CAPITULO II
DAYNA FORD
Hugo Sturgeon, con un ligero maletín en la mano, fue hacia la salida de la estación, mezclado con los viajeros que llegaban a Los Angeles. Eran bastantes y la salida resultaba angosta. Los de delante no podían salir en seguida y los de detrás tenían prisa. El apretuja-miento se hizo insoportable, y Hugo sintióse prensado por todas partes. Una de aquellas presiones le resultó ligeramente distinta, dirigida hacia el bolsillo posterior del pantalón, donde había guardado la cartera con las cartas de fray Jacinto y el mensaje que le había decidido a acudir a Los Angeles.
Movió súbitamente la mano derecha y la cerró en torno de una enjuta y velluda muñeca. No hizo otro movimiento y tampoco lo hizo el propietario de aquella muñeca. Los viajeros se fueron adelantando hacia la salida y Hugo se quedó donde estaba, sintiendo contra su nuca el aliento de otra persona que debía de tener motivos para permanecer tras él.
Cuando se redujo el número de personas en torno a ambos, Hugo dejó caer al suelo el maletín y llevó la mano izquierda hacia donde estaba su derecha. De entre los dedos de una mano que no era la suya extrajo una cartera que sí era la suya y la examinó superficialmente. Sí, era su cartera y no parecía faltar nada de cuanto contenía.
Volvióse hacia el dueño de la muñeca que seguía reteniendo con su mano y vio a un hombre bajo, moreno, delgado, que sonreía amablemente.
—Ha estado a punto de perder su cartera, jefe-dijo-. Se le estaba cayendo del bolsillo.
—Muy amable-dijo Hugo-. Voy a tener que hacer algo por usted, ¿no le parece?
—No se preocupe, jefe. Me gusta hacer el bien y ayudar a mis semejantes.
El ladrón demostraba una serenidad que rayaba en el descaro.
—Creo que me conviene encontrar a un policía o sheriff, o lo que se estile por estos lugares, para explicarle qué ser tan bondadoso acaba de llegar a Los Angeles.
—A las autoridades no les interesa mi llegada, jefe -dijo el otro.
Miró, sonriendo, la mano que sujetaba su muñeca y agregó:
—Supongo que ya me ha tomado bastante el pulso, ¿no? Puede devolverme mi muñeca.
—Le voy a denunciar por intento de robo…
—¿Qué pruebas aportará, jefe?-preguntó el otro, con su insolente sonrisa-. No hay cuerpo del delito y, por lo tanto, no hay delito. Además, la policía anda muy escasa en Los Angeles. No pierde el tiempo en gentes tan inofensivas como yo. ¿No le parece, jefe, que lo mejor es dejarlo en tablas? Ni usted ganó ni yo perdí; pero usted conserva su cartera.
Hugo no deseaba mezclarse con ninguna autoridad policial ni dar demasiadas explicaciones ni, sobre todo, abrir su cartera a la curiosidad de los policías. Soltó la mano del otro y preguntó:
—¿Puede decirme quién es?
—Sí; pero no se lo diré. No quiero que vaya publicando mi fallo. Mis padres quedarían desconsolados si supiesen que he aprovechado tan mal la educación que me dieron. Probablemente volveremos a vernos. Adiós, jefe.
Retrocedió hacia el andén, dejando a Hugo Sturgeon Zalabardo frente al empleado que recogía los billetes, a la salida de la estación. Dio el suyo y al salir buscó inútilmente algún vehículo de alquiler, dirigiéndose hacia una jardinera cuyo conductor estaba dormido dentro del vehículo.
Hugo despertó suavemente al dormilón y le pidió:
—¿Puede llevarme al hotel?
El conductor asintió con la cabeza y pasando al pescante dijo, tomando las riendas:
—Cuando usted quiera, señor.
Hugo, dejó el maletín en el suelo de la jardinera y sentóse en uno de los bancos, sobre la colchoneta de terciopelo.
—Está muy bien cuidado su coche-dijo.
—Sí, no está mal-admitió el conductor.
—¿Le va bien el negocio?
—No puedo quejarme.
Tras una pausa, el conductor preguntó:
—¿Forastero?
—Hasta cierto punto. Me marché hace años, cuando era niño. Esto ha cambiado mucho.
—Demasiado-suspiró el conductor-. No le recuerdo.
—Me llamo Sturgeon-respondió Hugo con cierta tensión en la voz. Luego añadió—: Mi madre era una Zalabardo.
—¡Ah! Ya casi no se le esperaba, señor Sturgeon. ¿Quiere ir al «Rancho Z»?
—No. Prefiero pasar un par de días en Los Angeles recordando tiempos pasados. ¿Qué hotel me recomienda?
—La Posada del Rey don Carlos es un buen hotel -dijo el conductor-. Y no crea que se lo digo porque yo tenga intereses en el establecimiento. De todas formas es un buen hotel. Gente amable y servicial como poca.
—¿Le dan comisión por cada cliente?
—S…sí. Eso es; pero no vea en mi consejo un exceso de interés particular. Le aseguro que se trata de un hotel de primer orden, digno de un caballero.
En este instante una mujer salió de la estación, seguida por un negro envuelto en el más profuso de los equipajes.
—¡Cochero!-llamó-. ¡Un momento! ¡No se marche, amigo!
El conductor tiró las riendas y observó a la mujer. Era una tarea con la cual no se perdía nada.
—¿Conoce «La Rosa de Diamantes»?
—Sí, señorita.
—¿En la calle Vallejo?
—Sí, señorita.
—Pues lléveme allí.
—¿A la calle Vallejo o a «La Rosa de Diamantes»?
—Lo mismo da.
—Es que…
—Lleve primero al señor a su destino y luego me lleva a mí al mío-dijo la joven, subiendo a la jardinera y recogiendo el equipaje que le empezó a entregar el negro-. Ya sé que el primero en llegar tiene todos los derechos. No me quejo. Me retrasé un poco, porque no me gustan las multitudes. Luego no encontré mozo y tuve que despertar a este moreno. Tenía el sueño de piedra. Toma. No te mereces ni un dólar; pero aquí tienes dos.
Tiró un par de monedas al fatigado negro, que se fue arrastrando los pies en busca de un rincón donde continuar su sueño sin peligro de ser despertado para empezar otro trabajo.
La joven era morena, de expresión vivaracha, ojos alegres y muy bonita. Tal vez resultase poco distinguida. Y si su punto de destino era «La Rosa de Diamantes», se comprendía que no tuviese nada de distinguida.
El conductor y el viajero la miraban curiosamente. Ella, como si no se diera cuenta del interés que despertaba, siguió:
—Nunca me he explicado que los del Sur perdieran la guerra. Tenían que ser unos genios en todos los sentidos si eran capaces de hacer trabajar demasiado a los negros. Yo he intentado hacerles trabajar un poquitín y no lo he conseguido ni a punta de pistola.
—¿Usa usted pistolas-preguntó Hugo.
—Sé utilizarlas cuando es conveniente.
—Conductor: lleve a la señorita a su punto de destino. Yo no tengo prisa.
—Creo que es una buena idea-dijo el conductor-. Cuando vea dónde va seguramente deseará alojarse en la Posada del Rey don Carlos.
—Estoy acostumbrada a alojarme en cualquier sitio -dijo la joven-. Hace años que dejé de asustarme.
—Como quiera; pero dudo que pueda alojarse en «La Rosa de Diamantes»-dijo el conductor.
Siguió guiando a su caballo y cambiando saludos con los transeúntes. Por lo visto, pensaron Hugo y la viajera, su cochero era muy popular y la gente muy bien educada.
—Me llamo Dayna Ford-dijo la joven-. Me contrató el dueño de «La Rosa de Diamantes». Soy especialista en póker. No crea que hago trampas. Eso no es necesario cuando se sabe jugar y se tiene experiencia. Yo sé cómo reaccionan los jugadores y puedo adivinar su juego tan exactamente como si les estuviese viendo las cartas. ¿Usted es de aquí…
—Sí. Me llamo Hugo Sturgeon…Vuelvo a casa después de muchos años de ausencia. ¿Usted, de dónde es?
—No lo sé. Mis padres nunca tuvieron tiempo de decírmelo. Siempre estaban muy atareados. Mi madre siempre que yo se lo preguntaba decía lo mismo: que trataría de recordarlo un día en que no tuviese tanto trabajo. Pero la pobre se murió antes de acabar el trabajo. Y mi padre no lo podía recordar. Tenía tantas cosas en la cabeza… Eran actores. Formaban una compañía muy famosa: Ford-Lafontaine. Tenían a Linda Lynne y a Pops. Mi hermano Ernts y yo. Eran maravillosos. Con seis actores eran capaces de poner en escena la batalla de Gettysburgh. Mi padre representaba siete u ocho papeles, y mi madre lo mismo. Unas veces hacía de madre y de hija suya. Salía por un lado del escenario porque oía llegar a su madre y a los dos segundos reaparecía por el otro lado convertida en madre.
—¿Y la gente no lo notaba?-preguntó el conductor.
—Sí; pero le gustaba. Y no siempre se daba cuenta. Mi padre se ponía, uno encima del otro, todos los trajes que tenía que utilizar en el curso de la representación y se los iba quitando a medida que cambiaba de personalidad. Era una vida muy divertida; pero se ganaba poco. Al morir mamá las cosas fueron más difíciles y nos dedicamos al juego.
Mientras avanzaban por la calle se veía a lo lejos una columna de humo, que debía de corresponder al final de un incendio. El coche se detuvo al borde de un ancho círculo, en cuyo centro estaban las ennegrecidas ruinas de las que brotaba la columna de humo. El aire olía a madera quemada.
—¿Por qué se ha detenido?-preguntó Dayna.
—Hemos llegado-respondió el conductor.
La joven movió la cabeza, mirando a derecha e izquierda.
—¿Dónde está «La Rosa»?
—Estaba donde está el humo-contestó el otro-. Se incendió esta mañana. Su propietario tenía deudas y alguien le propuso hacer un seguro de incendios. Si pagaba el seguro y luego se incendiaba la casa, la Compañía le pagaría hasta el último centavo del importe total del seguro. Era un agente de seguros completamente estúpido. Fawcett aceptó la proposición, me pidió prestado el dinero para las dos primeras primas que tenía que pagar y luego, en cuanto tuvo la póliza de seguros en su poder la metió en el banco y volviendo a su casa convidó a fumar a sus amigos. Todos encendieron los cigarros y alguno se olvidó de apagar su cerilla.
Dayna desorbitó los ojos.
—Pero… yo compré una participación en «La Rosa de Diamantes»-dijo-. Seis mil dólares me costó… ¡Ah, no! De mí no se burla el cerdo ese. Me devolverá el dinero ahora mismo… ¿Dónde está?
—Se aloja en la posada-dijo el cochero-. Por eso yo quería conducirla allí…
—Dése prisa. Quiero ver a ese tipo y demostrarle que aún no ha nacido el que se haya atrevido a burlarse de Dayna Ford.
Miró fijamente al dueño de la jardinera y preguntó:
—¿Cuánto dinero le prestó a Fawcett?
—Doce mil dólares.
—¿A quién se los robó? Porque no me hará creer que ha podido ahorrar doce mil dólares paseando viajeros desde la estación hasta sus domicilios.
—Pues…-el hombre arqueó una ceja-. Verá usted, señorita, a veces, cuando el viajero trae mucho dinero encima, y eso se nota fácilmente, uno se dirige a cualquier callejón poco frecuentado, como si fuese a ganar camino, y no tiene más que volverse y dar una cuchillada a la yugular del viajero. Entonces se recoge lo que lleva encima y unas veces son tres mil dólares, otras quinientos. A veces uno se equivoca y sólo se obtienen diez dólares; pero todo ayuda y con buen sentido de la economía y del ahorro se llega a reunir un capitalito ganado honradamente.
—¿Bromea?
—Claro que bromea-dijo Hugo-. Ese hombre tiene aspecto honrado.
—Eso es imprescindible-dijo el cochero-, Sin aspecto honrado uno no podría hacer nada, porque los clientes sospechan de las caras patibularias.
—¿Y nadie sabe cuál es su oficio?-preguntó Dayna-. He visto que la gente le saludaba como si fuese amiga suya.
—Es que yo nunca molesto a los de aquí. Sólo trabajo con los forasteros, y como la mayoría de los forasteros que vienen a Los Angeles lo hacen para instalar negocios y hacer la competencia a los ya establecidos, los comerciantes me consideran un bienhechor. Sin mi generosa intervención la vida les resultaría más difícil y la competencia sería mucho más encarnizada.
—No lo creo-dijo Dayna-. Es usted un bromista.
—Lo mismo asegura don Teodomiro Mateos, el sheriff. No hay nada como decir la verdad para que a uno no le crean. La gente se mata por la verdad y no cree en ella. Los humanos son así. Creen en todas las mentiras y en ninguna verdad.
Mientras iban avanzando hacia la Plaza, el conductor seguía cambiando saludos con la gente. Pasó un coche en el cuál iba una dama bastante joven acompañada de un niño y una niña, que saludaron alegremente al cochero.
—¿Quiénes son?-preguntó Dayna.
—La viuda Fuentes y sus hijos. Su marido, el senador Fuentes era borracho, jugador, tramposo y tenía siete amantes. Se gastaba todo el dinero en vicios. Me apiadé de ellos y un día, en que el senador regresaba de Sacramento con el sueldo de los últimos meses, lo llevé hasta un callejón y le di una cuchillada en el cuello. Me quedé con el dinero; pero mandé un ramo de flores para el muerto. La viuda y los hijos me están muy agradecidos. Yo ya les he dicho que lo hice por el dinero; pero creen que lo hice porque tengo buen corazón.
Hugo admiróse del buen humor del hombre; pero respiró más aliviado cuando llegaron a la Plaza y fueron hacia la «Posada del Rey don Carlos III». El propietario saludó al conductor, quien anunció:
—Don Ricardo: le traigo unos huéspedes. La señorita Ford y don Hugo Sturgeon.
—Es usted muy amable-respondió Yesares, dando unas palmadas para atraer hasta allí a un par de mozos que se hicieron cargo del equipaje de los viajeros.
Dayna no pudo contener el comentario:
—¡Son ustedes la gente mejor educada que he visto en mi vida!
—Sus bellos ojos nos miran con excesiva generosidad -replicó el conductor-. O, ¿acaso ha vivido usted entre gente poco amable?
—Tal vez sea eso; pero he visto de todo-dijo Dayna-. ¿Cuánto le debo por el viaje?
—Es usted demasiado generosa. ¿Pagarme dinero además de haberme concedido el honor y el placer de llevarla en mi coche? Lo que usted quiera será demasiado para mí.
—Le voy a tener que dar mucho más de lo que le hubiese pagado-dijo Dayna-. Es usted un gran pícaro; pero me resulta simpático.
—Es la primera vez que agradezco un piropo de mujer. Tal vez porque es la primera vez que me encuentra simpático una mujer bonita y joven. Las otras a quienes les he parecido tolerable eran viejas, feas y solteronas.
Dayna le entregó diez dólares y el cochero desorbitó los ojos.
—¡Nunca me habían pagado tanto!-aseguró.
Yesares se echó a reír y entró en la Posada. Hugo se encogió resignadamente de hombros y dio otros diez dólares, comentando.
—No me queda otro remedio; pero me parece excesivo.
—Ya verá como cuando piense en ello se convencerá de que no lo es-dijo el conductor.
Cuando Hugo estuvo dentro de la Posada, cerca de Dayna, preguntó a Yesares, que acababa de anotar el nombre de la joven:
—¿Conoce al cochero que nos ha traído?
—Ya lo creo-respondió Ricardo.
—Tiene muy buen humor, ¿verdad?-dijo Dayna.
—Es uno de los hombres de mejor humor que he conocido.
—Nos dijo que había asesinado a mucha gente para robarle su dinero; pero no es cierto, ¿verdad?
—No, señorita Ford.
—¿Todos los cocheros de punto son como él en Los Angeles?
—Es un caso único.
—No parece un cochero-dijo Dayna-. ¿Por qué se dedica a tan… humilde trabajo?
—Supongo que lo hace porque le gusta conducir-explicó Yesares.
—¿No lo hace por ganarse la vida?-preguntó Dayna.
—No-rió Yesares-. Don César de Echagüe no necesita ganarse la vida así. Es uno de los hombres más ricos de California.
—¿Don César…? ¿Ha dicho don César de Echagüe?
—Sí, señor Sturgeon.
—Pero… Le hemos confundido con un cochero de punto…-dijo Hugo.
—A él le debió de encantar la confusión-dijo Yesares-. Es muy amigo de bromear y le encantan las situaciones como esa. Probablemente le estaba esperando a usted. Le oí decir que llegaba el hijo pródigo de los Zalabardo. El actuó como testigo de la última voluntad de su madre, señor Sturgeon.
—Un momento-pidió Dayna-. Me dijo ese caballero de tan buen humor que Fawcett, el que era dueño de «La Rosa de Diamantes», se alojaba aquí ¿Es cierto?
—Sí-contestó Yesares-. Si quiere verle, está en el bar. Tiene un hermoso bigote.
—¡Me alegro! Así tendré algo que arrancarle-dijo Dayna, asiendo su bolso como si fuese una honda cargada con un guijarro de seis onzas.
—¿Me permite que la acompañe, señorita?-pidió Sturgeon-. Una dama no debe enfrentarse por sí sola con un tipo capaz de prender fuego a su casa para cobrar el seguro de incendios.
—Puede venir a ver el drama-dijo Dayna-; pero no se haga ilusiones de que le voy a necesitar. Cuando he de tratar con sinvergüenzas me basto y me sobro.
Se fueron juntos hacia el bar cuando por la puerta principal entraba, riendo, don César de Echagüe.