Llegaban al techo las cajas de medicinas amontonadas alrededor de un plato con algodones ensangrentados y de una palangana de cinc con las cajas de aluminio de las jeringas y el frasco de alcohol, y en la luz percudida y repugnante flotaba un olor a animal y farmacia, y la mujer vieja me miraba con unos ojos que eran como mis ojos: la vieja me miraba con mis ojos, pero los ojos de la vieja eran los ojos de un recién nacido, ojos que no ven y en los que no te ves, ojos de color muerto, color de agua muerta en una pila de agua bendita y podrida, ojos de recién nacido y ojos saturados de años, encharcados de agua encharcada. Y en el orinal medio lleno de orina dorada rebotaba la luz, y la luz del orinal proyectaba en el techo una luna manchada y amarilla que manchaba la piel cerosa, el cráneo ceroso bajo el poco pelo blanco, largo y muerto, que le quedaba a la vieja. Me miraba atónita, con un rictus de hacía muchos años y aún aborrecible en los labios, en lo que le quedaba de los labios de otro tiempo, desconfiada, aterrorizada, pero sabía que me aterrorizaba y me enseñaba satisfecha las encías sin un solo diente. ¿Has vuelto?, oí entre las palabras extranjeras. Me tocaba con la mano desnuda, tenía un dedil de goma en el dedo índice, me tocaba con los dedos manchados de sangre y con la goma que le cubría el dedo índice, y la voz parecía venir de otro cuerpo, de un cuerpo más joven que hablara a través de una capucha o de una pared. Usaba un idioma de nadie, ininteligible, como el idioma de un libro viejo e inmóvil en el anaquel de una biblioteca, un libro inmóvil durante siglos mientras su lenguaje se vuelve más y más remoto, hasta que las palabras que un día fueron de todos son de nadie. ¿Has vuelto?, repitió la pregunta. Y pegó la cara a mi pecho, y me olisqueó, y anunció entonces: Tú no eres mi hijo, tú no hueles como mi hijo. Y yo trataba de imaginarme cómo había sido, hacía mucho, aquella cara corrompida antes de empezar a corromperse: como cuando intentamos descubrir la cara de un niño, la cara de un antiguo compañero de colegio, bajo una cara nueva y vieja que nos sale al paso en un aeropuerto cincuenta años después del colegio. Entonces la vieja se sentó con las piernas muy abiertas en la cama baja y vacía, y en el hueco de la almohada blanca había hebras de pelo blanco; y yo pensaba en otra cama vacía, en la cama vacía junto a la cama de la cocinera, seguramente la cama de Beatriz. Me figuraba a Beatriz huroneando por mi cuarto mientras yo huroneaba por el suyo. Y, cuando vio que iba a irme, la vieja se levantó: ahora me tocaba la cara con la mano del guante, un guante de viuda. Y vi un trozo de mi cara en lo poco de espejo que no tapaba la toalla blanca con dos franjas azules en las que se leía Hotel Inglaterra, una toalla en la que se secaba las manos el encargado o la encargada de las inyecciones, una toalla sucia de sangre sobre el espejo medio oculto por las cajas de corcho llenas de ampollas translúcidas; y, entre el espejo y el marco, junto a mi cara, vi fotos de personas que yo no reconocía y paisajes extranjeros en tarjetas postales. Y del ángulo superior del espejo colgaba una trenza de pelo rubio y descolorido, polvorienta, una trenza rubia con la vida de un brazo cortado.

Parece que la estoy viendo, es como si viera ahora mismo a mi abuela: cierra los ojos, levanta una mano con el dedo índice extendido, el dedo cubierto con un dedil de goma, como si quisiera acordarse de algo mientras murmura algo en su lengua de espectros. Abre un cajón, rebusca, saca un abrecartas blanco, nacarado; me lo da: un visor y una lente rematan la empuñadura. Miro: veo los canales de Ámsterdam, Es para ti, gesticula. Entonces busca otra vez el cajón, rebusca, rebusca otra vez. Y me arrebata el abrecartas, lo guarda en el cajón, vuelve a encontrar el abrecartas, vuelve a dármelo. Aquí está, me dice. Y otra vez veo Ámsterdam, los canales.

Todavía veo aquel mundo de fantasmas, la palidez de Beatriz a la hora del desayuno, las manchas rosa en la cara de Beatriz como mapas de Groenlandia y Gran Bretaña, Beatriz, que me mira como si mirara el mantel y los platos, canturreando, moviendo los labios apenas, pálida como el patio de losas grises de la facultad. Y huelo el olor de los abrigos en la facultad, la colonia sobre la porquería, rozo a mis condiscípulos de ojos con sueño, supervivientes de la guerra que siguen cursos intensivos para acabar la carrera en dos años y sustituir a los muertos. En aquel tiempo un año valía dos años, o tres años, así era el tiempo en la facultad: una hora parecía tres horas porque las cosas duran mucho cuando quieres estar en otro sitio. Y los profesores también querían estar en otro sitio, aburridos, acatarrados o resacosos. Y de las aulas salía un soplo de frío como salía una vaharada de calor de las cabañas rusas que prendían las bombas incendiarias, pero, si el calor de las cabañas rusas en llamas duraba unos minutos, el frío que salía de las aulas era inextinguible. Y volvía a casa de mi tío y la hermana Bueso acechaba en la escalera envuelta en su cobertor herrumbroso, viendo sin ser vista, sólo una voz: ¿Qué nos traes? Ya tengo noticias de su hermano, le decía. ¿Y aceite? ¿Traes aceite? Me alargaba la taza vacía, y, antes de que yo pudiera cogerla, se la llevaba a los labios, la apuraba ansiosa, agoniosa, chupaba el fondo, limpiaba la taza con los harapos y chupaba los harapos. Y me hablaba del hermano perdido, y yo tiritaba de miedo en la escalera porque temía que nos descubrieran hablando del hermano perdido y nos denunciaran. Sé que lo han visto en Madrid, está vivo, está en busca y captura, pero se aclarará todo, ya verá, no puedo darles más detalles, le decía. Y preguntaba la mujer sin ojo: ¿Llamamos nosotros al Gobierno Civil? No, es mejor esperar, me lo cuenta un camarada de Falange, decía yo, temblando, mientras la mujer callaba, muy cerrado el único ojo, y se golpeaba la cabeza con el puño: ¿Qué quieres decirme? ¿Qué quieres decirme?, murmuraba. Como si esperara, igual que Marconi, que le transmitieran un mensaje telepático. Y entonces decía: Mi hermano dice que si no hay nuevas noticias mañana, mi hermano y yo hablaremos con el Gobierno Civil. Y ya veía a los dos monstruos en el Gobierno Civil, echados a bofetadas, a culatazos, pateados en la puerta del Gobierno Civil mientras gritaban mi nombre: Conoce a mi hermano, sabe dónde está mi hermano que está en busca y captura, conoce a mi hermano. Y ya me veía también en el Gobierno Civil, abofeteado y pateado, tratado a culatazos, peor que todos, un traidor. Y a la hora de la comida procuraba robar alguna cosa de la mesa, porque la despensa no la abría ninguna llave, un mendrugo de pan, un trozo de becerra cocida, una taza de aceite y una taza de vino, ofrendas para el Sagrado Corazón y para la Virgen, el Sagrado Corazón que yo veía de lejos, porque ahora no me dejaban entrar en la casa: No estaría bien visto que entrara usted en la casa porque mi hermano está durmiendo y yo soy soltera, me decía la mujer que sólo tenía un ojo mientras se rascaba en mi hombro o en mi brazo, frotaba el dorso de la mano vendada en mi hombro o en mi brazo. De lejos veía el polvo que se acumulaba sobre los hombros del Sagrado Corazón, y la mujer decía: Qué traes, qué traes. Y me arrancaba la taza de la mano y se bebía el aceite, y, de los labios aceitosos, una gota de aceite le resbalaba por la barbilla. Entonces se oían los gritos del hermano, Qué ha traído, qué ha traído, y la hermana tragaba pan, se ahogaba, gritaba, Ya voy, no te levantes, y el hermano aparecía, le daba un puñetazo a su hermana, un puñetazo débil y ruin, silencioso. Se rompía la taza. El hermano se arrodillaba, lamía los pedazos: tenía los labios llenos de sangre.

En la mesa mi tío no vigilaba su comida, sino la mía: le gustaba que yo comiera mucho aunque él no comiera nada. Mi tío remoloneaba con el tenedor en el plato, cortaba un trozo de berenjena, lo separaba, lo inspeccionaba, apoyaba el tenedor y el trozo de berenjena en el plato, se llevaba a los labios limpios la servilleta muy limpia. Me fastidiaba verlo masticar cuando se llevaba un trozo a la boca, me fastidiaba aquella boca cerrada, la nuez que subía y bajaba al tragar. Le cambiaba la voz, más abominable, cuando tenía comida dentro de la boca. Me preguntaba cómo iba mi amistad con el Duque de Elvira: le habían llegado noticias de que Elvira andaba detrás de comprar la casa que los Portada tenían en la calle Fresca. Porque mi tío conocía a todo el mundo en Málaga, había vivido mucho en Málaga, su madre había tenido casas en Málaga, aunque ahora sólo le quedaran unas fincas incultas hacia el Oeste. Y decía mi tío: No sé para qué quiere Elvira esa casa de la calle Fresca, no vale nada, Elvira compra por el gusto de comprar, por el gusto de conseguir que le vendan por dos pesetas lo que vale veinte. Conocí bien al joven Portada, se convirtió en falangista fanático en 1935, como había sido en 1931 un republicano fanático, y tu amigo Portugal lo conoce bien, los dos eran amigos de otro muchacho de Málaga, Pleguezuelos, que era muy amigo del hermano de Portugal, no sé si has conocido a Pleguezuelos, no creo, era bastante mayor que tú, bueno, como Portugal, que es tan amigo tuyo. Yo había oído hablar de Pleguezuelos, el hijo del abogado Pleguezuelos, el abogado que se volvió loco y llevaba una pastilla de jabón en el bolsillo y recorría Málaga lanzando gritos hasta que apareció muerto de un tiro en la Playa de la Misericordia, pero no sabía que Pleguezuelos, cabecilla rojo fusilado por rojo, hubiera sido amigo de Portada: no me podía imaginar a Pleguezuelos y Portada juntos, aunque muy pronto iba a verlos juntos.

Y de día me iba a la facultad, pero no llegaba a la facultad, y, a la hora en que Beatriz salía al mercado, volvía a la casa y registraba el despacho de mi tío. Echaba las cortinas que no estaban echadas, porque la luz puede asustar más que la oscuridad, echaba las cortinas para que no me vieran desde la calle, desde la casa de enfrente: me preguntaba si desde la calle no verían mi sombra en las cortinas como una sombra chinesca en un telón. Probaba llaves en la cerradura del dormitorio de mi tío, y el dormitorio de mi tío era como la despensa: ninguna llave lo abría. Examinaba las cosas del escritorio, las cosas que había visto muchas veces, con los ojos con que miramos una cara dormida, una cara que no sabe que la estamos mirando, una cara olvidada de sí misma, y por fin intentaba abrir los cajones del escritorio. Todos los cajones del escritorio estaban cerrados con llave, era imposible abrirlos. No sé qué buscaba en aquellos cajones, qué esperaba encontrar: quizá sólo pretendía ampliar la casa, conquistar territorios nuevos. Conforme había ido descubriendo habitaciones la casa no se había hecho más grande, ahora me parecía más pequeña, como la ciudad, que se volvía más estrecha, más reducida y familiar cuantas más calles iba conociendo. Y así se había encogido la casa, ahora tenía límites, sabía dónde empezaba y dónde acababa, en el cuarto de la vieja que no conocía a nadie, que cada noche parecía descubrirme, verme por primera vez, como todo el mundo en Granada, como mi tío, como el Duque de Elvira, como Portugal: cada día parecía que me conocieran de nuevo, siempre me hablaban con las palabras circunstanciales que se dedican a quien se acaba de conocer. Y Beatriz ni me hablaba: me saludaba como si acabara de conocerme, como si yo acabara de llegar a la casa, aunque yo sabía que se veía en la escalera con el hombre de las botas militares, y alguna noche oía las botas militares. Porque yo había aprendido a oír lo que no se oye, y, con los oídos atentos, trataba de abrir los cajones del despacho con un abrecartas, y sólo conseguía abrir un cajón, un cajón donde se mezclaban clips y chinchetas y plumines, un tintero nuevo, un paquete de tabaco, hebras y picadura de tabaco, sellos, sobres amarillos y cuartillas, cuatro tarjetas postales de Granada sin escribir y con el sello puesto. Saqué el cajón, lo dejé sobre la alfombra: metiendo la mano por el hueco del cajón, llegaba al interior del cajón de abajo, tocaba papeles granulosos, como si les hubiera caído polvo a pesar de estar protegidos, toqué una lata, palpé los bordes de una lata, una caja de lata, una caja como la que llevaba don Julio en la guantera del Ford: la caja de aspecto extranjero donde guardaba la pistola. Entonces oí movimientos en el portal y devolví el cajón a su sitio después de robar una tarjeta en la que se veían los jardines del Generalife. Se la mandaría a mi madre y a Sagrario. Y otro día vería la pistola. Otro día robaría la pistola.

Pero al día siguiente, en el patio de la universidad, mientras esperábamos que empezara la clase de Derecho Romano y yo estaba a punto de irme, apareció el Duque de Elvira en el patio de la universidad. Yo no asistía nunca a las clases de los catedráticos menos miserables, porque los catedráticos menos miserables agradecían que no asistiéramos a sus clases: avergonzados del grado de miseria y abyección que estaban alcanzando, preferían no ser vistos y mejoraban la nota de todo aquel que desapareciera alegando imposibles trabajos en una biblioteca eternamente cerrada. Tampoco asistía nunca o casi nunca a las clases de los catedráticos más miserables, y estaba a punto de irme porque el profesor de Derecho Romano, presbítero y penitenciario de la catedral, era más que miserable. Pero no recuerdo si apareció el Duque de Elvira en el patio de la universidad o si, cuando yo salía de la universidad, sonó un claxon: sí, eso fue, sonó un claxon, y me volví y vi el Chevrolet del Duque de Elvira, y un instante no supe qué hora era, dónde estaba, porque el claxon del Chevrolet verde del Duque de Elvira sólo me reclamaba a la caída de la tarde y frente al número 33 de la Gran Vía, y ahora eran las once de la mañana y estábamos en la Plaza de la Universidad, frente a la estatua del emperador. Rodeaban los estudiantes el Chevrolet verde, tocaban la carrocería verde y deslumbrante, excitados por la indiferencia del Duque de Elvira, y, a aquella hora inhabitual, yo subí al Chevrolet como si de noche hubiera sonado el teléfono y una voz ineludible me hubiera invitado a abandonar mi casa y acudir a una cita misteriosa: así llegaba el Duque de Elvira a las once y cuarto de la mañana. Me recogía el Duque de Elvira en la Plaza de la Universidad, frente a la estatua del emperador, y era como si me hiciera una confidencia, me ofreciera un signo de confianza. Porque el Duque de Elvira vivía en muchos mundos y yo sólo lo conocía en un mundo, y el Duque de Elvira no me conocía si me veía fuera de ese mundo, o, si me veía fuera de ese mundo, le desagradaba como un enemigo o un pariente caído en desgracia que se presenta en mitad de un banquete o una fiesta. Me conocía del mundo de la caída de la tarde, en la casa del Paseo de la Bomba, un mundo que contaba con cinco habitantes, el chófer que traía la cerveza de barril, Ángeles, el Duque de Elvira, Portugal y yo. Y pasear con el Duque de Elvira en el Chevrolet a las once de la mañana era entrar en otro mundo, un regalo del Duque de Elvira. Y en el espejo retrovisor miraba los ojos claros, uno marrón y otro verde, del Duque de Elvira, los ojos sin astucia, sólo distintos, un poco angustiosos, un poco repulsivos, los ojos que, sin astucia, despertaban la astucia de quien los miraba; y examinaba el perfil de piloto de aeroplano, las manos sobre el volante, manos pasadas por la manicura, unas manos que devaluaban mis manos y me hacían recordar las manos imperfectas de Ángeles, porque Ángeles no era perfecta, tenía demasiado cortos los dedos finos de las manos finas, había heredado de su padre, administrador del Duque de Elvira, las manos habituadas a contar dinero. Y ahora no sé si aquella mañana, en el Chevrolet verde, me alegraba o me fastidiaba ver al Duque de Elvira, porque entonces yo andaba muy cansado, me dolían los tornillos oxidados, me pesaban las malas noches sin sueño, me acordaba del miedo a morirme, me acordaba del dolor del miedo, porque el miedo duele, el miedo es un dolor. Me daba miedo morirme. Y, cuando me despertaba de día, era como cuando esperaba que Sagrario me despertara para ir al colegio, y ya estaba despierto, y me llegaban los ruidos de la calle, los ruidos de la hora de despertarme para ir al colegio, y seguían creciendo los ruidos y no me despertaba Sagrario, y cada minuto que pasaba era un regalo, y pensaba que habían olvidado despertarme, que me salvaba de ir al colegio aborrecible: así me sentía cada mañana, salvado de morir otro día, curado por un instante del miedo a morir. Y aquella mañana en el Chevrolet todavía me dolía el miedo, y el dolor me separaba de las cosas, y veía las manos del Duque de Elvira y me acordaba de las manos vendadas de los hermanos Bueso, veía las manos de los hermanos Bueso que se rascaban contra el volante, me sonaba dentro la voz de la mujer sin ojo, Dónde está mi hermano, dónde está mi taza de aceite, veía los canales de Ámsterdam en la lente que me había regalado la vieja de los dedos manchados de sangre, veía las manchas en la cara de Beatriz y veía la nuez de mi tío que bajaba y subía cuando tragaba la comida que tenía en la boca: tragaba laboriosamente y laboriosamente me estaba tragando a mí, me estaba devorando a mí antes de preguntarme a quién había visto esa mañana. Y yo no sabía qué contestarle, porque lo único que quería era pronunciar las menos palabras posibles, y no sabía si decirle que no había visto a nadie o decirle a quién había visto, porque no sabía cuál de las dos respuestas me obligaría a hablar más, a dar más explicaciones. Yo sólo quería hablar lo menos posible.

Y dentro del Chevrolet verde estaba también Portugal. Era la primera vez que veía a Portugal a aquella hora, eran poco más de las once, recién peinado, blanco, porque a Portugal sólo le daba la luz artificial, como a mi abuela. Todavía le quedaba sueño en la cara, lo habría sacado de la cama el Duque de Elvira, habría ido a buscarlo por primera vez a su casa o al periódico, porque muchas noches Portugal dormía en el periódico, bebía tanto en la Cervecería Mayer que se quedaba a dormir sobre una mesa de oficina, apartaba los papeles y la máquina de escribir y dormía en los locales de Patria. No sabía para qué me habían buscado el Duque de Elvira y Portugal a las once de la mañana, no sé de dónde habría salido Portugal a las once de la mañana, el Duque de Elvira lo habría recogido de cualquier sitio a las once en punto, puntual, después de pasear el setter rojo a las diez y media durante veinte minutos, con aquella meticulosidad con que el Duque de Elvira cumplía sus costumbres de coleccionista y traficante de secretos. Ser un hombre de costumbres le costó la vida al Duque de Elvira, porque el asesino lo esperaba en el Puente de las Brujas el día 30 de diciembre, a la hora del paseo del perro. Y, si aquella mañana que buscó a Portugal en la redacción del periódico y me buscó a mí en la Plaza de la Universidad, Portugal y yo no hubiéramos aprendido a conducir, puede que el Duque de Elvira hubiera salvado la vida, quizá hubiera dejado de pasear al perro por enseñarnos a conducir, o lo hubiera sacado a pasear más temprano, o lo hubiera devuelto antes a la casa y no se hubiera cruzado con el asesino que lo apuñaló en el Puente de las Brujas. Porque el Duque de Elvira había recogido a Portugal en el periódico, o en su casa, y había venido a buscarme a la universidad para enseñarnos a conducir: Hoy vais a aprender a conducir. ¿Aprender a conducir? Yo era incapaz de aprender a conducir, don Julio había conseguido que yo fuera absolutamente incapaz no ya de conducir un coche, sino de arrancar un coche. ¿Cómo se le había ocurrido al Duque de Elvira el disparate de enseñarme a conducir? El Duque de Elvira me regalaba autoritariamente su amistad y su cerveza y la presencia de su mujer, y ahora quería enseñarme a conducir. Y el Chevrolet verde cruzaba airosamente Granada, y ante la ventanilla se deslizaba toda la gama del luto, todas las etapas del luto y el medioluto, el negro total y el brazalete en la manga del traje y la cinta negra en el bolsillo de la camisa y el pañuelo negro en la cabeza aunque el vestido, andrajoso, luciera un estampado de verdes y amarillos, seguramente una limosna, y el bolso de hule fuera morado, un bolso vacío como la manga de un manco, listo para coger al vuelo las sobras de alguna comida. Y nos miraba desde la acera un hombre en mangas de camisa y muerto de frío, con camisa blanca y brazal negro y corbata negra, y también nos miraba un hombre con camisa negra bajo el traje negro, el hombre negro: todos con ropa tenebrosa y cara de muerto, asustados de los muertos, que quizá estaban más vivos que los vivos, y asustados de los vivos, sin fiarse de nadie, porque la ruina podía caerle encima al más pintado en cualquier momento, y había que dejar claro que uno no era cómplice de nadie, que uno nunca se había fiado de nadie. Y Portugal iba adormilado en el asiento de atrás, con un abrigo negro sobre el traje claro de verano, con esa falta de curiosidad, esa melancolía que le iba y le venía entre explosiones de euforia y pasos de baile y chácharas interminables, entre historias de guerra e historias de cabaret que lograban que Ángeles se tronchara de risa, llorara de risa. Y entonces Portugal cogía una bandeja y se la ponía delante a Ángeles para que viera en espejo de plata cómo se le corría el rimel. La tristeza volvía de repente, como un tic nervioso, como el inoportuno y repetido temblor de un párpado o de un labio. Y entonces yo sentía una especie de lástima, una lástima que era lástima de mí mismo, y Portugal se retiraba detrás de sus gafas, se escondía detrás de las gafas de diez dioptrías. Voy a escribir una novela donde saldremos todos nosotros, decía algunas veces. Y el Duque de Elvira decía: Apuesto esta casa a que sería la mejor novela de la literatura contemporánea hispánica si la escribieras, y apuesto esta casa a que no la escribirás. Y así yo sabía que Portugal nunca escribiría ninguna novela, porque Portugal tenía la manía de las apuestas, la manía de las apuestas perdidas: bastaba que tú dijeras que apostabas tu patrimonio a que era de noche, para que Portugal apostara contra ti: era de día, aunque fuera de noche. Y por fin caí en la cuenta de por qué recorríamos en el Chevrolet a mediodía los caminos de la Vega: íbamos a aprender a conducir porque una noche, cuando oíamos cómo el Chevrolet arrancaba hacia el Bar La Carrera para recoger tres litros de cerveza, Portugal dijo que jamás aprendería a conducir porque no veía nada, no veía tres en un burro ni con gafas ni sin gafas, que escribía gracias a la academia de mecanografía donde le habían enseñado a escribir sin mirar el teclado, y que, si otros mecanógrafos miraban al folio sin mirar el teclado, él ni siquiera miraba al folio. Y el Duque de Elvira, con un brillo en el ojo verde, un brillo más fuerte que el brillo del ojo marrón, dijo entonces: Es verdad, a ti no te podría enseñar nadie a conducir un coche. Y Portugal dijo: No quiero aprender. No, no puedes aprender, que no es lo mismo, respondió el Duque de Elvira. Y Portugal respondió: Puedo aprender a conducir cuando me dé la gana. Y terminó el Duque de Elvira: Me ofrezco a tratar de enseñarte a conducir, pero me apuesto lo que quieras a que nunca serás capaz de llevar un coche. Y Portugal, que no podía resistir la tentación de las apuestas, apostó trescientas pesetas, que ni tenía ni tendría jamás: aprendería a conducir en cuanto le dieran una ocasión. Y ahora íbamos en el Chevrolet por los caminos de la Vega, porque el Duque de Elvira quería averiguar definitivamente si Portugal era miope, o sólo llevaba, disfrazado, las gafas de diez dioptrías que le había robado a un muerto.

Nos habíamos detenido en un camino de polvo, entre campos de tabaco: el Duque de Elvira acababa de explicar la posición de los pedales del coche y le había cedido el puesto de piloto a Portugal. Y Portugal tocaba el volante, vibraban sobre el volante las manos de Portugal, que ahora se quitaba las gafas y simulaba limpiarlas, aunque no dejaba de mirar el camino, aprendiéndoselo de memoria, como en el colegio jesuita ejercitábamos la memoria mirando durante un minuto una lámina llena de objetos, un coche, un avión, una sierra, un teléfono, un transatlántico, e inmediatamente tapábamos la lámina e intentábamos recordar todos los objetos que habíamos mirado durante un minuto. Y así miraba Portugal el camino, el camino recto y polvoriento entre dos campos de tabaco, y, mientras Portugal limpiaba las gafas, el Duque de Elvira observaba a Portugal como un jugador observa a otro jugador para averiguar la jugada que oculta, examina al jugador rival que examina las cartas, vigila los gestos y los tics del jugador que deposita sobre el tapete el dinero de la apuesta. Y, mientras limpiaba las gafas, cambiaba la cara de Portugal, se le ponía cara de jugador, descarado, cara de granuja: se le iba borrando el rictus de desilusión y abatimiento, se le quedaba en blanco la cara, como un actor que, entre bastidores, pierde la expresión que mantenía en el escenario. Y, cuando parecía catatónico para siempre, Portugal reaccionaba: de repente era el jugador que arrancaba el coche, y, a pesar de que el Chevrolet había saltado hacia adelante peligrosamente, conseguía estabilizar la velocidad. Muy bien, decía el Duque de Elvira, cambia a segunda, mete la segunda marcha. Pero el Chevrolet se había calado, y Portugal limpiaba las gafas con la corbata de luto, una corbata con el nudo flojo, como si no hubiera deshecho el nudo durante la noche, como si hubiera dormido con la corbata, como si no hubiera deshecho el nudo en muchos días. Se ponía las gafas, pegaba la cara al parabrisas, parpadeaba, le lagrimeaban los ojos, apretaba el volante como si se le fuera a escapar. Otra vez arrancaba el Chevrolet, y ahora Portugal imitaba el ruido del motor, acercaba más la cara al parabrisas, golpeaba el volante con las manos abiertas, como si impaciente pidiera una nueva carta para completar una mano de póquer favorable, y al fondo del camino surgió la curva, y parecía que Portugal no había visto la curva, como no hubiera visto a un hombre o a una bestia que asomaran por la curva. Y entonces asomaron por la curva un hombre y un mulo: un hombre que tiraba de un mulo se acercaba a nosotros, como nosotros, a mucha mayor velocidad, nos acercábamos al hombre y al mulo. Y Portugal gritaba Soy un sioux, golpeaba el volante, no había visto nada, iba a atropellar al hombre y al mulo, y el Duque de Elvira no le avisaba, no decía nada, me miraba imponiéndome silencio, le brillaban los ojos y los labios, y Portugal aceleraba, iba a atropellar al hombre y al mulo, se echaba encima del hombre y el mulo, y el hombre y el mulo se tiraron al campo de tabaco, y a Portugal le cambió la cara, calló, dio un volantazo, tomó la curva a la perfección y dijo: Buen susto les hemos dado a los animales. Y el Duque de Elvira dijo: Frena de una vez, ya está bien, majadero. Pero Portugal se salía ya de la carretera, se lanzaba hacia una acequia. Frenó exactamente al borde de la acequia. Ya está bien, imbécil, cegato, dijo el Duque de Elvira. Y Portugal golpeaba el volante con un ataque de risa, y el Duque de Elvira, que se había bajado del coche y se había despeinado, lo sacaba del coche por la fuerza, como un policía, como si fuera a pegarle. Y Portugal dio dos pasos sin parar de reír y se cayó a la acequia, porque todavía no había visto la acequia. No se quejó: sólo le cambió la cara otra vez. Y lo que parecía una mueca de dolor se convirtió en una nueva risotada: ¿Os creíais que no había visto la acequia?, dijo Portugal, quitándose las gafas mojadas y empezando a secarlas con la corbata, que estaba chorreando.

Tenía Portugal dos caras: en aquel tiempo se le veía con el traje limpio y los zapatos sucios, la camisa planchada y la corbata floja, encaprichado y desilusionado a la vez, sucio y limpio, planchado y arrugado. Pero nunca había visto las dos caras de Portugal separadas, incontaminadas. Aquel día no había venido mi tío a la hora del almuerzo, y Beatriz tenía permiso, tenía la tarde libre para que fuera a ver a su hermana, y yo volvía a registrar el despacho de mi tío, había vuelto a sacar el cajón del escritorio, había introducido el brazo por el hueco que había dejado el cajón, hasta el cajón inferior, y había vuelto a tocar la lata, la caja de lata que guardaba la pistola. La cogí. Pesaba poco, me sorprendió lo poco que pesaba, me figuré una pistola de señorita. Había dibujada en la tapa una señorita frente a un espejo, dos señoritas iguales, y costaba levantar la tapa y, cuando logré abrirla, se desparramaron las fotos sobre la mesa, fotos de desconocidos, cartulinas frías que olían a polvos de tocador, a cosmético, fotos de mi tío. Y en una foto reconocí la cara que había intuido debajo de la cara de la vieja, la trenza rubia que había visto cortada en el cuarto de la vieja estaba todavía en la cabeza de la vieja, que era una mujer joven con la cara de aburrimiento que le producía posar para el fotógrafo: basta un minuto para aburrirse. Y reconocí a mi tío, impúdica, orgullosamente joven, más joven aún que en la foto de la barraca del tiro al blanco, ante la casa del Limonar, la casa como un reloj de cuco que yo sabía que había sido de los padres de mi padre. No encontré ni una foto de mi padre, aunque había muchas fotos recortadas, mutiladas, un niño y un trozo de foto recortado, una fiesta de cumpleaños con las velas encendidas y un hueco hecho con unas tijeras o una cuchilla, una cabeza recortada con unas tijeras de la foto de un equipo de fútbol, y fotos de un país extranjero, un almirante de barba blanca, fotos de banquetes, mi tío levantando la copa en un banquete. Y había un sobre amarillo cerrado y, dentro del sobre, unos clichés. Encendí la lámpara de mesa: al trasluz vi a una mujer, y a una mujer y un hombre, y a un niño de la mano de un hombre. Reconocí la foto de mi madre, la foto que mi madre tenía encima de la cómoda en la casa de la calle de San Telmo, y sentí compasión por mi madre, aislada, encerrada en el sobre amarillo, sola en el sobre amarillo, sólo un cliché, un mundo de sombras, subterráneo, donde la gente no tenía cara: condenada a la soledad del sobre amarillo y a las tinieblas de un mundo nebuloso. Me guardé el cliché del niño y el hombre, el cliché de la mujer y el hombre, un hombre y una mujer que, como mi madre, merecían estar aislados y encerrados en el sobre amarillo; guardé los otros clichés en un sobre nuevo, mucho más nuevo que el sobre que yo había roto, y lo cerré. Y entonces, en la foto del banquete, en la foto en que mi tío levantaba la copa, en el extremo izquierdo de la foto, casi fuera de la foto, descubrí a Portada y a los dos hermanos Portugal, bajo la hélice de la pancarta del Aéreo Club de Granada, Feliz Año Nuevo 1933: era un Portada muy joven, pero ya tenía los ojos de Portada, la boca de Portada, y puede que ya llevara pistola y porra de plomo. Y los dos hermanos Portugal eran como las dos caras de Portugal: con gafas y sin gafas, eufórico y abatido. Y en el extremo derecho de la foto aparecía otro estudiante de Málaga, Armando Pleguezuelos, el hijo del abogado Pleguezuelos. Me guardé esa foto y una noche se la regalé al Duque de Elvira. Y, cuando le mandé a Portada la postal de los jardines del Generalife que había pensado mandarle a mi madre, le conté que había visto con el Duque de Elvira una foto en la que estaba con Portugal y con otro joven de Málaga, no me acordaba del nombre, Pleguezuelos, sí, Pleguezuelos: Portada y Portugal y Pleguezuelos en el banquete de Año Nuevo 1933 del Aéreo Club de Granada.

6

El Duque de Elvira me dijo: ¿Tú sabes conducir? Y yo sabía que el Duque de Elvira sabía perfectamente que yo no sabía conducir, porque me habría visto desde lejos en el Ford de don Julio, incapaz de arrancar el Ford, incapaz de avanzar diez metros sin que se me calara el coche, me habría visto como yo había visto al Duque de Elvira mientras paseaba el setter rojo. Pero el Duque de Elvira era así, como un mueble con muchos compartimentos, y lo que había en un cajón nada tenía que ver con el resto de los cajones, y a mí sólo me conocía de verme con Portugal, y, si me veía de lejos con don Julio, me guardaba en otro cajón de la memoria, por si algún día le resultaba conveniente recordar que algunas mañanas yo pasaba por el Paseo de la Bomba y el Paseo de los Basilios, hasta el Paseo del Violón en un Ford, con un tal don Julio. Ahora me preguntaba si yo sabía conducir como el jugador que apuesta a una carta marcada, una carta cuya figura conoce perfectamente. Porque el Duque de Elvira lo volvía todo una competición deportiva, aunque, junto a la acequia, junto al Chevrolet con las puertas abiertas y salpicado de barro, no parecíamos deportistas, sino tahúres expulsados de un local indigno por tramposos, Y Portugal tenía una pinta doblemente innoble, parpadeante, con una sonrisa torva y mezquina, empapado: un falso caballero que acude resplandeciente a una fiesta resplandeciente y al final de la noche es expulsado por la servidumbre, con la corbata floja, mal abrochada la ropa, después de intentar apuñalar a un criado con el tenedor de oro que escondía en el bolsillo del esmoquin. Y el Duque de Elvira me preguntaba: ¿Sabes conducir? Y la pregunta era una apuesta sin riesgos, porque el Duque de Elvira ya había corrido demasiados riesgos aquella mañana, ya se había jugado la vida y el Chevrolet para descubrir que Portugal quizá fuera un impostor, uno que se ocultaba detrás de unas gafas de diez dioptrías que no eran suyas. Y yo dije: Sí, claro que sé conducir. Y me iba a instalar en el asiento trasero del Chevrolet cuando el Duque de Elvira, sonriente como un deportista superior a todos sus rivales, me dijo: Bien, pues lleva tú el coche. Porque al Duque de Elvira le gustaba sacar de las mentiras verdades y quería averiguar la verdad verdadera: que yo era incapaz de arrancar y conducir un coche.

Yo había descubierto en casa de mi tío que era agradable mentir: mentía por comodidad, por hablar lo menos posible. ¿Le has escrito a tu madre?, preguntaba mi tío. Y yo me repetía la pregunta interiormente, mientras masticaba la carne por trigésimo novena vez, porque no estaba seguro de lo que significaban las palabras, del sentido exacto de la pregunta. Era la primera vez que nombraba a mi madre en dos meses, como si yo, al tocar el cliché de la foto de mi madre, hubiera invocado un espíritu. ¿Le has escrito a tu madre?, preguntaba otra vez. Y yo no sabía qué contestar: si contestaba que no, la verdad, me preguntaría que por qué no le había escrito a mi madre. ¿Por qué no se le escribe a una madre? Es como una discusión sobre la existencia de Dios y la vida después de la muerte: no tiene fin. Yo prefería hablar poco, no hablar, que mi tío hablara. Yo prefería dedicarme a masticar setenta veces el trozo de carne cocida que acababa de meterme en la boca, oyendo a mi tío, las palabras aburridas de mi tío, aburridas como masticar setenta veces un trozo de carne correosa. Entonces descubrí que cuando mentía no hablaba menos, sino que hablaba más: cuando mentía me sentía más cómodo, como si hablara de otro, sin responsabilidades. Me preguntaba mi tío si le había escrito a mi madre, y yo respondía que sí para zanjar la conversación y seguir masticando setenta veces mi trozo de carne, y entonces, sin querer, me venían más palabras a la boca: Le he mandado una postal del Generalife. Era mentira, una mentira insignificante, inofensiva, porque lo mismo daba que la postal que había robado del cajón de mi tío estuviera escondida en un sobre amarillo pegado con esparadrapo a la base del armario de mi dormitorio, que hundida entre otras cartas en un buzón de correos. Pero, antes de terminar la frase, temía que la postal del Generalife le recordara a mi tío una postal que había desaparecido del cajón de su escritorio, y añadía inmediatamente que había comprado la postal en el Generalife, que había paseado hasta el Generalife con unos compañeros a la salida de la facultad. Y así inventaba una visita a un lugar que no conocía, un sitio que sólo había visto en una postal y en un documental cinematográfico, unos amigos inexistentes. Y era agradable la visita turística, me sentía más cómodo, masticaba y tragaba con facilidad, como si hablara de otro, de la vida de otro que no tuviera nada que ver conmigo, una vida de cine. Y Beatriz me miraba mientras dejaba sobre la mesa la fuente de naranjas, me miraba Beatriz como si fuera algo mío, como miran las mujeres a sus hombres cuando cuentan mentiras que ellas saben que son mentiras.

Era insoportable decir la verdad: daba sueño. Me acuerdo de las últimas tardes que visité la casa del Duque de Elvira, cuando aún era incapaz de moverme, como sujeto por un capote embarrado y congelado, como si hubiera vuelto a orillas del río Volkov. Me acuerdo de las tardes en la casa del Paseo de la Bomba, cuando, como una pierna en un aparato ortopédico, yo era molesto para quien me mirara: cuando me sentía tan incómodo que todos los que estaban cerca de mí se sentían incómodos. Y el Duque de Elvira huía inmediatamente al despacho con Portugal, infatigables en su conjura misteriosa, y en el salón quedábamos Ángeles y yo, poco a poco apartados, como mi madre dentro del sobre amarillo, condenados a no participar en el juego que se celebraba en el despacho a la sombra de una cabeza de ciervo. Entonces Ángeles sacaba el punto, el jersey rosa que había vuelto a empezar porque se había manchado de rimel y no valía la pena lavarlo: No te importa que me entretenga con el punto, ¿verdad? Y no esperaba que le respondiera, antes de empezar la pregunta ya había terminado de sacar agujas y lana, y, antes de terminar la pregunta, ya oíamos el roce de una aguja contra otra aguja. Era incómodo mirarnos como si no nos miráramos, era incómodo el silencio del roce de las agujas, y la habitación se estrechaba, y Ángeles levantaba los ojos de las agujas, arqueaba las cejas, y la mirada se perdía, interiorizada, extraviada dentro de sí misma: cuánto dura la tarde, decía aquella mirada; lamento que te dejen aquí conmigo y lamento que me dejen aquí contigo. Y, por no decir lo que pensaba, lo que se le veía en los ojos, me preguntaba por Rusia, y cuando yo le hablaba de Rusia se le abría la boca: Ángeles bostezaba, se dormía como te duermes en el tren. El movimiento de las agujas la dormía como el movimiento de las ruedas del tren, mis palabras eran el roce del tren con los rieles, y una palabra más alta que otra la sobresaltaba como una bifurcación de vías. Le contaba el viaje en vagones de ganado, las noches en vía muerta, la vida de los prisioneros que ayudaban a descargar el convoy, las marchas a pie monstruosas, y la cansaba como si la obligara a acompañarme a través de la estepa rusa con todos los pertrechos a cuestas, pisando nieve negra, con el rollo de cable para el teléfono a la espalda, y cada metro que avanzábamos la cansaba más: se dormía, el hilo de lana rosa se enredaba en las agujas, se le escapaban los puntos del jersey. Se producía una explosión, estallaba una mina, había muertos: los ojos se le abrían más y luego se cerraban poco a poco y la mandíbula se le descolgaba y las manos caían con la labor sobre la falda: Ángeles se había quedado dormida.

Y una tarde le dije: Me gustaría contarte algo que nunca le he contado a nadie, pero me gustaría que me prometieras que no saldrá de esta habitación. Y abrió los ojos, incrédula: ¿podía yo tener secretos, aunque tuviera la Cruz de Hierro de Segunda Clase? Podría haberle contado cómo gané la Cruz de Hierro, algo que nunca le había contado a nadie, pero se hubiera quedado dormida y yo lo hubiera entendido perfectamente: yo había ganado la Cruz de Hierro porque me moría de sueño y quería que me dejaran dormir. Pero no le conté cómo gané la Cruz de Hierro, porque la verdad cansa y aburre. Le hablaba de lo solos que estábamos en Rusia: aunque nunca estuviéramos solos, estábamos solos en Rusia, le dije. Empezó a dormirse: hay millones de personas solas, la soledad no es interesante, ahora mismo nosotros dos estábamos solos, juntos, en el salón de la casa del Paseo de la Bomba. Nos escapábamos de los campamentos, de noche, bajo las bengalas y las balas trazadoras de la aviación, buscábamos una aldea, una cabaña, buscábamos a las mujeres rusas: la mentira le abría los ojos a Ángeles, la espabilaba. Yo callaba entonces y mi silencio acababa de espabilarla. ¿Las mujeres rusas?, preguntaba. Empezaba a correr el vodka en las orillas del río Volkov, sonaban acordeones y balalaikas. Yo hablaba dos horas seguidas, las agujas y el jersey rosa descansaban sobre la alfombra, y había mujeres rusas que nos seguían disfrazadas de soldados, soldados españoles con uniforme alemán, y, cuando los alemanes las descubrían, las fusilaban. ¿Las fusilaban?, preguntaba Ángeles un poco incrédula: me llevaba diez años. Es un secreto lo que te estoy contando, decía yo. ¿Las fusilaban?, volvía a preguntarme. Sí, eran consideradas espías, iban disfrazadas con el uniforme de la Wehrmacht. Las trataban como a espías. Hay que cumplir las normas. No era un juego, era una guerra de dimensiones planetarias: me gustaba repetir las frases del sargento Leyva, que murió en Possad. ¿Tú conociste alguna mujer así? ¿Te lo han contado?, decía Ángeles, que, aunque era y es mayor que yo, me creía, o, precisamente porque era mayor que yo, fingía creerme. Entonces busqué en mi bolsillo, le tendí las manos cerradas alrededor de un talismán. ¿Qué es eso?, preguntó Ángeles. Separé las manos: sobre la mano derecha había una hebilla con un escudo en el centro y, una leyenda alrededor del escudo, GOTT MIT UNS, Dios está con nosotros, la hebilla del uniforme que me dieron en el campamento de Grafenwohr. ¿Qué es eso?, volvió a preguntar Ángeles. Y dije yo: Era la hebilla del uniforme del ejército alemán que llevaba mi amiga. Y Ángeles me acariciaba la cara, me limpiaba las lágrimas con la punta de los dedos.

Bien bañado, bien vestido, bien desayunado, los domingos por la mañana iba con don Julio a aprender a conducir. íbamos al Paseo del Violón, espantosamente vacío, peligrosamente vacío y silencioso, lleno de luz, y a lo lejos un setter rojo cruzaba el Puente de los Franceses, se alejaba Paseo de los Basilios arriba, desaparecía en el Puente de las Brujas. Era una mañana de fantasmas, pesaba tanta luz, una luz que daba sombras muy nítidas, y el cielo era una hoja en blanco, una hoja en blanco como los anónimos que recibía el cirujano Poveda. Poveda maldijo y despreció al canalla que le había enviado una nota en la que decía escuetamente: Has matado a tu mujer; pero se estremecía y temblaba a la vista de aquellas hojas en blanco que, según le contaba a mi tío, recibía en sobres siempre iguales, azules, un azul descolorido y polvoriento de oficina gubernamental, amenazadores. Era un día luminoso y silencioso como una hoja en blanco, un domingo de fantasmas, cuando todos estaban en misa o escondidos, y el silencio dentro del coche era aún mayor que el silencio en el Paseo del Violón. Y la boca humilde y húmeda de don Julio se arrugaba, dolorida bajo el bigote blanco, porque a don Julio le dolía el traje que llevaba puesto y no era suyo, y le dolía mi traje, que no era suyo dos veces, porque era de mi tío y porque mi tío no se lo había dado a él, sino a mí; le dolía llevarme en el coche, que era como si fuera suyo y pronto sería como si fuera mío, o, peor, sería mío. Y don Julio movía la boca, hablaba, las palabras atravesaban a duras penas el silencio espeso, e inmediatamente se volvían ligeras, cortantes, atravesaban el silencio con facilidad, porque don Julio hablaba para avisarme de los peligros a los que me estaba exponiendo desde que llegué de Málaga, una advertencia de amigo, y, conforme hablaba se tranquilizaba, se alegraba, se regocijaba, porque estaba hablando de los peligros que presagiaban la destrucción de un enemigo, mi destrucción. Sí, mi tío andaba muy descontento, muy descontento, había descubierto que yo no era agua clara: cómo diría, mi tío sospechaba que yo era un poco falso, mentiroso, sí, un mentiroso. Y ahora don Julio abandonaba el territorio de los avisos amigables y pasaba al campo estimulante y feliz de los insultos, y las palabras eran una máquina que se alimentaba con su propio funcionamiento, y disfrutaba don Julio, como uno que, al avisarle a un adversario de que están a punto de detenerlo por salteador y asesino, disfruta cuando pronuncia la palabra salteador y la palabra asesino. Y el Ford se había parado en mitad del Paseo del Violón sin que me hubiera dado cuenta, y la voz de don Julio era pausada, pura serenidad, como la voz de un médico que habla de virus con el enfermo envenenado por los virus: temía que mi estancia en Granada se acabara, que hubiera de volver a Málaga, que perdiera la oportunidad de los estudios. Mi tío sabía perfectamente, por ejemplo, que yo no aparecía por la facultad durante semanas, que cada día frecuentaba más la sede de Falange. No es verdad lo que usted dice, le dije a don Julio. No es verdad lo que cree mi tío, rectifiqué inmediatamente, porque a ninguna persona superior se le dice que no es verdad lo que dice. Porque, aunque era verdad lo que decía mi tío, era como si no lo fuera: yo había ido más de un día a la facultad, y todos los días eran el mismo día. Con ir un día había ido todos los días del año. Todos los días eran mugre y borra detrás de las orejas de mis condiscípulos moqueantes, polvo y caspa sobre las camisas azul falangista abrochadas sobre tres camisetas cuyos puños amarillentos, marrones, color de rata, aparecían bajo el azul ceniza. Todos los días eran un catedrático moqueante y resacoso, o un profesor ayudante moqueante y resacoso o directamente borracho a las nueve de la mañana porque no tenía ayudante que pudiera sustituirlo. Entonces todos los días eran idénticos, y todos los días podía contarle a mi tío lo que ese día había pasado en la facultad de Derecho porque conocía cómo era un día en la facultad de Derecho, siempre igual, como era siempre igual el patio de la facultad de Derecho y la Plaza de la Universidad y el busto del padre Suárez en el patio y la estatua del emperador en la Plaza de la Universidad. Ir un solo día a la facultad de Derecho era exactamente igual que ir todos los días. Me temblaban los labios, la voz, de irritación contra don Julio y contra mi tío, y don Julio creía que temblaba de miedo, porque de miedo temblaría don Julio si yo le contara que mi tío desconfiaba de don Julio, porque don Julio, que tenía seis hijos y una esposa, sólo tenía a mi tío, y, excepto el hijo mayor, militar, y el hijo menor, que estudiaba medicina gracias al dinero de mi tío, todos los hijos de don Julio trabajaban para mi tío y vivían de mi tío, y se vigilaban unos a otros, se imploraban: No le hagas tal cosa a don Luis Navarro Verbruggen, o me perjudicarás. Unos presionaban a otros, unos vigilaban a otros, unos controlaban a otros, y así formaban una cadena que los encerraba y paralizaba: como si alguien se sujetara a sí mismo el brazo derecho con el brazo izquierdo y el brazo izquierdo con el brazo derecho para evitar dar un paso, para retenerse. Y don Julio dijo: Alguien le habrá calentado la cabeza a don Luis, pero a don Luis no es fácil calentarle la cabeza. Y yo no sabía qué quería decirme exactamente: ¿Que mi tío no se dejaría calentar la cabeza, que no daba crédito a las habladurías? ¿Que mi tío se había dejado calentar la cabeza porque había razones sólidas para pensar que yo no era de fiar y tenía contados los días en Granada? Tenía contados los días en Granada, era verdad, se dejara calentar la cabeza mi tío o no: según mis cálculos me quedaban menos de cuarenta días de vida.

Todavía se reservaba don Julio el mejor momento: el momento de comprobar mi incapacidad para arrancar el coche, para recordar la situación de los pedales de embrague, el freno y el acelerador; el momento de mover los labios sin una palabra: Es idiota. No había aprendido a arrancar el coche, pero me había aprendido ese movimiento de los labios mudos y humildes de don Julio: Es idiota. Con las manos en el bolsillo del abrigo, la cinta del sombrero rutilante de sol, rutilantes los ojos y la dentadura postiza, que quizá también había sido de mi tío, don Julio movía la cabeza y los labios para decir silenciosamente bajo el bigote blanco: Es idiota. Y los zapatos de don Julio brillaban al sol, y poco a poco se cubrían del polvo del Paseo del Violón mientras los pies golpeaban rítmicamente el suelo para calentarse. Y entonces, siguiendo paso a paso las instrucciones de don Julio, arranqué el Ford, metí la primera marcha, avancé veinte metros, oí gritar a don Julio: Vale, vale, frena. No frené. Metí la segunda, giré ciento ochenta grados, metí la tercera marcha cuando me dirigía hacia don Julio. Don Julio levantó los brazos: Para, para, decía. Y los labios se movieron: Eres idiota. Y resonó por fin la palabra Idiota en el vacío luminoso del Paseo del Violón, y aceleré hacia donde don Julio movía los brazos, y, si don Julio no se hubiera apartado, hubiera pasado sobre don Julio, hubiera aplastado a don Julio, camino del Paseo de la Bomba, de la Carrera de la Virgen, de la Gran Vía, de casa de mi tío. Y vi a don Julio que se alejaba, no hacia adelante sino hacia atrás, en el espejo retrovisor, como si cayera boca arriba y con los brazos abiertos desde una torre.

Entonces don Julio cambió como cambian algunos hombres santos después de caer desde un caballo o desde una torre. Me apreciaba: me había convertido en un motivo de orgullo para don Julio, que me había enseñado a conducir y presumía de haberme enseñado a conducir. Pero don Julio no me había enseñado a conducir: frente a una acequia de la Vega, entre dos campos de tabaco, el Duque de Elvira me había preguntado si yo sabía conducir, y yo había dicho que sabía conducir. Y había conducido el Chevrolet del Duque de Elvira hasta el Paseo de la Bomba: algo o alguien, en mi interior, me movía como una mano mueve los dediles de un guante, y yo movía los mandos del Chevrolet. Y, cuando disparé en la cabaña de Possad y gané la Cruz de Hierro y quedé herido para siempre, algo o alguien movió mi dedo en el gatillo como un dedo mueve el dedil de un guante. Pero don Julio se pavoneaba de ser la mano que me movía mientras yo conducía un coche, y así se lo reconoció mi tío, que por primera vez después de mucho tiempo, un domingo de noviembre, invitó a don Julio a un vermut y a que el betunero le limpiara los zapatos en la terraza de la Cervecería Mayer. Y así don Julio convirtió la derrota en victoria. Y el odio que me tenía se transformó, sin perder intensidad, en el orgullo de ser mi maestro. Y la metamorfosis se produjo en cuanto don Julio vio la cara de satisfacción con que lo recibía mi tío aquel domingo de noviembre en la terraza del bar. No me apreciaba don Julio porque hubiera aprendido por fin a conducir un coche, sino porque mi tío lo había invitado al vermut y le había pagado los servicios del betunero: me apreciaba porque lo había convertido en un personaje. Muchos días, a la caída de la tarde, don Julio me dejaba el Ford para que lo paseara durante veinte o treinta minutos, de modo que se mantuviera perfectamente a punto, y desde los bares señalaba al coche cuando pasaba, y contaba que me había enseñado a conducir, y contaba mi historia, mi regreso de Rusia, un pobre sobrino pobre. Es mejor olvidar la historia de su padre, decía don Julio, y conseguía que todos recordaran instantáneamente la historia de mi padre, una desgracia, un desastre, una ruina, mucho más ruina porque mi padre era el que más valía de aquellos dos hermanos medio extranjeros. Y don Julio hablaba con medias palabras, no de mi padre, cuya historia era mejor olvidar, ni de mi tío, que era innombrable, sino de mí, que había vuelto de Rusia herido, lleno de metralla, don Julio había tocado los tornillos que todavía me quedaban dentro, sí, señor, aunque no los había tocado nunca, sólo me había oído hablar de los tornillos que me quemaban, que se me clavaban en la carne cuando apoyaba la espalda en el asiento del coche. Y a los camareros y a los clientes de los bares, donde ahora don Julio animaba el mostrador, les gustaba oír la historia de uno que había ganado la Cruz de Hierro, un desgraciado, uno que iba a ser rico si no se moría antes, millonario o multimillonario, quién sabe, porque a quién iba a dejarle el dinero, tantísimo dinero como tenía, mi tío. Y, cuando don Julio salía del bar, donde alguien lo había invitado, porque yo le había traído suerte, ahora lo invitaban en todas partes, lo cuidaban como si fuera mi tío, cuando don Julio salía del bar, los camareros y los clientes seguían hablando de mí, disfrutaban hablando de tornillos incrustados en la carne y de dinero, de sangre y dinero, de muerte y dinero. Y se les iba el santo al cielo hablando de mi muerte, hablar de mi muerte les quitaba el peso de todas sus muertes, la muerte que llevaban dentro y las muertes de los que habían matado y de los que habían denunciado y de los que habían visto morir sin decir una palabra: hablar de mi muerte les quitaba el peso de todas las muertes que llevaban dentro.

Pero mi tío me miraba con desconfianza, cada día con mayor desconfianza, porque, a pesar de mi tío, recuerdo el mes de noviembre de 1942 como un mes feliz, y a mi tío no le gustaba la felicidad de nadie porque la felicidad es un signo de independencia: a mi tío le gustaba rodearse de seres que dependían de él, como los tres desdichados de la tertulia, su madre muerta en vida, los hermanos Bueso, las criadas, yo mismo, don Julio y los hijos y los yernos de don Julio, mi madre y Sagrario que estaban en Málaga, el dueño y el betunero de la Cervecería Mayer, la hermana de Beatriz que esperaba en la Prisión Provincial de Granada un traslado al penal de Santa Cruz de Tenerife, un traslado que, decidido hacía meses, no llegaba nunca gracias a las gestiones telefónicas de mi tío. Y, si mi tío me miraba con desconfianza, con mayor desconfianza me miraban los tres desdichados de aquella tertulia que olía al humo y la ceniza de miles de cigarros, y a posos de café, y a brasero, y a la radio Telefunken recalentada. Me acuerdo bien de aquellos tres, taciturnos y pretenciosos, repelentes, el comerciante, el médico-cirujano y el ingeniero, amodorrados en su pulcritud mancillada por los malos tiempos: la poca luz y el cansancio del día les daba cierto aire de ser interesantes, pero yo sabía que eran ridículos. Y, mientras hablaban de Moscú y de la guerra en África, les registraba los abrigos que colgaban de la percha: un billete arrugado y ruin, un cortaplumas de nácar, una entrada de cine usada sobre la que habían anotado un teléfono, papeles con cuentas miserables. Y, cuando llegaba tarde de casa del Duque de Elvira y mi tío me llamaba, los tres me miraban con aprensión, molestos de que me volviera indispensable para mi tío en una multitud de operaciones inútiles: traer una jarra de agua, o rellenar columnas de sumas y balances de contabilidad que no servían para nada, porque muchas veces descubrí las hojas rotas en la papelera junto a los folios que después de comer mecanografiaba en una Remington Standard. Tengo grabadas en la memoria aquellas palabras mágicas y misteriosas -qwert, poiuy, asdfg- que yo tecleaba usando todos los dedos de la mano, según un manual de mecanografía que, con la Remington Standard, llegó de la oficina de mi tío. Y mi tío comprobaba si yo había usado todos los dedos, se acercaba el folio a los ojos para ver si las distintas letras habían sido pulsadas con distinta intensidad, porque no es lo mismo la fuerza del meñique que pulsa la tecla de la A, que la fuerza del índice que pulsa la tecla de la J. Y mi tío quedaba tranquilo: la A y la J habían sido pulsadas con distinta intensidad. Porque con un solo dedo, el índice de la mano izquierda, yo pulsaba con distinta intensidad todas las letras de la Remington Standard.

Mi tío tenía la facultad de que te creyeras indispensable para mi tío, pero mi tío era indispensable para ti. El comerciante Altamirano, que tenía un prestigio reconocido como organizador de las fiestas del Corpus Christi y posiblemente ya no tuviera ni un sola bodega ni una sola tienda, le debía una fortuna a mi tío: había ido a la ruina irremisible gracias a los préstamos que le había hecho mi tío para ampliar tiendas y bodegas, y en cualquier momento mi tío podía arruinarlo y desposeerlo de todo, aunque mi tío acumulara deudas durante meses en las bodegas y tiendas de ultramarinos de Altamirano, deudas que don Julio saldaba religiosamente cuando a mi tío le daba la gana, como un dios permite que te caiga una teja en la cabeza o te regala un premio en la lotería, Y la suerte del cirujano Poveda dependía de que mi tío siguiera recibiéndolo en su casa, porque muchos esperaban que mi tío le cerrara la puerta para aplastar por fin a aquel médico morfinómano que miraba por encima del hombro, de quien se decía que había matado a su mujer para casarse con su enfermera, con la que no se había casado, prueba evidente de que había matado a su mujer y ahora debía guardar las apariencias y no casarse con la enfermera, el médico que cuidaba a la madre de mi tío, que estaba muerta desde hacía años aunque siguiera deambulando por la casa, y, para asistir a la madre de mi tío, Poveda se presentaba obedientemente en la casa de la Gran Vía a cualquier hora del día o de la noche que lo llamaran. Y, con el comerciante y el cirujano, el ingeniero de montes y minas, Morube, cada noche se acercaba a casa de mi tío para no acabar nunca de agradecerle que le hubiera permitido entrar en el negocio de las concesiones mineras: en la tertulia todavía se hablaba de reuniones con los alemanes en el consulado de Málaga y en Tánger y Tetuán. Pero nunca se hablaba de un comercio de millones de cartuchos y proyectiles holandeses y belgas, y luego checos y polacos, que había hecho millonario al ingeniero, aunque su fortuna fuera una confusión de valores bursátiles internacionales y efectos bancarios cuyo secreto sólo conocía mi tío. Y aquellos tres me miraban con aprensión cuando mi tío me invitaba a pasar a la antesala del despacho, sólo un momento, que mañana hay que ir a la facultad, y allí me quedaba de pie, sólo un momento, mientras el cansancio me ponía una barra de hierro dentro de cada pierna. Aquellos tres me miraban de reojo y oían la radio, y mi tío buscaba en onda corta emisoras que presagiaban en inglés o francés el derrumbamiento alemán en Rusia, y traducía o se inventaba las frases extranjeras, y el comerciante, el cirujano y el ingeniero se agitaban en sus butacas, abrían y cerraban la boca, tragaban saliva, me miraban y apartaban inmediatamente la vista. Y ahora creo que mi tío buscaba aquellas emisoras para humillar a sus tres amigos, para fortalecerme frente a sus tres amigos mientras yo aguantaba de pie junto a la radio, incómodo, primero sobre una pierna y luego sobre la otra, en tensión, como el equilibrista austríaco que actuó en los Baños del Carmen y se sostenía sobre una bola de cristal con un solo dedo. Y me congelaba, me sentía rígido y torpe, me acordaba del sueño y el frío en la cabaña de Possad, quería despedirme y no podía mover un músculo. Entonces veía doble la cabeza calva del ingeniero, y eran cuatro las manos repugnantes del comerciante entrecruzadas sobre la botonadura hinchada del chaleco, hinchada como las ojeras azules del cirujano, que ahora tenía dos bocas húmedas y afiladas y mezquinas. Aquellos tres me miraban con malos ojos, y yo me congelaba, las ideas se deshacían, se me olvidaba dónde estaba, se me nublaba la vista, como cuando me moría de frío y sueño en Possad, como cuando me congelaba en Possad, y veía doble, a cada uno le veía cuatro ojos, y al médico le veía cuatro ojos y dos gafas: como veía en Possad, muerto de frío, dos árboles donde sólo había uno. Me miraban con malos ojos, sin una palabra, y, cuando por fin podía moverme y dejarlos en paz, decían que les traía mala suerte, el mal fario: al comerciante le habían hecho varias inspecciones los falangistas en los últimos días, ya le habían caído encima dos buenas multas, y al médico-cirujano le llegaban unos anónimos que lo inquietaban más porque no decían nada, estaban en blanco. Y una noche, cuando me miraban con aprensión el comerciante y el médico-cirujano y faltaba la lumbre del cigarro del ingeniero, y todos echaban en falta al ingeniero, el ingeniero llegó descompuesto. No hay derecho, decía el ingeniero. Es intolerable, con lo que yo he hecho por esta gente, decía, porque se acordaba de los negocios en Tánger y Tetuán. Y llamó a mi tío al balcón, y dijo que lo estaban siguiendo, que lo estaba siguiendo la policía. Y, en la poca luz del despacho de mi tío, el comerciante y el médico-cirujano se pusieron más blancos, verdes: se les reflejaba en la cara blanca el ojo verde de la radio Telefunken. Y mi tío apartó la cortina, y el resplandor de la farola se reflejó en el techo y en la pared, y el frío de la calle se veía en el cristal empañado. Y mi tío dijo: Es inconcebible, ahora mismo llamo al gobernador.

Era el primer invierno de mi vida, porque en Málaga no había inviernos así y en Rusia no había conocido el invierno, sino un horror sin relación con las estaciones del año. Fue un invierno feliz mientras duraron las visitas a la casa del Paseo de la Bomba, cuando el Duque de Elvira me llamaba cada tarde: no habíamos terminado de comer, no había acabado Beatriz de servir el postre, y ya sonaba el teléfono, y era el Duque de Elvira. Portugal me esperaba en la calle Oficios, en la redacción de Patria, y cogíamos un tranvía en la calle de los Reyes Católicos, porque el chófer del Duque de Elvira se había ido de Granada, no sabíamos adonde. Todavía Portugal usaba trajes de verano, envuelto en dos bufandas y un abrigo demasiado pequeño y antiguo, pero había cambiado Portugal, miraba hacia un punto que yo no podía ver, le habían salido arrugas alrededor de los ojos enrojecidos, cada día más pálido, como si la sangre perdiera calidad, como si lo estuviera extinguiendo una enfermedad lenta que actuara cada día con mayor rapidez. Ya iba despeinado cuando cogíamos el tranvía de la Bomba, aunque se había peinado antes de salir del periódico. De repente volvía la cabeza como si creyera que lo miraban o lo seguían, que iban a atacarle. Pero en el tranvía nadie lo miraba ni lo seguía: nadie iba a atacarlo. Volvía la cabeza como si le hubieran dado una puñalada por detrás. Y los cristales de las gafas los tenía sucios, manchados de huellas y ceniza y tinta. La elegancia se le había ido estropeando, como se le hubiera estropeado a lo largo de una fiesta muy larga o de un viaje, como si lleváramos cinco días y cinco noches en el tranvía, aunque no llevábamos ni cinco minutos. No hablaba, soltaba carcajadas y frases inexplicables, se pellizcaba la cara como si no se diera cuenta de que se pellizcaba la cara, y se le iba deformando la cara, y Portugal deformaba la cara, ponía caras difíciles, como si estuviera soñando una pesadilla con los ojos abiertos mientras el tranvía nos llevaba a la casa del Paseo de la Bomba.

Llegábamos a la casa del Paseo de la Bomba, y ya no había servidumbre: la casa parecía a punto de ser abandonada. Había una impresión de desorden y provisionalidad, a pesar de que todo continuaba perfectamente en su sitio. Pero había muebles cubiertos con fundas, y no había gramófono, ni cerveza ni botellas de vino en mallas doradas: parecía que llegábamos a la casa una hora antes de que los dueños se fueran de viaje. Estábamos en un mundo a punto de desaparecer. Me acuerdo de que entonces, cuando llegábamos a su casa, el Duque de Elvira nos recibía con una alegría voraz y concentrada en un minuto, como si un montaje cinematográfico redujera los saludos que duran un cuarto de hora a una intensidad de treinta segundos, e inmediatamente desaparecía con Portugal camino del despacho. Pero el brazo que rodeaba el hombro de Portugal y lo arrastraba hacia el interior de la casa no era muestra de afecto, sino una falta de consideración, un gesto policíaco. Parpadeaban los ojos de Portugal tras los cristales de diez dioptrías, alargaba el brazo como si temiera tropezar contra la pared o contra una puerta cerrada, y el Duque de Elvira lo arrastraba hacia el despacho. Y lo que parecía una muestra de amistad y afecto sólo era una falta de respeto: el Duque de Elvira invadía a Portugal, le acercaba la cara a la cara, le pegaba el cuerpo al cuerpo, con el brazo por encima del hombro del abrigo pobre y ridículo de Portugal. Le acercaba la boca a la oreja, le decía algo, como se acerca el ojo a una cerradura, la mano del Duque de Elvira tocaba la mejilla de Portugal, le descolocaba las gafas: así pegaba el Duque de Elvira los labios a la oreja de Portugal. Y Portugal ya no era Portugal, se disipaba, se había perdido en la niebla de diez dioptrías que lo había rodeado siempre. Y, en cuanto desaparecían el Duque de Elvira y Portugal, en cuanto nos dejaban solos a Ángeles y a mí, yo callaba frente a Ángeles, que tejía un jersey rosa, y Ángeles callaba, y todos los días eran el mismo día pero eran como días nuevos, siempre el mismo encantamiento, cuando no sabía cómo acercarme a Ángeles y me anonadaba una debilidad de enfermo y una euforia de fiebre. ¿Te pasa algo?, preguntaba Ángeles entonces. Y me dolía la vergüenza de no encontrar palabras. Y yo decía: Tengo un secreto que me gustaría contarte. Entonces las agujas dejaban de tejer el jersey rosa, se detenían entre dos puntos, dejaba de correr la hebra de lana, porque la gente cree que los secretos son valiosos, y yo empezaba a contarle a Ángeles mi secreto, un secreto que nunca le contaba, porque los secretos se empañan, se pudren, se evaporan en cuanto los cuentas, un secreto que conocen dos personas ya no es un secreto, no sirve para nada. Y yo le decía: Ayer te mentí, no te conté lo que quería contarte; me gustaría contarte algo que me pasó en Rusia, ayer no me atreví a contártelo. Y no sabía qué iba a contarle: toda nuestra relación, tan verdadera, estaba basada en las mentiras que yo me inventaba. Callábamos, me veía en los ojos de Ángeles, me daba cuenta de que ni siquiera me había quitado el abrigo. Entonces Ángeles decía: ¿Te importa que me quite los zapatos? Mirábamos la puerta del corredor que llevaba al despacho, atentos al ruido de una puerta o de unas pisadas, al aviso del humo y el olor de los cigarros habanos encerrados en tubos de cristal. Nos sentíamos débiles, desprotegidos, en un escondite: se iba la luz detrás de las ventanas y no encendíamos la lámpara. Y la vigilancia y el escondite compartidos nos libraba del resentimiento y el disgusto que siempre, antes o después, enturbia el trato entre mujeres y hombres. Vivíamos un tiempo escaso, un tiempo prestado, que durante horas parecía a punto de terminarse y se terminaba de repente cuando menos debía terminarse. El calor de la chimenea nos encendía la cara, y estábamos incómodos y satisfechos.

Entonces el teléfono dejó de sonar. El Duque de Elvira no volvió a llamarme. Las tardes en la casa de la Gran Vía volvieron a ser infinitas, porque el tiempo era mucho más breve en la casa del Paseo de la Bomba. Pero, cuando de noche recordaba aquel tiempo mucho más breve, encontraba muchas más palabras y muchos más gestos que en el otro tiempo, mucho más largo, el tiempo de la casa de la Gran Vía. Esperaba que sonara el teléfono, y no sonaba nunca, y, a primeros de diciembre, ya no esperaba que sonara el teléfono: me escocía la esperanza de que sonara el teléfono, que no sonaba nunca. La casa era un desierto, mi cuarto era un desierto, un campo de ruinas con los muebles flamantes y las paredes desoladoramente limpias y bien pintadas. Me pesaba el silencio de la casa, un silencio amasado con los pasos de Beatriz y la voz de Beatriz y la voz de la cocinera: oía cantar a Beatriz, oía los rugidos de mi abuela, así la llamaba mi tío ahora, porque un ser que rugía y aullaba así sólo podía ser algo mío, no suyo, no podía ser de mi tío un ser que rugía y aullaba así: Tu abuela, decía mi tío, que nunca antes la había nombrado, y la nombraba ahora, cuando no paraba de rugir y aullar mientras comíamos, un zumbido que se estiraba y se deformaba, palabras que yo no entendía, graznidos o verdaderas palabras, no sé, mi nombre quizá, si alguna vez supo mi nombre. Y yo tecleaba la Remington Standard con el dedo índice de la mano izquierda, y ajustaba los libros de contabilidad de un negocio que no existía, y le daba una vuelta al Ford para mantenerlo a punto, y pasaba frente a la casa del Paseo de la Bomba y veía luces encendidas detrás de los visillos: me latía más rápido el corazón. Y todas las mañanas iba a la facultad y esperaba que el Chevrolet del Duque de Elvira apareciera exactamente donde lo había visto una vez, aparcado frente a la iglesia de San Justo y Pastor, pero el Chevrolet verde nunca apareció.

Una tarde llamé por teléfono a casa del Duque de Elvira. Yo no tenía el teléfono del Duque de Elvira, aunque el Duque de Elvira me había dado su tarjeta con un escudo nobiliario y un teléfono que nunca contestaba. Y, si le pedía su nuevo teléfono al Duque de Elvira, me contestaba que se lo iban a cambiar otra vez, que me lo daría en cuanto supiera el número nuevo. El Duque de Elvira no me dio jamás su número de teléfono. Se lo pregunté a mi tío mientras comíamos y mi abuela aullaba al fondo de la casa: no era un grito, sino un zumbido animal, gutural, que atravesaba todas las puertas cerradas y parecía seguir sonando cuando dejaba de sonar. Mi tío partía calabaza con el tenedor, comía un bocado minúsculo, dos bocados minúsculos, meticulosamente, la boca bien cerrada, meticulosa y sigilosamente, y dejaba el tenedor sobre el plato sigilosamente, y al dejar sobre el mantel la servilleta bien almidonada hacía más ruido que al dejar el tenedor sobre el plato. No es que mi tío estuviera en las nubes durante la comida: estaba dedicado en cuerpo y alma a aquel modo de comer ruin y miserable. Era tan repugnante como si comiera grandes bocados con la boca abierta, la boca abierta porque no puede cerrarse con tanta comida dentro. Yo quería llamar por teléfono al Duque de Elvira: en cuanto mi tío terminara de comer y se fuera a la oficina a echar una cabezada en su sillón de mandamás, en cuanto Beatriz saliera como todos los jueves camino de la cárcel donde estaba su hermana, con un cesto lleno de sobras de comida, yo abriría el despacho de mi tío con mi llave y llamaría a casa del Duque de Elvira. Pero el tiempo se dilataba, y la opresión de tantos días fastidiosos se concentraba en la meticulosidad con que mi tío partía y masticaba una pera, y me hablaba de los tipos de peras, pera de agua y pera limonera y pera mosqueruela y pera bergamota. Y en aquellos días no míos, en aquellos días no hechos por mí, cada día era una repetición degradada del día anterior, como la letra se desfigura con el tiempo. Había esperado una semana entera la llamada del Duque de Elvira, pero ahora no soportaba esperar una hora: porque en aquel tiempo sin tiempo, una hora era tan insoportable como toda una semana. Le pregunté a mi tío el teléfono de Elvira, así llamaba mi tío al Duque de Elvira, y mi tío me preguntó si sabía distinguir los tipos de peras. No, no sé el teléfono del Duque de Elvira, le respondí. Entonces mi tío, que volvía a ser simpático conmigo porque me veía desgraciado, más desgraciado que nunca, me explicó la diferencia entre una pera de agua y una bergamota, y, cuando me explicaba el aroma de la bergamota, dijo de pronto: Deja en paz a tu señor duque; un día le van a pegar un tiro: cuando se den cuenta de que un tiro sale más barato que una finca mal vendida.

Aquella misma tarde llamé al Duque de Elvira: en cuanto se cerró la puerta de la calle detrás de Beatriz, y me quedé solo con los pasos de la cocinera y el quejido sin fin de mi abuela, no me costó mucho entrar en el despacho de mi tío y encontrar en la agenda el teléfono del Duque de Elvira. Pero no me atrevía a marcar el 1738: todos los días insufribles me caían encima, me faltaba la respiración, me asfixiaba la parálisis de los días muertos. Marqué tres números y colgué. No sabía qué podía decirle al Duque de Elvira. Le preguntaría por Portugal, le diría que me preocupaba Portugal, que parecía enfermo, cansado. Le diría que tenía una foto de Portada y Portugal. Le diría que me había enamorado de su mujer. Le preguntaría cómo estaban de salud en su casa. Le diría que no soportaba más silencio. Al Duque de Elvira le preguntaría por Portugal y por el Duque de Elvira, aunque ni el Duque de Elvira ni Portugal me importaban nada: sólo estaba enamorado de Ángeles, aunque quizá no me hubiera enamorado de Ángeles si el Duque de Elvira y Portugal no se hubieran enamorado de Ángeles. Marqué el 1738. Esperando que descolgaran el teléfono dije: ¿El Duque de Elvira, por favor? Y me oí una voz que no era mía aunque era mi voz. Y entonces descolgaron el teléfono, y reconocí la voz de Ángeles, aunque era la primera vez que la oía por teléfono: Diga. Me quedé callado. Diga, repitió Ángeles. Entonces dije: Ángeles. Y Ángeles dijo: Se ha equivocado de teléfono. Y colgó. Y cuando volví a marcar el 1738 me temblaba la mano, sentía en el auricular el latir de mi sangre, y ahora no descolgaban en casa del Duque de Elvira o tardaban mucho en descolgar: me imaginaba el interior de la casa del Duque de Elvira, cruzaba el salón hasta la mesa del teléfono, y entonces, cuando llegaba a la mesa del teléfono, descolgaron. Diga, dijo el Duque de Elvira. Entonces, sin responder, colgué el teléfono.

A la mañana siguiente fui a buscar al Duque de Elvira por el Paseo de los Basilios y el Paseo del Violón, donde cada mañana el Duque de Elvira, hombre de costumbres, paseaba a su setter rojo, Red. Y me llevé el sobre amarillo con los clichés de las fotos, los negativos transparentes y nublados como un frasco que guardara el cadáver de un monstruo, la mujer y el hombre, el hombre y el niño: me llevé los negativos porque había descubierto en la calle de los Reyes Católicos un estudio fotográfico, un poco antes de llegar a Puerta Real, y quería ver quiénes eran aquella mujer y aquel hombre y aquel niño que merecían estar aislados como mi madre, condenados como mi madre, aislados de las otras fotos, fuera de la reunión de familia, como un pariente pobre o un pariente secreto que, mientras se celebra la fiesta, come sobras en la cocina, separados de la familia por una pared, por el papel amarillo de un sobre, sin cuerpo, sin cara, sólo sombras, el negativo de una foto. Despegué el sobre amarillo de la base del armario donde lo escondía, separado de las cosas por un esparadrapo, y saqué la foto de Portada y Portugal en el banquete del Aéreo Club, y la dejé encima del armario, y dentro del sobre me llevé los clichés para que me los revelaran en el estudio fotográfico de la calle de los Reyes Católicos. Y, bajando las escaleras de la casa, respiraban en mi bolsillo los fantasmas, los negativos que le había robado a mi tío, porque las cosas robadas abultan más en el bolsillo, y el sobre amarillo parecía tener el grosor de un diccionario, el peso de un diccionario; y temía que mi tío, que ya se había ido a su oficina, hubiera olvidado algo y volviera de pronto y me preguntara qué ocultaba en el bolsillo del abrigo, qué le había robado, qué ocultaba en el bolsillo del abrigo, el abrigo que había sido y era de mi tío. Y, a punto de alcanzar el portal, con un pie en el último escalón y otro en el portal, sentí la mano en el hombro: me detenían, tiraban de mí, sin mucha fuerza, suave y enérgicamente a la vez, tiraban de mí: la mano vendada de la mujer con la gasa en el ojo temblaba de la fuerza con que ahora me apretaba el brazo. Nunca se había atrevido a acercarse tanto a la calle la hermana Bueso y, frente a la luz de la calle, el portal y los dedos que me apretaban el brazo, y mi brazo, y las vendas, y la gasa del ojo, todo se volvía de un único color podrido, y los dientes eran del mismo color que la mano y la venda y la ropa. ¿Has visto a mi hermano mayor?, decía la mujer de la venda en el ojo, y la venda vibraba, se le pegaba al hueco. Le hemos escrito al gobernador, decía la mujer, que quizá fuera su hermano, disfrazado con una gasa encima del ojo. Y los dedos se aferraban a la manga de mi abrigo, la venda rozaba la tela de mi abrigo, y arañaban mi abrigo uñas partidas y uñas retorcidas, largas, negras: Le hemos escrito al gobernador para decirle que tú sabes dónde está mi hermano mayor, le hemos escrito al gobernador para decirle que no le subes aceite a nuestro Sagrado Corazón de Jesús. Y frotaba una mano en mi cabeza, se rascaba la mano en mi cabeza, se rascaba contra mi mejilla la mano envuelta en vendas sucias de sangre. Me arrastraba hacia arriba, escalón a escalón, hasta la puerta del piso de mi tío. Volví a entrar en la casa y, antes de que Beatriz quitara la mesa del desayuno, llené una taza de aceite, cogí un trozo de pan y un puñado de azúcar molida. Y otra vez bajaba la escalera, y la mujer de la gasa en el ojo me abrió la mano, y chupaba el azúcar, y se oía cómo el azúcar le rechinaba en los dientes.

Sin lavarme la mano pegajosa, después de escupirme en la palma y frotármela en el interior del bolsillo del abrigo como la mujer sin ojo se frotaba la mano en mi cabeza, salí hacia el estudio fotográfico de la calle de los Reyes Católicos. Pero, aunque salía hacia el estudio fotográfico, ya sabía que no iba a dejar los clichés en el estudio fotográfico: uno se pone en camino para cumplir una misión, y en algún lugar de su cabeza ya existe la idea de incumplir la misión, una idea clandestina, como tapada por una sábana. Y yo iba camino del estudio fotográfico, asustado, estremeciéndome todavía, todavía me raspaba la mano la lengua de la mujer sin ojo, y pensaba que a mi tío lo conocía mucha gente, y a mí me conocía ya mucha gente a la que yo no conocía, y, si dejaba los clichés en el estudio fotográfico, mi tío sabría que le había robado los clichés. Además se me había hecho tarde: tenía que buscar al Duque de Elvira por los alrededores del Paseo de la Bomba. Llegué al escaparate del estudio fotográfico y me paré ante las fotos de estudio, fotos artísticas, once caras perfectas, retocadas, en marcos, con la firma del fotógrafo, el fotógrafo Greco, caras de cera sobre las que había caído el pincel del fotógrafo y una película de polvo, caras de hombres y mujeres inexistentes como estrellas de cine, espectrales, cuatro filas de tres fotos, doce fotos, y la segunda foto de la segunda fila superior era una foto del escaparate con las once caras y la foto del escaparate en la segunda fila superior. Y, con el sobre de los clichés en el bolsillo interior del abrigo, yo sabía ya que no entraría nunca en el estudio fotográfico Greco. Entonces se abrió la puerta del estudio y me llamaron por mi nombre, como si me estuvieran esperando. Era el Duque de Elvira. Me asombraba encontrármelo en el estudio fotográfico Greco porque, a la hora que era, debía estar, a no ser que pudiera estar en dos sitios a la vez, paseando al setter rojo por el Paseo de los Basilios o por el Paseo del Violón. Pero estaba en la antesala del estudio, donde, con asepsia de antesala de gabinete de rayos X, había dos sillas, un perchero, un mostrador y, en la pared, una foto de la fachada del estudio fotográfico Greco: en el escaparate fotografiado aparecían exactamente las doce fotos que yo había visto ya en el escaparate. El Duque de Elvira me tendía la mano, y yo no podía darle la mano pegajosa de azúcar y saliva, mi saliva y la saliva de la mujer tuerta. Y, porque no sabía qué hacer con la mano que no podía ofrecerle al Duque de Elvira, saqué el sobre con los clichés y se lo entregué al Duque de Elvira, y, como siempre que estaba cerca del Duque de Elvira, era como si alguien moviera mis nervios, como si yo fuera otro y me viera moverme y entregarle el sobre al Duque de Elvira.

Deja que adivine, me dijo el Duque de Elvira, que sopesaba el sobre amarillo en la mano que yo no había querido estrechar, el sobre amarillo, marcado ahora con las huellas de mis dedos sucios. ¿Vienes a revelar unas fotos que no te gustaría que viera nadie? ¿Es así?, me preguntó el Duque de Elvira, que poseía la virtud de leer el pensamiento, un don que había cultivado en el comercio con individuos como el fotógrafo Greco, fotógrafo durante años del Duque de Elvira y falsificador oficial de la Policía, como más tarde llegué a saber. Los documentos que falsificaba el fotógrafo Greco eran absolutamente verdaderos, porque estaban hechos con papel oficial que le pasaba la misma Policía; en cuanto a las firmas falsas de Greco, firmas de comisarios, gobernadores, jueces, fiscales, notarios, directores de banco, médicos, directores de cárcel, ministros y bandidos, parecían más verdaderas que las firmas verdaderas, que, sujetas a las variaciones del humor y la salud, tienen siempre, si se las examina rigurosamente, algo vacilante, algo de inseguridad, algo de falsas. Y el fotógrafo Greco trataba con los espíritus: era capaz de sacarte en una foto con el padre del padre de tu padre, muerto treinta años antes de que tú nacieras. ¿Quieres que estos negativos se revelen con la mayor discreción?, me preguntaba el Duque de Elvira: sólo con el tacto adivinaba que el sobre contenía unos negativos. Sí, le dije. Está bien, vete, yo se las dejaré al señor Greco, vuelve mañana de mi parte para recoger las fotos, dijo el Duque de Elvira. Pero yo no quería irme, quería preguntarle por Ángeles, pedirle que nos reuniéramos esa misma tarde. Si no le arrancaba una cita, la promesa de una cita, no volvería a verlo, ni volvería a ver jamás a Ángeles. Entonces le dije: Tengo otra foto, una foto de Portada y. Portugal. No cambiaron los ojos del Duque de Elvira, el ojo color avellana y el ojo verde; no reaccionó, como si no hubiera oído nunca los nombres de Portada y Portugal. ¿Y para qué quiero yo una foto de Portada y Portugal?, me preguntó el Duque de Elvira. Ni siquiera me lo preguntó, lo dijo, mientras volvía la cara hacia la cortina de terciopelo negro que cerraba el paso hacia el estudio y el laboratorio fotográficos. Se habían encendido unos focos detrás de la cortina, y yo perdía la noción de la realidad, y el Duque de Elvira se alejaba sin dar un paso, o era yo, paralizado, el que se alejaba. Entonces el Duque de Elvira dijo sin mirarme: Ven a verme esta tarde a mi casa, a las ocho en punto; si no es a las ocho en punto, no vengas. Y me vi Puerta Real abajo y Carrera de la Virgen abajo, respirando por fin aire limpio, admirado de que el Duque de Elvira me hubiera dirigido más de dos palabras fuera de los dominios donde me dirigía la palabra habitualmente. Pero tampoco era extraño que el Duque de Elvira me dirigiera la palabra en cualquier sitio: el Duque de Elvira trataba a todo el mundo como a un igual, aunque no soportaba que todo el mundo tratara al Duque de Elvira como a un igual. Y me alejaba a buen paso del estudio fotográfico Greco y del Duque de Elvira cuando vi, a lo lejos, al final de la Carrera de la Virgen, a la entrada del Puente de los Franceses, un setter rojo, un setter rojo que daba vueltas alrededor de un hombre que era exactamente igual que el Duque de Elvira.

Nunca había estado antes en la cocina de la casa del Paseo de la Bomba. Ahora la casa parecía vacía: sólo estábamos el Duque de Elvira y yo sentados a la mesa de la cocina, pero en algún sitio de la casa sonaba el gramófono, y yo no sabía si el Duque de Elvira había puesto el disco que ahora giraba y sonaba en una habitación donde no había nadie. El Duque de Elvira estaba en mangas de camisa y yo tenía el abrigo puesto. Estaba encendido el fogón. Fui a quitarme el abrigo, y el Duque de Elvira me dijo que no valía la pena, que tenía prisa, que se iba inmediatamente, que si me quitaba y ponía el abrigo me pondría malo con tantos cambios de temperatura. Hasta puedes morirte, dijo el Duque de Elvira. Había sobre la mesa un plato y sobre el plato había un cuchillo, y el Duque de Elvira empuñaba el cuchillo sin levantarlo del plato. Era raro ver al Duque de Elvira en mangas de camisa, con el cuello de la camisa desabrochado, aunque estaba en su casa, en la cocina de su casa, y podía estar como se le antojara, pero la voz le sonaba como si estuviera vestido para una reunión de alto nivel. ¿Qué traes?, me preguntó. Saqué la foto y la puse sobre la mesa. Se le había torcido una esquina a la foto, y sobre la mesa de madera, junto al plato con el cuchillo, cerca de la mano del Duque de Elvira, cerca de la mano que empuñaba el cuchillo, parecía una foto muy vieja, insignificante. ¿Qué quieres decirme con esto?, dijo el Duque de Elvira. Me miraba a los ojos con tanta fijeza que parecía no verme, y yo me veía en los ojos del Duque de Elvira, y, viéndome a mí mismo, abombado como en el pomo de la puerta del dormitorio de mi tío, sentía menos miedo.

El gramófono dejó de sonar en algún sitio de la casa, y alguien, en algún sitio de la casa, cambió el disco. Me dio un vuelco el corazón: tal vez Ángeles oía discos en algún sitio de la casa. ¿Qué quieres decirme?, preguntó el Duque de Elvira. Yo no quería decirle nada, sólo quería darle la foto, pero vi cómo mi dedo índice señalaba en la foto a Portada y los hermanos Portugal, bajo la hélice del Aéreo Club en el banquete de fin de año de 1933. ¿Qué quieres decirme con esto?, volvió a preguntar el Duque de Elvira. Y entonces le señalé a Pleguezuelos, y me oí diciéndole al Duque de Elvira algo que no había pensado antes, que ni siquiera estaba pensando en ese momento: únicamente lo decía. Porque cuando estaba con el Duque de Elvira hacía cosas que no había pensado hacer y decía cosas que no pensaba decir, como si otro viviera en mi cuerpo. Y, cuando terminé de hablar, el Duque de Elvira sonreía, le brillaban los ojos, y yo me veía sonreír los ojos del Duque de Elvira. Otra vez, en el piso de arriba, cambiaban el disco. Y el Duque de Elvira dijo: Está bien lo que me dices, y hubiera estado mejor si yo no lo hubiera sabido antes de que tú me lo dijeras. ¿Quién te lo ha dicho a ti?, preguntó. Respondí inmediatamente, y me quedé con las ganas de decirle que él no sabía nada de lo que yo le estaba diciendo, no tenía ni idea, porque todo lo que le estaba diciendo me lo estaba inventado en aquel mismo instante. Que Portada y Portugal, o el hermano de Portugal, eran, antes de la guerra, chivatos de la policía o policías secretas, rojos infiltrados en Falange Española, me lo han dicho los hermanos Bueso, los del segundo piso de la casa de mi tío, le respondí inmediatamente al Duque de Elvira, aunque los hermanos Bueso no me habían hablado nunca de Portugal y nunca me habían hablado de Portada. ¿Y qué saben esos dos orates?, dijo el Duque de Elvira. Yo sudaba bajo el abrigo, el fogón me calentaba la espalda. Respondí: Se lo dijo al hermano o a la hermana el hermano mayor, uno que era rojo. Entonces el Duque de Elvira dijo: ¿Qué hermano mayor? Sería su padre, los hermanos Bueso no tienen ningún hermano mayor, ni han tenido nunca un hermano mayor, sería el padre. Basta, lo siento. Espero una cita, dijo el Duque de Elvira, que se había puesto de pie y empuñaba el cuchillo.

Había oído tres canciones desde la cocina del Duque de Elvira, así que había estado nueve o diez minutos en casa del Duque de Elvira. Al salir sudaba y tiritaba, me subía las solapas del abrigo camino de la parada del tranvía. Vi pasar el Chevrolet verde desde la parada del tranvía, hacia la casa del Duque de Elvira: Portugal iba junto al chófer. Sudando y temblando de irritación y frío, me imaginaba el baile y la cerveza en la casa del Paseo de la Bomba, y se disolvían las cosas, se nublaban, existían menos, más débiles, frágiles. Veía mi respiración helada, me daba cuenta de que no se disolvían las cosas: yo era, débil y frágil, quien se estaba disolviendo.

No me acordaba de lo gorda que era mi madre. Ahora lo descubría, como descubría el olor de la casa de mi madre: descubrir era recordar. Los días que, según dispuso mi tío, pasé en Málaga durante la Navidad de 1942, en la casa de la calle de San Telmo, fueron como el recuerdo de otros días. Dormí el día 23 y medio día 24, porque, aunque estaba tan cansado que me dolía todo y no podía dormirme, al final me dormí: ya no tenía que oír cómo mi abuela arañaba la puerta, no tenía que oír cómo la mujer sin ojo o el hermano de la mujer sin ojo golpeaban la ventana del segundo piso o lanzaban bolas de papel de periódico contra mi ventana, periódicos amarillos de 1930, proyectiles de papel de 1930 que apenas rozaban el cristal de mi ventana, sin ruido, y me crispaban los nervios. Descansaba por fin en casa de mi madre, me dormía sin miedo a desvelarme a medianoche y abrir los ojos y encontrarme la luz encendida, heridora, y encontrarme a Beatriz junto a mi cama, con la melena negra y suelta, y el uniforme de criada desabrochado, y las manchas en la cara muy blanca, la mancha como Groenlandia y la mancha como Gran Bretaña, corridas, más grandes, la cara un poco hinchada y los labios hinchados y los ojos hinchados. Y Beatriz me decía: Sé que me estás robando, me faltan tazas y me falta aceite y me falta azúcar, y no sé dónde lo metes, porque te registro y no encuentro nada, y sé que andas espiándome, olisqueando aquí y allí, ten cuidado, un día te ahogo con la almohada, un día te mueres, como mi madre se murió mientras dormía. Yo iba a hablar, iba a contestarle a Beatriz, y Beatriz me metía una bola de pelo en la boca, el pelo negro de Beatriz, que sabía a jabón y olía a jabón y a aceite. Y, cuando Beatriz salía, me levantaba helado y echaba la llave, y palpaba la base del armario para ver si seguía allí, pegado con esparadrapo, el sobre amarillo de las fotos. Y, cuando me desperté en casa de mi madre, vi a mi madre junto a mi cama y no la reconocí, porque me había acostumbrado a pensar en mi madre como la veía en las fotos que me había revelado el fotógrafo y falsificador profesional, falsificador oficial de la Policía, el fotógrafo Greco, y no me acordaba de lo gorda que era mi madre, asmática, con los ojos mansos y transparentes como los ojos del toro disecado del Restaurante Náutico. Llevas durmiendo veinte horas, dijo mi madre, y Sagrario estaba a su lado, mucho más pequeña, un moscardón y una mosca sobre un mismo cristal. Yo intentaba imaginarme la cara antigua de mi madre bajo la cara que me estaba mirando, como cuando te imaginas la cara verdadera oculta detrás de una máscara, y no encontraba en aquella cara mansa la cara que había visto en las fotografías: la mujer cogida del brazo del hombre, mi madre del brazo del hombre que no era mi padre, sino mi tío, mi tío un poco más viejo que en la foto de la barraca del tiro al blanco y un poco más joven que en la foto del banquete en el Aéreo Club de Granada. Y mi tío era el hombre que me daba la mano en la cubierta del transatlántico Normandie. Y, cuando ahora veía sobre la cómoda del cuarto de estar de la calle de San Telmo mi foto, vestido de marinero en la cubierta del Normandie, en el puerto de Málaga en 1927 o 1928, y veía la sombra del fotógrafo que me hacía la foto, sabía que esa sombra no era la sombra de mi padre, sino la sombra de mi tío, en la cubierta del Normandie, en la dársena de Málaga en 1927 o 1928, aunque mi madre me había contado que no veía a ningún miembro de la familia de mi padre desde el verano de 1923. Era como si estuviera viviendo varias vidas a la vez: la vida que me había contado mi madre y la vida que me contaban las fotos; como si hubieran caído en mis manos fotos de otra vida, una vida que vivían otra persona exacta a mí y otras personas exactas a las personas que yo conocía. O siempre éramos nosotros, que vivíamos distintas vidas a la vez, sin enterarnos. O, mucho más fácil, mis recuerdos no eran mis recuerdos: sólo eran los recuerdos que otros habían decidido imponerme.

Dormía y dormía y no me quería despertar, aunque siempre me había dado miedo dormirme y miedo a morirme mientras dormía: dormía y dormía porque me daba miedo encontrarme con el alférez falangista Portada. No me preocupaba morirme, porque había oído a través de una pared blanca cómo un médico dictaminaba que me moriría dentro de seis meses, y, según mis cuentas, faltaba una semana para que se cumpliera el plazo. No me moriría antes de una semana, pero podían matarme antes de una semana, de un día, de una hora. No me preocupaba morirme, sino que me mataran: me obsesionaban las mentiras que le había contado al Duque de Elvira, las mentiras que el Duque de Elvira estaba deseando oír y yo le había contado, y me obsesionaba que el Duque de Elvira se las hubiera contado a Portada y le hubiera enseñado la foto que yo le había llevado a la casa del Paseo de la Bomba. Antes de dormirme, entre dos sueños, en sueños, con los ojos cerrados volvía a ver la cara de Portada en la foto del Aéreo Club, ladeada la cabeza, el mentón a punto de clavarse en el pecho, recogido en sí mismo como si se preparara para atacar o para repeler un ataque, las cejas levantadas y los ojos clavados en la cámara fotográfica como en los ojos de un enemigo. Volvía a ver el puño cerrado de Portada, doblado el brazo a la altura del cinturón de la gabardina, el puño cerrado ante la hebilla del cinturón, un puño que parecía guardar llaves y monedas para golpear cargado, con dureza, en cuanto hiciera falta. Y, junto a Portada, veía a los dos hermanos Portugal, el irremediable infeliz y miope, con la infelicidad incrustada en las arrugas de la frente y en las arrugas de la ropa, y el profesor satisfecho y presumido de traje perfectamente cortado, camisa y zapatos ingleses y guantes de gamuza, joven profesor comunista. Y en el otro extremo de la foto y de la pancarta de Feliz Año Nuevo 1933, veía al desgraciado Armando Pleguezuelos, el estudiante que cruzaba la calle Granada con un megáfono y la corbata roja de las Juventudes Socialistas Unificadas los días que había mitin de la UHP. Me acordaba del padre de Pleguezuelos, el abogado Pleguezuelos, que se volvió loco y gritaba en la Plaza de Uncibay el nombre de Armando Pleguezuelos. Me acordaba del Duque de Elvira que, bebiendo cerveza y riéndonos a carcajadas, nos contaba que Portada le había pegado un tiro al abogado Pleguezuelos en la playa de la Misericordia. Y me acordaba de todo lo que yo le había contado al Duque de Elvira, lo que el Duque de Elvira quería oír: que Portada había conocido en Granada al estudiante rojo Pleguezuelos; que los dos hermanos Portugal tenían las mismas ideas, porque dos hermanos tan iguales no dicen blanco y negro separados: dicen blanco o negro, los dos hermanos a la vez. Y, si Portada y Pleguezuelos y los dos hermanos Portugal comían en el mismo banquete, era porque Portada y Portugal no habían sido antes de la guerra verdaderos falangistas, sino chivatos de la Policía o policías secretas, rojos infiltrados en Falange Española. Y no le había contado tantos embustes al Duque de Elvira porque quisiera perjudicar a Portada, ni mucho menos a Portugal; ni siquiera le había contado tantos embustes al Duque de Elvira porque quisiera engañarlo. Yo no había querido engañar a nadie en mi vida, no había querido engañar a las mujeres roídas y roñosas que venían al recibidor de mi casa con fotos de muertos o fotos de fantasmas, como cuando lejos de tu pueblo te encuentras con otro que es de tu pueblo y le enseñas fotos de gente de tu pueblo para ver si la conoce: me veían muerto y me enseñaban fotos de muerto, y me veían como un fantasma y me enseñaban fotos de fantasmas. Yo no había querido engañar a la mujer sin ojo ni al hermano de la mujer sin ojo, que a veces salía a buscarme disfrazado de su hermana, con una gasa en el ojo derecho, aunque no se le pegaba la gasa al hueco del ojo como se le pegaba a su hermana. Me buscaban los hermanos Bueso, me acorralaban en la escalera, me arrinconaban, me dejaban sin aire en una esquina de la escalera oscura: Dónde está el aceite del Sagrado Corazón y dónde está nuestro hermano mayor, vamos a escribirle al gobernador civil, vamos a dar parte de ti, hijo de puta. Y yo le dije a la mujer sin ojo que me esperara, que inmediatamente le traía una taza de aceite. Y fui al comedor, todavía estaba la mesa puesta, y cogí una cuchara, sólo una cuchara, una cuchara sucia, la cuchara de mi tío, la cuchara que mi tío había tenido dentro de la boca, y volví a salir a la escalera. Y la mujer me dijo: ¿Traes el aceite? Y yo le dije: Sí, abre la boca. Y, cuando abrió la boca, le metí el mango de la cuchara como un médico mete el mango de la cuchara en la boca de un niño, y la mujer tuerta quiso cerrar la boca, y le apreté en las mejillas con el pulgar y el índice de la mano derecha para que no cerrara la boca, y bajo la pinza del pulgar y el índice oí cómo crujían y se partían las muelas podridas, oí el ruido de las muelas rotas, y le metí la cuchara con las iniciales de mi tío, le metí la cuchara en la boca para que vomitara el aceite, el azúcar, todo lo que yo le había subido a su casa durante días y días, y escupió un líquido transparente, sin color, un color horrible que no tenía color, como el líquido que gotea de los alimentos que empiezan a pudrirse, y, debajo del líquido, se veía la escalera, el mármol recién fregado de la escalera. Y le dije: Tu hermano mayor se ha muerto hoy. No quería engañarla. Yo sabía que no tenía ningún hermano mayor, pero no quería engañarla, sólo quería hablarle de lo que ella quería que le hablara. Y, si le había contado al Duque de Elvira la historia de Portada y Portugal, sólo era para agradarle, no para engañarlo, sólo era para contarle lo que él quería que le contara. Porque yo quería que volviera el chófer con jarras de cerveza del Bar La Carrera y volviéramos a poner discos en el gramófono. Yo le daría cuerda al gramófono y bailaría con Ángeles mientras el Duque de Elvira interrogaba a Portugal en el despacho con la vitrina de las condecoraciones y la cabeza de ciervo en la pared y el humo de los cigarros habanos.

Y ahora no temía morirme: temía que me matara Portada por ir por ahí inventando y contando historias de Portada. Temía encontrarme con Portada y temía no ir a ver a Portada, porque si no iba a ver a Portada, Portada se preguntaría por qué no había ido a verlo, por qué me escondía de Portada, qué tenía que temer un camarada como yo, condecorado, caballero mutilado de la División Azul. Y así, temblando ante la sola idea de verme ante Portada, fui a ver a Portada la tarde del 25 de diciembre de 1942.

7

La casa del alférez Portada en la calle Fresca era una casa recogida en sí misma, como yo recordaba a Portada, y las escaleras eran estrechas, y olía a correaje y pistola, a leche cocida y medio agria, a orina y recién nacido y lejía y pañales, porque la mujer de Portada acababa de tener gemelos, un niño y una niña. Yo subía las escaleras con ruido de sonajeros, dos sonajeros de plata, no de plata, de alpaca con un baño de plata, que, por recomendación de mi madre, traía para los hijos gemelos de Portada. Portada me esperaba en la puerta del primer piso con cara de acabar de levantarse de la siesta: todavía llevaba el pelo mojado y roturado por el peine y le quedaba junto al lóbulo de la oreja una pizca de espuma de afeitar. El traje gris marengo estaba perfectamente planchado, perfecta la raya de los pantalones, la americana cruzada perfectamente abotonada, perfecto el nudo de la corbata negra. Yo pisaba el último escalón con el paquete de los sonajeros en la mano, un lazo rosa y un lazo azul y papel de plata, y no dejaban de sonar las sonajas. Y Portada me abría los brazos, y, conforme me acercaba a Portada, me admiraba la estatura de Portada, no más alto que un máuser: Portada era prácticamente, sucintamente un enano, y ahora lo veía más enano que nunca. Diría que había menguado durante mi estancia en Granada, si no fuera porque tenía la cabeza mucho más grande de lo que yo podía recordar. Y era también mucho más elegante de lo que yo podía recordar, aunque, de repente lo descubrí, Portada iba en zapatillas, unas zapatillas de fieltro marrón y cuadros que no recordaban Escocia. Entonces Portada se miró los pies y rompió a reír: no entrecerraba los ojos cuando reía, mantenía los ojos muy abiertos, me miraba de arriba abajo mientras yo subía los últimos escalones. Voy a ponerme unos zapatos, pasa, pasa, dijo entonces Portada, y se metió en el piso con los brazos abiertos como si fuera a buscarme dentro del piso, a abrazarme dentro del piso, aunque yo seguía a Portada con los dos sonajeros envueltos en papel de plata en la mano, sonando dentro del paquete de papel de plata. Y ahora me encontraba en el recibidor de la casa, sin saber qué hacer, y oía la voz de Portada: No me había puesto los zapatos. Yo no sabía si hablaba conmigo o con alguien que estuviera en el interior de la casa. Y repetía Portada: Pasa, hombre, pasa. Pero yo no sabía adonde pasar porque en el recibidor había tres puertas y las tres puertas estaban entreabiertas.

Pero ¿por qué no pasas?, dijo Portada, desde la puerta del fondo del recibidor. Y pasé a un comedor lleno de muebles. No cabía un solo mueble más, tendríamos que haber sacado del comedor la mesa o un sillón si mi madre me hubiera acompañado a traer los sonajeros para los hijos gemelos de Portada. Las paredes habían desaparecido cubiertas por vitrinas de cristalería y figurillas, y donde no había vitrinas había estampas marineras en marcos dorados, y estampas moriscas y legionarias, y un retrato al pastel de la madre de Portada y un retrato al óleo de la señora de Portada, cuadros rectangulares y cuadrados y redondos en marcos más importantes que los cuadros, de todas las dimensiones, y al fondo de la habitación había un espejo que duplicaba todas las cosas, y bajo el espejo había un Nacimiento: y se oía el agua de un río minúsculo que manaba entre dos rocas de corcho nevadas con polvos de talco. Y las quince bombillas de la araña y el reflejo de las quince bombillas en las mil piezas de cristal de la araña se duplicaban en el espejo y en los zapatos negros y rutilantes de Portada y en el peinado de Portada. Y Portada me dijo: Siéntate. Me señalaba el diván tapizado de terciopelo verde veronés, los cojines bien mullidos: daba reparo sentarse en aquellos cojines tan mullidos, como si no se hubiera sentado nadie nunca en aquellos cojines tan mullidos, como si aquellos cojines tan mullidos me hubieran estado esperando a mí, un infeliz que, por un accidente feliz, había sido alcanzado y triturado por una bomba, y había obtenido una notoriedad injusta: había muchos mucho mejores que yo. Y el mismo accidente feliz aún me concedería más notoriedad cuando me muriera y los camaradas organizaran mis funerales por todo lo alto, con coronas de laurel, corneta para el Toque de Silencio, guardia junto a los luceros y ambigú preparado por el Bar La Cosmopolita, porque los funerales eran las mejores fiestas en aquel entonces. Siéntate, hombre, siéntate, decía Portada. Y me senté en el cojín verde veronés y el cojín empezó a hundirse, y era como si Portada creciera mientras yo me hundía en el cojín de plumas. Y entonces Portada acercó una silla al diván y se sentó frente a mí, y me observaba desde lo alto de la silla, apenas rozando el parqué con la puntera rutilante de los zapatos, y apoyaba el codo en la mesa central del comedor, y apoyaba la sien sobre tres dedos, cortos y fuertes, velludos, con la manicura hecha, tres dedos de médico: Portada había estudiado medicina en Granada antes de dedicarle la vida a la patria. Me observaba con ojos y sonrisa de médico, y se le estaba cayendo un botón de la manga de la americana: había un botón flojo y una hebra de hilo suelta. Y el botón flojo y doméstico, la hebra suelta y doméstica, la mano limpia y la cabeza grande, me decían que aquel hombre era inofensivo. ¿Qué podía temer de aquel hombre inofensivo? ¿Qué podía temer a la vista de aquel botón flojo y aquella mano blanca, aunque hubiera sabido que el Duque de Elvira desaparecería el 30 de diciembre para aparecer cuatro días más tarde, cuando bajaron las aguas del río, dos días después de que encontraran al setter muerto de dos tiros en la carretera de Armilla, y un testigo declarara que había visto cómo el perro corría detrás de una moto? Al Duque de Elvira lo encontraron entre el Puente de las Brujas y el Puente Verde, con dos navajazos en la nuca y un navajazo mortal en el pecho, un navajazo que le atravesó un pulmón y la vena aorta.

¿Quieres un café?, me preguntó Portada, y yo respondí: No quiero, muchas gracias, porque no soporto el café. Y Portada me dijo: Habla más bajo, que se van a despertar los gemelos. Soltó una carcajada capaz de aplastarme y dijo, ya de pie, a gritos desde la puerta: Ahora mismo te traigo el café. Y yo tenía los sonajeros en la mano, movía el paquete de papel de plata con un lazo celeste y otro rosa, oía los sonajeros. Volvió Portada con su mujer, yo la conocía, Natalia Caturla, que ya empezaba a engordar, aunque nunca llegó a ser tan gorda como su padre. Natalia Caturla tenía los pechos hinchados de leche y traía una bandeja con una cafetera y una lechera y tres tazas, y dejó la bandeja en la mesa, y al dejar la bandeja en la mesa oscilaron los pechos y los pendientes de azabache, dos conos de azabache que dejaban una marca roja en el punto en el que el cono de azabache tocaba la cara de Natalia Caturla. Y dijo: Me vais a perdonar, pero los niños están llorando. En la casa había un silencio absoluto, y Natalia Caturla salió de la habitación, y Portada siguió a Natalia Caturla, y me dejaron solo en la habitación vacía y sofocante, la habitación poblada de muebles. Estaba solo en la habitación poblada de muebles y me sentía en un calabozo: me había presentado voluntariamente a la policía aunque no había cometido ningún crimen o había cometido un crimen que no conocía nadie; es decir, un crimen inexistente. Y pensaba en los pechos hinchados de leche de Natalia Caturla, leche saludable, leche para los dos gemelos, y para Portada: me imaginaba la boca marroquí de Portada mamando la leche de Natalia Caturla. Entonces Portada volvió al comedor sofocante y con pulso firme sirvió el café en las tazas chinescas de la Cartuja de Sevilla, y, mientras servía el café, le asomaba inofensivamente la punta de la lengua entre los labios.

Y, en cuanto las tazas estuvieron rebosantes de café, Portada soltó una nueva risotada. Eran risotadas de disco rayado, y me atontaban, me inmovilizaban, me clavaban en el cojín verde veronés, me hundían en el cojín verde veronés mientras Portada aumentaba. Sonaban los sonajeros: mis manos se movían por su cuenta. El olor del café negro, hasta los bordes de la taza, se mezclaba con el olor a grasa de pistola y leche de madre. Y Portada bebía café, me examinaba con la lengua entre los dientes. Ahora me hablará del Duque de Elvira, de Portugal y Pleguezuelos, pensaba yo. Pero me hablaba de mí: Has visto poco a los camaradas estos meses. Sí, has ido a verlos, pero poco. Yo dije: Mi tío dice que... Portada me interrumpió: Tu tío es medio extranjero y es un completo hijo de puta, un día de éstos vamos a ajustarle las cuentas. Y soltó una risotada, como si hablara en broma, aunque hablaba en serio. Y entonces Natalia Caturla entró en el comedor con el abrigo puesto, para salir: había algo que me gustaba en Natalia Caturla, quizá cómo la miraba Portada: la mirada de Portada sobre Natalia Caturla. Portada se levantó: Había olvidado que tenemos que ir a ver a mi suegro, parece que no anda bien, dice que tiene clavada una espina del besugo de Nochebuena en la garganta, cosas de viejos, achaques, dijo Portada. Y yo oía aquello como un achaque: me despedían con el pretexto de una espina de besugo. Y Portada y la mujer de Portada salieron del comedor, y aproveché para echar otra vez el café en la cafetera, como cuando jugaba al ajedrez con los moribundos del Hospital Militar de Berlín, y, en cuanto se descuidaban, quitaba del tablero un alfil o un caballo, y el moribundo decía: Estoy perdiendo la conciencia, no me acordaba de que ya me habías comido un caballo. Y Portada volvió y me dijo: Tenemos que hablar antes de que te vayas otra vez. Y me levantó del diván tirándome del brazo. Y no nombró al Duque de Elvira, ni a Portugal, ni a Pleguezuelos. Sólo me dijo: Recibí tu postal del Generalife. Y soltó una risotada contundente. Y ahora se oía un berrear de niños. Dejé en la mesa del comedor el paquete con los dos sonajeros, para que, entre tantas cosas como había en el comedor, no se viera, y salí del comedor. Y, en cuanto pisé la calle, me acordé de que no le había devuelto a Portada las cien pesetas, me acordé de que llevaba en el bolsillo el billete intacto de cien pesetas que siempre le debí a Portada, o siempre le debí al Duque de Elvira: ya no lo sabré nunca.

Yo había ido a Málaga a pasar la Nochebuena con mi madre, una Nochebuena de luto: el luto era el pretexto que nos poníamos para seguir siendo infelices, más infelices que nunca, durante la Nochebuena. Yo había ido a Málaga a pasar una Nochebuena de luto, y ahora estaba, bajo el mediodía perfecto del domingo 28 de diciembre de 1942, rodeado de uniformes de gala y trajes nuevos, como en una fiesta en un jardín, entre condecoraciones militares y falangistas, uniformes y bandas y fajines flamantes sobre los uniformes, hebillas y correajes: los correajes negros parecían plata a la luz del mediodía del 28 de diciembre. Había aquel domingo, a la entrada del cementerio de San Miguel, una muchedumbre de sonrisas dolidas, de dientes que eran más amarillos al sol, o más blancos, y la cara más sonriente, desfigurada, era la cara del intérprete del cónsul alemán, también secretario particular del gobernador civil, la cara atravesada por una bala: la cara más sonriente y más dolida era la cara del intérprete-secretario, que era el único que no sonreía, pero torcía la cara como bajo los efectos de un ataque o una dentadura postiza mal encajada. Yo deambulaba de grupo en grupo, me veía en la carrocería de los coches aparcados, resplandecientes como las hebillas y los correajes, siempre los mismos coches en todas las reuniones de sociedad. Todo el mundo conocía aquellos ocho o nueve coches de carrocería deslumbradora, que, como la catedral y las iglesias, sólo existían los domingos: éste es el coche del gobernador, el coche del alcalde, el coche de los Baumboury y el coche de los Pérez Baggio, el coche de los Espona-Castillo, el coche de la familia Caturla, el Chevrolet del Duque de Elvira, el Citroen de la Comandancia de Marina. Yo iba de familia en familia, de unos a otros, y todos ponían expresión de sorpresa, sorpresa de verme vivo aún, monstruo vivo entre tantos como habían muerto en Rusia, con el uniforme de gala de Falange y la cinta roja y negra y blanca de la Cruz de Hierro en el ojal. Deambulaba por aquel olor de plantas y evaporación, excitado por el rumor de las conversaciones y los pasos sobre la tierra todavía mojada: había caído uno de esos aguaceros que traen el buen tiempo, una lluvia lenta que había cesado de repente, veloz, para que se iluminara el domingo. En el funeral, como en los bailes, andábamos muy cerca unos de otros, entre los mármoles blancos y las plantas de las tumbas, en el cementerio de San Miguel: unos y otros se abrazaban, se palmeaban la espalda rítmicamente, estruendosamente, tanto por aprecio como por apreciar si venían con la pistola puesta. Te encontrabas con quienes te encontrabas poco en otros sitios, te acercabas a quienes parecían lejos muchas veces, pero quienes parecían lejos siempre, el ministro que había venido de Madrid y el general Hernández Cocles, seguían lejos aunque parecieran cerca.

Yo, que aún no tenía la edad ni el peso suficientes para abrazar y ser abrazado y palmear y ser palmeado en busca de armas, saludaba brazo en alto, estrechaba manos y manos, manos que me rechazaban como labios flojos y babeantes, como una boca que no acepta el alimento que se le ofrece, y manos que me devoraban, se agarraban como dientes al último bocado, manos que te agarraban y te exprimían la mano y, antes de que te dieras cuenta, ya estaban exprimiendo otra mano. Yo saludaba a quienes saludaban los que estaban cerca de mí, y el ministro quedaba siempre lejos, lo rodeaban muchas manos que había que estrechar antes de llegar al ministro, como hay que cruzar muchas puertas antes de llegar a la puerta de un rey, y las puertas que aislaban al ministro eran las manos que había que estrechar antes de llegar a la mano del ministro. Estaba el ministro con el gobernador, y Portada estaba con el gobernador, y también estaba el Duque de Elvira. Estábamos todos juntos, y más juntos estaríamos en el aperitivo que se iba a servir en el Restaurante La Alegría, porque Caturla había dejado dicho que, al final de su entierro, los asistentes tomaran una copa por Caturla en el Restaurante La Alegría, donde tanto había bebido y comido Caturla.

Algunos de los que estábamos en el cementerio de San Miguel habían comido con Caturla el 4 de julio de 1936 en el Restaurante La Alegría para preparar el Alzamiento en Málaga, y allí habían comido y bebido otra vez en cuanto se enteraron del asesinato de Calvo Sotelo en Madrid. Muchos de los que comieron con Caturla el 4 de julio de 1936 habían sido fusilados y enterrados: paseábamos entre sus lápidas, nos deteníamos ante las lápidas, leíamos las fechas de los fusilamientos. Todos habían muerto antes de hora. Pero no daba miedo conocer la juventud de aquellos muertos, aunque dé miedo leer las fechas grabadas en las sepulturas de los muertos jóvenes: Ése era más joven que yo y ya está muerto, así que yo también podría estar muerto. Consolaba saber que aquellos muertos jóvenes habían muerto a tiros: cualquiera de los asistentes al entierro de Caturla, quien más y quien menos, llevaba un arma para defenderse. Y consolaba leer la fecha de fallecimiento de los muertos en plena decrepitud: Ése murió a los noventa y nueve años, así que puedo vivir noventa y nueve años. Y, como si jugáramos a una lotería, buscábamos las lápidas de los muertos más viejos, muertos de muerte natural. Y, de todos los asistentes al entierro de Caturla, yo era el único que sabía la fecha exacta de su propia muerte, como si la estuviera leyendo en una lápida: el 29 de diciembre de 1942 se extinguiría el plazo de seis meses de vida que me habían concedido los médicos exactos de Berlín. Paseábamos entre las lápidas el 28 de diciembre de 1942, detrás del ataúd de Caturla. Muchos sólo habían venido al entierro para ver el tamaño del ataúd de Caturla, que sobre los hombros de los camaradas de Caturla no parecía descomunal, sino un ataúd como otros ataúdes, a pesar de que Caturla había sido descomunal y había mandado arrancar el asiento delantero de su Austin para que el chófer lo trasladara cómodamente en coche al Restaurante La Alegría. Caturla apenas salía a la calle, porque no podía moverse, y muchos, venciendo la dificultad de obtener salvoconductos para viajar, acudían desde la provincia para ver a Caturla. Iban a verlo a la casa del Paseo de Reding, esperaban verlo a través de los ventanales, esperaban, si no veían a Caturla, ver al menos el sillón especial de cuero, hierro y madera que habían fabricado para Caturla el herrero y el carpintero de Carratraca; espiaban a Caturla cuando, ayudado por dos hombres, salía de la casa y se montaba en el Austin del que había mandado arrancar el asiento delantero para ir más cómodo en el asiento trasero. Iban a verlo como quien va a ver una propiedad que ha sido suya o podía haber sido suya, como quien va a ver de lejos una tierra prometida, porque Caturla se había comido lo que no habían comido muchos y lo que muchos desearían comer, y ver a Caturla era como ver la puerta cerrada de una despensa atiborrada de alimentos, maná caído del cielo que tú nunca te comerás. Y ahora seguíamos el ataúd de Caturla, ni siquiera el ataúd de Caturla era tan grande como Caturla había llegado a ser, y en honor de Caturla humeaban levemente los incensarios de los monaguillos y resplandecían los oros morados de las casullas de los sacerdotes y la gorra de plato del ministro, las bandas y los fajines y las condecoraciones flamantes de los militares, las insignias del gobernador y las insignias de Portada, yerno de Caturla y representante de todos los Caturla, Portada, que ya era gobernador civil: era un secreto a voces que el ministro traía en la cartera el nombramiento de Portada como gobernador civil de Badajoz.

A la salida del cementerio se multiplicaron los saludos: la animación en voz baja se convirtió en animación. Vi de lejos al Duque de Elvira, que no me había visto o no había querido verme. Nos repartíamos por coches y taxis para ir al restaurante donde comeríamos y beberíamos por Caturla, que había conocido el infierno en la tierra: Caturla había pasado los últimos días sin comer ni beber, sin poder tragar, dos días sin poder tragar, muriéndose. No le dolía morirse, sino no poder comer, no poder comer por los siglos de los siglos, y no poder comer durante aquellas dos jornadas de agonía con una espina de besugo clavada en la garganta, una espina que se había querido tragar con miga de pan, masas de miga de pan, pan casero traído del pueblo de Caturla, pan casero de Carratraca, una espina que no le había visto el médico y que por fin le habían visto los médicos con una luz en la frente como mineros, una espina que se había infectado y había provocado una septicemia que aniquiló a Caturla en dos días. Nos repartíamos por coches y taxis para ir al Restaurante La Alegría, y salía del cementerio la viuda de Larraz, que venía de enterrar a Larraz, cajero del Banco Hispano Americano y gerente del Cine Capitol y estraperlista notorio, la viuda de Larraz y los tres hermanos de Larraz, dos hermanos que no se le parecían en nada a Larraz, dos hermanos chupados como canillas, y una hermana que era idéntica a Larraz, con la obesidad podrida de Larraz y la misma calva, disimulada por el pelo amarillo, químico, que le rodeaba la cabeza como un algodón de azúcar, y que aquel domingo escondía felizmente bajo un velo de luto: había sido tan escasa la comitiva del entierro de Larraz que las mujeres de la familia habían subido al cementerio, aunque estaba mal visto que las mujeres subieran al cementerio. Y, con la familia de Larraz, resonaban los pasos ortopédicos, los hierros que sostenían las piernas de un tullido, el bastón de un tullido con gafas verdes, agarrado al brazo de uno de los hermanos Larraz: era mi camarada Málaga, el monstruo congelado, Rafael, que avanzaba y se paraba y saludaba brazo en alto, mirando hacia nosotros, hacia la comitiva de Caturla, hacia el ruido que hacíamos, porque no nos veía, y avanzaba de nuevo, a trompicones, arrastrado por el hermano de Larraz. Y el Duque de Elvira fumaba y contaba, no me lo contaba a mí, sino a quienes queríamos oírlo, la vida del cajero, gerente de cine y estraperlista Larraz: nadie había ido a su entierro porque no se puede ser tantas cosas a la vez como fue Larraz. Los cajeros de banco no iban al entierro porque no iban al entierro de los gerentes de cine, y los gerentes de cine no iban porque temían ser vistos con los estraperlistas, y los estraperlistas no iban porque no querían ponerse en evidencia. Y el Duque de Elvira evitaba mirarme, no me conocía lejos de la casa del Paseo de la Bomba, y hablaba con una voz que era una copia de la voz del Duque de Elvira, la mala copia de un imitador de voces cansado de su profesión. Era una voz de entierro o velatorio, aunque pretendía sonar como una voz de campo de fútbol. Era una voz que, mientras contaba secretos, se cansaba, desconfiaba de sí misma cuando murmuraba que Larraz había querido matarse: una prueba de que el Duque de Elvira conocía las vidas de todos, los mayores secretos, hasta cómo había querido matarse Larraz en la soledad de su dormitorio. Larraz se había querido matar porque estaba en las últimas, se había querido matar porque no podía soportar el miedo a morirse: el Duque de Elvira sabía lo que ocurría en los dormitorios y en las conciencias. Pero Larraz había muerto tan pobre que no encontró una manera confortable y honrosa de matarse: la hoja sucia y mellada de la navaja de afeitar lo arañaba, lo hería, y a Larraz lo espantaba que no lo matara la navaja raquítica, lo espantaban las infecciones, la gangrena, las amputaciones: ya le habían amputado una pierna por culpa del azúcar en la sangre y la flebitis. Así que Larraz no se mató. Y la gente de poca monta se acercaba al Duque de Elvira, que contaba secretos entre las tumbas: a la gente de poca monta le gustaba acercarse al Duque de Elvira, oír al Duque de Elvira, aunque el Duque de Elvira no conociera jamás a nadie, preguntara mil veces los nombres que ya había preguntado mil veces y conocía perfectamente. Pero aquel 28 de diciembre uno se acercaba al Duque de Elvira y detectaba algo penoso en el Duque de Elvira, en la voz y la manera de fumar del Duque de Elvira, la manera de fumar en los funerales y los cementerios. Y los ojos se le habían puesto del mismo color, un color de hoja macerada y fermentada, en putrefacción, los dos ojos del mismo color, quizá por la luz del cementerio. Y la luz del cementerio daba en los ojos sin luz del Duque de Elvira cuando Portada pasó camino del coche: tomó del brazo al Duque de Elvira, le dijo unas palabras al oído y siguió andando. Y, junto a Portada, vi la nuca rencorosa del chófer Bofarull. Me había aprendido de memoria la nuca rencorosa de Bofarull la noche que fui en su taxi con Larraz a la casa del congelado Rafael, y en Granada volví a ver la nuca rencorosa de Bofarull el 29 de diciembre, frente a la casa del Duque de Elvira. El Duque de Elvira miró al cielo, sonriente, con un color de hoja que se pudre en los ojos, y se quitó el sombrero mientras Portada seguía camino del coche. Y buscaba algo dentro del sombrero, mientras negaba con la cabeza y el sol brillaba en la marca que el sombrero le había dejado en el peinado. Me acuerdo de que el Duque de Elvira tarareaba entre dientes la canción del cuento de miedo que me cantaba Sagrario en las noches de miedo:

Mañana tendré al fin

un príncipe que me sirva.

Entonces el Duque de Elvira me señaló con el sombrero y me dijo: ¿Mañana estás en Granada? Te voy a llamar por teléfono: doy una fiesta mañana, es mi cumpleaños. Y nunca más volví a ver al Duque de Elvira.

El día de mi muerte, el 29 de diciembre de 1942, no me había muerto todavía a las once y media de la mañana, cuando echaba gasolina en el surtidor del Paseo de la Bomba. Tenía que recoger a mi tío en su oficina: íbamos a pasar el fin de año a la casa de Huétor Vega. El lunes 29 de diciembre, cuando fui a echar gasolina, había en el Paseo de la Bomba una pancarta de META y una tribuna para la entrega de trofeos como el primer día que pisé la casa del Duque de Elvira. Me acuerdo de que, junto a la tribuna con la bandera de España, un hombre dormía, tomaba el sol sobre el capó de un camión Renault, la espalda sobre el parabrisas y los brazos cruzados sobre el pecho: me acordé de que en Rusia los zapadores se calentaban con el motor de los camiones Renault. Y frente a la casa del Duque de Elvira el mozo de la Confitería La Bernina había aparcado el triciclo de La Bernina que transportaba el banquete de la fiesta de cumpleaños. Yo estaría en Huétor Vega, pero le había dicho a Beatriz que, cuando llamara el Duque de Elvira por teléfono, no le dijera que yo estaba en Huétor. Yo no pensaba pasar la noche en Huétor, sino en la fiesta del Duque de Elvira: en cuanto mi tío se durmiera, me iría a la fiesta de cumpleaños, a la casa del Duque de Elvira, porque en casa del Duque de Elvira recibía un don que fuera de la casa del Duque de Elvira se esfumaba. Y yo regresaba una vez y otra vez a la casa en busca del don perdido, un don como la sortija de oro de los cuentos, que, fuera del castillo encantado, mirada a la luz del día, sólo es un aro de plomo.

Y volví a pasar con mi tío frente a la casa del Duque de Elvira, frente a la pancarta de META y la tribuna, frente al hombre que dormía y tomaba el sol sobre el capó del camión Renault. Todo se repetía, menos el hombre de la gasolinera, el hombre que llenaba el depósito de gasolina de una moto en la gasolinera: una espalda, una nuca que me cortó la respiración, la nuca rencorosa de Bofarull. Y veía a Bofarull en el espejo retrovisor mientras nos alejábamos de la bomba de gasolina. Y aquel día todo parecía una repetición, menos la moto y la nuca de Bofarull, que misteriosamente estaba en Granada aquel 29 de diciembre. Era la primera vez que yo iba a Huétor, pero seguía el camino como si lo conociera: me desviaba a la derecha y a la izquierda un segundo antes de que mi tío me ordenara desviarme a la derecha o a la izquierda. Mi tío se distraía leyendo el Ideal y me molestaba con el aire que movía al pasar las hojas. Y, aunque nunca había visto la casa de Huétor, reconocí la casa que no había visto nunca y pronto sería mía, y reconocí los árboles aunque no sabía el nombre de los árboles, y el agua muerta y medio helada al pie de los árboles, y el temblor helado de los árboles, y los dos perros que saltaban alrededor de mi tío, y ladraban y aullaban y mordían el vuelo del abrigo de mi tío, serviles y tristes y haciendo fiestas, desobedientes, y me olían y miraban con la cabeza y los ojos bajos y los hocicos humeantes, color de barro y nieve sucia. Y reconocí la chimenea, la llama alta, sin humo, de la chimenea, y el olor a quemado de la casa, y el tapete de hule, y la luz fría del sol sobre el tapete de hule y sobre el suelo rojo. Y reconocí al hombre viejo y a la mujer vieja que no había visto nunca, la mujer vieja y saludable y colorada de fogón, los viejos que se desvivían por mi tío y me miraban corrió si fuera un forastero, una amenaza.

Mi tío me enseñaba la casa, y era como si hubiéramos vivido antes aquel mediodía, aquel paseo por la casa de Huétor. Entramos en el despacho de mi tío, y el despacho era exactamente igual que el despacho de la casa de Granada, con los mismos muebles y la misma radio Telefunken, todo dispuesto de la misma manera en un cuarto mucho más pequeño, con ventanas en lugar de balcones, un cuarto mucho más pequeño donde las cosas parecían más grandes. Había una sensación de proximidad, de brutalidad, en aquel cuarto: había menos distancia entre una cosa y otra, y entre mi tío y las cosas, y entre mi tío y yo. Y, ahora que estaba más cerca, mi tío era más extraordinario, como una pata de mosca observada a través de una gota de agua, como una palabra que te acercas al ojo hasta que deja de poder leerse, hasta que sólo es un borrón. Mi tío se emborronaba, frente a mí, comiendo y hablando de los almendros y las heladas con la mujer que nos servía, y la mujer que nos servía miraba al suelo, me miraba con ojos de pobre, ojos de pobre que sabe robar la miseria que los ricos se dejan robar: me miraba sorprendida de encontrarme allí, en el comedor de Huétor, precisamente el día de mi muerte. Yo había comido con mi tío ciento diez veces o ciento veinte veces, muchas veces, y muchas veces había oído sus insignificancias: nada podía decirme y nada podía decirle yo, muchas veces nos habíamos oído el uno al otro sin oír. Pero nunca lo había visto emborronarse como dos letras que por error se imprimen superpuestas, dos letras que serán una sola mancha. Nunca lo había visto entenebrecerse como el cliché de una foto: ahora lo veía del brazo de mi madre, lo veía llevándome de la mano, veía la sombra de mi tío proyectada sobre mí en la cubierta de un transatlántico. Era como recordar una música que has olvidado, un nombre, el nombre de una música, la sensación de una música que has olvidado: recordar una música sin llegar a recordar ni de lejos la música, las notas ni el compás de la música que estás recordando.

Me acuerdo de cada hora del día de mi muerte, el 29 de diciembre de 1942. Me acuerdo de la voz resfriada de mi tío, de una gota de moco transparente en la punta de la nariz de mi tío, de la desolación de las afueras: me acuerdo de la tarde tranquila y muerta en la casa de Huétor. Y me acuerdo del paseo por los alrededores de la casa con los pies helados, abrigado por la pelliza que me prestó mi tío. Me acuerdo del olor de la pelliza. Me acuerdo del frío en los alrededores de la casa de Huétor. Me acuerdo de la partida de ajedrez después de cenar, frente a la chimenea, y, aunque no recuerdo si jugué con blancas o negras, me acuerdo de la forma exacta de las torres y los caballos y los alfiles, del calor de la chimenea en la oreja, de cómo me olvidaba de mover mis piezas mientras mi tío me creía calculando estrategias y jaques. La partida se alargaba, porque una partida de ajedrez puede durar siglos si los jugadores no se fijan límite de tiempo. Había visto una película de jugadores de ajedrez en el Hospital Militar de Berlín: dos jóvenes inician una partida de ajedrez al inicio de la película y la finalizan con la palabra FIN, cuando son muy ancianos y se mueren. La partida se alargaba, y en ese instante el Duque de Elvira estaría hablando por teléfono con Beatriz: me esperaban en la fiesta del Duque de Elvira, ¿por qué no llegaba? ¿Quería que me mandaran el Chevrolet? Y en ese instante Ángeles bajaba la escalera en traje de noche. La vieja atravesó de puntillas la habitación sin levantar los ojos del suelo, apareció por una puerta y desapareció por otra puerta. La partida no se acababa, bebíamos coñac y jugábamos al ajedrez: yo movía las piezas a ciegas y mi tío tomaba mis movimientos por movimientos magistrales que ocultaban las peores intenciones. Y, en el momento en que realicé la jugada que me costaría la reina y la partida, mi tío abandonó, se dio por vencido. Me has cazado, dijo. Según mi tío, me habían adiestrado bien en el Hospital Militar de Berlín. Y me pidió sus gotas: se iba a dormir, se había levantado temprano, lo había cansado el viaje y el paseo, mi desconcertante manera de jugar al ajedrez lo había dejado exhausto.

Puse el frasco de las gotas y un vaso de agua al alcance de mi tío, junto al tablero de ajedrez, y aflojé el tapón cuentagotas. Mi tío decía: Estoy cansado, de verdad, no puedes figurártelo, y lo peor es que luego me despierto a medianoche si no me tomo las gotas. No eché las gotas en el vaso de agua porque a mi tío no le gustaba que le echaran las gotas: no confiaba en el pulso de nadie, ni en las cuentas de nadie. Mi tío oprimió con brusquedad la goma rosa del tubo de vidrio, un rosa que recordaba las manchas de la cara de Beatriz, y las gotas cayeron en el agua sin mancharla: el agua sólo variaba de espesor, se concentraba en su transparencia sin dejar de ser transparente, como si dentro de un cristal hubiera vetas de cristal de distinta calidad. Luego, sin beber, dejó el tubo cuentagotas dentro del frasco y dijo: Voy al retrete. Y yo miraba cómo el agua recuperaba su uniformidad, miraba el reloj: ya habría empezado la fiesta, pronto se animaría la fiesta, a medianoche encenderían las velas de la tarta de cumpleaños del Duque de Elvira. Y oía cómo mi tío chocaba con las paredes, volvía tambaleándose de sueño, a tomar una medicina para dormir mejor. Ya me veía poniéndome el traje más nuevo, la corbata que me había comprado mi madre para ir a la universidad; me afeitaría, usaría el fijador de mi tío. Y entró mi tío en el cuarto: ¿Me has echado las gotas?, me preguntó. Yo le dije: No, no te he echado nada. Entonces mi tío volvió a destapar el frasco de las gotas y, arrugando la frente, contaba: Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Y le temblaba el pulso y las gotas temblaban en el extremo del tubo de vidrio y el agua temblaba en el vaso.

Me asomé al dormitorio de mi tío: no había luz, sólo un ronquido al fondo de la oscuridad. Me afeité, me peiné con el fijador de mi tío, hice cuatro veces el nudo de la corbata, froté los zapatos en una cortina, bajé con los zapatos en la mano, a tientas. Saqué el coche del cobertizo con el motor apagado, a empujones, estremecido por el rechinar de los neumáticos. Sudaba, me despeinaba, la camisa se me pegaba al cuerpo, los números fosforescentes del reloj decían que eran ya las once y cuarto: si no me daba prisa, encenderían sin mí las velas de la tarta en la casa del Paseo de la Bomba. Ya veía el brillo de las velas en el ojo marrón y el ojo verde del Duque de Elvira, mientras yo intentaba coger la mano de Ángeles por debajo del mantel. Probé a arrancar el coche a la entrada del camino: estalló un fragor capaz de resucitar a un muerto y el motor se apagó de nuevo. El ritmo del corazón me asfixiaba. Iban a oírme. Bajé del coche, seguí empujándolo camino adentro, y los zapatos se me enlodaban, me notaba las manos sucias de grasa y tizne, me dolían, como témpanos. No veía, empujaba a ciegas un coche por el camino de Granada. Y entonces oí la voz de mi tío: Alto, alto, alto. Había más luz: habían encendido luces en la casa. Oía a mi tío, que daba voces, pero no sabía lo que decía, y los perros ladraban en alguna parte. Apareció en el camino, precedido por la vieja y el viejo, que levantaba un candil de petróleo: mi tío traía sobre el pijama la pelliza que yo había llevado durante el paseo de la tarde, traía el sombrero puesto, traía un bastón en la mano: venía a pegarme. Golpeó la tierra con el bastón, dos veces, trabajosamente, porque había llegado a esa edad en la que el paso del tiempo se nota en cómo pesan más las cosas cada día y son las cuestas más empinadas y más largas. Eres un ladrón, un sinvergüenza, nadie había tratado jamás de tomarme el pelo, nadie me ha robado nunca, dijo. La vieja nos miraba con el rabo del ojo, y la llama del candil le brillaba en el ojo y en el imperdible que le sujetaba los faldones: asentía con la cabeza a cada palabra de mi tío, no sé si dándole la razón o confesando que sí le habían robado. ¿Adonde vas con la cabeza llena de pomada? Ahora mismo volvemos a la Gran Vía y mañana coges el tren para Málaga, con tu madre, dijo mi tío.

En el coche, de vuelta a la casa de la Gran Vía, mi tío se adormilaba, la cabeza se le desplomaba sobre el pecho. Lo despertaban los baches, los baches le obligaban a enderezar la cabeza y mirar hacia el camino, los baches le abrían los ojos que acababa de cerrar. Nunca había visto dormir a mi tío: me levanté una noche para verlo dormir, porque ver dormir a una persona es el mejor método para perderle el miedo y el respeto, pero salía luz de su dormitorio, una luz marrón, seguramente una luz de lámpara cubierta por una caperuza de papel, un periódico o una revista, o un libro, muchos libros tenían en casa de mi tío una quemadura entre las páginas, un círculo del mismo color que la luz del dormitorio de mi tío. Me acerqué al dormitorio y oí voces. Mi tío no estaba solo: con voz de medianoche mi tío comentaba las cuentas de la pescadería. Volví a acostarme. Y ahora veía a mi tío a punto de dormirse, y las cabezadas de mi tío me daban sueño. Pero no se dormía nunca. Respiraba mal, se quejaba del olor de la calefacción del coche, que no nos calentaba. Íbamos fríos, porque después de la máxima proximidad, de los besos o de los puñetazos, siempre se sufre un instante de frío. Parecíamos perseguir la luz del coche, la luz de los faros que nos precedía perpetuamente, y así mi tío parecía perseguir el sueño. Era como si mi tío, que me rozaba el brazo en las curvas, estuviera en otro sitio, porque los hombres mayores están en otro sitio, o en otro tiempo, en un punto inaccesible, en otro tiempo: puedes ir de un sitio a otro sitio, pero no puedes ir de un tiempo a otro tiempo. Dijo entonces mi tío: Para, para, para un minuto. Frené sin apagar el motor, los faros quietos iluminaban el camino quieto, polvo entre dos filas de árboles, y mi tío se apeó trastabillando del coche. Dejó la puerta abierta: lo veía de espaldas, apoyado en la puerta abierta, oía el chorro de orina caer sobre la cuneta forrada de hojarasca. No sé si vi o me imagino ahora el humo de la orina. Y, cuando mi tío volvió a su asiento, cerró los ojos, y los abrió, y los cerró y los abrió, y dijo: Ya voy, por favor, ya voy, duermo un minuto y voy.

Ésa era la frase que repetía el cabo Carré, le dije a mi tío. Exactamente ésa era la frase que repetía el cabo Carré en la cabaña de Possad, le dije a mi tío. Le habían triturado la pierna al cabo Carré, algo le había triturado la pierna cuando salió de la cabaña para reparar el cable del teléfono: te arrastrabas por la nieve, palpabas el cable hasta que encontrabas la rotura, empalmabas el cable roto y algo te trituraba la pierna y te morías. Estábamos en la cabaña de Possad el sargento Leyva, el cabo Carré y yo, con una radio y un teléfono de campaña. Habíamos perdido el teléfono, no funcionaba el teléfono, se había roto el cable en algún sitio entre Possad y Otenskij: habíamos perdido la comunicación entre Possad y Otenskij y el puesto de mando de Shevelevo. Y ahora me tocaba a mí salir a buscar la rotura en el cable del teléfono, a mí, muerto de miedo y sueño porque toda la noche había durado el ruido de motor de moto de los aviones U-2 y los estallidos y las llamaradas de las bombas incendiarias que lanzaban los U-2. Me moría de sueño y el cabo Carré se moría de sueño y se desangraba por la pierna triturada, se moría, y el sargento Leyva abría mucho los ojos con dos bombas de mano colgándole del cuello y el blanco de los ojos se le escapaba de la cara negra: quería que yo saliera a buscar la rotura del cable del teléfono. Llevábamos cuarenta días sin lavarnos, sin quitarnos la ropa; nos enterrábamos en la ropa que les arrancábamos a los muertos, y jamás nos quitábamos la ropa que les arrancábamos a los muertos. Me había meado encima muchas veces y me había cagado encima varias veces. Teníamos la cara negra: ya no enseñábamos los colores del miedo, la gama del miedo, el blanco, el amarillo, el verde, el azul y el morado del miedo. Teníamos la cara negra. Nos caíamos de sueño. El cabo Carré se golpeaba la cabeza contra la pared de madera porque no quería dormirse: En cuanto me duerma me muero, decía. Y decía: Ya voy, ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva, a tres metros de distancia, sentado junto al cabo Carré, me gritaba: Ahora te toca a ti, vamos, hijo de puta, a buscar el cable roto. Pero yo no podía moverme. Yo quería dormirme, se me pegaban los ojos, me dolía abrir los ojos. El ruido de los U-2 me daba sueño, las explosiones me retumbaban en la cabeza y me dejaban atontado, temblaba de pavor y frío: el temblor no me dejaba dormir. Y el cabo Carré decía: Ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva gritaba: Vamos, fuera, a ver el cable, hijo de puta. Y yo no podía moverme, toda la ropa que llevaba encima se había hecho de hielo, dura, negra, un caparazón: no podía mover las piernas, ni los brazos, no me podía levantar. Era una humillación aquella ropa, los despojos de diez o doce muertos, rusos, españoles, alemanes. Entonces una llamarada entró por la ventana, y el cabo Carré gritó: Voy, voy, cuando duerma un minuto, voy. Y Leyva le tapó la boca. Calla, cabrón, calla, le decía. No le tapaba la boca: le golpeaba la boca con la mano abierta y enguantada, y las dos bombas de mano golpeaban el pecho del sargento Leyva como mazas de tambor. Y entonces pensé: Si le disparo a una de las dos bombas, ¿estallará? Y apunté. Creo que disparé: me dormí, desaparecí. Y mucho después desperté en el Hospital de Riga con la Cruz de Hierro de Segunda Clase.

Me había sentido tan solo mientras le contaba a mi tío cómo gané la Cruz de Hierro de Segunda Clase, que, cuando acabé de contarle lo que jamás le había contado a ninguno, no me extrañó descubrir que mi tío estaba dormido: hablar con mi tío había sido como hablar a solas mientras vibraban mis manos sobre el volante. Ni siquiera se despertó cuando toqué el claxon frente a la casa del Duque de Elvira, frente a las luces de la fiesta de cumpleaños: nadie salió al balcón, nadie abrió una ventana. Y no se despertó cuando frené frente a la cochera de la casa de la Gran Vía y la luz de los faros rebotaba contra la persiana metálica de la cochera y anegaba el coche: alumbraba la cara mineral, muerta, de mi tío dormido y despeinado, indefenso. Metí el coche en la cochera y, sin apagar el motor, para que funcionara la calefacción, eché la persiana metálica y me senté en el parachoques, entre los faros que estrellaban la luz contra la pared y de rebote iluminaban el interior del Ford: no veía mi sombra en la pared, y la cochera se llenaba del humo del tubo de escape y la cara de mi tío se volvía más mineral. La boca se le abría, roncaba, se asfixiaba. Costaba trabajo respirar en la cochera, con los gases del tubo de escape. Entonces me levanté del parachoques, apagué el motor del coche y ayudé a mi tío a bajar del coche y a subir los dos escalones de la puerta que daba al portal de la casa, y a subir las escaleras hasta el primer piso. Hacía frío en las escaleras, y mi tío pesaba como un muerto empapado de agua y tenía la bragueta abierta, dos botones desabrochados, y por la bragueta abierta le asomaba un pico de la camisa. Con los ojos cerrados dijo: Ya voy, en cuanto duerma un minuto, voy. Y abrió los ojos y me miró: me miraba como me figuro que miró el Duque de Elvira, antes de pegarle un tiro, al perdiguero que no sabía cazar. Lo senté en un escalón y pulsé el timbre de la casa, y la mancha rosa de Beatriz asomó detrás de la mirilla. Somos nosotros, dije. ¿Ya están aquí? ¿Ha pasado algo?, preguntó Beatriz mientras abría la puerta. Y respondí: ¿Me ha llamado el Duque de Elvira? Beatriz abrió la puerta y dijo: No, a usted no lo ha llamado nadie. Entonces deseé no morirme aquella noche, que el Duque de Elvira se muriera en mi lugar.

Fue mucha gente al entierro del Duque de Elvira, incluso fui yo, que me tenía que haber muerto una semana antes del entierro del Duque de Elvira. Al entierro del Duque de Elvira fueron muchos que querían cerciorarse de que el Duque de Elvira había muerto de verdad y nunca más los perseguiría, los atosigaría, los avergonzaría, nunca más los despreciaría el Duque de Elvira. Porteros, criadas y chóferes, camareros, propietarios y duques, funcionarios civiles y militares de todos los rangos, desfilaron ante un ataúd vacío. Muy pocos vieron el cadáver del Duque de Elvira, en lamentable estado después de pasar cuatro días bajo el agua y el cieno del río Genil y después de la autopsia en la Casa de Socorro de la Plaza del Carmen. El velatorio multitudinario en la casa del Paseo de la Bomba se celebró alrededor de un ataúd cerrado y vacío. Cuando besé la mano de Ángeles, la viuda, la mano de Ángeles estaba caliente, porque muchos la habían apretado y besado antes que yo. Pero mi tío no asistió al velatorio ni al entierro: desde el día del viaje a Huétor Vega algo se le había quebrado dentro, le había cambiado el color y la cara y la voz y el pulso, como cuando se cascaban las pelotas de ping-pong del Bar Deportes y les cambiaba el tacto, y botaban mal, y sonaban de otra manera al chocar contra la mesa y las palas. Yo asistí al velatorio y al entierro con el uniforme de Falange y me situé entre aquella banda de advenedizos excelentes, como decía mi tío antes de quebrarse, hijos segundos de hijos segundos, segundones salvajes, empleaduchos, maestruchos, medicuchos y abogaduchos con las más altas aspiraciones, que, un día sí y otro también, mataban en el Cabaret Sacromonte, del Paseo de los Tristes, el aburrimiento nocturno y el nocturno miedo a la muerte, y, un día sí y otro no, los más arrojados, o acaso los más desesperados, compaginaban el cabaret con las redadas y fulminantes liquidaciones de cuentas de la centuria Pérez del Pulgar. Yo llevaba el uniforme de Falange porque era el único traje negro, elegante y distinguido, que tenía entonces: el luto de Ángeles era un luto lustroso y distinguido, no un luto de roña y miseria; era un luto de negros intensos, no el luto de negros blancuzcos que se veía por la calle. Portugal llevaba la camisa azul debajo de un traje de verano y un abrigo. Fue la última vez que me puse el uniforme de Falange Española. Luego volaron las hojas del calendario: en tres años fui licenciado en Derecho, y más tarde juez, el juez más joven de España y posiblemente de Europa, según un reportaje que Portugal publicó en el Arriba. Y un tren recorrió el mapa, y se acabó la juventud, y fui juez de instrucción en Bilbao y Cambados, porque mi tío había querido tenerme cerca, en Granada, estudiando Derecho en tres años con honores de caballero mutilado y excombatiente, mi tío había querido tenerme cerca tres años para luego tenerme siempre lejos, libre de mí por fin, juez en Bilbao y Cambados. Y levanté cadáveres, y bebí arrobas de vino con forenses y comisarios y comandantes de la Guardia Civil, y les tomé declaración a asesinos y víctimas del crimen, y aprendí que los asesinos son dulces, tienen cierta untuosidad suave que no tienen las víctimas del crimen. Y me encontraba lejos de Granada cuando mi abuela murió, y lejos de Granada no vi cómo Portugal se iba deshaciendo, y, cuando lo vi, ya estaba deshecho, aunque con el tiempo demostró que podía deshacerse mucho más. Cuando lo vi estaba tan deshecho como sus gafas, con un cristal roto y pegado con esparadrapo, las gafas sujetas a la cabeza por una goma negra. Portugal no miraba a través de las gafas: miraba por encima de la montura o por los laterales de la montura, como si se buscara a sí mismo más allá de las gafas, y el esfuerzo de mirar por encima o por los laterales de la montura le deformaba la cara: una cara de espanto que daba espanto. Volví a ver a Ángeles cuando a mi tío lo fulminó una hemorragia cerebral. Entonces regresé a Granada en tren: me acuerdo de que en la estación me esperaba don Julio, empequeñecido en la ropa crecida de mi tío muerto, con los ojos acuosos en la mañana excelente: me acuerdo de que me abrazó y me llenó la cara de lágrimas. Y en la casa de la Gran Vía me esperaba Beatriz con la mesa puesta y hebras blancas en el pelo negro y las dos manchas rosa en la cara blanca, dos islas, Groenlandia y Gran Bretaña en descomposición, más grandes en la cara más blanca, ensanchada, dilatada como pan caído en leche, aunque Beatriz parecía más baja, rebajada, envilecida por el tiempo que pasa sólo para defraudar, aplastar y matar. Me quedé en Granada, pedí la excedencia en la carrera judicial. Un mes después de la muerte de mi tío recibí la llamada de Ángeles: el Duque de Elvira, que en paz descanse, me había dejado un regalo.

Del Duque de Elvira heredé dos humillantes abrigos usados que valían una fortuna: dos cajas cuadradas y precintadas, de cartón, que contenían, cada una, un abrigo de paño inglés azul con el forro negro. El Duque de Elvira había dejado dicho que, si alguna vez le pasaba algo, me entregaran los dos abrigos ingleses: yo era la única persona que sabría utilizarlos, dijo el Duque de Elvira. Eran dos buenos abrigos usados que pesaban mucho y me estaban grandes. Me miraba en el espejo con el abrigo usado: era como si el Duque de Elvira hubiera entrado en la habitación. Me miraba en el espejo y el Duque de Elvira me miraba desde dentro del espejo con un ojo color avellana y un ojo verde. Me quité el abrigo y, al quitarme el abrigo, noté las durezas bajo el forro: cosidos bajo el doble forro, en los dos abrigos de paño inglés, había copias fotográficas, documentos sobre industriales y gobernadores y lugartenientes y jefes de periódicos y alcaldes y militares y magistrados y banqueros y negociantes, asuntos más vergonzosos cuanto más mezquinos, crímenes miserables que no alcanzaban la categoría de crímenes, cuestión de camas mezcladas y cuentas mal llevadas, cuestión de firmas y testamentos falsificados para obtener alguna ventaja ruin, crucifijos robados de sacristías, crímenes miserables, quizá parque los crímenes más crímenes no eran crímenes para un caballero como el Duque de Elvira, nimiedades sobadas por los años que realzaban la habilidad del Duque de Elvira para hacer rentables el deshonor y la culpa. Y había documentos del Gobierno Civil de Granada, fechados entre 1932 y 1936, sobre Portada y los hermanos Portugal y Pleguezuelos; y una foto de Portada, los hermanos Portugal y Pleguezuelos: la foto que yo le había cedido al Duque de Elvira. Pero la foto de Portada, los hermanos Portugal y Pleguezuelos que ocultaba el doble forro del abrigo inglés había cambiado: en la foto que yo le cedí al Duque de Elvira, Pleguezuelos quedaba en un rincón, en un extremo de la pancarta de Feliz Año 1933 del Aéreo Club, separado de Portada y los hermanos Portugal por seis o siete individuos, y ahora aparecía en el extremo opuesto, bajo la hélice de la pancarta del Aéreo Club, con el brazo sobre el hombro de Portada: Pleguezuelos y Portada en alegre camaradería. Y, cosidas bajo el doble forro de uno de los abrigos ingleses, había copias de las fotos de mi madre y mi tío que revelé en el estudio fotográfico Greco. Y habla fotos mías: una foto en la cubierta de un transatlántico a mis tres o cuatro años de la mano de mi tío, a quien no conocí hasta los dieciocho años; una foto en el Hospital de Berlín: el general Esteban-Infantes, recién llegado a Berlín, me estrechaba la mano; y una foto a orillas del río Volkov, con el rollo de cable telefónico a la espalda, soldado de la compañía de transmisiones; y una foto con el sargento Leyva y el cabo Carré en la nieve de Possad, ante una cabaña de madera cubierta y rodeada de nieve, una foto que yo no recordaba haberme hecho nunca, innegablemente una foto falsa, como falsas serían otras muchas fotos escondidas bajo el doble forro de los dos abrigos del Duque de Elvira; y una foto con Ángeles en el salón de la casa del Paseo de la Bomba; y otra foto, ridícula, en la que Ángeles, de espaldas a la cámara, se sentaba a caballo sobre mis piernas: como una criada, hubiera dicho Ángeles si hubiera visto la foto. Yo miraba a la cámara boquiabierto, con ojos nublados, apoyado el mentón en el hombro de Ángeles. Todavía me acuerdo de cómo me latía una vena del cuello de Ángeles cerca de los labios. Y estas dos últimas fotos podían ser verdaderas, aunque nunca he averiguado cómo fueron hechas. No destruí estas fotos, que Ángeles, mi mujer, no ha visto nunca, porque me gusta mirarlas. No sé lo que esperaba de mí el Duque de Elvira cuando dejó dicho que, si alguna vez le pasaba algo, me entregaran los dos abrigos ingleses. ¿Deseaba que yo sacara partido de su patrimonio de secretos? ¿Quería hacer constar que el Duque de Elvira lo sabía todo, lo veía todo con un ojo verde y un ojo marrón avellana? ¿Qué debía hacer yo con tanto secreto peligroso? Si alguien me preguntara qué hice con los secretos del Duque de Elvira, le diría:

Esto hice: amontoné mi tesoro de secretos y me comporté como el heredero que regala su fortuna no por bondad, sino por placer. Les devolví sus secretos a los personajes honorables que aparecían en aquellos documentos y aquellas fotos: destruí y reduje a cenizas documento por documento y foto por foto. Les devolví los secretos que eran suyos: ni siquiera les dije que compartía sus secretos, porque un secreto compartido deja de ser un secreto. Un verdadero secreto es un fantasma delicado: sólo existe dentro de tu cabeza, y lo que sólo existe dentro de tu cabeza, no existe o es como si no existiera. Si les hubiera devuelto a aquellos personajes los documentos peligrosos que me legó el Duque de Elvira, hubiera liquidado a mil fantasmas, y en venganza alguno de los mil fantasmas me hubiera liquidado a mí. Algunos personajes honorables me lo hubieran agradecido y otros me hubieran matado sin más. Y antes de que pasara un año los agradecidos hablarían mal de mí para convencerse a sí mismos de que tampoco tenían tanto que agradecerme; porque deber un favor es un fastidio: los favores se olvidan pronto, pero no se perdonan nunca. Cuesta mucho perdonar la humillación de necesitar, recibir y deber un favor que incluso ni se ha solicitado. Y antes de que pasara un año, para convencerme a mí de que mis informaciones no eran un favor, sino una sarta de mentiras, los menos agradecidos no vacilarían en hacerme cuanto daño estuviera en sus manos hacerme. Los asesinos serían más amables: me matarían y hablarían bien de mí o nunca pronunciarían mi nombre. Porque pocos tratan mal a los muertos: a los muertos les basta con el olvido. Así que guardé bien el secreto de que el Duque de Elvira me había legado sus secretos: nadie lo supo jamás, aunque amigos tengo muchos. Tengo muchos y excelentes amigos: como buen compañero de armas, el mejor, el Rey ha palpado bromeando los restos de metralla que todavía me quedan entre la piel y la carne; como buenas samaritanas las mujeres de ministros y presidentes me han llenado de café la taza. Mis amigos excusan mi mala memoria: saben que sólo tengo memoria para lo bueno. Ni siquiera conozco bien la vida de mis padres, no me importa no recordar con exactitud la vida de mis padres. En cuanto uno se descuida, recordar se convierte en aturdimiento, una invasión de voces dentro de la cabeza, voces que se rozan, se tocan, se empujan, se pisan, se atropellan, se aplastan entre sí, callan de pronto y te dejan vacío. Mis amigos saben que no guardo, que no le guardo nada malo a nadie. Sólo guardé por diversión algunos papeles del Duque de Elvira que recogían debilidades juveniles del ingeniero Espona-Castillo Creus, primo del Duque de Elvira y nuevo Duque de Elvira, mi antiguo condiscípulo en el colegio jesuita de Málaga. Espona-Castillo Creus se pegó un tiro a la hora de la siesta una tarde de junio de 1949 y dejó viuda y tres hijos. Se pegó un tiro cuando se rumoreaba que dormía la siesta con un novillero que no mucho después triunfó y se casó con una artista de cine. Pero Espona-Castillo Creus estaba solo cuando se mató: así quizá demostraba que no dormía la siesta con nadie. Entonces destruí también los papeles que conservaba sobre Espona-Castillo Creus, porque hay que olvidar, la memoria feliz y limpia está hecha de olvidos. Ni siquiera sabía que me acordaba de tantas cosas: no me acordaba de tantas cosas, y ya ni me acuerdo. Yo siempre he tenido poca memoria, pero buena. Tengo mala memoria y buenos recuerdos. Y tengo buenos amigos, muchos, muchos, muchos. He sido feliz: he viajado con buena suerte, he hecho un buen viaje. Si alguien me pidiera un resumen de mi vida en tres palabras, le diría: He sido feliz. Sí, he sido feliz y soy feliz, y Ángeles es feliz, y mi hija, porque considero mi hija a la hija del Duque de Elvira, es feliz, como lo son su marido y mis nietos. Ahora voy a acostarme. Se nos ha hecho de día. Mañana le seguiré contando.