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La señora Mir y las vías muertas
Torrente de las Flores. Siempre pensó que una calle con este nombre jamás podría albergar ninguna tragedia. Desde lo alto de la Travesera de Dalt inicia una fuerte pendiente que se va atenuando hasta morir en la Travesera de Gracia, tiene cuarenta y seis esquinas, una anchura de siete metros y medio, edificios de escasa altura y tres tabernas. En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa y una luz submarina y ondulante, como de otro mundo. En las noches sofocantes, después de la cena, la calle es una prolongación del hogar.
Todo esto sucedió hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real. Poco antes de las dos de la tarde de un domingo del mes de julio, el sol esplendoroso y un súbito chaparrón se funden durante unos minutos dejando suspendida en el aire una luz encrespada, una transparencia erizada y engañosa a lo largo de la calle. Este verano está siendo muy caluroso y la piel negruzca de la calzada se calienta tanto a esta hora que la llovizna se evapora antes de llegar a tocarla. Sobre la acera del bar-bodega Rosales, cuando ya el chubasco ha pasado, una barra de hielo dejada allí por la camioneta de reparto y mal envuelta en una arpillera empieza a fundirse bajo el sol inclemente. No tarda en salir el gordo Agustín, el tabernero, con un cubo y un punzón, y, en cuclillas, se apresura a trocear la barra.
Al filo de las dos y media, un poco más arriba del bar y en la acera de enfrente, en el tramo de la calle más propenso al espejismo, la señora Mir sale del portal 117 corriendo visiblemente conturbada, como si escapara de un incendio o de alguna alucinación, y se planta en medio de la calzada en zapatillas y con su blanca bata de enfermera mal abrochada, sin cuidado de enseñar lo que no debe. Durante unos segundos parece no saber dónde está, girando sobre sí misma y tanteando el aire con las manos, hasta que, quieta y con la cabeza gacha, suelta un grito largo y ronco, como salido del vientre, que poco a poco deviene en suspiros y termina en maullidos de gatito. Camina un trecho calle arriba dando traspiés y luego se para, se gira buscando en el entorno algún apoyo, y acto seguido, cerrando los ojos y cruzando las manos sobre el pecho, se agacha replegándose sobre sí misma lentamente, como si en ello encontrara un sosiego o un alivio, hasta recostarse de espaldas sobre los raíles del tranvía incrustados en lo que queda del viejo adoquinado.
Vecinos y algunos viandantes ocasionales, pocos y cansinos a esta hora y en este tramo alto de la calle, no dan crédito a lo que ven. ¿Qué le ha dado de repente a esta mujer? Estirada sobre las vías cuan larga es, que no es mucho, con las rodillas rechonchas y soleadas en la playa de la Barceloneta asomando por la bata entreabierta, con los ojos cerrados y los pies tan juntitos calzados con zapatillas de raso de borlas no muy limpias, ¿qué demonios se propone? ¿Hay que suponer que quiere acabar con su vida bajo las ruedas de un tranvía?
—¡Victoria! —chilla una mujer desde la acera—. ¡¿Qué haces, desgraciada?!
No obtiene respuesta. Ni siquiera un parpadeo. Enseguida se forma en torno a la yacente un grupito de curiosos, la mayoría temiendo ser víctimas de una broma macabra. Un anciano tantea con su bastón la generosa cadera varias veces, como si no acabara de creerse que esté viva.
—Eh, usted, ¿qué bobada es esa? —refunfuña, hostigándola—. ¿Qué diablos se propone?
Dar que hablar, como siempre, pensará más de una convecina: qué no haría esta pelandusca para llamar la atención de su hombre. Cuarentona rubia de chispeantes ojos azules, de natural expansiva y muy popular en el barrio, la gordita señora Mir, que había sido Dama Enfermera formada en un Colegio de la Falange y ahora ejercía como sanadora y quinesióloga de profesión, según decían sus tarjetas de visita, había dado y seguía dando bastante que hablar a causa de sus atrevidas manos aplicando friegas corporales y aplacando ardores diversos, ambiguas destrezas que propiciaban frecuentes devaneos amorosos, sobre todo desde que su marido, ex alcalde de barrio muy mandón y bravucón, había sido recluido en el sanatorio de San Andrés a finales del año anterior. En el bar bodega Rosales, las habilidades manuales de la señora Mir siempre se habían comentado con burlón regocijo, cuando no con despiadado sarcasmo, pero con todo, verla tumbada panza arriba en medio de la calle parodiando un suicidio o deseándolo de verdad, llevada tal vez por un trastorno mental, pero tan firme y decidida en su postura, verla allí tirada en el arroyo con su carita redonda de piel muy clara orlada de rizos y con los morritos atolondrados, siempre sobrados de carmín, superaba cualquier expectativa. Parecía toda ella tan entregada, tan convencida de su fin inminente y horrible bajo la rueda que iba a cercenar su cuello, que costaba creer que tanta serenidad y tan laborioso afán descansara sobre una descomunal incongruencia. Algo terrible y a la vez risible, en efecto, se estaba cociendo debajo de aquellos rizos oxigenados, porque, aunque la primera impresión de los transeúntes, viéndola recostada sobre los raíles con las manos cruzadas sobre el pecho, había sido una mezcla de estupor y de compasión, la terrible escena, contemplada ahora fríamente, era para echarse a reír, pues nadie en sus cabales habría imaginado un dislate semejante, una muerte por atropello más imposible. Años atrás, esa postración habría suscitado mucha más alarma y hasta gritos de horror, y acarreado tal vez consecuencias fatales —aunque, pensándolo bien, la lentitud del tranvía girando en ese tramo lo haría muy improbable—, pero es que hoy sencillamente nada de eso podía ocurrir de ninguna de las maneras, dado que la señora Mir parecía haber olvidado un detalle importante: el raíl sobre el que su cabecita anhelaba el sueño de la muerte, y el otro raíl paralelo sobre el que descansaban sus generosas pantorrillas, era lo único que quedaba en esta calzada del antiguo trazado de la vía, dos barras de acero laminado de apenas un metro de largo cada una, herrumbrosas y casi enterradas entre un bloque de adoquines. Hacía mucho tiempo que la calle había sido asfaltada en su totalidad, pero, inexplicablemente, respetaron ese pequeño tramo adoquinado de unos tres metros de ancho y con los dos pedazos de riel engastados. En el último palmo de su breve y truncada trayectoria calle abajo, los carriles muertos iniciaban un leve giro a la derecha, disponiéndose a doblar la próxima esquina. Eran el testimonio mudo de una ruta abolida y olvidada. Nadie en el barrio sabría explicar por qué no fueron arrancados en su día junto con el resto del trazado vial, qué razón o qué sinsentido dejó abandonados allí esos hierros para que se fueran oxidando y hundiendo un poco más cada día junto con la sucinta muestra del desaparecido empedrado, pero ahora la pregunta más pertinente, la que se hacen algunas vecinas, es: ¿de verdad esa cantamañanas de Victoria Mir espera que pase un tranvía y la mate? ¿Es que también ella, al igual que su marido, ha perdido la chaveta? Bastaría que abriera los ojos para ver que arriba no hay ningún cable eléctrico para enganchar el trole de ningún tranvía.
—¡Jesús y María! ¡Miren esto, por el amor de Dios! —clama una anciana parada al borde de la acera con mantilla negra en la cabeza y un rosario entre los dedos—. ¡Miren a esta infeliz!
La presunta suicida permanece inmóvil sobre las vías y con las manos cruzadas sobre el pecho, la naricilla pimpante y la carnosa boca chupona exhalando quién sabe qué fervor o anhelando qué gracia descendida del cielo azul, pero la tremenda expresividad de los párpados fervorosamente cerrados y untuosos, le prestan al rostro la gravedad de una máscara mortuoria. Un viandante endomingado se inclina sobre ella con expresión compungida.
—Eso no está bien, señora —dice—. Qué ocurrencia, poner en peligro su vida.
—¡Pero qué te pasa, Vicky! —grita una mujer en bata y zapatillas que se acerca presurosa—. ¿Qué haces tirada en la calle? ¿Es una broma? ¡Debería darte vergüenza!
La señora Mir no se digna contestar, pero de pronto se sobresalta y para la oreja, como si le fuera dado escuchar el chirrido de las ruedas del tranvía girando en la curva, y hasta lo viera echársele encima con su estruendo de hierros, porque abre los ojos y sus pupilas reflejan repentinamente un espanto. Entonces, volviendo la cabeza del otro lado y hacia lo alto, lanza ojeadas furtivas al balcón de su casa, en la primera fila de barandillas sobre la calle, y su mirada se vuelve escrutadora y maligna, como queriendo devolver un agravio a quienquiera que pudiera asomarse allí para verla en el trance de ser arrollada por el tranvía. Pero no hay nadie asomado al balcón, y ella vuelve a rendir la cabeza sobre el raíl cerrando los ojos. Alguien comenta que el hombre con el que está liada actualmente, era o había sido conductor de tranvías.
—Ideas de bombero, eso es lo que tiene —gruñe a su lado la peluquera Rufina, que dice conocerla bien—. ¿Estás mal de la cabeza, Vicky? ¿Qué quieres demostrar? ¡Haz el favor de levantarte! ¡Venga ya, mujer! —La coge por los sobacos, pero no consigue moverla—. ¡Mira lo que te digo: si lo que andas buscando es que te pille el tranvía, ya puedes esperar sentada, pero bien sentada, hija mía! —Y cerrando los ojos con expresión lastimera susurra al oído de la mujer que tiene al lado—: Es por ese mangante que se le metió en casa, me juego lo que quieras…
—Ya.
—Déjenla ahí, si es su deseo —propone otra anciana muy entristecida—. Qué más da. La vida es para los jóvenes.
—¿Tu hija está en casa, Vicky? Que alguien vaya a avisarla…
—¡No! —corta ella al instante—. No está en casa… Violeta se fue a la playa con su amiga Merche…
Un muchacho de unos quince años, en mangas de camisa y con un libro en la mano, se para y atisba como quien no quiere los pechos de la yacente que asoman por el escote de la bata, sin rastro de sujetador o cosa parecida, unos pechos de piel rojiza y áspera que le recuerdan la cara fea y pecosa de Violeta. Un podenco flaco y sucio se acerca y olisquea las borlas de las zapatillas de raso descolorido y las manos cruzadas que huelen a embrocación, y luego se pone a dar vueltas en torno al grupo, cuyos comentarios siguen cayendo sobre la señora Mir sin afectarla aparentemente lo más mínimo. Dos convecinas, las señoras Grau y Trías, intercambian sonrisas melifluas mientras hacen por levantarla del arroyo.
—¿Qué te pasa, Victoria? —desliza la señora Grau en su oído—. ¿No quieres decírmelo? Has estado llorando… ¿Te ha pegado ese cojo del demonio?
—¿Por qué miras tanto el balcón? —pregunta la señora Trías—. ¿Está él en tu casa, ahora? ¿Es que todavía le permites la entrada a un sujeto como este? ¿No decías que ibas a dejarle?
—Si es que no escarmientas, mujer.
—¡Ay, Vicky, cuándo bajarás de las nubes!
—Al cabronazo de su marido le gustaría verla así, como está ahora —comenta en tono de guasa el dueño del colmado, parapetado detrás del corro de mujeres—. Así, esperando el tranvía panza arriba. ¡Seguro que le gustaría al mamón del alcalde, si es que le queda un poco de entendimiento!
—Cállese, hombre —le reprochan—, ¿no ve que la pobre ha sufrido algún disturbio cerebral?
—Venga, levántese, haga un esfuerzo —dice el hombre que acudió el primero—. ¿No se da cuenta de dónde está? —señalando con el dedo el raíl sobre el que reposa la cabeza y mirándola con severidad. Parece decidido a imponer la lógica, proponer lo sensato y necesario, decirle por ejemplo, oiga, esta vía no vale para lo que usted se propone, señora, por aquí no pasa ningún tranvía desde hace años, pero sólo añade—: No tiente a la suerte, señora. No lo haga, créame.
—¡Atención, que viene! —exclama el tendero dejando escapar una risita.
—Sáquenla de ahí, a qué esperan ustedes —dice alguien.
—Estás labrando tu propia desgracia, Vicky —le susurra la señora Grau—. Te aviso. A quién se le ocurre una cosa tan vergonzosa y tan horrible.
Cabecea compungida la anciana con mantilla y la reprende:
—Pero mujer, ¿que no sabe usted que el suicidio es pecado mortal, aunque sea en una vía como esta?
—¡Vaya un espectáculo, señora Mir! —exclama con sorna una voz masculina—. ¿No le da vergüenza?
—¡Cuidado, ahora sí que viene el tranvía! —se pitorrea un gracioso asomado a una ventana. El aviso es recibido con risas y algún aplauso, pero no pocos de los presentes que están pisando las vías truncas se sobresaltan.
—Levántese, por favor, sea razonable —suplica una mujer, y añade en tono persuasivo—: ¿Quiere que le diga una cosa? No pasará ningún tranvía hasta dentro de una hora por lo menos.
—¿Está usted segura? —dice otra mujer a su lado—. ¿Y si han cambiado el horario?
—A mí no me consta.
—¿Por qué iban a cambiar nada esos mangantes? —tercia un señor malhumorado—. ¿Desde cuándo el Ayuntamiento se preocupa de las necesidades del ciudadano de a pie?
—Diga usted que sí. Este barrio siempre estuvo dejado de la mano de Dios.
Ahora el muchacho está lo bastante cerca y podría jurar que lo ha oído. Un tanto perplejo, con el manoseado libro bajo el brazo y la camisa blanca oliendo suavemente a tomillo, por un instante cree oír incluso el tintineo metálico del tranvía al girar en la esquina, así que, obedeciendo a un impulso repentino, asegurándose el libro en el sobaco y la mata de tomillo liada con un cordel y colgada al hombro, se acerca un poco más al grupo y para la oreja en un estado casi hipnótico: ¿dicen tales cosas para seguirle la corriente a la pobre pirada, simulando, para conseguir que se levante, que el peligro que corre es real e inminente si persiste en su temeraria actitud, o es que también ellos perciben ya de algún modo ese peligro? Porque viene observando desde hace un rato que algunas personas del grupo que rodean a la insidiosa suicida y fingen sentirse muy angustiadas y horrorizadas, afanándose en la engañifa de apartarla de las vías cuanto antes para salvarla de una muerte estúpida, no pueden reprimir ellas mismas cierto recelo, algunas miradas de soslayo a la esquina, hasta tal punto que, de pronto, toda esta simulación y esta tramoya, lo más convencional y risible de una bienintencionada puesta en escena, lo que hasta ahora había sido espectral y absurdo, parece que se estuviera revelando precisamente como lo más cierto, natural y convincente: que las vías muertas empezaran a comportarse como si estuvieran vivas y en activo, que el tranvía que nunca había de llegar estuviera a punto de asomar en la esquina y arrollarles a todos, y que esto se manifestara así de terrible e inevitable no solamente para la señora Mir, sino para muchos de los congregados en torno a ella. Algunos, rindiéndose ante su terca negativa a levantarse de las vías, han preferido abandonar la calzada y subirse a la acera y desde allí, apretujados, arrimándose unos a otros, insisten todavía en el burdo simulacro, sin poder evitar furtivas miradas a la esquina de vez en cuando.
Adelante, pobre loca, pon el cuello bajo la rueda, haz que lo vean, demuéstrales que puede ocurrir, se oye musitar para sí mismo en un impulso repentino: acaso sea esta la primera vez que este chico intuye, siquiera de una forma imprecisa y fugaz, que lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia más posibilidades de pervivencia frente al olvido.
Sentándose sobre los raíles con gran esfuerzo, la mujer parece escuchar una sola voz entre las muchas que la abruman con reproches y preguntas. Un tipo apuesto y bien trajeado, de voz amable y prestancia felina, se inclina ofreciéndole gentilmente su brazo, ánimo, señora, ¿se encuentra bien?, y ella, mientras se incorpora apoyándose en él, sonríe agradecida y recuerda unas friegas a este hombre, o algo más que unas friegas, porque se la oye musitar sin el menor reparo ¿qué tal andan sus hermosas piernas con su rubia pelambre, señor Reich? ¿Mejora la circulación?, y se desentiende de cualquier otra ayuda. Inestable pero erguida, se ajusta la bata sobre el pecho con dedos ateridos y perfumados de esencia de trementina, y enseguida esos mismos dedos tantean los rizos sobre la frente con un gesto característico de coquetería que sus amigas conocen bien. Sin embargo, sus grandes ojos repentinamente acuosos y afligidos, muy separados, de mirada un poco estrábica y párpados parsimoniosos, no expresan nada y miran en torno como si no conocieran a nadie. A él lo mira una sola vez.
—Tú, muchacho —susurra—, tú que sabes leer música, tú me comprendes.
Es un adolescente algo pasmarote y de mirada sombría. Gasta alpargatas de suela de neumático, lleva un lápiz prendido en la oreja y luce abundante pelo rizado que le cae sobre la frente. Sorprendido por las palabras de la señora Mir, da un paso atrás y el libro se le escurre del sobaco, pero lo pilla antes de caer al suelo. Ocurre sencillamente que las brujas saben, eso es todo, se dice. Como suele sucederle en los sueños, percibe en todo lo que está pasando aquí una mezcla de veracidad y de absurdo. Ahora, al observar a la sanadora tanteando el entorno con mano temblorosa, probando un precario equilibrio en medio de la gente, esta mujer se le antoja de pronto una impostora, alguien que se ha apropiado del trastorno mental, la desesperación y los sueños de otra persona. Minutos antes, la fervorosa entrega de su cuerpo a la fatalidad de las vías le había parecido sincera, pero al cabo de un rato ya no sabe qué pensar. Aparentemente la buena señora está como una regadera y ha querido matarse, pero él está aprendiendo a no fiarse de las apariencias. Pensando en los raíles truncados y en el desvarío o la añagaza que la mujer acaba de escenificar para esa gente que ahora se aparta hacia la acera un tanto compungida y amedrentada, siente que otra realidad se le está escurriendo entre los dedos. ¿Podría algún día retener esa otra realidad, se le ofrecería tal cual y sin componendas, desnuda, sin espejismos ni señuelos? Como si formulara con ello una promesa, aprieta con fuerza el maltrecho volumen bajo el brazo para sentirlo vivo, convocando secretamente cerca del corazón el esqueleto seco y helado del leopardo que yace sobre la nieve.
Ajena a los comentarios y a los consejos de las vecinas —no deberías andar sola por ahí, a casita ahora mismo y déjate de bromas, Victoria, imagínate que un tranvía te corta las piernas, qué horror, vaya usted a Las Ánimas a confesarse y se sentirá mejor, que avisen a tu hija y mientras llega tómate una tila—, indiferente a sus cuidados, la señora Mir mira de soslayo el empedrado gris y las vías cortadas como quien mira un signo indescifrable. También él acecha las vías. Mutiladas, girando hacia ninguna parte, paralelas hasta el fin y pudriéndose semienterradas, recibiendo pasivamente los rayos de un sol de castigo que brilla en lo alto del cielo azul, ¿cuál puede ser el reclamo de unos hierros inservibles y olvidados, y qué significa el equívoco o la impostura que han suscitado? ¿El hálito de la muerte alcanzó realmente a esta mujer durante los pocos minutos que ha permanecido recostada sobre tal falacia?
Una mano generosa roza su codo y por un instante la señora Mir se cree sostenida en el aire. No parece escuchar ninguna voz y tampoco parece sentirse desvalida. Mira insistentemente los raíles y su truncado destino, su extraño reclamo incrustado en el arroyo, y finalmente aparta los ojos, rechaza a una vecina que quería acompañarla y se encamina sola, despacio y cabizbaja, hacia su casa. Pero pasa de largo y cruza la calle, enfilando la acera contraria, que la lleva al bar bodega Rosales. El podenco vagabundo que había olisqueado sus zapatillas la sigue a cierta distancia, hasta que se para y se queda mirándola sentado sobre los cuartos traseros y rascándose la oreja con la pata, mientras lo acomete una súbita erección. Desde la puerta del bar, pisando sin darse cuenta el charquito de agua que dejó la barra de hielo, la frustrada suicida se gira para mirar a su vez al perro, ladeando la cabeza como él, y después entra.
No hay que ser adivino para saber que la señora Mir pedirá en la barra una copita de coñac y un vasito de sifón, del que apenas probará un sorbo.