Capítulo 20

El almacén de Curr’s, distribuidores de la marca Blue Star, estaba en Back Street, a unas seis calles desde el puente. Fi y yo lo encontramos sin problemas, lo que nos produjo un gran alivio. Las dos habíamos acordado que podríamos darnos un descanso cuando llegáramos y, sin duda, lo necesitábamos. Habíamos cargado con esas motos enormes del demonio unos cuatro kilómetros, parándonos y escondiéndonos como diez veces cuando una de las dos, o las dos, creía haber oído un ruido o haber detectado movimiento. Esa situación ya nos crispaba bastante los nervios; me reventaba pensar cómo estaríamos cuando la cosa empezara a ponerse seria de verdad.

Tengo que reconocer que me sentía un poco insegura haciendo equipo con Fi. Estaba claro que yo nunca iba a ser una heroína, pero al menos estaba acostumbrada a hacer cosas al aire libre, cosas prácticas, y supongo eso te da cierta confianza. Me refiero a las tareas cotidianas que hago por mí misma, como cortar madera, utilizar una motosierra, conducir, montar a caballo (a papá le gustaba utilizar caballos para manejar el ganado), hacer trabajos de peón, marcar corderos o dar de beber a las ovejas. Todo eso eran tareas rutinarias en mi vida, a las que nunca concedí mucho valor. Pero, sin ser consciente de ello, me había acostumbrado a hacer cosas sin buscar cada sesenta segundos la aprobación o el reproche del adulto que esté supervisándome. Fi había mejorado un montón en ese sentido, pero todavía se la veía como dubitativa. Admiraba el valor que había demostrado asumiendo la tarea que Homer le había encomendado, porque considero que el verdadero valor se demuestra cuando tienes mucho miedo y lo superas. Yo tenía mucho miedo, pero Fi tenía mucho, mucho miedo. Tuve que confiar en que, en el momento clave, no se quedara clavada. Ja, ja.

Después de esconder las motos, nos encaminamos hacia Curr’s. Intenté poner en práctica todo lo que había aprendido con los videojuegos. Mi favorito era Catacomb, y jugando descubrí que la única manera de llegar al nivel diez era manteniendo la cabeza fría. Cada vez que me enfadaba, o me confiaba, o me pasaba de atrevida, me eliminaban, incluso los monstruillos más elementales y previsibles. Para conseguir la máxima puntuación, tenía que ser astuta, pensar, estar alerta y obrar con cautela. Así pues avanzamos lentamente, cruce por cruce, mirando detrás de cada esquina. La única vez que hablamos fue cuando dije a Fi:

—Tendremos que hacer lo mismo a la vuelta, cuando vayamos con el camión. —A lo que ella asintió sin decir nada.

Y la única vez que mi concentración flanqueó fue cuando me sorprendí preguntándome si volvería a jugar alguna vez con la consola.

Por lo que llegaba a ver, todo estaba tranquilo en Curr’s. Había una gran verja cerrada con una cadena y un candado, y una alta valla de alambre que rodeaba el almacén entero, pero habíamos venido preparadas al traer los alicates. También teníamos unas fuertes cizallas, pero no servían para la verja: la cadena era demasiado grande. El plan B consistía en reventar la verja con el camión al salir.

Nos paramos veinte minutos a hacer una pausa. Nos sentamos detrás de un árbol, en el lado opuesto al recinto, recuperando el aliento, mientras Fi intentaba llamar a Homer y a Lee con el walkie-talkie. Ya estábamos a punto de darlo por imposible e ir por el camión cisterna cuando oímos el susurro seco de Homer en el receptor.

—Sí, te oímos, Fi. Corto y cambio.

Por algún motivo, oír su voz nos llenó de una emoción y un alivio enormes. A Fi le brillaban los ojos.

—¿Cómo está Lee?

—Bien.

—¿Dónde estáis? Corto y cambio.

—En el lugar previsto. ¿Y vosotras? Corto y cambio.

—Sí, lo mismo. Estamos a punto de entrar. Tiene buena pinta. Tienen mucha cantidad de lo que buscábamos. Corto y cambio.

—Vale, genial. Volved a llamarnos cuando estéis situadas. Corto y cambio.

—Hasta luego —susurro, Fi—. Te quiero. Se hizo una pausa, y entonces llegó la respuesta.

—Sí, yo también te quiero, Fi.

Que Homer dijera eso a alguien ya era bastante bueno, que lo dijera conmigo y con Lee escuchando era alucinante. Apagamos el walkie-talkie y nos acercamos con cautela a la valla del recinto. A lo largo de todo su perímetro había unas grandes luces de seguridad, pero al parecer no había electricidad en esta parte del pueblo. Confié en que eso significara que tampoco estarían en funcionamiento las alarmas antirrobo. Tomé una profunda bocanada de aire e hice el primer corte. No se disparó ninguna alarma, no se encendió ninguna luz, no sonó ninguna sirena. Hice otro corte, y otro más, hasta abrir un agujero del tamaño de una liebre.

—No vamos a poder pasar por ahí —musitó Fi. Como ella era del tamaño de un conejo y yo del tamaño de una oveja shetland, estaba claro a quién se refería.

—Pues tendremos que hacerlo —respondí—. Estar aquí parada me pone nerviosa. Estamos al descubierto. Anda, métete.

Fi pasó una pierna y luego retorció el cuerpo grácilmente para pasarlo detrás, y por último deslizo la otra pierna. Todas esas clases de ballet tienen su utilidad, pensé con envidia. Era evidente que tenía que agrandar el agujero, así que hice unos cortes más, pero incluso así me desgarré la camiseta y me arañé una pierna al pasar.

Cruzamos la explanada a hurtadillas hasta donde estaban aparcados los camiones. Tanteé las puertas de un par de ellos, pero estaban bloqueadas. Nos acercamos al despacho y espiamos a través de la mugrienta ventana. En la pared opuesta había un tablón, de donde colgaban varias llaves.

—Ahí está nuestro objetivo —dije.

Me di la vuelta en busca de una piedra, la recogí y me dirigí hacia la ventana.

—Espera —me detuvo Fi.

—¿Qué?

—¿Puedo hacerlo yo? Siempre he querido romper una ventana.

—Deberías haber formado parte de la pandilla de la ruleta griega de Homer —respondí, pero le pasé la piedra.

Con una risilla, Fi echó el brazo hacia atrás y dio un fuerte golpe a la ventana con la piedra. Entonces retrocedió de un salto cuando una lluvia de cristales se precipitó hacia nosotras. Tardamos un rato en quitárnoslos de la ropa y el pelo. Después metí la mano y abrí la puerta desde dentro.

Las llaves estaban bien organizadas, con el número de registro del camión en cada una, así que cogimos un puñado y volvimos a la explanada. Elegí el semirremolque que se veía más viejo y más sucio, porque los nuevos y más pulcros parecían brillar demasiado a la luz de la luna. Era un internacional ACCO de morro plano. Lo primero que hicimos fue ir a la parte de atrás del remolque, subir por la fina escala de acero hasta el techo y desplazarnos por la superficie curva para inspeccionar los compartimientos de la cisterna. Resultó que había cuatro tapas, colocadas a igual distancia a lo largo del techo. Giré una de las tapas y la saqué. Era bastante parecida a los tapones de los bidones de leche que todavía teníamos en nuestra vieja lechería. Salió con bastante facilidad, aunque era un poco pesada. Quise mirar si había gasolina dentro, pero no se veía nada. Intenté hacer memoria. Cuando el camión venía a nuestra propiedad todos los meses, ¿qué hacia el conductor?

—Sujeta eso —susurré a Fi con urgencia mientras le daba la tapa.

Baje por la escala y, definitivamente, encontré lo que estaba buscando: una varita medidora colocada en un soporte en la parte baja del remolque. La saqué de un tirón y sin perder un segundo volví a encaramarme por la escala. Metí la varita en el depósito que habíamos abierto. Estaba demasiado oscuro para ver el nivel exacto, pero el resplandor húmedo reveló a la luz de la luna que estaba bastante lleno.

Volvimos a colocar la tapa y comprobamos los otros tres depósitos. Dos de ellos estaban llenos; ni siquiera tuvimos que mojar la varita. El último estaba casi vacío, pero daba lo mismo. Teníamos más que suficiente para provocar una explosión que ni el Krakatoa. Volvimos a enroscar las tapas y bajamos rápidamente por la escala.

Me acerqué a la puerta del conductor, la abrí, entré y abrí la puerta del acompañante para que entrara Fi, y después me puse a examinar los mandos. Todo parecía en orden, pero cuando giré el contacto, empezó a sonar un pitido continuo y se encendió la señal luminosa correspondiente a los frenos. Esperé a que se apagara, pero no lo hizo.

—Les pasa algo a los frenos —le dije a Fi—. Tendremos que probar con otro.

Dedicamos los diez minutos siguientes a recorrer la fila de camiones, probándolos uno por uno, pero siempre con el mismo resultado. Empecé a lamentar haber hecho ese descanso. A ese paso, llegaríamos tarde al puente.

—No hay manera —dije al fin—. Tendremos que coger el primero y arriesgarnos yendo sin frenos. Frenaré reduciendo las marchas.

Volvimos a subirnos al ACCO. Arranqué y el motor se puso en marcha de inmediato. Para mi asombro, el pitido de aviso y la señal luminosa cesaron en pocos segundos.

—Frenos de aire —dije a Fi, enfadada conmigo misma por no haberlo pensado antes—. Tienen que acumular presión o algo así. Nunca había conducido algo con frenos de aire.

Me costó meter la primera marcha y tuve que pisar a fondo el embrague varias veces para que entrara. Estaba sudando a mares, y Fi esta temblando. El motor armaba un escándalo tremendo en el silencio de la noche. Finalmente, solté el embrague con suavidad. El motor dio una sacudida para tirar del peso del remolque, y empezó a avanzar lentamente. Lo alejé de los demás vehículos de la explanada para tener espacio suficiente para girar. Entonces di la vuelta para dirigirlo hacia la verja.

Da mucho miedo hacer colisionar a propósito un vehículo contra algo. En el último momento me faltó valor y reduje de pronto, de modo que choqué contra la verja con demasiada suavidad para causar daño alguno. Estaba muy enfadada conmigo misma. Con mi típica arrogancia, me había preocupado por el valor de Fi, pero debería haberme preocupado más por el mío. Solté una maldición y casi me cargué la caja de cambios intentando meter marcha atrás, la encontré, y me sobresalte al oír los fuertes pitidos de aviso que se dispararon inmediatamente en la parte trasera del vehículo. Por lo visto, aquel camión pitaba a la mínima de cambio. Por culpa de mi impaciencia, había retrocedido demasiado rápido. El remolque chocó con un poste al girar bruscamente, y a punto estuvo de doblarse en dos. Fi se agarró al respaldo del asiento, pálida como un sudario.

—¡Ellie! —gritó—. ¡Lo que llevamos atrás es gasolina, no agua!

—Ya lo sé —dije—. Lo siento.

Esta vez dirigí el camión con aplomo hacia la verja, que se tensó por un momento antes de reventar como una presa. Dirigí una rápida sonrisa a Fi, y entonces di un amplio giro para entrar en la calzada sin toparme con nada. El remolque nos seguía de maravilla. Para mitigar el ruido, puse la palanca de cambios en punto muerto, deslicé el camión hasta un macizo de árboles y allí lo aparqué. Fi ya estaba llamando a los chicos con el walkie-talkie, pero el motor provocaba demasiada interferencia.

—Bajaré a la esquina a comprobar que no haya nadie, y llamaré desde allí.

—Vale.

Acto seguido, se bajó de la cabina y se fue hacia la esquina. La observé por el parabrisas. Siempre había admirado muchas cosas de ella, pero ahora era su coraje lo que admiraba, en lugar de su belleza y gracilidad. Daba la impresión de que pudiera llevársela el menor soplo de viento, pero ahí la tenías, caminando sola por las calles desiertas de un pueblo situado en zona de guerra. No hay mucha gente capaz de hacer eso; y menos si han tenido la vida acomodada que había tenido ella. La vi llegar a la esquina, echar un largo y cuidadoso vistazo en cada dirección, hacerme una señal con el pulgar hacia arriba y después ponerse a hablar por el transmisor. Al cabo de unos pocos minutos, me hizo la señal de avanzar; otra vez metí la marcha atrás sin querer, pero entonces encontré la primera y acerqué el camión hacia donde estaba ella para recogerla.

—¿Has podido contactar con ellos?

—Sí. Están bien. Han pasado un par de patrullas, pero ningún convoy. Ay, Ellie —me dijo, volviéndose de pronto hacia mí—, ¿crees que seremos capaces de hacerlo?

—No lo sé, Fi —contesté, intentando esbozar una sonrisa de confianza—. Tal vez sí. Espero que sí, de verdad.

Ella asintió y volvió a mirar hacia delante. Seguimos hasta la siguiente esquina.

—A partir de aquí iré andando y te avisaré a cada esquina —me dijo—. Iremos igual de rápido así. Apaga el motor mientras estés esperando, ¿te parece? Hace bastante ruido.

—Vale.

Pasamos dos cruces más de ese modo, pero en el siguiente vi que ella echaba un vistazo a la calle por la derecha y, acto seguido, retrocedía y corría hacia mí. Me bajé del camión de un salto y corrí a su encuentro. Jadeó una sola palabra: «patrulla», juntas saltamos una valla baja que daba al jardín frontal de una casa. Justo enfrente teníamos un enorme y viejo eucalipto. Estaba tan nerviosa que me sentía incapaz de ver nada más. Mis ojos y mi mente se concentraron completamente en él; nada más existía para mí en ese instante. Trepé por él como una zarigüeya, sin sentir dolor a pesar de estar arañándome las manos. Fi me siguió. Ascendí unos tres metros hasta que oí unas voces, procedentes de la esquina, que me frenaron. Moviéndome con el máximo sigilo, centímetro a centímetro, trepé por una rama para echar una ojeada. No sabía si subir hasta allí había sido un error o no. Recordé que papá, una vez que puso un parche grande y feo en un agujero que habían hecho las zarigüeyas en el alero del tejado, me dijo «El ojo humano no mira por encima de su propia altura». En aquel momento deseé como nunca en mi vida que así fuera. El problema era que, si al final nos veían, no seríamos como zarigüeyas en un árbol, sino como conejos en una trampa. Desde allí no había escapatoria posible.

Esperamos y observamos. Las voces prosiguieron por un rato, y entonces las oímos subir de tono cuando se encaminaron en nuestra dirección. Sentí una intensa desazón. Aquello señalaba el fin de nuestro gran plan. Y podía señalar el nuestro, también, porque, en cuanto vieran el remolque, su primera reacción sería aislar la zona y registrarla. Me sorprendí que no lo hubieran visto ya. Habían dejado de hablar, pero aún oía el rumor de las botas. Mi mente iba a cien por hora; demasiados pensamientos cruzándola a demasiada velocidad. Intenté retener alguno para ver si sugería alguna forma de escapar de allí, pero el pánico me impedía concentrarme en nada excepto en el árbol. Poco a poco, por la presión que sentía en la pierna izquierda, me di cuenta de que Fi me sujetaba como una zarigüeya colgada de una rama poco estable. Me apretaba tanto que estaba segura de que me saldrían moretones. Entonces vi un movimiento a través del ramaje y, unos instantes después, los soldados entraron lentamente en mi campo de visión. Eran cinco, tres hombres y dos mujeres. Uno de los hombres era mayor, al menos de cuarenta años, pero los otros dos debían de tener unos dieciséis. Las mujeres tendrían unos veinte. Avanzaban con mucha parsimonia, dos por la acera y tres por la calzada. Habían dejado de hablar entre sí y caminaban distraídos, mirando a su alrededor o bien al suelo. No parecían muy marciales, y supuse que eran soldados de leva. El camión cisterna estaba al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de donde estaban ellos. No podía creerme que no lo hubieran visto todavía, y me preparé para oír el repentino grito que anunciara el hallazgo. Los dedos de Fi me habían cortado ya la circulación de la pierna: era solo cuestión de tiempo que todo el pie, de la pantorrilla hacia abajo, cayera al césped. Me pregunté cómo reaccionarían los soldados si lo oían caer, y estuve a punto de dejar escapar una risilla histérica. La patrulla siguió adelante.

Y siguió adelante. Los soldados pasaron por delante del camión como si no existiera. Pero hasta que no estuvieron cien metros más allá, y Fi y yo nos hubimos bajado del árbol y visto a lo lejos sus negras espaldas, no nos atrevimos a pensar que estábamos a salvo. Nos miramos con una mezcla de sorpresa y alivio. Estaba tan contenta que ni siquiera mencioné los moretones de la pierna. Meneando la cabeza, dije:

—Deben de haber pensado que era un vehículo aparcado más.

—Supongo que si no han pasado nunca antes por esta calle… —Dedujo Fi—. Será mejor que llame a Homer.

Eso hizo, y enseguida oí la suave respuesta de él.

—Nos hemos retrasado un poco —explico Fi—. A Ellie le apetecía subir a un árbol. En cinco minutos nos ponemos en marcha otra vez. Estamos a tres calles de distancia. Corto y cambio.

Se oyó un ronquido en el receptor, no de interferencias sino de risa, antes de que ella apagara el aparato.

Esperamos casi diez minutos por si acaso, y entonces giré el contacto y oí el estridente pitido de la señal de los frenos antes que el motor volviera a rugir. Avanzamos dos cruces más; cuando, en la última esquina, Fi me hizo la señal de seguir, apagué el motor para bajar en punto muerto hacia ella silenciosamente. Aquello fue un grave error. La señal empezó a pitar y a parpadear otra vez, lo que quería decir que me había quedado sin frenos. Acto seguido, el volante tembló y se bloqueó, de modo que me quedé también sin dirección. Intenté mover la palanca de cambios para arrancar, pero no me entró la marcha que quería y en lugar de eso se produjo un chirrido que me puso los pelos de punta. El camión se salió por la cuneta con una sacudida y empezó a desviarse cada vez más hacia la izquierda, en dirección a una serie de vallas alineadas. Recordé el aviso de Fi: «Lo que llevamos atrás es gasolina, no agua», y sentí el vértigo. Cogí la llave de contacto, la giré sin éxito, volví a girarla y, con las vallas a pocos metros, oí el precioso sonido del precioso motor. Giré el volante.

—No te pases, o se doblará en dos. —Esta vez era mi voz.

El remolque rozó algo, una fila de lo que fuera, vallas o arbustos o las dos cosas, casi se llevó por delante a Fi también, y finalmente frenó en seco a solo un metro de la esquina. Quité el contacto y luego tiré del freno de mano, preguntándome por qué no se me había ocurrido eso antes. Me recliné en el respaldo jadeando, con la boca abierta para que entrara aire por mi garganta tensa y dolorida. Fi entró en la cabina.

—Cielos, ¿qué ha pasado? —preguntó.

—Creo que acabo de suspender mi examen de conducir —respondí, meneando la cabeza.

Según el plan, teníamos que aparcar un poco más allá, detrás de uno de unos árboles de la zona de acampada. No sabía si hacer eso y arriesgarme a arrancar de nuevo el ruidoso motor, o quedarnos donde estábamos, en el lado descubierto de la calle. Finalmente decidimos movernos. Fi se desplazó hasta un punto donde tenía una buena panorámica del puente y estuvo vigilando hasta que todos los centinelas se situaron en el extremo más alejado. Habían pasado veinte minutos más. Entonces me hizo una señal y moví el camión hasta las negras sombras de los árboles.

Volvimos a contactar con los chicos y después hicimos todos los preparativos. Subimos por la escala hasta el techo de la cisterna otra vez y aflojamos las tapas de los cuatro depósitos. A continuación, metimos la cuerda en uno de ellos y la sumergimos por completo excepto por el extremo, que atamos a un asa de seguridad que había al lado de la tapa. Volvimos a bajar.

Después, ya solo quedaba esperar.