Capítulo VII Hamilton Pomeroy Peter, ante sus jueces
Daniel Guerin frotóse nerviosamente las manos. Frente a él se encontraban Martín Creswell, Howe, Jessop, Adamson y Goodricke.
- De manera que la chica ha conseguido huir -gruñó.
- La estábamos alcanzando; pero en aquel momento le llegaron refuerzos a Fossett -explicó Creswell.
- ¿Qué refuerzos le pudieron llegar?
- Sol…dados -mintió Jessop. Ni él ni ninguno de los que persiguieron a los fugitivos podía decir otra cosa sino que, de pronto, los que huían se volvieron y los atacaron en mayor número del que eran un momento antes; pero si el aumento había sido de dos o de veinte, nadie lo sabía.
- ¡Soldados! -refunfuñó Guerin-. ¡Bah! Un plan perfecto tirado por la ventana. ¿Se puede saber por qué está vivo aún Pomeroy? Mientras exista ese hombre, todos corremos peligro.
- No pudimos encontrar los documentos que debía llevar en su equipaje -explico Howe-. Eso alteró lo preparado.
- ¿Qué sucedió? Creí que al llegar a Colfax encontraría a Pomeroy balanceándose al extremo de una cuerda y lo he encontrado en esta casa, custodiado por cuatro hombres que tenían orden de disparar contra todo aquel que intentase verle. Casi me han matado a mí.
Se abrió la puerta de la sala donde estaban reunidos y apareció la señora Lamb, que fue a colocarse al lado de Adamson, quien le rodeó la cintura con el brazo.
- Esa mujer ha llegado a amenazarme con un revólver -agregó Guerin.
La señora Lamb dirigió una despectiva mirada al antiguo secretario de Jebediah Ehredt.
- Si hubiese sabido la verdad, habría hecho algo más que amenazarle -dijo-. Hubiese disparado.
- ¿Qué estás diciendo? -preguntó Adamson-. Guerin es un buen amigo…
- Arreglad vuestros asuntos. Luego yo hablaré -contestó la señora Lamb-. Y hablaré demasiado para el gusto de alguien.
- No perdamos el tiempo en discusiones -dijo Jessop-. Está en juego el negocio de las reservas indias. Los indígenas están esperando las armas, los cartuchos y el licor que les hemos preparado. Ganaremos una fortuna y sería una locura perderla.
- El plan que se había trazado era excelente -declaró Creswell-. Su aviso, Guerin, llegó a tiempo de adaptarlo, a las circunstancias. Toker obtuvo, pagándolos muy caros, los documentos que nos comprometían. Julián Harris se los vendió. El banquero tenía las cartas y facturas de las armas y licores. También tenía los mensajes que enviaron Doli, o sea Pájaro Azul, y Soyazhe, Pequeña Estrella. También consiguió el de Zorro Rojo. Lo guardaba todo en su caja de caudales y esta noche se lo hubiese entregado al capitán Fossett para que, a su vez lo hiciera llegar al Gobierno.
- Pero Toker está muerto, ¿verdad? -preguntó Guerin.
- Aunque no nos gustaba la idea, tuvimos que deshacernos de él antes de que llegase Pomeroy. Así nos apoderamos de los documentos. Yo lo planee todo. Luego me caractericé lo más parecido posible a Toker y fui a buscar al enviado del Presidente, llevando el telegrama que le mandaron a Toker desde Washington.
- Nos falló un detalle… -dijo Adamson.
- Es mejor que lo cuente Creswell -interrumpió Guerin-. Al fin y al cabo, parece ser el único poseedor de sentido común.
La señora Lamb hizo intención de interrumpir a Guerin; pero Adamson la contuvo.
- En un principio el proyecto era quitar de en medio a Toker y fingir que el banco había sido asaltado; pero luego lo variamos. En cuanto tuvimos a Toker fuera de combate y sus documentos en nuestro poder, fui a la estación para aguardar la llegada del tren. Como a aquellas horas la mayoría de los habitantes de Colfax estaban en los campos, nadie se dio cuenta de nada. En la estación acabé de completar mi disfraz. Después le dije a Pomeroy que le quería entregar unos documentos importantes y me acompañó. Lo malo empezó cuando la chica que iba con él insistió en venir con nosotros. Yo les enseñé un telegrama que Howe me había proporcionado y les hablé de la carta que Toker recibió de Washington. Nos dirigimos al banco y yo les dejé en la sala. Entré en el despacho, donde estaba el cadáver de Toker y la caja de caudales abierta. Le entregué a Pomeroy un maletín diciéndole que contenía documentos; pero estaba lleno de dinero. Mientras tanto Howe debía registrar el equipaje del mensajero de Grant y apoderarse de los documentos que le fueron sustraídos días atrás a Robert Dooley.
- Pero no los encontré -dijo Howe-. Aunque dispuse de tiempo suficiente para registrarlo todo a fondo, no hallé ni un solo documento importante.
- Eso acabó de hacer pedazos nuestros planes -siguió Creswell-. Nuestra intención era detener a Pomeroy cuando regresara al tren con el maletín lleno de dinero y hacerlo ahorcar, acusándole del robo del banco y del asesinato de Toker. Pero al no conseguir los documentos de Dooley no podíamos matarle. Le teníamos que obligar a que nos revelase dónde estaban. Mientras esos papeles no se hallen en nuestro poder, corremos peligro.
- Ya se había preparado todo -siguió Goodricke-. Creswell había representado el papel de Toker. Mucha gente podía jurar que se había tropezado con Toker y Pomeroy cuando éstos se dirigían al banco. Algunos testigos, yo entre ellos, declararíamos haber visto salir a Pomeroy solo, con el maletín del dinero. Como a Toker no se le habría vuelto a ver, se daría por seguro que Pomeroy le había asesinado. Toker era muy popular en Colfax y Creswell debía distribuir a nuestros hombres por entre sus mejores amigos para incitarles a que el pueblo se tomara la justicia por su mano. Debían lincharlo. No dudando que se habrían encontrado los documentos que llevaba Pomeroy en el equipaje. Creswell dio la orden y la gente asaltó la cárcel. Hubiesen colgado al preso si no le hubiéramos sacado a tiempo por el subterráneo.
- ¿Y no ha dicho aún dónde tiene los documentos? -preguntó Guerin.
- No -contestó Creswell-. Trata de hacernos creer que se los han robado.
- ¿Y la chica?
- Yo intenté hacer que se marchara en el tren dándole la oportunidad de no verse complicada en el asunto -contó Goodricke-; pero ella insistió en quedarse.
- ¿Y fuisteis tan estúpidos que no pudisteis evitar que viera el cadáver de Toker y se diese cuenta de que no era el hombre a quien había visto representando el papel del banquero?-gritó Guerin.
- Hicimos lo posible. Incluso, al registrar su equipaje por si ella tenía los documentos de Dooley, encontramos unos mensajes que le había enviado El Coyote -dijo Adamson-. Imitamos la letra y la firma y le quitamos las joyas. En el mensaje le decíamos que saliera de Colfax cuanto antes y que al marcharse recibiría sus alhajas; pero dio la casualidad de que tropezó con Fossett, que había venido a averiguar quién era el asesino de Toker. Él fue quien la llevó a ver el muerto. Lo demás ya lo sabes.
- ¡Imbéciles! -rugió Guerin-. ¿Tanto trabajo cuesta pegarle un tiro a una mujer? Vaciláis en lo más insignificante y estropeáis lo que todavía se puede salvar con un poco de inteligencia. Si esa mujer ha descubierto que Toker fue asesinado mucho antes de lo que se supone, se lo dirá a uno de nuestros peores enemigos.
- ¿Al Coyote? -preguntó Creswell.
- Sí, al Coyote -contestó Guerin-. Ya intervino en lo de Dooley.
- ¿Le mató él? -preguntó con temblorosa voz la señora Lamb.
- Claro -le respondió Guerin-. Dooley y yo éramos muy amigos. Ehredt lo necesitaba. Gracias a Dooley, detuvimos a Pomeroy en Ogden. Lo malo fue que los indios de Oso Peludo no cumplieron su promesa y lo dejaron escapar.
- No podemos retener indefinidamente a Pomeroy -dijo Adamson-. Habrá que decidir algo.
- ¿Tan blandos os habéis vuelto que no hay entre vosotros ninguno capaz de eliminarlo? -preguntó Guerin.
- No es agradable asesinar a sangre fría a un hombre -dijo Creswell-. En el caso de Pomeroy lo que nos importa es recuperar los documentos. No es necesario matarle. Sin los documentos no puede probar nada. Su palabra vale tanto corno la nuestra.
Guerin le dirigió una despectiva mirada.
- ¿Qué sucedería si, informado por Pomeroy, el capitán Fossett registrara el subterráneo y encontrase en él las armas de fuego, las armas blancas y los licores que pensamos vender a los indios?
Todos callaron. Sólo Adamson dijo al cabo de un rato:
- A pesar de todo, yo prefiero que no muera. Se le puede encerrar en alguna cabaña en los montes y tenerlo allí hasta que el soltarlo no resulte peligroso.
- ¿Qué opináis vosotros? -preguntó Guerin.
- Ya han muerto demasiadas personas -dijo la señora Lamb.
Pero los demás asintieron a los deseos de Guerin. Éste sonrió triunfalmente. Su jefe, el señor Ehredt, nunca le imaginó tan complicado en aquellos asuntos.
- Traedlo. Le interrogaremos.
Adamson y la señora Lamb se apartaron a un lado. Los demás reuniéronse en torno a Guerin. Cuando Pomeroy fue introducido en la sala, dirigió a su alrededor una ansiosa mirada.
- Hola, señor Pomeroy -dijo Guerin-. Volvemos a vernos.
Pomeroy no replicó. Su mirada estaba fija en Creswell. Este comprendió que el joven le había reconocido. Su voz le había descubierto.
- Pomeroy, no deseamos hacerle daño -dijo Guerin-. Ya ha visto cómo se le ha salvado de los que querían lincharle. Entréguenos los documentos que tenía Dooley y le dejaremos en libertad. Le doy mi palabra de honor.
- No se los entregaré -replicó Pomeroy.
Había tenido tiempo de reflexionar sobre la desaparición de los documentos y comprendía que sus enemigos no los poseían. Es más, estaba seguro de que no habían sido ellos quienes los habían robado de su maleta. Aquellos documentos les eran preciosos y no harían nada contra él mientras no los tuviesen de nuevo en su poder.
- Poseemos medios para obligarle a que nos los entregue -dijo Guerin-. Por mucho que un hombre sea capaz de resistir, hay cosas que son demasiado fuertes para él.
- Aunque me maten, no se los entregaré.
- Se olvida de que somos sus jueces -advirtió Guerin-. Si es usted juzgado por el asesinato de Toker, morirá ahorcado.
- Toker estaba ya muerto cuando yo llegué a Colfax -replicó Pomeroy-. Y el señor Toker que se entrevistó conmigo sigue vivo, ¿verdad, señor Creswell? Fue muy astuto al darme aquel revólver y aquel maletín.
- Cuenta usted unos cuentos demasiado fantásticos -suspiró Creswell-. ¿Quién le iba a creer?
- Tal vez mis palabras hagan recordar a otros testigos que el señor Toker que me acompañaba no era exactamente igual al verdadero.
- Pomeroy -interrumpió Guerin-. Le voy a dar media hora para que nos diga dónde están los documentos. Si transcurrido este tiempo no se decide a hablar, no volverá a decir una palabra.
- Antes me amenazó con el tormento. Ahora me amenaza con la muerte. Ni con una cosa ni con la otra me asusta.
- Lo que me interesa es convencerle de que si no habla, nada le salvará -replicó Guerin. Y dirigiéndose a los que le habían conducido hasta allí, ordenó que se lo llevaran.
- Yo también me marcho -dijo Adamson-. Tengo mucho que hacer en la taberna.
- Sería mejor que el preso fuese trasladado a otro sitio -dijo la señora Lamb-. No quiero más compromisos en mi casa.
Adamson aguardó un momento junto a la puerta de la sala. Guerin le miró y después asintió con la cabeza.
- Está bien -dijo-. Lo llevaremos al subterráneo. El sitio es mucho mejor.
Adamson salió y la señora Lamb preguntó:
- ¿Y las joyas?
- Las necesitaremos para convencer a la señorita Hargrave -dijo Creswell.
- Se me prometió una parte.
- Salid -ordenó Guerin-. Llevaos a Pomeroy al subterráneo y aguardadme allí. Tú, Creswell, lleva también las joyas.
La señora Lamb miró fijamente a Guerin. Éste le devolvió, indiferente, la mirada. Cuando Pomeroy fue sacado de la casa, Guerin declaró:
- Me habría gustado que fuésemos amigos, señora Lamb. O señora Adamson, si es que ya se puede publicar que se han casado.
- Se olvida de otro nombre -replicó la señora Lamb.
- ¿Isabel Dooley, quizá? -preguntó Guerin.
- Sí. Bert Dooley era mi hermano.
- Y mi amigo.
- Pues alguien me ha dicho…
- ¿Qué?
- Que no era usted ajeno a su muerte.
- La gente habla por hablar -contestó Guerin-. Guardo una carta de su hermano para usted. Sabía que debía venir aquí y me la entregó. A última hora se despertó en él el amor a la familia. Vea.
La señora Lamb había mantenido todo el tiempo la mano hundida en uno de los bolsillos de su delantal. En aquel bolsillo le había visto guardar Guerin un pequeño revólver.
Por su parte, Guerin metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y avanzó dos pasos hacia la señora Lamb, como si le fuese a entregar algo. Buscó luego en el bolsillo izquierdo y, por fin, sacó del derecho un sobre cerrado, que tendió a la señora Lamb. Ésta alargó la mano hacia el sobre y en el mismo momento, Guerin sacó la mano izquierda. Empuñaba con ella el mismo revólver que había utilizado contra Dooley. Dos veces apretó el gatillo y los estampidos ahogaron el grito de espanto lanzado por la señora Lamb, que se sostuvo unos breves momentos en pie, con la muerte en los ojos. Luego, como si se hubieran roto los hilos que hasta entonces la habían sostenido, cayó lentamente al suelo.
Guerin recogió la carta, sustituyó los cartuchos disparados y sin ninguna prisa aparente salió de la sala. Se detuvo un momento en la cocina, retiró del fuego un puchero y comió unas aceitunas aliñadas que vio sobre un plato. Por fin salió por la puerta de la cocina y se dirigió hacia el subterráneo. Al fin y al cabo, aquellos documentos sólo comprometían a aquellos imbéciles.