CAPÍTULO III
LLAMADA DE SOCORRO

Al volver en sí del apacible sueño en que les sumiera el éter, Duke se encontró en un camastro bastante duro. Abrió los ojos y frente a él vio al Capitán Parker.

—Hola, señor Straley —saludó el policía—. Realmente no esperaba que volviéramos a vernos tan pronto. ¿Qué ha ocurrido?

—¿Y Susana? —preguntó Duke.

—A su lado. Aún está durmiendo. Y el vigilante del rascacielos también. Les encontramos a los tres perfectamente dormidos. ¿Quién les hizo la jugada? Supongo que todo se debe a que usted sabía algo que no quiso decirme.

Duke movió negativamente la cabeza y después de asegurarse de que Susana estaba viva, explicó brevemente su observación acerca de la ballesta.

—De momento no le di importancia; pero luego pensé que el dardo podía haber servido para lanzar un cable por el que se deslizase el posible móvil del crimen, que de esa forma pudo ser trasladado a sitio seguro sin que el criminal se viese agobiado por la presencia de tan comprometedor detalle.

Parker escuchó atentamente el resto de la historia y cuando Duke hubo terminado, comentó:

—Eso quiere decir que no hemos adelantado nada, pues ni usted ni su amiga vieron a los hombres aquellos. Sólo sabemos que sus sospechas de que el botín del asesino fuera trasladado por vía aérea hasta el rascacielos en construcción no carecen de fundamento; pero con ellos sólo hemos comprobado una cosa: que el asesino tiene cómplices y que tal vez todo sea cosa de una banda. ¿Se decide a ayudarnos? Creo que el caso va adquiriendo importancia.

—Parece que sí —contestó Duke—; pero no me siento interesado por él .Quizá más adelante...

—Oiga, Duke —interrumpió Parker—. Si quiere ayudarnos, trabaje con nosotros. Ya sabe que se ahorrará quebraderos de cabeza y obtendrá enseguida un sin fin de datos que, de otra manera, le sería imposible conseguir. El asesinato de Herman Blamey armará mucho ruido. Los periodistas están ya ensuciando montones de cuartillas para enterar a los lectores de toda la nación de que el millonario Blamey ha sido asesinado. Se nos exigirá que demos enseguida con el culpable, y si no lo conseguimos nos pondrán de vuelta y media. Aunque a primera vista no parece haber muchas complicaciones, puede surgir de pronto más de las convenientes. He tenido la oportunidad de trabajar con usted y no quiero que el orgullo me impida detener a un asesino.

—Gracias, Parker —sonrió Duke, levantándose, vacilante, del camastro—. Pero le repito lo que ya le he dicho: no deseo complicarme en ningún nuevo caso. Quiero disfrutar de San Francisco. Desde que llegué no han dejado de surgir complicaciones que me han impedido disfrutar de las bellezas de esta hermosa ciudad.

—Entonces... ¿está decidido a no intervenir?

—Por completo. Nada me hará variar de opinión.

Como en aquel momento Susana Cortiz recobraba el conocimiento, Duke fue hacia ella, y al cabo de media hora los dos abandonaban la barraca que hacía las veces de hospital de urgencia para atender a los albañiles heridos.

Parker les vio marchar, y tras unos momentos de reflexión murmuró:

—De todas formas, tal vez no sea necesaria su ayuda. Es posible que todo se resuelva rápida y fácilmente.

Pero el curso de los acontecimientos y el paso de las horas y de los días no trajeron ningún alivio a las inquietudes y tareas del capitán Parker. A los cuatro días de cometido el doble crimen, la Policía de San Francisco veíase obligada a reconocer que si bien tenía numerosas pistas y esperaba poder realizar en breve algunas detenciones, de momento no estaba en condiciones de citar, siquiera, a ningún sospechoso.

*****

Al quinto día, Duke, que regresaba de una excursión por la bahía y la isla de Alcatraz, recibió una llamada telefónica de Susana Cortiz.

—Venga enseguida —le dijo la joven—. Ocurre algo muy importante.

—¿Qué ocurre?

—No se lo puedo decir por teléfono. Venga mi despacho. Es muy grave.

Duke tomó un taxi y antes de media hora entraba en el despacho de Susana Cortiz. El conserje del edificio le había anunciado por teléfono, y la joven le aguardaba en la puerta de su minúsculo despacho. Éste constaba de una reducida antesala y de un despacho algo mayor. Cuando Duke entró en él, una mujer se encontraba sentada en uno de los no muy cómodas sillones colocados ante la mesa de trabajo de la joven abogada.

—Buenas tardes, señorita Eberling —saludó Duke, al reconocer a Christina—. No esperaba encontrarla.

—Susana se lo explicará todo —murmuró la joven, que parecía muy alterada.

—¿Qué sucede? —preguntó Duke, sentándose en el otro sillón, mientras Susana iba a instalarse al otro lado de la mesa.

—Un caso de chantaje —explicó la abogada—. Alguien trata de arruinar a Christina aprovechando unas pruebas que parecen existir contra ella.

—¿De qué la acusan esas pruebas? —preguntó Duke.

—De ser la asesina de su tutor —contestó Susana.

—¿De haber matado a Herman Blamey?

—Sí.

—¿Con qué objeto? —preguntó Duke—. ¿Heredaba usted algo de él, señorita Eberling?

—Creí que no —contestó, con débil acento, la joven—. Pero acabo de saber que para evitarse el pago de ciertos impuestos federales, mi tutor tenía puestos a mi nombre diversos valores...

—Un momento —interrumpió Duke, mientras sacaba su pitillera de platino—. ¿Cuánto dinero tiene usted?

—Me quedan sólo unos cinco mil dólares. Todo lo demás lo he entregado...

—El chantajista le ha sacado ya casi todo la que tenía —intervino Susana—. Herman Blamey, como otros muchos financieros, se hubiese visto obligado a pagar, en impuestos, el noventa por ciento de sus ingresos o beneficios. Como todos ellos, buscó la forma de parecer menos rico de lo que en realidad era, y en el caso de Susana, puso a nombre de ella, como si se lo hubiese vendido, el rascacielos Blamey, valorado en varios millones. Legalmente, y lo he podido comprobar, Blamey era sólo el administrador de la finca, y su propietaria legal es la señorita Eberling.

—Pero yo no sabía nada —sollozó Christina—. Creí tener sólo cuarenta mil dólares, que en realidad me administraba yo misma. Al morir mi tutor no pensé, ni por un instante, que su muerte me afectase en nada material...

—Por favor, no siga — interrumpió Duke—. ¿Lo ha explicado ya a la señorita Cortiz?

—Sí...

—Entonces ella me lo explicará mejor que usted. Mientras ella habla conmigo, usted esfuércese por conservar la calma y la serenidad. Descanse con todo su cuerpo y piense que desea dormir.

—¿Para qué?

—Para estar en condiciones de responder a mis preguntas. Está muy alterada y semejante estado no es beneficioso. Además, de todo cuanto me diga nerviosamente yo no podré sacar nada en limpio. Piense en algún momento tranquilo de su vida, o en algún paisaje que la haya llenado de paz.

—No comprendo...

—No se moleste ni se esfuerce en comprender. Haga lo que le he dicho. Repose... repose... repose.

Mientras hablaba, Duke había colocado la pitillera de forma que se posara en ella un rayo de sol que le arrancaba un vivo destello. La mirada de Christina se posó en aquel punto luminoso y, lentamente, su expresión perdió la ansiedad que la había afectado durante todo el rato. Al fin quedó plácidamente dormida, y Duke, volviéndose hacia Susana, declaró:

—Ya está. Por ahora está tranquila y nos dejará hablar...

—¿Hipnotizada? —preguntó la joven.

—Sí. Últimamente he estudiado bastante la ciencia del hipnotismo y me ha asombrado lo poco que la Policía recurre a ella. Claro que sólo se puede obtener un buen resultado si el paciente se muestra dispuesto a dejarse hipnotizar, pues no se puede hipnotizar a nadie contra su voluntad. Cuénteme el motivo de su llamada, empezando por el principio.

—Le advierto, señor Straley, que el asunto es bastante complicado. Christina Eberling se encuentra entre dos espadas. Está enamorada de Hendrik Blamey y le ama románticamente; pero al mismo tiempo Arnold Hewit ejerce sobre ella una atracción de tipo físico contra la cual, instintivamente, lucha Christina. Es algo que los hombres no pueden comprender, o que siempre interpretan mal, confundiéndolo con ansias de tipo sexual. Christina cree que lo que ella siente por Arnold Hewit no es puro y se resiste a dejarse ganar por ese otro amor. Sin embargo, cuando los dos hombres entre quienes duda se hallan presentes, no puede dejar de sentirse mucho más atraída por Hewit que por Blamey. Pero, aun así, está decidida a casarse con ese último, pues cree que en él hallará la felicidad. Hewit es un hombre enérgico, duro, de esos que marchan rectos a la conquista de lo que apetecen. En cambio, Blamey es más suave, más puro, menos violento.

—Blamey hará lo que su esposa quiera, y en cambio, Hewit obligará a su mujer a portarse como a él le de la gana, ¿no es así? Ya ve que conozco el tipo.

—Sí, eso es. Christina va de uno a otro y no sabe cómo resolver el problema, que sólo en ella puede tener solución, pues según parece, los dos hombres la aman por igual y ninguno se quiere dar por vencido. La noche de la fiesta, los dos adoradores estuvieron presentes. Primero Christina estuvo con Hendrik en el despacho de Herman Blamey, examinando las armas de la colección, especialmente un revólver Colt que había pertenecido a un famoso bandolero. Christina lo tocó, lo empuñó y consiguió repartir por todo él sus huellas dactilares. ¿Comprende?

—Sí. El revólver sirvió luego para cometer el crimen.

—Exacto. Hendrik Blamey, en sus informes a la Policía, explicó la desaparición del revólver. El capitán Parker, siguiendo esa pista, ha podido comprobar, por los documentas que quedaron sobre la mesa de Herman Blamey, que las cuatro balas encontradas en los cuerpos de las dos víctimas fueron disparadas por aquel revólver. Según parece, Herman Blamey, al comprar el revólver del bandido, obtuvo una serie de datos que demostraban que había pertenecido realmente a Jesse James. Esas pruebas y datos demuestran ahora qué arma fue la utilizada para el crimen.

—Continúe.

—Al día siguiente del asesinato de Blamey y de Trollop, Christina recibió un mensaje en el que se le decía que era la heredera del rascacielos Blamey, mejor dicho, la propietaria, y que el hecho de que todos supieran que el rascacielos siempre había pertenecido a Herman Blamey no impedía que, legalmente, ella fuese la propietaria. Además se agregaba en la nota que existían algunas personas enteradas del disgusto que producía a Herman Blamey el que ella no se acabase de decidir por un novio u otro. Si Christina aceptaba a Hendrik, el rascacielos seguiría siendo suyo; pero si optaba por Hewit, entonces Herman Blamey habíase declarado dispuesto a colocar el rascacielos a nombre de su sobrino. Si todos esos datos se comunicaban a la Policía y se reforzaban con la prueba del revólver que ella había tocado en el despacho de su tutor, y en el cual se conservaban sus huellas dactilares, no pasarían ni dos minutos antes de que todas las fuerzas policíacas de San Francisco se lanzaran tras ella, que lo pasaría muy mal a menos que pudiese probar una coartada bien firme.

—¿Y no puede probarla?

—No, pues cuando la vimos salir del salón, del brazo de Hewit, para evitar el encuentro con Hendrik, marchó a uno de los lavabos de la planta baja. Y como no se trataba de un lavabo como los de cualquier establecimiento público, sino que estaba conectado con un dormitorio y un salón, Christina, una vez dentro, y mientras Hewit la aguardaba fuera, subió por la escalera de servicio al piso superior, dirigiéndose al despacho de su tutor. Lo encontró abierto y fue la primera en descubrir el asesinato. Asustada por las consecuencias que podía tener aquello, cerró la puerta, borró sus huellas dactilares y bajó de nuevo al lavabo y salió de él como si no hubiera hecho otra cosa que empolvarse la nariz, aunque en realidad expresaba bien claramente el horror que la dominaba, si bien nosotros lo confundimos con la turbación propia de una mujer que se encuentra, de súbito, con sus dos amores.

—¿Christina entró en el despacho a los pocos momentos de cometido el crimen?

—Sí; pero no llegó a entrar. Sin embargo, tiene contra ella un montón de pruebas muy graves. Al recibir la carta comprendió el peligro que corría y no dudó en depositar los treinta y cinco mil dólares que se le pedían para la no divulgación de su secreto. Creyó que entregando aquel dinero no volverían a molestarla; pero dos días después recibió una nueva petición. Si no entregaba quinientos mil dólares, el revólver iría a parar a manos de la Policía. Arnold Hewit se enteró por ella de lo que sucedía y le propuso prestarle esa suma... o convertirla en regalo de boda. Christina contestó negativamente y declaró que prefería llegar a un acuerdo con los chantajistas, ofreciéndoles pagarles la suma contra la entrega del arma. Siendo propietaria de un rascacielos no tendría mucha dificultad en conseguir el dinero, sobre todo si los chantajistas estaban dispuestos a esperar.

"Los chantajistas citaban a Christina a un piso de la calle Diversey. Acompañada por Hewit, la joven fue allí, y un hombre, vestido con una especie de dominó y una capucha que le cubría todo el rostro, les recibió, preguntándoles si traían el dinero. Christina dijo que no, agregando que no estaba dispuesta a entregar nada a menos de comprobar si los bandidos aquellos poseían el revólver. El encapuchado hizo pasar a Christina y a Hewit hasta otra habitación, donde, dentro de una urna de cristal, les mostró el revólver. Arnold Hewit, que iba armado sacó su pistola y amenazando con ella al encapuchado quiso recobrar el revólver; pero entonces se abrieron unas troneras en las paredes y aparecieron dos fusiles ametralladores encañonados contra Hewit y Christina, al mismo tiempo que el encapuchado advertía que, de no soltar enseguida el revólver, Hewit caería acribillado a balazos, alguno de los cuales podría herir a la propia Christina. Esta dice que, ante la amenaza, Hewit entregó la pistola al encapuchado, que la guardó en un bolsillo, mientras que, como si no hubiera ocurrido nada, seguía invitando a sus visitantes a que examinaran el revólver.

"Christina dice que lo reconoció sin la menor duda y prometió pagar el medio millón si le daban unos meses de tiempo. El encapuchado replicó negativamente, advirtiendo que si el pago no se verificaba mañana, como máximo, la Policía sería debidamente informada. Cuando salieron de la casa, Arnold Hewit insistió en que Christina aceptara el dinero; pero ella le pidió que la dejase reflexionar. Más tarde le dijo que pensaba decirme la verdad, a fin de que usted y yo pudiéramos ayudarla. Hewit se opuso a ello, pero al fin Christina me lo ha confesado todo. Mañana vence el plazo. Tiene que dejar el medio millón en un determinado cubo de basuras en un callejón que se encuentra entre las calles Fuller y Montana.

—La situación de la señorita. Eberling es un poco difícil —comentó Duke—. Creo que lo mejor es interrogarla.

Volvióse hacia la joven, que parecía descansar apaciblemente, y preguntóle:

—¿Sabía usted desde antes de recibir la noticia oficialmente que su tutor había colocado a su nombre el rascacielos?

Tras una breve vacilación, Christina contestó:

—Sí, lo sabía.

—¡Pero si me dijo que no! —empezó Susana.

—Es una mentira muy lógica —replicó Duke—. No ha querido darle la impresión de que puede ser culpable. Señorita Eberling: ¿quién le dijo que el rascacielos figuraba como propiedad suya?

—Mi tutor, el señor Blamey. Me llamó un día para que firmase unos documentos y me explicó que para ahorrarse el pago de unos impuestos muy exagerados fingiríamos que me regalaba el edificio, que él seguiría administrando. Me recomendó mucho que no le dijese a nadie.

—¿A quién la dijo usted?

—A nadie.

—¿Por qué le dijo a la señorita Cortiz que hasta recibir la carta de los chantajistas no supo la verdad acerca del rascacielos?

—Porque quise parecer más inocente del delito... del crimen.

—¿Mató usted a Herman Blamey y al señor Trollop?

—No.

—¿Por qué subió usted al despacho de su tutor la noche en que fue asesinado?

—Hendrik y yo subimos a ver las armas...

—No, me refiero a luego. A cuando descubrió el crimen.

—El señor Blamey me había hablado aquella tarde de mis relaciones con Arnold. Me dijo que debía decidirme por uno o por otro. Él me aconsejó que me casara con Hendrik. Yo le dije que no estaba aún decidida. Entonces el señor Blamey me dijo que si bien Arnold Hewit era un hombre bastante rico, yo debía tener en cuenta que Hendrik, cuando él muriese, lo sería mucho más. Yo repliqué que no influía en mí el dinero. Entonces el señor Blamey me dijo que al día siguiente debería yo ir de nuevo a su despacho para arreglar lo referente al rascacielos. Dijo que, no teniendo la seguridad de que yo fuese a entrar en la familia, prefería arreglar ese detalle y poner el rascacielos a nombre de otra persona de más confianza.

—¿Por qué subió a ver a su tutor?

—Para decirle que estaba dispuesta a casarme can Hendrik.

—¿Cómo llegó tan pronta a una decisión? ¿Ya no amaba a Arnold Hewit?

—Sí; pero, estando en juego mi tranquilidad, preferí romper con él.

—¿Por qué sigue relacionándose con él?

—Porque muerto mi tutor y siendo propietaria de un edificio tan valioso, he sentido renacer mis dudas.

—Por lo menos es franca —refunfuñó Susana.

—Es la ventaja de los hipnotizados. Pierden la facultad de pensar una cosa y decir otra. Señorita Eberling: ¿le interesa conservar el rascacielos?

—Mucho.

—¿Por qué?

—Porque así seré rica y podré vivir con lujo. No me ha faltado nunca nada; pero tampoco he podido adquirir todo cuanto he deseado.

—¿Dijo usted al señor Hewit que iba a subir a ver a su tutor?

—No. Por eso utilicé el lavabo.

—¿Esperaba encontrar solo al señor Blamey?

—Sí, porque había olvidado que iba a recibir al señor Trollop.

—¿Conoce el motivo de la visita, de dicho señor?

—Sí.

—¿Cuál era?

Christina explicó detalladamente lo hablado durante la entrevista con Herman Blamey y más tarde su charla con Hendrik.

—¿No insinuó el señor Blamey quién era el autor de la jugada de Bolsa?

—Sólo dijo que el señor Trollop se lo iba a decir.

—¿Recuerda si durante estos días la ha seguido alguien?

—No... Mas por tres veces me he cruzado con un hombre de cara de rata que llevaba una trinchera demasiado grande.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—Hace un momento, al entrar en esta casa.

Duke permaneció callado un momento y, por fin, descolgando el teléfono, marcó el número de la jefatura. Al telefonista que contestó a su llamada le pidió que le pusiera en comunicación con el capitán Parker.

—¿Qué hay, Straley? —preguntó el policía.

—Estoy dispuesto a colaborar con ustedes —dijo Duke.

—¿Quién ha despertado su interés?

—Alguien a quien deseo proteger. Sí aceptan las condiciones que les pondré trabajaré con todas mis fuerzas para llegar a la solución del caso Blamey. Para empezar le pediré un favor. ¿Puede prestarme un agente listo, poco conocido por los delincuentes profesionales y capaz de seguir, sin perderla, una pista?

—Terry Tedford es su hombre. ¿Para qué le quiere?

—Para que se dirija al domicilio de la señorita Cortiz y observe sus alrededores hasta dar con un hombrecillo de cara de rata que viste una trinchera demasiado grande para él.

—Ese es el "Gamba" —replicó Parker—. Un vendedor de morfina y cocaína. Terry Tedford no le conoce, pero le enseñaremos su fotografía.

—Le felicito por la rapidez con que me ha informado —dijo Duke—. Le...

—¿Puede decirme, como compensación, a quién trata de proteger? ¿A la señorita Cortiz?

—No, a Christina Eberling. Ha caído en manos de unos chantajistas que quieren dejarla arruinada. Pero más tarde le daré mayores datos. Lo que me importa ahora es que ese Terry Tedford siga al "Gamba" y sin que ese buena pieza se de cuenta averigüe todo lo posible. Los informes deberán dármelos a mí, no a la Policía, pues para ustedes no servirían de nada. Si no le ve cerca del edificio, puede esperar a que salga la señorita Eberling. Seguramente el "Gamba" la seguirá. ¿Pueden enseñar a ese Tedford alguna foto de la señorita Eberling?

—Desde luego. También le enseñaremos unas cuantas de usted, Straley, a fin de que pueda reconocerle. Espero verle esta noche o mañana por la mañana. Poseo varios informes que le interesarán.

—Hasta mañana —replicó Duke.

Colgó el teléfono y encendió un cigarrillo. Cuando lo hubo consumido inclinóse hacia Christina Eberling y le dijo:

—Dentro de dos minutos despertará usted. No recordará nada de cuanto hemos hablado. ¿Me entiende? Además se sentirá mucho más tranquila.

—Si, señor. No recordaré absolutamente nada.

La joven volvió a recostarse contra su sillón y al cabo de dos minutos estremecióse, abrió los ojos y, sonriendo con timidez, dijo:

—Perdonen que me haya dormido. Estaba cansada. Me encuentro ya mejor.

—Como hemos comprendido que un poco de reposo no la perjudicaría la hemos dejado dormir. Señorita Eberling, la señorita Cortiz me ha explicado su caso. Ya que tiene tiempo hasta mañana, aguarde hasta entonces y no haga nada. Ahora vuelva a su domicilio y no salga de allí para nada. Aunque la llamen por teléfono, o se presenten con alguna nota mía, no haga usted caso. Como máximo avise a la señorita Cortiz y ella le dirá lo que debe hacer. Pero eso en el caso de que la Policía se presentase a detenerla.

—¿Podrá salvarme? —preguntó, con un reflejo de la antigua ansiedad, la joven.

—Es usted inocente y he observado que casi siempre les inocentes no tienen nada que temer de la justicia. Buenas tardes, señorita Eberling. Antes de mañana sabrá lo que debe hacer.

Un poco desconcertada, Christina se puso en pie y murmuró:

—Buenas tardes...

Se la advertía dominada por la decepción. Sin duda había esperado mucho más de la ayuda de Duke.

Éste la vio salir del despacho y, al volver junto a Susana, declaró:

—No cabe duda de que las mujeres son una de las creaciones más complicadas de Dios.

—Casi tanto como los hombres —sonrió Susana—. ¿Qué va usted a hacer ahora?

—Esperaré noticias. Este despacho es uno de los lugares más incómodos que he encontrado en mi vida. Se advierte que no ha intervenido en él la mano del hombre. Sin duda no se podrían hallar dos sillones más bonitos que éstos; pero tampoco se encontrarían otros que fuesen tan incómodos.

—La elegancia no es cómoda —replicó, un poco enfadada, Susana.

—Por lo menos la elegancia femenina —corrigió Duke.

—Si la elegancia masculina tiene, en verano, algo de cómoda, que baje Dios y lo diga.

Duke se echó a reír.

—Esta vez me ha dado un buen pisotón, Susana. Usted ha ganado.

En aquel momento sonó el timbre del teléfono. Susana Cortiz descolgó el aparato y la voz del conserje del edificio llegó hasta ella.

—El señor Arnold Hewit sube hacia su despacho, señorita —anunció el conserje.

—¡Oh! —exclamó Susana, colgando maquinalmente el aparato.

—¿Qué sucede? —preguntó Duke.

—El otro sube hacia aquí.

—¿Qué otro?

—Hewit. No comprendo...

—No se moleste en resolver el problema —sonrió Duke—. Nuestro buen amigo le ahorrará este trabajo. Lamento que no sea otra clase de hombre, pues entonces probaría con él si el hipnotismo le hacía soltar prenda. Pero los hombres como Hewit no son huesos fáciles de roer.

Una seca llamada sonó en la puerta de la antesala.

—Ya está aquí —dijo Duke, poniéndose en pie.