CAPÍTULO II
FIN DE FIESTA
Christina Eberling, salió de uno de los varios lavabos instalados en la planta baja de la vivienda de Herman Blamey. Estaba muy pálida y se advertía que hacía esfuerzos por serenarse. También se advertía que su sonrisa no era natural, sino resultado de un esfuerzo por disimular una gran emoción.
Arnold Hewit levantóse de su asiento y fue hacia la joven. Advirtiendo lo descompuesto de su semblante, pregunto:
—¿Tanto la afecta el que le haya pedido de nuevo que sea mi esposa?
Christina tardó unos instantes en responder.
—No, no es eso —dijo—. Es que... ¡Oh, no me pregunte nada ahora!
—¿Por qué?
—Se lo ruego, Arnold.
—Como usted quiera, Christina. ¿Desea volver al salón?
—Sí... sí.
Cuando entraron de nuevo en la amplia estancia donde se celebraba el baile, la orquesta daba los últimos compases y las parejas se separaron.
Duke y Susana Cortiz vieron a Christina Eberling y a Arnold Hewit cogidos del brazo, como si hubiesen terminado de bailar.
—¿Y el otro novio? —preguntó el famoso aventurero.
Como respondiendo a su llamada, Hendrik Blamey apareció junto a ellos. Traía en las manos dos altos vasos de batido de chocolate. La espuma había perdido parte de su consistencia y aparecía hundida en los vasos. Era indudable que los refrescos habían estado bastantes minutos en manos del joven.
—¡Oh! —exclamó Susana Cortiz—. Me había olvidado por completo del refresco.
—No es usted la única, señorita —respondió Hendrik, dirigiendo una mirada de disgusto hacia Hewit y Christina—. Alguien más parece haberse olvidado de que me encargó un refresco.
Susana bebió el batido de chocolate y, maquinalmente, con temblorosa mano, Hendrik se llevó a los labios el otro vaso y bebió lentamente su contenido.
Duke le observaba con divertida atención. Por culpa de la indiscreción de una muchacha dos hombres estaban odiándose. Iba a pensar que las mujeres son un gran estorbo en la vida de los hombres cuando su mirada, al fijarse un momento en Susana Cortiz, alteróse y se hizo más humana, a la vez que una amplia sonrisa llenaba su rostro. No, indudablemente las mujeres no eran un estorbo; lo malo en ellas era la endiablada complicación de su carácter. Sacó uno de sus cigarrillos especiales, lo encendió y, a través del humo de las primeras chupadas, vio como Hendrik Blamey seguía con dura mirada todos los movimientos de su novia. Con ese deseo tan propio de los hombres de aliviar a un compañero en sus penas de amor, Duke dijo, para distraer la atención de Hendrik:
—He oído decir que su tío es un gran coleccionista de armas de fuego.
—Sí —contestó, distraído, Hendrik—. Tiene muchas.
—Yo también colecciono algunas armas —explicó Duke, mientras procuraba arrastrar a Susana y a Hendrik fuera de la sala—. Recibo los más modernos catálogos de armas y elijo en ellos las armas que me parecen más seguras.
—Mi tío se dedica a coleccionar armas antiguas y, sobre todo, armas de fuego de las que se utilizaron en el Oeste. No hace mucho nos enseñó un revólver que había pertenecido al famoso bandido Jesse James. Es su última adquisición.
—¡Ah! Me gustaría mucho verlo —aseguró Duke.
—Si dice usted eso a mi tío le dará la mayor alegría de su vida —sonrió débilmente Hendrik—. No hay nada que le agrade tanto como el enseñar su colección. Más tarde podemos subir a su despacho y pedirle que le enseñe sus armas predilectas.
—¿Por qué no, ahora? —preguntó Duke.
—Mi tío está conferenciando con su cajero. En cuanto el señor Trollop se marche subiremos.
Habían llegado a la terraza y, señalando hacia una de las iluminadas ventanas del segundo de los tres pisos que coronaban el rascacielos, indicó:
—Ese es el despacho de mi tío.
Hendrik quedó callado un momento y luego, consultando su reloj, dijo:
—Quizá ya se haya marchado. Preguntaremos a Williams, el mayordomo, si Trollop se ha marchado ya.
Cruzando otras habitaciones semidesiertas, y evitando el salón de baile, Hendrik guió a Duke y a Susana hasta el vestíbulo, del cual partía una amplia escalera de roble que conducía a los pisos superiores. Un hombre alto, muy grueso, de rostro entre majestuoso e inexpresivo, vestido de negro y respondiendo en todos sus detalles al tipo clásico del mayordomo de Hollywood, se paseaba lentamente por el vestíbulo. Duke, al fijarse en los ojos de aquel hombre, se dijo que muy pocas cosas debían de escaparse a su sagaz mirada.
—Hola, Williams —saludó Hendrik.
—Muy buenas noches, señorito Hendrik —replicó el mayordomo con una inclinación que incluyó, también, a Susana y a Duke.
—¿Tiene visita mi tío? —preguntó Hendrik.
—Dos visitas —respondió Williams.
—¿Dos? Creí que sólo esperaba al señor Trollop.
Williams logró ese milagro propio de los buenos mayordomos que es el expresar el encogimiento de hombros sin mover éstos ni ninguna otra parte de su cuerpo. Con ello quería decir Williams que ignoraba si realmente su amo esperaba a dos visitantes o a uno solo y, además, que no consideraba de su incumbencia los asuntos del señor Blamey.
—¿Y están los dos arriba? —preguntó Hendrik.
—Ninguno de ellos ha salido por esta puerta —contestó, cautamente, el mayordomo, agregando:— El señor Trollop utiliza a veces el ascensor particular del señor Blamey.
—Entonces... es posible que ya se hayan marchado —observó Hendrik—. Podemos subir y comprobarlo, señor Straley. No, Williams, no es necesario que avise a mi tío.
Hendrik Blamey guió a Susana y a Duke escalera arriba y después de recorrer un corto pasillo torció a la derecha y llegó por fin a una amplia sala o vestíbulo, al fondo de la cual se veía la puerta del despacho del dueño del rascacielos.
Ningún ruido llegaba desde el otro lado de la puerta; pero esto no era de extrañar teniendo en cuenta la moderna construcción del edificio. Hendrik llamó con los nudillos. Primero suavemente, luego con más fuerza.
—Debe de haber salido —dijo, volviéndose hacia Duke y Susana—. Tendremos que aguardar a que vuelva, pues la puerta tiene una cerradura automática y cuando tío Herman sale siempre cierra de golpe. No se desprende nunca de la llave y así puede dejar siempre aseguradas sus colecciones de armas.
—¿Ha disparado recientemente su tío alguna de sus armas? —preguntó, de súbito, Duke.
—¿Cómo? —preguntó Hendrik—. No... no ha disparado...
El rostro de Susana Cortiz iluminóse de pronto y, lanzando una exclamación de alegría, la joven declaró:
—Ya sé. El señor Straley ha preguntado eso porque en el aire se percibe un olor bastante pronunciado a pólvora quemada, semejante al que llena las calles el día de la fiesta nacional.
—Es verdad —asintió Hendrik—. Huele a pólvora quemada. Pero no creo que se haya disparado ningún arma. Hubiésemos oído...
Interumpióse y miró con expresión de susto a Duke. Éste afirmó con la cabeza, diciendo:
—Aunque se hubiese hecho algún disparo no se habría oído. Esta casa está hecha a prueba de ruidos.
Sin replicar, Hendrik aporreó fuertemente la puerta con los puños, sin que, a pesar de la conmoción a que se veía sometida la puerta, nadie, desde dentro, la abriese. A los golpes unió luego, el joven, la voz, llamando:
—¡Tío Herman! ¡Tío Herman!
Silencio.
Al fin Hendrik se volvió hacia Duke y, con él rostro demudado, preguntó:
—¿Qué puede haber ocurrido?
Duke se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Lo mejor sería abrir la puerta y averiguar qué ha pasado.
—Sólo existen dos llaves —respondió Hendrik—. Una la llevaba siempre mi tío colgada de la cadena de su reloj. La otra está guardada en la caja de caudales de la oficina. Si mi tío está dentro no nos queda otro remedio que buscar la otra llave... y tardaríamos, por lo menos, una hora en tenerla aquí. Habría que llamar al señor Trollop y pedirle que fuese a recoger la llave...
—¿No debe estar el señor Trollop dentro del despacho? —preguntó Duke.
—Si estuviese hubiera contestado a las llamadas, a menos que también él...
—¿Qué? —preguntó vivamente Duke.
—Quiero decir que también a él puede haberle ocurrido algo —dijo Hendrik—. No comprendo este silencio.
De pronto su rostro se iluminó y atravesando el vestíbulo fue hacia un teléfono de comunicación interior. Apretó uno de los botones numerados y aguardó con el auricular junto al oído. Repitió varias veces la llamada y su rostro volvió a ensombrecerse.
—No contesta —dijo, volviéndose a Duke.
—Creo que es preferible que bajemos de nuevo al salón —indicó el aventurero—. Puede que esté por allí y se ría de nosotros cuando le expliquemos nuestros temores.
Como el sediento que en medio del desierto descubre de pronto un cercano oasis, Hendrik corrió hacia la escalera, seguido por Duke y la señorita Cortiz.
Pero una rápida investigación por la planta baja, seguida por un ansioso interrogatorio de los sirvientes y de los invitados, dio un resultado negativo. Nadie había vista a Herman Blamey.
—¿Tienen una escalera bastante alta? —preguntó, de pronto, Duke, dirigiéndose al mayordomo Williams.
—Perdón, señor —replicó el mayordomo—. ¿Ha pedido una escalera?
—Sí —explicó Duke—. Para colocarla en la terraza y subir hasta la ventana del despacho. Así podremos ver si hay alguien dentro del despacho del señor Blamey, o si al salir se olvidó de apagar la luz.
Con su proverbial eficiencia, Williams replicó:
—No tenemos una escalera, tan alta; pero podemos pedirla al conserje. Él tiene una...
—No pierda ni un momento —pidió Duke—. Los minutos pueden ser valiosísimos.
Yendo al teléfono, Williams, con voz autoritaria, pidió que se subiese enseguida la escalera más alta. Cinco minutos después, el conserje y su ayudante apoyaban una escalera contra la pared, en la terraza, y comprobaban que llegaba, justa, hasta la ventana del despacho de Herman Blamey.
La fiesta habíase interrumpido y todos les invitados se hallaban congregados en la terraza, esperando la solución trágica o cómica de aquel incidente.
—Subiré yo —dijo Hendrik Blamey—. Como familiar me corresponde...
—Desde luego —interrumpió Duke—. Suba enseguida.
Con la torpeza de quien no está familiarizado a subir por escaleras de mano, Hendrik fue subiendo lentamente hasta la ventana del despacho. Los que le observaron advirtieron su evidente sobresalto y se asombraron de la rapidez con que regresó al firme suelo de la terraza. Al llegar allí se detuvo y apoyóse pesadamente en la escalera. Tardó unos segundos en poder hablar y, cuando lo hizo, anunció:
—Están muertos... Los dos.
—¿Quiénes son esos dos? —preguntó Duke, que se mantenía sereno en medio del desconcierto general.
—Mi tío y el señor Trollop —jadeó Hendrik.
—¿Cómo sabe que están muertos? —preguntó el millonario.
—Pues... Están caídos en el suelo, señor Straley. No se mueven.
Sin esperar más explicaciones, Duke subió por la escalera con la agilidad de un marinero y miró a través de los cristales. Sacando del bolsillo un pañuelo protegió con él la mano derecha y empujó suavemente la ventana. No necesitó repetir el esfuerzo para convencerse de que estaba bien cerrada y sería imposible abrirla desde fuera. Por ello volvió a bajar, y dirigiéndose a Williams, ordenó, en medio del silencio de todos:
—Señor Williams, tenga la bondad de llamar a la jefatura de Policía, a la Brigada de Investigación Criminal. Dígales que creemos que al señor Blamey le han asesinado.
Un murmullo de asombro y horror corrió por los labios de todos los invitados. Dirigiéndose a ellos, Duke siguió:
—Aunque no tengo ninguna autoridad, creo, señores, que es mejor que ninguno de ustedes abandone la casa hasta que la Policía se lo permita.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó un indignado banquero—. ¿Quién es usted para prohibirnos...?
—No soy nadie, señor Patek —replicó Duke, que conocía ya al banquero—; pero conozco la forma de actuar de la Policía y sé que sus primeras y más molestas investigaciones las realizarán cerca de aquellos que hayan mostrado una innecesaria prisa por abandonar esta casa. Desde luego, es usted muy libre de marcharse; pero después tendrá que explicar el por qué de su afán de marcharse, a pesar de mi consejo.
—Está bien —gruñó Patek—. Me quedo. No creo que nadie sospeche de mí como autor de un asesinato.
—No he hablado de sospechas —dijo Duke—. Sólo he dado un consejo.
—¿Cómo entraremos en el despacho? —preguntó Hendrik.
—Habrá que forzar la cerradura —declaró Duke.
—¡Imposible! —exclamó Hendrik—. La puerta del despacho está, prácticamente, blindada, y para abrirla haría falta una carga de dinamita. Sin la llave es imposible entrar.
—No creo que la ventana resista mucho —dijo Susana Cortiz.
—Los cristales son a prueba de bala —dijo Duke—. El señor Blamey estaba muy bien protegido. Sin duda concedía un gran valor a su colección de armas.
—A veces guardaba grandes sumas en su caja de caudales —indicó Hendrik—. Por cierto, que si quieren abrir hoy el despacho será necesario empezar a dar los pasos convenientes para sacar la llave de la caja de la oficina.
—¿Quién nos la puede dar? —preguntó Duke.
—Yo poseo la combinación, pues soy ayudante... quiero decir que era ayudante del pobre señor Trollop.
—Entonces, ¿puede usted ir a buscarla? —preguntó Duke.
—No; yo solo no puedo abrir la caja pues aunque conozco la combinación, no tengo la llave que la abre. Una de las llaves de la caja la tenía mi tío, que la llevaba siempre encima. El señor Trollop llevaba la otra llave y conocía también la combinación; pero no se separaba nunca de la llave y supongo que la debe de tener encima. El tercer cajero, el señor Wingate, tiene la tercera llave; pero no conoce la combinación. Le puedo llamar por teléfono y citarle en algún sitio para que los dos juntos podamos abrir la caja y sacar de ella la llave del despacho de mi pobre tío.
—Creo que es lo mejor. No creo que la Policía local se ofenda porque hayamos dado este paso.
Arnold Hewit, que había escuchado esta conversación, adelantóse por entre los grupos de curiosos y preguntó:
—¿Es que con el señor Blamey no reza la prohibición de salir de la casa? ¿O es que ya sabe el señor Straley que el sobrino, y seguramente heredero de Herman Blamey, es inocente de toda sospecha?
—Tiene usted razón —asintió Duke—. He estado a punto de cometer una indiscreción. Señor Blamey: será preferible que aguardemos a la Policía. Perderemos una hora más o tal vez dos; pero así nadie podrá acusarme de haber dado facilidades a un posible culpable.
Un murmullo de protesta elevóse de entre los invitados a la fiesta y, por fin, el mismo Hewit, declaró:
—Si trayendo la llave se ha de ganar tiempo, no tengo inconveniente en que el soñar Blamey vaya a buscarla.
—La señorita Cortiz podrá ayudar al señor Blamey —dijo Duke—. Es una de las más brillantes abogadas de California y no creo que nadie sospeche de ella.
—Agradeceré la vigilancia de la señorita —dijo Hendrik.
—No es vigilancia, sino la presencia de un testigo que puede serle beneficioso —sonrió Duke—. Avise enseguida al señor Wingate y diríjase a la oficina de su tío.
Hendrik Blamey fue al teléfono más próximo y después de buscar en el listín el número del teléfono de Wingate, lo marcó y tras un par de minutos de conversación quedó citado con el otro y recogiendo su sombrero iba a salir, acompañado por Susana Cortiz, cuando Duke le detuvo con esta petición:
—Señor Blamey: sobre todos los aquí presentes va a recaer dentro de poco la posible sospecha de un crimen. No le creo a usted culpable; pero quisiera que todos se convenciesen de que no lleva usted encima nada comprometedor, de lo que podría deshacerse al llegar a la calle. ¿Puedo registrarle?
Hendrik Blamey vaciló unos segundos. Parecía a punto de contestar negativamente; pero advirtiendo fija en él la ansiosa mirada de Christina asintió al fin y permitió que Duke le registrase concienzudamente. Luego, cuando, tras un resultado negativo, terminó el registro, salió de la sala, y poco después, desde la terraza, se le vio cruzar la calle en dirección a un taxi que se acababa de detener frente al edificio. Susana y él desaparecieron dentro del vehículo, que se puso en marcha enseguida.
Apenas habían transcurrido cinco minutos cuando se oyó, cada vez más próximo, el quejido de las sirenas de los autos de la Policía. En medio de un chillido de frenos apagóse la queja de las sirenas. Tres autos acababan de detenerse frente al rascacielos, y de todos ellos salían varios hombres, que corrieron hacia la puerta. Dos minutos después, Williams daba paso a los representantes de la Ley.
Frente a ellos iba un amigo de Duke: el capitán Parker. Estaba aún muy reciente el caso Pellton, que Duke resolviera con ayuda de sus cuarenta jóvenes detectives. La colaboración entre Duke y Parker había sido muy íntima, y el capitán de detectives, al ver a su colaborador, fue directamente a él, preguntando:
—¿Qué tal, señor Straley? ¿Interviene usted ya en el caso?
—No —contestó Duke, estrechando la mano del capitán—. No tengo nada que ver con el asunto. Me encontraba en la fiesta como simple invitado.
—¿Dónde está la víctima? —preguntó Parker.
—En su despacho; pero no se apresure tanto. No se puede entrar. La puerta está cerrada y hasta que llegue la llave no se podrá abrir.
Con la mayor brevedad, pero sin olvidar ninguno de los datos esenciales, Duke explicó a Parker todo lo ocurrido.
—Quizá he hecho mal en hacer ir a buscar la llave —terminó—; pero he creído que se ganaría tiempo. Además, el señor Blamey va acompañado de la señorita Cortiz, y ya sabe que es una mujer valiente y observadora.
—Ha hecho perfectamente —replicó Parker. Luego, volviéndose hacia los agentes que le habían seguido, ordenó:
—Tomen los nombres y direcciones de todos los presentes. Averigüen si alguno se ha marchado ya. Mientras no entremos en el despacho no podemos hacer otra cosa.
Los detectives se apresuraron a sacar sus cuadernos de notas y se distribuyeron equitativamente a los invitados. Mientras tanto, Parker llevó a Duke hacia el parapeto de la terraza y preguntó:
—¿Sabe algo que pueda sernos útil?
Duke se encogió de hombros.
—No. Sé que se trata de un asesinato porque noté olor a pólvora y no se ve ningún arma cerca de los dos cadáveres. Uno de los detalles más importantes y sobre el cual llamo su atención es el de que fueron dos los visitantes que recibió el señor Blamey, y a menos que otro cadáver se encuentre en algún punto de la habitación, donde no sea posible verle desde la ventana, sería muy conveniente averiguar la identidad de ese otro visitante que entró en el despacho y a quien nadie vio salir.
—Preguntaré al mayordomo —dijo Parker—. Debe de conocer a ese otro visitante.
Pero Williams movió negativamente la cabeza al ser interrogado acerca de la identidad del otro visitante. No, no le había visto nunca ni sabía su nombre. Al preguntarle Williams a quién debía anunciar, el hombre replicó que el señor Blamey le esperaba. —¿Traía algo en la mano? —preguntó Parker.
—Sí, señor —respondió el mayordomo—. Un paquete hecho con un periódico.
—¿Y está seguro de no haberle visto salir?
—Estoy seguro de que no salió por la puerta principal —contestó Williams—. Pero pudo hacerlo por el ascensor privado del señor Blamey, único en la casa que llega hasta el último piso.
—Luego averiguaremos lo que se pueda acerca de ese desconocido —gruñó Parker.
En aquel instante acercóse uno de los agentes anunciando que se había terminado de tomar los nombres y direcciones de los invitados, agregando que el forense y los del servicio antropométrico acababan de llegar y ya se estaban impacientando. También los invitados, entre los cuales había gente muy importante, se impacientaban y exigían que se les dejase marchar.
—Sólo son las once de la noche —refunfuñó Parker—. No tienen derecho a impacientarse. Lógicamente la fiesta hubiera terminado a las dos de la madrugada. Por cierto, ¿sabe usted, señor Straley, a qué obedece la fiesta de hoy?
—Sólo sé que la señorita Cortiz fue invitada y que ella me invitó a mí.
—Cada dos meses el señor Blamey daba una fiesta a sus amigos —explicó Williams—. Así correspondía a las invitaciones que se le hacían.
—Bien... Pero, ¿qué ocurre?
Del salón llegaba un murmullo que se iba convirtiendo en griterío indignado. Parker, seguido de Duke, fue hacia allí, y uno de sus agentes le explicó que los invitados se querían marchar.
—Un momento, por favor —pidió Parker, reconociendo, con gran disgusto, a un buen número de personas importantes—. Les prometo que tan pronto como sea posible les daré permiso para que se retiren. Ante todo necesitamos entrar en el despacho y averiguar si se trata o no de un crimen. Hasta entonces no podemos tomar ninguna decisión.
Varios hombres empezaron, a la vez, a protestar; pero en aquel instante llegó Hendrik Blamey, seguido de Susana Cortiz. Yendo hacia Duke, el sobrino de Herman Blamey anunció:
—Aquí traigo la llave...
—Désela al capitán Parker —indicó, Duke—. Capitán, le presento al señor Hendrik Blamey, sobrino de una de las víctimas.
—Acompáñenos, señor Blamey —ordenó el policía—. Podrá identificar los cadáveres. Pero absténgase de tocar nada. Usted también puede acompañarnos, Straley. Supongo que estará deseando meter las narices en el asunto.
—Se equivoca usted por completo, Parker. Si me lo permite me retiraré en compañía de la señorita Cortiz.
—Ya sabe que no puedo dejarle salir antes que a los demás.
—Entonces le acompañaré. ¿Viene usted, Isabel?
—Encantada —aseguró la joven.
Subieron todos al piso donde estaba el despacho de Herman Blamey, y con la llave traída por Hendrik abrieron la puerta.
Como para él aquel espectáculo no tenía nada de nuevo, Duke paseó la mirada por la estancia. No se advertían señales de lucha y, a juzgar por la expresión de las víctimas, el ataque debió de cogerlas desprevenidas.
Parker examinó, sin tocarlos, diversos objetos y, al fin, regresó junto a Hendrik, Duke y Susana Cortiz, y mientras el forense esperaba que los fotógrafos impresionaran varias placas, a fin de conservar las pruebas de cómo estaban loa cadáveres, preguntó al primero:
—¿Nota usted que falte algo en este despacho?
Hendrik negó con la cabeza.
—No.
Parker permaneció callado, aguardando el diagnóstico del forense, que estaba arrodillado junto al cuerpo de Herman Blamey. Después de un cuidadoso examen, anunció en voz alta:
—Está muerto. Hacía tiempo que no veía heridas de éstas. Una bala de plomo disparada por un revólver de calibre cuarenta y cuatro o tal vez... No, no es un cuarenta y cinco. Es un cuarenta y cuatro. Dos balas muy bien disparadas. Alcanzaron el corazón y lo paralizaron por completo. Veamos el otro cadáver.
El forense se trasladó junto al cuerpo de Trollop y sólo necesitó un brevísimo examen para poder anunciar:
—Igual que el otro. Dos balas de plomo calibre cuarenta y cuatro. Puedo agregar que se utilizaron cartuchos muy antiguos, de pólvora negra, o sea con humo, y algo deteriorada, pues a pesar de la corta distancia a que fueron hechos las disparos las balas no atravesaron de parte a parte los cuerpos...
—¡El revólver! —exclamó, de pronto, Hendrik.
—¿Qué dice? —preguntó Parker—. ¿Dónde está el revólver?
—No está.
—¿Pues por qué dice...?
—Es que ahí encima de la mesa mi tío dejó un revólver Colt calibre cuarenta y cuatro que había pertenecido a un famoso bandido. No está...
Duke apenas prestó atención a las palabras de Hendrik Blamey. Su mirada habíase fijado en una panoplia de armas antiguas, colocada sobre la chimenea. Había en ella una excelente colección de espadas, dagas, puñales, hachas de guerra, mazas y una excelente ballesta de acero. Todas las armas estaban perfectamente colocadas. Sólo la ballesta se veía ligeramente torcida, y mientras a un lado tenía tres cortos dardos de acero, en el otro sólo tenía dos.
Uno de los agentes del servicio antropométrico le pidió que se apartara, y éste desvió su atención hacia el trabajo de los agentes, que iban espolvoreando todos los puntos donde podía haber huellas dactilares.
*****
—¿Ha descubierto ya al asesino? —preguntó Susana, acercándose a él.
—No —respondió Duke—. Ni pienso intentarlo. No quiero estropear esta hermosa noche, dedicándome a un trabajo para el cual nadie me ha llamado.
Estaban ya junto a la amplia ventana, a ambos lados de la cual se veía, descorrida, una gruesa cortina de terciopelo oscuro.
—El asesino debió de disparar desde aquí —murmuró Duke, señalando un punto donde la cortina aparecía muy ennegrecida—. Pero es preferible que contemplemos la noche. Vea que hermosa es. Dentro de unos meses, ese antipático rascacielos que están construyendo impedirá disfrutar del panorama de que ahora gozamos.
—Ya lo está impidiendo —dijo Susana—. La mirada se fija, aunque no se quiera, en les andamios y en las vigas de acero. ¿Cuándo podremos marcharnos?
Al ser interrogado sobre ese punto, Parker replicó:
—Dentro de unos momentos. Como nadie sabe nada de nada, y no es posible entretenerlos a todos hasta mañana, voy a permitir que todo el mundo se retire. Vamos a tener mucho trabajo, pues el único que podía darnos detalles completos acerca de los negocios del señor Blamey era el cajero, y también ha muerto. El sobrino nos ha dicho algunas cosas importantes. Pero éste no va a ser un caso brillante, sino uno de esos que dan tanto trabajo y que sólo se resuelven después de mucho investigar pequeños datos y construir, al fin, con ellos todo el edificio del crimen.
Una hora después, Duke y Susana Cortiz abandonaban el edificio, seguidos por el resto de los invitados. Era la una y media de la madrugada y la calle estaba desierta. Mientras casi todos los que salían iban en busca de sus coches, Duke y su compañera marcharon a pie.
—¿Por qué no quiere intervenir? —preguntó la joven—. ¿No desea la solución del misterio?
—La deseo; pero no me gusta entrometerme infantilmente en los asuntos de la Policía. Parker se basta para resolver este caso. La cuestión principal estriba en obtener datos y más datos y de la selección de todos ellos llegar, al fin, a dar con la pista. La policía tiene a su disposición elementos muy valiosos que acelerarán su trabajo. Yo, en cambio, no puedo, por mucho que lo desee, averiguar quién era el visitante misterioso de quien nada se sabe. Creo que Parker hallará sus huellas dactilares en algún punto del despacho y si dichas huellas figuran en el archivo de la Policía, dentro de unas horas el desconocido será conocido.
—¿De veras no sabe nada?
Duke sonrió ante la pregunta.
—Sé un sola cosa —contestó.
—¿Cuál? —inquirió, llena de ansiedad, Susana.
—Pues que no me hubiera extrañado que alguna de las dos víctimas hubiese tenido un dardo clavado en el corazón.
—¿Un dardo?
—Sí, un dardo disparado con una ballesta. Posee la misma potencia que una bala de revólver y es mucho más silencioso.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Susana.
—Pues que no hace mucho tiempo la ballesta que Herman Blamey guardaba en su despacho ha sido disparada.
—¿Cómo lo ha descubierto?
—La ballesta estaba torcida y algo fuera del lugar donde, según la marca grabada en la tela de la panoplia, ha estado durante muchos años. Además, faltaba un dardo.
—Pero los dos muertos tenían balas de plomo y no dardos emplumados.
—Pero falta el segundo visitante. ¿Y si él tuviese en el cuerpo un dardo de acero?
—No —dijo Susana—. No parece natural. No responde a las características del crimen. ¿De veras tiene mucha fuerza un dardo?
—Infinitamente mayor que una flecha disparada con arco. La ballesta se tensa con un mecanismo especial, pues no podría hacerse como en el arco, y el dardo puede recorrer una distancia muy larga y atravesar, incluso, una coraza...
Duke, interrumpióse, sonrió, como ante una idea y, al fin, murmuró:
—Sí... eso debió de ser...
—¿El qué? —preguntó Susana.
—Ya sé. Tengo que separarme de usted, Susana. Podría correr algún peligro si me acompañase.
—¿Adónde va?
—A recoger el dardo que disparó el asesino. Creo que ya sé dónde encontrarlo.
—Aunque usted se oponga le seguiré y correré los peligros que quiere evitarme —aseguró Susana—. Dígame lo que vamos a hacer.
Duke sonrió, y mirando a su compañera dijo:
—Está bien; pero si ocurre algo no olvide que yo quise evitarle un disgusto.
—¿Para qué ha servido el dardo? ¿Dónde está?
—Está, si mis cálculos no fallan, en lo alto del rascacielos en construcción, hundido en uno de los tablones, y junto a él se encuentra algo que antes estuvo en el despacho de Herman Blamey.
—No entiendo...
—Un dardo disparado por una ballesta tiene mucha fuerza y no sería el primero que arrastra un fino cordel de seda o de algodón. Disparado desde la ventana podría, sin ninguna dificultad, ir a hundirse en uno de los tablones del edificio en construcción, tendiendo una comunicación entre el antiguo rascacielos y el nuevo. Por el cordoncito así tendido no podría deslizarse una persona, pero sí un maletín o cartera, que iría a posarse junto al dardo. Luego el asesino y ladrón no necesitaba más que dejar caer el cordón, que quedaría colgando, invisible, entre las vigas de acera.
—¿Y cree que encontrará eso? —preguntó Susana.
—No lo sé; pero voy a comprobar si en el nuevo rascacielos hay un dardo clavado en uno de los tablones por los que circulan los albañiles.
Dando media vuelta, Duke y su compañera volvieron sobre sus pasos, llegando, al cabo de unos minutos, ante el nuevo rascacielos, cuya planta baja estaba defendida por una alta valla de madera. La única puerta que había en aquel lado estaba cerrada; pero un cartel indicaba que en la parte trasera, o sea en la otra calle, había otra entrada.
Después de un largo rodeo, los dos investigadores llegaron ante la puerta por donde se entraban los materiales de construcción. Estaba abierta y a poca distancia se veía una barraca, a través de cuya ventana brillaba una luz.
—Ahí debe de estar el vigilante nocturno —dijo Duke—. Le pediremos permiso para subir en el montacargas.
Cruzaron el enlodado camino bordeado de tablones, vigas, sacos de cemento y herramientas y llegaron, al fin, ante la barraca. Duke llamó con los nudillos, y al cabo de unos instantes, no recibiendo respuesta, empujó la puerta.
Un grito de espanto brotó de los labios de Susana. En el suelo de la barraca se veía, caído de bruces, a un hombre de cabellos blancos. Del cinturón le pendía, enfundado, un revólver; mas era indudable que no había tenido oportunidad de utilizarlo.
—¡Está muerto! —chilló Susana.
Su grito y el movimiento de Duke fueron interrumpidos por dos secas y simultáneas órdenes de:
—¡Quietos! No se muevan.
Y para indicar que la orden no era dada sin elementos que la reforzasen, tanto Duke como Susana sintieron, en sus riñones, el desagradable contacto de los cañones de unos revólveres o pistolas.
—¿Hemos venido a estorbarles? —preguntó Duke.
—Sí —dijo uno de los hombres.
Unos segundos después, Duke y Susana sintieron contra su boca la presión de unos algodones impregnados de éter. El sobresalto les hizo aspirar el soporífero y casi a la vez se desplomaron junto al vigilante de la construcción.
Los tres hombres que habían intervenido en el ataque guardaron el frasco de éter, después de dejar sobre la nariz y la boca de los tres caídos unos algodones bien empapados, y sin desprenderse de sus pistolas fueron hacia el montacargas que conducía a lo alto del rascacielos en construcción. La jaula estaba bajando, y cuando se detuvo un hombre salió de ella. Llevaba el rostro cubierto por el ala del sombrero de fieltro, encasquetado hasta las orejas y una bufanda arrollada a la cara, dejando al descubierto sólo los ojos. Con una mano sostenía un maletín y con la otra un tablón en cuyo centro veíase, clavado, un dardo de acero del que pendía un trozo de cordel.
—Llevaos esto y destruidlo —dijo el desconocido—. Yo iré a reunirme con vuestro jefe.
—En nuestro auto —dijo, secamente, uno de los tres pistoleros.
—Claro —replicó el otro—. En vuestro auto. ¿Ha ocurrido algo?
—Una pareja descubrió al vigilante. Los narcotizamos.
—¿Quiénes eran? —preguntó, alarmado, el otro.
—Unos novios. No han visto nada. No hay peligro.
El hombre pareció convencido y, entregando el tablón a los tres cómplices, salió a la calle y dirigióse hacia un auto detenido a poca distancia. Entró en él y la portezuela se cerró automáticamente; luego, sin esperar ninguna orden, el chofer puso en marcha el vehículo y lo guió a través del reducido tráfico.
En el interior del vehículo, el desconocido abrió el maletín, dentro del cual se encontraba el revólver de Jesse James y los documentos que trajera Trollop. A la luz de una pequeña linterna, el hombre leyó los documentos y, al terminar, les prendió fuego con un encendedor, dejando que se consumieran sobre el piso del auto, sin preocuparse de las chamuscaduras que sufría la alfombra.
No llevaba el dinero que esperaba su cómplice; pero, en cambio, tenía las joyas y no resultaría imposible obtener por ellas bastante más de medio millón. El golpe había resultado doblemente bueno.