CAPITULO II
Anastasio Sánchez era un hombre inteligente, que vivía carcomido por el despecho. De haber nacido normal, hubiese sido famoso por sus cualidades y por su prodigiosa sabiduría. Nació con una pequeña desviación de la espina dorsal, que los comentarios y bromas de sus compañeros de colegio calificaron de corcova. No lo era, mas lo parecía, a causa de la escasa estatura de Sánchez.
Estudió Medicina y consiguió siempre los primeros puestos en la clasificación escolar. No obstante cuando tuvo el título de médico en las manos, no consiguió los triunfos que sus compañeros cosecharon. El atractivo físico influía mucho, y Anastasio Sánchez carecía de él. Un médico a cuya vista los niños se echaban a llorar no podía ir muy lejos en el ejercicio de su carrera. Los pasos que dio fueron por su evidente mérito.
—Cuando acuden a mí es porque los demás han fracasado -decía-. Soy ese clavo ardiendo al que dicen que se agarra el que está a punto de ahogarse.
Vivía en las afueras de Los Angeles, cerca de las montañas de Beverly. Tenía un consultorio más cerca de la ciudad y allí se encontraba cuando Brent Hamilton detuvo su coche y, bajando del mismo, fue hacia la casa.
Le abrió el propio Anastasio.
—¿Qué pasa? -preguntó, sin que una sonrisa de bienvenida cruzara su velludo rostro.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Hamilton explicó:
—Ha llegado el representante de Cameron, de San Francisco. Está conforme con el precio; pero quiere ver los cuadros antes de decir si se los queda o no. Teme que sean falsos.
—¿Ha mandado a algún técnico?
—No. El enviado es un tal Surrat. Es un agente que ha realizado trabajos para la «Agencia Pinkerton». No lo utilizan más que en casos importantes. Yo le conocía de referencias. Pero nunca le había visto ni él a mí. No sabe que estoy al corriente de su verdadera identidad.
—Toma toda clase de precauciones y que venga esta noche. ¿Qué cuadro quiere ver?
—El San Diego.
—Lo verá.
—Tenga en cuenta que puede ser peligroso.
—Ya lo sé. Pero ignora dónde se mete. Tal vez juegue limpio. No lo sabremos antes de discutir con él.
—¿Y si luego es demasiado tarde?
—Será tarde para él, no para nosotros. Estas cosas hay que tratarlas con mucho cuidado. Confundir a un cliente con un bandido o un policía es un error igualmente funesto. Puedes irte. Brent Hamilton regresó a Los Angeles. Aquella noche, a la hora indicada, Daniel Surrat se dispuso a acudir a la cita. Había estado varias veces a punto de Solicitar la ayuda a Teodomiro Mateos; pero su empresa requería mucha discreción. No convenía que se divulgara lo de los cinco Murillos, porque entonces se presentarían los legítimos dueños, que los consideraban perdidos, y habría trabajado para nada. El sheriff de Los Angeles era californiano y tal vez no quisiera colaborar con un norteamericano. Lo mejor era tantear el terreno y ver si realmente se trataba de un negocio limpio o sucio.
Antes de llegar a casa de Hamilton le salió al encuentro un gigante que le indicó le siguiese hasta un coche que les esperaba a poca distancia. Era un vehículo cerrado, desde cuyo interior Surrat no pudo ver adonde iban. Por el olor del aire que penetraba por entre las cortinillas, notó que salían del pueblo, y como el perfume era más campestre que marino supuso que se dirigían hacia las montañas.
—Si lleva algún arma, démela -pidió el hombrón, mostrando la abierta palma de una enorme mano.
Surrat sacó de su sobaquera un revólver y se lo entregó a Gilman.
—¿Nada más? -preguntó éste.
Surrat levantó las manos como invitando al otro a que le registrase. Gilman pensó que no le hubiera dicho aquello si no estuviese seguro de que no le encontraría arma alguna y desistió del registro.
Cuando el carruaje se detuvo, Surrat oyó el viento en las ramas de los álamos. Bajó detrás de Gilman y entró en seguida en una casa cuyo aspecto exterior no pudo estudiar.
En el vestíbulo le aguardaba Brent Hamilton, a quien Gilman entregó el revólver de Surrat...
—No lo tome como una ofensa -rogó Hamilton a Surrat-. Tenemos que ir con cuidado, porque es mucho lo que está en juego.
—Veamos esa mercancía -replicó el visitante-. Luego ya haré comentarios sobre lo que opino acerca de tantas precauciones.
—Por aquí -rogó Hamilton.
Le guió hacia otra habitación. Tras ellos entraron Gilman y el muchacho que había hecho de conductor del coche.
La nueva estancia hallábase intensamente alumbrada. Era de blancas paredes y, además de dos vitrinas con instrumental médico, había una mesa de despacho, a la cual se sentaba un hombre de abundante barba, poblado bigote e hirsutas cejas, ojos negrísimos, como de antracita, y velludas manos, una de las cuales sostenía un grueso y largo habano. De cuando en cuando el hombre se lo llevaba a los labios, chupándolo suavemente, para no calentarlo y estropear su aroma.
—Buenas noches, señor Surrat -saludó el que estaba sentado-. Perdone que no me levante. Me cuesta mucho hacerlo.
Surrat observó entonces la deformidad física de Sánchez.
—Me parece que no es necesario que nos presentemos todos -siguió el corcovado-. Usted ha venido a ver el San Diego. En vez de eso le permitiré examinar los cinco cuadros. O sea, además, el San Juan, San Antonio, San José y San Luis. Ahí los tiene. Colócalos de forma que nuestro amigo los vea perfectamente.
Gilman sacó de detrás de las vitrinas cinco telas pintadas al óleo, representando los santos citados antes.
Por un momento, Surrat quedó impresionado por la belleza de las pinturas. Había trabajado bastante en la recuperación de cuadros robados durante la Guerra Civil y sabía apreciar en seguida la maestría del pintor.
—¿Le parecen legítimos? -preguntó Sánchez.
Surrat movió la cabeza.
—Sí. Parecen legítimos. Cerraremos el trato en cuanto retire el dinero del banco. ¿Cien mil es el precio límite?
—Claro -dijo Sánchez-. Nos interesa deshacernos en seguida de ellos. Si quisiéramos esperar, obtendríamos mejores condiciones; pero el librarnos pronto de estas telas ya es bastante ventaja.
—En este caso les complaceré -sonrió Surrat-. He traído el dinero y podemos cerrar en seguida el trato.
Metió la mano izquierda en el bolsillo, como si fuese a sacar una cartera. Cuando la sacó empuñaba un revólver con un cañón de apenas cuatro centímetros. Una amenazadora y triunfal sonrisa extendíase por el rostro del hombre.
—Muévanse todos hacia la mesa y no bajen las manos -ordenó, acompañando la orden con el revólver.
—¿Supone que logrará escapar con los cuadros? -preguntó Sánchez, dando una chupada a su cigarro.
La larga ceniza del puro cayó sobre la mesa.
—Usted también -ordenó Surrat a Anastasio.
—Me va a costar un poco levantarme -dijo el médico.
Como le estorbaba el puro, se dispuso a dejarlo en un gran cenicero que representaba un cañón antiguo sobre una base de madera en la cual había un recipiente de plata con un reborde de balas del mismo metal.
La brasa del puro tropezó con un cabito de mecha que asomaba por la parte inferior de la culata del cañón y en el acto prodújose una deslumbrante llamarada. Un fogonazo de magnesio que cegó a Surrat dejándole en tinieblas cuando se apagó la intensísima luz. Maquinalmente apretó el gatillo, apuntando hacia donde estaba Sánchez; pero éste se había acurrucado tras la mesa y la bala cruzó, inofensiva, sobre su cabeza.
Baby Looks, llevó la mano hacia la pistola que guardaba bajo el sobaco y disparó dos veces antes de que Surrat consiguiese utilizar de nuevo su arma.
Las dos balas se hundieron en el corazón del hombre, tan juntas como si sólo hubiesen abierto un orificio.
—No hacía falta tanto -dijo Sánchez cuando salió de detrás de la mesa y se detuvo junto al cadáver-. No hirió a nadie, ¿verdad?
—Porque no le di tiempo -replicó Baby Looks, que estaba metiendo dos cartuchos en el cilindro de su revólver, después de haber extraído las dos cápsulas vacías.
—La Ciencia no puede resucitarle -dijo el médico-. Desnudadle y tú, Gilman, llévalo luego al laboratorio.
Cuando el cadáver, desnudo, fue conducido al laboratorio contiguo a la sala de visitas, Sánchez siguió al gigante y le indicó dónde debía meter el cuerpo. El médico abrió después una llave dé cristal y volvió a la sala, donde sus compañeros estaban registrando las ropas del muerto.
—Descosedlas también -indicó el médico.
Poco a poco se fueron apilando sobre la mesa documentos y dinero.
—Hay veinticinco mil dólares -dijo Hamilton-. ¿Cómo iría por el mundo con tal cantidad?
—No sé; pero no me gusta. Cameron no se conformará con la perdida de este dinero, si es suyo. Y no creo que Surrat dispusiese de tanto.
Anastasio recogió los billetes de mil y de quinientos dólares y los reunió en dos montoncitos.
—Se los devolveremos -dijo.
—¿Está loco? -gritó Baby Looks-. ¿O es que... nos toma por tontos?
—No digas majaderías -refunfuñó Sánchez-. No comprendo cómo se puede conservar la vida con tan poca inteligencia. Queremos cien mil y, ahora, por conservar veinticinco mil, vamos a exponernos a perderlo todo. Por la desaparición de Surrat, Cameron no moverá un dedo; pero pondrá el grito en el cielo si no recobra sus veinticinco mil. Y... Cameron sabe de qué se trata. No perderá el tiempo en rodeos. Dirá quién puede tener los dólares y la Policía caerá sobre ti, Hamilton;
—¡No estoy dispuesto a cargar yo solo con el muerto! -chilló Brent.
—Ya lo sé, ya lo sé -gruñó Sánchez-. Por eso digo que es mejor enviarle el dinero a su dueño.
—A lo mejor creería que Surrat lo ha robado -apuntó Baby.
—Cameron es rico. Le han llamado negrero, explotador y cosas por el estilo. Todo menos tonto o confiado, que es lo mismo. Si él proporcionó los veinticinco mil dólares a Surrat es que confiaba en él. De lo contrario no se habría arriesgado.
—Da pena despedirse de esto después de haberlo tenido en las manos -suspiró Baby, señalando los billetes.
—Para recoger hay que sembrar -dijo Sánchez-. Yo me encargo de la devolución. Y no cometáis la estupidez de creer que voy a quedarme con nada. Esto es grano de anís para mí. Aspiro a más. A muchísimo más.
—¿Y el cuerpo? ¿Qué hacemos con él? -preguntó Baby.
—No os preocupéis -dijo el médico-. Tú, Gilman: coge toda la ropa y los zapatos y ponlo con el cuerpo.
—Mañana lo echarán de menos en la posada -dijo Cárter.
Sánchez hizo girar en torno de un lápiz la llave que había cogido de entre los objetos propiedad de Surrat.
—Tengo un enfermo en la posada -dijo-. Ya lo arreglaré.
Al cabo de un rato recogió la cartera y otros documentos y entró en el' laboratorio. Aproximóse a un largo depósito, parecido a una bañera, medio lleno de un líquido amarillento. Acercando mucho la mano dejó caer en el líquido los objetos que traía.
Una tos a sus espaldas le indicó la presencia de Baby.
—Perdone -dijo el pistolero-. Vine a ver el muerto y...
—¿Qué muerto? -preguntó, burlonamente, Sánchez.
Movió una llave que estaba junto a] depósito y el líquido empezó a bajar, como si se estuviese vaciando la bañera. Por fin quedó enteramente vacía y Sánchez abrió otro grifo. Era el del agua contenida en un depósito que se llenaba con el molino de viento.
En el fondo del recipiente quedaron, tan sólo, dos oscuras y deformes bolitas. Con un palo, el médico las acercó al chorro del agua y luego las cogió con mucho cuidado.
—Toma -dijo a Baby-. Es tuyo.
—¿Qué es esto?
—Las balas que metiste en el cuerpo de Surcat.
Baby Looks desorbitó los ojos.
—¿Y él...? -tartamudeó.
—Se fue por ahí -replicó Sánchez, señalando el desagüe-. Un ácido muy caro; pero podré reponerlo.
—¿Y lo que echó usted hace un momento...?
—Todo se disolvió, Baby. Tú no entiendes. Es como si echas un terrón de azúcar en agua caliente y remueves con una cucharilla. El azúcar desaparece. Esto es lo mismo; pero no hace falta la cucharilla.
—¿Qué pasaría si le echase usted un vaso de eso a la cara de alguien? -tartamudeó Baby.
—Imagina lo peor y te quedarás a la mitad de camino.
—¿Sería como si hubiera tenido viruelas?
—Unas viruelas espantosamente grandes. Vamos, Baby. Los vapores del ácido no son buenos para el organismo.
Al volver a la sala, Baby dijo a Hamilton:
—Metió a Surrat en un líquido y ¡puf!, no quedaron ni los huesos. Solamente las dos balas que le metí dentro. ¿Te imaginas?
Brent asintió con la cabeza.
—Ya tengo noticias de lo que se puede hacer con eso. ¿Nos quedamos o nos vamos?
—Yo he de ir a la posada; pero usaré mi coche. Podéis iros.
—¿Deja los cuadros aquí?
—Están seguros.
El doctor fue apagando las lámparas. Cuando los otros se hubieron marchado, ocultó los cinco lienzos en un escondite practicado en el suelo.
Después, en su coche, dirigióse a Los Angeles y a la posada. Antes de llamar a la habitación, de su paciente se detuvo en la de Surrat, que abrió con la llave que había encontrado en su poder. La estancia estaba vacía. Un pequeño maletín era todo el equipaje que el agente había traído consigo. Ni más trajes ni nada. El doctor abrió su propio maletín, en el que llevaba drogas y algún instrumental. Sacó el que iba a necesitar en su visita al enfermo, y metió luego el maletín de Surrat en el suyo, que lo contuvo cómodamente.
Aseguróse con un rápido registro a los cajones de la cómoda, armario y mesita de noche, de que no quedaba nada propiedad del muerto. Ya se disponía a salir, cuando recordó el hospedaje. Si Yesares se encontraba con que su cliente había desaparecido sin pagar la cuenta, armaría más ruido que si perdía al cliente sin perder ni un centavo.
Sacó uno de los billetes que había encontrado en la cartera de Surrat. El hospedaje completo de la posada eran cinco dólares diarios. A cuatro días no enteros... Con veinte dólares todo quedaba saldado. El doctor dejó el billete sobre la mesita de noche, colocando encima la llave de la habitación, apagó la luz y salió. A continuación dirigióse a ver a su enfermo. Era un caso de extrema gravedad, como todos los que se le confiaban. Tan grave que la madre de la enferma tuvo la sensación de que al entrar Anastasio Sánchez entraba un mago bueno, generoso y lleno de atractivo.
—Por Dios, doctor, sálvela usted -rogó cogiendo la mano derecha del médico, besándola y regándola de lágrimas.
—Cálmese, cálmese, señora -sonrió, irónico, Sánchez-. Haremos lo posible.
El padre, uno de esos bostonianos que no se consideran perfectos hasta que ahogan tras un inexpresivo semblante todas las emociones, pidió, con un hilo de voz:
—Sálvela y... no sabré jamás cómo corresponderle.
—Eso les ocurre a muchos -dijo Sánchez; -. No se preocupe. Su inquietud no puede hacer nada por su hija.
—Doctor... -El muro de frialdad e inexpresión se venía abajo-. Doctor... Es nuestra única hija. No podemos tener otra. Es imposible. Soy bastante rico. Tenga... ponga usted la cantidad y no me importa si luego no me queda nada... aparte de Suzy.
Sánchez apartó el cheque firmado en blanco que le tendía el bostoniano.
—Más adelante hablaremos de eso. Ahora déjenme ver a la enferma.
Sentóse junto a la cama, pulsó a la rubia Suzy, le tomó la temperatura, examinó las blancas placas de su garganta y a pasos agigantados, Anastasio Sánehaz se alejó de sus ambiciones materiales, de sus codicias, de sus rencores y de sus despechos. Suzy se estaba muriendo de una enfermedad que aun era incurable. Era una vida extinguiéndose muchos años antes de lo que le correspondía.
Se volvió hacia los padres que si perdían a Suzy no volverían a saber lo que era un hijo de su carne y de su sangre.
—Ustedes saben que esto no tiene remedio -dijo-. Todos los médicos de Los Angeles se lo han dicho. Difteria es muerte segura. Esperan ustedes un milagro. No sé si conseguiré realizarlo. Voy a hacer algo que sino salva a Suzy la matará en el acto.
—¿Nos pide permiso para intentarlo? -preguntó el padre.
—No -respondió el doctor-. Aunque no me lo diesen, aunque me lo negaran, lo intentaría, porque es lo único que puede salvar a su hija. Ahora retírense o vuélvanse de espaldas. No puedo usar instrumental.
Acercó la mano a la boca de la enfermita y la madre ocultó el rostro contra el pecho de su marido. Este cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos para no oír el estertor...
Fueron largas y terribles horas espiando el menor gesto, la más leve reacción, esperando de un momento a otro los síntomas de crisis final.
A las ocho de la mañana, Sánchez se puso en pie.
—No puedo darles ninguna esperanza -dijo-; pero la niña aún vive y... esto es un milagro. Tal vez sea un milagro científico, de esos que se consiguen en uno de cada cien mil casos. Todo sigue igual; no peor. Suzy continúa respirando. Volveré más tarde.
—¡Qué bueno es usted, doctor! -sollozó la madre, besando de nuevo la mano del médico.
Este salió de la posada y se dirigió a la estafeta de Correos. Impuso un voluminoso certificado dirigido a un tal Cameron, de San Francisco.
Cuando hubo salido, el de la estafeta comentó con su ayudante:
—Es un tipo verdaderamente feo; pero dicen que es un genio.
—Será un mal genio -dijo el otro.
—No, no. Es un sabio. Lástima que físicamente valga tan poco.
—Yo no le confiaría un hijo mío. Me parecería que se lo iba a comer.
—¡Bah! Tiene aspecto feo, mas es incapaz de matar a una mosca. Si fuéramos a juzgar a la gente por lo que parece...
—Ese parece malo y tiene que serlo mucho. ¡Lo que debe de gozar metiendo el cuchillo en la carne de los pacientes! ¡Qué miedo!
—Pues a mí no me da miedo. Y a mucha gente tampoco.