Spirit96-Agosto 2005
Capítulo primero Un enviado del Gobierno
El general Grant se pasó una mano por encima de los ojos y respiró profundamente. Edmonds Greene, sentado frente a él, al otro lado de la mesa escritorio, sintió, de súbito, una profunda piedad por aquel hombre colocado en un puesto demasiado alto para él.
- ¿No acepta? -preguntó con apagada voz el presidente-. ¿Por qué? ¿Sólo por las diferencias políticas?
Edmonds Greene movió negativamente la cabeza.
- No es sólo por eso, excelencia. Por encima de mis sentimientos políticos está mi amor a la patria. Si pudiera serles útil en California, iría en seguida; pero yo no les serviría ahora de nada.
- En otros tiempos, cuando aquí se sentaba el presidente Fíllmore, trabajó usted para él en Los Ángeles.
- Fue el presidente Polk quien me pidió que me trasladara a Cafafornia. Luego pensé que podía ser útil a la nación permaneciendo allí. Además… Estaba enamorado. A ese detalle le debo mis mejores recuerdos de California.
- Las cosas no van bien ahora bien es ese Estado.
- Basta con leer los diarios, excelencia -replicó Greene, algo secamente.
- ¿También usted opina que yo… que mi gobierno no ha sabido resolver los problemas que se le han ido planteando?
- Opino que existen dificultades muy grandes, aumentadas por la dimisión del señor Borraleda. Creo que no es fácil resolverlas.
- Desde Washington es imposible -dijo el presidente-. Alguien ha de ir para facilitarme los datos que necesito para resolver con cordura. Pensé ante todo en usted. Ha estado allí, tiene en Los Ángeles a su cuñado…, el señor Echagüe. Un hombre muy simpático. Le recuerdo… Sostuvimos una agradable conversación cuando vino a esta capital. No le he olvidado. Es muy rico, ¿verdad?
- Mucho. Es uno de los pocos californianos de sangre pura que tienen cabeza para los negocios.
- Si. Conozco el tipo -dijo Grant-. De las razas de hombres prácticos salen los más grandes poetas del mundo. De las razas de soñadores suelen salir los mayores genios de las finanzas. Son las excepciones que confirman la regla. Lord Byron era inglés. E Inglaterra le deberá mucho a un hombre cuya sangre es, en parte, española. Me refiero al señor Disraeli. Yo quisiera tenerlo aquí. Pero, volviendo a su cuñado… Los californianos que yo he conocido eran unos soñadores. La mayoría han visto deshacerse sus haciendas. En cambio, el señor de Echagüe sigue siendo cada vez más rico. Le he mandado llamar.
- ¿Le ha llamado?
- Sí. Presentí que usted no aceptaría.
- Ya no soy un muchacho joven, como cuando me enviaron a California. Estoy casado, tengo mi hogar y debo conservarlo. Si yo faltase… Mi esposa no me perdonaría nunca que me expusiera innecesariamente. Hay otros que podrán servirle mejor que yo.
- Tal vez su cuñado. En él se cifran todas mis esperanzas.
- Me extrañaría mucho que César aceptase. Odia la política.
- Pero ama a California.
- No creo que la ame tanto como usted imagina -mintió Greene.
Ulises S. Grant consultó su reloj y, sin responder a las palabras de Greene, dijo:
- Ya debiera haber llegado. Le cité para las doce en punto, igual que a usted. Son las doce y cuarto.
- La puntualidad no es uno de los defectos de César -sonrió Greene.
En este momento llamaron a la puerta del despacho y el presidente dijo a Greene:
- Debe de ser su cuñado. Di orden de que le hicieran entrar en seguida.
Abrióse la puerta y el secretario del presidente anunció:
- Don César de Echagüe, de Los Ángeles de California.
Un instante después, don César aparecía y saludaba con una profunda inclina-ción. Avanzó hacia el presidente Grant, que, levantándose, acudió a su encuentro con la mano tendida, a la vez que preguntaba:
- ¿Cómo está usted, don César? ¿Ha tenido buen viaje?
Don César de Echagüe respondió que se encontraba perfectamente, a pesar del pésimo viaje; dirigió un breve saludo a su cuñado y se sentó en el sillón que el presidente le indicaba.
- Como no disponemos de todo el tiempo que yo desearía emplear, les ruego me perdonen que no les deje cambiar impresiones acerca de sus asuntos familiares -dijo Grant-. Más tarde podrán hacerlo.
Los otros dos asintieron deferentemente con la cabeza, y el general continuó:
- Voy a empezar de nuevo la exposición del problema que nos ocupa, señor de Echagüe.
Don César agradecía mentalmente que no le llamaran míster Echagüe. Era una delicadeza digna de un militar que había hecho la guerra en Méjico.
- Estoy enterado de que en California las cosas vuelven a ir mal, especialmente en Los Ángeles, aunque también van mal en San Francisco, en Sacramento, en Monterrey y en San Diego. La culpa parecen tenerla, por partes iguales, el oro y la incompetencia de los políticos de allí y… es posible sean culpables los de aquí.
- Y también lo somos los californianos que no pertenecemos a ningún partido -sonrió don César.
- ¡Cuántas veces he añorado los tiempos en que los problemas que se me oponían podían resolverse lanzando diez mil hombres más al ataque! -siguió el presidente-. La práctica me ha demostrado que es mucho más fácil derribar una barrera de bayonetas y cañones, que echar abajo una barricada de papel impreso.
El presidente contempló, abstraído, sus recias manos de cortos dedos. Durante unos segundos las estuvo abriendo y cerrando. Don César le observaba. Eran las manos de un labrador, tal vez parecidas a las de los que gobernaron a Roma en sus primeros tiempos; no eran a propósito para un político moderno. Tenía tanta energía física como poca energía mental. Las riendas del poder escaparían fácilmente de ellas.
- ¿Qué piensa usted, don César? -preguntó de pronto, el presidente.
César de Echagüe comprendió que su rostro le había descubierto. Había descuidado su guardia y Grant, buen esgrimidor, le había tocado con su florete.
- Tal vez estaba pensando en la Roma anterior a Julio César, en aquellos campesinos que acudían a la ciudad, al Senado, a gobernar el imperio que aún no tenía emperador.
El presidente se volvió a mirar las manos. También él conocía la historia de la Roma vieja, de la que luchaba contra los galos, contra los cartagineses.
- ¿Qué más pensaba? -murmuró.
- ¿Qué importancia puede tener para usted, excelencia, lo que piense un hacendado californiano que nació cuando California era aún Méjico?
- Es usted inteligente, don César. La opinión de una persona inteligente es siempre interesante… Incluso para mí. ¿Cuál es mi defecto principal?
- El de muchos grandes hombres, excelencia -respondió don César, con una sonrisa.
- ¿Las miserias de los grandes hombres? -inquirió Grant
Greene miró, inquieto, a su cuñado. Éste hizo como si no lo advirtiera y respondió:
- No, excelencia. Creo que su principal defecto ha sido el no saber morir a tiempo. El presidente Lincoln fue más afortunado.
Los pálidos ojos de Ulises Grant se entornaron.
- Me sorprende usted, señor de Echagüe -dijo-. No le creí tan profundo. Tiene razón. No supe morir a tiempo. Cuando en Appomattox recibí la rendición de Lee, y la del Sur alguien debió haberme enviado una bala certera. Me hubiesen levantado un monumento y hoy todos me conservarían en sus corazones. Puede que jamás llegue a tener un monumento, porque después de la gloria de las batallas viene el desgaste de la paz. Realmente no supe morir a tiempo, y, además, cometí el error de aceptar el sacrificio que se me pedía. Vine aquí y… no puedo marcharme. He de seguir luchando; pero no contra un enemigo noble; no seguido por oficiales y soldados llenos de ideal. Hoy todos dicen que el verdadero presidente es Conkling, a quien gobierna una mujer hermosa; sin embargo, yo estoy aquí, en el puesto de mando. No puedo retroceder, porque un general no debe hacerlo. Habré sido un gran general y un pésimo presidente.
Grant hablaba con amargura.
- Las generaciones venideras preferirán recordar al triunfador de la Guerra Civil -dijo don César-, Al fin y al cabo, el presidente Lincoln también padeció lo mismo que usted padece. Dicen que él hubiese podido ganar la guerra en dos años menos de los que fue preciso emplear.
- Él podía dar órdenes a sus generales. Yo no puedo hacer ni eso. Y ahora pierdo, también, la última esperanza que me quedaba. Usted no aceptará mi petición.
- ¡Quién sabe! -sonrió don César.
- Veamos. En California vuelve a imperar el desorden, ¿no es verdad?
- Sólo en cierto modo. Hemos tenido tantos años de anarquía, que ya nos resulta completamente normal lo anormal. Creo que todos nos hemos acostumbrado a vivir como vivimos. El que navega en medio de un largo temporal acaba venciendo al mareo.
- Pero no es grato vivir así.
Don César se encogió de hombros.
- No sé -dijo-. Hubo un tiempo en que parecía insoportable; pero desde entonces han transcurrido ya treinta años y… los hemos soportado. Puede que la cosa no sea tan mala como parece.
- ¿Qué solución sugiere usted? ¿Qué haría para terminar con el desorden?
- Para detener a un caballo desbocado sólo existen dos medios -respondió el californiano-. El primero consiste en pegarle un tiro en la cabeza. Lo malo de ese sistema es que el animal se detiene, pero queda muerto y no sirve ya para nada. El otro es más sencillo y cómodo. Se le deja correr. Al fin se cansará y se detendrá por sí mismo. Así el caballo se podrá utilizar de nuevo.
- ¿Y todo lo que haya destruido en su loca carrera?
- El hombre sólo puede destruir aquello que él mismo es capaz de crear. Sólo Dios puede destruir las obras de Dios. Los que ahora crean desorden se convertirán, dentro de unos años, en los principales mantenedores del orden. Ellos reconstruirán lo que ellos destruyeron. Lo mejor es sentarse y esperar a que vuelvan de su loca carrera.
- ¿Y las víctimas que ocasionan?
- No se debe ser pesimista. En Francia, hace ochenta años, el pueblo se dedicó a cortar primero las cabezas de los aristócratas; luego cortó las cabezas de los verdugos de los nobles, y, por fin, los hombres que surgieron de aquel cataclismo conquistaron casi toda Europa. Napoleón murió en Santa Elena, y, no hace mucho, su sobrino, que también se llamaba Napoleón, ha muerto, poco más o menos como su tío. Los ríos, por muchas vueltas que den, acaban, fatalmente, en el mar. Si mis compatriotas no están cómodos, ellos son quienes han de resolver sus problemas. Y los resolverán.
- Le envidio el poder desinteresarse de los asuntos políticos -dijo el presidente-; pero yo he de hacer algo. Me lo exigen… Sí, eso es: me lo exigen los que no hacen nada.
- Entonces… envíe veinticinco mil soldados a California y encárgueles que adornen treinta mil árboles con otros tantos ahorcados.
- No puedo hacer eso.
- Pues no haga nada. Deje que nosotros nos las compongamos como nos sea posible. Al fin y al cabo, eso será lo que haremos. Si interviene usted de otra forma dirán que pisotea las libertades de California.
- Yo había pensado en que usted representara al Gobierno Federal en la Costa del Pacífico.
- ¡No, por Dios! -rió don César-. ¿Acaso desea vengar alguna ofensa que, involuntariamente, le he dirigido?
- Usted podría enviarme informes detallados de cuanto ocurre. Usted me podría indicar, quiénes son los que obran mal y sugerirme los mejores sustitutos. Necesito de alguien que conozca bien el país. Había pensado en tres hombres. Uno de ellos quedó descartado desde el primer instante. El segundo era el señor Greene. Ha estado en California en unos tiempos muy parecidos a los actuales. Creí que aceptaría la carga de llevar la paz allí. La ha rechazado. Hasta hace poco tiempo dependía del Gobierno. Ahora es libre y no puedo exigirle que cumpla mis órdenes. Usted se halla menos obligado que él. Sin embargo, recordando una conversación que sostuvimos en esta casa, hace ya bastante tiempo,
- ¿Y cuál es el personaje que usted desechó desde el principio? -preguntó Greene.
El presidente tardó un poco en responder. Su silencio fue la única indicación de que había oído la pregunta de Greene.
- El Coyote -dijo, al fin.
Los muchos años de práctica política salvaron difícilmente a Greene y le impidieron, a tiempo, lanzar una exclamación de excesivo asombro, mirar a don César y quizá preguntarle si esperaba semejante declaración de labios del general.
Por su parte, don César estaba ya sobre aviso, después de su primer tropiezo al dejar adivinar al general Grant sus pensamientos acerca de sus manos, y se limitó a arquear las cejas y mirar interrogadoramente a Grant, como esperando que el presidente le aclarase aquella broma.
- Pensé en él -siguió el general Grant -porque, al parecer, El Coyote cree en esa tontería de… ayudar a sus compatriotas. Se sacrifica por ellos, expone su vida para salvar la de los demás, no desprecia a sus semejantes y cree que vale la pena auxiliarles.
Don César y Greene se miraron. El primero sonrió casi imperceptiblemente, comentando luego:
- Pero un presidente de los Estados Unidos no puede pedir ayuda a un hombre cuya cabeza ha sido puesta a precio por su Gobierno.
- Por eso no le he mandado llamar. Sé que no puedo utilizarle; pero daría mucho porque ese hombre abandonara su disfraz y acudiese a mí, me confesara quién es y me ofreciese la oportunidad de utilizarlo bajo su verdadero aspecto. ¿Usted imagina quién es El Coyote, señor de Echagüe?
Mentalmente don César replicó: «Amigo mío: tú has tomado informes y piensas que tal vez yo te diga algo más de lo que pienso decir.» En seguida, en voz alta, agregó:
- Me confundieron varias veces con él.
- ¿A usted? -La sorpresa del general Grant estuvo muy mal imitada-. ¿Es posible? -sonrió-. Es una broma, ¿verdad?
- En absoluto, excelencia. Es la pura verdad. El Coyote ha ayudado en diversas ocasiones a mi familia, incluso al señor Greene. No hace mucho me devolvió a mi hija, que había sido raptada por unos bandidos.
- Entonces… ¿podría usted ponerse en contacto con él?
- Desde luego, no. Es siempre El Coyote quien se pone en contacto con los demás. A él sólo pueden llegar sus ayudantes. Y a sus ayudantes tampoco los conoce nadie.
- Eso quiere decir que, como ya me figuraba, será imposible obtener su colaboración.
- ¿La del Coyote?
- Claro.
- Lo juzgo muy difícil.
- ¿Y no sería más fácil obtener la colaboración de usted?
- El valor de mi colaboración sería casi nulo, excelencia. Además… Ya le he expuesto algunos de los motivos que me impiden ingresar en la política. Ningún ser humano merece que uno se tome por él la molestia de abandonar su apacible existencia y se lance por los difíciles y tortuosos caminos de la vida pública. He visto demasiados ejemplos aleccionadores para que intente obtener mejores resultados.
- ¿Querrá, por lo menos, hacerme un favor casi particular, señor de Echagüe?
- El único favor que yo no le haría, excelencia, sería aquel que me fuese imposible, material o moralmente, llevar a cabo -contestó don César.
- Eso es tanto como decir de antemano que no aceptará -dijo Ulises S. Grant
- Solo trato de cubrirme la retirada sin pecar de grosero, excelencia.
- Probaremos fortuna -río el presidente-. Ya que el señor Greene no quiere exponerse a ningún disgusto o riesgo, usted no desea apartarse de su vida apacible, y al Coyote no le puedo conseguir, habré de enviar a otro hombre que reúna el mayor número posible de buenas cualidades y que desee ayudar a su patria. Ese hombre me informará detallada y exactamente de cuanto ocurre en California. Será un mensajero de paz, un enviado mío cuya labor me permitirá realizar luego una política de buena vecindad, de hermandad entre todos los Estados de la Unión. Hemos ganado una guerra que tendía a evitar que una gran nación se dividiera en una serie de pequeñas nacionalidades, ninguna de las cuales hubiera sido lo bastante fuerte para mantener su independencia en el caso de que se viera atacada desde el exterior. AI luchar contra el Sur luchamos, en realidad, por él, para apartarle del abismo a que le empujaba su ceguera… -El presidente se interrumpió y, con triste sonrisa, prosiguió-: Me han obligado tanto a discursear, que hasta en las conversaciones privadas empleo los tópicos que suelo utilizar cuando me dirijo a las masas. Perdonen. Lo que deseo es que, si mi administración no es todo lo brillante que yo hubiera deseado, por lo menos no resulte de ella el fracaso de la victoria que obtuvimos en la guerra y legue a mi sucesor la desunión total de los Estados. En los antiguos Estados secesionistas, blancos y negros están enzarzados en una verdadera guerra civil. Ha sido preciso utilizar el Ejercito para dominar a los negros sublevados. Nadie tiene confianza en el Gobierno y quiero restaurarla. Pero me hacen falta datos dignos de confianza que puedan ser presentados ante el Congreso para justificar las medidas que yo tome. No puedo confiar en los juicios apasionados. Sólo me merecerán confianza los serenos e imparciales. ¿Querrá usted ayudar al hombre a quien enviaré a California?
- ¿En qué sentido habré de ayudarle? -preguntó don César.
- Presentándolo en Los Ángeles como un amigo suyo; ocultando a todos cuál es su verdadera misión y facilitándole el acceso a todos los ambientes para que pueda reunir la mayor cantidad posible de informes fidedignos.
- Si sólo se trata de eso, me resultará un placer ayudarle, excelencia -aseguró don César.
- Sólo eso, señor Echagüe -contestó el presidente, levantándose-. Supongo que se hospedará usted en casa de su cuñado, ¿verdad? En cuanto mi enviado se halle dispuesto para la marcha se reunirá con usted allí. Adiós, señores. Discúlpenme, pero he de atender a diversos asuntos que se están retrasando.
Apenas quedó solo, el presidente fue a un extremo del despacho y, abriendo una puerta disimulada, dijo:
- Puede usted salir, Pomeroy.
La puerta acabó de abrirse y por ella salió Hamilton Pomeroy Peter, miembro del Congreso, recomendado al general Grant por tres de sus antiguos compañeros de armas.
- ¿Ha oído nuestra conversación? -preguntó Ulises S. Grant
- Sí, excelencia -replicó el joven.
- Entonces poco más puedo decirle. Ya sabe lo que deseo. Diríjase a casa del señor Greene y prepare su marcha a California. Le extenderé una carta de presentación que, una vez utilizada, deberá ser destruida. No olvide que sólo el señor de Echagüe estará enterado del trabajo que le he confiado.
Más tarde, cuando Hamilton Pomeroy Peter abandonó el despacho del presidente, éste elevó una muda plegaria al cielo. ¡Que Dios quisiera que los avaladores de Hamilton Pomeroy Peter no se hubiesen extralimitado al ponderar sus buenas cualidades!