Mi tío no volvió a hablarme de Sebastopol y Stalingrado. Puede que le doliera mi indignidad, puede que le doliera haberme recordado mi indignidad, puede que le doliera mi trato con los alemanes porque mi tío conocía bien a los alemanes, había tratado mucho en Tetuán con hombres de negocios alemanes que vendían munición y compraban wolframio. Puede que le doliera que mi indignidad también me doliera a mí, porque había empezado a quererme como a un sobrino o, más, como a un hijo, y precisamente me hacía daño porque me quería como a un hijo y, porque me quería como a un hijo, incluso estaba dispuesto a cumplir el deber de hacerme sufrir, y a sufrir como un padre cuando tenía que hacerme sufrir como a un hijo. Y no me hablaba más de Sebastopol y Stalingrado: ahora quería que olvidáramos, entretenerme, y, puesto que me interesaba la física y la química y las matemáticas, me hablaba de los progresos científicos que significaba la guerra mundial. Y me contaba lo último que había oído en la radio, lo último que había leído en el Ideal o en el Patria. Me señalaba la vinagrera sobre el mantel blanco y hablaba de la isla de Groenlandia rodeada por el océano y los icebergs. Los americanos han ocupado Groenlandia y han instalado en la isla de las tormentas un observatorio capaz de pronosticar con exactitud el tiempo que hará cada día en el Atlántico, decía mi tío, y repetía palabra por palabra las frases que yo había leído esa misma mañana en el periódico Patria procurando que pareciera que nadie había abierto y leído el periódico Patria, porque mi tío decía que las noticias de un periódico abierto y leído eran como noticias viejas, manoseadas, noticias de ayer, y mi tío había pagado por noticias de hoy. La guerra ha militarizado las actividades científicas en el fiordo de Kongerglukovak, decía mi tío, y sacaba la estilográfica y una tarjeta con su nombre y escribía: Fiordo de Kongerglukovak. Y me pasaba la tarjeta: Recuerda este nombre: Fiordo de Kongerglukovak. Y yo cogía la tarjeta y leía, Kongerglukovak, pero estaba pensando en la carne blanca de Beatriz, en la mancha que le rodeaba el ojo izquierdo como un mapa de la isla de Groenlandia.
Así mi tío, que quería que olvidáramos, entretenerme, empezó a entretenerme con trabajos insignificantes y torturadores. Recuerda el fiordo de Kongerglukovak, me ordenaba. Y yo me aprendía de memoria el nombre del fiordo de Kongerglukovak. Y era un martirio aprenderme de memoria el nombre del fiordo de Kongerglukovac, un martirio infinito e inolvidable como el nombre del fiordo de Kongerglukovak, porque nunca he tenido memoria: recordar Kongerglukovac era un martirio infinito e inolvidable como las comidas con mi tío, inolvidable como el vello de los brazos de Beatriz, y las manchas como mapas de Groenlandia y Gran Bretaña que Beatriz tenía en la cara, y la carne blanca de Beatriz y el olor y el sabor del pelo de Beatriz. Aprender aquel nombre era un martirio porque nunca he tenido memoria: fui durante veintiséis meses juez y no conseguí aprenderme un solo artículo de ninguno de los códigos vigentes. Y otro día mi tío me dijo: Sobrino, apunta el teléfono del catedrático Ortigosa. Y, cuando le pedí papel y lápiz para apuntar el teléfono del catedrático Ortigosa, me dijo: Pero, cómo, ¿necesitas apuntar en un papel cuatro cifras? Y me dio una lista de veinte teléfonos para que apuntara en mi memoria, para que apuntara en mi memoria, así hablaba mi tío, veinte teléfonos de cuatro cifras, ochenta cifras. Y luego me preguntaba, aunque mi tío sabía perfectamente el teléfono del ingeniero de montes: Sobrino, dime el teléfono de Carlos Espigares, el ingeniero de montes. Y yo tenía que decir 3412, y era una tortura infinita e inolvidable, porque nunca sabía si iba a acordarme del número hasta que el número no me venía a los labios, cifra por cifra. Nunca he tenido memoria. En el colegio jesuita no me aprendía nunca las tablas de multiplicar: aprendí que cinco por siete son treinta y cinco sumando siete veces cinco, dándole gracias a Dios por acordarme de que multiplicar siete por cinco consiste en sumar cinco veces siete. Y, cuando mi tío se percató de mi facilidad con los números, me obligó a hacer sumas infinitas como escaleras de mil escalones, sumas que antes había hecho don Julio y que ahora hacía yo, mientras don Julio me miraba cada día con peores ojos, más escamado, con mayor aprensión: le quitaba los trajes y le quitaba las cuentas de la casa de mi tío. Así mi tío me regalaba un enemigo. Me estaba ganando un enemigo. Y le quitaba a don Julio la tarea de deshacer los paquetes que recibía mi tío, paquetes con libros en holandés y en alemán, y paquetes con bujías y alicates y llaves inglesas, paquetes que había que deshacer sin romper el cordel, desatando los nudos minúsculos con las uñas hasta que las uñas se rompían: era preferible que las uñas se rompieran, pero el cordel debía quedar intacto, listo para otro paquete que no existiría nunca. Y un día que, después de que mi tío me entregara tres paquetes y me advirtiera que desatara los nudos y le entregara los cordeles intactos, un día que, después de partirme una uña y arañarme un dedo, corté el cordel con un cuchillo, mi tío miró el cordel, me miró a los ojos, calló y después dijo: Acuéstate, ya que estás tan cansado que no puedes desatar un nudo.
Me cuidaba mi tío, me tenía entre algodones, y era muy cansada la vida cómoda y feliz. Se preocupaba de que comiera cantidades insoportables de comida, mientras él no comía apenas nada: la comida crecía en mi plato ante los ojos envidiosos de Beatriz y los ojos expectantes de mi tío, ojos de científico que experimenta sobre la capacidad límite del estómago humano. No se acababa nunca tanta comida, y, cuando se acababa, me sentía dilatado, envenenado, como una herida infectada y tumefacta. No podía moverme. Tenía que acostarme. Mi tío me cuidaba porque decía que había que olvidar Rusia, la metralla, los hospitales y la enfermedad, como si no supiera que mi enfermedad no tenía cura, que me estaba muriendo: yo se lo había oído a los médicos del Hospital de Madrid, que hablaban detrás de una pared como conjurados que planeaban mi muerte. Pero mi tío se comportaba como si yo hubiera de vivir cien años, como si no me quedaran tres meses de vida, como si yo no tachara días en el calendario como un preso. Y me obligaba a reposar, a pasar horas en la cama aguantando la respiración bajo las sábanas, mirando las cifras fosforescentes del reloj alemán, contando los segundos que aguantaba sin aire en los pulmones, Houdini, un mago que se lanza al fondo del océano atado con cadenas dentro de un cofre atado con candados y cadenas y ha de liberarse antes de que lo mate la asfixia. Pasaba tanto tiempo en la cama que cada vez estaba más cansado, me dolía la espalda de estar echado tanto tiempo, me moría por levantarme, o me quedaba dormido a media tarde y de noche no podía dormir, y por la mañana, cuando, según lo dispuesto por mi tío, Beatriz me despertaba temprano, porque es bueno madrugar, quedarse en la cama produce jaqueca, me levantaba deseando volverme a acostar, con los ojos hinchados como gusanos de seda que empiezan a tejer el capullo, me miraba en el espejo y me veía cambiado, me estaba volviendo otro, entre amarillo y pálido como los hilos que teje el gusano, amoratado, y mi tío me decía: Tienes que dormir más, hoy tienes que dormir una buena siesta.
Entonces yo cerraba la habitación con llave, aunque sabía que había otras llaves de mi habitación. Todas las puertas tenían llave en aquella casa y todas las puertas estaban cerradas siempre. Alguna noche me había despertado un grito, un quejido, un arrastrar de pasos: yo sabía que era mi abuela, la madre de mi padre y de mi tío, y procuraba no respirar porque mi tío me había dicho: Ella no te puede ver: tú no estás aquí. Y alguna noche había encendido la luz y había abierto los ojos, y había visto que el picaporte de la puerta giraba, y yo había preguntado: ¿Quién es? Y el picaporte había vuelto a su posición inicial, se había detenido. Yo cerraba la puerta y descorría las cortinas y apagaba la luz. Me sentaba en la cama, atento al menor ruido para acostarme en cuanto sonaran pasos al otro lado de la puerta, me sentaba a mirar a través de mi ventana la ventana del segundo piso donde había visto una noche a la mujer de la venda en el ojo y las manos vendadas que se rascaba sin parar la cara y las manos y los brazos. La había visto una noche que temía ser un sonámbulo, ver fantasmas como un centinela cansado del silencio y harto de escrutar la oscuridad. Y, cuando vi otra vez a la mujer en la ventana, se había quitado la venda del ojo, se había recogido el pelo en la nuca, se rascaba la mano izquierda vendada con la mano derecha vendada. Y mientras se rascaba me hacía señas, me llamaba, quería que subiera al segundo piso. Pegó la cara al cristal, los labios al cristal, movía los labios y el cristal se llenaba de saliva: me estaba hablando, golpeaba el cristal con la cabeza, pero yo no sabía qué quería decirme.
Oía las campanas de las iglesias, sabía ya distinguir las campanas de la catedral y las campanas de la parroquia del Sagrario y las campanas de la iglesia de San Jerónimo y las campanas de San Justo y Pastor y las campanas del Sagrado Corazón. En cuanto oí las campanadas de las seis de la tarde, me arreglé como más tarde me arreglaría cuando me llamaba el Duque de Elvira para invitarme a su casa, a una nueva fiesta con gramófono en el jardín, y subí las escaleras, subí a la casa de la mujer que me había hecho señas desde la ventana del segundo piso. En la puerta del segundo piso habían pegado una imagen del Sagrado Corazón y habían arrancado una placa de bronce con un nombre grabado, hacía mucho tiempo, y habían echado azufre para que no se acercaran perros ni gatos. Toqué el timbre eléctrico, y no sonó nada, o sonó en las profundidades de la casa, tan lejos que yo no lo oía. Llamé a la puerta con la palma de la mano: ojalá no me abrieran, y bajaría por donde había subido, y dejaría de aspirar aquel aire que se pudría y se envenenaba poco a poco. Pero desde las profundidades de la casa gritaron: Ya vamos, ya vamos, va, va. Les aterraba que me fuera, y descorrían cerrojos, y abrían y cerraban puertas. Ya vamos, gritaban, aunque ya, descorriendo más cerrojos y girando llaves en dos cerraduras, me abrían la puerta de la calle. Entonces vi a la mujer que me miraba desde la ventana del segundo piso. Había vuelto a taparse el ojo derecho con una gasa, iba vestida con ropa de hombre, ropa de algún hermano o un novio o un esposo caídos en el frente, camisas y chalecos sobro chaquetas y más chaquetas sobre las camisas y los chalecos, toda la ropa de un color deprimido, y las vendas y la carne de la mujer tenían el mismo color de la ropa, tanta ropa que la mujer se esfumaría si se quedara sin ropa, porque debajo de tanta ropa sólo podía caber un cuerpo minúsculo, inexistente. Pase, pase, me dijo, como si hubiéramos de burlar a alguien que vigilara para impedirme la entrada en la casa. Y lo que me impedía la entrada en la casa era el olor: el olor te expulsaba, te empujaba, era una pared invisible que te empujaba, te traspasaba, te aplastaba los pulmones. No estaba muy limpia la casa, columnas de periódicos amarillos llegaban al techo del recibidor, y el olor me irritaba los ojos, me expulsaba de la casa: aguantaba la respiración, y el olor, no la falta de aire, me oprimía los pulmones, y pensaba en Possad, en el aire cargado de cordita después de los bombardeos aéreos, y me asfixiaba y, si respiraba, más me asfixiaba. La mujer tenía ceniza y telarañas en el pelo, y la gasa que le cubría el ojo derecho era como una telaraña tupida, y no se sabía si el olor agrio y corrompido de la casa impregnaba a la mujer de la gasa en el ojo, o si el olor agrio y corrompido de la mujer impregnaba todas las cosas. Pase, pase, decía, y me arrastraba al interior de la casa oscura por el pasillo oscuro. Era una casa extraña: era una casa extraña porque era exactamente igual que la casa de mi tío, pero putrefacta, las paredes se deshacían, como si alguien las arañara con las uñas y las royera con los dientes. Y llegamos al comedor que era exactamente igual que el comedor de la casa de mi tío, pero más oscuro, despoblado, más oscuro, como si estuviera en otro continente, en otro clima, en una noche que duraba mil noches, con los cristales del balcón cegados con periódicos y una luz podrida de pocos vacíos, menos luminosa que la luz que todavía intentaba traspasar los periódicos que cegaban el balcón: quizá habían dejado encendida la luz eléctrica porque era una luz tan pobre que ensuciaba el aire, era el espectro de una luz. Y vi las manchas en las paredes, manchas de muebles y cuadros que se habían perdido. En la pared del fondo, desnuda, no había un cuadro como en la casa de mi tío, sino un gran rectángulo de un ocre más pálido que el ocre del resto de la pared, un rectángulo desolado que tenía exactamente el mismo tamaño que el cuadro del bosque, la escopeta de caza y los perros que había en el comedor de la casa de mi tío. En otro tiempo no quedaba en aquella casa putrefacta espacio ni rincón para un nuevo cuadro o un mueble nuevo, y ahora cada cuadro y cada mueble eran manchas pálidas en las paredes: no había casi nada en la casa, y lo poco que había no lo tocaba nadie, no lo usaba nadie, se oxidaba, se hundía bajo el polvo y la podredumbre. Siéntese usted, siéntese, me decía la mujer del ojo tapado por una venda, Y, cuando fui a sentarme, descubrí el bulto, una mujer idéntica a la mujer que me decía que me sentara, entre harapos, durmiendo en el sillón, un zapato sin cordones se le había caído del pie. Y, cuando vio que me sentaba encima, saltó del sillón. Qué haces, dijo. Y luego me miró sin reconocerme, y chilló con voz ronca de hombre.
No tenía venda en el ojo y era un hombre. No llevaba la falda larga que llevaba la mujer sobre unos pantalones de chaqué, pero olía igual que la mujer, un olor que te apartaba como el gesto de fastidio y dolor que tenía en la cara. Lo había despertado. Le molestaba que lo mirara, le dolía, porque, cuando uno sufre, sufre más cuando lo miran. Qué hace éste aquí, dijo el hombre que acababa de despertarse, y lo dijo con dignidad, la dignidad de quien no espera ninguna visita, la dignidad de quien no espera nada ni espera a nadie. Y la mujer dijo: Lo he llamado yo. Y eran los dos iguales, los había igualado la infelicidad, el dolor. Es mi hermano, dijo la mujer, que parecía un hombre estropeado y sucio, con la gasa sobre el ojo derecho y las manos cubiertas de vendas. Y el hermano, que parecía una mujer muy estropeada y muy sucia, temblaba aunque llevaba dos chaquetas, una encima de otra, y debajo de las chaquetas llevaba un chaleco de lana percudida, gris, sobre otra chaqueta gris. Y la mujer y el hombre eran tan iguales que yo los había confundido cuando me miraban desde la ventana.
Eran jóvenes los hermanos Bueso, pero eran mayores que yo, y estaban encerrados en la casa, y estaban solos, y solos se habían ido volviendo sucios porque estaban solos y nadie los miraba, ni ellos mismos se miraban, porque las bombillas se fundían y nadie cambiaba las bombillas fundidas. Habían sido condenados, abandonados para que murieran abandonados, y era mejor mirarlos de lejos, no mirarlos, porque el abandono es contagioso y la culpa es contagiosa. Siéntese usted, dijo la mujer, y me señaló una silla polvorienta. Y yo temía que, al tocar la silla, se desvencijara, se hundiera, se hiciera pedazos y me hiciera pedazos. Seguí de pie: temía que la silla me contagiara la enfermedad, me contagiara la muerte que corrompía a los dos hermanos y los obligaba a rozarse sin parar las manos contra el cuerpo, y una mano contra otra mano. Deja de rascarte, decía la hermana mientras se frotaba el dorso de la mano contra el tablero de una mesa desnuda, sin mantel. Y el hermano se rascaba mientras me miraba. Sólo las manos, frotándose con cualquier cosa, se movían en la habitación quieta, a punto de desmoronarse bajo el peso de la mugre y las telarañas, sucia como una tumba que lleva muchos años cerrada. Pero, en su extrema debilidad, los dos hermanos parecían fuertes, sólidos, endurecidos por la mugre que los cubría como el esmalte y el barniz cubren a los santos de escayola. ¿Para qué has llamado a éste?, dijo el hermano. Y dijo la hermana: Yo no lo he llamado, lo juro. Debajo de la venda no tenía ojo: la gasa se hundía en el hueco en el que faltaba el ojo. Miré al hermano: a pesar de la mugre no era feo, tenía rasgos de mujer, barbilampiño, el pelo largo mal cortado, aceitoso, como húmedo. Los dedos finos sobresalían bajo las vendas, las uñas largas se curvaban, la carne se le pegaba a los huesos, como si quisiera fundirse con los huesos: parecía una mujer abandonada, una mujer que ha perdido el novio o el marido en una guerra. Y la hermana parecía un hombre que se ha perdido en una guerra, que ha perdido contacto con los suyos y vagabundea por las ruinas de una ciudad arrasada, a tientas, con un ojo menos. No era fea, pero le faltaba un ojo, y el ojo que le faltaba le deformaba la cara, le había deformado la cara siempre porque había nacido sin el ojo derecho. Le faltaba muy poco para ser una belleza: los pocos gramos que pesa un ojo.
Que se vaya, dijo el hermano. Y la hermana dijo: Ya ha oído usted a mi hermano, váyase y no nos moleste.
Que estemos enfermos no le da a usted derecho a venir a molestarnos. Y entonces el hermano dijo: ¿Usted lo ha oído? ¿Usted lo ha visto? Lo interrumpió la hermana de nuevo: No molestes al señor, déjalo marcharse, no ha visto a nadie, no deja de mirar por la ventana, pero no ha visto a nadie. Yo lo he visto mirando por la ventana, y a lo mejor ha visto a nuestro hermano, yo misma he visto a nuestro hermano, lo he oído, anoche estaba en el portal, estoy segura. No lo mataron, estoy segura de que no lo mataron, nadie me quita la intranquilidad de verlo y oírlo aunque él, por nuestro bien, no quiera que lo veamos ni lo oigamos: yo sé que está escondido por ahí y que va a volver, y nos devolverá todo lo que teníamos y es nuestro, porque hemos hecho a Dios promesas para que vuelva, y si no vuelve no es por la maldad de Dios, sino por su sabiduría, porque sabe que mi hermano no cumple las promesas, y si no se cumple la promesa no se concede el deseo, y mi hermano no vuelve, y no lo vemos desde hace años, desde agosto de 1931 o 1936 o 1939 o 1937, eso es, desde 1936, volverá para devolvernos esta casa también, yo he oído su voz, lo he oído llamarme, yo veo a Jesucristo y beso sus estigmas cada mañana y cada noche, aunque mi padre no creía en Jesucristo y fue crucificado, muerto y sepultado, castigado, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, y descendió a los infiernos, y veo a mi hermano que nos devolverá lo que es nuestro. Usted mismo se asoma por la ventana, sabe que mi hermano está aquí, o cerca de aquí, porque, si no, ¿para qué se asoma usted a la ventana? El hermano, que mientras hablaba su hermana había estado moviendo los labios resecos, cortados, que se abrían y cerraban sin emitir sonidos, dijo entonces: ¿Puede usted prestarnos una taza de aceite para las lámparas de la Virgen? Y me señaló en el rincón polvoriento, desolado, una estatua del Sagrado Corazón que tenía una servilleta sobre la cabeza y parecía una virgen. Yo no tengo aceite, dije. Usted tiene todo lo que quiere tener, usted tiene esta casa que era de mi padre, aquí sólo tenemos hollín y polilla, y aquí no hay ni diamantes ni oro ni nada perdurable, dijo la mujer. Y el único ojo le fulguraba, toda la desesperación se le había ido al único ojo, toda la desesperación se le había coagulado, vetrificado, en el único ojo que tenía. La sangre le calaba las vendas de las manos que no había dejado de frotar contra el tablero de la mesa, porque se rascaban aburridamente hasta hacerse sangre, insensibles. Yo no tengo aceite, y esta casa no es mía, estoy aquí porque mi tío quiere que esté aquí, les dije a los dos hermanos. Nosotros estamos aquí porque su tío no quiere que estemos aquí, dijo el hermano. Porque su tío no quiere que estemos aquí, no nos hemos matado y estamos aquí. Y repitió: ¿No nos puede prestar una taza de aceite para las lámparas de los santos?
Ahora la hermana se rascaba contra el hombro del hermano, que se rascaba contra el brazo del sillón. La tapicería rota dejaba ver madera, paja y muelles, y contra la madera frotaba el hermano el dorso de la mano vendada, la mano derecha, y la izquierda la frotaba contra la cara, y yo no sabía si se rascaba la cara desollada con la mano desollada, o si se rascaba la mano desollada con el mentón desollado. Apártate, le dijo a la hermana, y dejó de rascarse, y le dio un manotazo en la espalda, como si espantara a un abejorro. Apártate, eres asquerosa, tengo que estar aguantándote, te aprovechas de que estoy malo y no puedo irme, y yo no me iría a ningún sitio para estar en ningún sitio: yo me iría para no estar aquí, porque yo no quiero estar en ningún sitio. Pero la hermana volvió a frotar la mano en el hombro del hermano. Y me dijo: Usted es un hombre influyente: yo lo he visto a usted en el periódico Ideal. Y se sacó de un bolsillo una hoja de periódico llena de lamparones, una hoja de periódico que seguramente había cogido de la basura. Porque rebuscaba de noche en la basura, y una madrugada, cuando yo volvía de casa del Duque de Elvira, la vi en el portal rebuscando en un cubo de basura, y me miró como una alimaña mientras masticaba un puñado de basura que acababa de meterse en la boca, y se rió, y de la boca entreabierta se le escapaba una masa negruzca. Usted es un hombre influyente, usted ha estado en Rusia, usted está condecorado por Alemania y España como el emperador Carlos V, usted sale en los periódicos, usted puede enterarse de dónde está nuestro hermano mayor, usted es un hombre importante e influyente, me dijo la hermana, señalándome el reportaje que Portugal había escrito sobre mí en el periódico Ideal para irritación de mi tío, que odiaba la propaganda y odiaba el uniforme de Falange que yo vestía en la foto del periódico Ideal, ese uniforme de oportunistas y escalistas y niñatos histéricos y advenedizos, decía mi tío con la boca torcida y la voz baja. Tú, tráenos una taza de aceite y un huevo, dijo el hermano Bueso oscuramente, con la mano contra los labios: se había arrancado la venda de la mano derecha y se estaba lamiendo las llagas.
Y, al final de esa misma tarde, cuando llevaba casi un mes en casa de mi tío, por primera vez me llamaron por teléfono a casa de mi tío. Yo estaba pensando si debía volver a lavarme las manos que habían procurado no tocar nada en la casa podrida, si debía quitarme la ropa y bañarme de pies a cabeza, si seguiría oliendo toda la vida el aire podrido de la casa podrida, si debía pedirle una taza de aceite a la criada Beatriz, si debía preguntarle a mi tío por el hermano mayor de los dos hermanos del segundo piso. Me preguntaba a quién podría preguntar, sin que me perjudicara ni me hiciera sospechoso, por aquel hermano mayor que había de volver para quitarle la casa a mi tío, y castigarlo, y devolverle la casa a sus legítimos dueños. Y, cuando ya veía a mi tío castigado y pobre, sin casa, sonó el teléfono en la casa que todavía era de mi tío. El Duque de Elvira preguntaba por mí. Había llamado antes a las oficinas de mi tío, mi tío le había dicho que yo estaba en casa, que me alegraría mucho recibir su invitación: un coche, un Chevrolet verde con matrícula de Madrid, me recogería dentro de treinta minutos en la puerta del número 33 de la Gran Vía. El Duque de Elvira quería verme, acababa de llegar de Málaga, me traía un recado de nuestro amigo común, Portada, buenas noticias. ¿Buenas noticias de Portada? Me descompuse. Habrían encontrado la maleta que me robaron en la Plaza de José Antonio, sabrían que yo era un embustero, que no había ningunas doscientas pesetas en el bolsillo interior del traje azul. No sólo me traía buenas noticias: me traía una maleta, una maleta que al parecer me habían robado en Málaga, en la Plaza de José Antonio. ¿Iría a su casa? ¿Me mandaba el Chevrolet? Respondí que esperaría en la puerta de la casa de mi tío, dentro de treinta minutos. Y treinta minutos después reconocí, cuando el chófer tocó el claxon desde la acera de enfrente, el coche verde que había visto en el corral de la Posada Reinoso, en Loja, junto a la moto caída a cuyo manillar habían amarrado una cabra y dos perdigueros.
Caían los cierres metálicos de las tiendas, la Gran Vía se vaciaba, y más vacía estaba la calle de los Reyes Católicos, y se había descolorido la Puerta Real: empezaban a verse las luces interiores de los cafés y los tranvías en la tarde de octubre. Nadie se miraba dentro del tranvía, y los ocupantes del tranvía, protegidos por los cristales del tranvía como yo estaba protegido por la ventanilla del Chevrolet, desviaban los ojos si yo los miraba, y yo desviaba los ojos si ellos no desviaban los ojos. Un hombre no desvió los ojos, y me imaginé que era uno de la policía secreta o un confidente. Bajábamos por una calle de árboles pelados y hojarasca, y se hacía más oscuro dentro del coche conforme avanzábamos hacia un fondo de montañas con nieve, nieve morada que reflejaba el cielo morado. ¿Cómo se llama esta calle?, le pregunté al chófer, porque era la primera vez que yo iba más allá de la Fuente de las Batallas. El chófer me miró por el espejo retrovisor y dijo: La Carrera de la Virgen. En las calles de las afueras la ciudad era más inmóvil, parecía otro sitio, otra ciudad. Sólo los árboles se movían, pero parecían no moverse, como si el temblor de las hojas marrones en las ramas más marrones estuviera en los ojos, como tiemblan las cosas antes de que pierdas el equilibrio y te desmayes. Éste es el Paseo del Salón y ahí empieza el Paseo de la Bomba, dijo entonces el chófer, y pasábamos bajo una pancarta que decía META, porque, me lo dijo el chófer, había habido esa misma mañana una carrera ciclista. Y, frente a la tribuna adornada con banderas desteñidas y lacias, frente a un templete para una banda de música, torcimos a la izquierda, a un callejón sin salida que terminaba en una verja y una cancela verde. Tocó el chófer el claxon tres veces, como lo había tocado ante el número 33 de la Gran Vía, y se abrió la cancela verde rematada con puntas de hierro como puntas de lanza, y apareció el Duque de Elvira, que sujetaba por el collar a un perro rojo, un setter. El Duque de Elvira me recibió como si me hubiera recibido muchas veces, como si nos conociéramos desde hacía años, pero como si nunca nos hubiéramos visto en la Posada Reinoso, en Loja, donde compartimos dormitorio y cama, donde nos habíamos visto por primera y única vez hasta entonces.
Era como una película, como una casa que sólo es una fachada de telones pintados y bastidores de madera, en una habitación que quizá sólo tuviera las tres paredes que veías. Y quizá estuviera hueco el piano vertical con dos candelabros de plata y velas negras que no habían sido encendidas nunca. Y parecían recién colgados el retrato de la dama madura vestida de encajes blancos con una banda blanca y celeste, y el retrato del viejo señor con una banda roja y cubierto de condecoraciones, con un ojo verde y otro ojo marrón, como el Duque de Elvira. Era como una película: me acuerdo de la mesa con los portarretratos, los portarretratos que mirabas cuando te dejaban solo para que miraras los portarretratos, me acuerdo de una foto dedicada del rey Alfonso XIII al padre del Duque de Elvira; me acuerdo de una foto, dedicada por Franco, en la que Franco condecoraba al Duque de Elvira, que vestía uniforme falangista y boina requeté; y de una foto, dedicada por José Antonio Primo de Rivera, en la que el Duque de Elvira posaba con José Antonio Primo de Rivera junto al Chevrolet descapotable de José Antonio Primo de Rivera, los dos con gabardinas blancas e inglesas; y de la foto de la mujer y la niña de pelo claro, la mujer y la niña que cinco minutos después me miraban y sonreían desde el sofá, iluminadas por la luz indirecta de dos pantallas de luz. La niña miraba de reojo a la madre y se le desarreglaba la boca, bajaba los ojos, se le arqueaban las cejas, avergonzada, avergonzada de no tener nada en la cabeza, sólo un zumbido, el zumbido que hacían los mayores, la niña de boca grande como la boca de su madre. Siéntese, me dijo Ángeles, la mujer del Duque de Elvira. Y yo le hubiera dicho: Por favor, tutéeme usted, pero no me sentía con derecho a pedirle nada a aquella señora siete u ocho años mayor que yo, y menos a pedirle que me tratara con una familiaridad que seguramente yo no merecía. El Duque de Elvira me leyó el pensamiento: Será mejor que nos tuteemos todos, que nos sintamos cómodos. ¿Tomarás un jerez, una caña de manzanilla, un amontillado? Yo he mandado al chófer a por una jarra de cerveza de grifo, es lo que me gusta. El Duque de Elvira me trataba con llana cordialidad, como un padre de familia acomodado, un poco aburrido en una atmósfera donde no existían las preocupaciones, un poco descontento de ser tan feliz. Ya no era el tahúr que ha ganado la partida de póquer, ni el excombatiente sin guerrera que yo había conocido en la posada de Loja: el Duque de Elvira tenía la facultad de transformarse, y entonces el ojo verde se asemejaba más al ojo marrón o el ojo marrón se asemejaba más al verde, según con quién andaba y según dónde estaba. Pronto tendremos aquí la cerveza: es lo que me gusta, aunque a Ángeles no le guste. Tampoco podemos ofrecerte mucho, los tiempos no dan para mucho, ¿no? Nosotros estamos arruinados o a punto de arruinarnos. El Duque de Elvira soltó una carcajada fría, mecánica, mientras decía la mujer: No empieces con tus bromas, qué diría mi padre si te oyera. Y sonreía también, como la niña, como si todo fuera una broma. Y la niña se miraba los zapatos de charol negro y los calcetines blancos, rígidos y geométricos, irregulares, croché de una abuela aburrida por los años y cansada por los años. Y el Duque de Elvira hablaba de la ruina como se habla de una enfermedad elegante, de una derrota con honor en una competición deportiva, como se quejaría un jinete que pierde la carrera porque desmontó para auxiliar a un jinete caído. Durante todo el tiempo que lo traté, el Duque de Elvira me habló de su ruina inminente, inevitable. Siempre me hablaba como si me confiara un secreto, mezclando secreto y ostentación: tenía una extraordinaria capacidad para atraer sobre sí una atención que a nadie más se dedicaba. Le gustaba captar las miradas ajenas, las emociones ajenas, como si él no tuviera emociones y necesitara para vivir las emociones de los otros. No se sabía si los cuadros y los marcos, el piano, los candelabros, los cortinajes, las molduras, las fotos con dedicatorias de reyes destronados y generales triunfantes y políticos muertos, los muebles nobles, las pantallas de luz, la mujer y la niña rubias, el setter, emitían sus rayos sobre el Duque de Elvira, vestido de veraneante en octubre, o si el Duque de Elvira emitía sus radiaciones fulgurantes sobre las cosas, dándoles una intensidad que les faltaría si el Duque de Elvira no las mirara con el ojo verde y el ojo marrón que había heredado de sus antepasados.
Me enamoré de la mujer del Duque de Elvira la primera tarde que estuve en la casa del Duque de Elvira: no supe hasta mucho después que me había enamorado de Ángeles, pero aquella primera tarde en casa del Duque de Elvira empezó la angustia, el sin vivir entre la necesidad de estar cerca de Ángeles y el deseo de desaparecer cuando estaba cerca de Ángeles, el deseo de hablar con Ángeles y la necesidad física de callar si Ángeles estaba cerca, la necesidad de verla y el deseo de no ser visto. Y, cuando el Duque de Elvira me ofrecía un jerez, una caña de manzanilla, un amontillado, una jarra de cerveza, yo no pensaba qué me gustaría beber, sino qué bebida le gustaría a la mujer del Duque de Elvira que yo pidiera, como si a la mujer del Duque de Elvira le importara lo que yo pidiera. Y buscaba, sólo para que la oyera la mujer del Duque de Elvira, una frase para la niña, que me enseñaba una esfera de cristal con un castillo, un árbol y una tormenta de nieve que caía silenciosa sobre el castillo y el árbol. Entonces me bebí la primera jarra de cerveza que me llenó el Duque de Elvira, porque el Duque de Elvira, mientras yo dudaba qué beber, había elegido por mí, me bebí la primera jarra de cerveza, la jarra con un relieve de don Quijote de la Mancha a caballo, y le dije a la niña: Yo he estado en la nieve, en Rusia; yo he visto este castillo. Y la niña me miraba con la boca abierta, los dientes de leche transparentes y pequeños, a punto de empezar a moverse y caerse para ser sustituidos por la dentadura grande y perfecta de la madre, y lo que yo le decía a la niña sonaba como un cuento, para que se durmiera mientras buscaba en el interior de la bola de cristal, como si esperara encontrarme en una de las almenas del castillo, o al pie del puente levadizo, o al pie del árbol, o en una de las almenas, bajo la nieve, o en un ventanuco huyendo de la nieve: como si me buscara en una foto, entre una multitud. Sí, dijo el Duque de Elvira, este muchacho ha estado en sitios que vienen en el Atlas Universal y en la bola del mundo y en sitios que ni siquiera vienen en el Atlas. Yo he estado en Rusia en una guerra, dije, no para la niña, sino para que me oyera la madre. Y, antes de hablar, me arrepentía de hablar, y hablaba. E inmediatamente me avergonzaba lo que había dicho. Y sentía la vergüenza de no haber perdido aún la memoria. Y la madre dijo con un tono de señora que por caridad y rango cuida soldados heridos en el frente: Usted ha debido de sufrir mucho. La envolvía un aire invisible de polvos de tocador. No contesté yo, sino el Duque de Elvira: Pero, mujer, Ángeles, acostúmbrate a tutear a nuestro héroe. Y, vale, ya está bien, que la niñera se lleve a la niña. El setter arañaba la puerta, quería entrar en la casa.
Cuando volví a casa de mi tío la ciudad había desaparecido tras los cristales del coche. No era luz el resplandor amarillo de las farolas en la Carrera de la Virgen, era un vapor de niebla y mosquitos de octubre que se afanaban como si acabaran de descubrir la luz: casi los oía zumbar dentro del coche, mezclados con el olor a gasolina. Quería oler en mi mano el olor de la mano de la mujer del Duque de Elvira, y olía el tabaco que me había ofrecido el Duque de Elvira, tabaco americano que le traían de Gibraltar, de contrabando, cigarrillos Lucky: el Duque de Elvira encendía un Lucky con otro Lucky y el ascua resplandecía en el gemelo aristocrático del Duque de Elvira. Aún me duraba el olor del despacho del Duque de Elvira, donde había visto mi maleta junto a la vitrina con los trofeos ganados en el Tiro de Pichón y las dos condecoraciones que le había otorgado el Generalísimo, la maleta bajo la cabeza del ciervo disecado que tenía los ojos del mismo color que el ojo marrón del Duque de Elvira. Y salimos del despacho, y Ángeles me dijo: Es tarde, avísele por teléfono a su tío y quédese a cenar. Y me quedé a cenar, y, cuando iba al cuarto de baño, siguiendo la dirección que me indicaba el Duque de Elvira, recogí del suelo un pasador de carey que había estado a punto de pisar, y se lo di a Ángeles, y Ángeles me dijo: Gracias. Y en el cuarto de baño oriné en el retrete que usaba Ángeles y me lavé las manos con el jabón de glicerina, todavía con el relieve de la marca, que había usado Ángeles, y me sequé en la toalla con que Ángeles se secaba, y miré el pelo enredado en el cepillo que había en la repisa del cuarto de baño y me peiné con el cepillo, y tanta intimidad me hacía feliz. Y, cuando volví al comedor, recogí la servilleta que había en el suelo, al pie de la silla que ocupaba Ángeles, y se la di a Ángeles, y Ángeles me dijo: Gracias. Y el Duque de Elvira dijo: Voy a empezar a sentirme celoso, demasiadas cosas se están cayendo hoy al suelo. Y lanzó una carcajada furibunda mientras se llevaba la jarra de cerveza a los labios. Su mujer le daba vueltas a una copa vacía y limpia y nos miraba con los ojos entrecerrados, desde lejos, como si viajara en el vagón-restaurante de un tren y empezara a tener sueño y mirara por la ventanilla. Y los dos miramos un instante a Ángeles con la misma admiración y el mismo deseo, con los ojos empañados de cerveza: así nacía una amistad.
Pero en el Chevrolet me acordaba de cuando el Duque de Elvira se sacó del bolsillo de la americana la billetera de piel negra con la corona y el águila grabadas en oro en una esquina, la billetera parecida a las billeteras de plástico que regalaba la Cervecería Mayer a clientes distinguidos como mi tío y el Duque de Elvira para que los clientes distinguidos se las regalaran al contable o a un sobrino o al chófer, y contó las trescientas pesetas y me dijo: Aquí tienes, Portada me las dio para ti. Yo tenía que haberle dicho, porque era un amigo, empezaba a ser un amigo, y yo había orinado en su retrete y me había secado con su toalla y había mirado a su mujer con sus mismos ojos mientras bebíamos cerveza, yo tenía que haberle confesado que todo era una invención, que no había trescientas pesetas en la maleta robada, que las trescientas pesetas no habían existido nunca, que había engañado a Portada, pero alargué la mano y cogí las trescientas pesetas y me las guardé. Y, cuando ya iba en el coche, caí en la cuenta de que yo sólo había denunciado el robo de doscientas pesetas, que sólo le había hablado a Portada de doscientas pesetas, no de trescientas, y no sabía si Portada se había equivocado o si me hacía una advertencia regalándome trescientas pesetas, aunque yo sólo había denunciado el robo de doscientas, o si me engañaba el Duque de Elvira, quién sabe para qué. Y me preguntaba de dónde había sacado Portada el dinero, durante cuánto tiempo habrían tenido al ladrón de la maleta en el sótano de la comisaría, qué le habrían hecho para que encontrara trescientas pesetas que no habían existido nunca, ni siquiera en mi imaginación, donde sólo habían existido doscientas pesetas. Y me imaginaba a todos los ladrones de Málaga juntando trescientas pesetas para devolvérselas a Portada, o me imaginaba a Portada, humillado, harto de oír porrazos y alaridos inútiles, sacándose del bolsillo el dinero y metiéndolo en el bolsillo de mi chaqueta azul, donde no había estado nunca.
Portada hará carrera, había dicho el Duque de Elvira: Va a Badajoz de gobernador civil. Y lo merece, seguro, porque tiene mucho amor propio. A ti te quiere mucho. Cuando lo vea le daré un abrazo de tu parte. Tengo que verlo: estoy detrás de comprarle una casa que fue de su madre. La próxima vez que lo vea lo convenceré para que me la venda, decía el Duque de Elvira. Y yo pensaba: Cómo me ha devuelto trescientas pesetas, si yo sólo tenía doscientas. ¿Para qué hace una cosa así, si yo sólo tenía doscientas pesetas? Y me acordaba de que yo no tenía ni siquiera doscientas: yo no tenía ni una peseta. Y ya habíamos llegado a casa de mi tío. Mañana a las diez le traeré a usted su equipaje, me dijo el chófer por la ventanilla, sin apagar el motor del coche. Iba a pedirle que esperara a que el sereno acudiera a abrirme la puerta, pero vi que la puerta de la calle estaba entreabierta, y lo despedí con la mano. Y, mientras el ruido del coche se alejaba, empujé la puerta poco a poco, porque don Julio me había hablado de los bandoleros rojos y yo no llevaba la pistola que llevaba don Julio, y me acordaba de que llevaba trescientas pesetas en el bolsillo, y podían robarme y secuestrarme, y seguro que me moría antes de que mi tío pagara el rescate. No encendí la luz, subía a tientas, arrastrando la mano por la baranda, contando los escalones, porque ya había aprendido que había veinticuatro escalones hasta el piso de mi tío, un tramo de nueve escalones, un descansillo, un tramo de seis, un descansillo, un tramo de nueve, como cuando salía al retrete en el Cine Capitol y contaba, tocando el respaldo de terciopelo de las butacas, las filas que luego habría de pasar para volver a mi asiento. Y, cuando llegué al último peldaño, y empezaba a notar, enterrado en el olor de todos los días, el olor repugnante que había descubierto en casa de los dos hermanos enfermos y que hasta entonces no había notado nunca, como un color que alguien nos señala y nos dice su nombre, que no conocíamos, verde veronés, y empezamos a ver ese color por todas partes, un color que no habíamos visto nunca a pesar de tenerlo delante muchas veces: y así era el olor que yo había descubierto en el segundo piso, y, ya frente a la puerta de la casa de mi tío, oí un ruido, podía ser una voz o un roce de pisadas que no querían ser oídas o el roce de dos cuerpos, y entonces palpé la pared hasta tocar el interruptor de la luz y encendí la luz. ¿Hay alguien?, dije, pero ni yo mismo me oí. Subí las escaleras, y el olor que había percibido por primera vez en mi vida esa misma tarde se hacía más denso, sólido, casi visible en la luz revenida y evaporada de las escaleras, y entonces oí abrir la ventana que daba al patio interior, y miré hacia arriba y vi en el descansillo a la criada Beatriz, y a un hombre andrajoso que me miraba con la boca abierta y ojos muy abiertos de animal antes de lanzarse por la ventana. Me quedé parado, el corazón se había vuelto más rápido, oía mis latidos como oía temblar el canalón, la cañería del desagüe mientras el hombre se descolgaba por la pared, y oí el choque de los pies contra el suelo del patio y pasos apresurados de botas claveteadas, militares. Y Beatriz me dijo: No le diga nada a su tío, no le diga nada a su tío. Y yo no sabía si era una súplica o una amenaza, o una súplica y una amenaza.
Beatriz, dijo mi tío, y, detrás de Beatriz, que me miraba con los ojos muy abiertos, como si hubiera oído la llamada del verdugo y no pudiera creer que el verdugo había pronunciado su nombre, yo veía en los cristales esmerilados de la puerta del despacho las sombras de quienes estaban dentro del despacho: así veía la sombra de mis dedos en la pared, cuando no podía dormirme, la sombra de mis dedos como cabezas de oca y lobo, como un jockey con gorra y fusta a lomos de un caballo, como un avestruz o un primer ministro con sombrero de copa. Beatriz, llamó mi tío, y Beatriz respondió, asomándose al despacho por la puerta que había entreabierto después de golpear el vidrio con los nudillos, respondió que volvía de bajar el cubo de la basura al patio. ¿Está ahí mi sobrino?, dijo mi tío. Y Beatriz respondió: Aquí está. Mi tío dijo: Dile que pase. Así comencé a asistir a las tertulias alrededor de la radio en el despacho de mi tío. Sólo dejaban encendida la lámpara de la mesa de despacho, no porque fuera una reunión de conspiradores o espiritistas, sino porque mi tío tenía la pasión de la economía y vigilaba maniáticamente el gasto de luz y agua, y me invitaba amenazadoramente a leer un libro y me apagaba la luz cuando lo estaba leyendo, y me pedía que me bañara y me cortaba el agua cuando estaba enjabonado de pies a cabeza, y había que bañarse muy deprisa, como si cometieras un delito, como si estuvieras robando el agua o el jabón. La luz era poca en las tertulias del despacho de mi tío y no se oía mucho la radio, un rumor turbio de partes de guerra, emisoras extranjeras, una emisora extranjera que transmitía en español, zumbidos y silbidos submarinos, una voz que sustituía a otra voz, una música mora, más partes de guerra sobre los desastres del frente ruso. Aquí está el futuro juez, dijo mi tío señalándome con la mano abierta. Y así me enteré de que yo iba a ser juez. Busqué con los ojos una silla porque estaba cansado, quería acostarme, pero no encontré ninguna silla y me quedé de pie. Y la conversación se reanudaba ya, como si yo no estuviera allí, aunque todos sabían que estaba. Era una conversación miserable: sólo hablaba mi tío, que mencionaba el Don y el Volga, el Cáucaso, Sebastopol, Stalingrado, palabras incrustadas en frases telegráficas, mutiladas, ininteligibles como las frases del locutor extranjero entre rumores de gruta submarina. Allí estaban, en silencio, mirándome con incomodidad y disimulo, los tres hombres que yo conocía por los sombreros que dejaban en la percha del corredor. ¿De quién sería el bastón ridículo, negro, una cabeza de viejo en el puño de plata, que dejaban en el paragüero? Uno, el ingeniero de montes, se atrevió a pronunciar una frase: Quizá la guerra de Rusia haya sido una equivocación de Hitler, dijo el ingeniero, y me miró de reojo, y la voz se le iba diluyendo conforme me veía. Y el humo de los cigarros se concentraba sobre la lámpara encendida, alrededor de la lámpara encendida, como los mosquitos que yo acababa de ver alrededor de las farolas, y las caras de los hombres se confundían con las sombras, eran iguales en las sombras. Y ahora callaba el ingeniero, y a la luz de la lámpara me parecía ver el brillo del sudor en el poco pelo que le quedaba: se lo peinaba con una raya sobre la oreja izquierda y lo extendía, empomadado y demasiado negro, como un mantel sobre el cráneo desnudo.
¿Cómo lo has pasado en casa de Elvira?, me preguntó mi tío, orgulloso de que fuera haciendo mis propias amistades, mi tío, que llamaba Elvira al Duque de Elvira. Y, antes de que yo contestara, mi tío dijo que yo tenía buenos amigos, Elvira, por ejemplo. Y sentí cómo ahora me examinaban de arriba abajo el ingeniero de montes, el médico y el comerciante: yo había estado en Rusia, tenía la Cruz de Hierro, iba a ser juez, tenía buenas amistades, estaba herido, lleno de metralla, me iba a morir. No valía nada: el comerciante me comparaba con los aprendices que dormían sobre el mostrador de su tienda, horteras que dormían encima o debajo del mostrador según el tiempo que hiciera, permanentes aprendices a prueba que no cobraban una peseta porque no valían nada y nunca terminaban de superar la prueba, y me encontraba más insignificante, más escuchimizado que sus aprendices a prueba. Y el médico observaba mis hombros caídos, el brillo de mis ojos, mis orejas azuladas, mi frente sudorosa en la noche de octubre, y como un adivino que lee los posos del café o las líneas de la mano, deducía que yo no tenía futuro: era como si estuviera muerto, aunque todavía, según mis cálculos, faltaban más de tres meses para que estuviera muerto. Y el único que me miraba con respeto, el único que me miraba como a alguien que merece el tiempo necesario para meterle una idea en la cabeza, el tiempo que se necesita para convencerlo de algo, era el ingeniero, que temía a mis amistades y a mi lengua, y ya se veía en la lista negra del Gobierno Civil por oír emisoras extranjeras y hablar mal de Hitler, de Falange Española, de la campaña de Rusia: Lo que quiero decir del frente ruso no entraña un juicio de valor, sino un sucinto juicio climatológico, añadió el ingeniero técnica y enigmáticamente. Y mi tío lo cortó con una voz perentoria que hacía vibrar las cortinas: ¿No es Elvira una buena amistad? Y así empecé a conocer el tono vigoroso, insistente, que mi tío empleaba en aquellas veladas radiofónicas: mi tío interrumpía, adivinaba las preguntas que iban a hacerle, contestaba antes de que le preguntaran, se preguntaba a sí mismo y no se respondía jamás. ¿No es Elvira una buena amistad?, preguntó mi tío. Pero nadie quería hablar del Duque de Elvira. O nadie tenía nada malo que decir del Duque de Elvira, o el Duque de Elvira tenía cosas malas que decir de todos, el Duque de Elvira, traficante de secretos y silencio, que compraba con silencio propiedades inmobiliarias. Nadie quería recibir la llamada de Sebastián Funes, suegro y administrador del Duque de Elvira: Un señor, buen amigo mío, tiene unos papeles que le interesan a usted tanto como a mí ese cortijo que tiene usted, si vende usted a buen precio, claro está, ese cortijo que tiene usted en Otura, o esa casa de la Puerta Real, o esa casa de la calle Reyes, o esas ruinas, no se les puede llamar de otra forma, que tiene usted en Alhama, decía Sebastián Funes, de parte del Duque de Elvira.
Pero mi tío hablaba de la campaña de Rusia y del Duque de Elvira. No le tenía miedo al Duque de Elvira, y hablar del Duque de Elvira le permitía hablar de lo que más le apasionaba: los negocios. Elvira lo compra todo, ruinas y palacios, fincas urbanas y fincas rústicas, y ahora se empeña en que el imbécil de Ruiz-Ortigosa le venda la casita de la calle Reyes, dijo mi tío. Así me enteré que Ruiz-Ortigosa, el catedrático de Derecho Administrativo que me había examinado de modo extraordinario en un despacho polvoriento y silencioso para dar el visto bueno a mi ingreso en la universidad, era un auténtico imbécil, aunque no pareciera mala persona. Recuerdo al catedrático Ruiz-Ortigosa como un hombre al que le costaba trabajo hablar. El día del examen me había mirado como un mecánico mira un motor que espera reparación aunque no tiene arreglo, y me había preguntado si me encontraba bien, aunque era evidente que el que no se encontraba bien era él, el catedrático, que parecía a punto de echarse a llorar, o de abandonarse al sueño, o de desmayarse para no tener que soportar más la situación en la que se encontraba: estar a solas en un despacho silencioso y polvoriento con un ignorante acogido a las ventajas que la Junta de Recompensas concedía a los excombatientes falangistas, un ignorante que ni siquiera había terminado el bachillerato, aunque tenía ya edad para ser universitario, y quería iniciar estudios de Derecho. ¿Está usted preparado?, me dijo, y volvió a callarse, cinco minutos de silencio, diez minutos de silencio, el segundero recorrió trescientos sesenta grados sobre la esfera fosforescente de mi reloj alemán mientras yo aguantaba la respiración como Houdini dentro del cofre cerrado con cadenas, y el catedrático tosía, miraba su reloj, no dejaba de mirarme, no se permitía cerrar los ojos, no se confiaba, quizá durmiera con los ojos abiertos, ojos de mosca tras las gafas manchadas de luz y ceniza, manchadas como las solapas de la chaqueta por la luz manchada, de media tarde, que se colaba por la claraboya hasta la que ascendían los legajos amontonados sobre el archivador. Se había afeitado el catedrático, se había aplicado después de afeitarse una loción mentolada que yo olía desde mi silla, pero se había dejado aquí y allí círculos de barba crecida que revelaban que había pasado muchos días sin afeitarse. ¿Está usted preparado?, repitió, tartamudo, como si hubiera estado dormido con los ojos abiertos y le costara pronunciar las primeras palabras después de despertarse, y levantaba una ceja mientras bajaba la mano que acababa de levantar, sin una palabra, como los enfermos que con agujeros en la garganta y el cráneo vendado le dictaban cartas con muecas y movimientos de las manos, sin una palabra, a la enfermera Kóhler en el Hospital Militar de Berlín. ¿Está usted preparado?, volvió a tartamudear el catedrático, torpe y titubeante. Estoy preparado, dije. Entonces le haré la primera pregunta, dijo el catedrático. Tengo mala memoria, pero no olvidaré nunca las preguntas que me hizo el catedrático Ruiz-Ortigosa. Usted ha salido de España, ¿no es verdad?, me preguntó el catedrático. ¿Qué países de Europa conoce usted? Y volvió a callar Ruiz-Ortigosa, que se agitaba en la silla, temeroso de que yo no supiera la respuesta. Yo pensaba antes de responder: sabía que había estado en Francia, sabía que había estado en Alemania y en Rusia, sí, había estado en Polonia. No me dio tiempo a responder: Usted ha estado en Rusia, me lo han dicho, me lo han advertido, dijo Ruiz-Ortigosa, en voz muy baja, como si me confesara un secreto inconfesable. Y agitó una campanilla, y se asomó un bedel al despacho inmóvil y lleno de polvo, y Ruiz-Ortigosa dijo con la voz quebrada: Hemos terminado, apto, apto, desde luego, apto, apto. Y yo oía: Achtung, achtung, achtung.
En los ceniceros se formaba un planeta de cenizas, dunas y llanos de ceniza y hebras y picadura de tabaco que el ingeniero de montes removía con una cerilla usada, preocupado por algún asunto, con mil pliegues en la frente que le desarmaban el peinado duro de fijador, mientras la radio transmitía música clásica y mi tío decía: Sí, Elvira acabará comprando la casa del imbécil de Ruiz-Ortigosa. Y el comerciante, que no se atrevía a hablar del Duque de Elvira, se atrevió a hablar del catedrático, que había pasado tanto miedo que había perdido la voz, se había quedado mudo de miedo, y todavía estaba aprendiendo a hablar de nuevo, todavía no había recuperado el habla, aún temía que algún falangista de la centuria Pérez del Pulgar se arrepintiera de tanta piedad y le pegara un pistoletazo. Y cada día estaba más estropeado: cada día perdía más. Y el médico dijo: Ortigosa envenenó a muchos con sus ideas, aunque ahora se haga el inocente, demasiado bien ha salido, y yo no niego el derecho de todo el mundo al pensamiento, me conocéis bien, pero no se puede especular con ideas peligrosas, y Ortigosa envenenó la salud mental de muchos, todavía me acuerdo de su ayudante, el joven y malogrado Portugal. Entonces mi tío dijo: No creo que las ideas de Ortigosa envenenaran a nadie porque Ortigosa no ha tenido ideas en su vida, y sí, cada día pierde más en todo, pero gana en estupidez y confusión. Pero, desde luego, ese Portugal, el muerto, era mejor que el otro, el falangista relamido que ahora escribe en Patria y habla por la radio. Elvira debe querer a Portugal para algún asunto: cuando me llamó a la oficina me preguntó si tú, sobrino, salías mucho con Portugal, incluso me preguntó si irías a verlo con Portugal. ¿Es que sales con ese niñato?, me preguntó mi tío. Y el ingeniero, aprovechando que mi tío me incluía en la conversación, dijo: El frente ruso es un problema climatológico.
Entonces empecé a vivir pendiente del teléfono, esperando las llamadas del Duque de Elvira, que me invitaba a pasar la tarde en su casa oyendo los últimos discos que le habían traído de Gibraltar. Oía el teléfono y sentía un vuelco en el corazón, y dejaba las cuentas de mi tío o cerraba el último libro que mi tío me había dado para que me lo aprendiera de memoria y se lo contara mientras comíamos: ahora prefería mirar el libro de contabilidad o el libro de Aristóteles antes que mirar por la ventana y encontrarme con la mujer sin ojo que me preguntaba por su hermano perdido. Esperaba que sonara el teléfono, esperaba que la criada Beatriz llamara a la puerta y dijera: El Duque de Elvira. Y a veces sonaba el teléfono y nadie lo cogía porque Beatriz no estaba en la casa y la cocinera no sabía hablar por teléfono y tenía órdenes de no coger el teléfono, y yo corría a la puerta que separaba las habitaciones del servicio del resto de la casa, porque detrás de aquella puerta había un teléfono, y encontraba la puerta cerrada con llave. Pero no sonaba el teléfono detrás de aquella puerta: ahora sonaba en el despacho, donde había otro teléfono y un conmutador que permitía pasar la línea telefónica a las habitaciones de servicio. Iba al despacho y la puerta estaba cerrada con llave, y a través de los cristales esmerilados de la puerta cerrada con llave veía la silueta del teléfono que sonaba sin que nadie lo descolgara, como oímos desde la calle un teléfono que suena en una casa vacía. Y un día oí cómo se abría la puerta de las habitaciones de servicio, y esperé que los pasos de Beatriz llegaran a mi puerta, y abrí de repente y me encontré con Beatriz. ¿Quiere usted asustarme?, me dijo. No, no quería asustarla, sólo quería que dejara la puerta abierta cuando saliera a la calle para que yo pudiera responder al teléfono. Me dijo que no: detrás de la puerta de servicio estaba el dormitorio de mi abuela y mi tío había dispuesto que no me viera mi abuela, que nunca me viera mi abuela. Le pedí a Beatriz que entonces dejara abierto el despacho de mi tío. Se le escapó una risotada, una risotada infeliz, sin alegría, agriada. Y siguió de largo, hacia la calle, y dejó cerradas todas las puertas y, en cuanto cerró la puerta de la calle, sonó el teléfono. Y yo pensaba: Me está llamando el Duque de Elvira y no puedo responderle.
Así fue como empecé a robar las llaves de todas las habitaciones de la casa, sin robar una sola llave. A través de la ventana del aparador falso del comedor, la ventana donde aparecían con soperas y fuentes las manos enrojecidas de la cocinera, había visto el anaquel de las llaves, y por la ventana del aparador falso empecé a robar las llaves de la casa sin que nadie lo notara: robé todas las llaves de la casa sin robar una sola llave. Era el comedor la única habitación a la que yo tenía libre acceso, y, durante poco más de una hora, a media mañana, a la hora del Ángelus, como decía la radio, la ventana del aparador falso se quedaba abierta, con los platos y la cubertería para el almuerzo. Introduje el paraguas de mi tío por la ventana de la puerta secreta que comunicaba el comedor y la cocina, y con la punta del paraguas de mi tío enganché una llave, la descolgué, la cogí, y puse en su lugar la llave de mi cuarto. Fui repitiendo la operación día a día, tantas veces como llaves había en el anaquel. Luego corría por la calle de la Cárcel, hasta la tienda del cerrajero y afilador de cuchillos del Pie de la Torre. Y el corazón me latía más rápido, con furor, mientras el afilador afilaba cuchillos y tijeras entre un relampagueo de chispas incandescentes que no quemaban las manos del afilador, y el cerrajero me hacía una copia de la llave robada. ¿Estaban retirando en ese mismo instante, mientras saltaban chispas del cuchillo de carnicero y el cerrajero limaba sin fin la llave nueva, los platos y la cubertería de la ventana del aparador falso? ¿Volvían a cerrar la ventana? ¿Intentaban en ese preciso momento abrir con la llave de mi cuarto la puerta de un cuarto que no era mi cuarto? Y ya corría otra vez por la calle de la Cárcel, por la Gran Vía, ahogándome. Corría y me dolían los tornillos oxidados, los restos de metralla que tenía incrustados en la espalda y los hombros: me dolían como cuando estaba quieto, en la cama, de noche, pero iba corriendo a pleno mediodía, sintiendo los latidos del corazón en los tornillos oxidados, en los bultos que me quedaban en la espalda y los hombros. El pulso se había acelerado tanto que me fallaba: iba a detenerse, rápido, rápido, iba a detenerse. Daba un traspié, me caía sin acabar de caerme, me veía deformado en la carrocería de un coche, me veía ya bajo las ruedas del coche, seguía corriendo. No llegaba nunca a la casa, aunque sólo tardaba en llegar cinco minutos, y me ahogaba. Subía ahogándome las escaleras, entraba en el comedor, encontraba abierta la ventana del aparador falso, sacaba el paraguas de debajo de la mesa, descolgaba mi llave, y devolvía la llave robada a su sitio. Me agotaban la emoción y la tensión, me agotaban mucho, y la copia de la llave que robaba nunca abría las puertas que yo quería abrir, y, agotado, decidía irme inmediatamente a Málaga, al día siguiente: en cuanto descansara me iría a Málaga. Tenía dinero, tenía las trescientas pesetas que me habían robado en Málaga y Portada había recuperado, así que compraría un billete de primera clase para el Rápido a Málaga. Pero estaba tan cansado que no me quedaba fuerza para irme, no me quedaba fuerza para sacar el billete: me iría al día siguiente. Vería antes al Duque de Elvira, me despediría del Duque de Elvira, aunque no quería ver al Duque de Elvira: quería ver a la mujer del Duque de Elvira. Y, cuando el Duque de Elvira llamó, y Beatriz me dijo que me llamaban por teléfono, y el Duque me dijo que le habían traído tabaco y discos americanos de Gibraltar, dije que iría inmediatamente a su casa, que no me mandara el coche, que cogería un tranvía. Y el Duque me dijo que me mandaría el coche, no sólo para mí, sino para cualquier amigo que yo quisiera llevar a su casa. No tengo amigos aquí, le dije al Duque de Elvira, y empezaban a ahogarme los celos, porque mi tío me había dicho que Elvira, el Duque de Elvira, estaba buscando a Portugal, que quería que yo le llevara a Portugal para algún asunto que Elvira se traía entre manos, y yo pensaba, de noche, cuando no podía dormirme y me dolían y me quemaban los tornillos oxidados que tenía incrustados en la espalda y los hombros, pensaba que el Duque de Elvira no me buscaba a mí sino a Portugal, y me dormía maldiciendo a Portugal y al Duque de Elvira. Y, cuando el Duque de Elvira me invitó a su casa y me dijo que llevara algún amigo, no dudé, sabía lo que el Duque de Elvira esperaba de mí, sabía lo que tenía que llevarle si quería seguir yendo a su casa, y le dije que sí, que llevaría a un amigo, un periodista y locutor de radio, Portugal. Le dije que me mandara el coche a las ocho, y me presenté sin Portugal en su casa, porque yo ni siquiera sabía dónde vivía Portugal, ni si Portugal tenía teléfono: lo único que quería era ver a Ángeles, la mujer del Duque de Elvira. Y el Duque de Elvira miró en el interior del Chevrolet vacío, porque ya habíamos bajado el chófer y yo, y miró a mi alrededor y detrás de mí, y me miró de arriba abajo, se cercioró de que llegaba solo, sin Portugal. Entonces el chófer se tuvo que ir con el Chevrolet porque lo esperaban en un sanatorio, y las agujas del gramófono se perdieron, y la mujer del Duque se quedó arriba, con la niña, que estaba un poco resfriada, y un tranvía me devolvió a casa de mi tío antes de que hubiera pasado una hora.
Y al día siguiente sonó el teléfono y no había nadie para descolgarlo y las puertas estaban cerradas, y tres días después el Duque de Elvira volvió a llamar y Beatriz descolgó el teléfono. Había comprado agujas para el gramófono en Musical Montero, y me esperaba para oír los discos que le habían traído de Gibraltar si quería pasarme por su casa con algún amigo. Yo seguía temblando de celos, celos por alguien que, sin conocerlo mucho, me gustaba poco, y sabía también qué debía hacer si quería volver a encontrarme con Ángeles: Tengo un amigo periodista y locutor de radio, Portugal, si te parece le pido que venga conmigo, le dije al Duque de Elvira. Y en cuanto colgué el teléfono le pedí a Beatriz el periódico Patria, donde Portugal publicaba entonces sus artículos, y busqué el teléfono de la administración y redacción del periódico Patria, en la calle Oficios, y llamé por teléfono y pregunté por Portugal. Y decían: Espere un segundo, y los segundos duraban minutos y los minutos parecían no acabar nunca. Por quién pregunta, me decía una voz distinta a la que me había pedido que esperara un segundo. Y una voz me dijo: Llame a casa de su madre. Y me dio un teléfono. Y Portugal no estaba en casa de su madre, y una voz de mujer me decía que llamara al Patria, y los coches cruzaban la Gran Vía mientras yo marcaba el teléfono de Patria, y ya oía el motor del Chevrolet que se acercaba, y volvía a ver al Duque de Elvira buscando en el interior del Chevrolet dónde se escondía él periodista Portugal, y ordenándole con los ojos al chófer que desapareciera camino de algún sanatorio fantasma, y moviendo una mano para que Ángeles desapareciera en el piso de los dormitorios, oculta en un silencio que protegía toses de tosferina y fiebres de niña que dentro de un año empezaría a mudar los dientes. Y llamé otra vez al periódico, y entonces, entre tecleo de máquinas de escribir, una voz soñolienta, perezosa, me dijo: Tú eres Santos. Y yo dije, aunque no era Santos ni sabía quién era Santos: Sí, soy Santos. Y la voz me dijo: Portugal está en la Cervecería Mayer.
La primera vez que Portugal fue a casa del Duque de Elvira, yo llevaba una camisa de mi tío y un traje de mi tío y Portugal llevaba una camisa mía y un traje mío, que habían salido de la maleta que el Duque de Elvira me había traído de Málaga por encargo de Portada. Porque cuando fui a buscar a Portugal a la Cervecería Mayer no lo encontré dormido como la primera vez que lo había visto en la terraza de la Cervecería Mayer. Lo busqué por la terraza y no lo encontré, porque hacía frío y la terraza estaba vacía. Lo busqué en la barra, y no lo encontraba, hasta que se apartaron los tres que bebían cerveza al fondo del local, y vi a Portugal sin gafas, sentado en el serrín, en el suelo. La nariz le sangraba, y Portugal parpadeaba, sonreía, como si soñara mientras se despertaba, nublados los ojos sin gafas. Y así me acerqué por casualidad: yo no lo estaba buscando. Porque yo no había dicho en ningún sitio quién era yo, que llamaba desesperado buscando a Portugal, o había dicho que no era yo, sino otro, un tal Santos, que era precisamente el amigo que le había pegado un puñetazo en la nariz a Portugal. No está rota la nariz, me dijo Portugal cuando lo ayudaba a levantarse, y se tocaba la nariz salpicando sangre, con la americana y la camisa salpicadas de sangre, poco seguro de que la nariz no estuviera rota. No está rota, son bromas de camaradas, cosas de Santos, decía Portugal. Santos soy yo, dijo Santos. Y se reía con sus dos amigos y con Portugal. Y la cajera de la Cervecería Mayer llegaba con algodón y agua oxigenada, y le limpiaba la cara de sangre a Portugal, y el agua oxigenada espumeaba, y una pompa roja salía de la nariz de Portugal, y Portugal respiraba como si estuviera asfixiándose. Y el fregantín limpiaba con una servilleta las gafas de Portugal como se seca un vaso. Ven a mi casa, le dije a Portugal. Vivo aquí, en el número 33. Y fue la primera vez que hablé de mi casa para hablar de la casa de mi tío.
Entonces se multiplicaron las visitas a la casa del Paseo del Salón: Portugal hechizó desde la primera visita al Duque de Elvira y a la mujer del Duque de Elvira, aunque un algodón le tapaba uno de los agujeros de la nariz. Algo tenía Portugal: no era sólo su habilidad para echar la cerveza con la espuma ideal o identificar las canciones negras que sonaban en el gramófono al primer redoble de tambor o a la primera nota de la trompeta; no era sólo su sensibilidad para saber el punto exacto de desgaste de las agujas del gramófono, cuándo había que cambiar la aguja para mejorar la sonoridad del disco; no era sólo su destreza de bailarín capaz de bailar sólo con los dedos, que tamborileaban sobre la mesa, y con las cejas y los labios, impávido en su silla. Portugal tenía algo, tenía algo cuando aún no lo conocías bien, y era encantador cuando se aburría como un hombre de mundo que ha visto demasiadas cosas, y la boca se le abría un poco, y el pelo le caía sobre las gafas de miope y los ojos azules, y Portugal lo apartaba con el dorso de la mano como un minero que se seca el sudor después de haber excavado durante horas, un minero impoluto, inmaculado, distinguido incluso con unas gafas de diez dioptrías, un algodón en la nariz y mi ropa, que había sustituido al traje veraniego y manchado de sangre de Portugal, mi ropa, el traje azul marino regalo de Falange para celebrar mi regreso de Rusia, un traje que parecía de papel de forrar o embalar, papel encerado para soportar los temporales y los largos viajes, Y el cuello de Portugal emergía de la burda camisa de estudiante que me había cosido Sagrario y de las solapas duras como cartones del traje azul marino, y el cuello claro y esbelto de Portugal transformaba las telas ásperas en un caso de extravagancia y elegancia extremas: Portugal era un príncipe que se disfraza de mendigo para gustar más, para despertar ternura materna como un estudiante de pocos medios, con las gafas brillantes, muy limpias, porque les había lavado la sangre el fregantín experto de la Cervecería Mayer. Y Portugal entró en la casa del Duque de Elvira como si ya hubiera estado allí antes, muchas veces, quizá porque mi ropa ya había estado en la casa del Duque de Elvira, dentro de la maleta que el Duque de Elvira me había traído de Málaga. Portugal estrechó la mano del Duque de Elvira, y besó la mano de Ángeles, y le hizo una reverencia a la niña, una reverencia que fue, más que una reverencia, una convulsión, y le acercó un dedo a la nariz y la niña se retorció de risa, e inmediatamente llamaron a la niñera para que se llevara a la niña, que lloraba porque no quería separarse de Portugal, un favorito de las mujeres.
Fue un tiempo doloroso y feliz: cada tarde se repetían, siempre distintas, las visitas al Duque de Elvira. Y Ángeles aparecía cada tarde más esplendorosa, mejor vestida y maquillada, más brillante el brillo en los ojos, que se apagaba si yo llegaba sin Portugal: entonces la tarde se aceleraba, se reducía a los saludos de recibimiento y despedida, ni siquiera se abría el gramófono porque el Duque tenía que salir con urgencia, inevitablemente. Y yo me moría de celos, y decidía no volver jamás a casa del Duque de Elvira, irme de Granada al día siguiente. Pero sonaba el teléfono en el instante en que acababa de decidir no volver jamás a casa del Duque de Elvira, y era el Duque de Elvira: A Ángeles y a mí nos gustaría mucho que vinieras esta tarde, me han traído un disco extraordinario, avísale a tu amigo, si te parece. Y yo no quería llamar a mi amigo, a Portugal, que ni siquiera era mi amigo, porque no quería llevarlo a casa del Duque de Elvira, donde sólo existía mi amigo y yo me convertía en el espectador de un partido de tenis, girando la cabeza a derecha e izquierda, celebrando el juego del Duque de Elvira y Portugal, buscando la mirada de la espectadora que se sentaba frente a mí, Ángeles, que, absorta en los dos jugadores, no me miraba nunca o me miraba como la espectadora que mira desde su asiento de tribuna a la multitud que se sienta en las localidades baratas. Volvería a casa del Duque de Elvira, pero sin Portugal: pero, si no llevaba a Portugal, no me admitían en la casa del Duque de Elvira. Sólo fingían admitirme el tiempo necesario para hacerme saber que no me admitían: porque, si no iba con Portugal, las cejas arqueadas de Ángeles me advertían que tenía que irme, que la tarde se había estropeado, que le dolía la cabeza, que la niña tenía décimas de fiebre, que todo se estropeaba si Portugal no estaba en la casa. Y así, si quería ir a casa del Duque de Elvira, tenía que llevar a Portugal, que me estropeaba las visitas al Duque de Elvira y, sobre todo, las visitas a la mujer del Duque de Elvira, visitas que, si no llevaba a Portugal, también se estropeaban sin remedio.
No sabía qué partida jugaba el Duque de Elvira con Portugal, mientras el chófer iba y venía con jarras vacías y jarras llenas de cerveza: había un asunto al que Portugal y el Duque volvían frecuentemente, como los antiguos alumnos de un colegio vuelven después de muchos años, si se encuentran por azar, a hablar de las aventuras escolares, episodios aburridos de tiza y pupitre y zafiedad que se recuerdan como batallas o descubrimientos geográficos, como los episodios ridículos y mugrientos de cuartel que recuerdan los reclutas treinta años después de dejar de ser reclutas. El Duque y Portugal volvían a hablar de una partida de cartas en una posada de Loja, de un bandolero rojo muerto de un solo tiro, tendido boca arriba en la tierra roja de la bodega de la Posada Reinoso, pieza cobrada por el Duque en la cacería organizada aquella noche por el ganadero Bobadilla, de unos billetes marroquíes y noruegos que el Duque de Elvira, afortunado héroe de la noche, le había ganado a Portugal. Y la casualidad había querido que yo conociera a Portugal y lo invitara a acompañarme a casa del Duque de Elvira, decía el Duque, que sólo me había invitado a su casa para que diera la casualidad de que yo llevara a Portugal a su casa. Ahora Portugal acudía a la casa, como yo, para ver a Ángeles, y era feliz contándole sus viajes por el mundo, los hoteles, viajes y hoteles que eran mentira casi siempre, porque Portugal sólo había salido al extranjero para asistir en Nuremberg, en 1938, al congreso del Partido Nacionalsocialista, y en Nuremberg había dormido en un tren parado en vía muerta. Pero no importaban mucho las naciones fabulosas que hubiera recorrido Portugal: Portugal no hablaba nunca de monumentos ni paisajes únicos. Portugal sólo hablaba del color de una noche, de una sensación especial de frío húmedo, de las moscas de un domingo en un hotel, de la altura y finura de las copas en un bar donde la camarera bailaba mientras el camarero tocaba el Danubio Azul golpeando el cristal de una copa con un cuchillo: una noche en Praga, frío en Roma, moscas felices y domingos desolados en Tánger, una copa fina y alta en Viena. Y el Duque de Elvira ordenaba a la criada que trajera una copa fina y alta. En esta cristalería bebió la reina Victoria Eugenia, decía el Duque de Elvira. Y probaba a tocar el Danubio Azul golpeando la copa fina y alta con un cuchillo. Y reíamos mientras volvíamos a Viena, donde no habíamos estado nunca.
5
El Duque de Elvira desapareció el 30 de diciembre de 1942 mientras paseaba a su perro, y nadie volvió a verlo vivo. Cuando estaba en Granada, en su casa del Paseo de la Bomba, el Duque de Elvira paseaba todas las mañanas a su perro. Era un hombre sistemático el Duque de Elvira, como lo demostró en sus muchas investigaciones sobre las vidas de unos y otros, investigaciones con las que hizo una fortuna; era muy sistemático, pero, contra su costumbre, el 30 de diciembre no volvió a su casa. Cada mañana el Duque de Elvira salía de su casa a las diez y media, en la mano la correa verde del setter rojo, un perro que se llamaba Red. Yo sé que el Duque de Elvira paseaba cada mañana a su perro porque lo vi más de una vez cuando don Julio me enseñaba a conducir. Mi tío quería que yo aprendiera a conducir, y don Julio me recogía los domingos por la mañana y me enseñaba a conducir en el Ford de mi tío, que muy pronto sería mi Ford, el primero de los catorce coches que he tenido en mi vida. Don Julio me enseñaba a conducir, pero no quería enseñarme a conducir: parecía que me enseñaba a conducir los domingos por la mañana, pero sólo pasaba las mañanas de los domingos despreciándome y aborreciéndome mientras procuraba que yo despreciara y aborreciera el coche y la idea imposible de conducir un coche. Porque don Julio, que vivía en una casa que era de mi tío, y vestía la ropa que le daba mi tío, y conducía el coche de mi tío, temía que yo le quitara la casa, la ropa y el coche de mi tío. Me enseñaba a conducir como un verdugo condenado a muerte enseñaría el oficio de verdugo al verdugo que lo ha de ejecutar. Así me enseñaba a conducir don Julio: como si, suponiendo que yo no hubiera visto nunca un escarabajo, debiera explicarme qué es un escarabajo y, teniendo don Julio un escarabajo dentro de una caja de cerillas, vivo o, pinchado en un corcho, muerto, se guardara el escarabajo, no me lo mostrara jamás, y me hablara interminablemente de ojos compuestos y pedicelos, del protórax y la mandíbula y el trocánter y el ápex del élitro del escarabajo. Y, mientras conducía don Julio, yo iba sabiendo que el coche arrancaba y avanzaba y se detenía gracias a la bobina de inducción, émbolos y válvulas y pistones, la transmisión y el árbol de levas y las trócolas, la caja de cambio y el embrague y el freno. Era un prodigio que el coche se moviera como se mueve una fábrica de miles de operarios, e imaginarme los movimientos de mis pies, mis manos y mi cerebro coordinando tantos movimientos, me mareaba. Me daba vueltas la cabeza. Con las ventanillas cerradas para que no entrara el frío, el olor a talco, barbería y gasolina quemada era el olor de mis nervios quemados en el trabajo infinito de conducir un coche, aunque yo no condujera, aunque sólo mirara cómo don Julio conducía plácidamente con media sonrisa en los labios, porque disfrutaba de mi desorientación y mi aturdimiento. Y yo me perdía, no veía ya a don Julio, sino que, más allá de don Julio, veía la Fuente de las Batallas, la Carrera de la Virgen, el Salón, el Paseo de la Bomba, veía el callejón sin salida por donde se entraba a la casa del Duque de Elvira, y pensaba en Ángeles, en el Duque de Elvira, en Portugal, en el teléfono que quizá estaba sonando en la casa de mi tío sin que nadie lo descolgara.
Los domingos, cuando don Julio se dirigía al surtidor de gasolina del Paseo de la Bomba, veía al Duque de Elvira con el setter rojo, paseando por el Paseo de la Bomba, hacia el Puente Verde. Aprender a conducir era un martirio que yo deseaba cada domingo, porque me permitía ver de lejos al Duque de Elvira, siempre con la esperanza de que lo acompañara Ángeles. Odiaba salir con don Julio a aprender a conducir, pero me gustaba salir con don Julio a aprender a conducir porque me gustaba mirar al Duque de Elvira sin que el Duque de Elvira supiera que lo estaba mirando. Entonces hacía mucho frío, y el Duque de Elvira salía de la casa con un abrigo azul, sombrero y guantes negros, como si fuera a un casino o a una reunión de negocios, y el guante de piel negra aferraba la correa verde del setter, que tiraba del Duque de Elvira mientras el Duque de Elvira tiraba del setter, y el setter podía más que el Duque de Elvira, y parecía que el aire arrastraba entre hojarasca al setter y al Duque de Elvira. Dejábamos atrás al Duque de Elvira, y yo lo seguía viendo por el retrovisor mientras bajábamos por el Paseo de los Basilios, hacia el Violón, donde don Julio frenaba, paraba el coche y me cedía el volante. La cara de don Julio se iluminaba cuando me cedía el volante porque mis torpezas se multiplicaban cuando don Julio me cedía el volante: ni siquiera atinaba a bajarme del coche para ocupar el asiento del conductor. Los pies se me enredaban misteriosamente en la alfombrilla de goma, no conseguía abrir la puerta y, cuando conseguía abrirla, no conseguía cerrarla o la dejaba abierta sin querer y tenía que volver para cerrarla cuando ya me subía al coche por la otra puerta. Y por fin subía al coche, y don Julio me indicaba cómo debía sentarme, la posición de la espalda, el ángulo que debía formar el mentón con el cuello, cómo apoyar las manos en el volante, cómo extender las piernas y apoyar los pies en los pedales. Y, rígido como el ayudante del lanzador de cuchillos, esperaba que don Julio me lanzara todo su desprecio a través de la ventanilla que se quedaba abierta para que yo oyera las órdenes de don Julio. Y don Julio me miraba sin irritación, feliz, feliz de saber que yo no conduciría jamás un coche, que nunca le arrebataría la casa, ni el coche que, siendo de mi tío, era de don Julio, y ni siquiera le arrebataría la ropa, porque mi tío antes o después se daría cuenta de que alguien como yo no podía ser nada suyo, no podía ser de la misma familia que mi tío, y me expulsaría del mundo de mi tío.
Porque don Julio creía formar parte del mundo de mi tío, aunque don Julio no formaba parte del mundo de mi tío, y precisamente por eso, porque no era parte de su mundo, mi tío lo mandaba a Málaga, a nuestra casa, con el dinero miserable en la carpeta azul, y don Julio aprovechaba el viaje a Málaga para resolver otros asuntos, asuntos que, según me reveló el Duque de Elvira, sólo consistían en una rápida visita a alguna casa de mujeres de la calle Camas, alguna casa mala de la peor categoría. Y mi tío nos mandaba a don Julio porque nosotros, mi madre y yo y Sagrario, tampoco formábamos parte del mundo de mi tío. Y así, creyendo formar parte del mundo de mi tío, don Julio no pertenecía a ningún mundo porque no formaba parte del verdadero mundo de mi tío y vivía en el mismo limbo que mi madre y yo y Sagrario. Y, aunque quizá lo sospechaba, no quería saberlo, cerraba los ojos y apretaba los ojos cerrados, porque, en caso de aceptar que no pertenecía al mundo de mi tío, se hundiría, desaparecería, se hundiría como esos principiantes de la natación a los que los salvavidas de corcho se les han soltado, y no lo notan, y siguen nadando, y se mantienen a flote hasta que se dan cuenta de que no llevan salvavidas: ven el salvavidas de corcho flotando a cinco metros de distancia, y bracean desesperadamente y se hunden como una piedra. Pero don Julio creía que era fundamental para mi tío: era una especie de niño de sesenta años con bigote blanco y, como un niño, dependía de los caprichos de una persona mayor que ni siquiera tenía caprichos. Cuando íbamos en el coche callaba como un niño insatisfecho o imprevisiblemente se volvía charlatán como un niño que por fin se ha salido con la suya. Y así íbamos en el coche, callados, en aquel silencio lleno de ruidos, ruidos a los que yo tenía que prestar atención, porque según don Julio el motor del coche le habla al conductor, le da instrucciones, le pide que cambie de marcha. Y aquel silencio falso era como el silencio falso de la casa de mi tío. Pasarán los años y, aunque no tengo memoria, recordaré siempre los silencios en la casa de mi tío y los silencios en el coche de don Julio, silencios mentirosos, silencios que no eran silencios de verdad, porque estaban llenos de ruidos. Todavía oigo los muebles que crujen en casa de mi tío, un ronroneo que puede ser un canto de iglesia, voces sueltas que no se dirigen a nadie, voces de alguien que habla solo, puertas que se cierran sin haberse abierto antes, puertas que se abren y esperas que se cierren y no se cierran nunca, campanas de iglesia sobre campanas de iglesia, fragor de cañerías, el timbre de la orina en las escupideras, timbrazos de teléfono. Y todavía oigo el silencio más lleno, el silencio de esperar que suene la llave en la cerradura, los pasos de mi tío y la voz de mi tío, que llenaban la casa antes de llegar a la casa: la llave de mi tío, los pasos de mi tío y la voz de mi tío llenaban constantemente aquel silencio falso, eran la materia de la que estaba hecho tanto silencio falso.
Y en el Ford don Julio y yo callábamos, los dos en el silencio hermético de una partida de ajedrez, atentos a los ruidos del coche. Don Julio conducía y yo atendía a los ruidos del coche, que para mí no querían decir nada: oír los ruidos del Ford era como oír el ruido del viento. Y don Julio me decía: ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta del cambio de marchas? Y me hablaba de tú, me tuteaba cuando me enseñaba a conducir, como si fuéramos dos mecánicos de un mismo garaje. Y yo miraba por la ventanilla, buscaba al Duque de Elvira y su setter rojo. Y don Julio me descubría distraído, gritaba: Atento a mis manos, hombre, atento a mis manos y a mis pies, no hay que perder nunca los pedales, nunca, y atento al ruido del motor, hombre, o apaga y vámonos, apaga y vámonos. Y llegábamos a la explanada del Violón y paraba el coche y volvía a explicarme cómo debía pisar los pedales y manejar la palanca de cambios, la posición del freno y el acelerador y el embrague, y en cuanto don Julio se bajaba del Ford y yo conseguía ocupar el puesto del chófer, me daba cuenta de que había olvidado la posición de los pedales, la posición del freno, el acelerador y el embrague. Y don Julio me sonreía desde fuera del coche, porque don Julio me cedía el puesto de chófer y se atrevía a dejarme solo en el coche, no porque confiara en mis cualidades de chófer, sino porque estaba seguro de que ni siquiera conseguiría que el coche se moviera: se bajaba del coche y me dejaba dentro del coche porque sabía que era como dejar el coche vacío. Sabía que el coche no corría ningún peligro en mis manos porque yo no conseguiría mover el coche. Me miraba, sonreía: Adelante, adelante, me gritaba. Y se daba media vuelta, iba y venía arriba y abajo, cerca del coche, el coche quieto, resplandeciente en la mañana fría y resplandeciente, golpeaba el suelo con los pies como si los tuviera helados, se frotaba las manos enguantadas. Ni siquiera me miraba: no como un signo de confianza, sino como muestra de absoluta desconfianza: sabía que el coche no se iba a mover. Y de repente crepitaba el motor de arranque y el coche se movía, daba un salto hacia adelante, dos saltos, se lanzaba hacia adelante, se desviaba a la derecha, se lanzaba en línea recta hacia el pretil del río, saltando, acelerando, zigzagueando, y yo pía espantado los gritos espantados de don Julio, y pisaba todos los pedales, y el coche se detenía en seco. Entonces sudaba muerto de frío, y me dolían todos los tornillos oxidados que tenía en la espalda, y me temblaban las manos y las piernas mientras don Julio gritaba: Estás loco y me vas a volver loco, me vas a matar. Y don Julio abría como un loco la puerta del Ford, y me miraba como un loco, como si quisiera matarme, como si quisiera matarme de verdad, como si estuviera calculando cuánto tardaría en sacar de la guantera del coche la caja de aspecto extranjero donde guardaba la pistola, porque cuando la gente tiene una pistola le entran ganas de usarla. Y el coche reluciente se llenaba de polvo, parecía haber vuelto de un larguísimo viaje aunque sólo había recorrido treinta metros. Y la cara de don Julio había cambiado, se le había arrugado el abrigo, se le había salido medio guante de la mano derecha, se le había ladeado el sombrero, como si en treinta segundos hubieran transcurrido treinta horas.
Y entonces don Julio cambiaba, me hablaba de usted: Tranquilícese, me decía. Porque de pronto temía que yo no fuera un idiota, sino un intrigante. Temía que yo planeara que mi tío prescindiera de él, echara a don Julio, que había sido incapaz de enseñarme a conducir, incapaz de evitar que el coche terminara destrozado en el río. Entonces don Julio decía: Vamos a tranquilizarnos, vamos a tomar un café. Se ponía al volante e íbamos hasta Puerta Real en silencio, un silencio verdadero por fin aunque estuviera lleno de bocinazos y ruido de motor. Y, cuando cruzábamos el Puente de los Franceses, yo veía de lejos al setter rojo del Duque de Elvira, aunque no veía al Duque de Elvira. Y frente al Café Suizo don Julio me abría la puerta del Ford. ¿Está usted más tranquilo?, decía don Julio. Y me invitaba a café, y callábamos, ni don Julio ni yo sabíamos de qué hablar entre los que iban a la iglesia y los que venían de la iglesia. Y de repente me preguntaba: Usted perdone, ya sé que esta pregunta se la habrán hecho muchas veces, pero siento curiosidad, ¿cómo ganó usted la Cruz de Hierro en Rusia?
Nadie me preguntaba nunca cómo había ganado la Cruz de Hierro, ni siquiera los periodistas, porque yo volvía de Rusia, ya era bastante volver de Rusia: los periódicos estaban llenos de fotos de nieve y columnas de hombres medio enterrados en nieve y mantas, y fotos de carros de combate rusos destrozados en la nieve; y hasta las fotos de las victorias, las fotos de los pelotones de reconocimiento alemanes camuflados bajo capotes blancos, y las fotos de las columnas de esquiadores alemanes triunfantes, y las fotos de los prisioneros rusos, daban miedo. Aquellas fotos parecían el anuncio de un cataclismo, y formar parte de aquel cataclismo ya merecía la Cruz de Hierro, y nadie me preguntaba nunca cómo había ganado la Cruz de Hierro. Sólo el Duque de Elvira una noche, mientras esperábamos que el chófer nos recogiera a Portugal y a mí, me había preguntado en la puerta de su casa: Ya sé que te lo habrán preguntado tantas veces como a mí, cuando me escayolaron el brazo, me preguntaban cómo me había roto el brazo, pero, dime, ¿cómo ganaste la Cruz de Hierro? Y me miraba con una fijeza pegajosa, impertinente, como de niño sin malas intenciones, y Portugal, que no me había preguntado cómo había ganado la Cruz de Hierro cuando me entrevistó para el periódico Ideal o el periódico Patria, ya no me acuerdo, y para la radio, Portugal también me miraba ahora con una curiosidad pegajosa e impertinente, como si la curiosidad del Duque de Elvira se contagiara. Y los ojos del Duque de Elvira succionaban algo de mi interior, extraían algo que ni siquiera yo sabía que llevaba dentro, y entonces vi, como nunca lo había visto, con una claridad que dolía, la cabaña de Possad donde nos refugiábamos el cabo Carré y el sargento Leyva y yo, muerto de sueño, deseando dormirme, con la radio y el teléfono de campaña que no callaban jamás y el rollo de cable del teléfono de campaña a la espalda, antes de que todo estallara y el mundo se deshiciera, se volatilizara, se volviera irreal y el cable del teléfono se me incrustara en la espalda. Y aparté los ojos del ojo marrón y el ojo verde del Duque de Elvira, y miré a Portugal, porque había algo desagradable en los ojos del Duque de Elvira, daba dentera mirar los ojos del Duque de Elvira cuando miraba así, y le cambiaban los labios cuando miraba así, como uno que mira con ansia un plato. Y aquello que hacía desagradable al Duque de Elvira, también lo hacía atractivo, te obligaba a buscarlo, a buscar su compañía, como ciertas bebidas alcohólicas te atraen a pesar de su sabor áspero o precisamente por su sabor áspero.
Como hombre de orden que era, el Duque de Elvira sacaba de paseo al setter rojo cada mañana a la misma hora. Me encontré alguna vez al Duque de Elvira cuando paseaba al setter rojo, o, para decir la verdad, no me lo encontré, lo busqué: yo salía camino de la universidad, hacia la facultad de Derecho, y tomaba la calle de San Jerónimo, la calle de las funerarias, y, cuando estaba llegando a la Plaza de la Universidad, volvía sobre mis pasos, huía del patio funeral de la facultad, de las miradas funerales de los bedeles y los alumnos. Aquí viene el moribundo, decían aquellas miradas funerales. Porque me miraban y querían descubrir en mí la marca de la muerte: como cuando te han escondido una rata en la maleta o dentro de la cama, entre las sábanas, y, en el instante de abrir la maleta o la cama, te miran para ver cómo reaccionas, qué efecto te produce la rata; y quieren mostrar indiferencia, mirándose de reojo, aguantando la risa, curiosos, aunque conocen ya lo que esperan: tu desorientación, tu irritación, tu sufrimiento. Así miraban cómo operaba la muerte en mí. Y me alejaba del patio funeral de la universidad, y los pasos me llevaban hacia Puerta Real y la Carrera de la Virgen, a los alrededores del Paseo de la Bomba, por donde el Duque de Elvira paseaba al setter rojo y donde alguien que conocía bien los pasos del Duque de Elvira apuñaló y mató al Duque de Elvira. Pero, lías pocas veces que coincidí con el Duque de Elvira mientras paseaba al perro, me di cuenta de que el Duque de Elvira se sentía molesto al verme; más que molesto, parecía no reconocerme: sufría como si un desconocido quisiera imponerle su presencia. Porque el Duque de Elvira no vivía en un solo mundo, sino en muchos mundos a la vez, y te conocía en un mundo, pero no te conocía de nada en otro y, si te encontraba en un mundo al que no pertenecías, ni te saludaba, no porque fingiera no verte, sino porque no te reconocía en ese mundo, porque no existías en ese mundo o, peor, eras una intromisión, un fastidio. Te lo encontrabas por la Gran Vía del brazo del cirujano Poveda, que para casarse con la enfermera había matado a su mujer, o eso contaban, como contaban que era morfinómano, el cirujano Poveda, con el traje siempre planchado, perfecto, y la cara más arrugada cada día y más deshecha, amigo y contertulio de mi tío y jefe del quirófano de la plaza de toros de Granada, adonde los toreros acudían con su propia morfina, porque siempre faltaba morfina en la plaza de toros de Granada, y el Duque de Elvira, del brazo de Poveda, ni te decía adiós, ni te hacía un gesto, nada, o te decía adiós como si no supiera de qué lo conocías, extrañado de que tú lo hubieras saludado, como si no hubieras pasado la tarde anterior y muchas tardes anteriores en su casa. Y por eso, porque cambiaba de un mundo a otro, siempre parecía tener que reconocerte antes de los saludos, y siempre demostraba la deferencia, el favor que te hacía reconociéndote, aunque ya te hubiera reconocido más de cincuenta veces y cada tarde fueras a su casa.
Nadie acompañaba nunca al Duque de Elvira cuando paseaba al perro, y el día que me lo encontré, la cara alegre y la correa verde en el guante negro, vigilando desde lejos cómo el perro correteaba por el Paseo de la Bomba, me miró con los ojos desequilibrados por la sorpresa y el fastidio de verme, como si fuera dos personas, como si un ojo se espantara de tenerte delante y otro viera todavía lo que tú ahora le impedías ver: el perro que correteaba por el paseo vacío y levantaba el polvo y la hojarasca del paseo vacío. Porque hay hombres que pueden ser uno y, un segundo después, otro totalmente diferente, pero el Duque de Elvira podía ser dos hombres al mismo tiempo. Y siempre que busqué al Duque de Elvira por los alrededores del Paseo de la Bomba y el Paseo de los Basilios, antes de que desapareciera en el Puente de las Brujas, noté la misma sensación de inseguridad, de incomodidad. Y siempre que iba a casa del Duque de Elvira notaba la misma sensación de inseguridad e incomodidad, siempre pensaba que llegaba tarde o demasiado temprano, aunque nunca me citaban a una hora determinada. Pero el Duque de Elvira siempre paseaba el setter rojo a la misma hora, entre el Paseo de la Bomba y el Puente Verde y el Paseo de los Basilios, y, cuando lo encontré, como encontraba con la punta del lápiz el centro del laberinto en los pasatiempos del periódico, cuando encontré al Duque de Elvira frente al surtidor de gasolina del Paseo de la Bomba, la incomodidad fue mayor que nunca, con los zapatos cubiertos de polvo y la impresión desangelada del invierno, frente al surtidor de gasolina. Entonces el perro salió de los jardines, cruzó las vías del tranvía y se acercó alerta, como si temiera encontrarse con un enemigo. Estábamos frente a la bomba de gasolina, juntos y solos, el Duque de Elvira y yo, cada uno pegado a su sombra, y el perro se acercaba con su sombra, rugiendo. Lo oí rugir cuando estaba a dos metros, parado a dos metros, olfateándome a dos metros de distancia. Y ni el Duque de Elvira ni yo hablábamos, sólo mirábamos al perro.
Y, cuando hablamos, dijimos dos o tres frases ridículas, como dos amigos que prefieren no verse, no encontrarse, dos o tres frases estúpidas, ni menos estúpidas ni más estúpidas que cualquier frase que se dice al día, dos o tres frases ridículas como todas las frases cuando se enfrían y las recuerdas después de algún tiempo, como son ridículas las caras de todos los muertos si las miras con atención: he visto muchos muertos, incluso muertos sin cabeza, y todos son ridículos, incluso los muertos sin cabeza y con los cuellos de la camisa doblados y sucios. Intercambiamos dos o tres frases ridículas el Duque de Elvira y yo, y me despedí, avergonzado de haber dicho dos o tres frases ridículas, y de haber recorrido el Paseo de la Bomba y el curso del río en busca del Duque de Elvira y su setter rojo. Y, cuando me iba, oí la voz del Duque de Elvira, y volví la cabeza, seguro de que me llamaba para disculparse por su sequedad, por haber olvidado que éramos amigos íntimos o que casi éramos amigos íntimos, pero el Duque de Elvira llamaba a Red, el setter rojo, y me daba la espalda, de regreso a un mundo en el que no podía conocerme porque yo no existía. Y buscaba frases que podría haberle dicho al Duque de Elvira para llamar su atención, y tiritaba, no porque hiciera mucho frío en el Paseo de la Bomba, donde hacía mucho frío, tiritaba de miedo y repugnancia a que me mirara el Duque de Elvira como yo miraba a los hermanos Bueso, temblaba de miedo a que el Duque de Elvira descubriera de pronto que yo era un amigo de los hermanos Bueso, que yo era exactamente igual que los hermanos Bueso, y que debía hacer cuanto estuviera en su mano para mantenerme lejos del jardín y lejos de la sala de estar de la casa del Duque de Elvira y lejos de la mujer y la hija del Duque de Elvira, y lejos del gramófono y de los cócteles que preparaba Portugal mientras oíamos el gramófono, y lejos de las condecoraciones y la cabeza de ciervo y las fotos de Alfonso XIII y José Antonio Primo de Rivera y el generalísimo Franco.
Me perseguían los hermanos Bueso cada día más cerca, creía oler su olor en todas partes, me asfixiaba cuando pensaba en los hermanos Bueso: no podía pensar que pertenecían al presente. Cuando me acordaba de ellos me los imaginaba en un pasado que había pasado hacía mucho, un pasado que se había podrido, un pasado más pasado que ningún otro, y, de pronto, una tarde aburrida, cuando estaba en vilo esperando que sonara el teléfono, distrayéndome con los pasatiempos del periódico, siguiendo con la punta del lápiz un laberinto que terminaba en un círculo en blanco, esperando que me llamara el Duque de Elvira para que buscara a Portugal y fuéramos a la casa del Paseo de la Bomba, los hermanos Bueso asaltaban el presente, golpeaba la hermana los cristales de la ventana, y yo evitaba mirar la ventana, y la hermana volvía a golpear y a golpear, y entonces yo miraba hacia la ventana, temiendo que la oyeran en la casa y descubrieran que los hermanos Bueso, unos desgraciados que estaban muertos en vida, me conocían, me llamaban, hablaban conmigo. Y miraba hacia la ventana de los hermanos Bueso, y veía, oprimida por una luz más castigada que la luz de mi cuarto, aquella sombra que era como un reflejo en la ventana, mi reflejo, como si yo, asomado a mi ventana, me reflejara en la ventana del segundo piso. Y mi reflejo golpeaba otra vez el cristal turbio, y la mano vendada me hacía señas, me reclamaba: Sube, sube. Y yo me quedaba muy quieto, alzaba los hombros, fingía no entender. Y la mano volvía a decir: Sube, sube. Y el puño golpeaba el cristal, y la mano repetía: Sube, sube. Y yo entonces señalaba el reloj Kienzle que me habían regalado las enfermeras del Hospital Militar de Berlín, muy limpias, con una mancha de sangre en un zapato blanco: era tarde, ya era tarde, mañana subiría, mañana, más temprano, pero la mujer de la gasa en el ojo entendía que era temprano y subiría más tarde. Y me lo decía por señas, y yo iba a cerrar los postigos, y entonces la mujer golpeaba el cristal, poco a poco, cada vez con mayor violencia, y yo no podía cerrar los postigos. Nos mirábamos, como si nos miráramos al espejo, y, si me apartaba de la ventana, los golpes volvían. Y oía gritar, un alarido seco, o me lo imaginaba. Y la figura en la ventana del segundo piso se iba oscureciendo, borrando, se borraban las manos envueltas en vendas, y me acordaba de cuando Sagrario me contaba de noche historias de muertos y criptas, y la oscuridad le iba devorando la cara a Sagrario, y los ojos de Sagrario eran dos agujeros negros, dos nichos negros, y Sagrario me hablaba de un paje que ve los anillos en las manos entrelazadas sobre el pecho del rey difunto, y, a medianoche, en cuanto se duermen los centinelas, quiere robar los anillos de las manos entrelazadas del rey, y corta las manos entrelazadas del rey muerto con un hacha, y huye con las manos del rey en el zurrón. Y, cuando el paje dormía en la copa de un árbol para guardarse de las fieras, las manos del rey salieron del zurrón y estrangularon al paje que había robado las manos del rey. Y la oscuridad deshacía la cara de Sagrario, y los ojos de Sagrario eran dos agujeros negros en un agujero negro.
Y entonces sonó el teléfono y el Duque de Elvira me dijo que nos esperaba, a Portugal y a mí, en su casa, y llamé a Portugal al periódico, y hablé con Portugal, y me preguntaba si Portugal se arreglaría para ir al periódico pensando en la llamada del Duque de Elvira, como yo me arreglaba cada tarde, esperando que sonara el teléfono hasta última hora, hasta que oía la llave en la cerradura y sabía que mi tío había llegado para cenar. Toda la tarde esperaba oír el timbre del teléfono, y, cuando me desnudaba de noche y el Duque de Elvira no me había llamado, quitarme la ropa era una humillación, un dolor. Un muchacho se viste para una fiesta lleno de esperanzas y expectativas, eufórico, y, conforme avanzan la noche y la fiesta, decae, triste, hundido y desolado: así decaía yo, en pocas horas y sin salir de casa, sin necesidad de fiestas. Y maldecía al Duque de Elvira y a Ángeles y a la niña repugnante y siempre resfriada del Duque de Elvira. Pero el teléfono sonó aquella tarde, y ya había quedado con Portugal en la Cervecería Mayer y había llamado a las oficinas de mi tío para avisarle que no cenaría en casa tal como mi tío había dispuesto que hiciera cuando cenaba con el Duque de Elvira, y salía del piso abrochándome el gabán. Iba a encender la luz de la escalera, y oí el siseo, y seis peldaños más arriba estaba la mujer sin ojo envuelta en un cobertor color de oro viejo, oro viejo sin color bajo la mugre, sentada en las escaleras, tras los barrotes de hierro de la baranda. No enciendas la luz, dijo. Y movía la mano, llamándome, como la había movido antes detrás de los cristales de la ventana.
Nunca hablé con el Duque de Elvira, cuando estábamos en su casa, de cómo nos habíamos visto por la mañana, paseando al perro, y el Duque de Elvira nunca me habló de nuestros encuentros fuera de su casa, como si el único mundo en el que me reconocía empezara y acabara en su casa, o, más aún, como si más allá de su casa yo no existiera o, de existir, fuera otro, otro que no tenía nada que ver conmigo, un individuo absolutamente distinto del individuo que ahora cambiaba el disco del gramófono, atendiendo a las órdenes de Ángeles. Porque las órdenes de Ángeles eran deseos para mí, y para Portugal, y para el Duque de Elvira, las órdenes de Ángeles son deseos para nosotros, según la consigna que había inventado Portugal, experto en fabricar consignas en los periódicos Arriba España y Patria y en las emisoras del Movimiento. No le comenté al Duque de Elvira la excelente mañana que, a pesar del frío, hacía en el Paseo de la Bomba, ni le comenté elogiosamente cómo lo protegía Red, el setter rojo, que había estado a punto de lanzarse contra mí para devorarme, porque me había acercado al Duque de Elvira esa misma mañana en el Paseo de la Bomba. Y, mientras bebíamos la cerveza de barril que el chófer había traído en dos jarras, derramándose, antes de salir de nuevo con dos jarras vacías para volverlas a llenar en el Bar La Carrera, mientras bebíamos cerveza en las jarras con la figura de don Quijote, y sonaba una música negra y mareante, un estruendo de tambores y trompetas, y Portugal me echaba el humo en los ojos, no me atrevía a preguntarle al Duque de Elvira si sabía algo del hermano mayor de los hermanos Bueso, aunque no hacía ni una hora que la mujer tuerta me había preguntado por su hermano, Usted sabe dónde está mi hermano, porque me ha dicho que ha visto a mi hermano, me lo dijo el otro día, me acuerdo perfectamente, y yo voy a ir al Gobierno Civil y voy a decir que usted sabe dónde está mi hermano, y que yo y mi hermano le agradecemos mucho a usted que sepa dónde está mi hermano, y le agradecemos mucho que nos informe y que nos suba una taza de aceite para el santo y para la Virgen. Pero yo no le había dicho a la tuerta que había visto a su hermano, porque no había visto a su hermano nunca, ni siquiera me había atrevido a preguntarle a nadie por el hermano de la tuerta, porque no conviene ir diciendo aquí y allí, por mucha Cruz de Hierro que lleves en la solapa, no conviene ir diciendo que conoces a un perseguido, un rojo, un bandolero, un fuera de la ley: es mejor callar. Porque me acordaba de Marconi, que vivía en la calle de San Telmo, frente a mi casa, y no se llamaba Marconi, le habían puesto Marconi porque recibía en la cabeza transmisiones radiofónicas desde Tokio, Chicago, Rabat y Berlín, o decía que recibía transmisiones radiofónicas desde Tokio, Chicago, Rabat y Berlín. Me transmiten, me están transmitiendo, decía, y abría y cerraba los ojos, y movía la cabeza violentamente, hacia la derecha y hacia la izquierda. Se golpeaba la cabeza con el puño, contra la pared, contra el mostrador si estaba en la Cafetería España, hasta que lo echaron de la Cafetería España. No quiero que me transmitan más, se quejaba, lloriqueaba. Y yo lo miraba, como lo miraban muchos, lo miraba fijamente como me había enseñado Espona-Castillo, y le repetía telepáticamente, una y otra vez: Te estoy transmitiendo, te estoy transmitiendo.
Yo no quería que me pasara como le había pasado a Marconi, que trabajaba en la aduana por las mañanas y por la tarde llevaba la contabilidad del consignatario de buques Salvatierra, y admiraba al inventor Marconi y a Isaac Peral, inventor del submarino, y comentaba en la Cafetería España que había inventado una radio de galena capaz de oír emisoras que no se oían en ninguna radio, y recibía mensajes y sabía que la guerra no había terminado aunque decían que había terminado. Va a empezar otra guerra, decía Marconi; va a empezar otra guerra por la frontera de Francia. Y una noche llamaron a la puerta de Marconi, que vivía con su madre viuda, y se llevaron a Marconi y los auriculares y la radio de galena de Marconi, y Marconi volvió a su casa dos meses después y, aunque había perdido treinta kilos de peso y la radio de galena, ahora sí recibía transmisiones, ahora sí, transmisiones sin necesidad de radio, telegrafía sin hilos, Marconi se había convertido en una radio o llevaba una radio dentro de la cabeza, le transmitían sin hilos ni radio desde América y desde Alemania y desde Tokio y desde Marte, también desde Marte, aunque Marconi no quisiera recibir transmisiones: No quiero que me transmitan más. Y nadie hablaba con Marconi, un fuera de la ley, un bandolero; Marconi sólo recibía comunicaciones telepáticas. Todo el mundo le transmitía telepáticamente en los bares como yo le transmitía en la Cafetería España: Te estoy transmitiendo, te estoy transmitiendo. Y Marconi sacudía la cabeza, abría y cerraba los ojos, rugía, No quiero que me transmitan, no quiero, y se golpeaba la cabeza contra el mostrador de la Cafetería España.
En la casa del Paseo de la Bomba al Duque de Elvira sólo le gustaba hablar de la música que oíamos, y de cacerías, y de sus perros (pero no de los paseos de su perro), pero yo tenía que preguntarle al Duque de Elvira qué sabía del hermano mayor de los hermanos Bueso. Porque yo no quería acabar como Marconi, interrogado sobre un asunto del que no sabía nada, porque, así como seguramente Marconi jamás había oído emisoras que no se oían en ninguna radio, yo no había visto nunca al hermano mayor de los hermanos Bueso, y no quería tener que esconderme porque comentaran de mí que me relacionaba con un bandolero, con un pistolero rojo; yo no quería llevar una vida secreta como los hermanos Bueso, como Marconi: porque si llevas una vida secreta te acosan, te persiguen, y tienes que esconderte y llevar una vida secreta, y entonces te persiguen mucho más porque llevas una vida secreta. Y yo no había tenido nada que ver, ni tenía nada que ver, ni quería tener nada que ver con el hermano mayor de los Bueso, aunque la mujer sin ojo, asquerosa, tinosa, mugrienta, pestilente, me dijera que yo lo había visto, y, mientras se frotaba las manos vendadas contra la baranda de la escalera y contra el peldaño en el que se había sentado, me decía que iba a ir a la policía, a declarar que yo había visto a su hermano y no quería decirle dónde había visto a su hermano, desaparecido. Y si mañana no le decía dónde estaba su hermano y no le subía una taza de aceite para el Sagrado Corazón y una taza de aceite para la Virgen, iría a la policía y le contaría que yo era amigo de su hermano y sabía dónde estaba su hermano.
Ya le iba a preguntar al Duque de Elvira si sabía algo de un hombre que se llamaba Bueso y vivía en el segundo piso de la casa de mi tío, o había vivido, porque desde 1936 nadie sabía dónde estaba, cuando el Duque de Elvira, como cada noche que Portugal y yo íbamos a casa del Duque de Elvira, se llevó a Portugal al despacho, con los trofeos del Tiro de Pichón y las condecoraciones y la cabeza del ciervo: A ti, que eres periodista, deben interesarte esos papeles que tengo en el despacho, le decía el Duque de Elvira a Portugal. Y me dejaba solo con Ángeles. Y el escozor de que el Duque de Elvira prefiriera la compañía de Portugal, periodista y locutor de radio, se mezclaba con la inquietud de quedarme a solas con Ángeles. Mi tío me lo había dicho: Portugal sabía algo que le interesaba al Duque de Elvira, y obsesivamente el Duque de Elvira buscaba a Portugal, indirectamente; hacía como que Portugal no le interesaba: jamás llamaba a Portugal, me llamaba a mí y yo debía llamar a Portugal. Y, en la casa del Paseo de la Bomba, en cuanto habíamos oído cuatro canciones y habíamos bebido cuatro jarras de cerveza, y Portugal empezaba a echarnos el humo en los ojos y a arreglarse con el dorso de la mano el tupé que se le desmoronaba sobre la frente y a quitarse las gafas de diez dioptrías y a mirar aquí y allí parpadeando, como si mirara por primera vez las cosas con los ojos irritados y empañados por el alcohol y el humo, el Duque de Elvira se lo llevaba al despacho, a enseñarle unos papeles que, como periodista, podían interesarle. El Duque de Elvira estaba obsesionado con Portugal, y hasta se había olvidado del catedrático Ruiz-Ortigosa: el Duque de Elvira decía que un cazador debe perseguir una sola pieza. Si un cazador persigue dos liebres, una liebre huye y otra liebre escapa, decía el Duque de Elvira.
Si el Duque de Elvira oía en algún sitio un detalle insignificante de la vida de algún personaje insignificante, un detalle comprometedor e insignificante que para un individuo insignificante suponía una enormidad, el Duque de Elvira, como el que no quiere la cosa, se lo comentaba al individuo insignificante. Porque el Duque de Elvira sabía que los insignificantes siempre están muertos de miedo, siempre temen perder su insignificancia, que es suya, que es lo único suyo; y sabía que un individuo insignificante, subalterno, conoce a individuos importantes, propietarios de tierras o de casas, poderosos. El Duque de Elvira conocía muchas cosas de camareros y criadas y oficinistas y chóferes, y los camareros, criadas, oficinistas y chóferes temían al Duque de Elvira, que con algún comentario les había demostrado estar al corriente de cierto asunto que convenía más que no supiera nadie, y, sin que el Duque de Elvira les preguntara, para que el Duque de Elvira olvidara los secretos de los criados, le contaban los secretos de los señores. Así el Duque de Elvira contaba con una legión de confidentes, sabuesos, espías, una policía secreta al servicio del Duque de Elvira. Y ahora Portugal, un farsante, se estaba convirtiendo en agente del Duque de Elvira.
Portugal desaparecía con el Duque de Elvira, y desde el salón oíamos carcajadas, voces que no tenían sentido, y enseguida volvía el silencio, el silencio entre Ángeles y yo. Se secaba la espuma de cerveza en la jarra con la figura de don Quijote, se apagaba la trompetería del gramófono. Qué tranquilidad, decía Ángeles cuando todavía duraba el chisporroteo de la aguja sobre los surcos vacíos. Y, mientras yo levantaba el brazo del gramófono, antes de que pusiera otro disco, Ángeles decía: No pongas más música, estoy mejor así. No te molesta que haga punto, ¿verdad? Y, mientras me preguntaba si me molestaba el punto, sacaba de una cesta de mimbre las agujas y el ovillo de lana, como si me conociera perfectamente y supiera mi respuesta antes de hacerme la pregunta, como si fuéramos amigos desde hacía mucho, o hermanos, o novios de muchos años, novios acostumbrados al aburrimiento en común, como si ya estuvieran casados, acostumbrados a la vida apacible y repetida de todos los días. Y entonces yo todavía hablaba de Rusia mientras las agujas y los dedos tejían el hilo de lana, y oíamos el roce metálico de las agujas, la carcajada de Portugal a lo lejos, en el despacho donde los hombres sacarían un puro habano del tubo de cristal, se acercarían el cigarro a la oreja y dejarían que el tacto y el oído dictaminaran sobre el grado de frescura del tabaco, olerían el tabaco, humedecerían el cigarro con saliva antes de encenderlo. Y Ángeles me preguntaba cómo era Rusia, no cómo era Rusia, sino cómo era la nieve de Rusia, de qué color era la nieve de Rusia, qué se siente rodeado de nieve por todas partes, cómo era el frío. Yo hablaba del frío, del frío dentro de uno, como el hueso dentro de una ciruela. Y no decía más: era imposible imaginar dónde había estado yo. Perdona que te pregunte algo inconveniente, decía Ángeles: ¿Es verdad que se congela la orina? Y la aguja de acero rozaba la aguja de acero, y Ángeles tiraba del hilo y el ovillo rodaba sobre el paño blanco. Y yo le contaba cómo la sangre fundía la nieve y desaparecía tragada por la nieve: la sangre humeaba, taladraba la nieve, desaparecía. Y Ángeles hacía como si le diera un repeluzno. No me cuentes esas cosas, decía Ángeles. Pero preguntaba más: ¿Desaparecía la sangre en la nieve? Y volvía los ojos al punto, al jersey rosa para la niña resfriada e invisible, que estaba con su abuela en Málaga, porque aquí en Granada hace mucho frío. No sé por qué estamos aquí todavía, decía Ángeles. Y volvíamos a callarnos, adormilados en la luz fija y muerta de las pantallas amarillas, con el roce de las agujas de acero y la vida apacible de todos los días, los viejos días todos iguales, y algo pesaba en nosotros, algo que no se veía ni se sentía casi: la vida inocua, cuando se espera algo que tiene que pasar, inevitable, como cuando acumulas objetos minúsculos sobre una mesa, alfileres y agujas, papeles, vasos, objetos ridículos cuyo peso termina por hundir la mesa. Y de repente se oían pasos, risotadas, se abría la puerta, se oía el nombre de Portada, y volvía a oírse el nombre de Portada en voz más baja, hablaban de Portada en voz baja, e inmediatamente sonaba con estridencia la voz del Duque de Elvira, interrumpiendo las últimas palabras de Portugal: Ya venimos a interrumpir a la pareja, decía el Duque de Elvira. Y Portugal y el Duque de Elvira se miraban, y aquellas miradas querían decir algo, y yo asistía a aquel intercambio de miradas como veía intercambiar muecas y gestos al limpiabotas del Bar Deportes, sordomudo, con su hijo, que también era sordomudo.
Me acuerdo de aquellas tardes en la casa del Paseo de la Bomba, pocas semanas antes de que mataran al Duque de Elvira, cuando bebíamos cerveza de barril y oíamos el gramófono y bailábamos, y el Duque de Elvira y Portugal se encerraban en el despacho con la cabeza de ciervo y los trofeos del Tiro de Pichón y las condecoraciones y los habanos en tubos de cristal, y el Duque de Elvira y Portugal hablaban en secreto de Portada, y Ángeles tejía un jersey rosa, y yo hablaba de la nieve de Rusia, y miraba cómo bailaban otra vez Ángeles y Portugal con aquellos aires de burla, de juego, de teatrería, que impregnaban todos nuestros gestos en el salón de la casa del Paseo de la Bomba, mientras el Duque de Elvira elegía y ponía los discos, y bebíamos más cerveza que el chófer traía del Bar La Carrera: no pasaba nada aquellas tardes en la casa del Paseo de la Bomba. Pero nos amenazaba algo, algo que se acercaba, apenas una sospecha, algo que estaba en el aire y que captaba sólo yo, algo que no afectaba a los personajes que interpretábamos, sino a nosotros, algo que atravesaba disfraces y caretas y tocaba la carne. Eh, estás alelado, no te quedes así, me decía el Duque de Elvira. Y me empujaba hacia Ángeles y Portugal, que bailaban, y, cuando el Duque de Elvira cambiaba el disco, yo le pedía permiso a Portugal para bailar con Ángeles, le pedía permiso en aquel tono de teatro y burla: nos movíamos como si no fuéramos nosotros los que estábamos en el salón del Paseo de la Bomba, como si fuéramos otros, actores que representan un papel, y cambiábamos la voz. Y me acuerdo de que Portugal parecía no verme, como si no viera más allá del cristal de las gafas, como si sólo viera el cristal de las gafas de diez dioptrías, y extendía los brazos como un ciego, y me invitaba a bailar con ellos. Dábamos los tres unos pasos de baile, abrazados, y Ángeles decía: Estáis locos, qué cansancio, basta. Y se libraba de mi brazo, y Portugal la llevaba hasta la butaca donde tejía el jersey rosa. Pero ahora no tejía el jersey rosa: se reía, la mano sobre los ojos, como si realmente estuviera muy cansada, como si tres pasos de baile conmigo la hubieran agotado más que tres piezas bailadas con Portugal. Y, cuando volvía a casa de mi tío, en la mesa, esperando la cena, sentía ese dolor, esa amenaza, esa desazón de las tardes pasadas en blanco: había bebido y había bailado tres pasos y había hablado con Ángeles, y la tarde se había quedado vacía. Y Beatriz me miraba de reojo para que no viera que me miraba, y me veía en laxara la tarde vacía, el aburrimiento, la infelicidad, y sonreía con desprecio, porque pensaba que yo era incapaz de ser feliz, de disfrutar, así lo decía ella, así me lo dijo la primera noche que tuve su pelo en la boca, el pelo negro de Beatriz, que sabía y olía a aceite. Y, mirando de reojo la sonrisa tortuosa de Beatriz, maldecía al Duque de Elvira y a Ángeles y a Portugal, y me juraba no volver a perder una tarde en casa del Duque de Elvira: que el Duque de Elvira buscara por su cuenta a Portugal si quería sonsacar a Portugal uno de los secretos que le servían para sus negocios. Pero oía la llave en la puerta de la casa, oía la voz de mi tío, besaba a mi tío según la última disposición de mi tío, nos sentábamos a la mesa. Y, mientras mi tío me hablaba de la futura guerra química y las armas secretas y yo masticaba setenta veces el bocado de carne, deseaba que acabara la cena, deseaba que acabara la noche y la mañana siguiente y llegara la tarde, deseaba estar de nuevo en la casa del Paseo de la Bomba, esperando que se produjera ese acontecimiento que nunca se producía, esa cosa impalpable que siempre estaba a punto de llegar y nunca llegaba. Y una tarde y otra tarde volvía a la casa del Paseo de la Bomba, esperando encontrar algo que estaba allí aunque yo no lo encontrara nunca.
Esa noche le escribí al alférez Portada mientras oía los ruidos de la tertulia alrededor de la radio en el despacho de mi tío, los ruidos que había aprendido a oír desde que estuve una vez en la tertulia. Ahora sabía distinguirlos entre los ruidos que llenaban la noche, lejos y cerca, bajo capas y capas de silencio: los ruidos de los dormitorios de servicio y la cocina no eran iguales que los ruidos que venían del patio, ruidos de otras vidas y otras casas, ruidos que eran más un silencio que un ruido. Y, apartando un silencio y otro silencio, distinguía la voz de los locutores, la música clásica, el arrastrar de una silla, la voz del médico y la voz del comerciante y la voz del ingeniero de montes y la voz de mi tío, aunque todas las voces se confundían en el silencio de la noche lleno de ruidos, en aquel ruido lleno de silencio: todas las voces se confundían como se confundían las caras en la oscuridad del despacho. Y entre tanto ruido, entre tanto silencio, me aliviaba mirar bajo el flexo el papel blanco, la sombra de mi mano sobre el papel blanco; me aliviaba el ruido de la pluma estilográfica Parker, primer regalo de mi tío, sobre el papel. Querido camarada, te agradezco el envío de las trescientas pesetas recuperadas eficazmente, aunque ha debido haber una confusión, porque yo sólo llevaba doscientas pesetas en el bolsillo del traje azul, traje que, por cierto, fue un regalo de los camaradas de Madrid a mi regreso de Rusia, cuando una herida me apartó involuntariamente del teatro de la guerra. Apartado involuntariamente del teatro de la guerra: exactamente así lo había escrito Portugal en su reportaje en los periódicos, y así lo copiaba yo en mi carta a Portada, a quien le prometía devolverle en cuanto me fuera posible las cien pesetas que no eran mías, y le decía de paso que su amigo Portugal, camarada de Portada en la Falange clandestina de antes de la guerra, se veía mucho con su también amigo el Duque de Elvira. Y se acuerdan mucho de ti, hablan mucho de ti, le decía a Portada en mi carta.
Desayunaba solo, mi tío ya estaba en su oficina, una oficina que yo no había pisado nunca, aunque distaba pocos metros de la casa, y yo desayunaba solo, con la carta para Portada sobre la mesa: no sabía si mandar la carta de Portada, porque mandar aquella carta me parecía peligroso, verter un producto químico sobre otro producto químico sin conocer cuál puede ser la reacción. Y me miraba Beatriz, con aquel rastro de sonrisa revenida que parecía torturarle los labios en lugar de alegrárselos, iba y venía con la bandeja, retiraba una copa, merodeaba, desaparecía en las habitaciones de servicio. Alargué entonces la mano, cogí la taza sucia, la puse bajo la mesa, limpié la taza con mi pañuelo, la llené de aceite de la aceitera, volví a dejar la taza bajo la mesa. Entró Beatriz, muda, mordaz, alguien que ha aprendido a morder sin abrir la boca, como si adivinara todos mis pensamientos y todas mis acciones, aunque quizá no me mirara a mí, quizá miraba a través de mí y pensaba en su vida o en quién sabe qué, y los pensamientos le ponían la cara como si estuviera en otro sitio, muy lejos, como si no estuviera yendo de la cocina al comedor y del comedor a la cocina con platos y tazas sucias. No puedo olvidar la cara de Beatriz, la recuerdo como recuerdo mi cara si cierro los ojos, la recuerdo mejor que la cara de mi madre, mejor que la cara de Ángeles entonces, sí, mejor que la cara de mi mujer, aunque la cara de Ángeles era la única cara que para mí era real en Granada, cuando Ángeles era la única mujer real, aunque no le había visto nunca la cara verdadera, la cara que tenía cuando se quedaba sola: Ángeles era la única mujer real, porque me la inventaba cada noche antes de dormirme, y todas las mujeres que veía por la calle o en cualquier sitio sólo eran fantasmas.
Aquella noche el Duque de Elvira me miraba con una cara distinta a la cara de siempre, cansado, como si llevara muchas horas jugando a las cartas en una habitación cerrada y aún no supiera si ganaba o perdía; y Portugal no lograba entretener a Ángeles que, mientras sonaba el último disco recibido de Gibraltar y la cerveza perdía presión, hacía punto, porque quería acabar el jersey rosa antes de que se acabara el invierno; y yo miraba a Portugal, a Ángeles y al Duque de Elvira como los miraba siempre, sin entender muy bien qué hacían juntos en aquella casa, qué hacíamos juntos en la casa del Paseo de la Bomba. Los miraba y los oía como un sordo que teme perderse la frase más importante de la conversación, una conversación hecha de nombres de bares que yo no conocía, bares de Madrid y restaurantes de Biarritz, una conversación que se había animado y alegrado de pronto. Ahora Portugal y el Duque de Elvira hablaban de las mejores orquestas de Madrid, y el Duque de Elvira hablaba de una orquesta famosa en Málaga, ni siquiera se trataba de una orquesta, eran .un piano y un acordeón y un contrabajo que ensayaban en un almacén de los Baños del Carmen una noche de agosto de 1936. Tocaban un fox-trot, y más allá de los muelles flotaban el humo negro y las llamaradas de los depósitos de la CAMPSA bombardeados al amanecer por el hidroavión que cada amanecer bombardeaba Málaga, y oyeron el coche, me lo ha contado el acordeonista de la Orquesta Saturno, Montesinos, y se miraron unos a otros y siguieron tocando, y, cuando entró en el almacén la patrulla del Comité de Salud Pública, siguieron tocando, porque, aunque habían querido detenerse y habían perdido el ritmo del fox-trot, el responsable de la patrulla, el camarero Lozaina, les hizo una seña para que siguieran tocando, y cuatro de la patrulla bailaban, hombre con hombre, dos parejas. Y Lozaina llamó con el dedo al contrabajista Paco Rein, hebreo de Tánger, un rojo, persona afecta al régimen, como decían los rojos, que la noche que lo mataron llevaba en el bolsillo un volante que garantizaba su personalidad y su afección al régimen, del Sindicato de Músicos, y la música siguió sin el contrabajo, deshilachado el fox-trot, desolado el contrabajo contra la pared, desolado y vibrante con la música de los otros instrumentos, mientras Lozaina y el chófer de la patrulla y el contrabajista Rein salían a la playa, charlando y riéndose. Y hombre con hombre, dos parejas, bailaban al ritmo del piano y el acordeón cuando sonaron los disparos, tres disparos de pistola. Y ya no había música, sólo rumor de rebalaje, cuando Lozaina se asomó a la puerta y dijo: Se acabó el baile, a dormir, un espía menos. Así eran los rojos, se mataban entre sí como fieras, dijo el Duque de Elvira antes de soltar una carcajada. Y sabe Dios lo que habrá visto éste en Rusia, añadió el Duque de Elvira. Yo iba a hablarles del humo, del humo que desprendían los metros y metros de intestinos del ruso reventado por la mina en el camino de Schevelevo. Pero entonces Portugal preguntó: Ángeles, ¿qué es lo más horrible que has visto tú? Y Ángeles hablaba de la barraca de feria con las cogidas de los toreros, del cuerno que penetró por el ojo de Granero y le destrozó el cerebro, hablaba de una barraca de feria con dos hermanos siameses unidos por el corazón. Se puede estar unido por el corazón a otra persona, dijo Ángeles sin levantar los ojos del jersey rosa que estaba tejiendo. Y la cara del Duque de Elvira cambió, quizá los hermanos siameses le habían recordado a Portugal y al hermano muerto de Portugal. Cogió del brazo a Portugal: se lo llevaba al despacho, sin disculparse, sin una palabra, como si la urgencia lo obligara a olvidar la cortesía, como esos caballeros educados que olvidan los buenos modales cuando estalla el incendio en la sala de cine y hay que huir a patadas y empujones del edificio en llamas. Y otra vez estábamos solos Ángeles y yo, y Ángeles miraba los puntos que cogían las agujas, y tarareaba la melodía del último disco, y yo miraba las fotos de Ángeles, enmarcadas sobre la mesa, como si en aquellas fotos estuviera el secreto de Ángeles, que, como todos nosotros en la casa del Paseo de la Bomba, hacía como que reía cuando se reía, y hacía como que se ponía triste cuando se ponía triste, y hacía como que se aburría cuando se aburría. Yo miraba las fotos como quien recorre una casa en busca de un tesoro oculto, y miraba las manos de Ángeles, porque las manos de Ángeles no hacían como que hacían punto, sino que hacían punto de verdad: estaban haciendo un jersey rosa para la niña que ahora pasaba unos días en casa de sus abuelos.
Y miraba la cara de Ángeles, y me acordaba de mi madre, que miraba con torva satisfacción a través del espejo cómo yo la miraba mientras se quitaba las pinturas y le cambiaba la cara, mientras se le destruía la cara: miraba el maquillaje de Ángeles y pensaba que detrás de tantas máscaras existiría una cara. Y oíamos un disco. Y se acababa el disco, y yo cambiaba el disco. Y se acababa el ovillo de lana y Ángeles me preguntaba si tenía las manos limpias, me cogía las manos, me las miraba, me ponía una madeja nueva entre las manos, las manos abiertas, con las palmas enfrentadas entre sí, para que la ayudara a devanar la madeja, y Ángeles iba formando un nuevo ovillo. Y aquella intimidad me daba algo parecido al calor, alegría. Y otra vez se movían las agujas que tejían el jersey rosa, y yo adivinaba la tensión y el aburrimiento en las cejas de Ángeles y en el pliegue de los labios de Ángeles. Me imaginaba cómo sería la cara de Ángeles cuando estuviera sola, con la cara lavada, sin sombra de maquillaje, sin el frunce en las cejas mientras movía las agujas, sin el frunce en las cejas porque yo miraba el frunce en las cejas. Y de pronto las cejas se fruncieron aún más, la frente de Ángeles se arrugó, se pararon las manos que ya no prendían el hilo de lana con las agujas, sino que estrujaban el trozo de jersey rosa, y vi la mancha de rimel en la ojera, la lágrima negra que bajaba por la cara y se detenía sobre la boca, una lágrima negra, y un hilo de agua le caía de la nariz y el labio inferior le brillaba de saliva. Y me cogió la mano y sollozaba sin querer hacer ruido, resoplaba, no quería que la oyeran en el despacho, y se acabó el disco que seguía girando, y se oía el ruido de los surcos vacíos. La cara se le había arrugado, ahora sí era una máscara, se le había enrojecido la nariz, se le había enrojecido la cara entera, se le habían emborronado los ojos, y un líquido negro se extendía mejillas abajo, le colgaban gotas negras del filo de los labios, de la barbilla, una gota aguantaba en la punta de la nariz. Ahora sí era una máscara, o se le estaba cayendo la máscara, y me clavaba las uñas en la mano, me apretaba la mano, y el disco acabado seguía girando y chisporroteando, y, con la mano que me dejaba libre, le limpié las manchas negras. Me miré las puntas de los dedos y las tenía negras. Y Ángeles se lamía los labios y se arrancaba la pintura: la pintura de labios se le emborronaba también. Se disolvía, se hundía en aquella pena insignificante, infantil. Poco antes me había parecido abismalmente lejana, y ahora, mientras se hacía de noche, me parecía muy cerca. Entonces dijo: No sé qué hago aquí, no sé qué hacemos aquí, ya teníamos que habernos ido. Y me di cuenta de que, de rodillas, le estaba limpiando la cara con mis labios. Entonces se puso de pie. Ya está bien, dijo. Paró el gramófono y se fue del cuarto. Me dejó de rodillas ante el sillón vacío, y en el sillón vacío estaban las agujas, la lana, el jersey rosa manchado de negro.
Entonces la vida se volvió más triste, hacía más frío. Era noviembre, primero de noviembre, día de Todos los Santos, sábado, y don Julio nos recogió para llevarnos al cementerio. Ni en el cementerio me olvidaba de las llamadas del Duque de Elvira, que me había elegido autoritariamente como amigo: había decidido que yo era su amigo, e imperiosamente me invitaba a cerveza de barril y, cuando parecía que se acababa la tarde, descorchaba en mi honor una botella envuelta en una malla de alambre dorado, con papel de estaño azul en el gollete y en la etiqueta arabescos y medallas de oro de exposiciones universales, y brindaba por todos antes de encerrarse en su despacho con Portugal. Yo sospechaba que un día el Duque de Elvira se esfumaría sin despedirse, porque se me habían metido en la cabeza las palabras y las lágrimas de Ángeles, que echaba de menos su niña y su casa; y temía que el Duque de Elvira descubriera el secreto que guardaba Portugal, y deseaba que Portugal no guardara ningún secreto para que el Duque de Elvira no descubriera nunca el secreto de Portugal. Y temía que, mientras estábamos en el cementerio, el Duque de Elvira me llamara para despedirse, porque me había enamorado de Ángeles y sólo pensaba que en cualquier momento Ángeles desaparecería. Y estábamos mi tío, don Julio y yo ante la cripta familiar, en el cementerio de San José, y yo pensaba en Ángeles, y don Julio mostraba esa dignidad de quien se mezcla poco con las cosas, con el sombrero en la mano, y mi tío no se quitaba el sombrero ante la cripta gris adornada con ramos de flores frescas que don Julio había puesto el día antes, los tres frente a la puerta del templete de piedra gris, la cripta de la familia Navarro Verbruggen. Mi tío se encogía, como si se viera ya dentro de la cripta, aunque sólo yo estaba a un paso de la cripta, quizá me habían hecho ir a Granada para eso, para que saliera más barato el entierro y ahorrarse los gastos inútiles del traslado de Málaga a Granada en ataúd: me habían llamado para que ocupara mi puesto en la cripta, la cripta que sólo cobijaba el cadáver del padre indigno, ahogado en una alberca junto a la fábrica de la luz, la fábrica de su esposa, aunque figurara en la lápida el nombre del abuelo holandés, cuyo féretro se había perdido en alta mar, en un barco hundido por un submarino. Y me imaginaba a un almirante que se hunde con su barco, cuadrándose heroicamente mientras se hunde el barco y se lo traga el agua, cabeza de una familia destinada a morir o desaparecer cerca del agua, en un retrete, una alberca o un océano. Y en el cementerio nublado mi tío callaba bajo el ala del sombrero, y don Julio callaba, y yo oía los pasos en la tierra húmeda de los visitantes del cementerio, y se abrían los paraguas: mi tío bajo el paraguas de don Julio, un paraguas que era de mi tío, y yo aparte, bajo mi paraguas, que también era de mi tío. Y había mujeres arrodilladas en la tierra mojada, con el pelo chorreando: nada les importaba, sollozaban, lanzaban alaridos irreales, había muchos muertos recientes y precoces aquellos días. Y yo pensaba en Ángeles: quizá la había perdido ya. Me acordaba de las lágrimas de Ángeles, no la había vuelto a ver desde el día de las lágrimas, hacía una semana; estaría en Málaga o en Madrid, visitando a sus muertos o a los muertos nobles del Duque de Elvira. Y mi tío, que no se quitaba el sombrero, seguro que sabía por dónde andaba el Duque de Elvira, porque lo sabía todo, lo que fue y lo que iba a ser, impertérrito, rebosante de prudencia satisfecha, sin que una sombra de dolor manchara la sombra del ala del sombrero en la cara, porque una sombra de dolor hubiera sido una señal de corrupción, mi tío, puro y agrio, sin reír ni llorar: nadie que no lo hubiera tratado se hubiera atrevido a acercársele. Y tanta serenidad se volvía decrepitud: como si la muerte estuviese con él. Todavía no entiendo el sentimiento de sujeción que me provocaba su presencia. Sólo hablaba conmigo para separarse de mí: para poner de manifiesto lo que nos separaba y exigir que me acercara más a él. Me repetía cosas anodinas oídas en la radio, me las repetía con la ligereza con que se oye la radio, y, ya con las servilletas desplegadas sobre las piernas juntas, mis piernas juntas y sus piernas juntas, mis piernas y sus piernas, unas y otras, que jamás se juntaban bajo la ropa de la mesa de camilla, soltaba, como sin pensar, cosas pensadas a fondo, hostiles y heridoras, malignas. Y tenía un rictus en los labios que me recordaba la boca de su madre: un rictus hereditario, como una enfermedad, que yo no dejaba de verle desde que había visto el mismo rictus en la cara de su madre.
Estaba muy cansado y no dormía: no dormía porque mi cansancio era un cansancio malsano, era el miedo de saber que me moriría antes de dos meses. Desde que había llegado de Málaga no había vivido sin perturbación, no había podido permitírmelo. Nunca se terminaba el estado de extrañeza. Extrañaba la casa que me cerraba muchas puertas con llave, nunca me acostumbraba al dormitorio: mientras yo estaba fuera alguien se llevaba mis cosas y los muebles, y lo cambiaba todo por cosas y muebles que parecían las mismas cosas y los mismos muebles aunque eran cosas y muebles diferentes. Estaba tan cansado que no podía dormirme, daba vueltas en la cama, me dolían los tornillos oxidados de los hombros y los fragmentos de cable telefónico incrustados en la espalda, cambiaba de postura: en el blanco de los ojos cerrados temblaban las cortinas doradas del dormitorio de Ángeles que había visto muchas veces desde el jardín, y veía la colcha dorada que no había visto nunca. Oía voces. Oía la puerta de la calle: había aprendido a oír la puerta de la calle que apenas se oía. La casa se quedaba vacía o se animaba, la casa se vaciaba, se iban los amigos de mi tío, el médico, el comerciante y el ingeniero. Oía la radio encendida aún en el despacho de mi tío, oía que cerraban puertas. El dolor era mayor cuando volvía el silencio. Entonces me levantaba descalzo, elegía una llave de mi tesoro de llaves escondido bajo el armario, cada noche una sola llave, y salía a la oscuridad como Houdini salía del cofre en las profundidades de una laguna, como Houdini se lanzaba al vacío encadenado al pararrayos de un rascacielos y atenazado por una camisa de fuerza: la oscuridad era la camisa de fuerza y la oscuridad era el vacío. Y la oscuridad era una pared, una superficie de agua negra y congelada bajo la que se movían silenciosamente animales y vegetaciones, amenazadoramente en el fondo. Y la llave no abría ninguna puerta. Maldecía al cerrajero, que siempre se quejaba de que con mis prisas no lo dejaba terminar bien las llaves. Y avanzaba por la oscuridad: la oscuridad llevaba a la oscuridad, la oscuridad se hundía en la oscuridad sin llegar nunca al fondo del corredor. Me guiaba la pared invisible, rozaba la pared con los dedos, como los que no tienen ojos. Y entonces palpé la puerta, el ojo de la cerradura, y metí la llave en la cerradura de la puerta que me separaba de las habitaciones de servicio, y la llave giró en la cerradura. El chasquido de la cerradura iba a despertar a toda la casa, pero no despertó a nadie.
Cerré la puerta a mis espaldas. Quieto y ciego, me rodeaba la oscuridad, y la oscuridad había cambiado de olor, ahora olía a agua parada, a aceite y comida olvidada en un plato. Esperaba que los ojos se acostumbraran y vieran a oscuras unas habitaciones que no habían visto nunca. Y me acordaba de la nieve, un laberinto sin muros en el que había estado encerrado una vez. La negrura era fría: tanteé el suelo frío con el pie descalzo como si fuese un río congelado. Respiré la oscuridad como un gas. Me mareaba la oscuridad. Me había perdido, estaba muerto de miedo. Tocaba la pared de un corredor más estrecho que el corredor principal de la casa, avanzaba con un brazo en la pared y un brazo extendido hacia adelante, contaba los pasos. Oía tuberías y desagües y crujidos de muebles y pisadas de rata, olía a despensa. A la derecha encontré una puerta cerrada, a la izquierda se prolongaba el corredor. Oía pasos, mis pasos. Me paré, pero los pasos siguieron sonando, continuaban los pasos: alguien andaba ante mí o detrás de mí, se acercaba o se alejaba. Quizá ya estaba oyendo mi respiración. Entonces la olí, no la vi: la olí antes de que me tocara, de que me hablara en un idioma extraño, y, cuando iba a desmayarme, me cogió de la mano, me cogió la mano con una mano enguantada, y canturreaba en un idioma que recordaba al idioma de las enfermeras de Berlín, parloteaba con una voz que parecía venir de detrás de las paredes. El monstruo me arrastraba hacia una línea de luz debilísima trazada en el suelo, marrón más que amarilla, hacia una puerta, y la luz era más irreal, más amenazante, más peligrosa que la oscuridad. Y el monstruo tiraba de mí, muy despacio, a trompicones, como si a cada paso temiera caerse, como si no atinara a poner el pie derecho delante del pie izquierdo. Íbamos hacia la puerta cerrada, pero no oí abrir la puerta, algo me rozaba la cara, el ala de un animal: chocaba con la puerta blanda, una cortina, y en las sombras de la habitación vi al monstruo, una vieja con la cabeza blanca, vestida de negro de pies a cabeza, deforme, y la llama de una mariposa vibraba ante una estampa de la Virgen de las Angustias. Era una habitación con dos camas de hospital, y una cama estaba vacía, deshecha y vacía, y de las sábanas de la otra cama emergían un suspiro y el pelo canoso, amarillo bajo la mariposa de la Virgen, el pelo canoso de la cocinera que me había saludado algún domingo en el portal a la vuelta de misa como me hubiera saludado una vecina que no me veía nunca. Y había otra puerta, luz bajo otra puerta, y el monstruo quería abrir la puerta y no atinaba á mover el picaporte: iba a despertar a la cocinera, que rebullía bajo sábanas y mantas de color militar. Entonces abrí yo la puerta, y así llegué al cuarto del monstruo.