¡El Bebé Coma vive!

Todos son muy buenos contigo. Te ofrecen encargarse de tu trabajo, cubrirte. Últimamente has subestimado la bondad de la raza humana. Megan, Wade, Rittenhouse, todos dicen que te vayas a casa a descansar. Pero no quieres irte. Tu casa es una cámara de horrores. Hay instrumentos de tortura en las alacenas de la cocina, argollas, cadenas en las paredes, clavos en la cama. Es un lugar a evitar. Ahora que te sientes libre de las responsabilidades de tu trabajo, la oficina te resulta un lugar extraordinario, de un atractivo sin límites.

Decides ir a la biblioteca a hojear números viejos de la revista. Marianne, la chica del archivo, se alegra de verte. No recibe muchas visitas. Se pasa el día recortando los artículos de cada número para pegarlos en volúmenes clasificados por autor, tema y año de publicación. Sabe dónde está cada cosa con exactitud. Al principio le decepciona que no busques nada en particular, luego se sorprende de que solamente quieras hablar con ella. Se pone suspicaz cuando le preguntas dónde vive, pero se relaja cuando empezáis a hablar de un tema neutral como el cine. Es fanática de las comedias de los años cuarenta: Lubitsch, Capra, Cukor.

—¿Has visto Trouble in Paradise? —te pregunta.

Oh, claro, desde luego que la has visto.

—El cine ya no es lo que era —te dice, y después sugiere que cierto crítico de cine muy conocido por los dos tiene un notable mal gusto, por no hablar de su espantoso lenguaje. Marianne es fiel a la revista, pero le preocupan los infiltrados y trepadores que intentan subvertirla por dentro. Dice que el Druida recibe malos consejos de sus aduladores. Y saca de uno de los estantes el volumen del año 1976. Pasa varias páginas y de pronto señala un taco; la primera vez que apareció uno en la historia de la revista. Está bien, era un cuento y era un autor premiado, pero así y todo… la estructura se desmorona. Marianne considera un imperativo institucional mantener ciertas reglas.

—Si no lo hacemos nosotros, ¿quién? —dice.

Te conmueve su ética de las apariencias.

—No solamente eso —dices—. ¿Qué te parecen los anuncios? Mujeres haciendo cosas sugerentes con cigarrillos, diamantes en los escotes, pezones por todos lados.

—Todo es igual —dice ella—. ¿Sabes lo que me dijo esta mañana en el metro un niño de ocho años?

—¿Qué?

—No puedo repetirlo siquiera. Pero fue increíble.

Sabes todo lo que hay que saber acerca de lo increíble. No puedes siquiera pensar en ello; menos aún repetirlo.

Más tarde subes al vacío piso trece y te encierras en el despacho de un colaborador que está de permiso por desintoxicación. Necesitas un teléfono privado. Practicas en voz alta tu acento británico, respiras hondo y marcas el número de la agencia de Amanda. No reconoces la voz que te atiende. Dices que eres un fotógrafo inglés y que te interesaría contratar a Amanda White. ¿Está en Nueva York, por casualidad? Evidentemente, la chica es nueva en la oficina, pues de otro modo no estaría tan dispuesta a ofrecer información a desconocidos. La política de la agencia es tratar a todo ser masculino que llama por teléfono como un violador en potencia, hasta que pruebe su identidad. Pero la chica dice que, afortunadamente, Amanda acaba de volver a Nueva York. «Está viviendo en París, ¿sabe?», te informa.

Le preguntas si tiene programado hacer algún desfile; quieres verla en la pasarela antes de contratarla. Ella menciona un desfile el jueves antes de que la interrumpa una voz. Cuando vuelve al teléfono te dice en tono profesional y eficiente: «¿Me podría dar su nombre, por favor?». Pero ya has cortado. Ahora sólo necesitas la dirección, podrás conseguirla fácilmente a través de un amigo tuyo que trabaja en Vogue. Por tu cabeza pasan imágenes de encarnizada revancha mezcladas con tiernas reconciliaciones.

Cuando bajas por la escalera alcanzas a ver a Clara por el pasillo del Departamento de Verificación de Datos. Subes atropelladamente y te escondes en el lavabo de hombres de Narrativa. Sabes que tendrás que enfrentarte con ella tarde o temprano, y prefieres que sea tarde. Mucho más tarde. Tu equilibrio es frágil. Quizás os encontréis en algún bar algún día, y os riáis del asunto mientras bebéis una copa juntos. A ese ingrato capítulo de tu vida, Locura Juvenil, le seguirá Asentamiento Precoz. La revista, siempre magnánima, se enorgullecerá de haberte contado en la redacción. De buena gana dormirías durante estos años, para despertarte cuando hubiera terminado este capítulo. Querrías atiborrarte de Librium y sumirte en coma hasta que todo esto termine.

Estás mirándote la cara en el espejo cuando aparece Walter Tyler, especializado en viajes y lugares exóticos. Es difícil saber cómo saludarlo; depende si te mira desde el pedestal de su linaje bostoniano o si se siente un fanático más de los Yankees. Si no aciertas, lo ofenderás irremediablemente. A veces, la sola mención de su nombre en la boca de un subordinado le parece un sacrilegio. Otras veces su sentido de la camaradería se siente herido por la mención de su apellido. Optas por lo más simple: sonreír y decir hola.

—Siempre quise preguntarle a alguien de Datos —dice él, mientras se sitúa frente a uno de los mingitorios—, si Clara va al lavabo de hombres o al de mujeres.

Ya sabes cómo tratarlo.

—No creo que mee —dices.

—Maravilloso —dice Walter Tyler. Le cuesta bastante largar el chorro. Para llenar el silencio pregunta—: ¿Qué tal te resulta Datos? —como si hubieras entrado en la revista la semana pasada.

—Preferiría estar en Narrativa.

Él asiente y se concentra en su tarea. Luego dice:

—Escribes, ¿no es cierto?

—Habría que verificarlo, según los parámetros de Clara.

Tyler se sacude y se cierra la bragueta. Al llegar a la puerta, se da la vuelta y te mira con solemnidad.

—Lee a Hazlitt —te dice—. Lee a Hazlitt y escribe antes del desayuno todas las mañanas.

Un consejo trascendental. Tu consejo para Walter Tyler es que se dé una sacudida extra si no quiere volver a su oficina con el pantalón mojado.

Vas hacia el ascensor. Una cara de gnomo desconocida para ti se asoma por la puerta de uno de los despachos y vuelve a desaparece enseguida.

Al dar vuelta por el pasillo estás a punto de chocar contra el Fantasma. Éste te mira con la cabeza ladeada y pestañea. Le dices buenas tardes y te identificas.

«Sí, claro», dice él, como si supiera perfectamente quién eres. Le gusta dar la impresión de que su aislamiento es una ventaja, y que sabe más sobre lo que ocurre que tú. Sólo has visto una vez a esa leyenda viviente, a ese tipo que hace más de siete años que está escribiendo el mismo artículo.

Te disculpas y sigues caminando. Por su parte, el Fantasma se aleja silenciosamente, como sobre ruedas. Abandonas el edificio sin problemas. Tu chaqueta ha quedado como rehén en el Departamento.

Es una tarde nublada, húmeda y calurosa. Primavera, al parecer. Abril o principios de mayo. Amanda se fue en enero. La mañana que llamó había nevado, las calles estaban blancas; al mediodía la nieve caída ya estaba gris y terminó desapareciendo por las alcantarillas. Después llamó el florista para confirmar el envío de un ramo de rosas que habías encargado para el regreso de Amanda. Todo se vuelve irónico y simbólico cuando te traicionan.

Te metes en un bar de la calle Cuarenta y Cuatro, un sitio irlandés agradable y anónimo donde nadie piensa en otra cosa que en bebida y deportes. Al fondo del bar hay una gran pantalla de vídeo donde se ve una competición deportiva.

Te sientas, pides una cerveza, y diriges la atención a la pantalla. Baloncesto. No sabías que hubiera baloncesto en esta época del año, pero te gusta el relajante movimiento de vaivén de la pelota. El tipo que se sienta a tu lado se vuelve hacia ti y dice: «Estos chorizos no tienen ni idea de cómo se hace un pressing».

Asientes con la cabeza y te llenas la boca de cerveza. Parece que espera una respuesta, así que le preguntas en qué parte están.

Te mira de arriba abajo, como si llevases un libro de poesía o zapatos ridículos. «El tercer cuarto», responde. Después te da la espalda.

Siempre has pensado que deberías aprender algo sobre deportes de competición. Te das cada vez más cuenta de que el hablar sobre deportes es un elemento crucial de la camaradería masculina. Te avergüenza tu ignorancia. Estás excluido de la hermandad mayor del país. Te gustaría ser el tipo de hombre que entra en un bar y puede romper el hielo con un comentario sobre la estupidez de alguna jugada reciente. Tener algo que te una tanto a camioneros como a agentes de bolsa. En la universidad, te dedicaste a deportes de lobo solitario: tenis y esquí. No estás seguro de lo que es la defensa por zonas. No entiendes las metáforas deportivas en las columnas de política. Los hombres no confían en un tipo que se perdió la final de Liga. Te gustaría pasarte un año contemplando todas las retransmisiones deportivas de la ABC y leyendo todos los periódicos deportivos. Entretanto, tu estrategia consiste en ver alguna jugada decisiva de cada partido, de modo que puedas decir cosas como «¿Qué me dices de ese tiro de La-Fleur en la tercera parte contra Boston?».

Son las cinco y veinte de la tarde cuando sales del bar. Está lloviendo. Caminas hasta la estación de metro en Times Square. Pasas junto al local con un cartel luminoso que dice CHICAS, CHICAS, CHICAS y otro que anuncia JOVENCITOS. De pronto, en una papelería, NO OLVIDE EL DÍA DE LA MADRE. Llueve con más intensidad. Te preguntas si tienes un paraguas en algún sitio. Has dejado infinidad de ellos olvidados en taxis. Generalmente, apenas caen las primeras gotas de lluvia, aparecen tipos que venden paraguas en todas las esquinas de la ciudad. A menudo te has preguntado de dónde vienen y qué hacen cuando no llueve. Te los imaginas acurrucados junto a sus transistores, esperando las últimas noticias del servicio meteorológico, o quizás durmiendo en algún cuartucho de pensión, con el brazo fuera de la ventana, preparados para despertarse al sentir la primera gota de lluvia. Quizá tengan un trato con los taxistas, para comprarles a buen precio todos los paraguas que los pasajeros dejan olvidados. La economía de la ciudad se basa en una serie de extraños circuitos subterráneos, tan misteriosos para ti como las cloacas que corren por debajo de las calles. De todos modos, por el momento no ves ningún vendedor de paraguas.

Esperas quince minutos en el andén, hasta que anuncian por los altavoces que el tren no funciona por avería técnica. El andén huele a meado y a ropa mojada. Te abres paso entre la muchedumbre y subes a la superficie.

Sigue lloviendo. Imposible conseguir un taxi. Racimos de personas desesperadas agitan sus brazos en cada esquina a los coches que pasan. Caminas por la Séptima hasta la parada de autobús, donde se amontonan veinte personas bajo el refugio cubierto. Un autobús repleto de caras torvas pasa sin detenerse.

Una mujer agita su paraguas, gritando y golpeando el costado del autobús, sin resultado. El siguiente para y descarga pasajeros. La muchedumbre que sube aferra paraguas, bolsos, billeteras y portafolios, dispuesta a pelear a brazo partido por un asiento. Pero al subir descubren que el autobús está casi vacío. El conductor, un negro de camisa sudada, dice: «No pierdan la cabeza, por favor», y su voz serena los ánimos.

Te sientas delante. El autobús se interna en el tránsito. Más allá de la calle Cuarenta comienza el barrio de las grandes tiendas de ropa, el terreno de Amanda. Más arriba de la Cuarenta y Dos se ofrecen chicas sin ropa, después de la Cuarenta, ropa sin chicas.

En la parada de la calle Treinta y Cuatro se crea una conmoción en la puerta del autobús.

—Paguen con cambio —dice el conductor.

Un tipo joven intenta sacar del bolsillo de sus ajustados Calvin Klein las monedas para pagar. Lleva también una camisa Lacoste rosada y un bigotito que parece un juego de pestañas postizas. Bajo el brazo sostiene un maletín tipo sobre y un abultado paraguas de papel japonés. Apoya el paraguas contra el asiento del conductor para buscar las monedas.

—Circule —dice el conductor—. Hay gente mojándose fuera.

—No hace falta que me lo digas, grandullón. Estoy empapado de la cabeza a los pies.

—Y estoy seguro de que te encantó, cariño.

Finalmente, el tipo saca las monedas y las deposita de una en una, con exagerados ademanes.

—Circula, princesa —le dice el conductor—. Ya me imagino que lo sabes hacer. —El joven se aleja por el pasillo con notorios movimientos de cadera. El conductor se ha dado la vuelta y lo mira. Cuando el otro llega al fondo le dice, señalando el paraguas que ha olvidado:

—Eh, hada madrina. Te olvidaste la varita mágica.

Todo el mundo ríe entre dientes. El autobús aún no ha arrancado. Hada Madrina echa chispas por los ojos, pero enseguida se las arregla para sonreír. Se levanta y camina con toda su gracia, recoge el paraguas y golpea suavemente los hombros del conductor, como si estuviera ordenándolo caballero o algo así. Lo hace tres veces, mientras repite con voz de falsete:

—Que te conviertas en mierda. Que te conviertas en mierda. Que te conviertas en mierda.

Al llegar a tu casa descubres que no tienes las llaves. Están en el bolsillo de la chaqueta, en el Departamento de Verificación de Datos. Y, a pesar de lo poco que te atrae tu apartamento, sabes que allí dentro te espera una cama. Y sólo quieres dormir. Has llegado a tal agotamiento que te sería posible descansar allí dentro. Por el camino venías pensando en prepararte una taza de chocolate caliente y sentarte a ver una serie de televisión. O llevarte un libro de Dickens a la cama, quizá. Para variar, no estaría mal enterarse de las desventuras de otros mortales.

Te basta imaginarte hecho un ovillo sobre una de las bocas de ventilación del metro, entre otros vagabundos, para decidirte a pedirle al portero el otro juego de llaves de tu piso. Desde que te olvidaste de darle la consabida propina o botella de whisky por Navidad, el portero, un griego de tamaño más que considerable, te mira con malos ojos. Su mujer no le va a la zaga; a fin de cuentas, es la que lleva los pantalones en la familia.

Afortunadamente, el que te atiende resulta ser un primo, cuyo desconocimiento del inglés y probable carencia de visado lo convierten en un tipo simpatiquísimo. Le explicas tu problema a base de mímica y, en pocos minutos, estás ante la puerta de tu apartamento, con el otro juego de llaves. Debajo de la puerta hay un sobre con un membrete de la agencia publicitaria de Tad Allagash. Lo abres y lees:

Colega:

Te envío este mensaje a tu cueva después de infructuosas llamadas a tu reputado lugar de trabajo. ¿Ya ni siquiera respetas el horario de oficina? Ya sé, es agobiante, pero al menos hay que mantener las apariencias y de paso estar localizable en caso de emergencia como la que paso a detallar: mi largamente deseada cita con la libidinosa Inge peligra a causa de la visita de una representante de la rama bostoniana de mi familia. Ya sé lo que estás pensando: ¿el viejo Allagash tiene raíces bostonianas? Toda familia tiene insospechados secretos. La mencionada prima está matriculada en un curso de la NYU y se ha instalado en mi mansión. Fundamental entretenerla a lo grande. Se trata de una joven bien educada, considerablemente brillante, que no le vería ningún atractivo a un joven ejecutivo publicitario obsesionado por su nueva campaña de dentífricos. La ocasión requiere nada menos que un experto francoparlante, lector de cuanto suplemento literario haya por ahí y dueño de ese charme indefinible que es sinónimo de tu persona.

No me falles, tío, y tendrás a tu disposición todos mis bienes, incluyendo una porción del Producto Maravilloso de Bolivia, por no mencionar mi eterna gratitud. Me he tomado la libertad de decirle a la criatura aludida, una tal Vicky Hollins, que te encontrarías con ella a las siete y media de la tarde en el Lion’s Head. Inge y yo nos sumaremos al festín en cuanto nos sea posible. Te describí como un cruce entre el joven F. Scott Fitzgerald, Hemingway y el Wittgenstein maduro, así que vístete en consecuencia.

Tuyo en Cristo,

T. A.

P.D.: Si lograras los favores de la susodicha prima o le contagiaras alguna enfermedad, esta oficina negará todo conocimiento de tus actos.

El descaro de Allagash te deja consternado. Cuando lo llamas a su oficina para negarte a la invitación te dicen que ya se ha ido. Bueno, es su prima, es su problema. La mera idea de una combinación de los genes Allagash con el clima de Boston te da escalofríos. Su breve descripción de la prima te sugiere una remilgada con falda escocesa, insuperable en los campos de hockey sobre hierba de Nueva Inglaterra y por supuesto escasa de feminidad. Una tía que reúne todas las características que Clara intenta emular desde que estuvo en Vassar. Desconectarás el teléfono y alegarás que nunca recibiste la carta.

Enciendes el televisor y te tiras en el sofá. Un programa concurso; excelente. Pero no puedes dejar de mirar el reloj. Y a las siete y veinte estás dando vueltas por la casa, lanzando con el pie la ropa sucia a los rincones. Conoces a Tad; sabes que jamás aparecerá por el Lion’s Head, y la pobre chica quedará librada a las fauces de los escritores fracasados y aspirantes a actores. A fin de cuentas, un par de tragos con ella no te harán daño. Te pones una chaqueta cualquiera y sales.

Llegas diez minutos tarde. La barra está llena de gente y no hay señales de Tad. Tampoco hay señales de ninguna jugadora de hockey con falda escocesa y rasgos parecidos a los de Allagash.

Cuando terminas tu primera cerveza ves una chica sola junto al perchero, con una copa al lado y un libro abierto en la mano. De vez en cuando levanta los ojos y los vuelve a la lectura. Sigues su mirada cada vez que vaga por el lugar. Tiene cara inteligente. Su pelo es rojizo y dorado a la vez, no puedes determinarlo con esta luz. Es demasiado esperar que sea la prima de Allagash. Lleva botas, téjanos y una blusa de seda negra. Nada de género escocés ni uniforme de hockey.

A la mierda con Allagash y su familia. De pronto tienes ganas de hablar con esa chica, de preguntarle si ya ha cenado. Quizá sea la persona capaz de restañar tus heridas, de iniciarte en los beneficios del buen desayuno y del jogging. El libro que lee es la Etica de Spinoza. Vuelve a alzar los ojos y se cruza con los tuyos.

—No hay muchos racionalistas por aquí —dices.

—No me sorprende —dice ella—. Es muy oscuro. —Su voz es como un camino de grava cubierto de miel. Te dedica una sonrisa fugaz pero suficiente como para no decepcionarte y vuelve a su lectura. Te gustaría acordarte de algo de Spinoza, aparte del hecho de que lo excomulgaron.

Allagash aparece en la puerta. Por un segundo piensas en esconderte en los lavabos, pero ya te ha visto. Te da la mano y le propina un sonoro beso en la mejilla a la filósofa.

Presentaciones, breve confusión debido al modo en que os habéis conocido. Allagash dice después, con las cejas arqueadas despectivamente, que Vicky estudia filosofía en Princeton. Y te presenta a ti como una celebridad literaria cuyo nombre aún no se conoce en provincias.

—Lamento tener que irme. Pero le dije a Inge a las siete y media y ella entendió a las diez. En otras palabras, está a medio vestir y tengo que cruzar la ciudad para buscarla. Pero cenaremos juntos, ¿no? —Tad mira su reloj—. Digamos a las nueve y media. O mejor a las diez. En Raoul’s. ¿De acuerdo? —Y mientras besa a Vicky desliza un sobre en el bolsillo de tu chaqueta.

Vicky parece un poco confundida.

—¿Le entendiste bien? —te pregunta.

—Más o menos. —Sabes que Tad no aparecerá en toda la noche.

—¿Él dijo a las siete y media y su amiga entendió a las diez?

—Suele ocurrir.

—Bueno —dice ella, y guarda el libro en su bolso. La situación podría ser bastante tensa, pero la está llevando bien—. ¿Qué hacemos?

Podrías invitar a Vicky a tu casa a compartir la cocaína que Allagash deslizó en tu bolsillo, pero por alguna razón prefieres no hacerlo. Aunque supones que no se escandalizaría, te gustaría intentar pasar al menos una velada sin paraísos artificiales, para variar. Oír tu voz y la de la persona que te acompaña sin acentos sudamericanos.

Le preguntas si quiere tomar algo más y ella te pregunta qué prefieres hacer tú. Finalmente salís por la escalera a la calle. Piensas en los discípulos de Platón saliendo de la caverna, del sombrío mundo de las apariencias al de las cosas reales, y te preguntas si sería posible un cambio así en tu vida. Estar con una filósofa estimula a pensar.

Os detenéis en Sheridan Square para ver un acróbata que, montado en un monociclo, recorre un cable entre las cornisas. Un chiquillo de la muchedumbre se da la vuelta y le dice a Vicky:

—Ya lo hizo en las torres de World Trade Center.

—¿No es increíble? —dice una mujer.

—Bastante parecido a mi trabajo —dices.

Cuando el acróbata pasa el sombrero le das un dólar. Seguís caminando hacia el oeste, sin rumbo fijo. Vicky te habla de su trabajo. Te está contando que ha venido a la NYU a hacer la refutación de una tesis titulada: «Por qué no hay gente».

Está refrescando. Te descubres señalándole a Vicky los lugares pintorescos del Village. Hace un par de horas ese paseo te hubiera parecido sólo apto para turistas, pero vas recordando cómo te gusta esta parte de la ciudad. Huele a comida italiana. Las calles tienen nombres simpáticos y se cruzan en ángulos disparatados. Los edificios son sobrios y proporcionados; no intimidan a nadie. Aquí y allá aparecen gigantescos gays cubiertos de cuero negro y cadenas, que sí te intimidan.

Vicky se detiene frente a una tienda de antigüedades en la calle Bleecker y señala un caballito rojo y blanco de madera, montado sobre un pedestal.

—Me gustaría tener algún día la clase de casa en donde ese caballo de carrusel quedara bien en medio del living.

—¿Y qué te parecería una máquina tragaperras?

—Desde luego. Siempre hay sitio para una máquina tragaperras.

Y se pone a describir la casa en donde creció. Una mansión de falso estilo Tudor, en la costa, que a principios de siglo empezó siendo una casa de verano y que, a pesar de su ceremonioso comedor, jamás perdió su aroma a toallas mojadas. Había muchos cuartos vacíos para que los niños jugaran y una alcoba cerrada debajo de las escaleras, cuya entrada estaba terminantemente prohibida. Animales domésticos en abundancia. Un jardín de invierno en donde las tres niñas fingían hacerse visitas para el té, bajo la mirada puntillosa de la hermana mayor de Vicky. Su padre criaba pollos en el cobertizo y se pasó años intentando sembrar hortalizas en el parque. Todas las mañanas se levantaba a las cinco y se iba a nadar al mar. La madre de Vicky permanecía en la cama hasta que hijas y animales invadían su cuarto.

Vicky enriquece su narración con gestos y expresiones faciales, hasta convertirla en una vivida imagen de su Arcadia infantil. Adviertes por primera vez que tiene pecas. No sabías que aún existieran. Te la imaginas de niña, llevando un cubo lleno de arena a la playa. Y te ves a ti mismo, mirándola semioculto desde un farallón, y pensando: «Algún día la conoceré». Quieres asistir a la proyección del período que va desde su niñez hasta este momento, protegerla de la crueldad de sus compañeras de colegio y de la lascivia de los adolescentes. El irrevocable tono pretérito de su narración te hace sospechar una inminente tragedia. Hay una serpiente en el jardín de hortalizas.

—¿Y tus padres? —dices.

—Se divorciaron hace tres años. ¿Y los tuyos?

—Felices y contentos aún.

—Afortunado.

No es la palabra que hubieras elegido para definirte, pero asientes.

—¿Tienes hermanos o hermanas? —pregunta.

—Tres hermanos. Los dos menores son mellizos.

—Vaya, bastante simétrico. Yo tengo dos hermanas. Los chicos eran un misterio para nosotras.

—Comprendo perfectamente la sensación.

Y de pronto te mira:

—¿Tenemos que encontrarnos con Tad para cenar?

—Tad no tiene la menor intención de encontrarse con nosotros. Quiero decir que no le faltan intenciones, pero no bastarán.

—¿Te lo dijo?

—No, pero lo conozco. Tad siempre está de camino hacia algún lado. Pero casi nunca llega.

—¿Qué te dijo de mí? —pregunta Vicky, cuando os sentáis en un café de la calle Charles. Tiene una sonrisa de conspiradora. Parece pensar que tu lealtad para con Allagash se desmoronará ante esta flamante intimidad.

—No mucho —dices.

—Vamos.

—Trató de describirte. Y yo me imaginé una jugadora de hockey con calcetines y gafas de culo de botella.

Ella solamente sonríe y mira el menú.

Le dices que Tad es un gran tipo, que te gusta su energía y su forma de ser (su joie de vivre, savoir faire, sprezzatura). Suenas casi sincero. Tener una prima como Vicky ha mejorado la imagen que tenías de Tad. Dices que no es precisamente un buen confidente, pero que es el invitado ideal a cualquier fiesta. Se ha portado muy bien contigo cuando las cosas te iban mal. Y, aunque no se caracteriza por su sensibilidad, es generoso a su manera descuidada.

—¿Cómo te llevas con él? —preguntas.

—Me parece un farsante —dice Vicky.

—Exacto. —Todo lo que dice es exacto. Te tiene en la palma de la mano. Te enloquece la manera en que se lleva el vaso de agua a los labios, la desenvoltura de su boca y sus manos. Te inquieta que piense que estás mirándola con demasiada intensidad, aunque el ambiente lo permite.

—Cuéntame algo de tu trabajo —dice—. Supongo que debería estar muy impresionada.

—En absoluto. No me gusta mucho. Ni yo les gusto mucho a ellos, creo.

—Conozco bastante gente que haría cualquier cosa por entrar en esa revista.

Preferirías que no estuviera tan impresionada por ese trabajo que quizá ya no tengas cuando os volváis a ver. Preferirías que nadie, incluyéndote a ti mismo, se impresionara con tu trabajo. Te avergüenza pensar en la cantidad de veces en que presumiste de ello. Le describes el tedioso proceso de verificación de datos, las interminables consultas en diccionarios, guías telefónicas, enciclopedias. Le cuentas cómo te llamaron al orden cuando le corregiste el estilo a un ilustre colaborador.

—Aunque apenas hace un par de horas que te conozco —dice ella—, no parece un trabajo muy adecuado para tu modo de ser.

—Estamos de acuerdo.

Estáis en la esquina de la Séptima Avenida y la calle Cuatro, aparentemente esperando que pare un taxi para que Vicky vuelva al piso de Tad. Han pasado infinidad de taxis vacíos, pero Vicky y tú seguís charlando. Ya habéis hablado de trabajo, de dinero, del mar, de las variedades de desayunos y del control mental. Ya has anotado su dirección y el teléfono de Princeton. Cuando salisteis del restaurante ella te tomó del brazo y habéis seguido caminando así. Te parece que todos los tipos que pasan (al menos todos los heterosexuales) te miran con envidia. Serías capaz de la locura más insensata si ella te lo pidiera: robarle la gorra a un policía o las cadenas cromadas a alguno de los corpulentos gays de la calle Christopher. O quizá subirte a una farola y hacer ondear la chalina de Vicky desde allá arriba.

—Ahora sí, tengo que irme —dice ella.

—¿Definitivamente?

—Sí, de veras —dice, y te besa.

Le devuelves el beso y lo prolongas. El tiempo pasa. Te excitas. Piensas en proponerle ir a tu apartamento, pero decides no hacerlo. Prefieres que esta velada culmine intacta. Ya estás pensando en la caminata de regreso, en el repaso de detalles y banalidades antes de dormirte, en la llamada telefónica que has prometido hacerle mañana temprano. Te dices que Clara Tillinghast se puede ir al carajo, porque esta noche eres feliz.