CAPITULO PRIMERO INDEMNIZACIÓN CONCEDIDA
Cuando el presidente del Tribunal, tras un teatral carraspeo destinado a atraer hacia sí todas las miradas, terminó su informe y emitió su fallo, Eliú Kaufman sintió una gran admiración por su amigo. Volviéndose hacia Eva Mary indicó:
- Es un magnífico exponente de una magnífica raza.
Eva Mary, que nunca había tenido ideas ni opiniones propias, dijo que sí con la cabeza.
Eliú continuó:
- Es un triunfo en toda la regla. Un hombre solo, extranjero, sin apoyo de ninguna clase, ha vencido al poderoso Gobierno de los Estados Unidos.
- ¡Es asombroso! -exclamó Eva Mary y, agregó: -¿Verdad que sí?
- Sí… Creo que sí -contestó Eliú.
El presidente del Tribunal seguía hablando. Frente a él, de pie, sonriendo como si no diera importancia a su triunfo, Juan Diego escuchaba las palabras del magistrado, paladeándolas como un grato manjar.
- En resumen -decía el juez-. Habiendo examinado los documentos que aportó don Juan Diego de Alzatorres, o sea las copias certificadas del Archivo de La Habana, del Archivo Municipal de la ciudad de Méjico, en Méjico, del Archivo de Indias, de Sevilla, España, y los documentos originales prestados por el Archivo de Santa Fe, Nuevo Méjico, y por el de Monterrey, de California, y también los documentos de identidad del citado don Juan Diego, este Tribunal reconoce el derecho que asiste a don Juan Diego de Alzatorres en su reclamación de las tierras que le pertenecen por cesión de la Corona de España a su bisabuelo Jesús de Alzatorres, capitán del Ejército Real Expedicionario en la Alta California, tierras debidamente señaladas en el título de cesión y sobre las cuales se levantan actualmente los poblados de Cerezo, Burke y Washer. De acuerdo con las cláusulas y condiciones del Tratado de Guadalupe Hidalgo, entre el Gobierno de los Estados Unidos de América y el de los Estados Unidos mejicanos, se reconocieron los títulos de propiedad otorgados por los Gobiernos español y mejicano, y por ello, considerando legítimos los argumentos y pruebas aportados por el señor Alzatorres, se concede a éste, a cambio de la cesión de todos sus derechos, la indemnización de doscientos veintidós mil dólares y cincuenta y tres centavos, valor actual de las tierras y propiedades por él reclamadas. Los gastos y costas de este largo proceso irán a cargo de la otra parte litigante, o sea el Soberano Estado de California.
Mirando a Juan Diego, el juez preguntó: -¿Está usted conforme con la sentencia o insiste en su demanda de las tierras?
- Acepto la sentencia -respondió Juan Diego.
Volviéndose hacia el abogado representante del Estado de California, el juez preguntó:
- ¿Acepta el pago de las costas del proceso o desea entablar recurso contra el mismo?
El abogado representante del Estado de California era un hombre con sentido del humor; por eso contestó:
- Lo que más nos importaba era no tener que pagar la indemnización al señor Diego, o pagarle lo menos posible. Ya que el Gobierno Federal nos ha redimido de dicho pago, aceptamos el de las costas, aunque solicitaremos un plazo de diez años.
- Concedido -respondió el juez.
Volviendo nuevamente su atención a Juan Diego, encogió los hombros, estiró los brazos y abrió las manos como si depositara su autoridad y representación sobre la mesa, entre los dos blancos globos de las lámparas que de noche iluminaban aquel lugar.
- Bien -dijo, lanzando un suspiro de alivio-. Ha conseguido lo que deseaba, señor Diego. Ha sido usted muy valiente y audaz. Sé que ha tenido que vencer muchos obstáculos y que su tarea no ha sido nada fácil. ¿Tendría inconveniente en contarnos cómo se le ocurrió venir de España a reclamar sus derechos?
- Con mucho gusto, señor juez -replicó Diego-. Como ha podido ver por los documentos presentados, mi familia es una de las mejores entre las mejores. De ella han salido los nobles más nobles, los mejores hidalgos, varios obispos, muchos jueces, numerosos capitanes y algunos comerciantes a quienes se considera los garbanzos negros del cocido. Siempre hemos sido una familia de hijos numerosos. Cuentan nuestras crónicas que el primero de los nuestros que se destacó fue un Sancho Diego que ganó tierra a los moros y edificó castillos en las fronteras, sin utilizar para una cosa ni otra a más gente que a sus hijos y nietos. De ahí les vino que los llamaran los alzatorres, y que el apodo se convirtiera en apellido honroso. Yo tengo once hermanos y no tengo más porque mi padre murió a los once años de haberse casado con mi madre.
Hubo risas en la sala, ocupada solamente por media docena de curiosos y por los miembros del Tribunal. Juan Diego siguió:
- Como todos los bienes eran para el hermano mayor, y, según la costumbre, yo tendría que marcharme en cuanto muriera mi madre, comencé a buscar la forma de hacerme con una pequeña fortuna. Buscando por los rincones de nuestro desván, encontré un cofre lleno de documentos antiguos. Los estudié todos y vi, con bastante asombro, que los Alzatorres teníamos derecho a la corona de Inglaterra, a una buena porción de Francia, al gobierno y dominio de Grecia, a la isla de Sicilia, a la exclusiva de pescar en el litoral africano-occidental, a cortar palo campeche en Jamaica y en Santo Domingo, a llamar primo al emperador de Alemania y permanecer sentados cuando él entra en una sala o estancia y, por último, a unas tierras radicadas en el virreinato de Nueva España, en el territorio llamado de California. Como es lógico pensé en resucitar alguno de tantos derechos. Confieso que me hubiera gustado más ser rey de Inglaterra; pero no quise molestar a la dama que ahora reina en dicha isla. Además, me molesta la niebla. Lo de Francia lo dejé de lado porque me parecía un abuso exigir algo a una nación que acababa de perder una guerra contra Alemania. Como el llamar primo al emperador no me reportaba ningún beneficio, lo olvidé. Y al fin, por eliminación, me quedé con las tierras de California.
- Es una suerte descender de una familia de conquistadores -observó el juez.
- Así lo creo. -replicó Diego-. Dondequiera que llegaron los españoles llegó alguno de los Diego de Alzatorres, que es lo mismo que decir que hemos estado en el mundo entero. Pero, volviendo a lo mío. Como lo de California no interesaba a nadie y ninguno creía que se pudiera sacar nada de las tierras de nuestro abuelo, conseguí de mis parientes la cesión de sus derechos a mi favor y vine a reclamar mis tierras.
- ¿Por qué no reclamó el privilegio de cortar palo campeche en Jamaica? -preguntó el juez.
- Jamaica es una colonia inglesa y los ingleses son distintos a ustedes. No les gusta dar dinero. Ustedes han comprado grandes territorios. La Louisiana, por ejemplo. Los ingleses, en cambio, trataron de robársela a ustedes. Pensé que tal vez conmigo harían ustedes lo mismo y preferirían comprarme mis tierras a quitármelas.
- ¿Trata usted de halagarnos? -preguntó el juez.
- Pretendo hacerles justicia.
- ¿Se quedará en nuestra patria o regresará a la suya?
- Pienso quedarme aquí. Invertiré el dinero que me ofrecen y, si encuentro una mujer bonita, me casaré con ella, fundaré una dinastía y haré que mi hijo sea Presidente de los Estados Unidos. Entonces revalidaré mis derechos a la corona inglesa, así como a la mitad de Francia, a llamar primo al emperador de Alemania y a todo lo demás. Creo que puede resultar un buen negocio para los Estados Unidos.
- Me parece que a ningún americano le enorgullecería que su Presidente pudiera llamar primo al emperador de Alemania. -sonrió el juez-. Somos demasiado sencillos para dejarnos ganar por la vanidad.
Juan Diego asintió con la cabeza mientras en su fuero interno soltaba una carcajada, recordando los beneficios que había obtenido en América gracias a su aristocracia. Los más ricos hogares se le abrieron al saber que pertenecía a una familia que ya era famosa cuando América aún estaba por descubrir. Y entre ellos el de los Kaufman.
Allí regresó después de escuchar la favorable sentencia que su pleito había merecido.
Había conocido a los Kaufman en una fiesta a la que asistió a poco de su llegada a Washington. La señora Kaufman era un poder en la capital. Lo fue desde que nació. Era alta, gruesa, reluciente, blanca y pelirroja. Además, estaba plagada de brillantes y perlas demasiado grandes, que en una mujer menuda, delgada y rubia o morena, hubiesen resultado anuladores. En ella, no. Por encima del grosor de las perlas y de los quilates de sus brillantes, resaltaba su personalidad. Sólo ella era capaz de ponerse una diadema, unos pendientes, seis o siete pulseras y un par de solitarios, todo de brillantes del tamaño de garbanzos, y completarlo con un collar de ciento cincuenta perlas, y conseguir que la gente se siguiese fijando en ella más que en sus joyas.
Fue muy hermosa y gozó siempre de un agudo sentido del humor. A los dieciséis años se casó con Otis Kaufman, que a los sesenta y cinco y otros tantos millones de dólares pensó que ya estaba en condiciones de interrumpir su soltería. Era un hombre prudente (sólo los prudentes o los temerarios consiguen hacerse ricos) y sabiendo lo aficionadas que son las mujeres a imponerse a sus maridos, pensó que este peligro se evitaría casándose con una mujer muchísimo más joven que él. «Me respetará como a un padre», se dijo mientras entraba en casa de los padres de Moina, para solicitar de ellos la mano de su hija. Estuvo hablando un rato con ellos acerca del tiempo, de la crisis económica, de los mercados del Sur y de Europa, y al fin abordó el motivo de su visita. Deseaba casarse con la señorita Moina, porque la consideraba muy buena, muy educada, muy distinta de las demás jóvenes. Los padres se miraron consternados. El señor Kaufman pensó que tal vez les impresionaba su mucha edad.
- Mi alma es joven -explicó-. Soy rico. Pienso dotar debidamente a su hija y ustedes no deben gastar nada. En cuanto a mi moralidad… -dejó el resto en el aire, porque, en Washington, Otis Kaufman no gozaba de excesiva fama en cuanto a moral y decencia en todo aquello que no se refería a los negocios.
- Pues… -El padre de Moina comenzó a sudar a pesar de que la primavera aún no había llegado. -Nuestra hija es tan joven… Comprendo que es un gran honor… Pero no pensábamos…
- Creo que es mejor que hables con Moina -le interrumpió vivamente su mujer.
El señor Kaufman debió haber comprendido entonces quién mandaba en aquella casa; pero sus pensamientos estaban prendidos en la hermosa muchacha. Por eso no se dio cuenta de nada.
El padre de Moina salió del salón y casi se dio de bruces con su hija, que lo estaba escuchando todo por la cerradura, con lo cual ahorró al autor de sus días penosas explicaciones. -Acepto, papá -dijo Moina -¿Eh? Pero si es un viejo…
- El buen vino es siempre viejo. Los buenos cuadros, también.
Moina solía usar estas desconcertantes comparaciones.
- Dile que aceptas y oblígale a poner a mi nombre, en bonos del Gobierno, doce millones de dólares. -No me atrevo a decirle eso… -¿Prefieres que se lo diga yo? Lo dijo el padre, y el señor Kaufman, embobado por la roja cabellera de Moina, por su cutis de lechosa blancura (que resaltaba al contrastar con su negro traje) por su bien torneado cuerpo y por la modosidad de sus ademanes y mirada, aceptó. Cedió en lo del dinero, cedió en lo de cambiar su vieja casa por otra mucho más vieja, pero situada en Georgetown, que ya entonces era un lugar de residencias aristocráticas, y no dejó de ceder en todo hasta el día de su muerte, ocurrida cinco años después de la boda. Que no se había dado cuenta de sus concesiones ininterrumpidas lo demostró con sus últimas palabras dirigidas a su esposa:
- Moina querida… Me has hecho muy feliz y… -Respiró con dificultad. -Me has hecho muy feliz y me alegro de que ahora puedas gozar de un poco de libertad. Perdóname si he sido muy intolerante e intransigente contigo. No me importa que te vuelvas a casar, si así lo deseas; pero… no me olvides.
- Te prometo no olvidarte -respondió Moina-. Y… hasta el día de mi muerte seré la señora Kaufman y nada más.
Al decir esto derramó dos lágrimas. Otis sintióse tan conmovido que antes de poder reponerse de su emoción ya estaba muerto. Su viuda, con una admirable presencia de ánimo, lo dispuso todo para el entierro y para el funeral y acto seguido pasó al salón donde la esperaba la modista para la prueba definitiva de los trajes de luto que se había encargado y comenzado a probar quince días antes.
Al funeral asistió mucha gente. Entre los asistentes figuraba un joven agregado a la embajada española, alto, elegante y guapo, que la miraba con una insistencia que hubiera resultado ofensiva en un viejo, en otra mujer, o en un hombre casado.
Le volvió a ver una tarde, cuando ella estaba en su hermoso jardín. El llegó con un lindo y multicolor ramillete que le ofreció con estas palabras:
- Bellas flores para la más hermosa flor de esta ciudad.
Moina rechazó el obsequio.
- El luto no me permite aceptar -dijo.
- ¡Señora! -protestó el joven-. Los ángeles sólo deben vestir de luto cuando se muere Dios.
Moina se echó a reír… y un año más tarde se casaba con Alejandro García de Paredes. Sólo puso una condición: Ella se seguiría llamando Señora Kaufman. Su marido aceptó de mala gana; pero cedió. Y aunque era un hombre enérgico, siguió cediendo y cediendo. Toleró que su primer hijo se llamase Otis Kaufman Paredes, en recuerdo del primer marido de Moina. Consintió que su segundo hijo se llamase Eliú Kaufman Paredes, pero exigió que su tercer hijo, que era una hija, se llamase Carmen, como la madre de él. Moina se negó rotundamente a que su hija se llamara otra cosa que Britania.
- Eso no es un nombre, es un insulto -contestó el marido.
- Es un hermoso nombre.
- Así se llamaba la fragata inglesa que hundió mi abuelo hace sesenta años.
- Pues ya tienes una justificación. -También se llamaba así la perra de mi abuelo. -Pues mi hija se llamará Britania.
Moina calculó mal la resistencia de su marido, quien, aquella noche, desapareció de Washington llevándose a su hija a La Habana, desde donde envió a Moina una copia de la partida de bautismo de Carmen García de Paredes Kaufman.
La esposa se consoló muy pronto.
- Dos mujeres viviendo en la misma casa siempre acaban peleándose -dijo-. Ha sido mejor así. Me alegro. Además, Alejandro era un haragán. Me ha costado un millón de dólares en los cuatro años que hemos vivido juntos.
Sin embargo, aun ahora, algunas noches sus hijos la seguían oyendo llorar, y a la mañana siguiente sus ojos estaban enrojecidos a pesar del agua fría con que Moina los bañaba.
Esta era la única muestra de debilidad que al cabo de veinte años de ocurrido aquello daba Moina Kaufman. Y como la daba en privado, todos la seguían considerando enérgica e inmunizada contra toda claudicación física y moral.
Otis, el hijo mayor, había luchado en la Guerra Civil, de donde regresó con reuma, un estómago deshecho y una novia con carácter. Moina toleró el reuma y la dispepsia; pero no podía tolerar a una mujer con carácter. Por eso Otis vivía en Nueva York, feliz por haberse liberado del yugo de su madre, aunque fuese a costa de haber caído bajo el dominio de su bella esposa.
Eliú no fue a la guerra, no tenía reuma, pero, en cambio, su estómago, excesivamente cuidado, se encabritaba cada vez que tomaba algo más fuerte que lenguado hervido, patatas al horno y sopa de caldo vegetal. Si tenía carácter nadie lo advirtió jamás. Su novia, Eva Mary Glencannon de Grovas, de familia escocesa y española, era una mujer sin opinión y sin voluntad. Moina estaba muy satisfecha de ella. Ella fue quien la eligió para su hijo, porque era reposada, porque no tenía ambiciones y, sobre todo, porque se demostró muy agradecida cuando ella le dijo: «Hija mía, soy una vieja muy particular (entonces Moina tenía cuarenta y tres años y nadie, excepto ella, se hubiese atrevido a llamarla vieja) y me gusta que se me obedezca. Quiero que en mi casa se haga mi voluntad y espero que no lo olvides el día en que vengas a vivir aquí.» Esto quería decir que a ella le gustaba mandar en su casa y en todas las otras casas donde ponía los pies.
Moina Kaufman conquistaba fácilmente las simpatías de los hombres y, por la misma causa, se ganaba con más facilidad las antipatías de las mujeres.
La esposa del presidente Lincoln dijo de ella y de su exhibición de piedras preciosas:
- Con tanto brillante y tanta joya consigue parecer una pueblerina venida a más.
Cuando lo supo, Moina replicó, sabiendo que su respuesta llegaría a los oídos a que iba destinada:
- Siempre he reconocido la superioridad de Mary. Ella no necesita de ningún artificio cuando quiere parecer lo que es.
La enemistad entre ambas mujeres se prolongó durante muchos años; pero Moina pudo decir su última palabra cuando, días después del asesinato del Presidente, fue a visitar a Mary Lincoln y, ante los suficientes testigos, le dijo, con mucha tristeza:
- ¡Cuánto lo he sentido! ¡Pero no te aflijas, Mary, tu marido está en un mundo mejor y en mejor compañía! -Mirando a su alrededor, agregó: - ¡Tan bien como habías arreglado la casa! Debe de ser un trastorno tener que marcharse de una residencia tres años antes de lo que una esperaba, ¿verdad?
Cuando Mary imaginó la respuesta era demasiado tarde. Moina estaba fuera de su alcance.
No obstante su aparente fortaleza, había un punto flaco en Moina Kaufman. Cada semana, o por lo menos cada mes, escribía cartas a España, a Cuba, a los embajadores españoles en las naciones hispanoamericanas. Y siempre recibía las mismas respuestas. Nadie sabía nada de Alejandro García de Paredes y de su hija. Durante unos años había vivido en La Habana, luego se trasladó a Santo Domingo y de allí salió hacia Panamá, donde se perdía definitivamente su pista. La familia decía ignorar su paradero. El ministerio de relaciones exteriores sólo podía informarla de que su marido renunció a la carrera diplomática, lo cual ella sabía por haber sido causa principal en tal renuncia.
Su afición a recibir a cuantos nobles, aristócratas, diplomáticos y viajeros españoles pasaban por Washington, no era un simple afán de codearse con la buena sociedad europea. Hábil conversadora, Moina sabía obtener respuestas sin necesidad de hacer comprometedoras preguntas. Pero aquellas respuestas no le aclaraban nada.
Juan Diego de Alzatorres, que podía dar noticias de un sinfín de familias españolas, fue para Moina Kaufman una fuente de informes rebosante de esperanzas, hasta que al fin se agotó sin ningún resultado práctico. Supo de muchos García de Paredes; pero ninguno era el que ella buscaba, y entretanto, Juan Diego disfrutó del influyente apoyo de la dama y ganó la amistad de Eliú.
Este sentíase deslumbrado por el joven español, cuya audacia y buen humor parecían inagotables. Diego agradecía la rendida admiración del joven y en pago trataba de convertirlo en un ser distinto.
- Los hombres deben beber vino y licores, y no té flojo que más parece agua teñida.
Eliú profesaba horror al alcohol en cualquiera de sus formas. Su madre nunca le permitió beber ni la más inofensiva de las bebidas alcohólicas. Hasta la débil cerveza bostoniana estaba vedada a Eliú. Y en cuanto a manjares enérgicos, el joven sólo conocía la carne empanada.
Algunas veces, Diego lo llevó con él a algún restaurante con la esperanza de reforzar aquel debilitado estómago. Los resultados fueron tan lastimosos que al fin el español renunció a sus buenas intenciones.
- No tienes remedio. -dijo-. Estás destinado a morir de una indigestión de merluza hervida. Que Neptuno se apiade de ti.
El noviazgo de Eliú con Eva Mary obedeció, inicialmente, al interés que Moina Kaufman ponía en relacionarse con todo lo español. La docilidad de la muchacha y el que su familia no estuviera en una posición demasiado elevada fueron los principales motivos de su consentimiento.
- La chica es linda; pero algo sosa. -comentó Diego la noche en que se anunció el noviazgo.
Moina encogió sus blancos hombros que el traje de noche dejaba al descubierto.
- Es lo que a él le conviene -respondió-. Los platos fuertes no se han hecho para mi hijo. Me fastidian esas jóvenes de hoy… tan impetuosas.
- Pero… ¿se trata de que Eliú se case con ella, o de que se la coma?
Moina se echó a reír.
- Ustedes, los españoles, son muy ocurrentes -dijo.
- Su marido lo era, ¿verdad?
- Sí, era español y también ocurrente.
- Sus hijos no parecen haber… ¿O acaso nacieron de su primer matrimonio?
- No. Cuando me casé por primera vez yo era muy joven y mi marido muy viejo.
- Sin embargo, el apellido…
- En América no seguimos el mismo sistema que ustedes cuando se trata de poner nombre a los hijos. No somos tan rígidos ni tradicionales. Se puede usar el nombre de Jorge Washington sin necesidad de que nuestro primer Presidente haya sido incluido en el Santoral. Y lo mismo ocurre con los apellidos. Los de mis hijos son un homenaje a mi primer esposo.
- Increíble -comentó Diego-. Y también muy emocionante. Debe de guardar muy buenos recuerdos del señor Kaufman.
- No era un hombre genial. Afortunadamente.
- Los hombres geniales deben casarse con mujeres vulgares y viceversa, ¿no? -inquirió Diego.
- Así es -comentó Moina-. El matrimonio, como todo en la vida, es una lucha entre dos voluntades o dos fuerzas. Una de las dos se ha de imponer. La otra debe ceder.
- Esa no es una opinión americana -replicó Diego-. Ustedes siempre dicen que se debe llegar a un acuerdo.
- Pero no decimos cómo debe llegarse a él. La Guerra Civil terminó en un perfecto acuerdo. Los vencidos aceptaron el punto de vista del Norte y ahora la unión se ha hecho perfecta. Mientras el Norte opinaba de una manera y el Sur de otra, las cosas iban mal. Ahora van mejor. Así ocurre en el matrimonio. Otis se dio cuenta en seguida de que yo siempre tenía razón y nunca se opuso a mis propósitos. Comprendía que sólo me impulsaba el buen deseo de que todo marchara bien en nuestro hogar. En cambio, Alejandro, mi segundo marido… ¡Ah! Era muy distinto. Muy terco. Pretendía imponer sus puntos de vista a pesar de que siempre estaban equivocados. Estalló la guerra y…
Moina se interrumpió, dominada por una emoción que no consiguió disimular. Diego siguió por ella:
- Las fuerzas estaban demasiado igualadas, ¿no es cierto?
- Eran distintas. El general Grant ganaba las batallas porque tenía más hombres que el general Lee. En cambio, éste las ganaba porque era mejor general que Grant, a pesar de que tenía muchos menos hombres. Alejandro se retiró en el momento oportuno y si no me venció, tampoco fue derrotado. Además yo cometí la tontería de permitirle, durante mi… Bueno, mientras esperaba la llegada de mi hija, cometí la tontería de dejar que administrase algunos de mis bienes. Se llevó un millón de dólares que la Ley no admite que fueran robados.
- ¿Usted cree que los robó?
- Yo sé que gastó un millón y que las cuentas no justifican tanto dinero.
- ¡Vaya! -rió Diego-. Eso es lo mismo que le pasó a uno de mis abuelos. Luchaba contra los franceses de Napoleón y se apoderó de un convoy de armas destinado a ellos. Con aquel armamento derrotó a un regimiento francés. Y no creo que se le pudiera llamar ladrón.
- Ni yo he dicho que el padre de mis hijos lo sea, señor Diego.
El español rió suavemente y al notar que su risa hería a la señora Kaufman, rió con más fuerza.
- ¿De qué se ríe? -preguntó Moina.
- ¡De nada, señora!
- Solamente los idiotas se ríen sin motivo. Y usted no lo es.
- Muchas gracias. Y ya que me ha honrado con su admisión de que soy un hombre inteligente, diré que su lucha particular no terminó en tablas. Hubo un vencedor.
- Sí. Yo gané.
- No he dicho que hubiese una vencedora, sino un vencedor.
- Es usted un insolente.
- Y usted demasiado hermosa.
- ¿Por qué dice eso? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
- Si yo tuviese veinticinco años más le diría que estoy enamorado de usted.
- Y yo…
- Continúe. ¿Qué haría usted?
- Lo que debe hacer una mujer honrada.
- Una mujer honrada y… ENAMORADA… He dicho enamorada, hace lo que usted, o sea permanecer fiel a su marido sin recurrir al recurso legal de divorcio por abandono.
- Todos los españoles son iguales. Hablan, hablan y hablan, y. al fin siempre tienen razón. Me recuerda usted a otro que hoy, precisamente, está aquí.
- ¿Hay un compatriota mío en esta casa?
- Sí. Don César de Echagüe. ¿Quiere hablar con él?
- ¡Ya lo creo! ¡Y abrazarle, incluso!
- ¡Son desconcertantes! En su país se matan en continuas revoluciones. Sin embargo, cuando se encuentran fuera se tratan como hermanos.
- Somos gente bien educada y no hacemos como los ingleses, que siempre van a pelear a casa del vecino. Ellos vencieron a Napoleón en España y luego en Bélgica y en Alemania, destrozaron muchos pueblos y muchos monumentos de arte; pero Inglaterra quedó intacta. En cambio nosotros siempre hemos respetado la casa ajena. O casi siempre. Sobre todo en el caso de nuestras rencillas personales. ¿Quién es ese don César? ¿Algún emigrado político?
- No. No ha luchado en España. Es de California.
- ¡Hombre! Me gustará conocerle. ¿Es simpático?
- Mucho. Es uno de esos hombres a quienes a ratos se desea abrazar y a ratos se les estrangularía, porque saben decirnos las cosas desagradables como si creyeran que al decirlas nos halagan. Venga, Diego. Se lo presentaré.