Capítulo 21
Y vaya si esperamos. Estuvimos charlando un rato en voz baja. Nos sentamos entre los árboles, de cara a las barbacoas, a una distancia prudencial del camión. Había mucho silencio. Hablamos sobre todo de los chicos. Quería saber todo lo que pudiera de Homer, y desde luego también tenía ganas de hablar de Lee.
Fi estaba totalmente encandilada con Homer. Me sorprendía mucho verla así. Si alguien me hubiese dicho un año antes, o incluso un mes antes, que pasaría esto, le habría preguntado si tenía seguro médico, porque le habría enviado directamente a un pabellón psiquiátrico. Pero allí estaba Fi, con su elegancia, su Vogue, su ropa de diseño, su mansión exclusiva, loquita por los huesos de Homer, bestia como él solo, más chulo que nadie, grafitero y rebelde sin causa. A primera vista parecía impensable. Pero ya no era ningún secreto que en ambos había mucho más de lo que yo había podido imaginar. Fi parecía delicada y temerosa, y ella misma afirmaba serlo, pero poseía una resolución que no había visto antes en ella. Llevaba dentro una fuerza especial, una llama ardiente. Como el fuego producido por la gasolina de los aviones, que arde sin ser vista. En cuanto a Homer. En fin, Homer me había dado la mayor sorpresa de mi vida. Hasta parecía más atractivo esos días, seguramente porque iba con la cabeza alta, caminaba con más confianza y se comportaba de forma diferente. Tenía tanta imaginación y tanto sentido común que ni yo misma apenas daba crédito. Si alguna vez volvíamos al instituto, lo propondría para el puesto de delegado de alumnos, aunque luego tuviera que dar a oler sales a los profesores.
—Es como dos personas distintas —comentó Fi—. Es tímido conmigo pero seguro de sí mismo cuando está en un grupo. Pero el lunes me besó, y creo que eso ha roto un poco el hielo. Pensaba que nunca se lanzaría.
No me digas, pensé. Me avergonzaba pensar hasta qué punto habíamos avanzado Lee y yo después del primer beso.
—¿Sabes? —prosiguió Fi—, me ha dicho que en octavo ya le gustaba. Y yo ni me enteré. Pero igual ha sido mejor así. Creía que era un indeseable. ¡Y esos chavales con los que se juntaba antes!
—Antes y ahora —repuse—. O, al menos, hasta que empezó todo esto.
—Es verdad —dijo Fi—, pero ya no creo que quiera seguir juntándose con ellos. Ha cambiado mucho, ¿no te parece?
—Ya lo creo.
—Quiero aprender todo lo que pueda sobre la vida en el campo —añadió Fi—. Así, cuando nos casemos, podré ayudarlo un montón.
¡Dios mío!, pensé. Cuando se ponen a hablar así, sabes que son un caso perdido. Aunque reconozco haber tenido mis pequeñas fantasías en las que Lee y yo, el matrimonio perfecto, viajábamos juntos por el mundo.
Sin embargo, escuchando a Fi, se me ocurrió que el verdadero motivo de que últimamente me sintiera atraída por Homer, de forma tan intensa como desconcertante, era que tenía miedo de perderlo. Era mi hermano. Como yo no tenía ningún hermano ni él ninguna hermana, nos habíamos adoptado el uno al otro. Habíamos crecido juntos. Podía decirle cosas que él no consentiría a nadie más. En algunas ocasiones en las que llevaba sus locuras demasiado lejos, yo había sido la única persona a la que se habría dignado a escuchar. No quería perder nuestra relación, y menos en aquel momento en que habíamos perdido, para siempre o no, tantas relaciones en nuestra vida. Mis padres parecían algo muy lejano; cuanto más lejos los veía, más cerca quería atar a Homer. Me sorprendió tener una visión tan lúcida de mis sentimientos, como si hubiera otra Ellie acechando en mi interior de la que nunca había tenido noticias. Igual que había otro Homer y otra Fiona acechando dentro de cada cual. Me pregunté qué más sorpresas me tendría reservadas esa Ellie secreta, y decidí en aquel mismo instante que intentaría seguirle mejor la pista en el futuro.
Fi me preguntó entonces qué tal con Lee, y le contesté sin tapujos:
—Lo quiero. —Ella no hizo ningún comentario, y sin darme apenas cuenta, seguí diciendo—: Es muy distinto a cualquier otra persona que haya conocido. A veces es como si hubiera salido de mis propios sueños. Parece mucho más maduro que la mayoría de los demás chicos del instituto. No sé cómo los soporta. Supongo que por eso es tan reservado. Y, ¿sabes?, tengo la sensación de que llegará lejos en la vida, no sé, que será alguien famoso, o primer ministro o algo así. No lo veo quedándose en Wirrawee toda la vida. Creo que tiene un potencial enorme.
—Fue increíble cómo se tomó lo de la herida de bala —dijo Fi—. Reaccionó con mucha calma. Si me hubiera pasado eso a mí, todavía estaría conmocionada. La verdad, Ellie, es que nunca os había imaginado juntos a ti y a Lee. Me parece alucinante. Pero hacéis muy buena pareja.
—¡Pues anda que tú y Homer!
Riendo, nos instalamos en un lugar donde podíamos observar el puente. Las horas transcurrían lentamente. Fi incluso durmió veinte minutos o así. Yo aluciné, aunque cuando le llamé la atención negó rotundamente haber cerrado los ojos siquiera. Me sentía cada vez más tensa a medida que pasaba el tiempo. Solo quería acabar con aquello, con esa locura insensata en la que nos habíamos embarcado.
El problema era que no pasaba ningún convoy. Homer y Lee querían actuar después del paso de un convoy para disponer de tiempo suficiente antes de que llegara la siguiente tanda. Pero estábamos acercándonos a las cuatro de la madrugada y, para mi exasperación, la carretera seguía desierta.
De pronto, se produjo un cambio en la actividad del puente. Los centinelas seguían en el extremo de la bahía de Cobbler, pero incluso desde la distancia a la que estábamos noté que estaban más alerta, más despiertos. Se agruparon en el centro del puente y empezaron a mirar hacia la carretera, en dirección opuesta a nosotras. Di un codazo a Fi.
—Está pasando algo —dije—. Puede que llegue un convoy.
Nos levantamos y forzamos la vista para intentar ver algo en la oscura carretera. Pero una vez más fue el comportamiento de los centinelas lo que nos anunció lo que iba a pasar. Empezaron a retroceder, y entonces el pequeño destacamento se partió en dos mitades, situándose cada una en un parapeto del puente. Uno de los centinelas corrió en pequeños círculos por un momento, y después hizo ademán de huir por la carretera en dirección a Wirrawee, antes de cambiar de opinión y refugiarse también en uno de los parapetos.
—Son las vacas —deduje—. Tienen que serlo.
Corrimos hacia el camión cisterna, dejando atrás el walkie-talkie, ahora innecesario. No había tiempo de preocuparse por si llegaba una patrulla por la calle. Nos subimos a la cabina de un salto y pusimos el motor en marcha. Mientras arrancaba levanté la vista, y aunque actuar con rapidez era crucial en aquel momento, no pude evitar perder un segundo para admirar la espectacular escena del puente. Un centenar o más de cabezas de ganado, vacas hereford de primera, de magnífico pelaje rojo, se abalanzaba hacia la vieja estructura de madera como un imparable tren de carne. Iban a toda pastilla. Incluso desde aquella distancia oía el estruendo de las pezuñas sobre la madera. Parecían locomotoras fuera de control.
—Uau —susurré.
—¡Vamos! —chilló Fi.
Pisé el acelerador, y el remolque avanzó con todo su peso. Teníamos unos quinientos metros que recorrer, y estaba segregando tanta adrenalina que me sentía inmune al peligro, a las balas, a todo.
—¡Vamos! —gritó Fi otra vez.
Al meter el remolque debajo del puente, lo llevé tan a la izquierda como pude, para que quedara encajado bajo la parte más baja de la superestructura. Lo difícil era hacerlo sin rozar el pilón y provocar chispas que desencadenaran un final tan rápido como horrible para ambas. Entramos justitas pero bien, dejando un espacio de menos de dos metros entre el techo del remolque y el puente. Aquella era la primera vez que alguno de nosotros había pensado en la posibilidad de que el camión cisterna no cupiera debajo del puente; para entonces había sido demasiado tarde para plantearse este problema. Habíamos tenido suerte. Fi no podía abrir la puerta porque estaba demasiado pegada al pilón, de modo que empezó a desplazarse hacia mi lado. Yo salí de la cabina medio saltando, medio cayendo. Encima de mi cabeza, el puente temblaba y atronaba por el efecto de la estampida, que había llegado a nuestro extremo. Mientras yo subía por la escala hacia el techo de la cisterna, Fi salió de la cabina y, sin mirar atrás, echó a correr hacia las motos. En aquella carrera, que yo también tendría que hacer un momento después, se hallaba nuestro mayor riesgo. Había que atravesar unos doscientos metros de terreno al descubierto para llegar a los matorrales donde habíamos escondido las motos. No habría protección alguna contra las airadas balas que pudieran disparar hacia nosotras. Sacudí la cabeza para librarme de aquellos pensamientos funestos y corrí por la pasarela del techo del remolque, agazapada para no darme contra la parte baja del puente. Cuando llegué a donde estaba la cuerda, levanté la vista. Fi había desaparecido, y no me quedaba más remedio que confiar en que hubiera llegado a las motos sana y salva. Empecé a tirar de la empapada cuerda, sacando una vuelta tras otra, para lanzarla al camino del suelo. Los vapores eran asfixiantes en aquel espacio tan recluido. Estaban empezando a marearme, y me habían provocado un instantáneo dolor de cabeza. Otra cosa en la que tendríamos que haber pensado: en el extremo de la cuerda que tenía que quedarse en el depósito deberíamos haber atado un gancho para impedir que se saliera cuando yo echara a correr con el otro extremo. Ya era demasiado tarde para eso. En aquel momento solo pude encajar la tapa tan fuerte como pude y confiar en que resistiera.
Bajé a toda prisa por la escala. El rato que tardé en sacar la cuerda se me había hecho eterno. En aquel lapso de tiempo había sido ajena al estruendo que sonaba a centímetros de mi cabeza, pero en aquel momento me di cuenta de que estaba empezando a atenuarse. Podía distinguir pataleos aislados de las pezuñas. Empapándome repentinamente de sudor, encontré el cabo suelto de la cuerda, lo agarré y eché a correr. Tenía gasolina por todas partes, había estado respirándola, y por ello me sentía muy rara, como si estuviera flotando sobre el césped. Pero no era una sensación agradable, sino más bien la que te produce estar en un barco que cabecea.
Estaba a unos cien metros de los matorrales cuando oí dos sonidos simultáneos; uno traía buenas noticias y el otro no. El bueno era un rugido creado por las motos. El malo era un grito que llegaba desde el puente.
Hay sonidos que, dichos en cualquier idioma, tienen un significado inconfundible en cuanto salen de la garganta. Cuando era pequeña tenía un perro llamado Rufus, un cruce de border collie y springer spaniel. Era un conejero nato, y muchas tardes me gustaba sacarlo al campo solo por el placer de verlo correr a toda velocidad en pos de un conejo a la fuga. Cuando estaba en plena persecución, emitía un característico gañido agudo que no utilizaba en ninguna otra ocasión. Siempre que oía ese sonido, estuviera donde estuviera, sabía que Rufus estaba persiguiendo un conejo.
El grito del puente, aunque no fue formulado en mi idioma, era igual de inconfundible. Era un grito de «¡Alarma!». «¡Venid rápido!». Aunque me quedaba un centenar de metros que correr, me pareció de pronto una distancia infinita. Creí que nunca alcanzaría mi meta, que no sería capaz de recorrer tanto trecho, que podría pasarme el resto de mi vida corriendo sin llegar a terreno seguro. Fue un momento terrible, en el que vi la muerte muy de cerca. Entré en un extraño estado en el que me sentía como si estuviera ya en los dominios de la muerte aunque no me hubiera alcanzado ninguna bala. No sabía siquiera si se disparó alguna bala. Pero, si en aquel momento me hubiera alcanzado una, no creo que la hubiese sentido. Solo la gente viva puede sentir dolor, y yo estaba siendo arrastrada por una bruma que me alejaba del reino de los vivos. En aquel momento apareció Fi, gritando:
—¡Ellie, por favor!
Estaba de pie, entre los arbustos, pero parecía estar justo delante de mí, y su cara se veía enorme. Creo que fue el «por favor» lo que me sacó del trance: me hizo sentir que me necesitaba, que era importante para ella. Nuestra amistad, nuestro amor, como quieras llamarlo, atravesó el terreno descubierto y me hizo reaccionar. De pronto, fui consciente de que había balas silbando por el aire, de que mis pies pisaban el suelo con fuerza, de que estaba resollando y me dolía el pecho, y entonces, al amparo de los árboles, me acerqué a trompicones a las motos y solté el extremo de la cuerda para que Fi lo recogiera. Tuve ganas de abrazarla, pero conservaba el suficiente raciocinio para saber que yo era una leprosa empapada en gasolina: un abrazo mío habría equivalido a una sentencia de muerte para ella.
Sujeté la moto que estaba más lejos, quité la pata de cabra de una patada y le di la vuelta para ponerla de cara a Fi. En el mismo instante se oyó el silbido de la llama al encenderse, y un reguero de fuego empezó a atravesar el césped a toda velocidad. Fi volvió corriendo hacia mí. Para mi sorpresa, tenía la cara encendida, no por el efecto del fuego sino por algo que le venía de dentro. Estaba eufórica. Empecé a preguntarme si, en su interior, no habría acechando una pirómana secreta. Sujetó su moto; las orientamos y las ruedas traseras giraron con una arrancada que cavó surcos en el cuidado césped del terreno de acampada de Wirrawee. Fi iba a la cabeza, lanzando salvajes gritos de guerra. Y si, confieso que hicimos el caballito en el séptimo green del campo del golf. Lo siento. Fue muy inmaduro de nuestra parte.