CAPITULO V UNA REACCIÓN

- No se preocupe -dijo Carmen, antes de salir del cuarto-. Las muchachas ya han limpiado la escalera.

- Lamento las molestias que le he ocasionado -dijo Eliú.

Carmen le miraba con un interés que ella misma no sabía explicarse. Había en aquel joven tan desvalido algo que la atraía con irresistible fuerza. Algo que la impulsaba a protegerle. Y no sólo a él, sino también a la mujer con quien estaba casado.

- Ha sido una salvajada -murmuró-. Es el carácter de los hombres de esta tierra. Sus bromas bien intencionadas son más peligrosas que sus disparos. No entienden de delicadezas. Yo les he visto cubrir de cera un cartucho de dinamita y colocarlo luego en una palmatoria para que al encenderlo, creyéndolo una vela, alguien se llevase un susto. ¿Necesita algo especial?

La pregunta iba dirigida a Eva, que respondió:

- Envíeme más leche. La otra quedó abajo.

- Sí, la leche va bien para estos casos. Adiós.

Pero, en vez de bajar en seguida, Carmen se quedó en el pasillo, junto a la puerta de la habitación. La voz de Eliú llegó hasta ella.

- Ha sido una broma…

- S… sí -respondió Eva Mary.

- ¿No preferirías volver a Washington?

- Mi hogar está aquí. ¿No será mejor que te acuestes?

- Luego… ¿Ha vuelto Diego?

Eva Mary no contestó. Los dos se daban cuenta de que estaban hablando porque tenían miedo de que el silencio les obligase a pensar y a comprender los pensamientos del otro.

- Debemos hablarnos con franqueza. Eva -dijo, al fin, Eliú, abordando el problema-. Nos casamos como un par de niños que juegan a ser mayores. Pero ya no nos dejan seguir siendo como éramos.

- Yo no me quejo -murmuró Eva.

- ¿Crees que soy un cobarde?

- No.

- ¿Por qué no lo crees? ¿Te imaginas que cualquier otro hombre hubiese tolerado lo que yo?

- No podías hacer otra cosa. Yo me alegro de que lo hayas hecho.

- ¿Sí? -preguntó, con manifiesta incredulidad, Eliú-. Ninguna mujer puede alegrarse de que su marido se porte como yo. Debí dejar que me pegasen un tiro.

- ¡Por favor! No sé qué te ocurre, Eli. No sé qué piensas ni cómo ves las cosas. Te atormentas sin necesidad. Yo me considero feliz porque estás vivo y no te han herido. ¡Temí tanto por tu vida!

- ¿Te gustó ver cómo cedía ante aquel hombre?

- Ante su revólver. -rectificó Eva.

- Da lo mismo.

- No. Aquel tipo te hubiese matado.

- Yo temí que lo hiciese; pero debí haber esperado… Si no lo hice fue porque no soy valiente.

- Cualquier hombre, por valiente que fuera, hubiese hecho lo que tú.

- No. Un hombre valiente se hubiera dejado matar.

- Deja de pensar en lo que ha ocurrido. No te atormentes más. Lo que ha sucedido no puede evitarse.

- Siempre existe un remedio, Eva.

Eliú dio unos pasos por la habitación. Aún le asaltaban las náuseas provocadas por la enorme dosis de ginebra.

- En el Este los hombres tienen que ser pacíficos. No se permite que los violentos vivan entre los mansos; pero aquí es distinto. El débil es devorado por el fuerte, como en los tiempos en que aún no existían ciudades y el hombre era un animal más, que buscaba su comida en la selva, matando para vivir. Al cabo de miles de años, aún tenemos que ser como entonces.

- Exageras.

- No. Tengo que bajar otra vez a la sala y recoger lo que perdí allí.

- Sería una locura, Eli.

- Debo hacerlo.

Carmen comprendió las reacciones del joven. Se daba cuenta de la lucha que debía de estar sosteniendo entre su temor al peligro y el miedo a quedar para siempre marcado como un cobarde.

- Tú me decías que al casarnos siempre obrarías de acuerdo conmigo -recordó Eva-. Yo no quiero que bajes.

Carmen asintió con la cabeza, como si la otra muchacha pudiera ver su aprobación. De pronto casi dio un brinco al oír la voz de Diego, que censuraba:

- Eso de escuchar las conversaciones matrimoniales está muy feo.

- ¡Oh! -exclamó ahogadamente Carmen-. No diga nada. Que no le oigan. Quiere bajar a pelearse con Segal.

- ¿Quién quiere bajar a pelearse con quién? -preguntó Diego, que después de un infructuoso recorrido en busca de un carruaje para el día siguiente acababa de regresar al hotel.

- Su amigo piensa pelear con Segal, el capataz y mano derecha de «Ocho Dólares».

- No crea ninguna de las mentiras que cuenta el pobre Eliú.

- ¿No se llama Eli?

- No… no. Bueno, sí. Eli es un diminutivo. El chico piensa a veces que ya es un hombrecito y se pone algo tonto. Entonces hay que… dominarle…

- ¿Sabe lo que ha ocurrido? -preguntó Carmen.

Explicó lo del vaso de ginebra. Antes de terminar ya tuvo que retener a Diego, que intentaba correr a enfrentarse con Segal.

- No, usted, no -dijo-. Le están esperando. Saben que usted tiene la sangre caliente y que bajará a pedir cuentas de lo que han hecho con su amigo. Antes de que abra los labios le habrán destrozado.

- No pienso utilizar los labios, señorita -contestó Diego-. Las únicas bocas que hablarán serán las de los cañones de mis revólveres.

- Deje que su amigo se saque a sí mismo de sus apuros. ¿No comprende que en Amarillo sólo pueden subsistir los hombres?

- ¿Por eso lleva usted pantalones? -preguntó Diego, irónico,

- Es una precaución, nada más. Y no hablemos de mí. Escuche.

- Adiós, Eva. Perdóname -decia Eliú.

Su mujer no contestó.

- Por lo visto está dispuesto a jugarse la cara -gruñó Diego.

- Es lo que debe hacer -replicó Carmen.

- No le dejaré…

Diego interrumpióse al verse frente al revólver de Carmen.

- ¿De dónde lo ha sacado? -preguntó-. ¿No me dijo que nunca lo llevaba encima?

- Métase en esa habitación y no impida a su amigo que se convenza de que no es un ratón, sino un hombre.

- ¿Y si me niego? ¿Imagina que puedo creer que usted dispare contra mí? No lo hará.

- Puedo golpearle en la cabeza y dejarle sin sentido durante diez minutos -advirtió Carmen-. Entre o se convencerá de que no amenazo en vano.

- Si le ocurre algo a mi amigo, usted tendrá la culpa -dijo al entrar en la habitación contigua a la de Eliú.

- La culpa es de usted, por haberle dejado solo.

- Estuve buscando un coche para ir al rancho. Nadie quiere prestarme ni alquilarme uno. ¿Qué ocurre en este pueblo?

- ¡Cállese! -ordenó Carmen-. Le puede oír su amigo.

Eliú había salido del cuarto sobre todo impulsado por el poco de ginebra que aún le quedaba en el estómago. A medida que se acercaba a la escalera, disminuía el ardor del alcohol y aumentaba la frialdad alojada en su espina dorsal.

Cuando empezó a bajar la escalera sintió lo mismo que al huir de Washington. Le daba miedo bajar y le daba más miedo retroceder y confesar su miedo. Al mirar hacia el bar vio a Segal; que le observaba riendo y le saludó con la mano.

Estaba tan pálido y se le doblaban tan visiblemente las rodillas, que a ninguno le pasó por la imaginación lo que proyectaba Eliú.

Le vieron bajar y dirigirse, trazando eses, hacia la mesa donde aún estaba el vaso de leche que no le permitieron beber. Las risas aumentaron.

Al llegar junto a la mesa Eliú se tuvo que apoyar en ella. El plan trazado arriba, en un momento en que la mayor audacia le parecía un juego de niños, iba adquiriendo ahora, a medida que se aproximaba el instante de llevarlo a la práctica, proporciones de difícil epopeya.

Estuvo a punto de volver sobre sus pasos, como si en realidad sólo hubiera bajado en busca de la leche.

- No me atreveré a hacerlo -se decía.

Luego:

- Notarán por el temblor de mi voz que estoy muerto de miedo.

Y por fin:

- Si toman a broma mi amenaza no sabré cómo reaccionar.

Con la mano derecha en el bolsillo, empuñando el pequeño derringer que Diego le había regalado en San Francisco, y sosteniendo con la izquierda el vaso de leche, fue hacia Segal.

- Hola -dijo el capataz-. ¿Quiere unas gotitas de ginebra en la leche?

El temor a que la voz no llegara a salir de su garganta, obligó a Eliú a un esfuerzo desesperado.

- Oiga, amigo, yo me he portado como un hombre al beberme la ginebra, ¿verdad? -preguntó.

Creyó que todos notarían cuan débil y vacilante era su tono. Sin embargo, la rigidez que adoptaron todos, especialmente Segal, cuyos ojos habían captado en seguida el bulto del derringer, indicaba que estaban creyendo lo que Eliú no esperaba conseguir.

- Sí… se portó muy bien -respondió Segal, calculando si le sería posible echar mano al revólver antes de que el joven sacara el derringer. Tal vez conseguiría ser más rápido en el saque del revólver; pero si Eliú disparaba a través del bolsillo, sin sacar el arma…

- Pues ahora le toca a usted -siguió Eliú-. Tome este vaso de leche y bébaselo de un trago.

- ¡No! -gritó Segal.

- Yo bebí la ginebra. Ahora beba usted la leche.

Justín Segal miró el vaso que le ofrecía Eliú. No le repugnaba la leche; pero en aquellos momentos no se trataba de beber o no un cuarto de litro de leche, sino de pasar por una humillación mucho peor. Al mismo tiempo había en el acto de Eliú tanta justicia, que Segal no pudo por menos de admitirlo mentalmente.

- Bien -dijo-. Está muy puesto en razón.

Cogió el vaso y lo vació de un trago, dejándolo luego sobre el mostrador.

- Se ha portado usted muy bien, forastero. -dijo-; pero esto que me ha obligado a hacer le costará muy caro.

Eliú volvió la espalda a Segal y encaminóse a la escalera para subir a su cuarto. Mientras iba ascendiendo por los peldaños notaba en su espalda los impactos de las miradas de cuantos esperaban en el salón. De un momento a otro esperaba sentir el golpe de los proyectiles que no podrían dejar de disparar contra él aquellos hombres.

Arriba le esperaban Diego y Carmen. El primero tenía la mano en la culata de uno de sus dos revólveres.

- Estando yo aquí no dispararán -le dijo Carmen.

Y a Eliú, cuando llegó junto a ella:

- Se ha portado muy bien. Aunque se ha ganado un enemigo eterno.

Eliú quiso replicar; pero el temblor de su mandíbula le impidió emitir una sola palabra. La importancia de su acto adquiría proporciones aterradoras a medida que iba quedando atrás su reacción y aumentando el convencimiento de que Justín Segal no dejaría sin castigo la ofensa.

- Deben marcharse de Lindo esta misma noche -dijo Carmen.