Son las seis de la mañana.
¿Sabes dónde estás?

No, no eres la clase de tipo que estaría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada. Pero aquí estás, y no puedes decir que el terreno te sea del todo extraño, a pesar de que los detalles están borrosos. Estás en una discoteca hablando con una chica que tiene la cabeza rapada. La discoteca ha de ser Heartbreak o bien el Lizard Lounge. Todo se aclararía si pudieras escabullirte a los lavabos y aspirar un poco más de Polvo Mágico Boliviano. Pero puede que no. Una vocecita interior insiste en que tu epidémica falta de claridad es el resultado de un exceso de todo esto. La noche ha llegado a ese punto imperceptible en que las dos de la mañana se hacen súbitamente las seis. Pero todavía no estás dispuesto a reconocer que has traspasado la línea más allá de la cual sólo te espera daño innecesario y nervios a flor de piel. En algún momento pudiste salir de la situación, pero lo dejaste pasar montado en la cola de un cometa de polvo blanco y ahora estás tratando de hacer frente a las consecuencias. En este momento tu cerebro está formado por varias brigadas de soldaditos bolivianos, cansados y embarrados después de la larga marcha nocturna. Tienen las botas agujereadas y están hambrientos. Necesitan alimentarse. Necesitan Polvo Mágico Boliviano.

Hay un vago toque tribal en la escena: joyas, caras maquilladas, tocados ceremoniales y peinados modernos. Tal vez un trasfondo de música salsera; algo más que esas pirañas que recorren tu sistema circulatorio y el ondulante ritmo de las maracas en tu cabeza.

Estás apoyado contra una columna que puede o no ser imprescindible para sostener el edificio, pero que es absolutamente necesaria para que tu cuerpo se mantenga en posición vertical. La chica de la cabeza rapada está diciendo que éste era un lugar excelente hasta que lo descubrieron los gilipollas. No tienes ningunas ganas de charlar con esa chica de cabeza rapada, ni siquiera de escucharla, que es en definitiva lo que estás haciendo, pero tampoco te apetece poner a prueba tu capacidad oral o motriz.

¿Cómo llegaste hasta aquí? Te arrastró tu amigo, Tad Allagash, que ahora ha desaparecido. Tad es el clásico tipo que estaría en un sitio como éste a esta hora de la madrugada. Puede que sea la mejor parte de ti mismo o la peor. Al comenzar la noche era evidentemente la mejor. Empezasteis en el Upper East Side con champán y perspectivas ilimitadas, respetando estrictamente la regla Allagash de movimiento perpetuo: una sola copa en cada parada. El objetivo vital de Tad es divertirse más que nadie en Nueva York, y esto implica bastante movimiento, ya que uno siempre tiene la sensación de que el lugar en donde no está siempre es más divertido que aquel en donde está. A veces te espanta su negativa a aceptar otro objetivo más profundo que la búsqueda del placer. También piensas que Tad es frívolo y peligroso. Todos sus amigos son ricos y un poco estúpidos, como ese primo de Memphis que te presentó esta noche y que se negó a acompañaros más allá de la calle Catorce argumentando que carecía de visado para los barrios bajos. La amiga del primo tenía unos pómulos que te dejaron impresionado y te diste cuenta de que era una mujer con todas las de la ley cuando te la presentaron y ella te ignoró olímpicamente. Estaba llena de secretos inaccesibles para ti: sobre algunas islas, sobre caballos, sobre la pronunciación francesa.

A lo largo de la noche has pasado de lo meticuloso a lo burdo. La chica de la cabeza rapada tiene una larga cicatriz tatuada en el cuero cabelludo. Parece una cuchillada con puntos de sutura. Le dices que es muy realista. Ella lo considera un cumplido y sonríe. Lo que quisiste decir es que te parecía la negación de lo romántico.

—Yo podría hacerme una igual en el corazón —dices.

—Te puedo dar la dirección del tipo que me la hizo. Te sorprendería lo barato que es.

No le dices que nada podría sorprenderte en este momento; por ejemplo su voz, que parece el himno nacional del estado de Nueva Jersey interpretado con una máquina de afeitar eléctrica.

Esta chica es el paradigma de tu problema: por alguna razón, tienes la esperanza de encontrarte con el tipo de chica que no es el tipo de chica que estaría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada. Y cuando te la encuentres, le dirás que lo que realmente quieres es una bonita casa con jardín en las afueras. Estás cansado de Nueva York, de la vida nocturna, de las mujeres de cabeza rapada. Tu presencia aquí sólo sirve para vivir una experiencia hasta el límite, que te aclara múltiples aspectos de lo que no es tu personalidad. La imagen que tienes de ti mismo es la del tipo que se levanta temprano los domingos y baja a comprar el Times y cruasanes. Que echa una ojeada a la sección de arte y decide ir a una exposición esa tarde (Trajes de la corte de los Habsburgo en el Metropolitan, o Lacas japonesas del período Muromachi en la Asia Society). La clase de tipo que llama a una chica que conoció el viernes por la noche en un cóctel literario, en donde por supuesto no se emborrachó, y le propone ir a la exposición y después a cenar temprano por ahí. La clase de tipo que espera hasta las once para llamarla, porque a ella puede no gustarle madrugar. Probablemente ella se haya acostado tarde, habrá estado en un nightclub, tal vez. Y quizá podría jugar un rato al tenis antes de ir al museo. Por un momento te preguntas si ella juega al tenis, pero seguro que sí.

Y cuando te encuentres al tipo de chica que no es el tipo de chica etcétera, le dirás que estás visitando los bajos fondos de tu alma, trotando entre pilas de basura, al son de las maracas que resuenan en tu cabeza. Y ella sabrá a qué te refieres.

Por lo demás, cualquier chica, en especial una con pelo en la cabeza y sin tatuajes, podría aliviar esta agobiante sensación de mortalidad que te embarga. Entonces recuerdas el Polvo Mágico Boliviano y piensas que no todo está perdido. De ninguna manera. Lo principal es deshacerte de esa chica calva.

Los váteres no tienen puerta, lo cual dificulta la discreción. Pero es evidente que no eres el único que está cargando el depósito. Hay mucha gente esnifando en estos lavabos. Se agradece que las ventanas tengan cristales oscuros. Una, dos, tres, cuatro. Los soldaditos se levantan de un salto y se ordenan en formación. Algunos parece que bailan y decides seguir su ejemplo.

Apenas sales de los lavabos la ves: alta, morena y solitaria, semioculta detrás de una columna en un extremo de la pista. Te le acercas de lado, moviéndote felinamente al compás de la música de sintetizador. Ella pega un salto cuando le tocas el hombro.

—¿Bailamos?

Te mira como si quisieras violarla. Cuando vuelves a preguntárselo dice:

—No entiendo.

—Français?

Niega con la cabeza. Pero ¿por qué te mira así, como si tuvieras tarántulas en los ojos?

—¿Eres de Bolivia por casualidad? ¿O de Perú?

Ahora mira a los lados, en busca de ayuda. Y todavía recuerdas el desagradable encuentro con el guardaespaldas de una joven heredera, en la Danceteria; ¿o quizás en el Red Parrot? Retrocedes, con las manos en alto.

Los soldaditos de tu cabeza aún están en formación, pero ya no entonan marchas. Te das cuenta de que estás en una encrucijada moral. Lo que necesitas es un poco del optimismo de Tad Allagash, pero no se le ve por ningún lado. Te imaginas lo que te diría: «¡A caballo! Ahora sí que vamos a divertirnos». Y de pronto comprendes que Tad debe de haberse fugado con alguna de esas vampiresas, seguramente rica. Puede que ahora esté en casa de ella, en la Quinta Avenida, a punto de probar alguna de esas drogas de primera. La sacan de un jarrón Ming, y la esnifan mutuamente de sus cuerpos desnudos. Odias a Tad Allagash.

A casa. Todavía estás a tiempo.

Quédate. Ataca.

Tu interior es una república de voces. Por desgracia, esa república se parece demasiado a Italia: todo son gritos y gesticulaciones. Y oyes una sentencia excáthedra que viene directamente del Vaticano de tu conciencia: «Arrepiéntete. Tu cuerpo es el templo del Señor, y lo has profanado». Después de todo, ya es domingo por la mañana. Y mientras quede algo de vida en tus células cerebrales, seguirás oyendo ese eco patriarcal que resuena en las bóvedas de mármol de tu infancia de niño de misa, recordándote que el domingo es el día del Señor. Lo que necesitas es otra de esas bebidas absurdamente caras para ahogar todas las voces. Pero, después de vaciar todos los bolsillos, sólo consigues reunir un dólar y algunas monedas. Y la entrada te costó veinte. Cunde el pánico.

En un extremo de la pista de baile ves una chica que representa tu última posibilidad de salvación. Sabes positivamente que si sales a la calle solo, sin las gafas negras (que no has traído, claro, porque, después de todo, ¿quién podría prever que la noche terminaría así?), la afilada luz del alba te despellejará. La mortalidad traspasará tus retinas. Y allí está ella, con sus ajustados pantalones brillantes, el pelo recogido en una cola de caballo justo encima de la oreja derecha, una candidata tan atractiva como es posible, aquí y a esta hora. El equivalente sexual de la hamburguesa.

Cuando le propones bailar se encoge de hombros y acepta. Te gusta cómo se mueve, los elípticos contoneos de sus caderas y hombros. Después de la segunda canción dice que está cansada. Está a punto de abandonarte cuando le preguntas si necesita entonarse un poco.

—¿Tienes coca? —exclama.

—¿Es ciego Stevie Wonder? —respondes.

Te coge del brazo y te arrastra a los lavabos de señoras. Un par de líneas y ya pareces gustarle de verdad, incluso te gustas a ti mismo. Un par más. Esta chica es pura nariz.

—Me encantan las drogas —dice después, mientras os acercáis a la barra.

—Pues ya tenemos algo en común —le dices.

—¿Nunca has pensado que las palabras que valen la pena empiezan con D? Con D y con L.

Tratas de pensar en ello. No sabes muy bien hacia dónde apunta. Los soldaditos de tu cabeza están cantando su marcha a voz en grito, pero no les entiendes la letra.

—Vamos, piensa —dice ella—. Drogas. Delicia. Decadencia.

—Depravación —dices, cogiendo la onda.

—Dexedrina.

—Delicioso. Desordenado. Debilitado.

—Delincuente.

—Delirio.

—Y con L —dice ella—. Lujuria y lujurioso.

—Lánguido.

—Librium.

—Libidinoso.

—¿Y eso? ¿Qué quiere decir? —pregunta ella.

—Calentorro.

—Ah —dice, desviando su mirada por encima de su hombro.

En sus ojos ves un destello que te recuerda a una puerta de ducha de cristal opaco, cerrándose. Comprendes que el juego ha terminado, aunque no sabes en qué has metido la pata. Quizá no le gustaban las palabras con C. Una purista. Escudriña la pista de baile, en busca del hombre con un vocabulario compatible con el suyo. Pero tienes más palabras: depresión, por ejemplo, daño, denigrar. Leucemia, lasitud. No vas a echar de menos a una chica que considera que dexedrina y delincuente son hitos del lenguaje. Pero el roce de su piel, el sonido de otra voz humana… Sabes que allá fuera te espera tu propio purgatorio, en la cruda luz del alba, una somnolencia desesperada, semejante a un fuego untuoso en la caja del cerebro.

La chica te saluda con la mano antes de perderse entre la multitud de la pista de baile. No hay rastros de la otra, del tipo de chica que no estaría aquí a estas horas. No hay rastros de Tad Allagash. Los soldaditos se amotinan en tu cabeza. No hay manera de acallar sus pérfidas voces.

Es aún peor de lo que esperabas. La luz es como un reproche materno. La acera brilla cruelmente. Visibilidad ilimitada. Los destartalados almacenes parecen serenos y tranquilos a esta luz sesgada. Ves pasar un taxi y lo paras, pero recuerdas que no tienes dinero. El taxi frena.

Te acercas a la ventanilla y dices:

—He cambiado de idea. Prefiero caminar un poco.

—Imbécil —arranca con un chirrido de neumáticos.

Sigues caminando, protegiéndote los ojos del sol con una mano. Las furgonetas de reparto van y vienen por la calle Hudson llevando provisiones a la ciudad dormida. Tuerces por la Séptima Avenida y ves a una mujer con rulos en la cabeza, que pasea a un pastor alemán. El perro olisquea los desperdicios junto al bordillo de la acera, pero cuando te acercas levanta la cabeza y se pone en guardia con aire amenazador. La mujer te mira como si acabaras de salir arrastrándote del océano, cubierto de algas. Un intento de gruñido sale de la garganta del pastor.

—Quieto, Pooky —dice la mujer.

El perro intenta avanzar, pero ella lo sostiene de la correa. Los evitas con un rodeo.

En la calle Bleecker te asalta el olor de la panadería italiana. Te paras en la esquina de Bleecker y Cornelia y te quedas mirando una ventana en el cuarto piso; es el apartamento en donde vivías con Amanda cuando llegasteis a Nueva York. Era pequeño y oscuro, pero te gustaban las manchas en el techo, la bañera con patas en la cocina y los marcos desencajados de las ventanas. Acababais de empezar. Teníais pagado el alquiler y vuestro restaurante favorito a la vuelta de la esquina; las camareras os conocían por el nombre y podíais llevar vuestra propia botella de vino. Todas las mañanas os despertabais con el olor del pan recién hecho de la panadería de abajo, tú bajabas a comprar el diario y, a veces, unos cruasanes mientras Amanda preparaba el café. Eso fue hace dos años, antes de que os casarais.

Dos manzanas más allá, a la derecha de la autovía, ves una prostituta solitaria, con sus zapatos de tacón y su minifalda, como si nadie se hubiera tomado la molestia de avisarla de que los que vienen a trabajar desde Jersey no pasarían hoy por los túneles. Cuando te acercas, descubres que es un travestí.

Pasas bajo las columnas oxidadas del paso elevado y caminas hacia el muelle. La luz del este resbala sobre la vasta extensión del Hudson. Pisas con cuidado al acercarte al final del muelle putrefacto. Confías poco en tu equilibrio y el suelo está lleno de agujeros a través de los cuales ves el agua negra y aceitosa. Te sientas sobre un noray y miras el paisaje. Río abajo, la Estatua de la Libertad irrumpe entre la niebla. Más allá, un cartel de Colgate da la bienvenida a Nueva Jersey, el estado-jardín.

Durante un rato contemplas una barca, que avanza solemne entre nubes de gaviotas hacia el océano.

Aquí estás, de nuevo. Totalmente confuso y sin saber adónde ir.