CAPITULO VII
«LA ROSA DE DIAMANTES>
Encima de la mesa en que estuvo el libro de Washington Irving se hallaban ahora todos los estuches encontrados en la secreta habitación. Todos estaban abiertos y todos vacíos.
—¡Se los podían haber llevado!-refunfuñó Dayna-. ¡Vaya ganas de dejarlos para que nos hiciéramos ilusiones!
Comprendiendo que hablaba sin derecho, siguió:
—Ya sé que a mí no me importa, y que no eran joyas mías; pero sentía curiosidad. Por lo que decía la carta saqué la impresión de que eran unas joyas maravillosas. O tu madre se burló de ti o bien alguien se anticipó. La casa, a pesar de hallarse cerrada, ha estado muy visitada.
Después de abrir el último estuche. Hugo contó las cinco baldosas, levantó la sexta, y, por lo fácil que le resultó hacerlo adivinó que no iba a tener mejor suerte con el dinero de la que tuvo con las joyas.
Efectivamente: allí estaban las diez cajas de roble forradas de bayeta verde, y llenas de nada.
—A juzgar por la cantidad de cajas, debía de haber una fortuna-dijo Dayna-. ¿Qué habrá sido del oro?
—Se lo comería la polilla-dijo Hugo.
—¿No sabrá algo de todo esto el buen mozo al que dejamos empaquetado abajo?-sugirió la joven.
Era una buena idea. Hugo cogió la lámpara y con Dayna pisándole los talones corrió al vestíbulo. Desde mitad de la escalera vieron el círculo de luz proyectado por las velas encendidas; pero dentro de él ya no estaba la amarrada figura del autor del disparo contra Hugo.
—Se escapó-dijo Dayna.
Hugo siguió bajando por la escalera y recogió del suelo el cordón con que había atado al hombre. Los nudos principales estaban allí. Habían sido cortados con un cuchillo. La puerta de la casa estaba cerrada. Indudablemente, existía más de una llave.
—¿Quieres seguir buscando o regresamos al hotel? -preguntó Dayna.
—Podemos irnos cuando quieras-respondió Sturgeon.
No parecía muy afectado por la pérdida de tanto dinero en joyas y oro. Dayna se lo hizo observar.
—Casi me alegro-respondió el joven-. Me daba miedo encontrar esas joyas y ese dinero.
—¿Miedo?-Dayna se escandalizó-. ¡Qué barbaridad! A mí me da miedo perderlo; pero nunca me asustaría encontrar una fortuna.
—Yo me entiendo. Mañana empezaremos a arreglar la casa para convertirla en palacio del juego. No tendremos que esperar a reconstruir «La Rosa de Diamantes». Renacerá de sus cenizas en dos semanas.
—¡Esta sí que es una buena noticia!-gritó Dayna-. ¡Ahora sí que seremos ricos!
Hugo sacó la llave y, mientras abría la puerta, comentó:
—El espíritu de la más altiva representante de los muy altivos Zalabardos se escandalizará cuando vea la casa convertida en palacio del juego. Lo siento, Teresa. Pero algo me hace sospechar que al final me gastaste una pesada broma.
—No hables así de la muerta. Al fin y al cabo era tu madre y se portó bien contigo...
—Mucho-dijo, sarcásticamente, Sturgeon, acabando de abrir la puerta-. Ni aunque viviéramos mil años llegaríamos a gastar todo el tesoro...
La puerta, que había empezado a abrir fue impulsada, de pronto, brutalmente contra él, derribándole y, antes de que pudiese recobrarse cuatro o cinco figuras cayeron sobre él, sujetándole de los brazos y quitándole el revólver que llevaba bajo el brazo.
—¿Qué significa este atropello?-gritó Dayna.
Tres hombres, que ya no eran necesarios para sujetar a Sturgeon la hicieron callar metiéndole un enorme pañuelo dentro de la boca, hasta casi sofocarla.
Otro hombre cerró la puerta con llave y ordenó con ahogada voz:
—Sujetádlos bien a los dos. Que no se escapen. Hugo identificó la voz. Era la tercera vez que la escuchaba en el curso de las últimas veinticuatro horas.
—Ahora, jefe, vamos a buscar ese tesoro de que estaba hablando con la señorita cuando se abrió la puerta -dijo el otro-. Estoy seguro de que nosotros sí que sabremos gastarlo antes de mil años.
A sus hombres les ordenó:
—Subid a la parejita al primer piso.
—Si lo que busca es un tesoro, pierde el tiempo-dijo Sturgeon-. Alguien se nos anticipó a todos.
—¡Qué gracioso! Si quiere decir algo diga verdades, no pierda el tiempo creyendo que comulgamos con ruedas de molino. Nadie ha encontrado el tesoro de la loca de su madre. Y no será que no lo hayan buscado por todas partes. Dicen que sólo el collar ya valía unos doscientos mil dólares. Y que había joyas mejores, además de muchísimo dinero.
—Encima no lo llevan-dijo uno de los hombres, todos los cuales iban con el rostro cubierto con pañuelos.
—Subidlos.
El hombre recogió el farol de Hugo Sturgeon y precedió a sus compañeros escalera arriba. Una vez en el primer piso recorrió todo el pasillo hasta llegar al cuarto de Teresa Zalabardo. Sobre la mesa estaban los estuches de las joyas. Vacíos y abiertos.
Señalándolos, el hombre preguntó, socarronamente:
—Los encontraron así, ¿verdad?
—Estaban cerrados-dijo Hugo-; pero no más llenos que ahora.
—¿Usted dice lo mismo, señorita?
Dayna estaba amordazada y, para contestar movió afirmativamente la cabeza.
—Son muy tercos-dijo el hombre-. Yo no quiero perjudicarles; pero ya que insisten en creerme idiota les demostraré su tremendo error.
Registró los bolsillos de Sturgeon y encontró la carta de Teresa. Cuando la hubo leído la agitó, furioso, ante los ojos de Sturgeon.
—¿Y esto qué?-gritó-. ¿Qué dice esta carta? No habla de estuches vacíos ni de joyas desaparecidas.
Abrió los dos departamentos secretos y su furia aumentó en proporciones adecuadas a su decepción. Había creído que Sturgeon y Dayna habrían dejado el tesoro en el mismo escondite donde lo habían hallado.
—Oiga, jefe-dijo a Hugo, esforzándose por mantener una aparente serenidad-. No quiero causarles daño. Me son simpáticos. No lo puedo remediar. No les guardo rencor por el rebote de bala que me alcanzó antes...
—¿Qué rebote?-preguntó Sturgeon.
El otro se golpeó suavemente la cabeza con las yemas de los dedos, en el punto exacto donde tenía el chichón.
—Yo disparé y usted, jefe, disparó al mismo tiempo. O puede que antes. La bala debió de rebotar contra algún sitio y luego me alcanzó en la cabeza. ¡Milagro que no la haya roto! Pero me hizo errar el blanco.
—Se equivoca. Yo disparé después que usted, y entonces ya había fallado usted el tiro a pesar de la poca distancia... que nos separaba.
El otro reflexionó. Esto acentuó su dolor de cabeza.
—No sé-dijo, al fin-. Puede que sí; pero ocurrió algo que me hizo fallar un blanco tan fácil.
—Alguien dio un grito de aviso. ¿No lo recuerda?
Los ojillos del hombre se iluminaron.
—¡Es cierto!-exclamó-. Ahora recuerdo que le avisaron y por eso yo fallé el tiro. No porque usted se moviera, jefe, sino porque el grito a mi lado me desconcertó.
Acercóse más a Hugo.
—¿Quién era su cómplice?-preguntó.
—Si se refiere a quién era, mi salvador, no lo sé. El oírlo me sorprendió tanto como a usted.
—¿Por qué insiste en creerme un idiota? No lo soy, jefe, no lo soy. Puedo hacer ver que me engañan y no me dejo convencer por cualquiera, pero soy tan listo como el que más pueda serlo. Veo su juego. Se hizo preceder por un amigo y luego entró con la señorita. Cuando yo les iba a dar el susto, su amigo me atacó a traición y me dejó sin sentido. Luego ustedes sacaron el tesoro de su escondite, mas, por lo que pudiera ocurrir, lo entregaron a su amigo, para que se lo llevase por la trasera de la casa y mientras tanto ustedes salían con las manos vacías; pero si no me dicen dónde está su amigo con el tesoro, lo van a lamentar toda su vida, y eso no quiere decir que vayan a vivir mucho, no. Vivirán muy poco si no se deciden a hablar claro. ¿Dónde han metido las joyas y el dinero?
—No las encontramos. Alguien nos tomó la delantera, tanto si lo quiere creer como si no.
Hugo comprendía que sus palabras no convencerían al hombre; pero no veía la manera de conseguir nada mejor diciendo mentiras más plausibles.
Los compañeros del otro preguntaron qué se hacía con los prisioneros.
—Habrá que asustarlos un poquitín-decidió el jefe-. A mí me molesta mucho ponerme desagradable; pero no me dejan escoger otro camino. ¿Quieren decir dónde están las joyas?
Hugo tuvo una súbita inspiración.
—Oiga, señor, hagamos una prueba y se convencerá de que le digo la verdad. Saque a la señorita de esta habitación y haga que la lleven a un sitio donde no pueda oír ni una palabra de lo que nosotros hablemos. Entonces vuelva aquí y pregúnteme todo lo que quiera acerca de lo que hemos hecho en esta habitación desde que entramos en ella. Luego salga a preguntar lo mismo a la señorita Ford y verá cómo nuestras respuestas coinciden.
—¿No pueden haberse puesto de acuerdo antes para engañarme?
—Si hubiéramos creído que usted u otro nos podía cazar tan fácilmente, habríamos tomado más precauciones y ahora no estaríamos como estamos. Si hubiéramos sido tan listos como para caer en sus manos después de ver que sus hombres le habían sacado de aquí.
—No me sacaron mis hombres. Me encontré fuera y no sé cómo llegué hasta allí. ¿No fueron ustedes los que me sacaron?
—Yo le dejé atado en el vestíbulo, junto a la luz. Allí encontrará el cordón con que le atamos.
—¡Qué raro!-exclamó el bandido-. Verdaderamente me extrañó encontrarme fuera... A ver. ¡Vosotros! Llevaos a la chica fuera hasta un sitio desde el cual no oigáis mi voz. Yo seguiré hablando.
Se llevaron a Dayna y al cabo de un momento, el bandido, tras de asegurarse que estaban bien lejos hizo varias preguntas a Hugo, acerca de sus movimientos dentro de la casa. Fue luego adonde estaba Dayna y le hizo las mismas preguntas, obteniendo idénticas respuestas. Preguntó unas cuantas cosas más, volvió junto a Sturgeon y comprobó que ambos respondían idénticamente.
Esto le dejó perplejo. Examinó de nuevo los estuches de las joyas, por si alguno de ellos tenía doble fondo. Nada. Tampoco encontró nada en una segunda inspección de los departamentos secretos. Joyas y dinero se habían esfumado.
—¿Quién le dio la llave de la casa?-preguntó.
—No creo que esa persona robase las joyas-contestó Sturgeon.
—Eso ya lo veremos. Tuvo que ser o don César de Echagüe o don Goyo. Uno de los dos tenía la llave. O los dos tenían llave de la casa. Y también tenía una llave aquel fraile que estuvo con doña Teresa. Pero a ese fraile lo mataron hace tiempo. Y no iba a meterse a robar collares y sortijas. Iremos a decirle unas palabritas a ese don César. Es menos peligroso que don Goyo y creo que también es mucho más capaz de cometer un robo. No me extrañaría que en estos momentos estuviese contando su botín.
—Tampoco me extrañaría a mí, Mendoza-dijo una voz, desde la puerta del cuarto-. Levanta las manos y procura que yo no las pierda de vista.
Mendoza obedeció en seguida. Había visto el terror reflejado en los ojos de los dos que sujetaban a Sturgeon y comprendió que la cosa iba de veras y que el que daba la orden la apoyaba con algo más que sus palabras.
Sturgeon vio por primera vez en su vida al «Coyote». Estaba en la puerta, con un revólver en la mano y una sonrisa bajo su negro antifaz.
—¿Quién es?-preguntó Mendoza, sin volverse.
—Un amigo tuyo. Hace un rato te acaricié la cabeza con la culata de mi revólver. Creí que podría meterte algo de sentido común en la mollera. Tendré que pegar con más energía. Puedes volverte hacia mí; pero recuerda que no debes mover las manos. Mantenlas a la altura de tus orejas.
Mendoza empezó a volverse. Durante un momento su mano derecha quedaría oculta por la cabeza y el amigo de Sturgeon no podría seguir su veloz movimiento hacia el revólver. Y cuando se diera cuenta ya sería tarde para él. Mendoza conocía bien el truco. Conservar la mano izquierda en alto y a la vista mientras la derecha se movía... Y todo serenamente, como si no se hiciera nada...
Todo fue bien. Todo salía a pedir de boca; pero cuando el revólver estaba casi fuera del bolsillo en que lo había guardado, la identidad del enmascarado que estaba en la puerta se hizo evidente para Mendoza. Hubiera querido poder llevar la mano adonde debía estar; pero el maldito revólver se le había enganchado entre los dedos y no podía soltarlo. Quizá lo que le estaba ocurriendo era que el miedo envaraba sus músculos.
La sonrisa del «Coyote» no se alteró, sólo su mano derecha movióse un poco y un seco y atronador disparo retumbó dentro de la estancia.
Mendoza tuvo la impresión de que le habían dado un tirón en la oreja izquierda. Luego comprendió lo ocurrido. Estaba marcado para siempre por el «Coyote».
El dolor devolvió flexibilidad a sus dedos. Pudo sacar la mano del bolsillo y levantarla hasta la altura de la mutilada oreja.
—Debió decirme quién era, jefe-se lamentó-. Sabiendo que era usted yo nunca me hubiera atrevido a intentar lo que he intentado, ni hubiera molestado a sus amigos. Usted ya sabe que nunca he querido estar a malas con su persona.
—Puedes largarte, Mendoza, y llevarte contigo a tus hombres. Si mañana por la noche sigues en Los Angeles te instalaré definitivamente.
—Si a su merced le molesta mi presencia me marcho a otro sitio-dijo Mendoza-. ¿Le parece bien que me marche a Monterrey?
—Ve adonde quieres; pero no vuelvas por aquí. El «Coyote» enfundó su revólver. Ni Mendoza ni sus dos hombres intentaron aprovecharse de la aparente desventaja del enmascarado. Estaban convencidos de que les tendía una trampa, esperando que ellos le facilitaran la oportunidad de matarlos a los tres.
Sturgeon, contemplaba curiosamente al famoso enmascarado. Aquél era el «Coyote», un personaje de leyenda, un héroe tan amado por unos como odiado por otros.
—¿Por qué me ayuda?-preguntó cuando Mendoza y los suyos se alejaron.
—No le ayudo. Sólo procuro que la comedia continúe, Dan Schmitz.
—Veo que sabe quien soy.
—Yo sí; pero usted no lo sabe, ¿verdad?
—No... realmente... no lo sé. ¿Soy Dan Schmitz?
—Sí.
—Eso quiere decir que no soy Hugo Sturgeon. ¿Usted lo sabe?
—También es Hugo Sturgeon-dijo el «Coyote».
—No puedo tener dos personalidades al mismo tiempo.
—No. Debe decidirse por una; pero, desgraciadamente, tiene las dos.
—Eso no es posible.
—En usted sí.
Hugo se llevó las manos a las sienes y apretó con fuerza, buscando un pasajero alivio. Cuando volvió a mirar hacia la puerta el «Coyote» había desaparecido y por el pasillo llegaba Dayna Ford.
—Creí que te habían matado-dijo la joven-. Oí el disparo y pensé que me había quedado sin socio. ¿Quién era aquél del antifaz?
—El «Coyote»-dijo Sturgeon-. Creo que ahora podremos volver a la posada. Mañana empezaremos a convertir esto en una casa de juego.
Miró hacia el retrato de Teresa Zalabardo y siguió:
—Respetaremos esta habitación para que no te escandalices; pero nada más. Estoy sospechando que la carta fue una broma de muy dudoso gusto.
Al día siguiente la casa fue abierta a todos los vientos y Sánchez Puerta, el carpintero, entró en ella con un equipo de obreros especializados. Un cartel anunció la próxima apertura de «La Rosa de Diamantes», la más elegante casa de juego de toda California.