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EL CAPITÁN RAMÓN ESCRIBE UNA CARTA

EL CAPITÁN RAMÓN se levantó del suelo enlodado donde había caído cuando lo arrojó el Zorro frente a la puerta de Don Diego, y corrió hacia la vereda que iba al presidio.

La sangre le hervía en las venas, y tenía la cara morada por la ira. Solo quedaban en el presidio media docena de soldados, ya que la mayor parte de la guarnición había partido con el sargento González; y de aquellos seis, cuatro estaban enfermos y dos hacían la guardia.

De manera que el capitán Ramón se vio imposibilitado de enviar soldados a la casa de Don Diego para tratar de capturar al bandolero; además, el capitán estaba seguro de que el Zorro no permanecería en la casa más que unos minutos, pues era bien sabido que nunca lo hacía, y se marcharía enseguida.

Tampoco quería el capitán Ramón que se supiera que él y el Zorro se habían encontrado por segunda vez, y que este lo había humillado.

¿Cómo iba a decir que él había insultado a Lolita y que por eso lo había castigado el Zorro, obligándolo a pedir perdón de rodillas a Lolita, y después lo había sacado a patadas como a un perro?

El capitán optó por no decir nada de lo ocurrido. Se imaginó, desde luego, que Lolita se lo contaría a sus padres, y que el mayordomo lo verificaría, pero estaba seguro de que Don Carlos no tomaría ninguna acción. Don Carlos lo pensaría bien antes de enfrentarse a un oficial del ejército, estando ya tan mal como estaba con el gobernador. Lo único que le preocupaba era que se enterase Don Diego, pues si un De la Vega se ensañaba contra él, le sería muy difícil conservar su puesto.

La ira del capitán Ramón iba en aumento a medida que se paseaba de un lado a otro de su oficina; pensaba en todas estas cosas y en muchas más. Estaba muy al tanto en cuestiones políticas, y sabía bien que el gobernador y todos los que lo rodeaban necesitaban urgentemente más fondos para su vida licenciosa. Habían despojado a todos aquellos ricos contra quienes existía la más leve sospecha, y recibirían con los brazos abiertos a una nueva víctima.

¿No podría él sugerirla, y al mismo tiempo reforzar su situación con el gobernador? ¿Por qué no insinuar que la lealtad de la familia De la Vega para con el gobernador estaba flaqueando?

Cuando menos, podría hacer una cosa: se vengaría de la burla de que lo había hecho objeto la hija de Don Carlos Pulido.

El capitán sonrió al pensar en esto, a pesar del coraje que tenía. Pidió papel y pluma para escribir, y dijo a uno de sus ayudantes que se preparara para hacer un viaje, pues iba a mandar un mensaje.

Ramón siguió paseando durante algunos minutos, pensando en la mejor manera de redactar la carta que iba a enviar. Por fin se sentó ante la mesa y dirigió el mensaje a su excelencia el gobernador, a su residencia de San Francisco de Asís.

He aquí lo que escribió:

Hemos acatado sus instrucciones acerca del bandolero conocido por el Zorro. Sin embargo, siento mucho informarle que hasta este momento no hemos capturado al bribón, pero confío en que será usted indulgente conmigo, considerando que en este caso privan circunstancias muy especiales.

La mayor parte de mis fuerzas andan persiguiendo a este individuo, con órdenes estrictas de capturarlo vivo o muerto. Pero el Zorro no está solo. En algunos lugares de la región se le proporciona ayuda, y se le permite esconderse, se le dan alimentos, e indudablemente también caballos.

Ayer visitó la hacienda de Don Carlos Pulido, persona que como usted sabe, excelencia, le es hostil. Envié a mis hombres y fui yo personalmente. Mientras mis hombres seguían sus huellas, el Zorro salió de una alacena de la sala en la casa de Don Carlos y me atacó por la espalda, hiriéndome en el hombro derecho. Lo combatí hasta que se asustó y corrió, logrando escapar. Quisiera decirle que Don Carlos, lejos de cooperar con nosotros, puso algunos obstáculos en este asunto. Además, cuando llegué a la hacienda, me di cuenta de que el Zorro había cenado allí.

La hacienda de los Pulido es un lugar excelente para esconder a un hombre de esa calaña, ya que está algo retirada del camino real. Me temo que ese sea el escondite del Zorro cuando anda por esos rumbos, y espero sus instrucciones sobre este punto. También quisiera añadir que Don Carlos no me mostró mucho respeto, y que su hija Lolita no podía ocultar su admiración por el bandolero ni su sarcasmo al ver los esfuerzos de los soldados por capturarlo.

También hay algunos indicios de que una familia muy bien conocida por estos lugares y poseedora de una gran fortuna, está flaqueando en su lealtad para con su excelencia, pero se dará usted cuenta de que no puedo enviarle esta información con un mensajero.

Con el más profundo respeto.

Ramón,

Comandante y Capitán, Presidio de Reina de los Ángeles.

Ramón sonrió nuevamente al terminar la carta. Sabía que el gobernador se quedaría muy intrigado por el último párrafo. Los De la Vega eran la única familia rica y conocida en la comarca. En cuanto a los Pulido, el capitán Ramón se imaginaba muy bien lo que les iba a suceder. El gobernador no vacilaría en ordenar el castigo, y quizá Lolita se quedaría de pronto sin ninguna protección, imposibilitada para rechazar los requerimientos de un capitán del ejército.

En seguida se dedicó Ramón a escribir una copia de la carta, con la intención de enviar una al gobernador y conservar la otra en su archivo, para poderla consultar si acaso se le ofrecía.

Una vez terminada la copia, dobló y selló el original, lo llevó al cuarto de los mensajeros, y se lo dio al soldado que había escogido para enviarla. Este lo saludó y salió inmediatamente a montar en su caballo. Cabalgó velozmente hacia el norte, hacia San Fernando, Santa Bárbara, y San Francisco de Asís. Las órdenes del capitán de ir a todo galope y cambiar de caballo en cada misión y en cada pueblo, en nombre de su excelencia, aún le resonaban en los oídos.

Ramón regresó a su oficina, se sirvió un tarro de vino, y se puso a leer nuevamente la copia de la carta. Le hubiera gustado hacerla más dura, pero sabía que el tono que había usado era el mejor, pues así el gobernador no creería que estaba exagerando.

De cuando en cuando dejaba la lectura para maldecir al Zorro, y para reflexionar en la belleza y en la gracia de Lolita, jurándose a sí mismo que la castigaría por haberlo tratado en esa forma.

Se suponía que el Zorro estaría muy lejos a esas horas, y aun tal vez alejándose más de Reina de los Ángeles; pero estaba equivocado, pues la maldición de Capistrano, como lo llamaban los soldados, no se había ido cuando salió de la casa de Don Diego De la Vega.