Capítulo X Joan ve de nuevo al Coyote

El tren llegó a las orillas del Lago Salado y antes de torcer para bordearlo por la ribera norte, se detuvo el tiempo suficiente para que se apearan algunos pasajeros que se quedaban en aquel lugar o descendían hacia Salt Lake City.

Joan Hargrave no había tenido la menor intención de descender allí. En San Francisco la esperaba un contrato y nada tenía que hacer en aquella ciudad fundada veinte años antes por Brigham Young, el apóstol mormónico. Pero veinticinco minutos antes de llegar a Ogden, y mientras se encontraba sola, pues Pomeroy había ido a arreglar su equipaje, un papel sé deslizó por debajo de la puerta de su reservado. Una vez abierto, el mensaje decía:

Me haría un favor si descendiera en Ogden y se hospedase en el hotel Young, habitación 83. No debe preocuparse por George Wingrove, pues no es probable que vuelva a verle, como no sea en sueños.

Y la firma era la huella, en yeso azul, de un dedo pulgar.

Joan vaciló durante diez minutos; mas cuando el tren se detuvo, la actriz recogió su equipaje y, cargada con él, saltó al anden, ante el alegre asombro de Hamilton Pomeroy.

- Pero, ¿se queda usted también en Ogden?

- Sí, a última hora lo he decidido -replicó Joan-. Me hospedaré en el hotel Young.

- Creo que es el único hotel un poco decente. Yo también pensaba ir allí.

En un viejo coche cuya juventud había transcurrido en Londres, fueron al hotel, donde el propietario anunció a Joan que ya había recibido su telegrama desde Granger y que le había podido reservar la habitación 83, una de las mejores, pues poseía un amplio balcón desde el cual se disfrutaba de un hermoso panorama montañoso.

Pomeroy miraba lleno de asombro a la joven. Todo indicaba que había tomado la decisión de quedarse con mucha más anticipación de la que antes había confesado. Y si desde Granger había decidido apearse en Ogden, esto se debía, sin la menor duda, a que su interés hacia él era muy intenso. Sólo por amor una actriz interrumpe su viaje en el mismo sitio en que lo hace el hombre por quien ella asegura no sentir más que simple amistad.

Joan, leyendo en el rostro de Pomeroy como lo hubiera hecho en un libro abierto, sentía deseos de gritar su disconformidad con los pensamientos del joven; pero no podía decirle que se quedaba en Ogden sólo porque El Coyote se lo había rogado.

Subió a su aposento y en cuanto quedó sola, rodeada por su equipaje, se dirigió al balcón. ¿Por qué le había elegido El Coyote aquel cuarto? Al pasar junto a una butaca tapizada con terciopelo granate, se detuvo como si le hubieran dado un golpe en el pecho. En el respaldo destacábase, en yeso azul, la huella de un dedo; pero ni en la estancia ni en el balcón se veía ninguna huella más de la presencia del Coyote ni de otro ser humano.

Por su parte, Pomeroy dejó encargado que subiesen su reducido equipaje a su dormitorio y guardando en un bolsillo interior la carta que él creía de Jebediah Ehredt, se dirigió a casa de Robert Dooley, inspector y encargado de las Reservas Indias de Utah.

Robert Dooley era de estatura mediana, rostro duro, mirada penetrante, es decir, de hombre acostumbrado a mandar a sus subordinados, que en este caso eran los miles de pieles rojas que el Gobierno del general Grant había puesto bajo su cuidado. Recibió a Pomeroy en su despacho particular. Después de estrecharle con energía la mano, comentó:

- Ya he recibido aviso de su llegada, señor Pomeroy. El señor Ehredt me telegrafió anunciándola. Viene usted, según me ha parecido comprender, a averiguar todas las cosas malas que hacen los demás, ¿no?

- Así es. El señor Ehredt me entregó esto para usted. Así podrá identificarme.

Pomeroy dejó encima de la mesa la carta que había sacado aquella mañana de su equipaje. Dooley dirigió una mirada al sobre y creyó reconocer la letra de Ehredt.

- Me extraña que no haya llegado el señor Wingrove -dijo luego-. El señor Ehredt me anunciaba también su visita.

- Creo que descendió del tren antes de llegar a Ogden -dijo Pomeroy-. Yo le veía continuamente, pues viajábamos en el mismo vagón, pero, de pronto, desapareció sin decirme nada.

- Tal vez alguna orden del jefe -replicó Dooley-. No le va a ser a usted difícil descubrir negocios turbios por estas tierras. Lo imposible sería encontrar algo decente. En lo que no colaboraré será en perjudicar a otros inspectores de Reservas Indias. No quiero echarme tierra encima, porque si se investigara a fondo también a mí me alcanzarían las salpicaduras. ¿Dice algo de eso la carta?

- Creo que al señor Ehredt le interesa que me dé usted todos los datos posibles, incluso en lo que se refiere al trato que se dispensa a los pieles rojas.

- Lo mejor que se puede hacer con un piel roja, es matarlo -rió, brutalmente, Dooley-. Muertos es como resultan buenos. De cualquier otra forma son peligrosos y desagradables.

De pronto sonó una llamada a la puerta y un muchacho indio entró con un telegrama en la mano, explicando:

- Lo han traído ahora, señor.

- Permítame -pidió Dooley, abriendo el telegrama.

A medida que lo iba leyendo, su rostro se endurecía.

- ¿Malas noticias? -preguntó Pomeroy.

Dooley le miró fijamente un instante; luego asintió con la cabeza.

- Sí… algo malas para alguien.

- ¿Alguna alteración en las Reservas?

- Pues… una cosa por el estilo. Tendré que ir allí. ¿Quiere acompañarme? No está lejos, y siempre resulta interesante ver a los pieles rojas en su ambiente.

Guardando el telegrama, Dooley abrió la carta de Ehredt. La leyó y la guardó también en el mismo bolsillo. Se levantó, ciñóse un cinturón Lewis, del que pendía un negro revólver militar, y, dirigiéndose a Pomeroy, dijo:

- Iremos en mi coche. Usted no debe de estar práctico en montar. Además, no va vestido a propósito.

En un carricoche tirado por dos nerviosos caballos partieron hacia el cañón de Ogden. A medida que ascendían por el camino, podían contemplar el Gran Lago Salado y los lejanos campos de sal en la que se reflejaba el sol como un espejo.

- Es un paisaje muy hermoso -comentó Pomeroy.

- Sí -replicó, concisamente, su compañero.

Continuaron subiendo hasta alcanzar un espacio abierto lleno de una vegetación cuyos verdes contrastaban con los rojos intensos y los blanco-amarillos de las piedras cercanas. Entre los árboles levantábase una casa hecha de piedras multicolores. Las había rojas, verdes, azules, grises, negras, formando un conjunto maravilloso.

- Es el despacho -explicó Dooley, saltando del vehículo.

Pomeroy le imitó. Cuando su compañero se hizo a un lado para dejarle entrar, no sospechó lo que iba a ocurrir. Estaba seguro de que todo se hallaba en orden y por ello tardó unos segundos en comprender el significado de la presión de un revólver contra su espalda.

- ¿Qué sucede…? -empezó.

- Levante las manos y siga adelante -replicó Dooley, empujándolo hacia el interior del edificio.

Pomeroy obedeció. Sin hacer resistencia se dejó atar a una silla colocada junto a uno de los postes que sostenían el techo y al cual también fue atado.

Dooley guardó el revólver, se colocó frente a su prisionero y dijo, brutalmente:

- No esperaba esto, ¿verdad, señor listo? ¿Creyó que con una carta mal imitada me iba a sacar todos mis secretos? Aunque no hubiese llegado el telegrama hubiera comprendido la verdad. La falsificación del sobre es buena; pero la de la carta no puede ser peor.

- No entiendo de qué me habla -replicó Pomeroy-. ¿A qué falsificación se refiere? Comete usted un error.

- El error lo cometió usted al imaginar que podría engañarme como a un niño. Era un engaño demasiado burdo. Le voy a leer el telegrama:

Dooley: Han encontrado muerto a George Wingrove. Fue arrollado por el tren; pero presentaba en la cabeza señales de un golpe dado con el cañón de un revólver. Se sospecha un asesinato. Guerin.

- El telegrama me abrió los ojos. Y luego la carta falsa indica que el verdadero Hamilton Pomeroy no ha llegado o, si ha llegado, está en otro sitio. Muy listo usted y sus amigos. Querían que Robert Dooley cantara como un gallo, y descubriera cuanto sabe para poderlo echar luego en un calabozo. Me creyeron demasiado idiota. Aquí estará muy bien hasta que llegue el señor Ehredt y lo identifique. Sólo él podrá convencerme de que usted es quien dice ser.

- ¡Pero si yo soy Hamilton Pomeroy! En mi cartera encontrará mi documentación…

- Su mejor documentación hubiera sido que George Wingrove le hubiese identificado. Por eso le mataron. Pero aquí no le encontrará nadie. Y si el señor Ehredt dice que usted no es Pomeroy… le aseguro que no será nada. Tengo unos indios que se distraerán un buen rato con su persona. Les voy a buscar para que lo vigilen.

Una hora después, Pomeroy quedaba encerrado en una habitación subterránea, atado a unas anillas sujetas a la pared y vigilado por dos pieles rojas que fumaban unas pipas que no eran precisamente de la paz.

* * *

Joan Hargrave estaba aquella noche sentada en su dormitorio, leyendo la novela que había empezado en Washington. Aún le faltaba mucho para terminarla. Ni siquiera entonces podía fijar su atención en las letras impresas. Cuando el balcón se abrió, dejando pasar una ráfaga de fresco aire nocturno, Joan dio un respingo y volvióse, ahogando un grito de terror. Frente a ella vio a un hombre vestido a la mejicana, con el rostro cubierto por un antifaz de seda negra. La ancha ala del sombrero le ocultaba aún más el rostro.

Aunque nunca le había visto con aquella ropa, la joven le identificó en seguida:

- ¡El Coyote!

El Coyote, Desdémona -replicó el enmascarado-. Gracias por haber seguido mis instrucciones. Y aún le estaré más agradecido si permanece aquí otros dos días. Cuando hayan pasado esos dos días, creo que todo se arreglará satisfactoriamente.

- ¿Y el señor Pomeroy? A la hora de cenar no lo he visto.

- El señor Pomeroy está en la frontera que separa la vida de la muerte.

- ¿Qué quiere decir?

- Se halla en peligro; pero se lo merece.

- ¿Dejará que le maten aunque usted pueda evitarlo?

- Es un muchacho atolondrado que merece cuanto le sucede, señorita. Ya decidiremos lo que se ha de hacer con él. Entretanto deseo hablar con el señor Ehredt, para quien tengo muchas y muy desagradables noticias. ¿Querrá quedarse en Ogden hasta que le diga que ya se puede marchar?

- ¿Es en beneficio de usted?

- En cierto modo, sí. Trato de ayudar a una persona sin que ella se dé cuenta de que la ayudo. ¿Sabe cómo se evita a tiempo que un niño se abrase todo el cuerpo? Pues dejándole que se queme la yema de un dedo.

- No comprendo…

- No es necesario que comprenda. Sólo necesito que permanezca aquí hasta que yo le pida que se marche.

- Está bien. Acepto. Aún dispongo de cinco días para llegar a San Francisco. Esta tierra es muy hermosa.

- Y muy peligrosa -replicó el enmascarado.

- Sí. Hasta por los cuartos del hotel Young rondan los coyotes -rió Joan, cuya risa fue acompañada por la del enmascarado.

[1] Véase La diadema de las ocho estrellas.

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09/03/2010