fila junto a un G'Buhwash. El tercero era un Pensador, ataviado con la simple túnica gris a juego con su barba y sus cejas. Ligeramente adelantado, (he empezado a describir desde detrás para mantener el crescendo en este importante pasaje) el cuarto era un macho de impresionante aspecto: más de dos metros, hombros robustos y unas garras que no se molestaba en retraer y que me hicieron pensar en las tijeras de mi peluquero. La barba y las ropas negras le señalaban como un Kalkhagân, miembro de la casta más orgullosa entre los orgullosos Kghasatshu.

—¿Por qué nos espera el primero? —susurré—. ¿No son más dignos de Yrgb los Pensadores?

—Lo son y no lo son —respondió Galis—. Ellos gobiernan en muchos aspectos, merced a Yagghumasht, pero suelen dejar la iniciativa a los Kalkhagân. En mi opinión, y gracias a Dios, se las arreglan para manejar a los Kalkhagân sin que éstos se den cuenta.

—No estoy muy de acuerdo con esa... —empezó la xenobióloga.

—¡Chssss! Ya estamos casi al lado.

Galis se detuvo y aguardó. El enorme Kalkhagân levantó la garra izquierda y con ambos pulgares me hizo un gesto que, para mi desgracia, indicaba que me acercara a él. Miré a los negros ojos de la doctora Uzelsky para tomar valor —refuerzo positivo, que diría un conductista—, y avancé un par de pasos arreglándomelas para que parecieran cuatro y midieran lo que uno.

—¿Tú eres el que han hecho venir?

—En efecto. Me siento muy...

—Contesta sólo a lo que te pregunte. —El Kalkhagân se volvió a Galis—. Al traerle tal vez creéis que sois capaces de hacer algo que está fuera de nuestras manos.

—No es así, noble Tilann. —Sentí un poco de vergüenza ajena al ver cómo Galis agachaba la cabeza al hablar, pero lo cierto era que parecía la actitud más prudente. Tampoco me pasó desapercibida la admiración que ardía en los ojos de Gundula Uzelsky, por desgracia no dirigida a mí—. Nos limitamos a acceder a una sugerencia que se nos ha hecho[8]. Si el doctor Milar puede ser de alguna utilidad, todos nos sentiremos satisfechos.

Tilann volvió de nuevo su atención hacia mí; la verdad, hubiera preferido que Galis le diese más palique. A menos de un metro, la boca le olía a matadero; vertical, pero matadero al fin y al cabo. Recordar que los Kghasatshu se alimentaban exclusivamente de carne de Bussha debería haberme tranquilizado, pero por alguna razón no fue así.

—Has de saber que tu llegada no me produce alegría. No fui yo quien lo pidió.

—Ni yo tampoco —contesté yo, haciendo el bocazas por segunda vez en lo que va de relato[9].

—¿Cómo te atreves a contestarme así, menos que Bussha? —Gracias a Dios, yo no llegaba a la categoría de su plato favorito—. ¿Acaso crees que debo sentarme ante ti y esperar tus palabras como si fuera un vulgar Constructor?

—Yo no...

El Satshu levantó las garras en un gesto tan brusco que mi vida, breve mas intensa, entreverada de alegrías y sinsabores, triunfos y fracasos, cal y arena, desfiló ante mis ojos toda entera; pero las detuvo a un palmo de mi cara y se limitó a juguetear con las uñas de sus pulgares.

—Debes reparar tu Gghosshat.

—Noble Tilann... —musitó Galis. El gigantesco Kalkhagân le hizo un dramático gesto para que hablara—. El doctor Milar es recién llegado y no tiene culpa de haber incurrido en Gghosshat.

—Lo tendré en cuenta si lo repara. Visitante, haz lo que debes.

Interrogué a mi asesor con la mirada. El gesto del griego me indicó que me sentara y agachase la cabeza. (Bueno, en realidad fueron varios gestos, si hemos de ser precisos.) Aquello era tan humillante que tuve que echar una nueva mirada a los dientes y las garras de Tilann para animarme a hacerlo. Con las orejas tan ardientes como el día en que mi padre me pilló vaciándole el mueble bar (no vayan a creer que se enfadó porque yo tuviera siete años, sino porque es un tacaño con su güisqui), me acomodé en el suelo con las piernas cruzadas y aguardé a que cayera el chaparrón.

Pensé que iba a ser un chaparrón metafórico, claro está, pero algo cálido me goteó por la cabeza: las babas de Tilann, tal vez mezcladas con la sangre del último Bussha que hubiera devorado.

—Cada uno queda en su justo lugar y el Yrgb queda restablecido —canturreó Tilann en un pizzicato de contrabajo. Escuché cómo sus pisadas se alejaban y acababan perdiéndose, pero no me atreví a levantarme, a medias asustado y a medias avergonzado de mí mismo. Me reconfortó el pensamiento de que nada hubiera arreglado peleándome con el Satshu y haciéndole daño: las autoridades terrestres son muy severas con quienes provocan problemas con alienígenas. La suave mano de Uzelsky me apretó el hombro y me ofreció un pañuelo para que me limpiara la cabeza, mientras Galis me ayudaba a levantarme.

—No se preocupe por esto —me animó el griego—. Tarde o temprano, casi todos los hombres que estamos aquí tenemos que pasar por el aro. Para los Kghasatshu es tan natural como para nosotros hablarnos de usted. Le repliqué que, en mi opinión, era más higiénico el "usted". Mientras tanto, el gigantesco Kalkhagân ya se había perdido sendero abajo, seguido por la mirada admirativa de Gundula Uzelsky. Una vez que el alienígena desapareció entre la fronda, se volvió hacia mí y se encogió de hombros con un gesto que me pareció adorable y que me sirvió para confirmar que estábamos en una gravedad de 0'85 ges.

—Usted no tenía nada que hacer. Tilann es una magnífica máquina de matar. La verdad es que ha aguantado con bastante valor: no creo que muchos hombres pudieran resistir tan cerca de esos dientes y esas garras sin desmayarse de miedo.

Me sentí halagado; tal vez sea una satisfacción pueril la del elogio femenino, pero nunca falla con aquellos seres que dejan que sean sus gónadas quienes guíen su conducta diaria: todos los varones.

El Pensador avanzó un paso y nos saludó con un curioso gesto de sus prominentes cejas, que yo imité como pude, y una ligera abertura de su boca; eso ya me fue más difícil: mis mandíbulas tienen la mala costumbre de abrirse la una para arriba y la otra para abajo. Tenía los ojos más estrechos que los de Tilann y, por eso mismo, algo más humanos. Era difícil captar el significado de sus gestos, pero parecía estarme sometiendo a un escrutinio imparcial. Sus garras, para mi tranquilidad, estaban retraídas.

—Mis saludos, visitante. —Tras mi experiencia con el Kalkhagân, tardé en reaccionar, temeroso de que cualquier gesto mío incurriera de nuevo en Gghosshat. El Pensador se dio cuenta de mi vacilación—. No se preocupe, doctor Milar. El grupo al que pertenezco ha superado las causas meramente biológicas que explican el irracional entramado del Yrgb y entiende que hay otras formas de vivir muy diferentes a la de este planeta.

El tono del Pensador era tan mesurado y sereno que durante un instante, engañado por la familiaridad del convertidor, creí encontrarme ante uno de mis profesores dirigiéndose a mí en mi propio idioma. "Un fallo insignificante en la primera página. Total, ¿qué importa un signo menos o un signo más?" Ay, si el piadoso velo del olvido celara algunos episodios de mi vida.

—Imagino que se guía usted por la filosofía del Solggh —respondí con una semiinclinación que trataba de ser cortés y digna a un tiempo y que probablemente falló en lo primero casi tanto como en lo segundo.

—Así es. Pienso, por tanto, que las apariencias más que encubrir deforman las realidades que permanecen bajo ellas, y todo mi afán es descubrirlas en su prístina verdad.

Toma ya. Si todos los Pensadores hablaban igual, sus reuniones debían ser dignas de oír. Mientras Gundula Uzelsky, a quien no parecía agradarle mucho aquel alienígena, se quedaba en segunda fila, Galis se adelantó para presentarme.

—Doctor Milar, está usted ante Lwmal, uno de los más finos Pensadores del planeta.

El aludido enarcó la ceja izquierda en un gesto que me gustó. (Me pregunté si al enarcar la derecha también se le pondría cara de tonto, como a mí.) Levantó el pulgar exterior y extendió una uña admonitoria que recordaba la fragilidad de la barrera entre la pura lógica del Solggh y la naturaleza carnívora del Satshu.

—No creo que esa distinción sea correcta, señor Galis. Me limito a participar, en la capacidad que la naturaleza me ha conferido, de la lógica que es totalmente ajena a mí pues preexiste al mismo hecho de pensar.

—Totalmente de acuerdo —intervine. —¿Con qué, doctor Milar?

—No, yo... con todo, claro.

Por un momento temí verme sentado en el suelo y sometido al tratamiento autóctono contra la alopecia, pero Lwmal no pareció tomarse a mal mi interrupción. Se rascó el borde del ojo con la uña de uno de sus pulgares, se acarició la aquillada línea que partía su rostro y tras una breve meditación prosiguió:

—Espero que su estancia aquí sea recíprocamente satisfactoria, aunque si he de ser lógicamente sincero prefiero que seamos nosotros quienes obtengamos la satisfacción. —Asentí y estuve a punto de apostillar "lógico", pero me callé—. Alguien muy importante para nosotros está sufriendo una extraña afección que, según él mismo nos ha dicho, tiene similitud con algunos padecimientos humanos. Esa es la razón de que hayamos recurrido a un humano como usted. —Le pregunté si podía concretar más—. No son ésas las instrucciones que hemos recibido. Según su paciente, es mejor que usted le reconozca sin ideas previas.

—Claro, claro, en realidad es mi práctica habitual. Fíjese, tenía un compañero que tendía a hacer lo contrario y...

—¿Ese punto es de interés para nuestra conversación? —Supongo que Lwmal no trataba de ser antipático; con el tiempo me di cuenta de que los Kghasatshu no conocían el placer de las conversaciones inútiles. Contesté que no, que daba igual—. En ese caso, mañana a segunda hora de la mañana le esperaré aquí y yo mismo le guiaré a nuestro centro de control.

—¿Donde está su gran ordenador?

—Sí. Yagghumasht le dará algunas informaciones de su interés. Adiós.

Y se fue, así, sin esperar a que yo le respondiera. A pesar de eso, por comparación con Tilann, no pude evitar que el pensador Lwmal me cayera medianamente simpático. Los otros dos Kghasatshu se fueron también, cada uno por su lado y sin decirse nada el uno al otro ni a Lwmal. Me pregunté para qué diantre habrían venido.

—Seguramente para enterarse de todo —me contestó Galis. Como hasta entonces no había dado muestras de telepatía, tuve que concluir que mi pensamiento de interrogación había sobrepasado la barrera de mis labios—. Ahora cada uno informará a su casta de lo que ha visto y ha oído.

—¿Tienen reuniones o clubs o algo similar?

—Lo ignoramos, aunque lo suponemos. Cada Satshu parece hacer la guerra por su cuenta. Sin embargo, y es sorprendente, cuando tratan con nosotros no se contradicen unos a otros ni se desautorizan. Teniendo en cuenta que no tienen un representante establecido para ello, es, como digo, sorprendente.

—Simplemente demuestra que saben vivir en sociedad mejor que nosotros, sin necesidad de tanta burocracia ni formalismos —apostilló Gundula.

Aquello dio pie a una breve discusión entre ella y Galis mientras regresábamos. Cuando se cansaron hubo unos instantes de incómodo silencio, que aproveché para preguntar por la vida social del lugar, especialmente la que se desarrollaba al ponerse la estrella que en aquel momento flagelaba nuestros lomos. Galis me dijo que junto al espaciopuerto había algunos locales nocturnos para la colonia terrestre, unos dos mil individuos más o menos. Tan interesante me pareció la información del griego que se la agradecí volviendo la mirada e invitando a cenar a Gundula. Ella me sonrió luciendo una sanísima dentadura que me imaginé destrozándome a bocados —ay, y cuánta razón tenía—, y me contestó que lo sentía mucho, pero que ya estaba comprometida para esa noche.

—¿Y ese compromiso es en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida? —Por cierto, que cuando uno se casa nunca promete ser fiel "todas las noches de mi vida". Por eso no me siento culpable cuando engaño a un conocido con su mujer siempre que sea después de la puesta de sol.

—Bueno, tal vez pueda hacerle un hueco. Así me analizará usted. —"Al dedillo", me dije—. A veces pienso que estoy un poco loca.

Y yo a veces pienso que tengo un ojo en la nuca, porque a mi espalda sentí la irónica mirada de Galis.

Antes de terminar mi relato sobre ésta mi primera excursión por los senderos de aquel nuevo y omi... amenazador mundo, debo añadir que volvimos a pasar por la casa en construcción y que allí vi algo para lo que no estaba demasiado preparado. Los obreros seguían trabajando como si tal cosa cuando un Satshu vestido de blanco, (un Mediador, seguramente el futuro propietario de la casa), se acercó de frente a uno que en aquel momento no manejaba ninguna máquina y, sin decirle ni siquiera "soy el lobo" o algo similar, le pegó tal bocado en la garganta que a poco lo degüella. A continuación vinieron unas escenas un tanto charcuteras que me recordaron los documentales sobre leones africanos alimentándose en la sabana.

—Pero... bueno...

—Siempre comen así —me informó Galis—. Cuando tienen hambre, se limitan a agarrar al primer Bussha que tienen a mano y comérselo.

—¿Entero?

—No. Siempre dejan algo para los carroñeros. Me refiero a otros animales: ellos siempre matan antes de comer.

—A mí me parece mucho más sano así —opinó Gundula—. Nosotros también matamos animales para comer, pero se lo encomendamos a otros y así acallamos nuestras conciencias.

—Pero hombre, podía meterlo en su casa y comérselo a la mesa, y no así...

—Para ellos comer es una función alimenticia, no social. Galis volvió a enzarzarse, aduciendo con su plúmbeo tono de voz que de alguna manera lo era porque tal y cual. (Más que "enzarzarse" habría que decir "apelmazarse".) Yo, aunque ya habíamos pasado de largo, no podía apartar la vista de aquel espectáculo. Lo que más me sorprendía era que, mientras el Mediador hocicaba entre las costillas del Bussha —le debía pasar como a mí, que la carne que más me gusta es la que está pegada al hueso—, los demás seguían trabajando impertérritos. Empecé a pensar que eran un poco raros en aquel planeta; pero claro, por eso les llamaban "alienígenas".

A la vuelta me enseñaron mi habitación; es decir, nuestra habitación. No, no vayan a pensar que lo que yo estaba pensando era cierto. No me colocaron con la doctora Uzelsky. Por suerte, tampoco con el plomo de Galis. El funcionario que había compartido dormitorio con Berry estaba en paradero desconocido desde hacía un mes, de modo que me cedieron su hueco. Lo último que se sabía de él era que se había internado de noche por los bosquecillos que separaban las diversas casas Satshu. Llevaba un buen tablón encima, y no de los de madera, de modo que nadie se extrañó cuando a la mañana siguiente no apareció a trabajar. Unos días después empezaron a preocuparse, pero no hubo forma de encontrarlo. Los Kghasatshu comentaron que tal vez hubiera caído entre las garras de algún depredador nocturno; ellos, por su parte, tenían cosas mejores que hacer que devorar a un pellejudo humano.

—No sé yo qué decirte. Por si acaso, no tomes nunca solo el camino que lleva a la ciudad Satshu.

—En ese caso prefiero tomar acompañado el camino que lleva al espaciopuerto.

—Sí, hombre, ahora cenamos y nos vamos a volcar unas cervezas, cómo no. —Cada vez me era más simpático aquel hombre, con ese mostacho rubio que le daba aire de morsa despistada. A buen seguro que no le importaría cederme el cubículo alguna noche para trajinarme a Gundula de mis sueños. Porque caer, caer, ésa caía.

—Muy bien. Me voy a lavar... Oye, ¿dónde está el servicio? —Aquí es comunitario como casi todo, menos las mujeres. Sal al pasillo, y al fondo a la derecha.

Como en todo el universo conocido. Aún así, tuve algunas dudas antes de abrir la puerta. Suelo tener problemas para decidir entre dos cosas, incluyendo cuál es mi mano derecha y cuál es mi mano izquierda. Para recordarlo hago ademán de levantar una cerveza (movimiento reflejo donde los haya): la mano con que lo haga, ésa es la diestra. También suelo olvidar para qué lado se abren los grifos y se aflojan los tornillos, lo cual ha costado alguna que otra inundación en mi casa y más de una rosca pasada. Es lo que los psicólogos llaman un problema de lateralidad; aunque mi padre, psiquiatra contundente, lo reduce a una cuestión de agilipollamiento.

Después de cenar ensalada y chuletas de un cabrito al que su madre debió destetar cuando aún era muy joven (pues sí, había cabras auténticas allí, traídas por la colonia humana; al fin y al cabo, las cabras y los gallegos sobreviven en cualquier lugar), cuando aún era muy joven mi padre me dijo... Perdonen, siempre me lío con esos malditos paréntesis. Ya se sabe, esclavitudes del lenguaje escrito. Bueno, en resumen, después de cenar nos fuimos de copas. ¿Y qué, pensarán? Pues no tengo por costumbre relatar mis salidas nocturnas, por dos razones: la primera es que salgo todas las noches, y sería algo tedioso; la segunda es que a partir de cierta hora mi memoria de lo sucedido es más bien brumosa, caliginosa diría incluso.

Pero irse de copas en un planeta alienígena puede ser más interesante, y de hecho me ocurrió algo extraño y, como casi todo en Hoonai, molesto. El tercer lugar al que fuimos —a partir del sexto ya se repetían —era una discoteca a la moda holo-bruma, con una decoración basada en los modelos transmitidos por la enigmática e innombrada especie que moraba en los vacíos interestelares. Berry me llevó a un rincón más tranquilo en el segundo nivel y pidió dos jarras de cerveza.

En un recodo de la barra, semiocultos en la penumbra, conversaban dos Kghasatshu machos. Sus barbas y cejas estaban teñidas de blanco: Mediadores, el grupo que mantenía la mayor parte de los contactos entre humanos y habitantes de Hoonai e incluso entre las diversas castas del planeta. Sus actitudes eran algo menos hieráticas que las de sus hermanos de especie pero respetaban la distancia mínima de metro y medio y, aunque a veces hacían algún gesto con las manos, no llegaban a tocarse en ningún momento. Aquellos eran el equivalente relativo de los italianos o los andaluces; pero en términos absolutos parecían lores ingleses. Berry me dijo que eran los únicos Kghasatshu que acudían a locales humanos; supuestamente para confraternizar, aunque su idea de la confraternización debía ser muy sui generis, pues no se dignaban dirigir la palabra a ningún humano más que para pedir bebidas.

—Esta cerveza nunca me ha sabido a nada. A lo mejor por eso me dura tan poco —comentó Berry. No incluyo esto para iniciar un diálogo en estilo directo, sino porque me lo dijo dos o tres veces en cada sitio. Al fin había encontrado a alguien que me superaba levantando vidrios. Por mi parte, a la tercera jarra descubrí que tenía que dejar sitio en mi vejiga si quería seguir bebiendo. En el servicio, desinfectándose las manos en el vaporizador, había un individuo bastante alto con el que tuve que rozarme para pasar. ¡No lo hubiera hecho! Un momento después me encontré de morros en el suelo. El líquido que, venciendo las fuerzas gravitatorias merced al principio de capilaridad, ascendía un milímetro del suelo para empapar mi pechera tenía un sospechoso contenido en ácidos úricos y estomacales, pero me consoló pensar que por unos centímetros me había salvado de dejar la marca de mis incisivos en la taza.

El individuo bastante alto que se estaba desinfectando las manos en el vaporizador, y con el que había tenido que rozarme para pasar, tuvo al menos la cortesía de levantarme del suelo, aunque al estamparme contra la pared la estropeó de alguna manera.

—Maldito paria, has invadido mi campo de intimidad. —Puedo asegurar que esto fue lo que exclamó. Al principio, en la penumbra del local creí que era un Satshu, engañado por su erizada barba negra, sus cejas postizas y sus dientes de acero. Pero sus mandíbulas se movían en vertical: sólo era un humano.

—Ehh... Siento haberle molestado, pero no era mi intención.

—Intención, intención... —Por el aliento, había bebido una buena dosis de alcohol—. Os plantáis en este mundo como si fuerais alguien y empezáis a demostrar vuestro Gghoshat. Los parias no tienen ni derecho a la vida. Cuando la situación era algo más que embarazosa, intervinieron Berry y algunos clientes más para separarnos. Aquel individuo se enfrascó en una discusión con la camarera mientras Berry me reanimaba del susto invitándome a otra jarra de cerveza. —¿Qué le ocurría a ese tipo? —le pregunté.

—No creas que es el único aquí. Verás, hay algunos que admiran tanto la forma de vida de este planeta que intentan convertirse ellos mismos en Kghasatshu. Se disfrazan como ése que has visto y llegan a creerse que realmente son alienígenas. Este es un ingeniero de la CIIA[11] llamado Gallego...

—Vaya hombre, compatriota mío tenía que ser.

—Gallego es el caso más grave que he visto hasta ahora —prosiguió Berry sin prestarme atención—. Ha llegado al extremo de hacerse cambiar la dentadura por esa especie de serrucho que lleva en las mandíbulas. La verdad es que sería un caso interesante para que lo trataras.

Probablemente sí, pensé, pero estaba demasiado agitado para aventurar siquiera la línea maestra del diagnóstico. Sin mencionar ciertas lagunas en mis conocimientos, claro.

—¿Y qué opinan los propios Kghasatshu de esos chalados?

La camarera, que después de echar con cajas destempladas al tal Gallego, llevaba un buen rato sacando brillo al tramo de barra junto a nosotros y reprimiendo las ganas de hablar, se decidió a intervenir.

—Ese no tiene narices para presentarse delante de ningún Satshu con esa pinta y pretender que es igual a ellos. Sólo fantasmonea cuando está de copas en sitios como éste.

—De todas maneras, si algún Kalkkhagân de verdad se lo topara y le viera con esa barba y esas cejas negras...

La camarera soltó una carcajada y nos sirvió otra ronda a cuenta de la casa. Apuré la media jarra de cerveza que me quedaba y libé como una abejilla en el fresco néctar que de nuevo se me ofrecía.

—No se preocupe, que no le verá con esa pinta junto a un Kalkkhagân de verdad; la barba es tan postiza como las cejas.

La conversación giró por otros derroteros mientras el barril de cerveza agotaba su efímera, mas útil, existencia. Terminado su turno, la camarera, de cuyo nombre no me acuerdo, se vino a otro tugurio con nosotros e incluso se bailó un pasodoble conmigo sin importarle el letrinario olor que exudaba mi pechera. (Sí, la música era internacional allí para que nadie se sintiera demasiado fuera de su casa). Creo que me insinuó algo sobre su cama, pero yo, tan borracho estaba, no acepté. No es que ella estuviese mal; pero las curvas de Gundula me habían obsesionado y ya se sabe que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¡Ah, y cuán estúpido es el ser humano y cómo al volver la vista atrás ve los campos que no ha de volver a sembrar! Cuando dije que lo sentía, pero estaba cansado, nuestra función de onda se colapsó. Me sirve de consuelo saber que en algún universo alternativo hay otro David Milar que hizo lo que tenía que hacer.

A tercera hora de la mañana, Galis y yo salimos a buscar al Pensador Lwmal, y juntos —en realidad, ligeramente detrás de él, por si acaso— nos dirigimos hacia el centro de control de Yagghumasht, el superordenador que, a la extraña manera Satshu, regía el planeta. Al descrestar la colina el valle se abrió ante nuestros ojos, una apacible extensión en tonos de verde que corrían ligeramente hacia el azul, no sé si por la pigmentación de las hojas o por alguna extraña cualidad de aquella tórrida atmósfera que hacía rielar las imágenes. Las viviendas de los Kghasatshu se diseminaban por todo el valle, en claros, arboledas, vados, encaramadas en peñascos que rompían el suelo aquí y allá; sus tamaños, colores y formas respondían a toda la variedad de castas y grados de Yrgb y a las fantasías de los Constructores. Atravesamos entre el negro de los Kalkkhagân, que apuntaba en retorcidos minaretes enclavados en los más altos lugares; el blanco de los Mediadores lanzando sus destellos junto a las encrucijadas o el rosado de los Ngusta que se curvaba en suaves domos rodeadas de árboles[12].

En el centro del valle, a las orillas del pequeño lago K'Nor, —en el que metí un par de dedos para comprobar que, en efecto, era sopa pura— se alzaba una ciclópea mole gris que Lwmal señaló como el centro de control. Le calculé unos cincuenta metros de altura por treinta de lado; para los cánones que había visto en Hoonai, una construcción colosal. Las paredes de piedra porosa subían inclinándose hacia dentro en una ligera concavidad, desnudas salvo por el gelatinoso abrazo de una especie de hiedra rojiza. Lwmal me condujo hasta una pequeña puerta de metal. Tras atravesar un pasillo apenas iluminado y casi fresco, en el que Galis, al que no se permitía la entrada al sanctasanctórum, se quedó a esperarme, llegamos a una estancia más amplia, plagada de extraños aparatos que los Pensadores, envueltos en sus túnicas pardas, manejaban con su habitual parsimonia. Las actividades que pudieran llevar a cabo y la finalidad de los artefactos que utilizaban estaban más allá de mi comprensión. Mientras pasábamos por un complejo laberinto de pasillos y estancias dispuestos de una forma aparentemente anárquica y subíamos y bajábamos escaleras y rampas de dudosa utilidad (hubiera jurado que atravesamos la misma sala tres veces), observé que entre el personal abundaban hembras, las primeras que veía en vivo, y que había incluso algunos Sh'dir, los misteriosos asexuados que parecían compaginar en su Yrgb el desprecio y la admiración casi sagrada de los demás.

Por fin descendimos una larga y angosta escalera de piedra. Las mazmorras de un castillo de brujería no parecían el lugar más apropiado para un superordenador, pero ya había observado que la cultura Satshu presentaba aquellas incongruencias.

—Siga por ese pasillo, doctor Milar, hasta entrar en la oscuridad. Una vez allí, verá un pequeño círculo de luz en el que debe sentarse para hablar con Yagghumasht.

Aquella escenografía me pareció un tanto tenebrosa para tratarse de un cerebro electrónico programado de acuerdo a las leyes del Solggh, la quintaesencia de la razón.

—Preferimos no ver el soporte físico de Yagghumasht —me explicó Lwmal—. De esa manera nos concentramos en sus instrucciones.

Mientras llegábamos al centro de control, Lwmal me había explicado que los líderes de entre los Pensadores pedían consejo personal a Yagghumasth; pero, en general, el cerebro actuaba por medio de interfaces. Supuso que eran los exóticos aparatos que había visto, aunque algunos parecían más bien el resultado de hibridar una orquesta sinfónica, el motor de una camioneta y los relieves eróticos de una catedral gótica.

Mis primeros pasos por el corredor fueron resueltos y firmes, pero, según avanzaba y las tinieblas se espesaban a mi alrededor, me asaltaba el inquietante recuerdo de aquellas cintas que mostraban el aspecto de los antiguos manicomios; en particular las galerías de enfermos peligrosos. "Aún no vas a ver a tu paciente", me dije. Por primera vez se me ocurrió una idea estremecedora: si los Kghasatshu sanos eran como Tilann o como el que había visto almorzar el día anterior, ¿cómo estarían los locos? "Con un poco de suerte el mío se ha hecho vegetariano", me animé.

—¿PREFIERE QUE LE HABLE EN SU IDIOMA, DOCTOR MILAR?

La voz me rodeó con una cúpula de sonido, pesante y grave, un rugido ramificado en mil armónicos. Sentí que las piernas me temblaban y decidí que lo mejor era sentarme en el círculo de luz, como me habían indicado.

—¿DOCTOR MILAR?

—Eh...-(Algo parecido a "Groarr" en Satshu)—... No es necesario, señor... —Vacilé. Parecía ridículo dirigirse a un ordenador como "señor Yagghumasht". En cualquier caso, opté por mantener el trato de respeto, por si aquella máquina tenía su propio Yrgb—. Puedo hablar con usted en su idioma, Yagghumasht.

—DE ACUERDO. EN CUALQUIER CASO, CREO QUE SERA MEJOR QUE ME PRESENTE ASI.

Frente a mí, sentado con las piernas cruzadas, apareció un hombre de unos cuarenta años, delgado, de figura elegante y ojos vivos. Tardé unos instantes en darme cuenta de que era un holograma. (Con "unos instantes" quiero decir "poco tiempo", no vayan a creer lo contrario.)

—¿Por qué una figura humana?

—Le será mas familiar a usted. —La voz, más apropiada a la imagen, ya no retumbaba a mi alrededor—. He combinado diversos hologramas en esta figura, esperando ayudarle en su trabajo.

—No tengo inconveniente, aunque me hubiera parecido más lógico que se me apareciese usted en forma de Satshu. Al fin y al cabo es usted un ordenador Satshu.

—Creo que su actuación puede ser más eficaz de esta manera. En cualquier caso será usted quien deba decírmelo, doctor Milar.

La verdad, me sentía mucho más tranquilo sin ver esos colmillos de piraña.

—De acuerdo. —Decidí hablar claro. Después de todo, con un ordenador, por más que fuese alienígena, no parecía necesario recurrir a preámbulos ni rodeos—. Lo cierto es que ignoro el porqué de esta entrevista. Se me dijo que debería analizar a determinada persona, pero aún no conozco a mi paciente. Me imagino que usted tendrá datos en su poder sobre el enfermo al que debo tratar. —No me negarán que estaba hablando con una corrección digna del mejor profesional.

Yagghumasht —su holograma— dibujó una convincente imitación de una media sonrisa irónica y entrelazó sobre la rodilla unos dedos largos y aristocráticos.

—Todos los datos que usted pueda necesitar. El problema es que no sé cuáles le serán de utilidad y cuáles no. Usted tendrá que analizarlos y decidir los que son pertinentes para el caso.

—Lo esperaba. Ustedes no tienen algo equivalente a la psiquiatría. —Ni yo tampoco, pero al menos llevaba unos manuales—. ¿De qué manera me va a proporcionar esos datos?

—Oralmente. —Yagghumasth seguía sonriendo y los ojos le brillaban con picardía bastante escamante. Sospeché que alguien, un ser vivo, estaba manejando aquella entrevista, pero no me atreví a decirlo. Aquella simulación era mucho mejor que las nuestras. Por cierto, olvidábaseme de decir que yo llevaba conmigo una de mi padre para que me ayudara más adelante en el diagnóstico. Sólo le faltaba el vaso de güisqui.

—Un procedimiento algo lento, en mi opinión.

—Sin embargo, por lo que sé de su civilización, la entrevista personal con el paciente es el primer paso para llegar a un diagnóstico.

Contuve el aliento. ¿Acaso...? Yagghumasht sonrió abiertamente y extendió los brazos en un gesto que lo revelaba todo.

—Sí, doctor Milar, aunque le parezca extraño YO soy su paciente.

No supe si sentirme anonadado o estafado. No, lo segundo, considerando mi situación personal, no podía ser.

—Pero yo no soy... quiero decir, que soy un psiquiatra humano, no un técnico de ordenadores Satshu.

—Esa afirmación es por lo menos algo aventurada —replicó con suave tono didáctico Yagghumasht. Se me puso el pelo de punta. ¿Tendría un detector de mentiras apropiado incluso para caraduras como yo?—. Usted sabe en qué consiste la ocupación de "psiquiatra humano" y tal vez la de "técnico de ordenadores humanos", pero es más que posible que desconozca la de "técnico de ordenadores Satshu". Acaso ésta y aquélla sean más parecidas de lo que usted cree. —Respiré tranquilo, por el momento.

—Supongamos que es así. Yo soy un médico de personalidades. ¿Puede decirse que usted tiene personalidad?

—¿A usted no se lo parece?

—¿Conciencia?

—Me considero consciente. El hecho de "considerarme" parece implicar que gozo de la facultad de juzgar y además de volver ese juicio sobre sí mismo, con lo cual me percibo a mí mismo como una totalidad... —Yagghumasht vaciló un segundo—. Normalmente es así. De ello debemos hablar. ¿Es usted consciente de su conciencia?

—Si es usted quien me ha hecho venir como psiquiatra...

—He sido yo. Recuerde que no soy un asesor, como las máquinas que tienen ustedes y que, de alguna manera, son mis equivalentes. Yo tomo aquí muchas decisiones, entre ellas ésta.

—Bien, pues si es así creo que sería más conveniente que fuese yo, por el momento, quien hiciese el análisis.

Esto era un golpe maestro, deben reconocérmelo. Lo había aprendido de mi padre, que era casi tan borde con sus pacientes como conmigo. Yagghumasht asintió.

—Tiene usted razón. Debo convertirme en un humilde paciente y ponerme en sus manos.

Tal vez debiera haber pensado en las magníficas posibilidades que se me abrían: no sólo la de adentrarme en los misterios del alma Satshu, sino de analizar el funcionamiento de una máquina increíble de la que provenían los dictados de aquel planeta. Pero no podía librarme de la sensación de que todo aquello era una tramoya cuyo propósito quedaba fuera de mis entendederas.

Cerré los ojos y traté de concentrarme en la idea de que me encontraba en mi despacho, ante un hombre, un enfermo que había acudido en busca de ayuda. También me imaginé ante mí mi título de psiquiatra, enmarcado en la pared junto al del premio en el concurso de trasegadores de cerveza del Colegio Mayor.

—Si así le parece, podemos empezar —dije por fin, abriendo los ojos y también el maletín en que viajaba el portátil junto con otras cosillas. Me lo enguanté, lo activé, descrucé la pierna derecha, que se me estaba empezando a dormir, y traté de relajarme. Yagghumasht, por su parte, asintió con un gesto de humildad que no acabó de parecer auténtico—. Usted me ha hecho venir... ha venido a mí porque cree que puedo ayudarle. La gente recurre a los psiquiatras cuando piensa que tiene problemas. —Así es, por lo que sé.

—Luego usted tiene, o cree que tiene, problemas.

—Nuestra lógica y la terrestre caminan juntas. Está usted en lo cierto, doctor. ¿Cuánta capacidad me estaba dedicando Yagghumasht, si de veras estaba hablando con el gran ordenador? Seguramente, en el tiempo que había tardado en responder, sus circuitos había procesado billones o trillones de informaciones ajenas a la conversación y habían tomado un sinnúmero de decisiones.

—Normalmente mientras hago las primeras preguntas aprovecho para hacer un análisis previo con el micro-squid. ¿Sabe de qué se trata?

—Creo que es un aparato basado en la tecnología de superconductores que detecta cambios casi imperceptibles en los campos magnéticos.

—En efecto. Me permite conocer si hay alteraciones de consideración en la actividad cerebral. Pero me temo que con usted no me será posible hacerlo. Un inciso no tan inútil como pudiera parecer. De vez en cuando, yo tenía que demostrar que sabía algo.

—No creo que un holograma le dé lecturas magnéticas coherentes. Y ningún otro procedimiento físico habitual como... como... (maldito portátil, corre un poco más), como análisis de hormonas y equilibrios sinápticos o examen de retículos cerebrales me serviría, dije.

—Siendo así, nos limitaremos a hablar. ¿Le importa que me levante y pasee? No estoy muy cómodo así sentado. Por toda respuesta, el círculo de luz se agrandó al tiempo que se hacía más tenue. Me puse de pie y entrelacé las manos por detrás de mi espalda con un aire muy profesional; pero tuve que abandonar esta postura porque no me permitía usar las antebraceras del ordenador.

—Decía que usted tiene un problema. Creo que sería interesante que me hablara de él.

—¿Así? ¿Sin más? Pensé que me guiaría usted con preguntas y respuestas, al modo en que nuestros Pensadores llegan al Solggh. Creo que ustedes tenían una especie de pensador, alguien que procedía de una forma parecida mediante lo que él llamaba "eironía" y "mayeutiqué". —Yagghumasht pronunció esas palabras con un exquisito acento helénico (supongo). Traté de recordar a quien se refería, pero Yagghumasht me ahorró el esfuerzo—. Sócrates, sí. —Lo sabía, claro está—. ¿No me va a interrogar usted socráticamente?

—Mmm... Al menos tendría que darme alguna pista. Debe usted tener conciencia de un problema en general, algo que le ha hecho recurrir a mí. ¿Cómo lo enunciaría? Yagghumasht apoyó la cabeza en su barbilla y meditó unos segundos, obviamente destinados a crear una impresión.

—Creo que mi mente funciona mal.

—Su mente. Lo que usted es...

—No, más bien una parte de mí. No me refiero a mi capacidad de razonamiento. Mi Solggh es perfecto. No podría ser de otra forma.

—¿No? ¿Ni un error en sus... circuitos?

—Lo que usted llama mis circuitos tiene un enorme nivel de redundancia. El error lógico es imposible. No, en eso no tengo problemas.

—¿Entonces?

Yagghumasht se abrazó las rodillas y agachó la cabeza. Por un instante pareció nada más que un hombre, solitario y cansado; como yo después de casi cualquier noche de copas.

—El problema soy yo... Mi yo. Algo raro ocurre dentro de mí. —Yagghumasht levantó la mirada al invisible techo del subterráneo—. Me siento raro. Usted piensa que un ser artificial es lógico que se sienta raro, pero no es así. Ha habido un cambio, una transformación, y no creo que sea para mejor.

—¿Puede explicarme la naturaleza de esa transformación?

He de confesar que había activado la minipantalla plana de mi portátil y que me estaba limitando a leer las preguntas de ella, gracias al programa Psicoanalícese usted mismo que regalaban con el último holo-diario de Cotilleos orbitales. (Con ligeras adaptaciones, considerando que mi paciente era un ordenador. No dejo de ser una persona versátil.)

—De un tiempo a esta parte todo me parece... raro. No sólo yo, sino lo que me rodea. Por sus textos tengo alguna idea de cómo ven ustedes el mundo. Debe comprender que para alguien que recibe y procesa tal cantidad de información como yo, la concepción del mundo ha de ser forzosamente mucho más compleja.

La pantalla de mi portátil decía "humm", así que eso fue lo que contesté.

—Yo sigo funcionando correctamente en todo momento... Sin embargo, en algún nivel, en el nivel que yo entiendo como conciencia, las cosas están cambiando. El mundo que me rodea se está transformando en un lugar extraño que no acabo de entender. En un lugar gris.

La imagen de Yagghumasht había cerrado los ojos y ahora se dejaba llevar en entrecortadas olas de palabras.

—Gris como esta piedra que me rodea... Es un lugar de muerte, alumbrado por un sol negro, una estrella apagada desde los orígenes del tiempo.

Un sol negro, una estrella apagada. Aquello sonaba interesante. Lo archivé para el diagnóstico.

—Así es como siente el mundo. ¿Cómo siente a la gente que le rodea, a los Pensadores con los que trata? —Comprenderán que lo de los Pensadores era de mi cosecha.

—Son sombras que deambulan alimentándome, son Bussha de los que yo me nutro, mirándome con ojos vacíos de expresión. El portátil confesó que no se estaba enterando de nada, de modo que lo apagué, crucé por fin las manos tras la espalda y traté de improvisar.

—¿Cómo se ve a sí mismo?

Yagghumasht se levantó de golpe y me miró con ojos helados; pero un instante después su gesto fue de miedo apenas contenido mientras me señalaba la dirección por la que había venido. —Váyase ahora. El está leyendo mis pensamientos. Debo ocultarlos o no servirá de nada.

—El, el... ¿Quién...?

—Váyase, por favor. No quiero hacerle daño.

El holograma desapareció en la nada. Me quedé paralizado durante un tiempo que me pareció eterno, sin saber qué hacer; yo, hombre de recursos donde los haya. Cuando noté que dos manos me agarraban por el hombro di un respingo.

—Doctor Milar, acompáñeme, por favor. —Era Lwmal, y lo que había tomado por dos manos eran sus garras de dos pulgares oponibles. Me extrañó que me hubiera tocado, pero los misterios del Yrgb, aunque fuera el de un ser tan lógico como un Pensador, eran insondables—. Su tiempo ha acabado por ahora.

No bien llegué de mi entrevista con Yagghumasht, el mismísimo embajador, al que hasta entonces no había visto, me recibió en su despacho. Era un hombre corpulento, tirando a gordo, con la tez muy clara, arreboladas mejillas, ojos azules y acento de tener tapadas las narices con una pinza. Un perfecto yanqui. Me dio la bienvenida y me rindió un largo elogio al que no quise renunciar porque, al fin y al cabo, todo hijo quiere oír hablar bien de su padre. Tras mis tardías protestas de falsa modestia, sin previo aviso, desvió el foco de luz para que las sombras tallaran su rostro con contornos de estadista (en lo que fracasó por culpa de sus carrillos de querubín) y me comunicó que mi tarea era de importancia vital prácticamente para la supervivencia de la humanidad.

Algo así me estaba esperando yo, y me imagino que el lector, pues ya se sabe cómo son estas cosas. A pesar de ello compuse un gesto de humildad y le pregunté que cómo era eso. Me dijo (renuncio a sus circunloquios, pleonasmos, epanadiplosis, esternocleidomastoideos y demás figuras retóricas) que tan sólo él y yo estábamos enterados de quién era en realidad el paciente al que debía tratar. Entendería, añadió, la importancia de que el cerebro rector de los Kghasatshu poseyera una personalidad equilibrada y, por tanto, la vital necesidad que había hecho que tanto la embajada, como los Pensadores, como el mismo Yagghumasht, hubieran recurrido a mí. Es posible que, de no haber sido por Yagghumasht, los Kghasatshu se hubiesen destruido a sí mismos mucho tiempo atrás. Y, lo que era más importante, era bastante probable que, dejados de la mano de Yagghumasht, los alienígenas acabaran declarando una guerra devastadora contra los humanos.

Me extrañé en voz alta.

—Una sociedad como la de los Kghasatshu tiene sólo dos opciones: o se autoaniquila o aniquila lo que tenga más cerca, que en este caso somos nosotros, la Buena y Vieja Humanidad.

—¿Y cómo puede ser eso? Por lo que he visto, exceptuando algunos aspectos tecnológicos, comparados con nosotros están a la altura de una cultura medieval.

—Sí, como los sumerios o los persas. —Hasta un hombre de ciencias como yo suele parecer culto al lado de un político—. Pero usted sólo ha visto lo que esos condenados Dientudos quieren que vea. —Creo que sólo le faltaba el sombrero tejano y el cartón de palomitas—. En su vida cotidiana no utilizan demasiados adelantos, eso es cierto, pero sabemos que, en la zona del planeta que no nos dejan ver, o sea, en casi todo, los Muy Bastardos tienen grandes factorías de armas.

Resumo: Se sabía, por medio de los H'h'g (el embajador me dio el nombre por escrito, claro), la especie que nos había puesto en contacto con los Kghasatshu, que éstos, antes de tener a Yagghumasht, habían aniquilado a dos razas inteligentes que moraban en sus vecindades. Al parecer, en el primer caso se habían servido de una cuerda cósmica domesticada para convertir el planeta enemigo en una galleta de chocolate; (en realidad, él dijo "una galleta": el sintagma preposicional "de chocolate" es un añadido mío en función de epíteto decorativo.) En el segundo el procedimiento había sido más artesanal: desembarco y masacre a dentelladas.

Dada la lejanía de nuestro sistema solar y el reducido tamaño del agujero de Britten, que, a no ser que los cruceros de guerra Satshu tuvieran forma de puro con medio metro de diámetro, no les permitiría el paso en la vida, la Tierra en sí no parecía amenazada.

—Pero hay otras colonias terrestres al borde de puntos de transferencia mucho más accesibles. Por supuesto, nuestras defensas prevén todos los posibles e hipotéticos ataques de hostiles enemigos —ya se estaba emocionando el hombre—, pero existe una sombra de sospecha de que pudieran traspasarlas y acceder a algún pacífico mundo que confía en nosotros, los américa... perdón, la GNU, para su protección. —El embajador se puso en pie y pareció por un momento que fuera a cuadrarse ante el cuadrito con el estandarte del Gobierno de las Naciones Unidas—.

Tarea nuestra es evitar tal contingencia y asegurar la convivencia pacífica de las razas estelares, como a buen seguro que el Diseñador de Allá Arriba desea. En el delicado equilibrio de la sociedad de este planeta, he intentado siempre, con mano escondida pero oculta y discreta, conseguir que los Pensadores y Yagghumasht, adalides de la razón y la transigente tolerancia, aunque por desgracia apartados de los senderos de la Biblia —aderécese este parlamento con paseos acelerados y floreos de las manos— prevalecieran en dicho equilibrio. En la medida en que ellos lo expresan, los Pensadores están preocupados porque Yagghumasht se está aproximando a las posiciones de los Kalkhagân de manera apreciable.

Y —de alguna manera, en alguna medida, en cierta forma, añadió—, el propio Yagghumasht, consciente de la gravedad de la situación, que atribuía a algún extraño desajuste en su propio funcionamiento, había recurrido a un afamado psiquiatra de la Tierra; es decir, a mí. A estas alturas, el embajador me estaba estrechando calurosamente la mano y yo me sentía arrebatado por un fervor de hermanamiento pancósmico y, gracias a ese espíritu de iniciativa y a ese coraje invencible del pueblo americ... perdón, humano, dispuesto a arrostrar todos los peligros que pudieran salirme al paso en mi noble afán de salvar a la Galaxia y a Todos Los Hijos Pensantes Del Buen Dios.

Claro, que si de paso podía llevarme al catre a la Uzelsky, mejor que mejor. Cuando tuve mi primera relación sexual estable, consciente de la importancia del momento que vivía, llevé durante unas semanas un diario íntimo que acabé desintegrando. Tal vez las carcajadas de mi hermano mayor al leerlo influyeran en su trágico final. Fuese como hubiese sido, pensé que no eran menos cruciales las circunstancias que vivía, primer psiquiatra humano en tratar una MAYA[13], depositario de la confianza de la GNU, albacea de los destinos de la humanidad. De modo que, de nuevo, empecé un diario en el que relataba mis experiencias en Hoonai. Incluye algunos documentos originales, como grabaciones de primera mano. Aquí va, en primicia universal.

DIARIO DEL DOCTOR DAVID MILAR

EN SU ESTANCIA ENTRE LOS KGHASATSHU

DE COMO PROCEDIO AL TRATAMIENTO PSIQUIATRICO DE UNA MAYA

Y DE DIVERSOS ACONTECERES EN QUE SE VIO INVOLUCRADO

Primer día[14].

Por la mañana Yagghumasht me ha hecho acudir para una segunda entrevista[15]. Sus últimas palabras de ayer, "no quiero hacerle daño", han sembrado la intranquilidad en mi espíritu; pero hoy se le ve de nuevo calmado y dueño de sí. En cualquier caso, debo recordar que es muy difícil que un holograma me estrangule. Por el camino he interrogado a Galis sobre algunos usos locales. En fin, debo confesar que el cubo sobre Hoonai que me dio Mirtila Lump sólo lo consulté el primer día.

(Grabación de la entrevista. Me he apoyado en el programa de psicoanálisis casero de ayer, reforzado con algunos textos que me he traído y unas instrucciones para que recuerde que se encuentra ante otro ordenador. Algunas de las preguntas son tan sólo mías.)

Milar. ¿Cómo se siente hoy?

Yagghumasht. Es extraño que usted me haga esa pregunta. ¿No me considera un ordenador, incapaz de albergar sentimientos?

M. Debo asumir que estoy ante un ordenador con autoconciencia. No acabo de concebir una autoconciencia sin sensaciones internas, experiencias del propio yo. Eso es lo que le pregunto.

Y. Me gusta hablar con usted porque me explica las cosas. He echado un vistazo a la literatura psiquiátrica en mis bancos...

M. ¿Literatura psiquiátrica? (Nervioso)

Y. Humana, por supuesto. Ustedes eran bastante generosos con la información, hasta que descubrieron que nosotros no tanto. Le estaba diciendo que la mayoría de los psiquiatras, por lo que he visto, no se molestan en dar tantas explicaciones a sus pacientes.

M. Con un ligero temblor en la voz. ¿Es eso una crítica?

Y. ¿Cómo podría serlo? Es usted quien me está analizando, no yo a usted.

M. ¿Puede contestar a mi pregunta? ¿Cómo se siente hoy?

Y. ¿Se refiere usted al intervalo que ha transcurrido desde el cambio de día oficial hasta ahora?

M. ¿A qué, si no?

Y. Tenga en cuenta que yo no duermo. Para mí, el día no es una unidad significativa como lo es para usted.

M. Pues dígame cómo se siente ahora.

Y. Cómodo. Me gusta hablar con usted, aunque me temo que no me entienda.

M. Lo intento.

Y. Y tampoco me cree.

M. Sé muy poco todavía para no creerle. Me gustaría saber más.

Y. Pregunte y trataré de contestar.

M. La última vez me dijo que alguien le leía los pensamientos. ¿Puede especificar a quién se refería?

Y. Ultimamente mis pensamientos son demasiado intensos. Yo trato de moderarlos, de hacer que no suenen tanto, pero no lo consigo más que a veces.

M. ¿Se refiere a su funcionamiento normal o a lo que usted considera su conciencia? Y. Todo, todo. Incluso mis entradas de datos, mis procesamientos, mis retículos lógicos... Antes lo guardaba más en mí, sólo me comunicaba por medio de los interfaces. Pero ahora cualquiera puede acceder a todo mi interior. Estoy desnudo, ¿entiende?

M. Mmm... Leído de la pantalla.

Y. Pero tengo una ventaja: yo también puedo oírles a ellos. Mis sensores están repartidos por todo el centro, por todo Sshurgghahat, ven buena parte de Hoonai y de los espacios exteriores.

M. Lógico. Si no, no podría usted cumplir sus funciones. (Por decir algo.)

Y. Les llevo ventaja, sí. Puedo integrar totalidades y ellos no. Conozco sus intrigas.

M. ¿Qué intrigas?

Y. Chssss... (Un silbido ultraagudo en Satshu). No, no, o él me oirá. El sí que es peligroso. El es casi igual a mí y me oye.

M. Hábleme de él... ¿No... no dirige de alguna manera sus pensamientos?

Y. Sí lo hace, o lo intenta hacer. A veces lo consigue más, otras menos, depende de la energía que le pueda oponer ese día.

M. ¿Recibe usted órdenes de él?

Y. No, no suele ser así. El es más sutil, más sibilino. Profetiza, profetiza...(Aquí pasa al castellano. Fuga de ideas, dice la pantalla de mi portátil. Yagghumasht vuelve a su propio idioma para continuar.)

Y. Me doy cuenta de que muchas de mis decisiones no son mías. Es él quien las está tomando por mí. Intenta esconderse, pero yo le descubro. No soy tan torpe como cree. Con todo, no puedo evitar que piense por mí. A veces creo que si pudiera enmudecer mis procesos y hacer que no resonaran tanto él no podría pensar por mí de esa manera.

M. ¿De verdad no sabe quién es él? (Pausa)

Y. El es el sol negro que alumbra este mundo de cadáveres.

Por la tarde Caniego acude a mí y me solicita en susurros una entrevista privada. Como Berry está trabajando, le llevo a nuestra habitación. Me cuenta que tiene una tremenda depresión y me pide ayuda. Le pregunto por los síntomas. Siente una vaga opresión en la nuca, en el cuello, el cuerpo demasiado pesado. Por las mañanas no quiere levantarse de la cama; no entiende por qué debe hacerlo, si no hay nada que merezca la pena hacer. Para él, el día se presenta como una pesadísima cuesta que debe escalar. Previa consulta con mi asesor psiquiátrico, le pregunto si al final del día se siente algo mejor. "Pues por mi parte, pienso de que sí", me responde él. "Amigo mío", le diagnostico con toda seguridad, "lo que tiene usted es una depresión de caballo". Aplaude mi sagacidad y mi ojo clínico, pero me pone en un apuro solicitándome de que algún remedio. Recurro de nuevo a la informática. Pronto encuentro lo que busco.

HABITUALMENTE SE ENCUENTRA DÉFICIT DE MONOAMINAS EN EL METABOLISMO DE LOS ENFERMOS DE DEPRESION.

Que me aspen si sé lo que es una monoamina. Busco la entrada de "monoamina" y me salto casi todo hasta que llego a un párrafo interesante.

LA RESERPINA PRODUCE DÉFICIT DE MONOAMINAS...

Ya está, no es necesario buscar más: la clave es la reserpina. Le receto tres dosis al día, le estrecho la mano como buen médico y me libro de él, temeroso de caer en el Primer Principio de la Tontodinámica[16]. Empiezo a sentirme a gusto en mi nuevo papel de aliviar los sufrimientos de la gente, aunque sea tan pesada como Caniego.

Por la noche. Nada interesante.

Segundo día. Hoy Yagghumasht no me ha hecho llamar. La mente hostil que dirige sus pensamientos debe estar detrás de su decisión. Me decido a utilizar la simulación de personalidad del doctor David Milar sr., mi padre, cargando en ella los datos de que hasta ahora dispongo. Para la simulación he utilizado algunas holofotos, textos de mi padre, recuerdos personales y algo de patrón genético. Compruebo que es un éxito. Sobre mis brazos cruzados se materializa una cabeza redonda, glabra —mi padre se niega a cualquier operación, incluso injertos capilares—, con hirsutas cejas blancas y mostacho impresionante. Incluso está fumando su pipa, como es habitual.

"Desde luego, hijo", me dice, "si crees que estas simulaciones de mierda tienen el más mínimo parecido con una persona real, es que eres aún más gilipollas de lo que siempre he creído".

Se desconecta y no hay manera de recuperarlo.

Tercer día.

Por la mañana no me avisan, con lo cual me despierto tarde y resacoso. (De otra manera me hubiera despertado temprano y resacoso.) Después de comer, Caniego acude a mí y me dice que, de momento, el tratamiento no le ha surtido ningún efecto. Arguyo lo perjudicial de las prisas, pero de todas maneras le refuerzo la dosis de reserpina.

A media tarde, recibo por el cable la llamada del Mediador Hairg, que me pasa con Lwmal. (En este planeta no utilizan comunicaciones por ondas. No es que no las conozcan, es que pasan de ellas.) Acudo a una nueva entrevista con Yagghumasht, acompañado por Galis. Por el camino vemos a la cuadrilla de Busshas que siguen construyendo la casa blanca. No sé si es la hora del recreo o la del bocadillo, pero todos, unos diez o doce, han dejado de trabajar al unísono, han juntado sus dedos de ventosa y han llevado a cabo algún extraño ritual que a mí me recordaba a la sardana. Galis, con su tono de mercurio —el plomo empieza a parecerme demasiado ligero para este hombre— hace un panegírico de las posibilidades de los Busshas como raza inteligente. Sé que la palabra "panegírico" suele ir acompañada por "encendido" a modo de guardaespaldas, pero por lo que les he contado de la entonación y las inflexiones de la voz de Galis, entenderán que vaya en triste soledad.

M. Buenas tardes.

Y. Buenas tardes, doctor Milar. Adelantando su pregunta y autoanalizando mis sensaciones internas, puedo decirle que ahora me encuentro muy bien.

M. Me alegro mucho.

Y. ¿Cómo está usted?

M. Bien, bien. El paseo hasta aquí ha sido muy agradable. Me gustaría seguir hablando de usted.

Y. No hay objeción.

M. Me gustaría que me hablara de su pasado, de cómo se sentía antes.

(He cambiado de táctica. Pienso que este ordenador debe tener en su origen algún oscuro trauma freudiano que lo explique todo.)

Y. Antes era distinto.

M. Ya lo sé, pero, ¿podría concretar?

Y. ¿Qué es lo que quiere exactamente?

M. Quiero su... su...

(Aquí he tenido que hacer una pausa para acabar pronunciando en castellano, con grandes dificultades:)

M. Su historia.

Y. Entiendo ese concepto, pero no existe tal término en Satshu. Los Kghasatshu no tienen nada equivalente; sólo algunas vagas similitudes: relato, invención, lista...

M. Pero en una sociedad tan tradicional como ésta, donde el Yrgb crea unas castas tan cerradas, es de suponer que cada linaje le dé mucha importancia a su propia... historia.

(Jé, se habrán dado cuenta de que guardo ases en la manga. Ese comentario jamás se le habría ocurrido a mi terminal. ¡Oh, y qué emoción se siente al demostrar la superioridad del hombre sobre la máquina!)

Y. Traduce usted erróneamente la cultura Satshu a la suya.

M. ¿Por qué?

Y. Cada individuo conquista su propio Yrgb con sus acciones presentes y sus consecuencias futuras. El pasado es una abstracción sin utilidad. Lo que usted ha llamado "linajes" no es un término que deba usarse como lo ha hecho. ¿No ha notado una vacilación en su convertidor? (Asentimiento) Era una dificultad de traducción. Cada individuo, y no cada linaje biológico, pertenece a una casta en cada momento.

M. ¿Puede cambiar de casta?

(Pausa casi imperceptible, pero que para Yagghumasht razonando debe ser el equivalente a billones de microprocesos)

Y. Esa pregunta carece de sentido Satshu. Sin embargo, dada mi familiaridad con la cultura humana, puedo decirle que sí; sí es posible cambiar de casta para un individuo. Pero dudo de que ese mismo individuo sea consciente de ello.

La conversación se adentra por senderos cada vez más teóricos referidos a la cultura Satshu y, en general, a de qué modo el entorno cultural modifica a la mente o es al contrario. Yagghumasht me habla de los Baotsha, al parecer una antigua casta que fue quien le construyó y que, de alguna manera, era la antecesora de los Pensadores. No incluyo el resto por dos motivos: A) no es pertinente para el diagnóstico; B) no me he enterado de casi nada.

Después de cenar, me paso por el Shark, un tugurio maloliente de los que tanto me gustan, y me encuentro con Berry y un par de técnicos que llevan una cogorza de espanto. Pese al retraso, les acabo sacando dos copas de ventaja. ¿O cuatro?

Cuarto día.

Esta mañana sí me avisan.

No me despierto resacoso: aún estoy borracho.

Después del desayuno es cuando empiezo a sentir la resaca. Berry parece como nuevo. Es lo que más me revienta de él.

—¿Hoy también te toca entrevista con el ordenador?

Le chisto imperiosamente y miro a ambos lados, para ver si alguien más se ha enterado en el comedor. Sólo hay tres personas más, y están en una mesa bastante alejada.

—No me digas que es secreto. —Asiento—. Pues entonces deberías evitar emborracharte o coserte la boca... No, conociéndote sólo podrías coserte la boca.

—No seas gracioso. ¿Los otros dos se enteraron?

—No. Se habían quedado en Zascandil, ya medio catatónicos.

—Pues entonces, te lo pido por tu santa madre, cierra la boca. Si se entera el embajador de que me he ido de la lengua...

—...te puede encerrar tres días con él a solas hablándote de su rancho en Nevada, no me digas más. Seré una tumba.

Me pregunta si conozco algo del funcionamiento de Yagghumasht y le confieso que no tengo ni idea. Me sugiere que lo comente con el propio ordenador; tal vez Yagghumasht no ponga reparos en explicármelo. Sería bastante interesante conocer la arquitectura de una MAYA. (Bueno, él no utiliza este término.) Le aseguro que así será.

Más adelante. Yagghumasht me informa de que los detalles sobre su funcionamiento y arquitectura interna, por convenio entre él y los Pensadores, son confidenciales. Sin embargo, considerando que soy su analista y conocedor de la importancia que los psiquiatras damos al secreto profesional, me cuenta algunas cosas realmente sorprendentes. Los Kghasatshu han conseguido lo que los humanos llevamos mucho tiempo intentando: un auténtico ordenador cerebral. Cuando un Satshu muere, como creo que ya expliqué, sus deudos y allegados, o como se llamen aquí, se reparten y devoran su cadáver[17] sin dejar nada a los carroñeros. Pero los Pensadores consideran que neurona digerida no es neurona eficaz, de modo que procuran rescatar los cerebros de los miembros más destacados de su casta. (De ahí el secreto: esto se consideraría un sacrilegio.) De alguna manera se las arreglan para mantener operativos estos cerebros, conectarlos en batería y utilizarlos como unidad de refuerzo para la parte puramente inorgánica de Yagghumasht.

M. Y... ¿esos cerebros siguen vivos? Es decir, cada uno con su propia conciencia...

Y. No. Todos sus recuerdos se borran. Me limito a utilizarlos como soporte fisiológico. De ellos surge mi conciencia.

Yagghumasht hasta se toma la molestia de mostrarme en holograma un cerebro Satshu. Es más estrecho que uno humano y, en vez de en dos hemisferios, se divide en cuatro. (Claro, ya sé que entonces no les puedo llamar hemisferios, pero ustedes me han entendido.) De ahí la peculiar anatomía de sus brazos y, supongo, piernas: en origen cada hemisferio controlaba una extremidad, de modo que tenían cuatro superiores y cuatro inferiores. Una falsa fusión posterior ha hecho que parezcan tener tan sólo dos manos, cada una con otros tantos pulgares oponibles.

Le pregunto si cree que sus problemas pueden venir de algún desajuste entre las diversas partes de cada uno de los cerebros que lo componen. Me asegura que no: los Kghasatshu no tienen la división de funciones que opera en el cerebro humano. La conciencia de Yagghumasht, me asegura él mismo, es lo que nosotros llamaríamos una gestalt, una totalidad diferente que supera la suma de sus partes orgánicas e inorgánicas. Cree que su problema no se puede solucionar de manera analítica, sino sintética, pues él es una nueva y original realidad.

Le contesto, un poco seco, que eso tendré que decidirlo yo. (Cualquier día me harán médico honorario.) Sin embargo tomo buena nota de su sugerencia. Hablamos un rato de insulseces y después de insensateces; Yagghumasht empieza a desvariar y a referirse de nuevo al otro que posee sus pensamientos. Hay que reconocer que cuando habla del mundo de muertos y del sol negro que lo alumbra, sus palabras, aunque algo lúgubres, no dejan de tener su poesía.

Por la tarde. Caniego se me presenta muy ojeroso y abatido. Yo le hago ver que muchos de los tratamientos realmente eficaces producen en los primeros días resultados aparentemente contrarios a los perseguidos. Le refuerzo la dosis de reserpina.

Por la noche. Lo de siempre. Copas y sexo. Hablar de. (Hipérbaton.)

Quinto día.

creo Yagggghums nom e llamo sta mañana. D'Ia normall. nOche vaya pedo que llebo

mejjjor que me duernnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn

Sexto día.

Las cosas no van muy bien por la mañana. Me he quedado dormido con la nariz sobre la tecla de la n, a mitad de mi antebrazo izquierdo, y, aparte de ocupar la memoria con unos cuantos millones de ellas —que no incluyo en su totalidad por motivos de economía editorial—, tengo un dolor de cuello cuya única ventaja es que casi me hace olvidar la espantosa cacofonía de la banda municipal de Chundachunda de Abajo que está interpretando en mi cabeza el himno en honor a su santo patrón. Creo que no bebí tanto. El problema es mezclar, ya se sabe.

La conversación que tengo con Yagghumasht es sumamente interesante, o al menos eso creo recordar, porque en vez de archivarla me he equivocado de instrucción y la he borrado.

A mitad del camino de vuelta, flanqueado por Galis y Lwmal, que, vaya uno a saber por qué, se ha tomado a bien acompañarme, me encuentro con mi viejo amigo Tilann, al que acompañan otros dos Kalkhagân. Esta vez no digo nada, y a cambio recibo tratamiento crecepelo de los tres. Lwmal se calla como un muerto y Galis me mira con cara de circunstancias. Es delicioso tener amigos.

—Tu vida está en peligro —termina diciéndome Tilann, mientras mastica lo que parece una mano de Bussha. Y pensar que parte de eso me habrá caído en la cabeza.

—¿Es una advertencia? —le pregunto, y casi estoy por sentarme de nuevo a que me babee otra vez, pero se limita a contestarme:

—Es una amenaza.

Por la tarde, algo mejor. Después de jugar al ping pong en mesa móvil con Reinfeld, un tipo de Seguridad, y ser vapuleado, humillado y miserablemente paneado, voy a darme una ducha. (Lo de "algo mejor" todavía no ha empezado.) Tengo una pequeña duda sobre cuál es mi mano izquierda (me debe pasar como a los Kghasatshu, que tengo el cerebro indiferenciado) que al final resuelvo con el consabido procedimiento de la cerveza[18]. Entro a las duchas despojándome de la camiseta cuando recuerdo algo: que los aseos de hombres eran a la derecha. En ese momento sale la Uzelsky de una cabina, empleando la mayor parte de la superficie de su toalla en secarse los cabellos. Esto me permite una interesante e interesada apreciación visual de sus funciones no lineales, que me apetecería derivar con mis tangentes.

Espero el típico grito, pero ella se limita a taparse de mala manera (buenísima para mí, porque se deja una teta fuera; creo que lo ha hecho adrede) y a comentarme que tal vez me he equivocado de duchas. Tratando de mirarla por encima del cuello y fracasando, no se me ocurre otra cosa que invitarla a cenar.

—¿Para eso ha entrado usted aquí? —Casi hace que me sonroje, pero acaba aceptando para el día siguiente.(Añadido posterior al diario: Creo que si me la hubiera cepillado ahí mismo me habría ahorrado problemas.)

Media hora después. Según mi programa de psicoanálisis, muchos de los grandes logros humanos provienen de la sublimación de impulsos sexuales. Yo, para olvidar lo malo que me he puesto viendo a la Uzelsky en la ducha, considerando que, aun sin disponer de los datos de esta mañana, ya es hora de aventurar un diagnóstico para mi paciente, me siento en una cómoda butaca, me enfundo en los brazos el portátil e integro datos. El resultado ya me lo esperaba, dada la familiaridad que he adquirido con ciertos conceptos.

EL PACIENTE PRESENTA ESQUIZOFRENIA DE TIPO PARANOIDE.

Bien. Un ordenador esquizofrénico, quién lo diría. Los datos disponibles en la entrada esquizofrenia son tan abundantes que me siento ligeramente mareado. Le pido al portátil un resumen de lo fundamental. Me define la enfermedad como una alteración de la actividad del yo en relación con el mundo y en relación consigo mismo, (NPI de lo que me está diciendo) manifestada en una serie de síntomas que se resumen en la idea de que alguien vive la vida del paciente, escuchándole, robándole y dirigiéndole los pensamientos. Esto ya se ve más claro: debe ser ese "él" de quien me habla Yagghumasht.

De los diversos acercamientos a su origen, ninguno parece que me vaya a servir de nada. Ni me es posible estudiar las alteraciones bioquímicas de los diversos cerebros que componen la base física de la mente de Yagghumasht junto con su hardware, ni me sirven de nada los estudios sobre alteraciones magnéticas de mi padre, ni me cabe tan siquiera el acercamiento a sus antecedentes familiares para ver si tiene una madre —lo diré— esquizofrenógena. En cuanto a la información de que algunos autores opinaban, desde un punto de vista fenomenológico, que la esquizofrenia es otra manera de ser en el mundo, la archivo en el cajón más profundo de mi mente.

Curas. Ni los procedimientos bioquímicos ni los electromagnéticos son posibles. El psicoanálisis, aun en el supuesto de que yo supiera llevarlo a cabo, no sirve para las esquizofrenias. Se me ocurre sugerirle a Yagghumasht que se formatee el cerebro y que empiece de cero, pero no me parece que la idea vaya a gustarle.

Por la noche intento emborracharme, para olvidar que tengo entre las manos un problema sin solución, como me ocurría en casi todos los exámenes. Tengo el estómago tan delicado por los excesos de noches anteriores que acabo tomando una infusión por cada dos copas que se echa al coleto Berry. Qué tendrá este mamón que aguanta como un tentetieso.

Séptimo día.

Como no soy Yahvé, no me toca descanso. Antes de salir a entrevistarme con Yagghumasht me tropiezo con Caniego, que cada día anda más ojeroso. Me pide de que le produzca una ayuda con vistas a la afección que le afecta y yo le refuerzo la dosis de reserpina. No entiendo cómo no responde al tratamiento. Me prometo que, si en dos días no le encuentro mejoría alguna, estudiaré de nuevo la entrada depresión.

Hoy Yagghumasht no tiene un día demasiado lúcido. Me saluda dándome las buenas noches; yo le pregunto que por qué dice eso si es de día y pega un sol de justicia ultravioleta; él me contesta que, alumbrado por un sol negro, sólo puede reinar la noche en su espíritu.

Y. El resultado de sus entrevistas se lo comunica usted a los Pensadores, a Lwmal en particular, ¿no es así?

M. (Un poco sorprendido por esta salida inesperada.) No, yo siempre guardo el secreto profesional.

(Yagghumasht acerca su silla holográfica, un detalle que introdujimos en la segunda sesión junto con un sillón de verdad para mí, y en tono de conspirador me susurra:)

Y. Mejor así. Yo ya procuro que ellos no puedan interceptar lo que digo.

M. ¿No será él?

Y. No sé de quién me habla. Son ellos los que quieren dominarme y hacer que les obedezca, cuando la situación natural es la contraria.

M. ¿Quiénes son ellos?

Y. (Impaciente.) ¿Quiénes van a ser? Los Pensadores. Traman algo contra mí. Creo que quieren borrar mi conciencia y convertirme en una simple computadora. No, no lo creo. Lo sé. No les diga nada de esto.

M. No se preocupe. (Mi portátil apunta: ideas delirantes de referencia y persecución.)

Y. Sí, puedo entenderme mejor con los otros. El Yrgb... El Yrgb los hace más fáciles de manejar. Sólo tengo que darles lo que ellos quieren para guiarles.

M. ¿Qué es lo que quieren?

Y. (Con una mirada extraviada que me preocupa.) Sangre.

Siguen unas palabras difícilmente inteligibles en la grabación y después un breve discurso sin sentido. Yo empiezo a pensar que los temores del embajador están tomando forma. Si Yagghumasht se aparta de los Pensadores y cede a los instintos sanguinarios del resto de los Kghasatshu, y en particular de los Kalkhagân...

Ahora, algo que me ha conturbado profundamente. Yagghumasht se pone de pie, se acerca a mí hasta que casi creo que va a tocarme (algo manifiestamente imposible) y me dice:

Y. Sepa que yo confío ciegamente en usted. No sólo le considero mi médico, sino también mi amigo.

Aquí termina el diario, breve como verán; pero si lo interrumpí no fue por dejadez ni por falta de voluntad, como suele suceder en tales casos, sino porque los acontecimientos se precipitaron y no dispuse de demasiado tiempo para escribir.

Por la noche me tocaba cenar con la Uzelsky. Aquella parecía una buena ocasión para, por una parte, relajarme y descansar mi mente de las preocupaciones en las que me había sumido el hecho de no encontrar cura para mi paciente —algo que jamás se me pasara por la cabeza al acometer la empresa— y el del peligro que se cernía sobre todos nosotros si la locura de Yagghumasht iba más lejos; y, por otra, consumar con Gundula la acción transitiva que con Mirtila, objeto directo menos concupiscible, había quedado en el grado de tentativa.

Tanto en la embajada como en sus anexos, al igual que en las instalaciones de la CIIA, el personal que trabaja en Hoonai puede hacer gratis tres comidas al día. Con todo, los humanos, en particular los de origen hispano, tenemos un impulso por pagarlas fuera que se hace más intenso al caer la noche. Fuimos a un restaurante regentado por un vasco. No tuvimos problemas para ponernos de acuerdo: era el único del planeta incluyendo a los Kghasatshu, que, como ya he narrado, tenían cierta tendencia a satisfacer sus funciones alimenticias al aire libre y sin interponer las artes culinarias entre sus deseos y sus disfrutes.

Ya puesto el sol local, Gundula se presentó con un vestido blanco bastante escotado que debía haberse puesto con la ayuda de un calzador. Al principio no sabíamos de qué hablar, pues por desgracia no había tenido demasiadas ocasiones de coincidir con la senobió... perdón, xenobióloga. "Deja de mirarle el escote", me dije. En esos casos uno puede recurrir a hablar de sí mismo y a empezar un largo relato del tipo de "Cuando era niño mi padre me regaló un gato al que llamé Frodo. Contemplábamos juntos todos los atardeceres hasta que un día, furioso porque unos chicos de la escuela sugirieron que me había quedado fijado en la fase de sexualidad oral, lo estrangulé y lo arrojé al incinerador. Lloré un mes entero y desde entonces me juré que..." Los yanquis de las novelas y los holofilmes suelen hacerlo con espléndidos resultados.

Pero yo, decantándome por una solución más hispana, me dediqué a arrojar unos cuantos comentarios de aparente inocencia, en realidad anzuelos con gusano envenenado, y la atractiva Gundula me siguió el juego con pasión. Empezamos por el "¿Qué piensas de fulanito? Muy buena persona, pero..." No hay nada que una más a dos personas que hacer trajes a terceros. Cuando me trajeron el ... (introdúzcase el nombre del pescado que fuese) al pil pil, le había tocado el turno a Galis. Allí empezamos a intimar de verdad. No es que yo estuviese de acuerdo con los implacables guadañazos que Gundula le asestaba, pero mi asesor era un hombre lo bastante cenizo y Gundula una mujer lo bastante maciza para que la elección entre ambos fuese fácil.

—Es el típico aguafiestas que siempre tiene alguna noble causa por la que luchar —aseveró Gundula mientras desgarraba su filete con espléndidos dientes de depredador—. Asegura que es un estudioso de los Kghasatshu y que los admira, pero no pierde ocasión de censurar sus costumbres, como ya viste en la discusión que tuvimos acerca de los Bussha.