CAPITULO V

Matías Moreno estaba pasando un mal rato.

—Ya sé que es meterme en lo que no me importa, Matías -decía el visitante, sentado en la única silla del cuarto, mientras el muchacho se acomodaba en la cama-. Mi consejo es bueno; pero no te obligo a nada. Es una buena inversión. Con el tiempo lo será mucho mejor.

—Yo había pensado otras cosas -murmuró Matías-. Si le parece una suma algo menor...

—Esta noche has ganado unos siete mil dólares. Tuviste suerte y supiste jugar. El juego es uno de los grandes placeres que existen. A mí me apasiona; pero sin hacerme perder la cabeza. Ese dinero que hoy llegó a tus manos puede irse de ellas mañana. Inviértelo en el Banco. Después del robo necesitamos aumentar el capital para reponer lo perdido. Lo que hoy representa un valor de siete mil dólares, puede transformarse mañana en muchísimo más. Cinco o seis veces más...

Matías pensó que no podía rechazar sin más ni más, semejante oferta. Una inversión en el Banco podía significar su seguridad para el futuro. Pero él ya no tenía siete mil dólares. Escasamente tres mil. El resto se lo había dado a Rosita. ¿Qué pensaría el señor Siringo si él decía «No puedo darle esos siete mil dólares, porque he invertido parte de ellos en comprar la fuga de Juan de Dios, uno de los que cometieron el robo»?

—No te obligo a nada... -siguió el banquero-. Eres libré de disponer como quieras del dinero que has ganado; pero en los demás accionistas causaría muy buena impresión el que tú aportaras tu dinero al Banco donde trabajas.

—¿Y si no hubiese tenido dinero? -.preguntó Matías-. ¿Se habría encontrado mal que no diese nada?

—El que no tiene no puede dar -replicó Siringo-. Pero ese no es tu caso. Reflexiona sobre ello y mañana ya me dirás algo. No trato de obligarte.

Siringo se levantó y, sonriendo a Matías, fue hacia la puerta.

—Hasta mañana -dijo, abriendo.

—Hasta mañana -replicó Matías.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Matías se puso también en pie. Tendría que marcharse. Su primer intento de vivir de acuerdo con las ideas de su primo había terminado en un fracaso. No podía justificar la desaparición de la mayor parte del dinero ganado en el juego. No podía decir que había tratado de conseguir la libertad de Juan de Dios. No podía decir que éste era su primo y que él mismo había llegado a Holbrook para participar en el asalto al Banco donde ahora trabajaba. Todo era inútil. Había nacido para vivir fuera de la Ley y todo lo que hiciera para evitarlo resultaría inútil.

No tenía mucho que llevarse. Lo reunió sobre la cama y estaba envolviéndolo en un pañuelo de hierbas, cuando una voz preguntó:

—¿Otra vez huyendo, Matías?

El muchacho movió la cabeza hacia el revólver que había dejado sobre la mesita de noche. No terminó el movimiento, porque recordó la superioridad que el «Coyote» tenía sobre él.

—He venido a traerte esto -siguió el enmascarado, cuyas manos seguían lejos de sus revólveres-. Toma.

Sobre la cama cayeron cinco mil dólares en billetes. Matías miró muy inquieto al «Coyote». Aquel dinero podía significar un reproche, una amenaza por haber intentado comprar la libertad de un delincuente. O algo peor.

—Guarda tu dinero y mételo en el Banco. Allí lo necesitan y a ti te servirá de mucho. De momento te servirá para conseguir del señor Siringo permiso para trasladarte a Los Angeles en busca de unos documentos que te hacen falta.

—¿Por qué he de ir a Los Angeles?

—Porque me interesa que no estés aquí en las próximas semanas.

—¿Yo?

—A la larga resultará beneficioso para ti el que no estés en Holbrook. De momento no te puedo decir nada más. Es una orden y debes cumplirla. Regresa dentro de quince días. El señor Siringo agradecerá tanto tu dinero, que no habrá oposición por su parte. Incluso puedes aumentar la cifra a diez mil. Esto te situará mejor. Toma.

Otros cinco mil dólares cayeron sobre la cama.

—Ese dinero no es mío...

—Ahora sí. Te lo regalo. No tienes que preocuparte de su procedencia. Es honrada. Explícale a Siringo que es dinero procedente de otras partidas de póker. ¡Ah! No trates de ver a Rosita.

—¿Y Juan de Dios? -preguntó Matías.

—Yo me encargo de ayudarle.

—¿Le salvará?

—Le ayudaré. Y con más prudencia e inteligencia de la que habéis demostrado Rosita y tú. Adiós.

—Un momento -pidió el muchacho-. ¿Qué me sucedería si no hiciera caso de sus consejos?

—Te sucedería algo malo a ti y algo mucho peor a tu primo.

—¿Usted me haría ese daño?

—Yo no, Matías. Otros te lo harían y yo no podría ayudarte. En todo momento soy tu amigo; pero si tú insistes en no hacerme caso, el amigo se retirará. No se transformará en enemigo. Dejará de ser amigo. Eso es todo.

—Entiendo. Lo prefiero así. Cada vez que alguien me quiere dominar por la fuerza noto dentro de mí unos violentos impulsos de llevarle la contraria. De hacer lo otro.

—Buen viaje. Cuando llegues a Los Angeles dirígete a la Posada del Rey Don Carlos. Allí te darán alojamiento. Un amigo mío pagará tus gastos.

El «Coyote» salió por la puerta y al cabo de unos instantes se oyó en la calle el galope de un caballo. Matías reunió en un solo paquete los diez mil dólares, los guardó debajo de la cama y se tendió para dormir hasta el día siguiente. A pesar de sus esfuerzos no logró conciliar el sueño.

Lo primero que hizo al otro día fue dirigirse al Banco. Había reunión de ganaderos y todos parecían muy excitados. El nombre de Juan de Dios Gallo sonaba continuamente, y al mismo se unían las palabras: «cuerda», «linchamiento» y «justicia inmediata».

—Hola, muchacho -sonrió Siringo, cuya mirada había sido atraída por el imán del dinero que Matías traía empaquetado. Los ojos de un banquero saben reaccionar en seguida a la atracción del dinero. Como el hierro a la llamada del imán.

—Le traigo lo que dijimos anoche y un poco más explicó Matías-. En total diez mil. Son todos mis... ahorros.

Siringo se emocionó.

—Gracias Matías -dijo-. Agradezco mucho tu confianza. No te arrepentirás. Ven.

Le hizo pasar a su despacho y le extendió un recibo del dinero para su inversión en acciones del Banco.

—Luego arreglaremos los detalles; pero de momento con esto ya tienes garantizado y asegurado tu dinero.

—Quisiera pedirle un favor...

—Lo que tú quieras...

—Necesito ir a Los Angeles a buscar algunos documentos familiares. ¿Podría ausentarme durante quince días?

—No puedo negarte nada -sonrió el banquero-. Puedes marcharte. Ya sé que volverás. Y si es posible antes, mejor.

De pronto se quedó pensativo.

—Un momento -.dijo-. ¿Estás seguro de que no volverás antes de quince días?

—Creo que no.

—Entonces te daré una carta para mi hermana. Regresa de San Francisco por mar y desembarcará en San Pedro. Le pediré que no venga directamente y que aguarde unos días. Van a ocurrir cosas feas y no quiero que mi hija las vea. Es muy niña y los espectáculos violentos la emocionarán demasiado. Acompáñalas. Aunque en vez de volver dentro de quince días regreses dentro de veinte. Aguárdalas en la playa. Hacen el viaje en el vapor «Evangelina».

Siringo escribió la carta, la entregó a Matías y luego volvió junto a sus amigos, a discutir lo que debía hacerse.

—Mi opinión es que vale más dejar a la Justicia seguir su curso -dijo, cuando le permitieron intervenir-. En los delincuentes causa mucho más efecto una sentencia que se cumple legalmente que el resolver las cosas por la violencia desenfrenada.

—Esa es la opinión de don César de Echagüe -comentó Howard.

—Es una buena opinión -insistió el banquero-. El descender al linchamiento es como confesar la propia impotencia. Como decir que sabiendo que la Ley no puede contra los bandidos, los ciudadanos arrollamos nuestras leyes y matamos sin dar al acusado la oportunidad de defenderse. Únicamente los cobardes matan así. El valiente no teme a sus enemigos y no se niega a dejar que se defiendan.

—En parte es cierto -dijo Alvord-. Si linchamos a ese Gallo, demostraremos que nos falta valor para luchar con él en igualdad de condiciones.

—Podremos llamar al juez Henry Hasse -propuso Graham-. Es ideal para estos casos. Con él no existen posibilidades de trampa. Disfruta ahorcando bandidos.

—Le avisaremos -dijo Siringo-. Creo que cobra bastante caro, mas entre todos podemos pagar sus honorarios, ¿no?

Todos asintieron y el banquero escribió en seguida al famoso juez Henry Hasse o, como le llamaban la mayoría: Hacheache.