EPILOGO
Anastasio Sánchez sentóse a su mesa de trabajo, en el consultorio. Frente a él paseaban Brent Hamilton y Baby Looks.
—¡Queréis estaros quietos y no ponerme nervioso con vuestros paseos?
—¿Era imprescindible matar a Loi? -gritó Hamilton-. Era una buena chica y... yo la quería.
—Ella no te quería a ti, estúpido -replicó Sánchez-. Estaba loca por el policía que la metió en la cárcel.
—Eso no es cierto. Ella no podía querer a aquel hombre.
—Las mujeres son capaces de todas las insensateces -dijo Baby-. Una prima mía se enamoró del verdugo de la prisión de Illinois y se casó con él. Hacía que le pusiera en torno al cuello un nudo de ahorcar, porque el roce del cáñamo contra su garganta la emocionaba. Una noche se ahorcó, dejando unas cartas en las que decía que su marido pensaba matarla fingiendo un suicidio. Al pobre verdugo lo condenaron a muerte; aunque más tarde le perdonaron la vida porque no había otro verdugo mejor que él. Ahora cumple condena y le obligan a ahorcar gratis...
—¿No puedes contar algo más alegre?
—¿Te asusta la horca? Pues yo he visto colgar a cientos de hombres. Mi primo siempre me proporcionaba buenos sitios...
—¡Basta! -ordenó Sánchez-. En vez de organizar seriamente la fuga, estamos jugando. Si les damos tiempo nos cogerán. Por ahora tenemos alguna ventaja. Trae el frasco que está en la vitrina y beberemos un trago.
Hamilton abrió la vitrina y sacó una botella de whisky de Boston. Sánchez llenó unos vasitos hasta el borde.
—Por nuestra suerte -deseó.
Bebió su licor de un trago y sonrió, mientras los otros también bebían.
—¿Qué nos has dado, maldito? -gritó Hamilton, al notar un inesperado sabor de almendras amargas.
Baby, menos fuerte, lanzó un gemido y cayó de bruces. Intentó incorporarse apoyando las palmas de las manos en el suelo, mas, no encontrando fuerzas, volvió a caer. Hamilton sintió que se le helaban las articulaciones y cayó como un pelele, retorcido sobre sí mismo.
Sánchez estudió su agonía, tomando notas de los segundos que duraban los estertores.
Levantándose abrió la puerta que daba al laboratorio y, uno tras otro, arrastró hasta la habitación los dos cadáveres.
Volvió al despacho a esperar lo necesario para que las huellas de lo ocurrido quedasen borradas.
Entretanto reunió cuidadosamente los ciento cincuenta mil dólares de Cameron. Con aquel dinero se iría lejos y establecería un laboratorio de análisis e investigaciones. Para una cosa así el ser guapo o feo, recto o corcovado, carecía de importancia.
Embarcaría en Monterrey o San Diego. O en Méjico.
Preparó la ropa que deseaba llevarse. Ya lo tenía todo. Sólo faltaban unos minutos para que el ácido terminara su obra.
Lentamente recorrió el consultorio, despidiéndose de su instrumental, de sus recuerdos y de aquellas tontas ilusiones que se forjó años antes, sin comprender que el camino del éxito quedaría cerrado para siempre...
Dos puños golpearon frenéticamente la puerta de la casa. A Sánchez el corazón se le subió a la garganta.
—¡Doctor, doctor!
El nombre y las voces le tranquilizaron. Eran unos campesinos de por allí. Miró por una ventana. Traían en brazos a su hijo.
—¡Doctor, doctor, se nos muere!
¡Qué imbéciles! A un desmayo le llamaban muerte.
—¡En seguida abro! -gritó.
Acercóse al depósito de ácido. El efecto estaba conseguido. Abrió el escape y todo se fue por la tubería.
Pensó huir por una puerta trasera; pero... no perdería mucho tiempo examinando al chiquillo.
Dejó entrar a los atribulados padres y a los no menos asustados y nerviosos abuelos.
—¿Qué pasa?
El padre señaló el pecho del niño.
—Estuvieron jugando con unos arcos y unas flechas de caña hasta que a uno de los chiquillos del vecino se le ocurrió sacar un arco indio. El padre del niño había sido soldado y siempre guardó, como recuerdo, el arco y las flechas cogidas durante un ataque a un poblado comanche. Ahora una de las flechas estaba clavada en el pecho del pequeño.
—¿Está vivo? -preguntó, porque, juzgando por la posición de la rota flecha, la punta debía estar clavada en el corazón.
—Ya sé que no puede salvarse -sollozó el padre-; ¡pero es usted tan bueno... y tan sabio!
«¡Yo quiero huir antes de que me acorralen!»
No podía decirles una cosa así...
¿Por qué no?
¿Cómo era posible que la flecha hubiese llegado tan cerca del corazón del niño sin producirle la muerte?
Era como una obsesionante interrogación.
Los padres habían colocado el cuerpo sobre la mesita de operaciones. Sánchez alcanzó el éter. Unas gotas...
¿Por qué se detenía a resolver un problema entupido? Debía huir.
«Si, a pesar de todo, me cogen y no he podido resolver este difícil problema, pensaré que he sido un imbécil.»
La imbecilidad estaba en permanecer allí.
Doce ojos y los del niño herido le miraban ansiosamente y llenos de fe al mismo tiempo. Le creían capaz de cualquier milagro.
¿Por qué no iban a los otros médicos? ¿A los que llamaban cuando se trataba de enfermedades fáciles?
Los doce ojos le preguntaban mudamente, ahora: «¿Por qué no empieza a operar?»
La mirada del doctor Sánchez fue hacia la cartera llena de dólares. Hacia el pequeño equipaje. En seguida recorrió aquellos rostros cobrizos, inquietos y resignados con lo que él hiciese.
Echó unas gotas de éter en un trapito colocado sobre un colador de hierro esmaltado de blanco... Los padres del herido que estaban más cerca, tosieron.
El niño comenzó a emitir guturales ronquidos. Hubo un momento en que su agitación torácica fue tan grande que Sánchez temió que la punta de la flecha se clavase al fin en el corazón; pero la anestesia ya había hecho efecto.
El bisturí trabajó con increíble precisión. Los cuatro abuelos le miraban trabajar con ojos muy abiertos, silenciosos, confiados. El padre se mordía los labios y se tragaba las lágrimas que pugnaban por escapársele. La madre lloraba por todos, como un río en plena fusión de las nieves, sin gritos, sin quejas, sin gemidos. Era un llanto inagotable.
Más anestesia. ¡Y en qué condiciones!
Ya se veía la punta de la flecha. ¡Qué cerca! Allí estaba el corazón aproximándose y alejándose del hierro.
Debía ir desprendiendo el dardo. Había que terminar pronto. El niño era demasiado pequeño para soportar, sin riesgo, una operación de tal gravedad.
¡Ya estaba la flecha arrancada! El padre la tuvo entre sus manos un momento. Un trozo de astil y el hierro. Luego lo hizo pedazos llorando y maldiciendo.
¡El corazón! Habíase parado... Los cuatro abuelos, dos viejos y dos ancianas de ojos pálidos rodeados por párpados en carne viva, miraron al doctor antes de que éste acusara el terrible suceso. Los cuatro viejos se dieron cuenta de la presencia de la Muerte. Sin embargo no protestaron. Estaban resignados a todo. Incluso a aquella burla cruel de arrebatarles el nieto cuando lo creían salvado.
El padre inclinó muy lentamente la cabeza. La madre arrodillóse y, cogiendo entre las suyas la mano colgante del niño, la empezó a acariciar lentamente, secos los ojos y sangrante el corazón.
No lo había hecho nadie. Tal vez fuese una locura. Pero existía una posibilidad entre un millón. Un médico había sugerido que un masaje tal vez... TAL VEZ...
Sin saber cómo, el bisturí ensanchó la herida y la mano de Anastasio Sánchez buscó el corazón del niño. Suavemente, suavemente. Primero como una larga caricia, luego con más fuerza, esperando la reacción imposible...
Se abrió la puerta y entró Teodomiro Mateos. Con él entraron muchos hombres. Algunos conocidos. Otros extraños...
Esto no tenía importancia. Esto sucedía en otro mundo, lejano y extraño. La mano apretaba el corazón del niño, obligándole a realizar, artificialmente, sus funciones de bomba que ponía en circulación la sangre por todas las venas...
¡Ya! No..., había sido un movimiento convulsivo. No fue el corazón. ¿Por qué no podía ser? Durante un segundo creyó haber triunfado. Unos minutos más y todo esfuerzo sería inútil, porque empezaría la descomposición de las células.
Otra vez aquel falso latido.
¡Sí!. ¡Otra vez! ¡Y OTRA! Cada vez con más ritmo.
Los ojos de los cuatro ancianos que intentaban poner una barrera entre la muerte y el nieto se llenaron de turbias lágrimas. El padre movía las manos queriendo colocarlas sobre alguien y no se atrevía a hacerlo por miedo a romper algo, a destruir aquel soplo de vida que era corno una llamita prendida en un poquitín de papel y paja.
—Gracias... gracias... gracias.
Las daba a todos. A los viejos que rezaron, a la madre que tanto lloró, al doctor mágico y al niño que supo obedecer la orden de volver a la vida.
Sánchez cerró y cosió la herida.
—¡Lo ha resucitado! -dijo la madre y trató de besar la mano milagrosa.
—No seas loca -gritó Anastasio Sánchez-. Es ciencia, no es milagro. Alguien lo pensó hace tiempo y yo lo he puesto en práctica. Nada más.
—Doctor... lo lamento mucho; pero... hay unos cargos contra usted.
—Lo imagino, Mateos. En seguida le acompaño.
—Si ha de hacer algo más al niño...
—Lo que resta lo ha de hacer su naturaleza. Los dos abuelos y el padre del herido quedaron rígidos y apretaron los puños cuando vieron al doctor entre el sheriff y unos comisarios, como un delincuente.
Las abuelas y la madre miraron a sus hombres. Estos salieron de la casa. Sobre la mesita de operaciones, el niño lloraba débilmente.
Fue tan inesperado, que, de momento, Mateos y los otros creyeron estar rodeados de linchadores que iban a vengar a Elena Segura y a las otras víctimas, aún no determinadas, de Anastasio Sánchez.
—No cometáis barbaridades -dijo a los campesinos-. Este hombre será juzgado...
—¡Cállese! -ordenó una voz.
Sánchez reconoció al padre del muchacho. Cerca de él estaban los dos abuelos. Empuñaban arcaicos pistolones del tiempo de Nueva España. Pero capaces de matar.
La gente estaba en lo alto de los árboles; en los bancales; delante y detrás. Era todo el campo de Los Angeles, humilde y brutal, según el caso y el momento. Seres mansos o peligrosos, según la situación. Lo mismo podían humillar la cabeza y dejarse matar a latigazos, que saltar hacia, delante y destrozar a toda la Ley del Condado de Los Angeles.
—Sigan su camino sin el señor doctor -ordenó alguien.
Le estaban salvando. ¿Por qué? ¿Por qué?
El padre de Suzy estaba allí, con un caballo de la mejor casta.
—Buena suerte, doctor. Y... gracias por todo...
Ahora galopaba ya hacia el Sur, protegido por un largo muro de hombres y mujeres que, sin' alegría ni entusiasmo, le despedían con las manos y los brazos en alto.
De pronto, ante él, junto al camino, sobre un montículo, negro y amenazador, el «Coyote», cerrándole el paso hacia la libertad. En la mano un revólver, apuntando al cielo. Ni un movimiento en el enmascarado ni en su caballo. Como si estuviesen hechos de basalto.
El doctor avanzó al paso de su montura. La mirada del «Coyote» le siguió; pero el revólver no dejó de apuntar al cielo.
El «Coyote» quedó atrás. Delante: camino libre hacia Méjico.