CAPÍTULO VII

BÚSQUEDA INFRUCTUOSA

—¿Quién le impide expresar su opinión? -preguntó Rothberg cuando Elmo repitió su lamento al día siguiente.

—Yo. Yo mismo me lo impido y me lo prohíbo -replicó Bradbury-. ¡Y eso es lo peor! Que tenga que ser yo mismo quien me censure mis impulsos. Es muy cómodo hablar de que en este país todos podemos expresar libremente nuestra opinión. Podemos decir que Chase era un peligro público. Podemos insultar al gobernador de California. Todo eso le gusta al público y paga por leerlo; pero si yo escribo que el público es salvaje, brutal y feroz, nadie comprará un periódico para leer mis opiniones. Si quiero vender, tengo que hablar libremente de los que no son simpáticos al público. Al público en general hay que respetarlo. Y eso es difícil después de ver lo que hace el público cuando lo dejan en libertad.

—¿Qué va a hacer ahora? -preguntó Lena a Rothberg-. El buen nombre de Johnny ya está asegurado.

—No sé. He recibido una invitación del señor Taussig para que vaya a verle.

—Querrá ofrecerle el empleo que fue de Rothberg -dijo Berta.

—No sé por qué -respondió Johnny-. Al fin y al cabo no se ha descubierto aún quién robó el dinero. Tal vez me quiera hablar de eso.

Hebediah Taussig salió a recibirle a la puerta de su despacho. Rothberg pasó entre una descarga de miradas de asombro de los empleados, que comentaban el asombroso parecido.

—Pase, señor... ¿Cómo debo llamarle?

—Rothberg, señor Taussig -contestó el joven-. No tengo otro nombre mejor ni peor. Y como ahora empieza a limpiarse el nombre de Rothberg, creo que lo usaré.

Taussig tabaleó con los limpios dedos sobre la mesa. Era un hombre cuya pulcritud casi resultaba irritante.

—Mi situación es algo violenta -siguió-. Cometimos una injusticia con un hombre que era su vivo retrato. Deseamos repararla. El antiguo empleo es para usted, si le interesa.

—Creo que no entiendo ni una palabra de cuentas ni de lo que se hace en una oficina como ésta. Si alguna vez fui hábil en ello, lo olvidé junto con todo lo demás.

—Un poco de práctica le permitirá ponerse al corriente en seguida.

—Tal vez. Me gustaría hacer la prueba para saber si soy o no el contable John Rothberg.

—Venga a trabajar por las mañanas, que es cuando hay más afluencia de público. Puede trabajar con un ayudante, que le ponga al corriente hasta que usted recupere su antigua capacidad.

Sonriendo, el señor Taussig agregó:

—Si es usted el que todos deseamos que sea.

—¿ Puedo ver el sitio donde trabajaba yo o mi doble?

Taussig le acompañó a la cabina donde había trabajado Rothberg. Johnny lo miró todo, intentando hallar algún recuerdo con su pasado. Una pista que le condujera hasta él. Todo le resultaba nuevo y, por lo tanto, desconocido.

—¿Por qué no hace algunas cuentas? -preguntó Taussig-. Rothberg sabía mucho de descuentos...

—Ni sé lo que es ni cómo se hace.

Taussig le hizo sentar a la mesa de trabajo y le explicó los rudimentos del trabajo. Transcurridos varios minutos, Rothberg dijo que se rendía.

—No puedo con ello. No entiendo nada.

—Vaya viniendo y ya verá cómo aprende. Tendrá el mismo sueldo que le correspondería si no hubiese interrumpido su trabajo en esta casa. Me gustaría abonarle todos los sueldos que no se le han pagado; pero es detalle que no depende de mí. Quédese un rato y estudie el trabajo. Si le atrae hacer algo, hágalo. Si no, déjelo.

—Gracias. Es usted muy amable. No me atreví a venir antes por temor a no ser bien recibido.

—Siempre hemos creído en su inocencia -dijo Taussig.

Se fue, y al quedar solo Rothberg examinó los libros y cuanto había allí. Uno de los libros llevaba en aquélla sección unos quince años. Rothberg estudió la letra de su doble y la comparó con la suya. Había cierto parecido entre ambas; pero la mayoría de los rasgos eran distintos. En cambio, las operaciones aritméticas le resultaban muy fáciles.

Acercóse un ordenanza y le entregó un sobre dirigido a él.

—Lo acaban de traer. Luego vendrán a recoger la contestación.

Luego añadió:

—Nos alegra mucho verle de nuevo por aquí, señor Rothberg.

—Gracias, Mikhail... ¿Eh?

Rothberg miró al sonriente ordenanza.

—¿Se llama usted Mikhail?

—Sí. Todo el mundo me llama así.

Rothberg quedó algo preocupado por el súbito recuerdo. Era como la resurrección de la memoria, la recuperación del pasado.

Abrió la carta. Era breve.

«Averigüe quiénes repasaron los libros después de la muerte de Shulman. Obtenga direcciones.»

Un mensaje del «Coyote». Al cabo de dos horas el mismo ordenanza acudió a recoger la respuesta.

—¿Quién es? -preguntó Johnny.

—Un muchacho. Debe de ser empleado de un bar.

—Déle esto -pidió Rothberg.

Entregó una nota en la cual daba las direcciones y nombres de los inspectores que revisaron las cuentas, después de la fuga de Rothberg. Dos de ellos vivían en San Francisco. Los otros eran del Este.

El capitán Farrell estaba hablando con el segundo de los inspectores, a los cuales había llamado obedeciendo a una nota del «Coyote».

—Usted examinó los libros que llevaba Rothberg en la «Western». ¿Encontró el desfalco?

El inspector, un hombre de unos cincuenta años, dijo que sí con la cabeza. Pero no parecía muy convencido. Farrell se lo hizo notar.

—¿Es por algo anormal? -inquirió luego.

—Sí. No se podía precisar exactamente lo raro. Era una sensación o impresión más que una realidad.

—Por favor: explíquese. En concreto, ¿qué descubrió usted?

—En concreto: el desfalco. Eso estaba claro y evidente. Faltaban ciento cincuenta y tres mil cuatrocientos ochenta y dos dólares. Recuerdo bien la cifra, porque fue lo primero que me extrañó. No era una suma que podría llamarse redonda. Ciento cincuenta mil eran lógicos. Y lo hubieran sido lo mismo cien mil, setenta mil o doscientos veinte mil. Cualquiera hubiese creído que Rothberg había ido desfalcando de dólar en dólar. Y para eso hubiese necesitado un siglo o más, hasta reunir los ciento cincuenta mil dólares.

—Pudo hacerlo para disimular mejor. ¿No es posible?

—Sí. Un hombre inteligente lo haría así, huyendo de las cantidades redondeadas. Pero lo que me extrañó fue que más que un desfalco en curso, aquello parecía una restitución.

Farrell movió la cabeza, invitando al otro a seguir. Le interesaba aquella rara opinión.

—Sí, eso mismo: restitución. Yo hubiera dicho que alguien había sacado medio millón de dólares y los estaba devolviendo.

—¿Rothberg?

—Creo que sí. Era el único que estaba en condiciones de hacerlo.

—¿Esa cantidad: medio millón, la ha dicho usted por decirla o corresponde a la verdad?

—Creo que corresponde a la realidad.

—Entonces..., usted cree que Rothberg desfalcó medio millón y lo estaba devolviendo cuando llegó, inesperadamente, el inspector y le cogia desprevenido. No tuvo más remedio que dejarlo todo tal como estaba y confiar en un imposible milagro. Imposible, porque esas cosas no se nos escapan. Conocemos todos los trucos y sabemos ver a través de ellos y encontrar la clave del engaño. No puede haber mucha imaginación en esos trabajos. Se mina una cuenta de esas que permanecen inmovilizadas durante años y se reduce a su menor expresión. Luego se van haciendo ingresos imaginarios y reponiendo el dinero. El cliente no se entera. Nunca sabrá que se ha estado jugando con su dinero.

—¿Jugando? ¿A qué?

—A la bolsa, generalmente.

Lo más interesante de esta opinión era su absoluta coincidencia con la del inspector interrogado antes. Los dos creían lo mismo. No se estaba desfalcando, sino reintegrando. El desfalco se había producido muchos años antes. ¿Cuántos? Cuatro. Seguramente, esta cifra era exacta. El desfalco se produjo diez años antes, y desde entonces se fue remediando. Un año más y no hubiera habido rastro del mismo. Fue una desgracia que el inspector se presentara tan pronto.

Con los intérpretes principales muertos, desaparecidos o sin memoria, el trabajo no resultaba cómodo. ¿Cómo seguir, hacia atrás, una pista de diez años de antigüedad? Estaba casi borrada, faltaban varios de los personajes y uno de ellos, si existía, carecía de memoria.

Rothberg escuchó los informes de Farrea. Lo de la restitución en vez de desfalco, le sorprendió tanto como había asombrado a Farrell.

—El detalle más claro que yo veo es la visita de Shulman a Chase -dijo Elmo aquella noche-. Nunca la he visto clara. ¿Fue sólo a preguntar si Chase había prestado cinco mil dólares a Rothberg?

Ni Chase ni Shulman podían contestar. Elmo estaba buscando una solución cuando se le ocurrió que podía interrogar a Taussig.

El director de la «Western» admitió como muy posible la relación entre Rothberg y Chase.

—Existía cierta amistad entre ellos. Al menos en apariencia. En la realidad podían ser mejores amigos. Rothberg podía sacar dinero de las cuentas. Le bastaba falsificar una orden de pago contra una de las cuentas que estaban a su cargo. Sólo tenía que dar la orden de pago a un cómplice para que la presentase al cobro. Como él era quien debía confrontar la firma, nadie le impedía darla como buena para efectos del pago. Luego volvía de nuevo a él y quedaba archivada en su poder. El enviaba al cliente el estado de cuentas cada seis meses. Siendo un buen contable, no encontraba dificultad alguna. Le era suficiente llevar en una libreta el movimiento de las órdenes de pago falsas. Al enviar el estado de cuentas al cliente, le remitía el falso, o sea el de la cuenta inmovilizada. En cambio, como propia para el archivo, dejaba otro estado de cuentas que reflejaba el del libro. Así era imposible que se le sorprendiera, y todas las inspecciones pasaron sin percatarse de la trampa.

—¿Existe algún Cannon entre sus clientes?

—Alguno. ¿Cuál es su nombre de pila?

—¿Gerald Cannon?

Taussig denegó con la cabeza.

—Ninguno llamado así. ¿Buscan acaso a algún sospechoso?

—Creo que sí. El capitán Farrell se lo podrá decir mejor que yo. Muchas gracias.

Elmo Bradbury volvió a su periódico. Lena y Berta estaban trabajando en la imprenta. Las llamó.

—¿Cómo podríamos averiguar algo acerca de Gerald Cannon? -preguntó.

—Yo telegrafiaría a los periódicos del Este -dijo Berta-. En sus archivos deben de guardar algo de lo que ha ido ocurriendo a lo largo de los años. Si Cannon fue figura importante en algún asunto malo, los periódicos debieron de comentarlo.

—Haced una cosa. Yo telegrafiaré a los periódicos del Este que están en relación conmigo. Mientras tanto, vosotras id al San Francisco Times y pedidle a Orville, que es muy amigo mío, lo que sepa acerca de Cannon.

Orville recibió a las dos jóvenes, y aunque no hubiesen traído recomendación mejor que su belleza las hubiese atendido con idéntica amabilidad.

Buscó en los cajones del archivo de mayor uso y no encontró nada.

—Tendremos que bajar al sótano, donde guardamos lo principal.

Las guió por un dédalo de corredores y pasillos, hasta el sótano, donde, en el más perfecto desorden, estaba el colosal archivo del San Francisco Times, adquirido del Boston Monitor, que a su vez lo había adquirido del Philadelphia Flag.

Encontraron el primer cajón de la C. Le quitaron una mínima cantidad de polvo y lo acercaron a la luz de la lámpara de seguridad.

Lo abrieron allí. Estaba lleno de carpetas y una de ellas, por fin, apareció con el nombre de Cannon Gerald.

—Esta es -dijo Orville-. Un caballero llamado Gerald Cannon. Nacido en...

De detrás de una pila de cajones partió un fogonazo, acompañado de una densa y sofocante humareda y de una atronadora detonación, acentuada por lo reducido y abovedado de la sala.

Sin lanzar un grito, Orville cayó de bruces sobre la carpeta de Gerald Cannon. Las dos jóvenes echaron a correr por entre los cajones del archivo, buscando alguna salida, huyendo de aquel asesino.

Sus pasos resonaron en la habitación, y sus corazones, latiendo como martillos de vapor, les impidieron oír los pasos del asesino, que encontró la puerta antes que ellas y las encerró con llave en el sótano, junto al cadáver.

—Mira -dijo Berta, señalando a Orville-. Le ha quitado la carpeta con todo lo de Cannon.

—Nos ha debido de estar siguiendo -tembló Lena.

Golpearon, frenéticas, la puerta y al cabo de media hora fueron oídas y puestas en libertad.

El Times pudo publicar en exclusiva la noticia de que su empleado había muerto violentamente en el sótano; pero la comunicó a los demás, para que todos le ayudasen a limpiar la ofensa sufrida.

Los hilos telegráficos de la «Western Union» transmitieron a todas las ciudades importantes del Este la misma pregunta, hecha a los periódicos: «¿Quién era, es o fue Gerald Cannon?»

El noventa y nueve por ciento de las respuestas fueron negativas, o diciendo que se buscara en ios archivos del Philadelphia Flag o del Boston Monitor. La única respuesta interesante la dio el New York Times:

«Gerald Cannon. Ingeniero especializado en ferrocarriles. En 1855, su proyecto de tendido de vías a través del continente fue censurado e informado mal por tres ingenieros del Estado. Cannon los buscó y desafió para batirse con ellos. Se negaron, porque sabían su puntería. Cannon sacó la pistola y mató a los tres con tres disparos. Huyó al Oeste y no se supo nunca más de él. Han circulado rumores de que se oculta en California. Luego su proyecto fue usado para UP.»

—Todos los que han desaparecido huyendo del Este se hallan en California o en Tejas -dijo Elmo-. Probablemente debió de trabajar en el ferrocarril. Hay que buscar a un ingeniero.

La busca no dio resultado. Ninguno de los ingenieros a los que se investigó podían ser Gerald Cannón.