CAPITULO III

UN ENEMIGO PELIGROSO

Al día siguiente el juez aceptó la acusación contra Irwin Chase por los delitos de homicidio y uso ilegal de uniformes. Chase reconocióse culpable del primer cargo, alegando defensa propia, y rechazó el segundo. Esto sorprendió a quienes esperaban que se declarase no culpable de ambos cargos; pero aún sorprendió más la sentencia del juez, que condenaba a Irwin Chase a un mínimo de cinco años de presidio y a un máximo de diez, añadiendo, que, por motivos y circunstancias conocidas del magistrado, el cumplimiento de la sentencia se dejaba en suspenso.

Elmo Bradbury atacó desde el Bulletin a Chase y al juez. Por esto último fue condenado a una multa de quinientos dólares o cincuenta días de prisión.

Un sobre con esa cantidad y un papel con la firma del «Coyote» llegó a poder de Bradbury, que pudo seguir atacando aquel ofensivo fallo.

«El juicio debiera haberse hecho ante jurado-decía Elmo, desde su periódico-. Habría sido preciso presentar unos cargos mayores que imposibilitaran a Chase para aceptarlos como lo hizo con los de homicidio. Un jurado decente le hubiese enviado a la horca; pero un juez amigo le ha condenado a diez años de prisión, dejando en suspenso la condena. Es como si no se le hubiera condenado a nada. El país está lleno de gentes que disfrutan de condenas suspendidas. Nominal y legalmente, es cierto que pueden ser encarceladas en cuanto cometan otro delito, por pequeño que sea, o cuando el mismo juez considere que debe hacerse efectiva la condena; pero esto nunca sucede. Ahora los delincuentes ya saben que la mejor forma de librarse de castigos es reconocerse culpables y obtener una sentencia suspendida. Para seguir en libertad, ya no es necesario comprar a un jurado entero. Basta invertir la mitad del precio ese en comprar a un buen juez...»

—Está hablando demasiado -comentó Chase, dirigiéndose a Fontán.

Su abogado se encogió de hombros.

—No tiene importancia -dijo con una sonrisa-. La gente espera que Elmo Bradbury despotrique. Hacerle callar bruscamente sería un grave error..

—¿Y el juez? ¿Qué dice?

—No le da importancia. Han escrito de él cosas peores. Lo esencial, por ahora, es llevar adelante la obtención del indulto. El gobernador de California no lo ve con agrado; pero su partido le obligará a firmar. Ahora se trata de si se puede pagar o no lo que piden. Con ese indulto se puede usted reír de todos, Chase.

—¿Hasta del «Coyote»?-preguntó Irwin.

—¡No piense tanto en el «Coyote»! No puede hacerle nada mientras usted no acuda a los lugares donde él puede moverse fácilmente. El campo de batalla del «Coyote» es el llano, la montaña, los bosques desiertos. Allí donde tiene mil escondites a mano. Donde en cada casa encuentra a un amigo, un confidente, un protector que le oculta o da falsos informes a sus perseguidores. Mientras pueda ir a caballo, el «Coyote» es fuerte; pero en San Francisco no tiene ambiente.

—Pues ha hecho bastante. Y el golpe que dio, dejando los dos muertos bajo el árbol, con el letrero sobre el pecho...

—De acuerdo; pero eso lo hizo en las afueras.

—Ha hecho otras cosas aquí. Cosas que usted no sabe...

—Debería saberlo todo. Es necesario que redacte una lista con todos los delitos de que se le acusa. No olvide ninguno. Cuando la tenga hecha, la copiaremos en la instancia al gobernador, y él le indultará de todos los delitos y de las penas pendientes.

—Se la haré en seguida -dijo Chase-. ¿Quiere usted copiarla?

Lewis Fontán tomó nota de los delitos con sentencia suspendida, que Chase tenía en su contra. No eran muchos; pero si aquellas sentencias se hubiesen cumplido, Chase habría tenido que pasar treinta y ocho años entre rejas. O el doble, si se le hubiese aplicado el máximo.

—¿Es todo?

—Hay cositas que nadie ha sacado a luz. ¿Las pongo?

—No. El indulto sólo vale para los delitos que han merecido condena. Los que no han pasado por delante del Tribunal no pueden ser perdonados, ya que no han sido castigados. Sería conveniente hacerse acusar de ellos, obtener una condena suspendida y luego incluirlos en la lista para el indulto.

—Son cosas viejas que no creo que reaparezcan nunca. ¿Cuándo hay que pagar el indulto?

—Por anticipado. Es un riesgo, porque los intermediarios no garantizan nada.

—Entonces...

—Es un riesgo que puede correrse. Lo que no puede usted esperar es que un asunto así se lleve con recibos, contratos y a la vista de todos. Hay que proceder con cautela, confiando en ellos. No les interesa ni les conviene fallar, aunque se lleven secretas, se saben, y si hoy le engañaran a usted, mañana perderían otros negocios similares. Yo sé que le darán el indulto. Puede pagar ese dinero. Vale la pena hacerlo.

Cuando el indulto fue ofrecido a la firma del gobernador Borraleda, éste lo detuvo para estudiarlo y decidir.

—No pienso firmarlo -dijo a su secretario-. Ese tipo no merece que, encima de que no cumple ninguna condena, se le perdone todo lo que tiene en su contra.

Salió el secretario, para comunicar a los interesados la posición que adoptaba el gobernador, y casi al instante la voz del «Coyote» dijo, desde el balcón:

—En su lugar, yo firmaría, señor Borraleda. No va a perder nada.

El gobernador miró incrédulamente al «Coyote», que avanzaba desde el balcón hacia él.

—¡Cuánto tiempo sin vernos...! Pero... ¿habla en serio? ¿Perdonar a Chase?

—Sí. Exactamente dentro de diez días.

—¿Por qué dentro de diez días?

—Si se lo dijese, no querría firmar. Hay que tratar a cada uno como se merece. Con la firma del indulto perjudica a Chase muchísimo más que negándolo.

—No lo entiendo; pero si la petición viene de usted, sé que no beneficiará a un delincuente. ¿Debo firmar dentro de diez días?

El «Coyote» asintió con un movimiento de cabeza.

—Entre tanto, ¿qué digo?

—Manifiéstese poco dispuesto a la firma. Ejercerán muchas presiones sobre usted, y al fin cederá; pero no hable a nadie de esto que hemos discutido. Estoy temiendo que descubran la trampa. Tienen un buen abogado.

—Y un mal enemigo -sonrió el gobernador-. Eso me tranquiliza.