Capítulo primero Informes para Hamilton Pomeroy Peter

El tren marchaba con bastante rapidez por entre las altas y blancas montañas de la Sierra Nevada. Hacía mucho frío, pues el viento llegaba cargado de hielo. Todas las ventanillas se habían cerrado. Cuando se abría alguna de las dos portezuelas situadas en ambos extremos del vagón, una congelada ráfaga corría por el coche, provocando imprecaciones más o menos violentas por parte de los viajeros. Sólo unos pocos de éstos mostraban interés por el maravilloso paisaje. Se había dejado atrás Truckee, el lago Tahoe y se iba descendiendo cada vez más de prisa, bordeando el río American y el cañón del mismo nombre. Cuanto se podía divisar desde allí estaba cubierto de nutrida vegetación arbórea. En 1849, habíase explotado intensamente el oro en aquellos lugares; pero ahora ya sólo estaban frecuentados por leñadores. El oscuro verde de los abetos se mezclaba con la cegadora blancura de los glaciares. Aún se divisaba la vieja ruta de los emigrantes a California.

- No tardaremos en llegar al valle del Sacramento -declaró don César-. Todos estos lugares están rebosantes de historia. Por lo menos para ustedes, los norteamericanos. Para los californianos la historia se encuentra más al sur. Por este camino llegaron hace más de veinte años los emigrantes. Cuando los vimos aparecer no creímos que fueran a hacer gran cosa. Parecían pordioseros. Y nosotros éramos grandes señores. Como suele ocurrir muy a menudo, las apariencias nos engañaron. Los emigrantes afeitaron sus barbas, echaron a empujones a los grandes señores y en poco tiempo se convirtieron en los amos del país. Nos enseñaron una buena lección, que la mayoría aprendieron demasiado tarde.

- Usted la aprendió en el momento oportuno -replicó Joan Hargrave.

- Sí. Pero fue más por suerte que por inteligencia. Al fin y al cabo, en la vida siempre es mejor hacer lo más fácil. De esa forma no se consigue nunca la gloria; pero se gana la tranquilidad.

- Hizo usted lo más prudente -admitió Hamilton Pomeroy Peter-. Mis compatriotas trajeron nueva savia a un viejo árbol.

Don César le dirigió una irónica mirada.

- Lo mismo dijimos nosotros antes, al quitarles California a los indios. Aún no han pasado cien años desde que mis compatriotas conquistaron y empezaron a colonizar California. Todo ha ocurrido muy de prisa. Tal vez demasiado.

- Don César, desde que volvimos a encontrarnos en este tren estoy intentando hablarle de un asunto muy serio -dijo Pomeroy-. Usted ha hecho lo imposible para esquivar mis preguntas y evitar responder a ellas.

El californiano tenía la mirada fija en un lejano y nevado picacho.

- Es curioso el tiempo que pasó antes de que yo viera la nieve -dijo, como si hubiera estado tan enfrascado en la contemplación del panorama que no hubiese oído lo que había dicho su compañero de viaje.

- Lo creo -replicó Pomeroy-; pero yo deseo hablarle de algo muy importante y usted no quiere oírme. ¿Por qué?

Don César pareció darse por vencido.

- No sé si es una cualidad; pero yo siempre he considerado un defecto esa manía de los norteamericanos de ir impetuosamente rectos al asunto que les interesa. Yo no quiero verme complicado en ninguno de los problemas en que usted anda metido. Sólo aspiro a vivir en paz, pues esa es la única forma de vivir mucho tiempo. Quien ama el peligro perecerá en él. Lo dice la Biblia, aunque ignoro en qué página o versículo.

- ¿Acaso supone que me encuentro en peligro? -preguntó Pomeroy.

- No lo supongo: estoy seguro. El Coyote le ha hecho algún favor, y sólo ayuda a quienes le necesitan. Y los que necesitan al Coyote suelen ser los mismos que precisan los últimos Sacramentos.

- Usted también le ha necesitado alguna vez, señor de Echagüe -dijo Joan.

Don César asintió.

- Por eso hablo con conocimiento de causa. Me ha ayudado un par o tres de veces; pero no me ayudó a bajar de un coche, ni a entrar en un salón donde se estuviera celebrando una alegre fiesta. No. Me ayudó a salir de situaciones muy apuradas. Su recuerdo, en mí, va unido a todo lo malo que me ha sucedido. Cuando pienso en algún momento agradable, la sombra del Coyote no acompaña a dicho recuerdo

- Tiene usted razón -admitió Pomeroy-. El Coyote me salvó de la muerte. Pero hizo algo más. Me demostró que seguía un camino equivocado. He decidido cambiar de vida.

- Si ha decidido comprar una casa con una amplia y sombreada galería para sentarse en ella a gozar de los amaneceres, de los mediodías y de los ocasos, le diré que ha optado por un prudente cambio de vida. ¿Piensa hacer eso?

- No. He decidido hacer lo contrario de lo que hacía.

- Pues es como si hubiese decidido seguir haciendo lo mismo.

- ¿Por qué? -preguntó Joan-. No entiendo sus teorías. Lo contrario no puede ser lo mismo.

- Seguramente algún filósofo griego habrá aclarado la pregunta que usted me hace, señorita Hargrave. Quizá el mismo Shakespeare, a quien usted interpreta con tanta maestría, lo haya resuelto en alguno de sus dramas; pero, no obstante, le daré mi explicación. Supongamos que un bandido ha estado luchando contra los representantes de la Ley durante un número de años. Es indudable que en el transcurso de dichos años habrá expuesto su cabeza a los disparos, de los policías y sheriffs. De pronto se arrepiente, pide perdón a quien se lo pueda conceder y, una vez logrado, se entrega en cuerpo y alma a perseguir a sus antiguos compañeros, o sea a los bandidos. Dejará de servir de blanco a los tiros de los buenos y pasará a servir de blanco a los disparos de los malos.

- Es muy distinto.

- Las balas son iguales. Y, a juzgar por lo que he observado, los malos suelen ir mejor armados que los buenos. Lo peor del caso es que a un sheriff se le descubre en seguida, pues lleva sobre el corazón una estrella de plata; en cambio, a los malos nadie puede identificarlos, porque la mayoría van disfrazados de buenos. El peligro es mayor.

Pomeroy dirigió una inquieta mirada a don César.

- ¿Cómo sabe que he cambiado de bando? -preguntó.

- Usted lo ha dicho.

- Es verdad; pero no lo he dicho tan claramente.

- Tal vez alguien me insinuó en Washington que usted parecía dispuesto a seguir un mal camino. No suelo hacer gran caso de lo que me dicen. Casi lo había olvidado; pero sus palabras me lo han hecho recordar.

- ¿Quién se lo dijo? -preguntó Pomeroy.

Don César encogióse de hombros.

- No recuerdo. De veras. Estoy seguro de que no podré recordar a la persona que me habló mal de usted.

- No insistiré -dijo Pomeroy-. Comprendo que no desea comprometer a esa persona.

- Estoy decidido a ello -rió el señor de Echagüe.

- Pues, sea quien sea, no le engañó -siguió Pomeroy-. Estaba dispuesto a traicionar al presidente. No me importa que usted lo sepa. Pero he presenciado cosas y hechos que ni remotamente sospechaba pudieran existir. La verdad es que no me había dado cuenta de lo que sucede. Necesitaba pasar por una prueba como la que sufrí en Ogden.

Observando que don César no le preguntaba nada, Pomeroy siguió:

- ¿No le interesa conocer los detalles de mi aventura?

- No -contestó el californiano-. Le aseguro que no siento interés por nada que pueda significar una perturbación de mi tranquilidad. Eso fue lo que le dije al general Grant. En todo lo demás tendré un gran placer en serle útil.

- ¿En qué puede serme útil si no es en averiguar quiénes son los culpables del desorden y de la inmoralidad que está reinando en California y en el Oeste?

- En ofrecerle una casa tranquila donde olvide usted ese interés que de pronto se le ha despertado por el bienestar ajeno. En ella podrá descansar de los quebraderos de cabeza que le producirá su quijotismo.

- No es quijotismo -replicó Pomeroy-. Lo único que hago, aunque tarde, es cumplir escrupulosamente la orden que me dio el presidente. Ahora tengo verdadero empeño en descubrir las fuentes de donde nacen los males que aquejan a estas tierras. Soy un soldado que, arrepentido a tiempo de sus faltas, obedece las órdenes de su general.

- Es que su general ha dado unas órdenes que para usted son como una sentencia de muerte, sin esperanza de indulto.

- Cualquiera creería que el señor de Echagüe tiene algún interés personal en que usted no lleve a cabo su misión -comentó Joan Kargrave.

- Se equivoca usted, señorita -respondió don César-. La verdad es que siento una absoluta indiferencia por lo que nuestro amigo haga o deje de hacer en un supuesto beneficio de los californianos.

- ¿Por qué siente esa indiferencia? -preguntó Pomeroy.

- Porque se ha impuesto una labor demasiado pesada para sus fuerzas. Es como si usted solo intentase limpiar de maleza uno de nuestros inmensos bosques. Cuando llegara al final del mismo, ya habría vuelto a crecer la maleza al principio. Por mucho que usted quiera arreglar, serán más las cosas que se irán desarreglando. Además… Incluso las cosas peores son siempre buenas para alguien. Son muchos los que se benefician de la falta de ley y de orden.

- Los sinvergüenzas. Los bandidos…

- No lo crea -interrumpió don César-. Hay infinidad de personas decentes que obtienen beneficios fabulosos. Por ejemplo, mi amigo don Ricardo Yesares cuenta entre sus mejores clientes a lo peorcito de Los Ángeles. Una persona honrada vacila un poco antes de gastar determinada suma, o de comprar ciertos géneros. Piensa en el porvenir. No le conviene derrochar el dinero que mañana puede hacerle falta. Por el contrario, el que no tiene la seguridad de continuar vivo el día de mañana, gasta en el de hoy, alegremente, la mayor parte de lo que posee. Temo que su labor se vea más entorpecida por los buenos que por los malos.

- Ya veo que usted no siente entusiasmo por mi trabajo -declaró Pomeroy-. ¿Teme acaso que sus intereses se vean perjudicados?

- En absoluto. Creo ser lo bastante poderoso para mantenerme casi siempre al margen de todas las disputas menores. Soy amigo de todos y enemigo de nadie. Esta es la mejor política que puede uno seguir. Se vive poco tiempo en este mundo. ¿Para qué amargarse la vida echando leña a unos odios que se apagarán al mismo tiempo que nosotros? He visto a personas que se han atiborrado de rencor como si esperasen que ellos y su rencor fueran a durar tanto como el universo.

- Vivir indiferente a lo que sucede a nuestro alrededor es como convertirse en piedra -observó Pomeroy.

- El sistema de las grandes piedras es excelente. Se instalan en un lugar y allí permanecen por los siglos de los siglos, indiferentes a lo que sucede a su alrededor. Criando musgo y burlándose de las piedras pequeñas, de las que corren, de las que se dejan arrastrar por los vendavales o por los riachuelos, de las que se entregan a aventuras, dejándose caer por las laderas de los montes y que sólo consiguen hacer tropezar a los caminantes o ir a parar al mar, que las convierte en arena o, simplemente, en agua.

- Por lo visto, es usted un filósofo, señor de Echagüe -sonrió Joan.

- He vivido y he aprendido bastante, aunque no todo cuanto se puede aprender. Por eso, en su lugar, me abstendría de querer arreglar los asuntos ajenos. Creo que al general Grant le expuse mi punto de vista.

- Lo oí -replicó Pomeroy-. Pero ahora se trata de algo más grave. Si el propio general no resuelve los problemas, sus enemigos políticos presentarán dichos problemas contra él. Los utilizarán como un arma ofensiva.

- ¿Quiere decir que si hay cien empleados del Gobierno que se aprovechan de su situación para realizar turbios negocios, sus actividades se podrán presentar como una mancha en el limpio ropaje del Gobierno?

- Algo por el estilo. La oposición busca los mismos resultados que yo. Ella para atacar al presidente. Yo para que el presidente pueda destituir a todos esos empleados, sustituyéndolos por gente de confianza.

En este momento el tren redujo su marcha.

- Llegamos a Colfax -anunció don César-. El tren se detendrá aquí más de media hora. Y no me extrañaría que la detención durase una hora entera. Han de cambiar la locomotora y dejar que los frenos de los vagones se enfríen un poco.

Colfax era un pequeño pueblo desde el cual se dominaba el valle del Sacramento, que ya empezaba a ver explotada su riqueza agrícola. En aquel entonces era un importarte centro ganadero. Años más tarde se transformaría en un vergel donde se criarían naranjas, ciruelas y toda clase de frutas y verduras.

Por el andén de la estación paseaban tres mejicanos que dirigían continuas miradas al tren que se acababa de detener, como si hubiesen ido a esperar a alguien.

- ¿Subimos, Timoteo? -preguntó uno de ellos.

- No, Evelio -replicó el llamado Timoteo-. La orden fue permanecer aquí, sin enterarnos de nada, hasta que el patrón nos avise. Si a la hora de marchar el tren no se ha recibido ninguna instrucción, debemos subir al último coche y seguir esperando hasta llegar a San Francisco.

- A veces me muero de ganas de saber quién es el patrón -declaró el tercero de los mejicanos.

- No seas loco, Juan -dijo Timoteo-. Ya sabes que con el patrón no se puede bromear más que cuando él lo permite. No tiremos por la ventana las ventajas y beneficios que de él obtenemos.

Los tres mejicanos permanecieron, pues, en el andén, esperando la orden que debía ponerlos en actividad. Entretanto, otro hombre que también aguardaba la llegada del tren subió a uno de los vagones y avanzó por el pasillo central. Miraba a derecha e izquierda, como si buscara a alguien. Varias veces pareció vacilar frente a algún departamento, como si no se decidiera a entrar en él. Cuando llegó al que ocupaban don César, Joan y Pomeroy se detuvo unos minutos.

Don César, que observaba su extraña actitud, dijo, levantándose:

- Voy a dar un vistazo a mi equipaje, señor Pomeroy. Hasta luego.

Cuando don César salió, el desconocido se hizo a un lado. En seguida entró en el departamento y, dirigiéndose al joven, preguntó:

- Dispense. ¿Es usted el señor Hamilton Pomeroy?

- Sí -contestó Pomeroy, mirando algo inquieto al que le hablaba.

- Me llamo Richard Toker -siguió el desconocido-. Soy propietario del Banco de los Ganaderos de Colfax.

Miró a Joan Hargrave como si temiera ser indiscreto o, mejor aún, como si no se atreviese a decir que prefería hablar a solas con Pomeroy. Éste, interpretando ambas expresiones, replicó:

- Hable usted. La señorita Hargrave es amiga mía.

Richard Toker se acarició la corta y amarillenta barba que le iba desde una oreja a otra y que constituía, en unión de los mansos y azules ojos, su rasgo físico más característico.

- Bien -dijo, sentándose frente a Pomeroy-. Tal vez le extrañe que conozca su nombre.

- Confieso que… -empezó Pomeroy.

- Este telegrama quizá le aclare un poco las cosas -siguió Toker, entregando a su interlocutor un telegrama de la Western Union.

Pomeroy cogió el papel y leyó:

Richard Toker.

Banco de los Ganaderos.

Colfax.

California.

Aconsejamos se ponga en comunicación con señor Hamilton Pomeroy Peter que viaja hacia San Francisco. Punto. Según últimos informes llegará mañana a Colfax. Punto. Él utilizará sus informes para resolver situación de ustedes.

MACÓN

- No acabo de entender -dijo Pomeroy- ¿Quién es Macón?

Richard Toker miró incrédulamente a su interlocutor. Luego pareció que por sus ojos pasaba la sombra de una inquietud.

- ¿De veras es usted el señor Pomeroy Peter? -preguntó.

- En efecto.

- ¿Y no conoce a Basil Macón, de Washington?

- ¿Se refiere al secretario…? -empezó Pomeroy.

- Sí, al secretario del general Grant -respondió Toker en voz más baja-. A él le escribí hace tiempo denunciándole algunas de las cosas que suceden en Colfax. Me escribió una carta aconsejándome que guardase reserva absoluta y que procurase reunir la mayor cantidad posible de pruebas. También me decía que en breve llegaría un emisario del general Grant para hacer acopio de datos y poder así terminar con esta desagradable situación. El telegrama que recibí ayer me hizo comprender que llegaba el anunciado mensajero.

- ¿Y tiene usted informes para mí? -preguntó Hamilton.

- Muchos y muy detallados-respondió Richard Toker-. Claro que no los he traído, porque si ellos sospecharan algo serían capaces de…

- ¿Quiénes son ellos? -preguntó Joan.

Toker se llevó un dedo a los labios.

- ¡Cuidado! -previno como si temiera ser oído-. No deben mencionarse nombres. Si el señor puede dedicarme veinte minutos… ¿Puede hacerlo? El tren tardará casi una hora en salir.

- ¿Y qué debo hacer? -preguntó Pomeroy.

- Acompañarme al banco. En la caja de caudales tengo los documentos que le interesan. Si la señorita quiere venir quizá fuese mejor. Nadie sospecharía viéndonos a los tres. Pensarían que son ustedes clientes míos.

- Yo creí entender que mi misión se guardaría en secreto -contestó Pomeroy, vacilante.

- Tal vez se ha hecho una excepción en mi caso -replicó Toker-. Quizá en Washington comprendieron a lo que se exponía cuando les escribí. Por muy hábil que usted sea, señor Pomeroy, necesitará ayudantes. Además, es indudable que el Gobierno ha enviado a alguien que le protege y, a la vez, informa al presidente de todos sus pasos. De lo contrario, ¿cómo iban a poder predecir con tanta exactitud la fecha de su llegada?

- ¿Y por qué no habían de poderla predecir, sabiendo como sabían el día exacto en que el señor Pomeroy salió de Washington? -preguntó Joan Hargrave.

- Es verdad -replicó Toker-. No se me había ocurrido.

- ¿Le han informado, acaso, del incidente ocurrido en Ogden? -preguntó la actriz.

- ¿Ha ocurrido algo en Ogden? -preguntó Richard Toker, con la más inocente de las expresiones.

- Al señor Pomeroy le sucedió algo que retrasó su viaje -siguió Joan.

- Estamos perdiendo un tiempo precioso -intervino Pomeroy-. Creo que iré a recoger esos documentos. No es necesario que venga conmigo, señorita Hargrave.

- Prefiero acompañarle y ver en qué termina esto. Iré a avisar al señor de Echagüe. Si no volviéramos, él podría prevenir a las autoridades, si es que hay autoridades en Colfax. ¿Las hay, señor Toker?

- Tenemos un buen sheriff que es todo lo honrado que le dejan ser -explicó el hombre-. Está deseando tener algún apoyo para terminar con los que faltan descaradamente a la Ley.

- Vuelvo en seguida -dijo Joan. Salió del departamento y dirigióse al de don César.

El departamento de don César de Echagüe era de los llamados reservados y sus paredes, en vez de ser de cristales, eran de madera, Joan llamó con los nudillos. Aguardó unos segundos y, al no recibir contestación, volvió a llamar. Como tampoco contestase nadie probó de abrir la puerta. No lo consiguió. Estaba cerrada con llave.

- ¡Señor de Echagüe! -llamó Joan, procurando que su voz fuera lo bastante alta para que la oyera el californiano, aunque, no tanto que la oyesen los otros viajeros. La mayoría de éstos, sacando buen partido de la larga espera, paseaban por el andén, admiraban el paisaje o calmaban su sed en la cantina.

Comprendiendo que perdía demasiado tiempo, Joan regresó al departamento de Pomeroy. Con una sonrisa explicó a éste:

- Ya se lo he dicho. Me ha prometido que si en el momento de partir el tren no estamos aquí movilizará a todas las autoridades de California. Es muy influyente.

- Don César de Echagüe es uno de los hombres más conocidos de California -dijo el banquero-. ¿Vamos?

- Vamos -contestó Pomeroy. Volviéndose a Joan, agregó-: Voy armado. El señor Toker dice que en California el que va sin armas puede considerarse muerto.

- ¿Las mujeres también debemos ir armadas, señor Toker? -preguntó Joan. Sentíase bastante satisfecha de la prueba de astucia dada al fingir que don César y ella se habían puesto de acuerdo.

- No, señorita -replicó Toker-. En California las únicas balas que reciben las mujeres son aquellas que se llaman perdidas, es decir, que confunden el blanco. Entre lo que no se puede matar en estas tierras se cuentan, en primer lugar, las mujeres, y en segundo, las vacas, bueyes y caballos. Por cualquiera de esos delitos se puede ahorcar a un hombre. Por los otros, aún no.

Riendo, bajaron del tren. Al pasar frente a un hombre que vestía uniforme de jefe de estación o de algo parecido, Toker saludó:

- Adiós, Howe.

- Adiós, señor Toker -replicó el ferroviario-. Creí que marchaba usted en el tren.

- No, he venido a recibir a unos clientes -respondió el banquero-. Le agradeceré mucho que no deje marchar el tren sin que mis clientes hayan regresado. Tienen que recoger unos valores, y si perdiesen el tren sufrirían graves quebrantos.

- No tema -replicó Howe-. Le debo demasiado para que sus deseos no sean órdenes para mí.

Cuando llegaban a la calle Mayor de Colfax, que terminaba, prácticamente, en la estación del ferrocarril, Toker explicó:

- Howe cumplirá su promesa. Lo que me debe se llama dinero. -Se echó a reír-. Siempre he considerado buen negocio prestar dinero a quienes tienen algún cargo, por poco importante que sea. Howe sería capaz de retener veinte horas un tren si a mí me conviniese que lo hiciera. Él y yo sabemos que nunca me podrá devolver lo que le he prestado. Y sabemos, también, que, si yo se lo exigiera, se encontraría muy apurado para hacer frente al pago de su deuda.

Un hombre, poseedor de una barba que le cubría casi todo el pecho, saludó desde la acera:

- Adiós, señor Toke.

- Adiós, Jessop. No olvide que esta noche a las siete y media iré a cortarme el cabello.

- Ya le he reservado la hora -replicó el de la barba.

Así que le dejaron atrás, Toker aclaró:

- Es el barbero de Colfax. Como no tenía tiempo de afeitarse, tuvo que dejarse crecer la barba. Resulta cómico, ¿no?

- Sí, en efecto -admitió Pomeroy-. Un barbero que no se pueda afeitar es algo así como un boticario que no se atreva a probar sus medicinas.

Toker se echó a reír y nuevamente saludó con la mano. Esta vez el saludo iba dirigido a un hombre alto, vestido de negro, que lucía unos bigotes de engomadas guías.

- Es Adamson -declaró un poco más adelante-. El dueño de la mejor taberna y casa de juego. Algunas veces voy a tentar la suerte al faro. No tengo mucha; pero conviene ser cliente de nuestros mejores clientes. A cambio de dejarme ganar diez dólares al mes, me aseguro a un cuentacorrentista que me deja un beneficio de siete a ocho mil dólares mensuales.

- Es usted un técnico de las finanzas -dijo Pomeroy. Sentíase muy atraído por aquel extraño banquero. Mirándole, preguntó-: ¿Y quiénes son los malos?

- No los verá en Colfax a estas horas. Vienen por la noche. Ahora el pueblo está casi desierto.

Efectivamente. Por la amplia y polvorienta calle de Colfax no circulaba casi nadie. Las únicas personas con quienes se habían cruzado eran aquellas a quienes había saludado Toker.

- Ahí tenemos al sheriff Goodricke -siguió Toker, indicando con un movimiento de cabeza al hombre que estaba sentado en una silla, con el respaldo apoyado en la pared de una casa sobre cuyo porche se veía el siguiente cartel:

Oficina del sheriff

- Adiós, señor Toker -saludó el sheriff, retirando de entre sus labios una oscura pipa.

- Adiós, sheriff. ¿No hay ninguna novedad?

- Por fortuna, no -replicó Goodricke-. En Colfax las novedades son todas malas.

- Ahí está el banco -indicó Toker. Señalaba una casa de ladrillos rojos que se levantaba a unos veinte metros de la oficina del sheriff-. Es bastante sólido; pero no me extrañaría que un día lo asaltaran. No comprendo por qué no lo han hecho aún.

- Tal vez esperen a que haya más dinero -sugirió Pomeroy.

- Procuro tener el menos posible. Aunque a veces me veo obligado a meter en la caja hasta sesenta mil dólares. Sobre todo en los días de pago de jornales en los ranchos.

Llegaron al banco y Toker sacó una pesada llave, abriendo con ella la puerta del edificio. Era una puerta defendida con barrotes de hierro. Casi parecía más la puerta de una cárcel que la de un establecimiento.

Dentro de la sala principal del banco, o sea la que utilizaba el público, reinaba una densa penumbra. Las ventanas tenían las persianas cerradas. A través de ellas podían verse los barrotes que convertían todas las aberturas exteriores del edificio en algo que sólo podía atravesar el viento. La sala olía a tabaco malo mezclado con aroma de puros habanos. El entarimado alrededor de una gran escupidera de latón, que parecía un estrafalario florero, se hallaba sembrado de quemaduras, indicadoras de que sólo una mínima parte de las colillas que fueron lanzadas hacia el «florero» llegaron a su destino. No se veía a ningún oficinista.

- En estos días hay poco trabajo -explicó Toker, volviendo a cerrar la puerta-. De todas formas, hoy les he dicho a mis empleados que no vinieran. Necesitaba hablar a solas con usted.

- ¿Qué es lo que pasa en Colfax? -preguntó Pomeroy-. No olvide que debo tomar el tren.

- Pues… Lo que ocurre en Colfax es lo mismo que sucede en toda California. Del Este inmigraron gentes honradas en bastante número; pero, de la misma forma que la miel atrae a las moscas, esas personas que venían dispuestas a trabajar atrajeron a otras que deseaban todo lo contrario. Si este país hubiera sido pobre, nunca lo hubiesen visitado los bandidos; pero es rico y… me comprende usted, ¿no?

- Claro. Pero…

- Aguarde. La Ley se halla representada entre nosotros por un sheriff bastante honrado pero que se ha cansado de pegar golpes en el vacío. No me extrañaría que, harto de luchar contra gigantes, se aliara con ellos. A unas millas de aquí tenemos un pequeño fuerte. Los soldados que en él se encuentran y su capitán son la única garantía de orden. Y he dicho mal al decir que son. La verdad es que debieran ser una garantía; pero en realidad son todo lo contrario. Tal vez se retrasan sus pagas. O acaso quieran ganar más…

- ¿No ha hablado usted de unos documentos, señor Toker? -preguntó Joan.

- Es cierto. Será mejor que se los entregue. En ellos encontrará el señor Pomeroy los datos que necesita. La culpabilidad del capitán Fossett queda archiprobada en ellos. Aguarde un momento. Se los entregaré. Durante el viaje hacia San Francisco podrá examinarlos. Algunos no los he reunido hasta hoy. Representan un largo y peligroso trabajo. Si ellos hubieran sabido la verdad… Un momento.

Dejando a Joan y Pomeroy en la sala, Toker dirigióse a una puerta en la cual se leía, en letras de plata: «Richard Toker -Presidente.» La abrió y entró en la oficina que quedaba al otro lado. Pomeroy y Joan le oyeron cerrar con llave por dentro.

- Es un hombre precavido -dijo Pomeroy.

- Pero ahora estamos encerrados aquí -susurró Joan-. Y yo no pude hablar con don César. No estaba en su departamento.

- No tenga miedo -replicó Pomeroy. Sentíase bastante inquieto, pero creía disimularlo-. Mientras esté a su lado, sabré protegerla.

Joan estuvo a punto de preguntarle quién le protegería a él; pero se contuvo. Prefería fingir que, en efecto, confiaba en el joven político. En realidad, aceptando aquella mentira sentíase un poco más segura. Si su compañero le hubiera dicho que los nerviosos movimientos de sus dedos eran efecto de un intenso temblor, nada la habría salvado del histerismo. Debía conservar la barrera que le impedía ponerse a chillar. Además, quizá todo fueran infundados temores.

- Si fuera preciso la defendería a tiros -agregó Pomeroy, hundiendo la mano en el bolsillo en que guardaba su revólver-. Creo que no lo haría del todo mal.

La actriz aceptó como buenas las palabras de su amigo, aunque creía que sus posibles adversarios debían de ser mejores tiradores que el muchacho, cuya práctica en el manejo del revólver era, forzosamente, muy escasa.

Abrióse de nuevo la puerta de la oficina particular de Richard Toker y apareció éste, trayendo en la mano un maletín de cuero negro.

- Aquí está todo -dijo, apresuradamente-. Lo he metido en el maletín para que la gente crea que lleva usted dinero o valores…

Un lejano pitido llegó, atenuado, al interior del banco.

- Es el tren -dijo Toker-. Howe nos avisa que va a salir. No se entretengan.

Tendió el maletín a Pomeroy. Fue hacia la puerta y abrió, quedándose él dentro del edificio.

- Adiós, señor Pomeroy -dijo, mientras estrechaba la mano del joven-. No olvide que debe ser muy prudente. No hable antes de tiempo. Lea lo que he escrito y repase los documentos. Luego avise al general Grant. Él sabrá lo que debe hacerse con Fossett y su pandilla. Dense prisa. Por lo visto, el tren saldrá hoy antes que de costumbre. Hay quien dice que algún día los trenes llegarán a la hora fijada y saldrán también a la hora que figura en el horario. Adiós. He tenido un gran placer. Señorita Hargrave, si alguna otra vez pasa por Colfax, no deje de visitarme.

Pomeroy y Joan salieron del banco y echaron a correr hacia la estación. Los dos pensaban sólo en el peligro de que el tren escapara sin ellos. Esto les impidió advertir la dura mirada del sheriff Goodricke y las no menos duras e irónicas sonrisas de los señores Adamson y Jessop, con quienes se cruzaron en su carrera.