CAPITULO V OTRA VEZ EN LA GUARIDA
Las cien bajas de la partida de Palacio sólo se elevaban a diez muertos, que habían quedado en el campo de batalla. Los heridos habían conseguido escapar todos. Pasaron meses antes de que el jefe se enterase de la «magnitud» de su derrota, según la habían descrito los periódicos del Este. Pero, reducidas las cosas a su realidad, Cruz sentía en su carne el dolor del castigo sufrido. Aquellas diez bajas totales no podrían reponerse fácilmente.
Vigiló el traslado del botín a la sala del «Séptimo Pecado» y lo hizo contar todo delante de varios de sus hombres.
Antonia Díaz presenció la cuenta y cuando su tío fue hacia ella le preguntó:
- ¿Por qué lo cuentas delante de testigos? ¿Es que tus hombres no tienen confianza en ti?
- La tienen, porque saben que nunca les he engañado; pero así aumenta su confianza. Es muy fácil desconfiar. ¿Cómo te encuentras?
- He estado muy inquieta-dijo la joven-. Tenía el presentimiento de que te ocurriría algo.
- Nos ha ocurrido bastante. Alguien supo adonde íbamos y nos tendieron una celada. Tuvimos suerte y salimos con vida; pero le fue de muy poco.
- ¡Dios mío!
- ¿Te hubiera dolido mi muerte?
- ¡Qué preguntas!-exclamó Antonia-. ¡La hubiera considerado la peor de mis desgracias!
- Eres muy buena, Antonia. Te lo agradezco. Ahora voy a repartir lo que hemos… ganado.
Evitó mirar a su sobrina y fue hacia la mesa, examinando las cuentas que había hecho Eufemio.
- Hemos sacado doscientos mil dólares-dijo Cruz Palacio a su gente-. Más de lo que esperábamos; pero menos de lo que hubiésemos podido obtener si en Holtville no nos hubieran jugado una mala pasada. Ya habéis visto que en vez de oro nos llevamos plata, y que en vez de billetes hemos traído papeles; pero el dinero de Colexico llegó oportunamente y es bueno. Como de costumbre se reservan dos quintas partes para el tesoro, como reserva para los sueldos, una quinta parte para mí y dos quintas partes para vosotros. De estas dos quintas partes, Eufemio recibe diez veces más que los otros hombres.
Comenzó a repartir el dinero, que fue tomado sin ninguna protesta. Al fin quedaron sobre la mesa diez montones de dinero. Eran las partes correspondientes a los muertos.
- ¿Sabe alguien si tenían familia?-preguntó Palacio.
Tres de ellos tenían hijos. Los demás carecían de familia. El dinero se destinó a los hijos de los muertos.
- No os marchéis-dijo Palacio a sus hombres, cuando les vio dispuestos a retirarsa-. Hemos de hablar. No solamente los que han intervenido en el asalto, sino también, y más especialmente, los que han permanecido aquí y, como es costumbre, han recibido su parte, aunque no se hayan arriesgado.
- Siempre ha sido así-dijo Eufemio.
- Eso es lo que digo. No trato de variar las normas. Pero si no hubiese un traidor entre nosotros, los hombres que han muerto estarían vivos, entre nosotros, y los heridos que han podido regresar estarían sanos y fuertes. No digo que el traidor sea uno de vosotros. Creo que puede hallarse entre los campesinos que viven en Fortaleza, beneficiándose con nuestro dinero. Hay un traidor y tenemos que encontrarlo, porque si hoy hemos vuelto tantos y hemos podido traer el dinero, ha sido por un milagro. Si en vez de atacar Holtville hubiéramos ido, como se había previsto, a Colexico, ni uno solo de nosotros hubiera vuelto. Nos tenían preparada una encerrona y nos hubiesen cazado a todos.
- Creo, jefe, que más que un traidor hay dos-observó Eufemio.
- ¿Por qué lo crees?
- Porque hubo un aviso a Colexico y otro al coronel Carter. Dicho en otras palabras: alquien avisó a Reyes y alguien más avisó a Carter.
- Puede ser el mismo traidor trabajando para dos -dijo Palacio-. Lo importante es dar con él.
- Ese don César…-dijo Eufemio.
- No vas por buen camino-le interrumpió Palacio-. Don César no tiene interés en que nos cacen fuera de Fortaleza. Vigilad con mucho cuidado. A ser posible cazad vivo al traidor, pues muerto no nos serviría de nada y subsistiría la duda de si hemos dado con el culpable o no. Podéis retiraros.
Al quedar a solas con su sobrina, Palacio apoyó la frente en las manos, suspirando:
- Estoy muy cansado, Antonia.
- No comprendo cómo puedes resistir esta vida. ¿Quieres beber algo?
Palacio la miró, sorprendido.
- ¿No te molesta que beba?
- No me gusta; pero supongo que lo necesitas… Y no deseo privarte de ello. No quisiera que llegases a odiarme.
- Eso es imposible, mujer… ¡Oh! En realidad eres una niña.
- Soy una mujer-protestó Antonia-. Toda una mujer.
Fue a buscar una botella de ron y sirvió a su tío un vaso casi lleno.
Cruz Palacio se echó a reír.
- Toñita, con esta cantidad de ron acabaría tendido bajo la mesa.
- ¡Oh! Perdona. Como nunca he bebido licor, no sé lo que es mucho ni lo que es suficiente.
- No importa. No te preocupes. ¿Creerás que esta vez, mientras me jugaba la vida con todas las cartas en contra, pensaba mucho en ti?
- Tal vez porque durante todo el tiempo yo he rezado para que no te ocurriese nada.
- ¿Qué te ha impulsado a ello?
Antonia le miró con ojos inocentes. Luego respondió:
- Eres mi tío. El hermano de mi madre… Y eres bueno.
- Es natural en ti que pienses así-dijo Palacio-. Eres muy buena.
Bebió un sorbo de ron.
- Me alegro mucho de que hayas venido; pero mi vida va a sufrir un cambio muy grande. No sé si para bien o para mal.
- ¿Lo dices por las opiniones que expuse acerca del comportamiento de tus hombres? Quizá estaba equivocada.
- No es eso. Es algo que ocurre dentro de mí. Unos sentimientos que renacen.
- ¿Qué sentimientos? -preguntó Antonia.
- Aunque no es eso precisamente, es como si a mi edad hubiese renacido mi creencia en los Reyes Magos.
- ¿En los Reyes Magos?
Palacio movió la cabeza.
- Ya te dije que era un símil. Es que siento que vuelvo a creer en algo que siempre me pareció falso. Por lo menos desde que me llevé el primer desengaño.
- No te entiendo -dijo Antonia.
- Lo prefiero. Me disgustaría que me entendieses.
Antonia no insistió y, en los días que siguieron, su tío continuó taciturno, serio, inquieto por el giro que tomaban los acontecimientos.
La situación se aclaró un tanto once días después del regreso de la expedición a Holtville.
Belarmino Castejón midió mal sus posibilidades. A pesar de la intervención del «Coyote», consiguió transmitir a Carter informes acerca de los movimientos de Palacio. No llegaron a tiempo de cazar al amo de Fortaleza en Holtville; pero sí pudieron haber servido para cerrar la puerta de regreso.
Belarmino calculó que quien le había hecho volar las palomas podía no ser amigo suyo; pero tampoco lo era de Cruz Palacio. Siendo atrevido, se quedó en Fortaleza, esperando que le enviaran nuevas palomas e ignorando que Palacio había dado la voz de alarma y todos sus hombres buscaban una pista.
La fuerza de Cruz Palacio estaba, precisamente, en la fidelidad de sus hombres. Como Margarito, incluso cuando rompían con él se habrían dejado matar antes que traicionarle.
Castejon esperó diez días antes de dar la señal convenida para que le enviasen las palomas.
Se las trajo Kobler, ocultas en el doble fondo de su carruaje.
- Es muy arriesgado -le dijo-. Ten cuidado, Belar-mino. Sospecho que algo saben y buscan, aunque no encuentren. Cuando llegué con el carro, dos de los hombres de Palacio revolvieron todo el género, como si no supiesen qué comprar, y en realidad sólo querían tabaco. No tenían por qué revolver entre las ropas de mujer.
Kobler era una especie de mandadero que traía mercancías de más allá de la frontera norte.
Chano Ortigas lo tenía entre ojos,
- ¿Qué le has traído a Castejon? -preguntó aquella tarde, cuando Kobler volvía de entregar las palomas.
Kobler no se turbó. Sabía que una mentira dicha con rapidez y serenidad convence más que una verdad vacilante.
- Tela para unas camisas.
Lo dijo rápida y sencillamente; pero luego, al meditar sobre ello, comprendió su error. No era costumbre que ningún soltero comprase tela para hacerse camisas. Esto se quedaba para los que tenían esposa o hijas. Los solteros compraban sus camisas confeccionadas, y Belarmino Castejon siempre compraba así las suyas.
Para su desgracia, la misma idea asaltó el cerebro de Chano, con el agravante de que la tuvo cinco minutos antes que Kobler, y, guiado por su intuición, voló con sus amigos Lillo y Mardones a casa de Castejón.
Kobler estaba más cerca que ellos y estuvo a punto de llegar a tiempo de prevenir a Belarmino de su mentira; pero le agarraron a trescientos metros de la casa.
Lo derribaron con el lazo y Ortigas cogió el paquete que Kobler llevaba bien envuelto. Lo abrió y encontró en él una pieza de tela de camisa.
- ¿Te olvidaste de entregarle la camisita? -preguntó, riendo, mientras Lillo y Mardones agarraban a Kobler de los brazos.
Kobler sonrió a su vez. Sabía perder.
- Me olvidé -admitió.
- De decir la verdad -dijo Ortigas-. De eso te olvidaste. Y vas a lamentarlo. ¡Muy de veras! ¿Quieres decir la verdad?
- Ya la he dicho.
- No seas estúpido. Canta claro y te diré lo que haremos contigo: una cuerda al cuello o un par de balazos en el corazón. ¡Listo en menos de un minuto! Si no quieres hablar, te maduraremos. ¡Tú verás cómo! Acabarás muerto igual; pero no en seguida, sino al cabo de muchas horas. ¿Qué decides?
- No lo sé. Déjame reflexionar.,
- Como quieras -sonrió Chano-. Vosotros, muchachos, ponedle la mano sobre esta piedra.
Fue forzado a poner la mano plana sobre una roca y Chano Ortigas desenfundó el revólver, agarrándolo por el cañón, a modo de martillo. Kobler, desesperadamente, hurtó los dedos, moviéndolos, frenético, tratando de no tenerlos quietos un momento; pero Ortigas tenía toda la paciencia del mundo, y con la culata del revólver a veinte centímetros de la mano de Kobler esperaba el momento. Al fin, agotado, Kobler movió más despacio los dedos y Ortigas pegó un solo golpe, apuntando al pulgar, que era el que menos flexibilidad podía tener.
Kobler lanzó un grito ahogado y lo repitió cuando Ortigas golpeó su índice.
- Esto no es nada -rió Chano-. Pero te ayudaré a reflexionar. Si se te hinchan los dedos te arrancaremos las uñas. Nada ni nadie te salvará. Prolongaremos durante muchas horas el maduramiento. ¿Qué decides?
- No me dejáis elegir…
- Claro que no. Se te debió ocurrir una mentira más lógica y nunca hubiera yo caído en ello; pero al decir que le llevabas tela para camisas a Castejón cometiste un estúpido error.
- Ya lo sé.
- ¿Qué le llevaste?
- Palomas.
- No sigas con la broma, porque en vez de reír acabarás llorando.
- Mensajeras.
- ¡Ah! -Ortigas movió la cabeza-. ¡Esta sí que es buena! Nunca se me habría ocurrido…
Hizo atar a Kobler, dejándole vigilado por Mardones. Luego, él, acompañado por Lillo, se dirigió a casa de Castejón con el paquete de tela en la mano. Desde la puerta, sin entrar en el terreno, llamó:
- ¡Belarmino! ¡Kobler te envía la tela de camisas que le encargaste!
Agitó el paquete, y Castejón, mirando desde una ventana, dejó de sospechar. Salió a recoger el paquete, suponiendo que, para despistar, Kobler fingía haber recibido aquel encargo.
- Se olvidó de dártelo -dijo Ortigas.
Cuando Castejón iba a coger el paquete, Ortigas y Lillo se echaron sobre él y antes de media hora los dos traidores estaban delante de Cruz Palacio. En una jaula, también estaban allí las palomas.
Costó poco obligar a Castejón y a Kobler. Confesaron antes de que el tormento les hubiera destrozado el cuerpo.
- Yo le traía las palomas -dijo Kobler-. Me las daban en la frontera para él; pero siempre imaginé que eran palomas corrientes.
- Antes dijo que eran mensajeras -dijo Ortigas.
- Lo son; pero…
- No importa -dijo Cruz-. ¿Quién recibía los mensajes?
La pregunta iba dirigida a Castejón, que respondió, vacilante:
- El coronel Carter.
- ¿Cómo te ponías en contacto con el coronel Reyes?
- Nunca he trabajado para él.
- Opino lo contrario. Convéncele, Ortigas.
- Creo que dice la verdad, jefe -advirtió Chano-. Por como ha hablado, me parece que no miente. Se le nota.
- Hacedle hablar, a pesar de todo.
- Creo que Chano tiene razón -dijo Eufemio en voz baja a su jefe.
- Quiero que diga que trabaja también para Gabino Reyes -respondió, también en voz baja, Palacio-. Y que al fusilarle se diga que se le mata por espía de unos y de otros. Eso hará que el agente de Reyes se confíe. Es más fácil cazar a un confiado que a un desconfiado.
- Es cierto -asintió, admirado, Eufemio-. Pero ¿es necesario que le torturen?
- Es un traidor y, por mucho que le hagan, nunca le harán más de lo que merece.
Los gritos de Castejón y luego los de Kobler resonaron en todo el pueblo. Antonia buscó a su tío para pedirle que no tolerase aquello.
- Se trata de dos traidores, Toñita -replicó Palacio-.
Se refugiaron aquí hace tiempo, diciendo que huían de la injusticia o de la justicia. Se les permitió quedarse y se les dejó vivir. ¡Odio a los traidores! Los odio tanto como respeto al enemigo que da valientemente la cara y que arriesga su vida con nobleza. Por eso, a pesar de todo, aprecio a Reyes. El no oculta sus intenciones.
Quiere acabar conmigo; pero no se vale de trampas ni de espías. Aguarda su momento.
- ¿Qué les sucederá a esos hombres?
- ¿A esos traidores? Tienen que morir.
- Lo dices como si fuese inevitable.
- Lo es, Toñita. Los espías deben morir. Aquí y en todas partes. Pero, sobre todo, aquí. Si por un solo momento me demostrase débil ante mis hombres, sería abandonado por todos ellos. Con estas cosas no se puede jugar, Toñita. Han muerto diez de mis hombres por culpa de los informes que transmitió ese Castejón.
- Pero si ya sabes lo que necesitas, ¿por qué les estás haciendo sufrir? ¡Tío! No puedo soportar sus gritos.
Antonia se tapó los oídos y mordióse los labios. Cruz hizo un esfuerzo por dominarse y, al fin, saliendo de la casa, dio orden de que se pusiera fin al tormento.
- Fusiladlos en seguida -ordenó.
Chano Ortigas acercóse a su jefe.
- ¿Nos acompaña, jefe? -preguntó en voz baja.
- No… No.
Chano se rascó la nuca.
- Cruz, perdone que un viejo amigo, y compañero le hable como yo le voy a hablar. Si no le gusta, me puede pegar un tiro y no le guardaré rencor por ello.
- Habla. No te he de pegar ningún tiro.
- Yo sé, jefe, que usted sigue tan entero como antes; pero da señales malas. Como si se volviera blando. La gente puede tomarlo así.
- ¿Por qué? ¿En qué te fundas para creer que yo me vuelvo blando?
- No es cosa mía, jefe. Pero desde que llegó su sobrina, usted se ha repulido mucho. Ahora no quiere ver cómo emplomamos a ese par de traidores. No porque le dé miedo la sangre, ni le asusten los tiros; pero teme que ella piense que usted es malo o sanguinario.
- No tengo que dar explicaciones del porqué de mis actos -dijo Cruz.
- No le pido ninguna explicación, jefe. Sólo digo que… en su lugar yo no alteraría la costumbre. Cuando ha habido que hacer justicia en algún traidor, usted ha asistido a la fiesta. Si no lo hace ahora la gente sacará conclusiones equivocadas.
Palacio quedó pensativo.
- Tienes razón -dijo-. Gracias. Iré con vosotros.
- Y no vayamos demasiado lejos, jefe. Conviene que los tiros se oigan en toda Fortaleza.
- Iremos ahí, junto al cementerio viejo.
Dirigiéndose a Eufemio, ordenó:
- Quédate aquí. Yo dirigiré la ejecución.
Eufemio asintió con la cabeza, y ¿cuando los que iban a fusilar y los que iban a ser fusilados se dirigieron hacia las tapias del primitivo cementerio, Eufemio volvióse para entrar en la casa, viendo entonces a Antonia, que seguía con nerviosa mirada la marcha del grupo.
- Se va a hacer justicia -sonrió Eufemio.
- Es un asesinato.
- Es lo que se hace siempre que se encuentra a un traidor. La muerte les va muy bien a los traidores. Pero ya sabe usted aquello de que a hierro muere quien a hierro mata. Aléjese de aquí. Todas las señales coinciden en el pronóstico. Los días de Fortaleza y de su amo están contados.
- No me gusta hablar de eso, señor.
- Hoy han cogido a un espía; pero quedan más. ¿Sabe por qué les han sometido a tanto tormento?
- Para hacerles hablar…
- No. Ya sabíamos lo necesario para tranquilizar nuestra conciencia. Ya podíamos hacerlos matar. Pero hay que dar a los otros traidores la sensación de que al matar a estos dos creemos haber acabado con todos. Que no hay más. Conviene que los otros se confíen y cometan algún error.
- ¿Hay más?
- Claro que hay más. Hemos cogido a los que trabajaban para los yanquis; pero no a los que trabajan para los mejicanos.
- ¿Cómo saben que hay espías mejicanos?
- Hace tiempo que lo sabemos; pero hasta ahora no hemos podido dar con ellos. Se esconden bien.
Deseando cambiar de conversación, Antonia preguntó:
- ¿Qué van a hacer con esos desgraciados?
- ¿Por qué no sube a su habitación y desde allí, con un pequeño catalejo, sigue la operación? Será muy interesante… para usted.
- ¿Cree que me puede divertir el ver cómo se mata a dos seres humanos?
- Si se queda aquí verá matar a más de uno. Si no tiene catalejo yo le prestaré uno.
Por apartarse de aquel hombre, Antonia subió a su cuarto después de aceptar el catalejo que le ofrecía Eufemio. Desde la ventana oteó el horizonte hasta dar, al cabo de un par de minutos de meticulosa busca, con el grupo formado por los actores del oscuro drama.
Cinco hombres, apoyados en sus rifles, esperaban que los dos condenados terminasen de cavar sus propias fosas, bajo la irritada mirada de Cruz Palacio.
El espectáculo era salvaje, brutal, repugnante, y, sin embargo, Antonia no podía sustraer la mirada. Le atraía. No quería verlo y, no obstante, el verlo provocaba en ella un largo escalofrío. El lente le permitía ver los menores detalles. La indiferencia de los que iban a disparar. La irritación de Cruz Palacio y, sobre todo, el sufrimiento de los dos condenados. Con pico y pala iban abriendo sus sepulturas, sacando la tierra, roja como sangre. Jadeando, pero trabajando con una extraña ansiedad. Con prisa. Deseando terminar de una vez para siempre.
Cruz Palacio tuvo varias veces la sensación de que alguien le miraba y volvió la cabeza para ver quién le observaba.
Cada vez que le veía volverse, Antonia retrocedía, como si su tío pudiera distinguirla.
La última vez, al retroceder, tropezó con otro cuerpo y, al volverse, sobresaltada, se vio frente a Eufemio, que había entrado en eí cuarto sin hacer el menor ruido.
- ¿Qué hace usted aquí…?
- ¿No podemos ser… amigos? -preguntó Eufemio.
- ¡Salga de aquí! Mi tío puede volver y…
- Aún tardarán un rato en acabar las fosas -sonrió Eufemio-. Hasta que lleguen al metro sesenta o metro setenta. A la altura de sus cabezas. Además… ya nos avisarán los tiros. Los oiremos en cuanto suenen. Pero entre tanto, Antonia, quiero hablar con usted.
- Mi cuarto no es el lugar más indicado para que hablemos -replicó la joven.
- Depende de la clase de conversación que debamos sostener -respondió Eufemio-. ¿No se ha dado cuenta de que estoy enamorado de usted?
- No debe decir esas cosas…
- ¿Es que no tengo yo tanto derecho como él a enamorarme de usted? Tanto o más, porque, al fin y al cabo, yo no soy hermano de su madre, señorita.
- ¿Por qué ha dicho eso? Mi tío no…
- Su tío está loco por usted, Antonia. Y no loco de cariño paternal, precisamente. La quiere por lo mismo que la quiero yo: porque es usted la más hermosa mujer que hemos visto aquí.
- ¡Cállese!
- No quiero callarme. Aunque el amarla fuera un pecado, no me importaría, como no le importa a empero es que, además, es algo inevitable. No puede odiarme por quererla, porque al fin y al cabo usted es mujer y yo soy hombre. Y a ninguna mujer la ofende ser amada y deseada…
- Depende del hombre que la ame y la… -Como si le repugnara repetir la palabra, siguió-: Eso que ha dicho.
- No me importa que me insulte. Puede decirme lo que quiera. La seguiré amando como nadie la ha amado, Antonia. Desde que la vi. Por usted sería capaz de todo. Hasta de la peor traición. De lo único que no soy capaz es de permitir que él me la arrebate.
Hasta entonces habían permanecido frente a frente separados por menos de un paso. Cuando Antonia quiso aumentar aquella distancia, Eufemio la agarró de un brazo, reteniéndola.
- No se marche -dijo-. Tiene que oírme.
- ¡Déjeme! ¡Le odio!
- Es la primera lección de amor. Primero odio y al fin cariño apasionado. Si para ganarla tuviese que matar al otro, le mataría sin escrúpulo alguno; pero sé que no es necesario. Que usted me quiere a mí o me querrá a mí, porque a él no puede quererle. Yo sé dónde está el tesoro. Huiremos con él. Lo venderemos al mejor postor y viviremos espléndidamente.
Ahora Antonia le miraba con incredulidad.
- No me mire así -dijo Eufemio-. No adopte esa actitud de niña ingenua. Conozco su secreto.
Antonia sintió frío en todas las articulaciones y un súbito vacío en el estómago.
- Es usted mujer y desea lo que todas: un marido.
El alivio hizo sonreír a Antonia. Eufemio confundió la sonrisa y continuó, impetuoso:
- Mejor y más joven que su tío soy yo. A él no puede quererle…
- Comete usted un error -respondió Antonia, deseando verse libre de aquel hombre-. Quiero a mi tío.
- ¿Como pariente?
- Y como hombre.
- No me diga que se ha enamorado de él -rió Eufemio.
- Cualquier mujer se enamoraría de él. Y en eso yo no soy distinta de las demás. Le quiero y…
- Si piensa que su tío es un santo…
- Ya le he dicho que pienso en el hombre. No en el santo.
- Su vida esté llena de otras mujeres…
- De lo que haya sido antes nada me importa. Y ahora salga usted de aquí, se lo ruego.
- Se está burlando de mí.
- Le digo la verdad.
- No me marcharé. No creo nada de lo que ha dicho.
- ¡Le ordeno que se marche!
Eufemio se echó a reír a carcajadas. Pero una metálica y amenazadora voz que sonó en la puerta, ahogó su risa, al ordenarle:
- Ya has oído la orden, Eufemio. Vete.
Cruz Palacio, lívido, tembloroso, con los ojos entornados, estaba en el umbral de la puerta. Había oído lo suficiente.
Eufemio se volvió poco a poco, mientras Antonia retrocedía hacia la ventana.
- Yo le explicaré, Palacio… -empezó Eufemio
- No me has de explicar nada. Lo tengo todo muy bien entendido.
Sin dejar de mirar fijamente a Eufemio, Cruz ordenó a su sobrina:
- Retírate a un lado, Toñita. No quiero que te alcance alguna bala.
No había acercado la mano a su revólver. Eufemio calculó sus ventajas y desventajas. Ambos estaban en igualdad de condiciones.
- Palacio… Escúcheme. He tenido un mal momento… No vamos a ganar nada matándonos… Le prometo que no se repetirá… Me cegó la pasión…
- No perdamos el tiempo tú hablando y yo escuchando. Todo eso, debiste pensarlo antes.
Eufemio respiró con toda la boca abierta, abrió las manos y, de súbito, las lanzó hacia las culatas de sus dos revólveres.
Cruz Palacio había calculado todos sus movimientos a la milésima de segundo y sus manos se movieron más de prisa. La derecha, más veloz que la izquierda, hizo saltar el revólver y luego lo agarró, ya en el aire, amartillando el percutor y apretando al mismo tiempo el gatillo.
La detonación llenó todo el cuarto y, antes de que empezara a apagarse, sonaron cinco más, tan rápidas que parecían ligadas unas a otras.
Eufemio, alcanzado en el pecho por el primer proyectil, quiso levantar los dos revólveres que había empuñado. Todos sus esfuerzos sólo consiguieron disparar las armas contra el suelo, a mitad de distancia entre los pies de Cruz y los suyos.
Palacio siguió disparando hasta agotar las seis cargas de su revólver. Las grandes balas del 44 se hundieron en el pecho de Eufemio, en un espacio que podía cubrirse con un naipe. Y a cada impacto que recibía, el cuerpo de Eufemio brincaba, se retorcía y no terminaba de caer, a pesar de que la vida consciente ya no estaba en él.
Antonia, aterrada, con los ojos dilatados y las manos aferradas a su rostro, hundiendo las uñas bajo las orejas, gritaba para no oír los disparos y el choque de las balas en la carne y los huesos de Eufemio.
Al fin, al sexto disparo, el lugarteniente de Cruz Palacio se desplomó ante su jefe, que respiraba como si hubiera subido una interminable cuesta.
Por la abierta ventana salía el humo de los disparos, que ahora hacía toser angustiadamente a Antonia. Cruz fue hacia ella y, tomándola suavemente de la mano, la hizo salir de la habitación.
Cuando bajaban hacia la planta inferior, Cruz explicó:
- Noté que alguien miraba con un catalejo desde tu cuarto. Pensé que era alguien que estaba allí. El sol se reflejaba en el cristal. Vine y… oí lo que decíais.
Antonia estalló en sollozos. Al cabo de un rato consiguió decir:
- Ha muerto por mi culpa… Es como si yo le hubiera asesinado.
- No te atormentes -pidió Cruz-. Olvídalo. Era un loco… Hace tiempo que se buscaba esto…
- ¿Era imprescindible que hicieras eso? -preguntó Antonia.
- No podía hacer otra cosa. Era su vida o la mía. Yo le di una oportunidad de defenderse. El me habría matado a traición. Y yo le di esa ventaja a pesar de que jamás he deseado la vida tanto como ahora, Toñita…
- ¿Por qué… ahora?
- Porque sé que me quieres tanto como yo a ti. Cuando lo estaba oyendo casi daba gracias a ese hombre, porque a causa de su locura yo estaba oyendo mi felicidad.
Sin esperar la respuesta de ella, Cruz fue a buscar un poco de coñac y se lo dio a beber a su sobrina.
- Esto te dará fuerzas -dijo.
A los que habían acudido las ordenó, antes de salir:
- El cuerpo está arriba. Sacadlo por la puerta trasera. Enterradlo.
Se fue hacia el cementerio antiguo. Castejón y Kobler habían terminado de cavar sus fosas y estaban sentados al borde de ellas, esperando, embrutecidos por el sufrimiento físico y moral, la descarga. Cuando vieron llegar a Palacio se pusieron lentamente en pie. Los que formaban el pelotón levantaron sus rifles. Tres apuntaron a Castejón y los otros a Kobler.
- Daos prisa -pidió Palacio.
Las dos descargas sonaron simultáneas. Castejón quedó en pie unos instantes después de recibir en el corazón todas las balas; luego, como si lo hubiese decidido de pronto, pareció zambullirse dentro de la sepultura. Kobler cayó en seguida, pero quedó tendido en el borde de la fosa. Palacio le lanzó de un puntapié dentro de ella y, como aún parecía tener vida, desenfundó el revólver y, amartillándolo, apretó el gatillo. Sonó un clic del percutor contra la chimenea correspondiente. El cilindro estaba vacío.
Los del pelotón, que habían oído un rato antes los disparos, supieron quién había hecho seis de ellos.
- Dadle un tiro de gracia -pidió Palacio a los suyos.
Chano tendió su propia arma.
- Tome, jefe -dijo.
Palacio volvió junto a la sepultura. Kobler ya no se movía; pero Cruz disparó el tiro de gracia. Fue innecesario. Volviendo junto a Chano le devolvió el revólver.
- ¿Quiere que le cargue el suyo, jefe? -preguntó Ortigas.
- Sí… Toma.
Y a los demás:
- Enterrad a ese par.
- ¿No hay que abrir alguna sepultura más? -preguntó Ortigas.
- Otra para… Eufemio -dijo Palacio.
Notando el efecto que la noticia causaba en sus hombres, Cruz preguntó, retador:
- ¿Alguien se da por ofendido?
- Claro que no -dijo Ortigas, echando a andar hacia el «Quinto Pecado».
Palacio amoldó su paso al de Ortigas.
- No hubo otra solución -dijo-. De no matarle yo, me hubiera matado él a mí.
- Cuando usted lo hizo, sus razones tuvo -respondió Chano-. Pero es una lástima que dos buenos amigos tengan que acabar así.
- Eufemio tenía… muchos… muchos humos…
- No tiene que explicarme nada, jefe. Si le oyeran los otros creerían que se consideraba usted culpable. Lo que pasa es que usted le apreciaba y lamenta haberle tenido que matar.
- Sí… lo lamento muy de veras…
- Lo echaremos muy de menos. Valía lo que nadie, para el puesto que ocupaba… Tome. Aquí lo tiene bien cargado.
Entregó a Palacio el revólver y Cruz echó una ojeada al cilindro y a los pistones, guardando luego el arma en la funda.
- Cuando tenga un momento, engráselo y límpielo bien. No se olvide.
- Sí… desde luego… Hace tiempo que nos conocemos, Chano. Puedes ocupar el puesto de Eufemio. En las mismas condiciones.
Chano movió la cabeza.
- Agradezco la intención, jefe; pero yo no sirvo para mandar. No sabría cómo hacerlo. No es nada fácil.
- Es muy sencillo.
- Para usted sí, porque ha aprendido a mandar y sabe hacerlo sin ofender. Yo, no. Chocaría con todos. Busque a otro y no lo tome a desprecio.
- ¿Por qué no me dices la verdad?
- Se la he dicho, don Cruz. Se lo aseguro. No hay mala intención. Es que yo siempre he sido un mal mandador. Hay gentes que nacen para mandar y otras para obedecer. A quien nació para mandar le viene muy cuesta arriba obedecer. Y quien nació para mandado no sabe, por más que se esfuerce, dar una orden a derechas. Yo lo haría todo muy mal.
- ¿A quién recomiendas?
Chano levantó la vista hacia Palacio.
- Si quiere que le diga lo que pienso… Creo que no le va a resultar fácil poner a otro en el sitio de Eufemio. Pero usted sabrá escoger.
- La gente le apreciaba, ¿no?
- No teníamos queja de él.
- ¿Y de mí? ¿La tenéis?
- De usted menos que de nadie, pero…
Chano se interrumpió.
- Sigue.
- Mejor que no. Podría decir alguna cosa mal dicha. No quiero ofender.
- ¿A mí?
- O a otra persona.
- ¿A qué persona?
Chano le miró, como acorralado. -No me haga esas preguntas -suplicó-. Yo no sirvo para discutir. A mí me pone en un sitio donde haya muchos tiros y yo disparo como nadie. Y si hay que sacar el cuchillo, lo saco bien y lo clavo mejor; pero no me meta en discusiones. Soy mal hablador.
- ¿Te referías a mi sobrina?
- No me pregunte.
- ¡Te estoy preguntando! ¡Contesta!
Palacio volvía a estar excitado.
- ¡Contesta! ¡Te lo mando!
- ¿Lo ve? Por no saber hablar he dicho lo que no convenía decir.
Cruz hizo, un esfuerzo por serenarse.
- Perdona -pidió-. Estoy nervioso. Están ocurriendo demasiadas cosas poco agradables. Pero tienes que decirme si la gente habla de mi sobrina.
- Pregúnteles a ellos, jefe.
- No puedo ir preguntando a todos lo que piensan. Tú lo sabes. ¿Qué dicen de ella?
- Temen que ella le cambie a usted, y algunos ya dicen de marcharse, como se fue Margarito.
- ¿Temen que el barco se hunda?
- No sé lo que temen; pero las cosas no son lo que fueron. Y ahora la muerte de Eufemio complicará la situación.
- Puedes decirles a todos que no necesito a nadie y que pueden irse todos los que no estén a gusto. ¡Odio las ratas! Prefiero que huyan del barco.
Siguió adelante solo, dejando tras él a un abatido y aturdido Chano Ortigas, con quien más tarde se reunieron Lillo y Mardones.
- ¿Qué mosca le ha picado a Cruz para matar a Eufemio? -preguntó Lillo.
- Mujeres y nada más que mujeres -dijo Mardones-. En cuanto ellas intervienen, todo se estropea. En cuanto vi llegar a la sobrina del jefe, me dije que las cosas se enredarían. Es demasiado guapa. Una mujer así es como una bomba con la mecha encendida y muy corta. Apenas se la ve ya se sabe que va a estallar ante las narices de uno.
- No hables así, porque si don Cruz te oye te va a tapar las orejas para siempre con un par de plomazos -dijo Chano-. Aguardemos a ver qué sucede y… qué ha sucedido.
- Lo que ha sucedido es muy fácil -dijo Lillo-. Don Cruz sorprendería a Eufemio haciéndole el amor a su sobrina. Eufemio estaba loco por ella. Y el jefe le hizo lo que haría cualquiera si viera que otro le quiere quitar la novia.
- Eso de que un tío se enamore de su sobrina no está bien -dijo Mardones-. Es como si un padre se enamorase de su hija. Al fin y al cabo una hija de don Cruz tendría en sus venas la misma cantidad de sangre de él. Es hija de la hermana. O sea que tiene la mitad de sangre de los Palacio y la otra mitad es sangre de los Díaz.
- Claro -murmuró Ortigas-. Pero ese no es asunto que nos importe. Callemos, vivamos y dejemos vivir. Don Cruz es el mejor jefe que hemos tenido. Hasta ahora hemos ganado mucho dinero y nunca nos ha faltado el sueldo.
- De lo que ha ocurrido hasta ahora no me quejo -dijo Lillo-. Pero ¿y de ahora en adelante? No lo veo claro y me parece que me voy a marchar.
- ¡Cuidado con lo que dices! -advirtió Chano.
- No me iré de escondidas, sino abiertamente -replicó Lillo-. Iré a ver al jefe y le diré: «Vengo a despedirme.» Así se acordó al principio. Nadie permanecería aquí contra su voluntad. Si alguno se sentía molesto podría marcharse en seguida, sin tener que dar explicaciones. Y creo que no seré el único.