CAPITULO III

Rosita cogió el dinero que le ofrecía Matías Moreno. Aunque los ojos le brillaban de gozo, trató de parecer menos egoísta.

—Cinco mil quinientos dólares es mucho dinero, Matías -dijo-. ¿Estás seguro de que no deseas conservarlo para ti? Nunca te lo podremos devolver.

—Lo gané con dinero que me dio Juan de Dios. Tómelo y ¡qué tenga suerte! Pero no se fíe demasiado de ese carcelero.

—No tengo opción, Matías -suspiró Rosita-. Debo confiar en él. No puedo escoger a otro.

—El «Coyote» está en Holbrook -explicó Matías-. Tal vez ha venido a ayudar a Juan de Dios. ¿Por qué no espera un poco?

—No quiero arriesgarme. Pasaremos a Méjico. Si quieres ir con nosotros...

—Haré lo que desée Juan de Dios -respondió el muchacho.

Rosita le besó en la mejilla y dirigióse luego adonde la esperaba el carcelero Peabody,

—¿Ya lo trajeron? -preguntó.

—Sí; pero... -Peabody se rascó la hirsuta barba-. Es un pez muy importante, jovencita. ¿Por qué no me lo dijo?

—No es más importante que cualquier otro. Y usted pidió mucho.

—Eso es -rió Peabody, mostrando los huecos entre sus dientes-. Pedí mucho. Estaba dispuesto a hacerle un favor por muchísimo menos. Tal vez por quinientos dólares; pero se me ocurrió gastarle una broma, preciosa. Le pedí cinco mil creyendo que usted se iba a asombrar. Y el que se asombró fui yo, al ver cómo aceptaba usted la cantidad.

—Creí que era usted honrado...

—Y lo soy, jovencita. Para mí ningún hombre vale más de quinientos dólares. No comprendo que alguien esté dispuesto a pagar cinco mil por uno. Y si quiere pagar eso, también podrá pagar diez mil.

Rosita miró fijamente a Peabody. Por fin, tras un espacio de silencio, musitó:

—No puedo.

—Si ha encontrado cinco mil dólares en Holbrook, también encontrará más. Tan difícil es reunir cinco mil como reunir diez mil.

—No puedo -murmuró nuevamente, Rosita-. No puedo.

Peabody presintió que la muchacha le decía la verdad. No conseguiría más de ella. Si insistía en obtener más dinero se exponía a no recibir nada.

—Bueno -dijo, al fin-. Lo haré. Déme el dinero.

—Cuando Juan de Dios esté en libertad -replicó Rosita.

—¿Está loca? ¿Cree que me voy a dejar cazar tan fácilmente? Si usted no confía en mí, ¿por qué he de confiar yo en usted?

—Extiéndame un recibo del dinero -propuso Rosita-. Un recibo en el cual diga que ha recibido cinco mil dólares por dejar en libertad a Juan de Dios Gallo.

Peabody movió negativamente la cabeza.

—Yo no me dejaría ahorcar por cinco mil dólares. Si usted tuviese un recibo como, el que me pide, yo se lo tendría que comprar al precio que usted quisiera. Si lo viera la gente me lincharían. Busque otra solución.

Rosita sacó el dinero y lo entregó a Peabody.

—Tenga -dijo-. Deseo creer que cumplirá usted su promesa.

—Confíe en mí, joven -respondió el carcelero, cuyas manos temblaban al coger el fajo de billetes-. Ahora dígame dónde espera usted al preso.

—No sé... Tendrá que ser cerca de la cárcel, ¿no?

—Sí. Por ejemplo... junto a los tres álamos del puente de la acequia. Se ven desde la prisión y su novio podrá ir directamente hacia usted. Tenga caballos dispuestos y comida y agua. La persecución empezará en seguida.

—Gracias -musitó Rosita-. Gracias.

—Procure estar allí esta misma noche. Si es posible haré que escape antes de que amanezca. Si no lo consigo esta noche será la próxima. Más vale que se vista de hombre. Le será más cómodo para ir a caballo.

Peabody regresó a la prisión. El bulto de los billetes en el bolsillo era sumamente grato y confortador. Ahora tenía que solucionar el problema. No pensaba dejar en libertad a Juan de Dios. ¡Ni soñarlo! Holbrook se alzaría como un solo hombre contra el responsable de la fuga. La primera solución que se le había ocurrido era la de dejar escapar al preso hasta la puerta, y allí dispararle una doble carga de perdigones gruesos. El asiento quedaría justificado por el afán de impedir la fuga del preso. Sin embargo, quedarían muchas pruebas contra él. Pruebas pendientes en el aire. En cualquier momento se podía descubrir la verdad y todo el plan caería sobre él, aplastándolo. Era mejor resolverlo de otra manera. El preso no sabía nada de lo que se proyectaba.

—¡Que siga ignorándolo! -decidió Peabody-. Mi vida es la única que vale más de cinco mil dólares. No pienso arriesgarla.

Quedaba el problema de la muchacha. Armaría un jaleo tremendo cuando viese que su novio no escapaba. Las mujeres lo saben hacer todo menos callarse a tiempo.

En la cárcel todo estaba como antes. El destacamento de soldados se había marchado ya, después de entregar el preso, y ahora el problema de su custodia quedaba en manos de Olin,

—He visto rondar gente sospechosa -dijo Peabody-. No me extrañaría que intentasen algo esta noche.

Olin movió la cabeza.

—A mí tampoco - dijo-. Fueron bien estúpidos al enviarme a este hombre.

Peabody se acercó a la celda y observó a través de las rejas al preso. Le miró un buen rato hasta que Juan de Dios, irritado por aquella mirada fija, levantó la cabeza y mirando al carcelero preguntó:

—'¿Qué ve en mí que no haya visto en otro?

Peabody sonrió irónicamente.

—Eso mismo: -dijo-. No veo en ti nada que no haya visto en cien docenas de cochinos presos. Nadie daría por ti dos centavos.

Se volvió hacia el comisario.

—¿Daría usted cien dólares por este tipo?

—Sí, para tenerlo bien lejos. Es una complicación. Estoy harto de complicaciones.

—Podríamos abrir la puerta de la celda, sacarlo a la calle y pegarle unos tiros. Diríamos que se quiso escapar y así terminaríamos con la complicación.

Olin miró al carcelero. No era mala idea. Demasiado buena, tal vez sí, demasiado buena. Podría proporcionar líos.

—No... No es práctico -murmuró-. ¿Se ha enterado de lo que sucedió en «La Marquesa»?

—Hubo unos tiros, ¿no?

—El «Coyote».

Juan de Dios levantó de nuevo la cabeza. Ni el comisario ni el carcelero advirtieron su súbito interés.

—¿El «Coyote»? -preguntó Peabody -. ¿Aquí?

—Sí. Creo que la cosa fue muy emocionante. Uno de esos tejanos pendencieros se quiso enfrentar con él y recibió una lección de saque del revólver; pero luego, creyó que podía disparar por la espalda y alguien le disparó una cuchillada en pleno corazón. Algún amigo del «Coyote». Nadie vio nada. Pero el «Coyote» está entre nosotros. Una bonita noticia. ¿A qué ha venido el «Coyote» a Holbrook? No será a disfrutar de nuestros aires. Ha venido hoy, el día en que nos traen a Juan de Dios Gallo. Si pusiéramos en práctica su brillante idea, Peabody, se nos echaría encima el «Coyote» y nos daría un disgusto. Porque debe de estar aquí a fin de proteger al preso.

Esta noticia no entusiasmó a Peabody. Meditó sobre ella y al fin observó:

—El preso no es un amigo de la Ley, sino todo lo contrario. El «Coyote» no puede protegerle. No ha venido para defender a un ladrón y asesino.

Olin movió la cabeza.

—El sentido de la Justicia en el «Coyote» no se parece en nada al que tenemos nosotros. El va más allá» El bien y el mal son relativos para el «Coyote». A lo mejor, usted, para él, es un delincuente y en cambio Juan de Dios Gallo es un hombre honrado.

—¿Por qué he de ser yo el malo y no usted? -preguntó Peabody, molesto por las palabras del comisario.

Este se echó a reír.

—Ha sido una comparación. Hubiera podido citar a cualquier otro.

Peabody habíase acercado a una de las enrejadas ventanas y, desde ella miraba al exterior.

—Me parece que veo a alguien junto a los álamos de la acequia -dijo-. ¿Qué hará ahí, a estas horas?

Olin se acercó a la ventana y comprobó lo que decía el carcelero.

—Es un hombre a caballo -admitió-, ¡Qué raro!

—Saldré a ver qué busca -dijo Peabody-. No nos conviene que se estacione gente cerca de la cárcel.

—No se arriesgue -aconsejó el comisario-. No quiero perderlo en estos momentos. Necesito todos los hombres de que pueda disponer. -Más vale que demostremos a todo el mundo que no nos dormimos y que no pueden pillarnos desprevenidos.

Peabody cogió una escopeta de dos cañones y metió dos cartuchos de perdigones gruesos en la recámara, luego salió por otra puerta y dando un rodeo llegó a la acequia y fue avanzando junto a ella, en dirección a los tres altos álamos cuyas copas se recortaban, más oscuras, sobre el nocturno cielo.

Al pie de los álamos estaba Rosita, vestida de hombre, algo apartada de los tres caballos que había sujetado al más lejano de los álamos.

Peabody había amartillado la escopeta al salir de la oficina. Los dos martillos caerían a la vez sobre las chimeneas de los pistones, y la masa de plomo destrozaría a la muchacha. Con ella se iría el secreto del soborno. Nadie sabría, nunca, que él hubiera aceptado cinco mil dólares por dejar en libertad a Juan de Dios Gallo. Y el hecho de que la chica fuera vestida de hombre justificaría su error. Diría que le dio el alto y que ella trató de huir. Incluso podría gritar para que le oyesen. Los caballos con los víveres y el agua probarían que se preparaba la fuga del preso.

Le habría gustado no verse en la necesidad de matar a la chica; pero entre su propia vida y la de ella, la elección era fácil. Y el devolver el dinero no le parecía ninguna solución.

Se detuvo a unos cinco metros del puente y los álamos. Desde hacía unos instantes soplaba un poco de viento que hacía susurrar las hojas de los álamos. Peabody se alegró, porque así sus pasos quedaban ahogados por aquel viento.

Habíase acuclillado, para pasar inadvertido, y ahora estaba levantando hacia su hombro la escopeta. Apenas cuatro metros le separaban de Rosita. El la veía, porque estaba más bajo. Ella, en cambio, por estar derecha, no podía ver nada de lo que se hallaba sobre el fondo más oscuro del suelo.

Cuando toda su atención estaba fija en el disparo que iba a producirse, Peabody recibió la mayor sorpresa de su vida. Tras él, pero muy cerca, sonó el inconfundible y desagradable chasquido de un percutor al montarse. Y al mismo tiempo, una voz con acento mejicano le advirtió:

—Será mejor que deje, muy despacio, la escopeta sobre la hierba.

—¿Qué pasa? -preguntó Rosita.

Junto a ella apareció otra figura, que no era la correspondiente a la que seguía detrás de Peabody.

—Hizo mal en confiar en este tipo -respondió el que estaba junto a la muchacha-. Venía a matarla para no tener que dar cuenta del dinero recibido.

—¿Quién es usted?

—Me llaman el «Coyote». ¿Ya no se acuerda de mí?

—Creímos que... que nos había engañado...

—Fue un cúmulo de lamentables coincidencias. En su lugar yo hubiera creído lo mismo. Las cosas se complicaron; pero la partida no se perdió. Vamos. Levántate, Peabody. Si obedeces te asombrarás durante el resto de tu existencia de haber salido con vida de esta situación.

Uno de los dos hombres que acompañaban al «Coyote» registró al carcelero y le quitó el revólver y el dinero. Esto último lo entregó al «Coyote», que lo guardó en un bolsillo, sin hacer ningún comentario.

—Vamos -repitió el enmascarado.

—¿Adonde? -preguntó el asustado Peabody.

—Al sitio de donde vienes.