CAPITULO IV AL OESTE

La explicación de un disparo accidental que dio el señor Van Zelter, para justificar la muerte de su yerno no pudo resistir el más elemental análisis. El derringer había sido disparado a quema ropa, es decir, apretando contra el pecho de Edgar Lamb. El arma era de propiedad de Van Zelter y aunque tenía cierto valor artístico no justificaba su detenido examen por la víctima. La posibilidad de un suicidio no pudo ni admitirse. Por fin, el problema fue resuelto por el propio Van Zelter, que una mañana, cuando faltaban pocos días para que el jurado dictase su veredicto, apareció muerto en su cuarto. Estaba en libertad bajo fianza y no quiso arriesgarse al lógico veredicto de un jurado que no le demostraba ninguna simpatía. La noche antes de su muerte habló durante varias horas con su nieta, a quien en un testamento redactado a última hora nombraba heredera de todos sus bienes.

Así, decepcionando un poco a cuantos esperaban un espectacular veredicto, Van Zelter, el coloso de los ferrocarriles, salió de escena por el camino que le mostrara su yerno. Las industrias ferroviarias de éste se salvaron gracias al dinero del seguro de vida que Edgar Lamb había contratado años atrás.

Después del entierro del señor Van Zelter, Marian y Walter se reunieron en el comedor de la vieja casa.

- ¿Te pondrás al frente de los negocios de papá? -preguntó Marian a su hermano.

Este dijo que no con la cabeza.

- No -siguió luego-. No puedo ocuparme de esas cosas. Estoy muy enfermo y quiero alejarme de aquí.

Marian le miró tratando de adivinar sus verdaderos pensamientos.

- ¿Te marchas con Newton? -preguntó.

- Sí. Iré al Oeste. Dice el doctor que allí puede existir una posibilidad de curación para mí.

Marian había encendido un largo, estrecho y pálido cigarro, que fumaba con lentas chupadas, procurando lanzar el humo en dirección que no pudiese molestar a su hermano.

- A mí también me gustaría marcharme -dijo-; pero alguien ha de cuidar los intereses de la familia. En poco tiempo hemos heredado las dos industrias más poderosas. Mis abogados me aconsejaron que hablara contigo acerca de la conveniencia de unir lo que heredas de papá y lo que yo heredo de nuestro abuelo.

Walter inclinó la cabeza, evitando la escrutadora mirada de su hermana.

- Yo tengo algunas ideas raras, Marian. No poseo ambiciones y es mejor que sea así, porque si las tuviese…, ¿de qué me servirían?

Era un muchacho que aparentaba menos edad de la que en realidad tenía. Tal vez su grave dolencia pulmonar había dado a su rostro un aspecto aniñado y romántico. Marian pensó en la frase relativa a lo jóvenes que mueren los elegidos por los dioses. A pesar de tener dos años menos que Walter, sentíase mayor que él.

- Quiero acompañarte -dijo-. Cuidaré de ti.

- No es necesario -protestó Walter-. Newton será un buen médico.

- Estoy segura -sonrió Marian-. Pero… no me gustaría que Newton permaneciese mucho tiempo lejos de mí.

- ¿Es que…?- empezó a preguntar Walter, refiriéndose a la posibilidad de una relación amorosa entre su hermana y el médico.

- Sí -respondió la joven-. Me gusta el doctor. ¿Qué piensas hacer con las fábricas de papá?

- No sé. Quisiera que pasaran a tu poder; pero el testamento de nuestro padre es demasiado precipitado. No podré disponer de ellas hasta mi mayoría de edad, y en modo alguno han de unirse a las de nuestro abuelo. En eso los dos parecían estar de acuerdo, pues tú heredaste lo del abuelo y yo lo de papá…

Walter hablaba cansadamente, haciendo breves pausas, fatigado por el esfuerzo.

Marian se levantó.

- Por lo menos evitaremos ser rivales. Que tengas un feliz viaje. No le digas a Newton que yo pienso ir al Oeste. Nos encontraremos allí. Ahora quiero ir a ver a un amigo de nuestro abuelo. El señor De Echagüe.

* * *

Marian no visitó al señor De Echagüe, entre otros motivos porque el californiano había partido ya hacia San Francisco. Su entrevista era con Alan Ungher, el hombre de confianza de su abuelo. La esperaba en el saloncito reservado de la joven; pero ésta, antes de subir, aguardó a que Walter saliera de la casa con su reducido equipaje. Entonces se reunió con Ungher, que había estado fumando largos y nauseabundos cigarros que parecían hechos de betún y hojas secas.

Ungher era un hombretón fuerte, muy atractivo y con plena consciencia del efecto que su personalidad producía en las mujeres. Cuando Marian entró en el saloncito, Ungher la esperaba a un lado y aprovechando el desconcierto de la joven, que le buscaba en otro sitio, la atrajo hacia él y la besó en los labios.

Marian le apartó de un empujón no demasiado fuerte y le reprendió con escasa energía:

- No haga eso otra vez -pidió.

- ¿Hablaste con tu hermano? -preguntó Ungher.

- Sí. Marcha al Oeste.

- ¿Y la fábrica?

- Queda en manos de los ingenieros y encargados.

- ¿Qué piensas hacer?

- ¿Por qué me tutea?

- Porque me gustas demasiado, chiquilla. Tú y yo somos muy parecidos. Haremos una buena pareja. Somos del mismo barro, de la misma madera; tenemos idénticas ambiciones. Porque supongo que eso de que te gusta el doctor Newton es una historia para embobar al tonto de tu hermano.

- El doctor es mucho mayor que yo. No me interesa; pero debo justificar mi viaje al Oeste.

- ¿Hablaste con tu hermano de unir las dos fábricas? -preguntó Ungher.

- No puede hacer nada mientras sea menor de edad. Papá no quería salvar a quien trataba de hundirle. El testamento está claro.

Ungher movió la cabeza.

- La verdad es que el asunto está bien confuso. Tu padre lo tenía todo previsto para quitar de en medio a su hijo. Puesto que tenía que morir por causa de la enfermedad, que muriese a tiempo y le salvara de la ruina. Pero al mismo tiempo lo nombraba heredero de todos sus bienes. ¿Por qué?

- ¡Yo qué sé! -gruñó Marian-. Creí pertenecer a una familia honorable y resulta que en cada armario tenemos escondido un esqueleto. No sé cómo hemos podido vivir tantos años sin que el olor a descomposición descubriera nuestros malos secretos. Me creí extraordinaria y en comparación con mis antepasados resulto una ingenua.

- En el sótano hemos encontrado algunos restos humanos -dijo Ungher-; pero no se sabe si son humanos o de cualquier animalito. La cal viva lo destruyó todo.

- ¿Estaban dónde decía el diario?

- Sí; pero no prueban nada. Además, el diario fue escrito por una persona ajena a la familia y que, además, ya ha muerto. No especifica nada. No es posible aportarlo como prueba ante un tribunal. Sólo conseguiríamos armar un buen escándalo y nada más. Es mejor seguir el camino más sencillo.

- Yo imaginaba que mi abuelo estaba en mejor situación económica. Me ha sorprendido que dejara tan poco dinero.

- Hay mucho dinero; pero todo está invertido, Marian. Es necesario hacer trabajar las fábricas. Y, sobre todo, es necesario que tu hermano nos deje utilizar los planos de la nueva locomotora. Ha corrido la voz de que tu padre estaba produciendo una locomotora mucho más potente que las actuales, de menos consumo y de mayor rapidez. Se sabe que se está fabricando y que dentro de poco saldrán las primeras al mercado. En tales condiciones, las compañías ferroviarias no quieren comprar otras locomotoras hasta saber qué resultado da el nuevo tipo. Tu abuelo quería impedir que el nuevo tipo saliese al mercado. Por eso trataba de arruinar a tu padre. Era una jugada de mutua defensa. Tu padre habría podido ganar, cediendo parte de sus derechos a otras empresas; pero quiso seguir siendo el dueño de sus fábricas y no admitió compartir la dirección con otros. Al fin no pudo mas y creo que eso y el saber que la culpa de su apurada situación la tenía su suegro le hizo perder la cabeza y arrastrarlo en su hundimiento.

- ¿Por qué no me nombró heredera de la fábrica? Esto es lo que más me extraña. Sabiendo lo de mi hermano… Lo lógico hubiera sido lo contrario…

- Si la salud de tu hermano es tan precaria como dicen, todo se arreglará muy pronto.

- No me gusta pensar en que tiene que morir.

- Digamos que tiene que fallecer accidentalmente -sonrió Ungher-. Al fin y al cabo no tenemos que hacer otra cosa que dejar que los acontecimientos sigan su curso. Todo estaba previsto y todo estaba dispuesto. Nosotros no tenemos que hacer más que dejar que los muertos maten a sus muertos.

- Por lo menos podríamos salvarle, decirle la verdad… Prevenirle.

- Sería una estupidez, amor mío. Al fin y al cabo su suerte está ya echada. Entre que muera en una cama, con los pulmones destrozados o que muera de un balazo accidental…, ¿qué es mejor?

- Sabiendo la verdad… No sé… ¡Dios mío, qué horrible es todo esto!

- Yo te lo haré alegre -dijo Ungher, atrayéndola de nuevo hacia él y besándola.

Marian cerró los ojos y apretó los labios. Ungher también cerró los ojos, a pesar de lo cual de pronto quedó cegado por un millón de lucecitas rojas y doradas que se encendieron ante sus veladas pupilas, a la vez que su cabeza recibía el golpe más violento que Ungher recordaba. Después del golpe se apagaron las luces y Ungher cayó de bruces contra el alfombrado suelo.

Marian abrió los ojos y encontróse por vez primera ante el «Coyote,» aunque de momento sólo le pareciese un hombre vestido a la moda imperante en Nueva York, con la única diferencia de llevar el rostro oculto tras una máscara de seda negra.

- ¿Quién es usted? -preguntó Marian.

- Un visitante indiscreto y tal vez inoportuno -replicó el enmascarado-. Si me permití intervenir fue porque su expresión era tan de disgusto que la imaginé de acuerdo conmigo en cuanto se refiere a los atractivos románticos del señor Ungher. La primera vez que la besó pensé que tenía usted muy poco gusto en cuestiones de amor. Luego ya comprendí que tenía usted motivos especiales para soportarle. Por eso intervine. Tardará en volver en sí.

- Aún no me ha dicho quién es usted -dijo Marian.

- ¿No pega bien lo de visitante indiscreto? -preguntó el enmascarado.

- Pega usted bien, desde luego, y es un entrometido, porque yo no recuerdo haber pedido socorro.

- Es cierto; pero sé que es usted una jovencita inteligente. Sabe que su casa está vacía, es decir, que no queda ya ningún criado en ella; todos salieron a divertirse, y por ello no ha pedido socorro. ¿A quién lo iba a pedir? ¿Quién iba a oírla? De haber estado en California, aún. Allí a una mujer siempre le cabe la esperanza de que pidiendo auxilio acuda el «Coyote,» pero aquí… Por estos lugares no tienen a ningún «Coyote,» ¿verdad?

- ¿Quién es el «Coyote»?

- Soy yo.

- ¿Se llama usted así?

- Sí.

- ¿Por qué?

- Porque así disimulo mi verdadera personalidad. Un antifaz, un nombre de animal salvaje y solitario. Y en el fondo de todo, una afición desmedida a las aventuras.

- ¿Ha venido usted de California a salvarme?

- Sí. En cuanto leí que su padre había muerto pensé: Marian Lamb necesita tu ayuda, señor «Coyote.» Y vine hacia aquí. Luego supe lo de su abuelo. Aunque no lo crea, han sido más las personas que se alegraron de su muerte que las que lamentaron el fallecimiento de tan importante personaje. ¡Qué raro! Un hombre que llenó el país de ferrocarriles, o sea, de progreso, muere y con su muerte, en vez de provocar llantos, despierta alegrías. La verdad es que se portó un poco salvajemente en diversas ocasiones.

- ¿A qué ha venido, señor «Coyote»? -preguntó Marian-. Por favor, no me responda con vaguedades. Hábleme sinceramente. Dígame qué quiere. ¿Qué busca? Yo no le he visto nunca. Jamás me he cruzado en su camino. No le odio ni le persigo.

- Ser perseguido por tan linda jovencita resultaría muy grato, señorita Lamb. Pero no quiero seguir el camino del señor Ungher. Pudiera ocurrirme lo que a él.

- No es fácil que haya otro enmascarado escondido por aquí.

- Creo que no -sonrió el «Coyote»-. He registrado bien la habitación. Por cierto que he encontrado algunas cosas sorprendentes. Documentos inverosímiles. ¿Cómo puede existir una familia como la suya? Creí que sólo se daban en las novelas por entregas. Su padre tenía proyectada la muerte de Walter Lamb para heredar su seguro de vida. Es increíble que un padre llegue a pensar tales canalladas.

- Supongo que ya sabe que mi hermano Walter no era hijo de mi padre…

- Ni de su madre de usted. Exacto. Eso dice la historia. ¡Qué horror! Su madre era ciega y aunque no era fea, no podía despertar muchas pasiones; pero el señor Lamb tenía ideas muy ambiciosas. Le faltaba dinero para convertirlas en realidades. Por eso se casó con la hija de Ruyter Van Zelter. Una pobre ciega, es verdad; pero cargada de dinero. Dicen que Dios da pan a quien no tiene dientes. Su madre tenía dinero y no tenía el más preciado de los sentidos. La culpa estaba en el señor Van Zelter; pero ya ha pasado a mejor vida y no debemos ensuciar aún más su ya de por sí bastante sucia memoria. La señora Lamb comprendió que su marido sentía más cariño hacia el dinero que hacia ella y por eso fue un poco avara de su dinero. El que tenía lo convirtió en dos seguros de vida. Uno para su primer hijo y el otro para el segundo, en cuanto recibió aviso de su próxima llegada. Durante cinco años el beneficiario de los seguros iba a ser el señor Van Zelter. Luego los beneficiarios serían los propios hijos al llegar a su mayoría de edad. En el caso de muerte natural o accidental los beneficiarios serían sus padres.

- Le veo muy enterado de nuestros asuntos familiares.

- Conozco casi todos los esqueletos que guardan en los armarios. He tenido tiempo de investigar. Un día murió Walter Lamb. Su padre se desesperó. Fue una muerte accidental, inesperada. Ni siquiera se pudo culpar a nadie. Y su esposa acababa de tener una hija, estaba muy débil y… su vida corría un grave riesgo. Si se le daba la noticia de la muerte del hijo la señora Lamb moriría de la impresión. Y el beneficiario del seguro de Walter Lamb era su abuelo. Era inaudito pensar en regalar al odiado suegro una fortuna. Se ocultó la muerte del verdadero Walter y se buscó a un Walter falso que ocupara el lugar del legítimo. Se hizo tan bien que la señora Lamb no se dio cuenta de nada. Al cabo de unos años murió y el señor Lamb se encontró con que no podía soportar a su falso hijo. Lo alejó de su hogar. Lo envió a un colegio, despreocupándose de su cuidado, dejándole que creciera como un perrillo abandonado en una carnicería, o sea, que no le faltó comida, pero sí el cuidado y la guía necesarios para que no comiera lo que no debía comer.

Ungher empezó a moverse y a gemir. El «Coyote» se inclinó sobre él y de un golpe en apariencia levísimo, pero descargado en el lugar oportuno, lo volvió a hundir en la inconsciencia.

- Las noticias corren mucho, y a veces pasa que lo secreto en Nueva York es del dominio público en Los Angeles.

- No puede ser -dijo Marian-. Aquello fue un secreto para todos hasta hace unos días.

- Para todos aquellos que ignoraban lo ocurrido -rectificó el enmascarado, golpeando de nuevo a Ungher-. No olvide que había varias personas que sabían la verdad.

- Sólo mi padre.

- Y su abuelo, y los padres del actual Walter Lamb, y también su madre. La de usted, o sea, la esposa de Edgar Lamb.

- Mi madre nunca supo el cambio -casi gritó Marian.

El «Coyote» se echó a reír suavemente.

- ¡Qué joven es usted, señorita Lamb! En la vida todo el mundo ignora muchísimo más, infinitamente más, de cuanto sabe; pero usted ignora muchísimas cosas más que la mayoría de la gente. La sustitución del legítimo Walter pudo haber engañado a cualquier persona. Pudo engañar, y engañó, a su abuelo y a los criados y a mucha gente que tenía ojos y creía ver; pero hay algo más fuerte que la vista. Su madre nunca pudo ver. La enfermedad heredada de su padre la hizo nacer ciega. Creo que tenía los más hermosos ojos del mundo. Unos ojos divinos. Desgraciadamente carecían de luz. Pero la ceguera es una cosa muy relativa. Quien posee la vista se confía demasiado y llega a creer que es cierto cuanto ve. No admite la posibilidad de un error porque está seguro de que las cosas son tal como él las ve en conjunto. El ser dotado de vista sólo utiliza un sentido para ver. El ciego, en cambio, ve con tres o cuatro sentidos. El olor desempeña un papel importantísimo. El tacto mucho más y su oído es tan fino que le permite distinguir la levísima diferencia que existe entre la respiración de uno y otro de sus hijos. Su madre supo la verdad en seguida, señorita Lamb. Comprendió la verdad y calló; pero vivió muy poco. Si su marido llevó a cabo la sustitución del hijo muerto pensando en ahorrarle una angustia equivocó el sistema. No ahorró ninguna angustia a su mujer.

- ¿Cómo ha sabido eso? -preguntó Marian.

- Ya le dije que las noticias llegan a veces muy lejos. Su padre, señorita Lamb, necesitaba un niño de la misma edad de Walter. En el mundo hay seres capaces de vender sus propios hijos por un puñado de dólares. Su padre encontró a uno de esos seres. Unos miles de dólares y todo quedó arreglado en pocos momentos. Un hijo vivo a cambio de un niño ahogado. ¿Sabía que su hermano se ahogó en el estanque del jardín?

- ¿Qué estanque?

- Esta casa tenía antes un jardín mucho mayor. Y en el jardín había un estanque. Su hermano cayó en él y se ahogó. Más tarde, como el estanque resultaba un trágico recuerdo, su padre lo hizo destruir y, tiempo después, vendió incluso la parte del jardín en que había estado.

- ¿A qué viene explicarme eso? -preguntó Marian.

- Aún no he terminado. Su padre no profesó nunca la menor simpatía a su falso hijo. Por lo visto la sangre tiene su voz y se deja oír. El señor Lamb odiaba la idea de que el hijo de un criado heredase su fortuna. En cambio, le pareció una magnífica idea heredar el seguro de vida de aquel falso hijo. Era más de un millón de dólares. Era lo que a él le hacía falta. Además, el chico estaba enfermo. Tenía dañados los pulmones. Sus días estaban contados. Pero si vivía lo suficiente para cobrar el seguro de vida que su supuesta madre le regaló, Walter no cedería ni un centavo para la fábrica de su padre. El sabría invertirlo en algo mejor.

- Dígame de una vez a qué ha venido, señor -pidió Marian, cuyo nerviosismo corría parejas con su miedo, excitado todo ello por los golpes que de cuando en cuando descargaba el enmascarado en el cuello de Ungher.

- ¿No lo está viendo? Quiero contarle una curiosa historia de los esqueletos que su familia ha estado ocultando en los armarios roperos. Una historia larga y complicada. Voy a abreviarla, aunque sea empezando de nuevo y siguiendo un orden cronológico. Hace unos dieciocho años, tantos como tiene usted, su hermano Walter murió ahogado en el estanque del jardín. Su muerte significaba un terrible golpe para su madre, tal vez la muerte para usted y, además, la pérdida de un millón y pico de dólares, que se embolsaría el señor Van Zelter. Para evitar tantas desgracias, Edgar Lamb compró un hijo a uno de sus criados. Creo que le dio veinte mil dólares, porque en aquellos momentos no tenía donde escoger y apremiaba el tiempo. El niño muerto fue enterrado en la bodega de esta misma casa, donde hoy encontraron unos huesecitos, único resto de un niño destinado a ser heredero de una gran fortuna.

»Pasó el tiempo y en apariencia la madre no se dio cuenta del cambio de hijo. Esto se explicó fácilmente porque la pobre mujer era ciega de nacimiento y un niño se parece tanto a otro niño que la confusión no puede resultar más lógica.

»Unos dos años más tarde, poco más o menos, murió la señora Lamb, dejando su fortuna dividida en tres partes. Una para su hijo, otra para su hija y una tercera para su marido, que administraba las otras dos, con plenos poderes sobre la de usted, pero sin ninguno sobre la de Walter, de la cual podía quedarse con parte de los intereses, pero sin poder tocar ni un centavo del capital. ¡Parece mentira que esto no hiciera comprender a Edgar Lamb que su mujer se había dado cuenta del cambio y quería proteger a un niño que estaba en peligro de perderlo todo, puesto que no podía confiar en el cariño de un padre que en realidad no era el suyo.

- Todo eso ya lo sabía -dijo Mariana

- Perdone que sea algo premioso en la exposición. Al fin y al cabo trato de librarla a usted de sus malos pensamientos. Su padre no quería a Walter y por ello lo envió a la escuela en cuanto el chiquillo se supo lavar la cara. Pasó el tiempo y llegó la guerra entre los Estados. Norte contra Sur lucharon sin reposo durante cuatro años. Los siderúrgicos del Norte hicieron grandes negocios. Los dólares entraron a raudales por sus puertas. La necesidad de cañones, fusiles, balas, locomotoras y vagones iba en aumento. A los tres años de guerra, ésta se presentía aún larga y difícil, aunque la victoria parecía segura. Su padre, aconsejado por su suegro, compró nuevos terrenos y levantó otra fábrica, invirtiendo en ello todos sus beneficios. Al mismo tiempo compró los planos de una locomotora que debía revolucionar la industria. Confiaba en tenerla lista antes de que terminase la guerra; pero se equivocó. Cuando la fábrica quedó terminada también se terminó la guerra y los generales Lee y Grant se estrecharon las manos en Appomattox.

»Hubo alegría en todo el país, menos en el Sur y en casa de los Lamb. El Gobierno anuló cuantiosos pedidos de material y aunque en seguida llegaron pedidos de locomotoras su padre no pudo servirlos, por estar entregado a la construcción del nuevo tipo. Sólo pudo vender vagones. En cambio, su abuelo suministró docenas y docenas de locomotoras al «U. P.» y a otros ferrocarriles.

»Aunque la fabricación de vagones daba bastante dinero, no bastaba para sostener las fábricas y talleres de Edgar Lamb. Sus apuros fueron en aumento; pidió auxilio a su suegro y éste se rió de él. Sólo le ofreció comprarle los planos de la nueva locomotora. El señor Lamb se negó a vender y, en cambio, el señor Van Zelter se limitó a esperar que todo cayera en sus manos como una manzana madura que se desprende por sí sola de la rama.

»Los apuros del señor Lamb fueron tan grandes que tuvo que echar mano a la herencia de su hija. Poco más de cuatrocientos mil dólares, con los cuales sostuvo un par de años la fábrica. Trató de vender los valores bancarios de su hijo; pero los títulos estaban redactados de tal forma que sólo el propio Walter podría venderlos al llegar a su mayoría de edad.

»No tratándose de un hijo propio, y habiendo vivido siempre alejado de él, Edgar Lamb no sentía cariño alguno por el muchacho. Así no es de extrañar que sabiéndole enfermo de los pulmones, incurable de acuerdo con las posibilidades de la Medicina moderna, pensase que no cometía ningún delito apresurando el final de sus días. Puesto que de todas formas tenía que morir era mejor que muriese en seguida, antes de llegar a su mayoría de edad. Muriendo ahora, su padre heredaba algo más del millón de dólares; pero si las cosas se arreglaban de forma que la muerte pareciese accidental, la Compañía de Seguros se vería obligada a satisfacer doble indemnización. Dos millones, o casi tres, resolverían el problema de Edgar Lamb. Le pondrían en condiciones de levantar el crédito de sus fábricas, de terminar su locomotora y de convertirse en el primer industrial siderúrgico del país, hundiendo al mismo tiempo a su poco amado suegro.

»Pero éste descubrió lo que proyectaba su yerno y se presentó aquí, dispuesto a impedir la jugada. Las noticias de que Edgard Lamb proyectaba una nueva y poderosa locomotora influían perjudicialmente en las ventas de las fábricas de Van Zelter. Las grandes empresas se abstenían de comprar locomotoras hasta ver en qué paraba el experimento. Van Zelter debió de proponer una asociación, una cesión de las patentes o bien quedarse con usted.

- Eso fue lo que él pretendió -dijo Marian-. Pero no comprendo por qué lo propuso.

- Muy sencillo. Su abuelo tenía pruebas acerca de la ilegitimidad de Walter Lamb. Usted era la heredera de todos los bienes de su padre, puesto que era hija única. También su padre podía sufrir un accidente, en cuyo caso usted heredaba su seguro de vida y todas las fábricas.

- ¿Cree que mi abuelo pensaba matar a mi padre?

- El señor Ungher lo debe de saber mejor que yo. Pero sin duda su abuelo apretó tanto las clavijas a su padre que éste optó por matarse y vengarse dejando que las culpas recayeran sobre Ruyter Van Zelter. Y así han quedado las cosas. Usted hereda los bienes de su abuelo, en tanto que su hermano…

- No le llame hermano mío, puesto que no lo es -pidió Marian.

- De acuerdo. Walter Lamb hereda los bienes de Edgard Lamb, mientras que la fábrica hereda el seguro de vida de Edgar Lamb. Se trata de un millón de dólares, o sea, de lo suficiente para que la locomotora «Lamb amp; Henry,» casi terminada, pueda ser completada y ofrecida a los ferroviarios. El día en que esto ocurra, las fábricas Van Zelter tendrán que resignarse a dejar de vender sus viejas locomotoras, buenas para los tiempos de guerra, en que no tiene importancia el que una máquina consuma una tonelada de carbón o dos, pero inapropiadas en los tiempos de paz, cuando el ahorro de cien kilos de carbón significa una rebaja en el precio del billete o de la tarifa de transporte de mercancías.

- No entiendo de negocios… -tartamudeó Marian.

- Sin embargo, éstos son muy claros. Usted, aconsejada por un bribón como el señor Ungher, está dispuesta a que los planes que su padre armó para deshacerse de su falso hijo sigan adelante. La muerte de Walter Lamb significaría para usted la herencia, como beneficiaria más directa, de millón y medio o tres millones de dólares. Al mismo tiempo heredaría la fábrica y los talleres y fundiciones que fueron de su padre. Podría reunir en una sola empresa la Van Zelter y la Lamb. Todo muy sencillo y muy cómodo. El detalle de derramar un poco de sangre humana carece de importancia. Pero es usted demasiado joven, señorita, para que le cuadre bien tanta indiferencia y tanta crueldad.

Marian inclinó la vista al suelo.

- No me gusta hacerlo -dijo-; pero tampoco me gusta que un intruso se quede con lo que es mío.

- De vivir su hermano, no sólo se habría quedado con la herencia de su padre, sino que también se hubiese llevado la de su abuelo.

- Pero mi hermano murió hace dieciocho años.

- Y usted es una ambiciosa que merece una buena lección.

- Según de qué sea la lección, no es probable que usted pueda dármela, señor «Coyote.» Creo recordar su nombre y, según tengo entendido, es usted un bandolero.

- Exageran mis buenas cualidades -sonrió el «Coyote»-. Pero veo que su amigo empieza a volver de nuevo en sí. Temo que si sigo pegándole golpes en el cuello terminaré por cortarle la cabeza. Por lo tanto, dejaré que vuelva en sí y por el bien de usted le aconsejo que no insista en querer heredar demasiado pronto. Deje la vida de su hermano en las manos de Dios y no haga nada por abreviarla. Puesto que sabe quiénes tenían que hacer este trabajo, dé contraorden.

Marian volvió a inclinar la cabeza. Oyó claramente cómo el enmascarado se retiraba y no hizo nada por retenerle ni por preguntar cuanto deseaba saber. Sus sentimientos hacia Walter Lamb no habían cambiado. Le odiaba, lo consideraba un usurpador; pero estaba dispuesta a concederle una oportunidad.

- Hablaré claramente con él y conseguiré que me devuelva lo que en justicia es mío.

Sin hacer caso de Ungher, que estaba volviendo en sí, Marian salió del cuarto y en un coche de alquiler se dirigió a casa del doctor Newton.

Un criado desconocido abrió la puerta, cerrándole con risueña energía el paso cuando ella quiso seguir adelante.

- Perdone, señorita, ¿por quién pregunta? -inquirió.

- El doctor Newton…

- Lo siento, señorita -interrumpió el criado-. El doctor se marchó hace una hora.

- Le esperaré…

- Discúlpeme, señorita, por no haberme sabido expresar. El señor dejó la casa hace una hora, y hace exactamente veintidós minutos la casa ha recibido a su nuevo propietario e inquilino, el doctor Wasserman. Si desea usted que el doctor la visite tendrá que solicitarlo con una semana de antelación…

- No. No he venido a que me vea ningún doctor.

Quería hablar de asuntos particulares con el señor Newton. ¿Se fue acompañado de un joven…?

- Supongo que se refiere al señor Lamb -interrumpió el portero-. Sí. El señor Lamb y el doctor se marcharon juntos con tiempo escaso para tomar el tren de Chicago. Creo que se dirigen al Oeste.

Marian subió a su coche sin dar las gracias al portero.

- ¡A la estación! -gritó.

Cuando llegó ya era demasiado tarde para alcanzar a Walter y al doctor Newton; pero dos horas más tarde salía otro tren y, después de coger el suficiente dinero para el viaje, Marian Lamb partió también hacia el Oeste, sin saber lo que iba a hacer.

- El viaje es largo y tendré tiempo de decidirlo.

Aquella noche, en el vagón restaurante, Marian Lamb volvió a encontrar a don César de Echagüe, que días antes le había hablado por primera vez del «Coyote.»