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TRES PRETENDIENTES
MENUDO LÍO. Don Carlos no tenía el menor deseo de enfadar ni a Don Diego De la Vega ni a un hombre que tenía tan buenas relaciones con el gobernador. ¿Y cómo iba a evitarlo? Si Lolita no se decidía a aceptar a Don Diego, tal vez se enamoraría del capitán Ramón. Después de Don Diego, era el mejor partido de la región.
—¿Su respuesta, señor? —preguntaba el capitán.
—Le suplico que no tome a mal lo que voy a decirle —dijo Don Carlos bajando la voz—. Voy a explicarle cómo está la situación.
—Diga usted, señor.
—Esta misma mañana me pidió Don Diego permiso para cortejar a mi hija.
—¡Vaya!
—Usted sabe que se trata de una familia de abolengo, señor, y no me fue posible rehusarme. Por derecho, tuve que aceptar. Pero una cosa sí le digo: Lolita no se casa con nadie, a menos que ella lo quiera. De manera que Don Diego tiene mi permiso; pero si no logra conquistarla…
—¿Entonces puedo intentarlo yo? —preguntó el capitán.
—Le doy mi permiso, señor. Es verdad que Don Diego tiene grandes riquezas, pero usted tiene mucha apostura y él… pues es… más bien…
—Comprendo, señor —dijo el capitán riendo—. No es lo que llamaríamos un caballero valiente y audaz. Y a menos que su hija prefiera riquezas a un verdadero hombre…
—¡Mi hija hará lo que su corazón le diga, señor! —dijo Don Carlos con orgullo.
—Entonces, ¿el asunto queda entre Don Diego De la Vega y yo?
—Siempre y cuando haga usted las cosas con mucha discreción. No quiero que suceda nada que pueda provocar la enemistad entre la familia de los De la Vega y la mía.
—Yo protegeré sus intereses, Don Carlos —declaró el capitán Ramón.
Lolita observaba a su padre y al capitán Ramón mientras Don Diego le hablaba, sospechando cuál era el tema de conversación. Se sentía halagada, desde luego, de que un oficial tan guapo la quisiera pretender; sin embargo, no había sentido emoción alguna cuando lo vio por primera vez.
En cambio, el Zorro la había hecho estremecerse desde los pies hasta la cabeza, y solo porque le había hablado y había besado su mano. ¡Ay! ¡Si Don Diego se pareciera más al bandolero! ¡Si encontrara un hombre que combinara la riqueza de los De la Vega con el temple y el valor del bandido!
Se oyó un tumulto afuera, y con gran escándalo entraron los soldados con el sargento González a la cabeza. Saludaron al capitán, y el sargento miró atónito la herida de este.
—Se nos escapó el bandido —informó González—. Lo seguimos durante varios kilómetros hasta que se desvió hacia la montaña, en donde lo alcanzamos.
—¿Y bien?
—Tiene aliados.
—¿Qué dice usted?
—Diez hombres lo estaban esperando allí, mi capitán. Nos sorprendieron antes de que nos diéramos cuenta de su presencia. Sostuvimos una batalla muy ruda y herimos a tres, pero se nos escaparon llevándose a sus compañeros. Como no esperábamos encontrarnos con una banda, caímos en la trampa.
—En otras palabras, ¡nos las habernos con una banda! —dijo el capitán Ramón—. Sargento, a primera hora va usted a seleccionar entre sus hombres para formar un grupo que quedará bajo su mando. Va usted a seguir la pista del Zorro hasta que lo capturen o lo maten. Voy a añadir un trimestre de mi sueldo a la recompensa del gobernador, si logra usted capturarlo.
—¡Precisamente lo que había yo deseado! —gritó el sargento González—. ¡Ahora sí perseguiremos a este coyote hasta que caiga! ¡Ahora sí podré enseñarles su sangre!
—Lo cual sería muy justo, ya que el Zorro ha visto la del capitán —intervino Don Diego.
—¿Qué dice usted, Don Diego, amigo mío?… Capitán, ¿ha cruzado usted su espada con el bandido?
—Así es —dijo el capitán—. No hizo usted sino seguir a un caballo entrenado, mi sargento. El tipo se quedó aquí, encerrado en una alacena, y salió cuando llegué yo. De modo que deben haberse topado ustedes con otro hombre y sus camaradas en las montañas. El Zorro me trató en la misma forma en que lo trató a usted en la taberna: tenía una pistola por si le salía yo demasiado diestro con la espada.
El capitán y el sargento se miraron fijamente a los ojos, ambos pensando qué tanto habría de mentira en lo que había dicho el otro, mientras que en su rincón, Don Diego sonreía y trataba de tomar la mano de Lolita sin conseguirlo.
—¡Esto solo se puede arreglar con sangre! —dijo González—. Perseguiré al bribón hasta que lo mate. ¿Me da usted permiso de escoger a mis hombres?
—Puede usted llevarse los que quiera del presidio —dijo el capitán.
—Sargento González, me gustaría ir con usted —dijo Don Diego repentinamente.
—¡Por todos los santos! Se moriría usted, caballero. Noche y día a caballo, loma arriba, loma abajo, bajo el sol y el polvo, y con perspectivas de pelea.
—Bien, tal vez será mejor que me quede en el pueblo —asintió Don Diego—. Pero ha molestado a esta familia, de la cual soy un verdadero amigo. Por lo menos téngame al tanto. ¿Me hará saber cómo se escapa, si lo hace? Quiero saber, por lo menos, que anda usted sobre la pista, y en dónde está, para que pueda yo acompañarlo con el pensamiento.
—Desde luego, caballero… desde luego —respondió el sargento—. Le dejaré ver la cara del pillo cuando ya esté muerto, ¡se lo juro!
—Qué juramento más horrible, mi sargento. Suponiendo que…
—Quiero decir en caso de que mate yo al bandido, caballero. Mi capitán, ¿regresa usted esta noche al presidio?
—Sí —respondió Ramón—. A pesar de la herida, puedo montar a caballo.
Se volvió para ver a Don Diego mientras hablaba, esbozando una mueca.
—¡Qué entereza! —dijo Don Diego—. Yo también regresaré a Reina de los Ángeles, si Don Carlos quiere tener la amabilidad de prestarme su carruaje. Puedo atar a mi caballo, porque montar otra vez hoy me resulta imposible.
González rio y se fue a la cabeza de la comitiva. El capitán Ramón se despidió de las señoras, miró en forma amenazadora a Don Diego y partió. El caballero habló nuevamente con Lolita mientras sus padres acompañaban al capitán a la puerta.
—¿Lo pensará usted? —preguntó—. Mi padre volverá a molestarme dentro de unos días, y me evitaré un regaño si le digo que todo está arreglado. Si se decide usted a casarse conmigo, dígale a su padre que me lo mande decir con un criado, y yo inmediatamente arreglaré mi casa para el día de la boda.
—Lo pensaré —dijo Lolita.
—Podríamos casarnos en la misión de San Gabriel, aunque tendríamos que hacer el viaje hasta allá, y es muy fatigoso. Uno de los frailes de la misión, fray Felipe, ha sido amigo mío desde la infancia, y me gustaría que él nos dijera el sermón, a menos que usted tenga otra preferencia. Tal vez podría ir a Reina de los Ángeles y celebrar la ceremonia en la pequeña iglesia de la plaza.
—Lo pensaré —repitió Lolita.
—Tal vez vuelva yo a visitarla dentro de algunos días, si es que no muero esta noche. Buenas noches, señorita. Supongo que debo… besar su mano.
—No se moleste usted —respondió Lolita—. Se puede fatigar.
—¡Ah!, muchas gracias. Es usted muy considerada, ya lo veo. Tendré mucha suerte si me caso con una mujer tan condescendiente.
Don Diego se dirigió hacia la puerta. Lolita corrió a su cuarto, se golpeó el pecho con las manos y se jaló de los cabellos; estaba demasiado furiosa para llorar. ¡Besar su mano! El Zorro no lo había ni siquiera sugerido; simplemente lo había hecho. El Zorro había desafiado la muerte por visitarla. ¡Se había reído mientras peleaba, y se había escapado por medio de un truco! ¡Ay! ¡Si Don Diego De la Vega fuera la mitad de lo que era el bandolero!
Oyó cómo se alejaban los soldados a todo galope, y un poco después vio a Don Diego De la Vega irse en el carruaje de su padre. Entonces salió nuevamente a la sala en donde estaban sus padres.
—Padre mío, es imposible que me case yo con Don Diego De la Vega —dijo.
—¿Qué es lo que te ha hecho tomar esta decisión, hija mía?
—No sabría decirlo, pero sé que no es el hombre con quien deseo casarme. No tiene alma; sería un tormento constante vivir con él.
—El capitán Ramón también ha pedido permiso para hacerte la corte —dijo doña Catalina.
—Es igual, o peor. No me gusta su mirada —respondió la chica.
—Eres demasiado exigente —le dijo Don Carlos—. Si esta persecución dura un año más, nos convertiremos en limosneros. Te corteja el mejor partido de todas estas tierras, y lo rechazas. Y no quieres a un oficial de alto rango en el ejército, porque no te agrada cómo te mira. ¡Piénsalo bien, niña! Una alianza con Don Diego De la Vega es muy de desearse. Tal vez te agradará más cuando lo conozcas mejor. Y pueda ser que el hombre despierte. Me pareció ver una llamarada de esperanza esta noche… tal parece que estaba celoso debido a la presencia del capitán. Si puedes despertar sus celos…
Lolita rompió a llorar, pero pronto se repuso y se secó los ojos.
—Haré… todo lo que pueda porque me guste —dijo—, pero aún no puedo decir que seré su esposa.
Una vez más corrió a su cuarto, y llamó a su criada de confianza. Al poco rato la casa quedó en la más profunda obscuridad. En las chozas de adobe, los indígenas, sentados alrededor de sus hogueras, se contaban unos a otros los sucesos de esa noche, cada uno aumentando mayores falsedades que los demás. De la recámara de Don Carlos Pulido y de su esposa salió un ronquido muy reposado.
Pero Lolita no durmió. Tenía la barbilla recargada en una mano, y miraba por la ventana hacia las hogueras que se vislumbraban en la distancia. Todos sus pensamientos eran para el Zorro.
Pensaba en la gracia de su saludo, en la música de su profunda voz, en el roce de sus labios sobre la palma de su mano.
—Qué lástima que sea un pillo —suspiró—. ¡Cómo amaría yo a un, hombre así!