11

Un lugar no muy limpio
ni bien iluminado

Ringo, ¿te vienes al Chino?

Es el tercer sábado consecutivo que el Quique se presenta en el bar Rosales después de cenar y con la misma sugerencia. Si aún no te has colado en alguna casa de putas del Barrio Chino, nano, es que no te has enterado de qué va la vida. En la calle Robadors hay tres casi juntas, El Recreo, El Jardín y La Gaucha, y es fácil colarse. Aunque al Quique le está prohibida la entrada por edad, y suele acabar de patitas en la calle con algún sopapo o una patada en el culo, fisgar en los burdeles se ha convertido en su diversión favorita.

—¡No veas qué furcias tienen en El Jardín, parecen de antes de la guerra! Pero hay una, la Manoli… ¡Guau! Nada más verla, ya estoy empalmado.

—Ya. No hace falta que lo jures.

—Bueno, ¿te vienes o qué?

Él está sentado tomando el fresco en la acera del bar, la silla recostada contra la pared, la americana echada sobre los hombros y una cerveza en la mano útil, viendo pasar a la gente, y no parece tener ganas de nada. Hace un rato estaba leyendo el muy sobado pero predilecto libro de cuentos y ahora lo lleva en el bolsillo más desfondado de la chaqueta.

—Si vais en pandilla, no —responde—. Demasiado follón.

—Tú y yo solos.

Es una noche con neblina y bochorno de finales de septiembre. El Quique ha irrumpido en el bar embutido en un sofocante traje marrón a rayas de americana cruzada, con corbata de lunares, un litro de brillantina en el pelo y gafas de sol de aparatosa montura, porque las gafas de sol te hacen mayor, nano, dice, y es más fácil colarte. Del bolsillo superior de la americana asoman cuatro cigarrillos Lucky Strike que habrá birlado a su padre. Muy pincho, acalorado y sonriente, deja caer la cara redonda y grasienta sobre la de su amigo y espera la respuesta. Pero le ve tan absorto que una vez más se queda mirándole intrigado, preguntándose cómo puede dejar pasar la noche del sábado aquí sentado, o dentro del bar, volcado durante horas sobre un libro o escuchando las aburridas conversaciones de los viejos y el golpeteo de las fichas de dominó en el mármol. A veces piensa que Ringo no se está haciendo mayor como los demás, de manera normal, como él y Roger, le parece que todavía sigue rumiando alguna de sus estrambóticas aventis tumbado de bruces en el techo de la diligencia y disparando contra los apaches que le persiguen a galope por la pradera. Dan ganas de decirle: Ringo, aquellos caballos eran de cartón.

—¡Hosti, no seas tarugo! ¡Venga, hombre, anímate!

—Búscate a otro —dice él—. No tengo ni para el tranvía.

Antes de salir de casa, después que su madre se fue a La Esperanza a cumplir su turno de noche, había mirado dentro de una tacita de café del aparador; algún sábado, ella solía dejarle dos o tres pesetas en esa tacita. Esta vez había calderilla. La visión de la calderilla manejada por su madre lo afligía siempre; veía la mano flaca y pálida rebuscando para él unas monedas del fondo del pequeño monedero, sólo para él, y eso le hacía sentirse egoísta, inútil y derrochador. Debajo de un platillo había un billete de cinco, pero era para el pan y la leche y un kilo de boniatos que él mismo debía comprar mañana temprano, antes de que ella se levantara, y, si el dinero alcanzaba, también para un cuenco de nata espolvoreada con azúcar.

—No te va a costar ni una pela —insiste el Quique, animoso—. Yo pago. ¡Estoy forrado, chaval, esta tarde he ganado a la garrafina! Venga, hombre. Nos damos un garbeo por El Jardín y a ver qué pasa.

—Qué va a pasar. Nada.

—Bueno, sólo podemos mirar, pero…

—Ya. Vamos de florero.

—Y qué más se puede hacer. Tocar no te dejan. Y follar, por ahora, ni lo sueñes… En El Recreo, quince pelas el polvo. Pero puedes verlas de cerca. Luego en casa te la pelas, y ya está.

—No nos dejarán entrar

—¡Que sí, ¿qué te juegas?! Nos colamos cuando quieras, chaval, te lo digo yo. Los sábados por la noche aquello está a tope de tíos y no se fijan mucho, sólo hay que ponerse en la cola y entrar. El único sitio donde no me dejaron entrar fue en la Carola, y tampoco en la Madame Petit, allí las tías son muy caras… Oye, te enseñaré cosas que nunca has visto, Ringo. En un escaparate de la calle San Ramón hay un consolador que parece la tranca de un burro, te troncharás de la risa cuando lo veas… Pero antes nos tomamos unas cañas en Los Cabales, para entonarnos. Yo invito. ¿Eh, qué me dices?

Él se excusa alzando la mano vendada.

—Ni siquiera puedo meter la mano en el bolsillo para pagar una ronda.

—Te repito que eso corre de mi cuenta. ¡Venga ya, hombre!

En esos atolondrados ojos saltones se le nota que sigue pensando en mujeres desnudas todo el tiempo, se dice Ringo. De la pandilla que formaban cuatro años atrás, el Quique, Roger y Rafa Cazorla son los únicos que siguen frecuentando el Rosales, al principio por el futbolín más que nada, luego por las partidas de garrafina y por ir juntos al baile cada domingo. El Quique, que no oculta su predilección por Ringo y presume de ser su mejor amigo, y de entender y respetar su querencia por los pianos y las novelas, incluso por las novelas que no son de misterio ni de vaqueros, ha intentado muchas veces arrastrarle al Verdi o a la Cooperativa La Lealtad, las dos salas de baile que Violeta frecuenta con su mamá de carabina, pero él siempre ha rehusado.

Esta noche se deja llevar por la curiosidad, y al cabo, visto lo que había que ver, se le ocurre que de algún modo aquella fantasía del Quique demandando en todas las aventis tetas y culos a ser posible bajo transparencias orientales, siempre pidiendo odaliscas detrás de gasas y tules de brillante tecnicolor a lo Yvonne de Carlo o María Montez, finalmente su amigo ha conseguido hacerla realidad en sus incursiones sabatinas fisgando en los burdeles más tronados, sobre todo en ese concurrido habitáculo de El Jardín escasamente iluminado y con ocho o diez mujeres en el centro dando vueltas como en un mercado árabe de esclavas. Se exhiben en combinación o sólo con bragas y sostén, acaloradas y atropellándose un poco por falta de espacio, sonámbulas, sobradas de carnes y abanicándose, con los cabellos cayendo grasos y crinados sobre los hombros desnudos, una de ellas con una toalla liada a la cabeza igual que un turbante. Calzan raídas zapatillas de raso y zapatos verdes y rojos de tacón altísimo, alguna luce medias negras con ligas y moretones y la más joven lleva calcetines blancos y sandalias de goma. Se contonean aburridamente con sus culos gordos y sonríen a los hombres que las miran con una mueca burlona de deseo o de sumisa tristeza, la mayoría de pie y algunos sentados en el banco corrido que circunda las paredes pintadas de un verde amarillento y grumoso como un vómito. Hay una puerta pequeña que da acceso a una escalera en penumbra y escupideras desbordadas de colillas y salivazos en los rincones. Una delgada lámina azulosa de humo de cigarrillos flota en el aire, saturado de tufos de sudor rancio y polvos talco, y se oyen murmullos y alguna risa, pero predomina un silencio espeso de toses, muchas y variadas toses, carraspeos insidiosos y frotar de pies, un rumor desasosegante, cohibido y reverente que a él le devuelve por un momento a los Viernes Santos en la capilla de Las Ánimas abarrotada de fieles que avanzan hacia el altar como sonámbulos. Algunas putas canturrean en voz baja mientras dan vueltas y más vueltas, aparentemente ajenas al reclamo de sus encantos, una de ellas con las manos ocupadas en una labor de ganchillo, y la más joven y menos fea, pero fea de todos modos, con cejas muy espesas y hoyuelos como tajos en las mejillas de muñecona, llama su atención al avistarle por encima del hombro con mirada dolorida, como diciéndole: ¿qué haces aquí, criatura, cuántos años tienes?

Aquella invención privada que años atrás nunca se atrevió a contar a la pandilla, la de una prostituta joven y bonita maltratada por la vida, marcada por un destino trágico (él sería su amante consentido, un paria entregado al libertinaje y al vicio, y ella lo redime con su amor), aquella excitante posibilidad de una experiencia canalla que alguna vez había imaginado con pelos y señales, una morbosa historia en la que le gustaba verse a sí mismo aventurero y crápula y gran pianista de talento incomprendido, hundido en la perversión y el fracaso, resulta que aquí y ahora, al evocarla emboscado en este cochambroso burdel entre mirones ociosos e inermes que sólo aspiran a pasar el rato, se le antoja una ridícula calentura infantil y el colmo de los despropósitos, y le hace sentirse un iluso. Este no es lugar para aventis, chaval, esto es una casa de putas y aquí se viene a follar. Palpa en el bolsillo el libro de relatos y ya piensa en largarse, cuando oye a su espalda una voz que le resulta familiar.

—No te vuelvas —le susurra el Quique—. Adivina quién está detrás de ti.

—Era demasiado terrible para ser verdad, señor Anselmo —está diciendo la voz—: Ella no trabaja en un sitio como este, véalo usted mismo. He preguntado y ni siquiera la conocen. Estamos perdiendo el tiempo. Olvide a esta mujer, por lo que más quiera, no se torture más.

Es una voz desguarnecida, oscura, que repentinamente se carga de una paciente conmiseración para con alguien. Sí, es la suya, no hay otra voz como esta. Espera unos segundos y luego se gira discretamente para constatar con el rabillo del ojo, apenas dos metros atrás, entre los mirones que permanecen de pie, la conocida actitud reverencial, el aire furtivo y depredador de la espigada figura inclinando el albo esplendor de sus cabellos sobre su bajito interlocutor, y tan encima, tan considerado y envolvente que se diría que está maniobrando para robarle la cartera: la misma solícita deferencia, las mismas atenciones de hombre alto y renqueante que prodigaba en el bar Rosales. Su acompañante, un señor de mediana edad y bien vestido, calvo, rechoncho y de expresión lastimera, lo escucha sin mirarle y estirando el cuello para no perderse las evoluciones de las putas en la pista. El señor Alonso, en cambio, no se muestra interesado en el espectáculo; girando el cuerpo como lo hacen los cojos, despegando el pie del suelo con alguna dificultad, parece más bien ansioso por salir de aquí.

En cualquier otro sitio no le habría prestado atención. Han pasado más de tres meses desde la última vez que se dejó ver en el Rosales, y su indecoroso idilio con la señora Mir ya sólo pervivía en las confidencias de esta con la señora Paquita, aquellas pláticas de cotorritas en la barra del bar. A no ser que la señora Mir animara el asunto con otro espectáculo en plena calle, el vecindario y los parroquianos adictos al chisme no tardarían en olvidarse del cojo y de sus merodeos por el barrio. Sin embargo, aunque Ringo se habría negado a admitirlo, el personaje nunca ha dejado de intrigarle secretamente. Erguido como siempre, cargado de espaldas y con la nariz afilada y ganchuda que le recuerda al siniestro Fagin, ahora gasta un bigote espeso y blanco como su cabellera y un rictus de cansancio en los labios gruesos. El rostro largo y cetrino, con profundas arrugas de una rara simetría, mantiene su magnetismo y su armonía pétrea, pero algo, la novedad del bigote tal vez, los párpados sobrados y pesarosos sobre los ojos grises, empieza a otorgarle los años que realmente debe tener. Un hombre de una lozana vejez, recuerda haberle oído al señor Sucre en cierta ocasión. Viste con la pulcritud y formalidad habituales, de veterano deportista con su modesta impronta de suburbio, un polo azul desleído y abierto en el pecho, una holgada cazadora de lino color tabaco, con grandes bolsillos y con las solapas alzadas, y un pañuelo negro anudado al cuello.

—¿Qué? ¿Te extraña? —susurra el Quique—. A mí no. Aquí te puedes encontrar hasta con tu padre. Un día vi entrar al marido de la señora Rufina, y otro día al dueño del colmado de la calle Argentona.

—Bueno, ya lo hemos visto todo. ¿Nos vamos?

—¡Qué dices! ¡Si acabamos de llegar! ¿Te has fijado en la Manoli? ¡Ñam!

—No, no me he fijado. Esto está muy oscuro y huele mal. Yo me largo.

—Hostia, nano, ¿pero qué esperabas ver? Ya sé lo que te pasa. Temes que algún conocido te vea y lo vaya diciendo por ahí, y se entere tu madre…

—¿Te vienes o qué?

Todo el rato ha llevado la mano herida escondida en el bolsillo y el fular alrededor del cuello, y antes de irse quiere recuperar el brazo en cabestrillo, y con él, le gusta pensarlo, su identidad secreta y más auténtica. Mientras le pide al Quique que le anude el pañuelo en la nuca, capta la mirada que le clava por encima del hombro la Manoli, la morena opulenta con las tetas al aire; una mirada severa que le adivina los poco más de quince años.

—Mierda, ¿pero qué prisa tienes? —le reprocha el Quique—. Pues yo, nano, hasta que me echen. Y luego me pasaré por el bar Cádiz o por el Kentucky, que estará lleno de meucas

—Pues abur —dice él, y mientras se escurre hacia la salida se vuelve y echa una ojeada al señor Alonso, que sigue empeñado en convencer a su interlocutor que aquí no va a encontrar a la que busca.

Ya en la calle tiene que abrirse paso entre la riada de hombres que circulan despacio en doble dirección, apretujados y sin mirarse a la cara, haciéndose los distraídos. El Quique le había contado que los sábados por la noche la calle Robadors recibe tal cantidad de tíos que casi no se puede andar y los grises tienen que acudir de vez en cuando y despejar la calzada repartiendo porrazos, y entonces el personal se refugia en portales y tascas, para volver a salir cuando la policía ya se ha ido y proseguir la visita a los tres burdeles. Mientras se abre paso a empellones, dejando atrás las silenciosas aglomeraciones de hombres entrando y saliendo de bares abarrotados, aquellas palabras purulentas, sífilis, purgaciones, chancro, gonorrea, que oyó un día por vez primera en boca de su padre y que le habían causado tanta aprensión, le salen ahora al paso deslizándose sobre el húmedo empedrado donde se reflejan luces de neón, Vías urinarias, Camas, Gomas, Lavajes. Poco después deambula por callejones oscuros y menos transitados, pisando escombros y aguas malolientes en un recorrido que debe llevarle de vuelta a las Ramblas.

No tiene ninguna prisa y además no le importaría extraviarse, consciente del estigma y la infamia de un barrio legendario. En cierto momento redobla la emoción al creer que alguien le sigue, y se vuelve, pero no advierte nada raro; la sombra tambaleante de un borracho, una botella vacía que rueda sobre los adoquines, un perro escarbando en las basuras. La curiosidad lo lleva a prolongar la incursión dando un rodeo, enfilando primero la calle San José Oriol para hundirse luego en la calle de las Tapias, donde un polvo rápido con una puta, de pie en lo más oscuro y arrimada a una tapia, según había oído comentar a los mayores en el taller, le costaría solamente una peseta… ¿O se referían a otro lugar aún más tronado, un antro llamado la Terra Negra, al pie de Montjuich? Dos mujeres de culo gordo están platicando en la acera con un tipo esmirriado y en camiseta, y otra se asoma desde un portal mirándose en un espejito de mano. Pasa deprisa y sin pararse, evitando las farolas y oyendo tras de sí alguna risita, y tuerce a la izquierda hacia la calle San Pablo. Su intención es alcanzar Conde del Asalto pasando antes por la calle San Ramón, con su oferta de gomas y lavajes y tascas de mala muerte, y en cuya esquina se para un momento y comprueba bajo la luz de un farol que no le queda dinero para una última caña ni para el tranvía de vuelta a casa. A pocos metros, en la misma esquina, hay una taberna abierta y dentro suenan palmas y música rumbera. Está mirando el rótulo, Bar Los Joseles, cuando nuevamente oye a su espalda la voz oscura:

—¡Hombre, qué es lo que veo! A este chaval yo le conozco.

Podría tratarse de una casualidad, pero ya sería la segunda en una sola noche. Se vuelve despacio, mosqueado, sin saber a qué atenerse, y afronta la conocida sonrisa ladeada y la mirada gris bajo los párpados rugosos.

—¿Es a mí?

—Te llamas… —Se queda pensando—. A ver, era algo que sonaba como un timbre… ¡Ah, sí, ya recuerdo! Ringo. Así te dicen los muchachos en el bar Rosales. ¿Estoy en lo cierto o no?

—Sí, señor, pero ese no es mi nombre.

Nunca habría imaginado que un día renunciaría a llamarse Ringo, y ahora mismo se pregunta por qué ha hecho tal cosa.

—¿Qué te trae por aquí, tan lejos de tu barrio? No te habrás perdido.

—No señor.

—Vaya, vaya. Te acuerdas de mí, supongo.

—Claro. El señor Alonso.

—Eso es. ¿Qué tal te va, chaval?

Con algún retraso advierte que el hombre le tiende la mano, con una muy trabajada sortija de hueso en el dedo corazón. Una mano de piel sedosa y cálida, y un apretón fuerte. Cuánta formalidad. Ni que acabaran de conocerse.

—Te he visto pasar y me he dicho, pero bueno, si es aquel chico que estudia música y se pasa la vida sentado en el Rosales, siempre solo y tan formalito, siempre leyendo, estudiando o parando discretamente la oreja cuando los mayores hablan. —Sus palabras son pausadas y destilan un sonsonete amigable, una sorna discreta que busca complicidad. Sus ojos fatigados sonríen al sacar del bolsillo un paquete de Lucky—. Vaya, vaya. ¿Fumas?

Niega con la cabeza y observa cómo el hombre lleva el pitillo a los labios sin necesidad de cogerlo: un par de golpecitos con los dedos en el dorso de la mano que sostiene el paquete abierto, el cigarrillo salta y los labios lo pillan casi en el aire y sin dejar de sonreír. No está mal, piensa, aunque ha visto a William Powell hacerlo con mucho más estilo. Pero no podría negar que siente cierta curiosidad. Quizá debería haber aceptado el cigarrillo y mostrarse más amable y receptivo, implicarse en sus intenciones, cualesquiera que sean; puede que el hombre lamente haber sido visto en una casa de putas tan tronada y quiera justificarse. Ahora, mientras le mira fijamente, se pasa un nudillo por el bigote y enseguida repara en la mano vendada que asoma por el cabestrillo.

—¿Y eso? ¿Te pilló los dedos la tapa del piano?

Acepta la broma a regañadientes. Explica brevemente y de mala gana lo sucedido en el taller, sin dejar entrever la menor señal de melancolía por haber tenido que renunciar a los estudios de solfeo, sin mirarle a los ojos y vuelto un poco hacia la otra esquina de Conde del Asalto, dejando claro que se dispone a seguir su camino. Quiere y no quiere parecer hostil, cuando se sorprende diciendo con la voz dura y sin vacilar:

—He acompañado a una chica a su casa, vive cerca de aquí. Su madre trabaja de noche en la calle Arco del Teatro, en la Madame Petit, pero en su casa no lo saben… Antes había trabajado en la Emilia, pero al hacerse mayor… Bueno, son bastante pobres. Su abuelo tiene un piano Steinway y ella me dijo que lo vendía, y esta noche yo quería ver el piano, porque mi madre prometió comprarme uno, pero está muy viejo y desafinado, y además le faltan tres teclas, así que no sé… —Se toma un respiro y sigue—: ¿Usted también vive cerca de aquí, señor Alonso?

El señor Alonso niega con la cabeza. Con un brusco tirón, cambia la posición de la pierna mala sobre la acera y fija la mirada en el bar de la esquina.

—Estuve con un amigo. Oye ¿tienes prisa? ¿Puedo invitarte a una gaseosa, o a una cerveza?

—Es que es muy tarde…

—Cinco minutos, va. Mira, aquí mismo —señala el rótulo de Los Joseles—. ¿Te parece? —Y al verle indeciso—: Ya sé, te estás preguntando qué he venido a buscar de noche por estos andurriales… No es lo que te figuras. He venido por un amigo que lo está pasando mal. Una triste historia. —Calla un instante, mira el cigarrillo humeando entre sus dedos como si mirara una rareza y añade—: Estuvo casado con una mujer joven que lo dejó, y todavía no se ha repuesto. De vez en cuando le da por buscarla, donde sea, sobre todo si alguien le dice que cree haberla visto. Un día tuve que sacarlo de la playa de mujeres de la Barceloneta. No veas el follón que armó. Es un buen hombre, ¿sabes?, un benefactor. Hace poco regaló un balón de reglamento, botas y camisetas nuevas a los chavales que yo entreno en mi barrio… Ha tenido mala suerte.

Está mintiendo, piensa. Cuentos chinos del Barrio Chino. Paparruchas. Algo quiere de mí. Siente su mano tocándole ligeramente el codo, instándole a ir con él hacia la tasca, mientras prosigue con voz lijada, plana:

—Aunque la suerte, en esta vida, uno debe saber buscársela. Eso es lo que yo pienso. ¿Tú qué opinas? —Él se encoge de hombros. «Y a mí qué me cuentas»—. Mi buen amigo se equivocó. Él no quiere admitirlo, pero se equivocó. En primer lugar, nunca debió casarse con una mujer tan joven, ¿no te parece? En segundo lugar, ya que lo hizo, nunca debió comportarse como un viejo que no soporta que le recuerden que se casó con una mujer demasiado joven. No sé si me explico…

—¿Es verdad lo que dice el señor Agustín, que usted jugó de delantero con el equipo del Europa? ¿Y que tuvo que dejarlo por una lesión en la pierna?

—Me mordió un oso. Un defensa del Júpiter. —Y con sonrisa socarrona—: Mordía, el puñetero, de verdad. Un día me hizo caer malamente, y se acabó.

Cojea bastante más que antes y sigue igual de escurridizo y enigmático. Turbias conjeturas pasan por la mente del chico: haberle visto tan tranquilo en el burdel de la calle Robadors, tan asociado al ambiente y a la clientela, tan acoplado a las torvas expectativas de aquel mustio mercado y a la vez tan indiferente, despachando sus asuntos y sin mostrar el menor interés por las putas, hace que ahora piense que podría vivir por aquí cerca. Nunca quiso este hombre decir dónde vivía, así que estas calles encanalladas y malolientes bien pudieran ser su secreto campo de operaciones, fueran estas las que fueren…

Sin embargo, una vez en la taberna, pisando con manifiesto desagrado la sucia alfombra de serrín y cáscaras de gambas y huesos de aceitunas al pie del mostrador, respirando una atmósfera cargada de tufos agrios a vinazo y a cochambre, de repente el cojo no parece estar en absoluto acordado ni familiarizado con el barrio ni con sus habitantes. A pesar de la cojera y del pie ligeramente torcido hacia dentro, al entrar en la tasca sus pasos son suaves y elásticos, como los de un felino en movimiento.

—Mira esto —dice en tono de reproche—. La cueva de Alí Babá.

Los Joseles es una pequeña tasca que esta noche ha sido tomada por un clan de gitanos endomingados y jaraneros celebrando algo en familia. Ocupan las dos únicas mesas bajo una techumbre de jamones y embutidos que penden de las vigas junto con ristras de ajos, manojos de hierbas y pringosas tiras cazamoscas. Los hombres lucen camisas blancas con chorreras, abultadas sortijas en los dedos y voces aguardentosas, y las mujeres largos pendientes y flores en el pelo. Una muchacha que parece dormida, sentada en una silla con el respaldo apoyado en una barrica, da el pecho a un bebé cuya cabecita pelona asoma por encima de la toquilla que lo envuelve. Nadie atiende en el mostrador, pero nada más entrar ellos se levanta rápidamente de una de las mesas un joven moreno con el pelo planchado y untado de brillantina y se sitúa detrás del variado surtido de tapas. Acodados ambos en la barra, el señor Alonso examina la oferta y pide dos cañas y unos pinchos.

—¿O prefieres otra cosa, Ringo? —pregunta amigablemente—. ¿Unos boquerones, tal vez?

Hay chipirones, ensaladilla, gambas, callos, caracoles, mejillones en salsa. Por un momento, en una de las bandejas, cree ver pajaritos fritos con sus patitas estiradas. Pero son pimientos morrones con palillos ensartados.

—No sé, da igual.

—Mira, estas patatas bravas tienen buena pinta.

—Pues venga.

Acaba de darse cuenta de que tiene hambre. El señor Alonso pide también una de gambas. Más arriba de los estantes y la botellería, detrás del mostrador, un vetusto espejo colgado en la pared y muy inclinado sobre la barra refleja a la muchacha que se adormece amamantando al crío, sordos al guirigay de la parentela que trasiega cerveza y sangría con gran alboroto de palmas y cante. Ella es muy joven, parece una niña con la blusa de flores y su cabellera negra y rizada, donde se enreda una ramita de jazmín.

El sonriente mozo tira más cerveza fuera del vaso que dentro y se disculpa desganado, dice que lleva pocos días en eso y que su tío, el dueño, está enfermo. Tiene una cara guapa picada de viruela, lleva camisa negra y chaleco blanco y sonríe todo el tiempo con los dientes podridos. El señor Alonso cambia de parecer:

—Mira, a mí dame un sol y sombra. —Se vuelve y palmea la espalda del chico—. Bueno, bueno, ¿qué te cuentas? ¿Qué hay de nuevo por tu barrio?

—Todo sigue igual… Más o menos.

—¿Qué tal por la bodega, cómo anda la señora Paquita?

—Bien.

—¿Y el baranda de su hermano, el gordito Agustín?

—El señor Agustín ha comprado una radio nueva para el mostrador.

—¿De veras? Estupendo. —Se queda sonriendo, pensativo—. Y qué me dices de Violeta, ¿eh? Te gusta esa niña, a que sí.

—¿A mí? ¡Qué va!

—Lo sé por cómo la mirabas. Le echaste el ojo, no digas que no.

Él se encoge de hombros. Ya empezamos a fastidiar, piensa. Se mantiene desconfiado, distante. El señor Alonso guarda silencio un rato y luego añade:

—¿Y cómo está su madre? ¿Cómo le va a la sanadora Mir?

—Ah, esa. Pues no sé… Bien.

—¿No se fueron ella y su hija a vivir a Badalona? —Ringo niega con la cabeza—. ¿No? Siempre decía de irse, no estaba a gusto en el barrio. Su suegra, la señora Aurora, tiene un puesto de flores en un mercado de Badalona, y vive sola…

—¿Ah, sí? No lo sabía.

—Entonces no se fueron, y todo sigue igual.

—No, señor. Pasó algo. —Y con aire sombrío—: La señora Mir se quiso matar.

—Joder, chico, ¡qué dices!

—Se tiró debajo de un tranvía. Sí señor, de verdad, lo hizo. ¿Usted no se enteró? —inquiere destripando una gamba—. Lo vio todo el mundo en la calle…

—¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde?

—Dicen que la rueda frenó a un palmo de su cabeza. En serio. A menos de un palmo, sí señor. —Y en tono de alivio—: Bueno, al final todo acabó en un susto terrible. Pero no me pregunte, porque yo no sé nada más. Se dicen tantas cosas, hay gente que sólo vive para eso. Y a la señora Mir parece gustarle que hablen de ella… Todo el día vengan chismes y más chismes sobre lo que hace o deja de hacer. Ella misma no habla de otra cosa, pero yo, la verdad, no me entero. Y además no me importa. Y no me creo nada de nada.

El señor Alonso se queda mirando el suelo con expresión sombría.

—¿De verdad lo hizo?

—Pues sí, bueno, más o menos. —Y sintiéndose obligado a desviar la vista, carraspea, y añade—: Hace tiempo que no le vemos por allí, señor Alonso.

El hombre reacciona, respira hondo y desliza las manos sobre la superficie del mostrador, lentamente.

—¡Uf, ya no trasnocho como antes! —entona con media sonrisa—. Esto se acabó. A mi edad, uno tiene altibajos. Estoy bastante oxidado, como puedes ver.

No tiene sentido lo que dice, piensa él, ya que ni en el bar Rosales ni donde la señora Mir, cuando estaban liados, se le vio nunca trasnochar. Observa sus manos huesudas y largas, con venas duras y azules entre los nudillos, tranquilamente posadas sobre la madera del mostrador roída por la lejía, y tras ellas al hombre en el momento de rendir la cabeza, sumida otra vez en sombríos pensamientos. Pero sólo es un instante. Se yergue y dice con la voz animosa, pero impostada:

—¿Sabes qué pasa, chico? Pues que siempre pasa lo que ha de pasar, ni más ni menos, y ya está, punto. Pasa que últimamente he decidido que se acabaron las malas noticias, las cabronadas y lo que venga. Sí, joder, ya basta de tristezas, me dije, ya vale, chaval. Me gusta llamarme chaval a mí mismo, aunque ya no tengo edad, pero me gusta, ¿sabes? Será porque me paso días enteros entre un montón de chavales —concluye casi en voz baja, y permanece callado un rato. Súbitamente se da una cachetada en la frente y exclama—: ¡Caramba, se me olvidaba! ¿Te importa esperar aquí unos minutos? He de resolver un asunto, pero vuelvo enseguida… Pide otra caña, lo que quieras, va de mi cuenta. Oye, tú —busca al mozo con la mirada—, sírvele al chico lo que quiera. —Y dirigiéndose a la puerta—: ¡No tardo ni cinco minutos!

Media hora y tres cañas después se pregunta cómo ha podido ser tan ingenuo y le asaltan toda clase de suspicacias, pero el encantamiento del espejo puede más que todo y lo mantiene amarrado al mostrador frente a cinco platillos ya limpios; se ha zampado una de gambas, otra de berberechos, dos de patatas bravas y la última de ensaladilla rusa. Hace un recuento y en total esta noche se ha bebido cinco cañas, tres aquí y dos con el Quique, más un par de chatos de propina en Los Cabales, sin contar la cerveza en la puerta del Rosales antes de emprender la aventura. Se siente algo más que achispado y secretamente trasgresor, casi eufórico, y piensa que ya debía llevar la trompa encima cuando el señor Alonso se le acercó ahí afuera haciéndose el encontradizo. ¿Con qué propósito? A lo mejor ninguno. El caso es que, si este hombre no vuelve, él no sabrá cómo apañárselas para pagar las consumiciones. ¿Y por qué iba este cojo oxidado a dejarle en la estacada, qué iba a sacar con eso? Para dar una sensación de normalidad, le encarga al mozo otra caña y otra ensaladilla rusa.

—Y oiga, ¿tendría un poco de pan, por favor?

El trato informal del mozo con la parroquia gitana, sirviéndoles y a ratos participando en la juerga, con ocasionales atenciones al lactante y a la joven madre, sugiere algún parentesco con ellos. El espejo urdidor de sombras y manchas de azogue encierra un aire arcano, un ámbito y una penumbra que no parecen corresponder a la taberna ni reflejar lo que hay en ella, salvo la muchacha que duerme con el crío amorrado al pecho. Le recuerda una extraña e inquietante película en la que el espejo de un dormitorio, un espejo más grande y limpio que este, de pronto no reflejaba la habitación en la que estaba colgado, sino otra muy distinta, con otra atmósfera y otra decoración, otra cama de matrimonio y muebles de otra época, una alcoba silenciosa perdida en el tiempo y donde al parecer se había cometido un crimen.

Cuanto más se fija, más increíblemente hermosa y sensual le parece la muchacha y más confuso el entorno; la oscura barrica en la que apoya el respaldo de la silla no se distingue en el espejo, y tampoco el viejo cartel de una corrida de toros clavado en la pared, sólo ella y su retoño pegado al pecho y la maternal solicitud de sus manos meciéndole en el sueño. Pero el espejo les acoge sólo en parte, así que se desplaza ligeramente en la barra para enmarcar correctamente la imagen, fijarla y grabar en la memoria lo que sabe ha de devenir inolvidable: la azarosa transfiguración de la belleza en el rostro de la muchacha, la cabeza ladeada con los labios entreabiertos y los párpados cerrados, morados y pesarosos, sus brazos de niña rodeando al bebé, la persistente dulzura y tensión de las manos sujetándole, el precario equilibrio de la silla. En torno a ella, su gente sigue parloteando incesantemente y sus voces gangosas son como el zumbido de un enjambre de abejas. El bebé habrá dejado ya de mamar y también estará dormido, piensa, ya no parece amorrado a la teta y ahora se destaca un poco el inicio del pecho detrás de la cabecita pelona un tanto desplazada. Todo está en el espejo y permanece estable y real, mucho más allá de las engañosas manchas de azogue y de la fantasmagoría de la taberna con su atmósfera inesperadamente cañí, todo parece hallarse más allá de lo contingente, incierto y neblinoso, y él siente en la sangre la fascinación irresistible del mañana, algo indefinible pero más tangible, intenso y vívido que la vida real, una exaltación interior que se nutre de buenos augurios y azares futuros. Ha imaginado muchas veces cuán emocionante puede llegar a ser la vida gracias a su buena estrella, pero nunca lo había sentido tan naturalmente posible como esta noche, tan seguro y evidente. Aquí están los signos que un día habrán de jalonar sus afanes y sus logros, lo cree firmemente y lo percibe y asume de manera tan intensa y desasosegante que hasta recela del entorno, como si alguien desde la sombra pudiera acechar tales expectativas y arrebatárselas.

De pronto la muchacha del espejo abre unos ojos grandes, intensamente negros, los clava en él sonriendo y le saca la lengua. Casi al mismo tiempo, la mano huesuda y oscura del señor Alonso se posa en su hombro.

—Lo siento, chico, me han entretenido más de la cuenta. —Con mirada esquinada reprueba la ruidosa tertulia rumbera y flamenca—. Ya veo que no te has aburrido.

—Qué va.

—Joder, vaya una tabarra. Y no se les cae el pelo.

—¿No le gustan los gitanos, señor Alonso?

El hombre le mira fijamente un instante con los ojos risueños.

—Querido muchacho, los gitanos son mis amigos de toda la vida. Vivo rodeado de gitanos y charnegos analfabetos que le dan al balón o a los puños, chavales como tú, que sueñan con ser alguien en la vida y escapar de la miseria lo más deprisa posible. —Su voz no suena como antes de irse, las palabras le salen ensalivadas y envueltas en un fuerte aroma a carajillos de anís—. Pero no soporto las parrandas de esa gente. Sé lo que me digo… En fin, como ves, esto no se parece en nada a nuestra bodega, ¿verdad?

—Pues no.

—Nos vamos cuando tú digas. ¿O quieres algo más? —Se queda mirándole, calibrando su estado—. Es muy tarde ya, y van a cerrar. Te acompañaré hasta la parada del tranvía.

—No, no hace falta.

—Yo creo que sí. Mira, si pierdes el último tranvía tendrás que volver a casa a pata, y hay una buena tirada hasta Gracia. Y yo lo mismo, pero antes he de pasar otra vez por casa de mi amigo.

—Pensé que usted vivía por aquí… ¿Sabe una cosa? A mí me gustaría vivir en este barrio.

—No digas eso. A nadie puede gustarle vivir en la mierda. Bueno, mañana hay que madrugar. ¡Eh, chaval! —Chasquea los dedos reclamando la atención del mozo, y al hacerlo deja ver una mancha de tinta azul repartida entre el pulgar y el índice—. Dame un paquete de rubio y dime qué se debe.

—Pues a mí me gustaría —insiste él con la voz deprimida, mirando la mano que abre la cartera. Antes de irse no tenía esa mancha, piensa, y de pronto se siente mal. Le duele la cabeza y las manos le sudan. Apura la caña y farfulla—: De todos modos, gracias por la invitación, señor Alonso.

—¿Te encuentras bien?

—Estupendamente. Estupendamente.

En el espejo, la muchacha de la blusa de flores mece al bebé y vuelve a tener los ojos cerrados. Nuevamente la luz en torno a ella disminuye, la taberna se desvanece, también los toneles y las dos mesas con los gitanos, el cartel de la corrida y lo que cuelga del techo, todo alrededor de ella se vuelve oscuro y recóndito, y desaparece. La mira por última vez al despegarse del mostrador.

Poco después se encuentra en las Ramblas esperando el 30 frente a la terraza de la cafetería Cosmos y con el señor Alonso siempre a su lado, prestándole una atención constante, incisiva: al amparo de las sombras, su austero rostro ha adquirido de improviso un vago relieve fáustico, una mirada postiza y una nariz de cartón. La parada está desierta y la cafetería cerrada. Él se disculpa en la boca de los urinarios públicos y baja solo, porque siente que va a vomitar. Casi no le da tiempo a apoyar las manos en la pared leprosa del mingitorio y, en medio de fuertes retortijones, arroja una primera bocanada que salpica sus zapatos. Luego se limpia la boca con agua del grifo y la puntera de los zapatos con papel higiénico. Cuando regresa persiste el mareo y tiene todo el rato la sensación de ir con la bragueta abierta y con el cordón suelto de un zapato, pero no se atreve a bajar la vista ni agacharse por temor al vértigo. Está claro que el cojo no le dejará solo hasta verle subir al tranvía. Y no para de darle conversación.

—¿Y esa mano qué? No te impedirá hacer sortijas y pendientes, supongo.

Él se encoge de hombros y se mira el cabestrillo. Mueve los dedos, pero no los siente. La sangre se ha dormido, piensa.

—Mi madre me está buscando trabajo —dice como en sueños.

—Eso está bien. —Los labios gruesos y morenos amplían la sonrisa—. Tendrás que aprender otro oficio, pero saldrás adelante, seguro.

—Claro.

—¿Qué te gustaría hacer?

Vuelve a encogerse de hombros.

—El otro día vi un cartel en una tienda de música, pedían un dependiente. No sé, igual me presento. Podría ser afinador de pianos…

Dos empleados municipales de la limpieza cruzan el paseo central con una manga de riego cargada sobre el hombro como si fuera —piensa anotarlo en su bloc de tapas de hule negro— una gran serpiente muerta. Flexionando un poco la cintura, como si amagara la jugada con una finta, el ex futbolista cojo despega el pie de la acera y se acerca más a él con la mano en el bolsillo de la cazadora.

—Ahora te vas directo a casita y mañana será otro día, ¿de acuerdo? —Parece dudar un instante, y luego dice—: Mira, ya que te he encontrado… ¿Puedo pedirte un favor? ¿Querrías dejar un recado en el bar Rosales, de parte mía? —Retiene la mano en el bolsillo de la cazadora mientras le interroga con los ojos—. Sigues yendo por allí, eso me has dicho, ¿no?

—Pues sí.

—Tengo algo para la señora Paquita. ¿Podrías dárselo de parte mía? Ella está al corriente. ¿Me haces este favor?

¡Aggggh! Un nuevo retortijón, y a punto de vomitar otra vez.

—¿Un recado para la señora Paquita? Claro, sí señor.

—¿Podrías dárselo mañana, y con la mayor discreción? La señora Paquita lo espera desde hace tiempo…

—Bueno, por la mañana ella casi nunca está. Pero atiende su hermano, el señor Agustín.

—No, al señor Agustín no. Es algo para entregar en mano a su hermana. Iría yo mismo, pero no me es posible, mañana salgo de viaje a primera hora. —Saca del bolsillo un sobre de correos, de color rosa pálido, cerrado y con un nombre, escrito en el ángulo superior, que empieza con una gran V, y que Ringo no alcanza a leer del todo, aunque sabe muy bien a quién va destinado—. Procura dárselo sin que te vean, ¿eh?, cuando haya poca gente en el bar. —De pronto está inquieto, le asalta alguna duda, y, apelando a su complicidad, añade sonriendo—: Así evitamos chismorreos, ¿no te parece? Incluso estaba pensando… Tú sabes dónde vive… —Se corta otra vez, vacila—. Pero no, te haría demasiadas preguntas. Es mejor que se encargue la señora Paquita. Como te he dicho, ella sabrá lo que debe hacer. Aquí tienes.

Vaya, conque era eso, piensa. Así pues, el famoso idilio parece que no ha terminado. Sintiéndose mal, reprimiendo algún vahído y trasegando abundante saliva agridulce, toma el sobre con la mano vendada, porque la otra está ocupada tanteando calderilla en el bolsillo izquierdo de la americana: un par de monedas se han colado por un agujero del forro, no acaba de alcanzarlas y teme no disponer de los cuarenta céntimos para el tranvía. Y de pronto, con la carta en la mano anestesiada, pinzada suavemente con dedos entumecidos, le invade el desánimo y un fastidio enorme. En el mundo alternativo que está forjándose, contrapuesto en todo a lo real —salvo, tal vez, lo que está en el espejo—, no puede haber lugar para cuitas tan sórdidas y deprimentes como las de la opulenta rubia y su achacoso amante. Uno procura ser amable y educado, estar siempre dispuesto a hacer un favor, y mira lo que ocurre, hostia. Nota por el tacto el escaso espesor del sobre: contiene una hoja doblada, una carta seguramente muy breve. Pero, junto con el sobre, ¡un billete de cinco pesetas!

—Ahí va. ¡Un duro!

—Es tuyo. Para que invites a tu chica al cine.

—¡Oh, gracias! Pero no hacía falta…

—No me repliques. Y cuidado con perderlo. —Le quita el sobre y el duro de la mano, mete ambas cosas en el bolsillo interior de su americana y se la abrocha con gestos nerviosos—. Ahí va mejor. No sé si servirá de algo, la verdad, hace tiempo que esta carta debía haber llegado a su destino… Le pedí a la señora Paqui que fuera discreta, y lo mismo te pido a ti. Es un asunto privado, ¿comprendes?

—Claro, claro. Yo la lle… varé.

—¿Te encuentras bien?

—Estupendamente —farfulla con la cabeza dándole vueltas.

De nuevo se encara mentalmente con el tenebroso espejo allá en la taberna, donde ahora el azogue es como una lepra que ha empezado a devorar el rostro de la muchacha, mientras aquí asiente con la cabeza gacha y mirándose los pies, asumiendo la pérdida y el desencanto, y ahora sí, ahora constata que el cordón del zapato está totalmente suelto. Tantea un asidero en el vacío pensando si me agacho me voy a caer de morros, cuando ya los dedos largos y afilados del señor Alonso se querellan prestamente allá abajo con el cordón igual que los ligeros dedos de su madre cuando le hace un nudo en el vendaje o le abrocha la camisa, con una endiablada y cariñosa agilidad, y, visto y no visto, la lazada vuelve a brotar sobre el zapato. Pero no es tanto la diligente prestación de estas manos lo que le sorprende y le incomoda, ni la evidencia de su propia borrachera, que le obliga a aceptar ayuda si quiere llegar a casa sano y salvo, sino el hecho de ver a este hombre como si de pronto hubiera caído de hinojos a sus pies después de mendigar un favor.

—Es lo mío, soy un experto atando botas de futbolista y guantes de púgil —dice al incorporarse—. Ahí viene tu tranvía… Ah, una última cosa. La señora Paquita seguramente te preguntará dónde me has visto. No hace falta que menciones este barrio, que a ti tanto te gusta —añade con una sonrisa cómplice—. Ni la calle Robadors ni la calle San Ramón, ni nada de eso, ¿no te parece?

—Oh, claro, no señor.

Tiene la garganta rasposa y amarga, la cabeza le da vueltas, los pies son de otro. Salta a la plataforma trasera cuando el tranvía aún no ha parado. Adiós y si te he visto no me acuerdo, señor Alonso. Se vuelve tendiendo una mano que se queda en el aire porque el tranvía arranca, y, durante un buen trecho, permanece de pie en la plataforma, dejándose mirar por el hombre plantado bajo la sucia luz de la farola con las manos en los bolsillos y muy formal, erguido a pesar de la cojera o gracias a la cojera, la pierna mala un poco a la zaga y como si porfiara por desengancharse del suelo, la noche ganando terreno en torno a él y haciéndole cada vez más pequeño, solitario y emboscado, hasta que le ve girarse y caminar cojeando Ramblas abajo.

¡Un duro! Antes de llegar a la altura de la calle Santa Ana se descuelga sigilosamente del tranvía en marcha y cruza corriendo el paseo central hasta la otra acera. Se tropieza con un grupo jaranero frente al teatro Poliorama. Tantea el billete de cinco pesetas en el bolsillo junto con el sobre y mientras acelera el paso intenta orientarse. No necesita mirar el sobre, pero sí el duro; lo saca y lo vuelve a guardar en el bolsillo. Un duro no alcanza para ir al Jardín, o a la Gaucha, aunque tal vez, si alguna puta joven se encariñara con él y le hiciera una rebaja… Pero no, nada de putas. Calcula que el trayecto más seguro para volver a Los Joseles sin toparse con el señor Alonso —ya no le cabe duda que vive en el Chino, probablemente en algún oscuro callejón, en una buhardilla en lo alto de una escalera estrecha y pringosa— es coger Pintor Fortuny, dar un rodeo por el interior de la zona y salir a la calle Hospital, cruzarla y bajar hasta San Pablo en busca de la esquina con San Ramón.

El mozo de cara picada anuncia que va a echar el cierre, pero lo acoge sonriente y le sirve la última caña. Esforzadamente tieso, testarudo y aturdido, recupera en la barra su puesto de soñador solitario y fantasioso, y súbitamente le envuelve un suave aroma a jazmín. Tarda un poco en hacerse cargo de la situación. Ella ha descendido del espejo y del encantamiento y está fregoteando vasos detrás del mostrador con las mangas remangadas y la negra mata de pelo cubriéndole el rostro. Perorando por lo bajo y muy enfurruñada, lanza torvas miradas al mozo que va y viene de las mesas a la barra acarreando jarras y vasos y platos sucios. En uno de sus viajes, el mancebo se inclina sonriente a decirle algo al oído y ella le esquiva mascullando confusos agravios: Tus muertos, malaje, jartaíta de llorar me tienes… Mientras, la cuadrilla da por terminado el jolgorio y está por irse, ya se han levantado todos y recogen sus cosas, el bebé llora en brazos de una vieja que espera en la puerta y los dos gitanos de mayor edad están echando cuentas en la barra. Él apura su caña, y a partir de este momento el tiempo se vuelve extrañamente retráctil. Cuando, con mano cautelosa y pedigüeña, empuja sobre el mostrador el vaso vacío hacia ella, que lo coge rápido y sin mirarle, sus dedos se rozan, y, por entre la maraña de negros cabellos, alcanza a ver una sonrisa fugaz en la hermosa boca despectiva, pero para entonces ya ha penetrado en la repentina tiniebla del espejo y se encuentra en el suelo con la mejilla pegada al serrín sembrado de cáscaras de gambas, escupitajos y mondadientes. Oye como en sueños las voces de los gitanos que lo espabilan con suaves cachetes en la cara, no será nada, niño, vuelve p'acá, arriba. También ella está muy encima, mirándole amistosamente a los ojos por vez primera y ofreciéndole un vaso de café frío y amargo. Al acercarle una y otra vez el vaso a la boca, mientras él sorbe despacio y obediente, sus pequeñas manos oscuras desprenden un acre olor a lejía. ¿Qué me ha pasado?, farfulla, y su mano quiere comprobar si el sobre y el dinero siguen en el bolsillo, pero en este momento un gato negro se acerca cruzando el local con paso elástico, ella lo acaricia y el felino se para y arquea el lomo perezosamente, y eso lo distrae de su intención. Ahora a casita, mi niño, oye decir con la voz constipada más dulce que ha oído jamás, mientras las manos ágiles y mimosas le remeten el brazo en el cabestrillo, sacuden el serrín de su pelo y acomodan la chaqueta sobre los hombros. El mancebo no quiere cobrarle la caña y muy amable y atento lo acompaña a la puerta. Diez metros más allá, en la misma acera de la taberna, oye a su espalda la puerta metálica cayendo con un estrépito que se confunde con un trueno que retumba en dirección al puerto. El empedrado de la calle San Ramón brilla como plata sucia.

Antes de alcanzar las Ramblas caen las primeras gotas. No hay ni tranvía ni metro a estas horas de la madrugada. Mejor, Ringo, a pata hasta casa bajo la promesa de la lluvia. Primero Ramblas arriba y luego cruzar la plaza de Cataluña desierta y espectral, subir por el desierto paseo de Gracia y girar en la Diagonal hasta el paseo de San Juan, y de allí hasta la Travesera para volver a girar a la derecha y enfilar la calle Escorial. Al fondo de algunos portales emerge de entre las sombras la muchacha del espejo haciéndole señas, abriéndose la blusa. Lluvia en los zapatos. Nubes grises en la boca. El mensaje rosado en el bolsillo. A mí qué hostias me importa la dichosa carta. Por Escorial hacia arriba y todo recto, no te distraigas, a la derecha evito las sombras de la avenida del General Mola-Mulo-Mola, así es como le llama el Matarratas, y siempre arriba manteniendo los pies y el tipo sobre el bordillo que casi desborda el agua, subir en equilibrio todo el tiempo hasta la jodida barriada de La Salud y hasta más allá de tu futura y regalada vida de famoso pianista, eso es lo que te toca hacer, chaval, eso es lo que harás, deja de lamentarte. La lluvia arrecia repentinamente al cruzar la plaza Joanich. Se quita la chaqueta y se cubre con ella la cabeza empapada, y de paso, hombre, de paso cubro también el tenebroso espejo que cuelga ante mis ojos.

Dejando atrás la plaza, se cae tres veces por empeñarse tres veces en caminar sobre el bordillo de la acera impelido por una euforia incontenible. Incluso la lluvia se le antoja una bendición. ¿No son los ojos enrojecidos de una rata esos dos puntos brillantes que le miran fijamente desde la negra boca de una cloaca? ¡Salud, camarada rata, hagamos las paces, pronto nadaremos juntos en las tinieblas! Poco después se para a orinar arrimado a la tapia del solar de Can Compte, en la zona más oscura de la calle Escorial, y antes de que sus dedos lleguen a la bragueta ya sabe que la ha tenido desbotonada todo el rato, tal vez toda la noche, desde mucho antes de bajar a los urinarios de las Ramblas, puede que desde que salió de casa para ir a sentarse en la puerta del Rosales… Bueno, y qué, recibiendo la lluvia en la cara con los ojos cerrados y la boca abierta, ya has vivido tu primera noche de putas en el Barrio Chino y casualmente con más sorpresas y emociones de las que podías imaginar. Todo el rato persiste la náusea y el extravío, pero el futuro sigue estando en su sitio, todo sigue estando en su sitio, incluido el volumen de relatos que palpa instintivamente en el desbocado bolsillo de la chaqueta: puede oír otra vez el trueno retumbando en la sabana infinita, en el horizonte iluminado por remotos relámpagos, puede oír el rugido del leopardo extraviado en la cumbre y olfateando su propia muerte solitaria y gélida, y también el crujido de sus pisadas en la nieve… Lleva una melodía en la cabeza, pero, una vez más, no la identifica. Encapuchado y acogotado bajo el aguacero, trata de distinguir la orina dorada que se confunde con la lluvia, y bajo los pies encharcados vuelve a notar un mundo subterráneo de ratas y túneles verdinegros, de aguas regurgitadas y pestilentes, y otra vez se busca a sí mismo velando el sueño de la turbadora muchacha dormida ya para siempre en el tiempo futuro. Le gusta pensar que esta imagen contiene tal vez la respuesta a todo, la explicación del mundo, cuando nota súbitamente un vacío en la boca del estómago y le asalta desde las sombras un presentimiento que le dispara la mano hacia el bolsillo interior de la chaqueta.

Una décima de segundo después, al girar la cabeza bajo el parpadeo de un relámpago, cree haber visto el sobre rosado flotando en el reguero de agua sucia que corre junto al bordillo de la acera. Espectral y fugaz, arrastrado por la corriente, el sobre se detiene y se balancea un rato frente a la boca de la alcantarilla y luego gira vertiginosamente sobre sí mismo, a punto de ser engullido. Está bocabajo y de pronto boca arriba y el agua ha borrado casi totalmente el nombre de la destinataria. El remolino lo retiene un instante, el tiempo suficiente para que él pueda agacharse y cogerlo, pero, sin que acierte a explicarse por qué, permanece quieto bajo la lluvia, viéndolo dar vueltas como en un tiovivo, girando y girando sin cesar, amortajado por el agua turbia, hasta que repentinamente la cloaca se lo traga y desaparece en la negrura.

—Hasta siempre, señora Mir.