CAPITULO IV UNA ORDEN PARA EDMONDS GREENE
El parte del coronel Carter cayó como una bomba en cada uno de los puestos militares por donde pasó, camino de Washington. En realidad, el parte de Carter iba dirigido inicialmente al comandante del Fuerte Moore, en Los Angeles. Pero el comandante lo consideró demasiado grave para decidir sobre él y, anotando al margen que se tomara buena nota de él y se hiciera seguir al superior inmediato, se desentendió de toda decisión propia. El parte quedó copiado en el archivo del fuerte, y aquel mismo día, por correo especial, salió hacia Monterrey, adonde llegó treinta horas después.
El comandante del antiguo presidió leyó el mensaje y dijo algo feo acerca de su subordinado en Los Angeles:
- Ese coronel Carter podía haber dicho que sus soldados habían muerto del cólera o de la viruela -gruñó, paseando como un enjaulado león por su despacho-. ¿Por qué se metería a perseguir bandidos mejicanos?
Su ayudante estaba leyendo el parte de Carter.
- Podríamos organizar una batida -sugirió.
El general volvióse hacia él, encantado de poder descargar su ira sobre alguien más próximo que el comandante del Moore o el coronel Carter.
- ¿Qué batida ni qué cien mil pares de cochinos muertos? -chillo-. ¡Es usted un idiota!
- ¡Mi general! -protestó el capitán.
- ¡No retiro lo de idiota! ¿A qué se imagina que hemos venido a California?
- A mantener el orden…
- ¡No! ¡Noooo! Hemos venido a cumplir un plazo en el servicio y ascender un grado en nuestra carrera. ¡Esa es la verdad! Y si podemos sacar algún beneficio, lo sacaremos; pero no estamos aquí para complicarnos la vida y meter en líos al Gobierno. Los que deben mantener el orden son los sheriffs y los comisarios. Y si una partida armada se mete en California procedente de Méjico, debemos telegrafiar a nuestro superior inmediato y esperar una orden. ¡Eso es lo que debiera haber hecho el cretino de Carter! ¡Eso, o meterse en su puesto y esperar allí a que le atacasen! Nada de ponerse a hacer el listo tendiendo trampas tan imbéciles. ¡Treinta y dos muertos y dieciséis heridos! ¡Magnífico balance! ¡Y yo tengo que decidir si nos quedamos tranquilos a nos metemos en Méjico en pos de esos bandidos! ¡De ninguna manera! Copíelo y envíelo a San Francisco, indicando al margen que hemos tomado buena nota y que lo pasamos a nuestro superior inmediato.
Dos días más tarde, el parte de Carter llegaba a San Francisco, y de allí, una vez copiado, fue enviado a Sacramento, capital de California, con la indicación de que había sido copiado una vez más y se pasaba al superior inmediato.
Sacramento no quiso tomar decisión alguna, y el general Folsom escribió de puño y letra, en un margen que aún estaba libre de anotaciones:
«Vista gravedad suceso, tomo nota, acuso recibo y paso a Departamento de Guerra en Washington.»
El ministro recibió quince días más tarde el parte del coronel Carter, y, apenas lo hubo leído, lo soltó como si fuera una castaña recién sacada del fuego.
- ¡Son unos imbéciles! -exclamó-. ¡De buena gana los destituiría a todos!
Pero al cabo de un rato optó por trasladarse a la Casa Blanca, donde el presidente, James Buchanan, al enterarse de lo ocurrido en la frontera mejicana, comentó:
- Eso es grave. Tome usted las medidas pertinentes para que los puestos militares de la frontera sean reforzados; pero aguarde a la celebración del Consejo de Ministros antes de tomar más medidas.
- ¿Y la prensa, señor Presidente?
- Den la noticia, y según reaccione el público ya decidiremos si hay que presentar alguna reclamación a Méjico o si es mejor dejar el asunto en un punto muerto.
Era una buena solución. Los periódicos de la noche publicaron la noticia de que en California, en un choque entre una partida de bandoleros y fuerzas del Ejército, los primeros habían sufrido un centenar de bajas por treinta y tantas los soldados norteamericanos.
La noticia se publicó en unos momentos en que la tensión entre los esclavistas y los abolicionistas era tan grande que todo el interés del público se concentraba en si Estados Unidos seguía siendo lo que era o si, como deseaban los estados del Norte, se aboliría la esclavitud. Prácticamente, nadie prestó atención a lo ocurrido, y al cabo de tres días, viendo que ningún periódico hacía preguntas embarazosas acerca del incidente fronterizo, el secretario de Guerra ordenó a Sacramento que se enviaran refuerzos al coronel Carter y que se le condecorase por su triunfo al rechazar al enemigo y mantener inviolada la frontera Sur. A los soldados y oficiales caídos en el encuentro se les consideraría muertos en acto de servicio y para cada uno de ellos habría un premio, así como también se recompensaría con ascensos no excesivos a los supervivientes.
Hasta aquí las cosas ocurrieron, poco más o menos, como había calculado el coronel Carter; pero el secretario de Guerra hizo algo más. Llamó a Edmonds Greene, técnico en asuntos y problemas californianos, y le pidió:
- Quiero que vuelva a California y lleve a cabo una investigación sobre este asunto.
Le dio a leer el parte de Carter, indicándole:
- Lléveselo, estúdielo, compruebe los datos que pueda, y en cuanto haya sacado algo en limpio prepare su partida hacia California. Irá con poderes secretos; pero muy plenos.
Greene estudió el parte, hizo algunas averiguaciones, y cuando volvió al despacho del ministro ya podía concretar algo:
- Ese Cruz Palacios es un bandido, desde luego; pero en el caso existe un extraño problema de fronteras. Según parece, al trazarse por los cartógrafos militares la frontera entre Méjico y nuestro país, hubo un error. Nuestros documentos, firmados por los delegados mejicanos, dicen que la frontera pasa a dos leguas del punto conocido por Fortaleza, un enorme peñasco en forma de castillo natural. Nosotros trazamos la frontera de acuerdo con estos detalles y nos desviamos dos leguas al Norte; pero, según parece, en el documento firmado por nosotros que posee el Gobierno mejicano se dice que la frontera pasará a dos leguas al Sur de dicho punto. Ellos, cuando trazaron su línea fronteriza, lo hicieron de acuerdo con las instrucciones recibidas del Ministerio. Y así quedó un trozo de tierra de nadie que mide tres leguas de largo y cuatro de ancho. Oficialmente, no es nuestro ni de Méjico; pero si los mejicanos cruzaran su propia línea divisoria, nosotros opinanaríamos que invaden nuestro territorio. Y lo mismo opinarían ellos si nosotros cruzáramos la nuestra.
El ministro recordaba haber leído algo de aquello.
- Y en semejante territorio de nadie se ha instalado un bandido mejicano -siguió Greene-. Vive como un señor feudal. Tiene su pequeño ejército y sabe que allí nadie le puede perseguir. Ningún sheriff norteamericano ni ningún comisario mejicano tiene autoridad sobre el territorio de Fortaleza. Ni los soldados de Méjico ni los nuestros pueden arriesgarse a cruzar sus propias fronteras para acabar con ese Palacio, so pena de provocar una guerra.
- Ya sé -suspiró el ministro-. ¡Tan fácil como sería decirles a los mejicanos que ocupasen ese trozo de tierra!
- Ya se les indicó por parte de nuestro enbajador; pero el Gobierno mejicano pensó que le tendíamos una trampa para hacerle meterse allí y alegar luego nosotros que había invadido con sus fuerzas armadas un territorio norteamericano y tener así motivo para provocar otra guerra al grito de: «¡Acordaos de Fortaleza!». Es natural que sospechen que les queremos provocar y que no deseen hacernos el juego.
- Desde luego -admitió el ministro-. Y si nosotros ocupamos aquel territorio en estos momentos, ¿qué sucederá?
- Pueden ocurrir dos cosas: Que no ocurra nada o que Méjico aproveche el alarmante estado de nuestra política interna para darse por ofendido y buscar en la guerra el desquite de la otra guerra.
- Méjico no está en condiciones de ganar una guerra contra nosotros.
- El más leve incidente internacional puede hacer estallar la tempestad que se cierne sobre nuestra patria -dijo Greene, con su serena visión de las cosas-. Los estados del Sur, los esclavistas, podrían sospechar que se trata de retirar de allí las tropas para impedir a dichos estados oponerse por la fuerza a cualquier intento de los antiesclavistas. No dejarían salir a un solo hombre de sus guarniciones. Tendríamos que hacer la guerra con soldados del Norte; pero enviar a dichos soldados al Suroeste sería tanto como dejar la costa Atlántica a merced de los esclavistas. Y si éstos eran enviados a California, su presencia allí inclinaría a dicho estado a la causa de los partidarios de la esclavitud.
- Tiene razón, Greene. Nos conviene mucho más no darnos por enterados de nada de cuanto ocurre en la frontera con Méjico. Insistiremos en que nuestros agentes en ese país fomenten las perturbaciones y revoluciones. Que Méjico permanezca débil hasta que nosotros hayamos resuelto de una manera o de otra si hemos de ser esclavistas o abolicionistas. Vaya usted allí y vea si es posible acabar con ese bandido.
- Existe algo más -dijo Greene-. Ese hombre tiene en su poder un fabuloso tesoro que perteneció a las misiones de California. Vasos sagrados, ornamentos del culto, custodias, cruces y relicarios. Vale varios millones. Los franciscanos lo ocultaron en los tiempos de la secularización de las misiones por Méjico. Lo conservaron oculto cuando las fuerzas norteamericanas ocuparon California, y, mientras tanto, un tal Natera, bandido de la peor clase, robó el tesoro de casa de los Espada, una poderosa familia que lo guardaba. Se llevó el tesoro a Agua Caliente; pero entonces Cruz Palacio, sabiendo dónde estaba dicho tesoro, cayó sobre Agua Caliente por sorpresa y se llevó las alhajas de las misiones a su Fortaleza. Y eso es lo que le retiene allí. El tesoro es demasiado pesado y voluminoso para sacarlo a escondidas de Fortaleza. Si lo capturan otros bandidos, se perderá para siempre. Si cae en manos de las autoridades mejicanas, será fundido para aprovechar el oro y las piedras, con lo cual perderá igualmente gran parte de su valor, que es, sobre todo, artístico. Si lo capturan nuestras autoridades, el tesoro irá a parar al museo de California; pero no será recuperado por las misiones, porque legalmente el tesoro pertenece al gobierno local, o sea de California, ya que el Gobierno mejicano dio orden de incautación de todos los objetos de oro, metales y piedras preciosas que poseían las misiones. Al heredar las obligaciones de Méjico, también hemos heredado los derechos.
- ¿No se puede devolver todo a las misiones? -preguntó el ministro.
- Hoy existe en California una mayoría no católica. Si esa mayoría supiese que se daban a los católicos esos vasos sagrados, esas cruces y todo lo demás, armaría un escándalo muy grande. Lo que se haga debe hacerse a escondidas.
- Pues venga mañana a recoger sus poderes, el dinero y márchese en seguida a California. No conviene que se sepa que va enviado por el Gobierno. ¿Puede justificar su viaje?
- Mi esposa es californiana, y tenemos tierras allí.
- ¡Magnífico! Le deseo mucho éxito.
Al día siguiente, Edmonds Greene y Beatriz de Echagüe salían hacia California por la peligrosa ruta del Overland, la ruta de los jinetes del Correo, con varios de los cuales se cruzaron mientras su coche volaba sobre las apenas insinuadas carreteras.
La ruta de California era larga y difícil, pero la recorrieron sin tropiezo alguno.