CAPITULO III PADRE E HIJA
Edgar Lamb, severo y sombrío, esperaba a su hija en el oscuro salón de la enorme casona del principio de la Quinta Avenida, donde todo era sombrío, empezando por los oscuros ladrillos del exterior y los negros tejados de pizarra y terminando por el excesivo mobiliario barnizado de negro u otros colores igualmente lúgubres…acentuados por la luz que les llegaba a través de los emplomados cristales azules, rojos y verdes. El exceso de cortinajes grana, verde botella y azul Prusia amortiguaba asimismo cualquier destello alegre de la luz y también los pasos que se ahogaban en las alfombras.
Marian entraba en aquella casa como en un mausoleo. Odiaba los dos lasquenetes de bronce que montaban guardia frente a la puerta, siempre en la misma postura. Apoyados en sus partesanas, el de la derecha sosteniéndose sobre el pie izquierdo y con el derecho cruzado sobre la pierna, hacia la derecha, y apoyando la punta del pie en el suelo y el resto en la contera de la lanza. El de la izquierda, en idéntica postura, con la excepción de que se apoyaba sobre el pie derecho y cruzaba el izquierdo. Los dos pedestales de verde y veteado mármol no contribuían a alegrar ni dar calor al vestíbulo.
Bronces y mármoles convertidos en antiestéticas esculturas se veían por doquier donde una baranda, un rincón o un quicio de puerta ofrecía lugar para la colocación de un pedestal de metal, piedra o madera. Aquella abundancia de figuras de estereotipada sonrisa o mueca, de eterna inmovilidad en inverosímil e incómoda postura acentuaba la impresión de que toda la casa era un monumento fúnebre.
Marian odiaba la casa desde la pizarra de sus tejados hasta el peluche azul del sillón en que se solía sentar su padre. Odiaba la penumbra que lo invadía todo y el silencio que reinaba en aquella casa que nunca tuvo calor de hogar.
La luz de la lámpara de gas se proyectaba en azulado cono sobre la figura de su padre cuando ella entró en el vestíbulo. Era mediodía; pero el ambiente tenía lobregueces de media tarde.
- ¡Marian!
La voz del señor Lamb llegó metálica y fría hasta su hija.
- ¿Qué quieres?
Marian contestó indiferente, sin preocuparle la irritación de su padre ni albergar temor alguno.
- ¿A qué fuiste a casa de Newton?
El señor Lamb hizo la pregunta sin moverse de su sillón, cuando Marian llegó ante él.
- Es nuestro médico.
- No padeces ninguna enfermedad que requiera la asistencia de un médico.
- En esta casa todos estamos enfermos, papá. Tú y yo sobre todo.
- ¿Te dijo Newton algo de lo que yo le dije?
- No necesitó decirme nada. Yo lo sé todo. ¿Cómo te enteraste de que había ido a verle?
- Vi tu coche. Te prohibo que vuelvas a visitar a Newton.
- ¿Qué piensas hacer con Walter?
- No es asunto tuyo. Quiero salvarlo y yo sé cómo hacerlo.
- Le odias demasiado para querer salvarle -dijo Marian.
- Estás loca.
- Todos lo estamos; pero tú más que nadie si intentas llevar a cabo tus intenciones.
Edgar Lamb miró, fatigado, a su hija, movió varias veces la cabeza cual si rechazara alguna idea y, por fin, murmuró con acento más cariñoso:
- Ciertas cosas no pueden ser comprendidas por ti, hija mía. Te quiero mucho más de lo que tú puedes imaginar. No debes juzgarme sólo por las apariencias, ni tomar en serio lo que algunos digan. Tampoco debes dar demasiado crédito a tus impresiones. Eres una chiquilla apasionada y romántica.
- Por eso no me gusta que quieras tan poco a Walter. Es tu hijo.
- Está gravemente enfermo. Los médicos no tienen esperanzas de salvarlo. Debe marchar al Oeste, cambiar de clima.
- ¿No puede ir al sur? En Nueva Orleáns tenemos una casa…
- Precisa un clima seco, Marian. Nueva Orleáns sería fatal para su salud…
- Tengo la impresión de que no deseas que se salve.
- ¿Por qué? -sonrió el señor Lamb-. Es mi hijo. El heredero de mis bienes…
- Estás al borde de la ruina. Si abuelo Van Zelter no te ayuda tendrás que declararte en quiebra. Y Van no te ayudará. ¿Por qué te odia?
- No lo sé, pero yo también le odio.
- Abuelo Van también odia a Walter. No comprendo que mi hermano despierte tantos odios en quienes más debieran quererle.
- Tú no comprendes, hija. No es odio lo que sentimos hacia tu hermano. Tal vez sea un poco de decepción. Confiábamos en que llegara a ser el jefe de todas nuestras empresas industriales. Su salud no se lo permite…
- Hay algo más, papá. Hay algo que todos me ocultáis. Algo que es sabido por algunos de vosotros y, en cambio, es ignorado por la mayoría. Si Walter muriese de muerte natural antes de cumplir los veintiún años, tú cobrarías más de un millón de dólares. Y si muriera de muerte accidental cobrarías dos millones y pico. Pero si piensas en eso eres un monstruo.
- Por favor, Marian, no hables así. Estás delirando.
- No lo está, Marian -dijo desde la puerta el vozarrón de Van Zelter, abuelo materno de la muchacha-. Puedes retirarte.
Había entrado, como de costumbre, por la puerta de servicio, exigiendo silencio a los criados, ansioso de sorprender secretos o misterios. Era un hombretón gigantesco, de cabeza desproporcionada, cejas hirsutas y boca dura y agresiva.
- Ve a tu cuarto -repitió el viejo holandés, dirigiéndose a Marian-. He venido a hablar con tu padre.
Marian profesaba un temeroso respeto a su abuelo, a quien había visto raras veces enfadado; pero esas veces fueron suficientes para que sintiera hacia él tanto miedo como hacia un lobo furioso. Obedeció, dejando frente a frente a los dos hombres.
El viejo coloso de las finanzas y su yerno se contemplaron un rato como luchadores que miden sus fuerzas y tratan de descubrir el punto más vulnerable del otro.
- Cierre la puerta y diga lo que tenga que decir -pidió Lamb.
Ruyter Van Zelter dio unos pasos antes de sentarse frente a su yerno.
- Nunca me gustó que te casaras con mi hija -dijo-. Buscabas tu beneficio y no la hiciste feliz.
- Que usted hable de interés por la felicidad de su hija resulta irónico -replicó Lamb-. Nunca le interesó y su hija fue más feliz a mi lado que al suyo. Puede que nunca me quisiera mucho; pero se casó conmigo por huir del ambiente de su hogar. Pero supongo que no ha venido a recordar tiempos pasados.
- No. Conozco la verdad de todo y quiero hacerte una oferta: No me interpondré en tu camino ni haré fracasar tus planes si aceptas que Marian vaya a vivir con nosotros.
- Ella no quiere apartarse de mí.
- Lo está deseando. Le daré lo que tú no puedes darle. La convertiré en una mujer feliz, porque tendrá cosas en las cuales nunca ha soñado. Y a cambio de eso yo no me opondré a tus proyectos.
- No puedo renunciar a ella. No quiero.
Van Zelter sacó un papel y lo tendió a su yerno.
- Aquí están mis condiciones -dijo-. Léelo. Incluso te daría lo que necesitas para ponerte a flote.
- Si no me hubiera fiado de su palabra no estaría como estoy -dijo Lamb-. Usted me impulsó a levantar la otra fábrica, confiando en que la guerra duraría varios años más. Invertí en ello todos mis beneficios. Usted dijo que aportaría la mitad del dinero necesario.
- No lo firmé.
- Pero su palabra debiera valer tanto como su firma.
- Cuando me beneficia, soy fiel a mi palabra. Tú creíste que ampliar tus fábricas era un buen negocio y te lanzaste a ello. De ser un buen negocio nunca me habrías exigido que hiciera honor a mi palabra, ¿verdad? De no ver claro el negocio, tú no te hubieras arriesgado. Lo hiciste. El riesgo era muy escaso en apariencia. Mala suerte para ti que las apariencias te engañaran. Ahora necesitas un millón de dólares porque sabes que si puedes aguantar un par de años estarás en condiciones de producir las nuevas locomotoras que revolucionarán los ferrocarriles. Así tu inversión en las nuevas fábricas sería al fin un buen negocio. Pero no puedes resistir un año más. Y mucho menos dos. Tendrás que venderlo todo y yo lo compraré por cuatro centavos.
- Falta un año para que Walter entre en posesión del millón y pico. El me ayudará.
- No cuando sepa la verdad. Te odiará y te despreciará. Dame a Marian y te entrego un cheque por valor de millón y medio.
Lamb se echó a reír.
- Hace muchos años que nos odiamos, Van. Me casé con su hija porque usted no pudo evitarlo. Tampoco pudo evitar que su mujer gastara su propio dinero en favor de sus nietos. Lo único que hizo fue fingir que estaba de acuerdo con lo que de todas formas no podía evitar. Luego trató de hundirme…
- Antes hubo algo, Lamb.
- Nadie puede probar nada. Todo está en regla. Usted lo sabe mejor que nadie, puesto que ha hecho lo posible por convertir en realidad sus sospechas.
- No son sospechas, Lamb. Es una realidad innegable.
- Tanto da. Sea lo que sea, no puede probarlo. Por lo tanto, dejémoslo en sospecha. Usted sólo puede hacer una cosa y para el fin práctico tanto da que la haga como que no.
- Conozco tus intenciones, Lamb -replicó Van Zelter-. Te ayudo a salir del apuro y no me opondré a que realices todos tus proyectos. Te quedas con las fundiciones, los talleres y las minas. A cambio me llevo a Marian.
- Por ella he multiplicado mi fortuna…
- No -interrumpió el viejo-. No la has multiplicado aún. Sólo has puesto los cimientos de esa multiplicación. Ahora te falta un millón. Los Bancos no conceden créditos. Todos temen la ruina y sólo yo podría ayudarte. Sólo yo sé cuan cerca estás de alcanzar el primer puesto en la industria ferroviaria.
- El primer puesto que ahora ocupa usted -dijo Lamb, mordiéndose los pálidos labios.
- Y del cual no quiero descender sin alguna compensación -siguió el suegro de Lamb.
- Podríamos asociarnos… -empezó el padre de Marian, en cuyos ojos brilló una leve esperanza.
Esta fue apagada por el movimiento negativo de la cabeza de Van Zelter.
- No quiero asociaciones -dijo-. Todo o nada. Renuncio a ser el primero…
- No -gritó Lamb-. Usted no renuncia a nada, Van. Piensa que si yo juego mi partida hasta el fin ayudado por usted, el ganador puede ser usted y no yo.
- No sé lo que quieres decir. Lee mis condiciones, fírmalas y te entrego en el acto el dinero que necesitas. Puedes hacer tu jugada completa o no. Eso queda para tu conciencia.
Lamb leyó el texto de las condiciones Cuando hubo terminado levantó los ojos hacia su suegro y movió negativamente la cabeza.
- No acepto -dijo-. Sería una locura. Un suicidio en muchos sentidos.
Rasgó en pequeños fragmentos el documento y los dejó caer en la papelera. Van Zelter se encogió de hombros.
- Tú debes de saber qué haces. Lucharemos hasta el fin; pero no confíes en ninguna solución favorable. Has perdido tu última oportunidad de salir con bien.
- Se equivoca, Van. Aún me queda otra. Esta.
De un bolsillo sacó un derringer de dos cañones. Era un arma calibre 41, peligrosísima a corta distancia. Van Zelter llevaba otra parecida, aunque mucho mejor y de mayor calibre. Un 45 incrustado de embutidos en oro y plata. Una joya regalada por un grupo de amigos. Pocas veces la llevaba encima; pero aquella tarde, por lo que pudiera ocurrir, la había cogido.
- Si me matas te pondrás una cuerda al cuello, Lamb -dijo.
- Lo sé -respondió fríamente Lamb-. Y es posible que no me importara mucho bailar una última danza al extremo de una cuerda, si la danzaba en celebración de su muerte, querido padre político. Levante las manos y deje que le registre.
- Voy armado -contestó Zelter-. Llevo una pistola en el bolsillo interior izquierdo.
- Sáquela con cuidado y sin prisa. Zelter obedeció, entregando la preciosa pistola a su yerno. Lamb la examinó para convencerse de que estaba cargada; entonces amartilló los dos percutores y desamartilló su derringer, que guardó en un cajón, cerrándolo con llave. Esta la metió en un bolsillo y regresó hacia Van Zelter, empuñando ahora la pistola de su suegro.
- Hace años fui un canalla, Van. Usted sabe lo que hice, puesto que lo escribió en aquel papel. Tal vez lo hice para evitar a su hija un dolor. Tal vez lo hice para evitarme a mí una preocupación. Era una jugada inocente en la cual todos salíamos beneficiados. Lo que tal vez ignore usted es que la idea partió de su propia mujer. Ella quería demasiado a su pobre hija. Y a usted no le quería, porque en usted estaba la culpa de la invalidez de su propia hija. Los pecados de los padres los purgan a veces los hijos. Mala semilla sembró usted, Van. Pero eso ya no importa ahora. Entonces era necesario ahorrar a una pobre mujer un dolor terrible y evitar que las consecuencias las pagase otro ser que estaba a punto de llegar al mundo. Fue una odiosa farsa amasada y cocida por su mujer y yo.
- Es mentira. Ella no hizo nada… La engañaste como a todos…
- No discutamos eso, Van. Usted nunca visitó nuestra casa. Pero su mujer estuvo aquí infinidad de veces y no podía dejarse engañar. Ella no era ciega como su hija.
- ¡Terminemos de una vez! -pidió Van Zelter-. Si crees que con amenazas me vas a forzar a que te entregue dinero…
- Ya sé que no lo conseguiría. Tenía un proyecto bien madurado, un plan formidable. Incluso tenía ya alquilado a un asesino. Habría cobrado doble indemnización. Pero se me ocurre otra idea mejor. Me voy a matar.
- Me parece una magnífica solución -rió Van.
- Sí. Es una magnífica solución -siguió Lamb-. Examinando su pistola, ésta se ha disparado. Muerte accidental. Yo también tengo un seguro de vida, Van Zelter. Un millón si muero de muerte natural o asesinado. Tres millones si muero de muerte accidental. No lo suscribí en sus compañías, sino en otras, en su rival. En la «Sunset.» ¿Imagina lo que harán los de la «Sunset» para ahorrarse dos millones? Ellos exigieron la cláusula de que la muerte por asesinato no se considerase accidental, sino natural. Usted podrá intentar que se admita por los jueces y los tribunales que yo morí al disparárseme la pistola que usted me enseñó. Pero si se admite este veredicto, los de la «Sunset» tienen que pagar tres millones. En el suicidio nadie creerá; pero sí pueden creer en el asesinato. Un veredicto de asesinato contra usted significa un ahorro de dos millones. ¿Qué le parece?
- Estás amenazándome con un imposible -rió Van Zelter-. Eres incapaz de matarte sólo por el gusto de perjudicarme.
- Se equivoca; pero ya sé que no lograré sacarle de su error. Es decir -agregó sonriendo-, creo que no podré ver el asombro que le produce su error. Mis locomotoras cruzarán el país y mi nombre será recordado durante muchos años. Adiós, Van. Espero que no volveremos a encontrarnos.
Dando unos pasos atrás, Edgar Lamb volvió el derringer contra él y, sujetando la culata con la palma de la mano, apretó el gatillo con el pulgar al mismo tiempo que apretaba el cañón contra su pecho.
Van Zelter fue hacia él y sólo pudo sostenerlo un momento entre sus brazos, mientras el derringer caía al suelo entre los dos.
- ¿Qué has hecho? -preguntó con la boca casi pegada al rostro de Lamb.
La pregunta era innecesaria, pues demasiado claro estaba lo que había hecho Lamb. Por lo demás, la bala le había atravesado el corazón, produciéndole la muerte instantánea.
Van Zelter soltó el cadáver y dio unos pasos atrás. Hombre de claro juicio, aunque de violentas pasiones, se daba cuenta precisa de lo apurado de su situación y del riesgo en que se encontraba de ser acusado de asesino de su yerno. Que las relaciones entre ambos no eran muy amistosas lo sabía todo el Nueva York de las finanzas. ¿Qué podría decir? ¿Cómo se justificaría? ¿Debía relatar la odiosa historia de los amores de una ciega y un hombre sin escrúpulos, que sólo perseguía una firme situación económica?
Estaban llamando a la puerta del salón. Maquinalmente, Van Zelter abrió, encontrándose frente a Walter Lamb y Marian, que le contemplaban con desorbitados ojos. Luego sus miradas convergieron en el cadáver.
- No puedo explicar lo ocurrido -dijo Van Zelter-. Ha sido un accidente. Pero quiero hablar contigo, Marian.
A uno de los criados que acudían lívidos de miedo ordenó:
- Avisad a un médico.
Llevó a Marian a otra habitación, mientras Walter entraba en el salón y se arrodillaba junto a Edgar Lamb. Reconoció el derringer y luego vio un montoncito de papeles rotos.