CAPÍTULO X

Max Mehl se paseaba nerviosamente por su despacho en la jefatura Superior de Policía. Frente a él se hallaban Duke, Bob, Covarrubias y Betty.

—¿Estás seguro de poderlo arreglar, Duke? —preguntó de súbito el jefe.

—Sí —replicó Duke—. ¿Ha hecho llamar a todos los que le dije?

—Claro. Llegarán en seguida. Pero no creo que el encapuchado que se nos escapó ayer sea tan tonto que acuda a la cita. Si sabías quién era, debiste decirlo ayer noche y le hubiésemos detenido inmediatamente.

—No se trata de un caso sencillo, Max —replicó Duke—. Existen muchas complicaciones y yo deseo que se haga justicia. En cuanto lleguen los Sloane, déjeme solo con ellos.

—¿Y si huyen?

—¿Ha hecho vigilar el Banco, Max?

—Claro. Nadie retirará nada de las cajas de seguridad hasta que yo avise. No está permitido; pero fingirán una avería en la puerta de la cámara.

—Es una precaución exagerada y quizá innecesaria, pues el asesino, al ver que ayer noche no le íbamos a detener, se habrá creído a salvo y no cometerá la tontería de huir esta mañana dejando tras él su fortuna. Además, está vigilado, ¿eh?

—Desde luego; pero no podemos extremar demasiado la vigilancia, pues entonces sospecharía.

Oyóse una llamada en la puerta, y un policía anunció:

—Los señores James y Bart Sloane.

—Retírense —pidió Duke—. Quiero hablar a solas con ellos.

Todos abandonaron el despacho, y al quedar solo, Duke ordenó al policía:

—Hágales entrar.

Los dos hermanos Sloane, jefes y propietarios de la Sociedad Sloane, empresa que trabajaba con un número fabuloso de millones y que tenía agencias en el mundo entero, eran dos hombres de aspecto insignificante, que sólo en sus ojos revelaban la energía y audacia que les caracterizaba.

—Buenos días —saludó Duke.

—Buenos días, señor Straley —replicó Bart, que ya conocía a Duke.

Luego miró a su alrededor buscando sin duda a Max.

—El jefe superior de Policía tardará un rato en llegar —dijo Duke—. En realidad he sido yo quien les ha llamado.

Los dos hermanos se miraron algo inquietos.

—Quiero advertirles que tienen perfecto derecho a reclamar la presencia de su abogado —advirtió Duke—. Sin embargo, creo que es preferible que resolvamos entre nosotros el asunto que ha motivado su presencia.

—Creo que no nos interesa nada de cuanto nos dice usted —gruñó James Sloane.

—¿De veras? —Duke sonrió—. Sospecho que están ustedes equivocados. Sé que son ricos y que pueden hacer venir al mejor abogado de la ciudad, o a Perry Mason, si quieren; pero ni el mejor abogado del mundo real o de novela podría evitarles el sentarse los dos, uno tras otro, en la silla eléctrica de Sin-Sing.

Los Sloane palidecieron intensamente. Fueron a hablar los dos a la vez, pero Duke les contuvo con un ademán.

—Luego —dijo—, luego podrán protestar tanto como quieran. De momento me voy a limitar a acusarles sin testigos ni nadie que tome nuestras palabras. Esta conversación no tendrá ningún efecto legal. Sólo si ustedes insisten en su actitud, reclamaremos la presencia del Fiscal del Distrito y entonces el proceso seguirá adelante.

—¿Qué quiere decir? —tartamudeó Bart Sloane—. ¿De qué se nos acusa?

—De cinco asesinatos y de un doble robo.

—¡Eh!

—Sí. Le contaré toda la historia. Ustedes, señores Sloane, se han dedicado en gran escala al comercio internacional. Hace algún tiempo se relacionaron con la República de San Miguel, a la cual compraron muchos objetos de valor sin ver que estaba sumida en plena anarquía y que en realidad estaban comprando a unos ladrones. A esos ladrones les dieron un millón y medio por unos brillantes valorados en cinco o seis. Me refiero a los brillantes Covarrubias. Al restablecerse la normalidad, la familia Covarrubias reclamó la devolución de los famosos brillantes; pero las leyes parece que les amparaban a ustedes. Sin embargo, tuvieron un poco de miedo de que los jueces pudiesen dar la razón a los Covarrubias y pensaron en asegurar en lo máximo los brillantes y hacerlos desaparecer. De esa forma cobraban tres millones y luego partían en pedazos más pequeños los brillantes y los vendían, completamente desfigurados, por un precio equivalente a dos o tres millones más. No, no me interrumpan. También pensaron en otro negocio. Poseían por haberlo adquirido a muy buen precio, cierta cantidad de rádium valorado en dos millones y pico. Lo ofrecieron al Hospital Bellegarde, indicando que poseían el doble, y el Hospital adquirió ese rádium. El plan de ustedes era robarlo, hacer que la Compañía de seguros pagase los dos millones y luego ofrecer al Hospital la otra cantidad de rádium que les habían ofrecido, con lo cual vendían dos veces el mismo rádium.

—¿Y nosotros hicimos eso? —preguntó Bart Sloane.

—No hay testigos delante y, por consiguiente, puedo decir, sin exponerme a que se me procese por difamación, que sí, que ustedes hicieron eso..

—¿Que robamos los brillantes nuestros y el rádium del Hospital? — preguntó, furioso, James.

—Así fue.

—¿Cómo lo hicimos?

—De una manera muy sencilla. Uno de ustedes, mejor dicho, el señor James Sloane, pues al señor Bart lo vimos llegar poco después del incidente, se disfrazó, entró en el pabellón, después de haberse apoderado de la daga del señor Covarrubias y haberse provisto de dos granadas fumígeras. Al ver llegar al señor Covarrubias, sobre quien era conveniente cargar el delito, por ser el más sospechoso, lanzó las granadas, aguardó a que el humo lo invadiera todo, y entonces se apoderó de los brillantes y del rádium, lo escondió todo en algún sitio convenido con su hermano, y al tropezar con el señor Petersen, le asesinó, porque convenía cargar sobre Covarrubias un crimen.

—¿Y cómo saqué los brillantes y el rádium ante las narices de la Policía? —preguntó James.

—No fue usted, sino su hermano, quien retiró el botín. Recuerde que llegó al cabo de un rato, que entró en el pabellón, que lo recorrió todo y que, por último, salió de allí sin que nadie se molestara en registrarle.

—¿Y yo? —preguntó James Sloane.

—Usted, disfrazado, se dejó registrar, dio un nombre y una dirección falsos y desapareció sin dejar rastro. Precisamente hice verificar en seguida si los visitantes del pabellón habían dado su verdadero nombre y dirección, y me encontré con que uno de ellos había presentado una documentación falsa. Entonces comprendimos que aquel era el asesino.

—Bien, me acusa de un crimen; pero, ¿y de los otros cuatro? —pidió James Sloane.

—Temiendo que Covarrubias pudiera demostrar que era inocente, le raptaron de mi casa, utilizando los servicios de una banda de criminales. Como tenían que vencer la vigilancia de cuatro policías, los mataron. Los restantes delitos les serán presentados por el fiscal, a no ser que puedan ustedes probar dónde se hallaban el día del robo y durante la mañana de ayer.

Los dos hermanos se miraron horrorizados.

—¿Ayer por la mañana? —preguntó Bart.

—Sí. Sospecho que no pueden presentar ninguna coartada.

—No, para ayer no —tartamudeó James—. Nos ocurrió algo extraordinario...

—¿Qué fue?

—Recibimos una llamada telefónica de un desconocido que nos ofrecía adquirir unas joyas que habían entrado en el país sin pagar los derechos de aduana. Dijo que estaban valoradas en varios millones y nos citó en una casa de Broadway. Fuimos allí, llamamos a la puerta, nos hicieron entrar, y cuando menos lo esperábamos nos encontramos encerrados en una oscura habitación, mientras una voz nos decía que nos estuviéramos quietos si no queríamos tener un disgusto...

—Y mientras ustedes estaban allí encerrados, sus carceleros cogían su auto y cometían un atraco. Los conductores del camión asaltado reconocerán su coche y las sospechas contra ustedes acabarán de confirmarse.

—¡Pero usted nos cree! —dijo Bart.

Duke se encogió de hombros.

—Sí, yo quizá les crea, pero el jefe de Policía tiene que detener a alguien, pues los periódicos lo están asaetando. Es necesario, pues detener a alguien, y si ustedes reúnen tantas pruebas en contra, nadie mejor que ustedes para ir a la cárcel y calmar a los periodistas.

Los Sloane inclinaron la cabeza y parecieron meditar. Por fin James miró a Duke y preguntó:

—¿Cuáles son sus condiciones?

—¿Qué condiciones?

—Las que exige para demostrar que somos inocentes.

—Muy poco —sonrió Duke—. Un millón y medio.

Los Sloane le miraron con los ojos desorbitados.

—¿Qué dice? —tartamudearon.

—Si quieren se lo diré con otras palabras. Quiero la devolución al señor Covarrubias de los brillantes comprados por ustedes al gobierno revolucionario de San Miguel.

—¡Pero eso vale más de un millón y medio!

—Tiene usted razón, señor James Sloane; pero ustedes pagaron millón y medio sabiendo que compraban por valor de muchísimo más y que se trataba de algo robado. Si prefieren correr el riesgo de que el proceso continúe, les diré que tengo otra explicación para justificar la desaparición de los brillantes. ¿Quieren exponerse a sentarse en la silla eléctrica? Una vez el caso en manos del juez, yo no podré hacer nada por ustedes.

—Pero... nosotros no tenemos los brillantes ni el rádium.

—Lo sé. Limítense a firmar este documento, en el cual se reconoce la cesión al señor Covarrubias de los brillantes, siempre y cuando ustedes no sean acusados de ningún delito. Yo les doy mi palabra de honor de que nadie les molestará.

—¿Y de que basándose en esas pruebas falsas no se nos procesará?

—Se lo aseguro.

Al decir esto, Duke cedió a los Sloane un documento que había sacado del bolsillo.

Después de leerlo, los Sloane firmaron al pie y lo devolvieron a Duke.

—Si quieren aguardar una hora sabrán el nombre del verdadero culpable —dijo Straley—. Voy a desenmascararle y a recuperar los brillantes y el rádium.

—Preferiríamos marcharnos —inició Bart Sloane—. Ya no tenemos nada que hacer. Nos ha tendido una trampa; pero sabemos perder cuando llega el momento. Ya nos enteráremos de la verdad por los periódicos.

—Como prefieran. Por esta puerta, señores. Tendrán que salir por la parte posterior del edificio.

En cuanto salieron los Sloane, entraron los demás. Duke, sonriendo, tendió a Covarrubias el documento.

—Los brillantes vuelven a ser de su familia —dijo.

—¿Y dónde están? —gruñó Max—. Dijiste que estaban en el horno eléctrico y en él solo había unas cámaras cinematográficas y una banda sonora en la que estaban grabadas las conversaciones sostenidas alrededor del horno.

—Pues dije la pura verdad —sonrió Duke—. Los brillantes que se encontraban en el pabellón, así como el tubo de rádium y los lentes especiales, fueron escondidos dentro del horno y, por lo tanto, se fundieron por completo. Si se registra bien el horno cuando esté totalmente frío, se hallará un residuo de cristal y de acero.

Covarrubias palideció intensamente.

—¿Dice que los brillantes fueron tirados allí? ¿Que fueron destruidos?

—Exacto. Era el lugar más lógico. Cuando hice el experimento me pregunté cómo habría podido ocultar el asesino los lentes especiales para rayos infrarrojos. Mientras me hacía esta pregunta el horno me dio la respuesta. Nada más lógico que tirar los lentes allí dentro, borrando así toda huella de los mismos. Entonces pensé. ¿Por qué no tirar también ahí dentro el rádium y los brillantes? ¿Por qué no?

—¡Porque valían una fortuna! —exclamó Max—. Porque se había cometido un asesinato por ellos...

—¡Exacto! Eso mismo me contesté yo. Y entonces recibí la contestación.

—¿Cuál fue?

—Pasemos a la sala de espera.

Sonriendo, Duke precedió a sus amigos en dirección a la sala de espera, donde al entrar vio al doctor Charles Aldrich Sewall, a Austin Briggs, de la compañía de seguros, y a Von Horney, de la compañía alemana que había prestado los filtra-microscopios. Los tres se levantaron y Duke, mirando a su alrededor, preguntó:

—¿No han llegado todavía los señores Sloane?

Los tres visitantes movieron negativamente la cabeza.

—Bien, empezaremos sin ellos. Al fin y al cabo en cuanto lleguen serán... Bueno, no importa. Señores, les he reunido aquí, porque están ustedes interesados en la solución de este misterio. Al señor Sewall, en representación del hospital Bellegarde, le interesa recuperar el rádium, y al señor Briggs le interesa que su Compañía no tenga que desembolsar cinco millones. Sólo el señor Von Horney parece no tener ningún interés; pero como sus ultra-microscopios fueron testigos del crimen, tiene derecho a asistir al desenmascaramiento del culpable.

—¿Quién es? —preguntó Sewall.

—Pudiera ser usted, doctor. Se hallaba presente cuando se cometió el robo y el crimen, también estaba presente cuando dije que el horno fuera trasladado a mi casa y, por lo tanto, pudo dar orden de que fuera robado y en connivencia con los señores Sloane pudo intentar la estafa a la compañía de seguros. Ellos se quedaban los brillantes y cobraban tres millones por ellos, y usted se quedaba el rádium y se ganaba dos millones, descontados los gastos para el pago de sus cómplices.

Sewall se había puesto en pie violentamente y gritaba:

—¡Exijo que se me respete y que se retiren estas acusaciones!

—Perfectamente. Así la haremos —dijo Duke—. Voy a contar una historia muy interesante para todos. Hace algún tiempo se planeó toda la trama del robo de los brillantes y del rádium. Se contó conmigo, porque yo debía de suministrar una de las bases del plan. Es decir: el horno eléctrico. Ese horno eléctrico, de una potencia poco corriente, debía suministrar las emanaciones de rayos infrarrojos necesarios para el crimen y al mismo tiempo con su potencia debía borrar todas las huellas. Pero existía el peligro de que al volver el horno a mis manos yo le descubriese.

—¿Qué verdad? —preguntó Briggs.

—La de que los brillantes eran cristal tallado y que el rádium sólo era una funda de acero y otras de plomo, o sea que los verdaderos brillantes y el rádium habían sido robados antes de que se abriese el pabellón.

El asombro producido por las palabras de Duke fue general.

—Sí —continuó el joven—. Una persona... Pero nos estamos anticipando. Sigamos el misterio paso a paso. Dije que existía el peligro de que, al volver el horno a mis manos, yo encontrase huellas de cristal y de acero; pero no de rádium y de brillantes. Por lo tanto convenía averiguar las defensas de mi casa. Saber dónde estaban los timbres de alarma y demás. Para ello se utilizó a Steve O'Neal. Fue lanzado contra esas defensas para que se pudiera averiguar dónde estaban. El desgraciado murió en el intento y la Policía se presentó en mi domicilio. Entre los agentes que acudieron se hallaba un cómplice del autor del plan. Se trataba de un desgraciado que olvidó sus sagrados deberes con la sociedad y que ha pagado ya sus culpas de una manera muy trágica. Aquel hombre, que, como policía, pudo registrar toda la casa, trazó un plano de la instalación de timbres a fin de poderlos inutilizar cuando conviniera. Aquel mismo día, otros cómplices raptaron el cadáver de Sloane, para emplearlo más adelante, cuando fuese necesario. Fue una gran previsión, que demuestra la presencia de un cerebro privilegiado al frente de la banda.

"Ahora dejemos pasar unos días y llegaremos al día en que se inauguró el pabellón. Nos encontramos ahora ante otro cómplice de la banda que fue, en realidad, el autor del robo de los brillantes y del radium. Se trata de Petersen, un detective particular que se dejó comprar por varios miles de dólares y la seguridad de que sobre él no recaería ninguna sospecha. Petersen fue quien sustituyó los brillantes legítimos por los falsos, y el tubo de rádium por otro tubo igual, pero vacío. Ya estaba cometido el robo; pero de dejarse las cosas así, las sospechas hubieran recaído inmediatamente sobre el culpable. Por lo tanto convenía que el robo se cometiera. Se pensó en hacer recaer las sospechas sobre el señor Covarrubias y se aguardó a que él llegara al pabellón, al que no podía faltar, para comenzar la farsa. Éste se tenía que llevar a efecto inmediatamente que él llegara, pues conociendo perfectamente los brillantes se hubiera dado cuenta del cambio. Así, en cuanto Covarrubias entró en el pabellón, el asesino tiró las dos granadas, Petersen hizo cerrar las puertas, y cuando el humo lo hubo invadido todo, como el horno estaba ya funcionando desde hacía media hora y el ambiente estaba saturado de luz infrarroja, el asesino se puso unos lentes especiales, que le permitían ver a través del humo como si fuera de día, y comenzó su actuación. Ante todo dirigióse hacia Covarrubias y le metió en un bolsillo un brillante, a fin de que las sospechas se acentuaran. Luego fue hacia la mesa y recogió los brillantes, o sea los cristales, envolviéndolos en un gran pañuelo. También recogió el rádium, o mejor dicho, el tubo de acero, y se dirigió hacia el horno. Quiso la casualidad que no pudiera evitar el tropiezo conmigo y que yo me diera cuenta de que su traje no era el de Covarrubias. Se libró de mí con un golpe dado con el pañuelo y siguió hacia el horno, en cuyo interior tiró los cristales y el tubo de acero, que se fundieron casi al instante. Luego, para cerrar una boca peligrosa y, al mismo tiempo, ahorrarse algún dinero, asesinó a Petersen. Después de eso volvió al horno y tiró dentro de él los lentes y los guantes de goma utilizados. Hecho esto, ocupó un sitio cualquiera, aguardando que se descubriese el robo.

—¿Qué pruebas tiene contra Petersen? —preguntó Briggs.

—La única prueba que tengo es la de que fue asesinado innecesariamente. Como un crimen de esa clase no cuadra dentro del plan tan magistralmente trazado, he de creer que no fue un asesinato casual, sino uno muy premeditado. Además, sólo así se explica que de un pabellón herméticamente cerrado desaparecieran veinticuatro brillantes y un tubo de rádium que pesaba varios kilos y abultaba muchísimo.

—Entonces hemos sido víctimas de una estafa —gimió Briggs.

—Sí, su Compañía ha sido estafada. Debía pagar cinco millones de dólares por un robo parcialmente fingido. Digo parcialmente, porque el robó existió.

—¿Y las sospechas recaen sobre mí? —preguntó, débilmente, Sewall.

—Sí, doctor. Es usted un excelente sospechoso. Pero sólo podemos creerle culpable si le suponemos en connivencia con la Sociedad Sloane. Por sí solo, usted no podía cometer aquel robo.

—¿Por qué no? —preguntó Briggs.

—Por el rádium. Una de mis primeras sospechas fue la de que la Sociedad Sloane hubiera mentido al declarar la cantidad de rádium que poseía. Si tenía dos y declaró cuatro, pudo vender luego el mismo rádium.

—Es verdad —asintió Briggs—. ¿Y no sospecha de los Sloane? Ellos pudieron quedarse con los brillantes y recibir tres millones por ellos y luego ceder el rádium y el precio del seguro del mismo al señor Sewall. Mi Compañía pagaría el seguro y con ese dinero se fingiría la compra del mismo rádium.

—Tiene usted razón —asintió Duke—. Pero no sospecho del señor Sewall ni de los señores Sloane.

—¿Por qué?

—Porque ya conozco al verdadero asesino.

—¿Quién es? —preguntó el presidente de la Compañía aseguradora.

—Usted, señor Briggs.

—¿Yo? —Austin Briggs soltó una carcajada—. ¿Es alguna trampa para cazar al verdadero culpable?

—No. Al culpable, o sea a usted, lo tengo ya cazado. Ha sido muy listo, pero ha olvidado muchos detalles.

—Creo que en estos casos el detective descubridor de la trama suele explicar la historia de la misma. Le escucho, señor Straley.

—Muchas gracias. Nada me gusta tanto como verme escuchado por un asesino a quien por mi culpa se conducirá a la silla eléctrica. Usted, señor Briggs, tiene relaciones con mucha gente extraña. Sobre todo con ladrones que acuden a ofrecerle los géneros robados para que usted, es decir, su Compañía, en vez de pagar un millón por el seguro de unas perlas robadas, entregue las perlas diciendo que sus detectives particulares las han encontrado, cuando, en realidad, lo que ha hecho usted ha sido pagar veinte o veinticinco mil dólares al ladrón. De esa forma la Compañía se ahorra una suma inmensa de dinero. Esa ha sido la clave de su éxito, señor Briggs. Ese tacto le ha conducido a la presidencia de la Compañía, pero al mismo tiempo le ha despertado sus ambiciones. Cuando el señor Sewall le habló de asegurar los brillantes Covarrubias y el rádium, usted vio que había llegado la ansiada oportunidad de recoger el fruto sembrado durante muchos años de conducta intachable. Sewall también le habló de que para aumentar el atractivo del pabellón se me pediría prestado un horno eléctrico de potencia extraordinaria. Usted aceptó cubrir el seguro y en seguida empezó a meditar. Sabemos por su médico que hace meses tuvo que tomar usted baños de calor a base de rayos infrarrojos, y que él le explicó un método económico y sencillo de obtener dichas irradiaciones. Un estudio de los rayos infrarrojos le permitió averiguar que el horno eléctrico, si funcionaba, los generaría en cantidades fabulosas. Entonces recurrió a Steve O'Neal, a quien conocía secretamente, y le encargó que destruyera la dínamo de mi casa. Lo hizo sabiendo que O'Neal sería descubierto y detenido, o quizá muerto. Así su cómplice, el que murió ayer noche, podría descubrir el secreto de la instalación de los timbres de alarma. Era necesario conocerla para vencerla cuando fuese necesario. Usted hizo más, la copió en su fábrica de hielo seco de Brooklyn. Ayer noche yo la anulé con unas proyecciones de rayos infrarrojos.

"Cuando supo usted el medio de entrar en mi casa, encargó a Petersen de la vigilancia de los brillantes y del rádium, así como del horno eléctrico, que también estaba asegurado, ¿no es cierto, señor Sewall?

—Si, también lo aseguré —contestó.

—El plan trazado por usted era el de que Petersen robaría los brillantes y el rádium, antes de que el pabellón fuera abierto al público, y le entregaría a usted ambas cosas. Luego, usted, disfrazado, entraría en el pabellón, tomaría los brillantes y el rádium y lo tiraría todo dentro del horno, creando así un problema de casi imposible solución, ya que nadie se explicaría cómo pudieron salir del pabellón los brillantes y el rádium. Nadie iba a suponer que se habían robado para echarlos dentro del horno y destruirlos tontamente. Para una cosa así no se comete un crimen. ¿Y quién iba a suponer que el verdadero autor del robo era Petersen?

—Entonces, ¿cómo prueba mi culpabilidad? —sonrió Briggs.

—Con las piedras y el rádium que usted guardó en una caja de alquiler de una cámara acorazada. Allí lo encontraremos todo, pues no ha tenido tiempo de irlo a retirar. Su plan era excelente, señor Briggs. Por los brillantes, unos cuantos comerciantes o peristas le daban un millón, o dos, o tres. Por poco que le dieran le darían mucho. Y en cuanto al rádium, podía usted decir a sus compañeros de dirección que el autor del robo se lo ofrecía por setecientos mil dólares. Ellos le hubieran recomendado que lo comprase, pues valía más desprenderse de un millón, inclusive, que de dos. Y como no sería la primera vez que usted les sacaba de un apuro grave, usted realizaría la "compra", sin que nadie sospechara que se compraba a sí mismo, y devolvería el rádium, del cual no le hubiera sido fácil disponer de otra forma, pues si los brillantes abundan y se pueden disimular, el rádium es tan escaso que se sabe al detalle quién posee cada miligramo.

"Pero usted no podía dejar las cosas quietas. Covarrubias le estorbaba, pues, aunque acusado del crimen, podía demostrar, gracias a mí, que él no fue el asesino. Por eso, al ver, que le dejábamos encerrado en mi casa, la asaltó, rompió la puerta blindada con ayuda de oxígeno líquido, del que posee bastante en su fábrica de hielo artificial, y se lo llevó para hacerlo desaparecer. En esta ocasión tuvo que cometer cuatro asesinatos más.

“Luego decidió inutilizarme a mí con el rapto de mi hermana y para ello recurrió al congelado cadáver de O'Neal, que hizo usted llegar a mi jardín por medio de una potente catapulta instalada en su casa de Washington Bridge, o sea, a algo más de kilómetro y medio de mi casa. Un cálculo exacto le permitía afinar el tiro. Así, el cadáver pareció descender del cielo y la confusión le sirvió para raptar a mi hermana.

—Muy bonito, continúe.

—Como usted guste. Cometió usted un error al sentir de pronto tanto interés por el oxígeno líquido y comprar tantos tratados acerca del mismo. También fue un error comprar otros libros sobre rayos infrarrojos, y más aún utilizar, para su disfraz, la documentación del señor Beethume.

Al oír esto, Briggs palideció.

—Sí —continuó Duke—. Una de mis primeras precauciones fue la de investigar en los domicilios de todas las personas que se hallaban en el pabellón cuando se cometió el robo y el crimen. Usted recordará, porque estaba allí, que se tomó el nombre y dirección de cada uno de los que allí estaban. Usted presentó la documentación de Beethume, pensando que se trataba de una medida rutinaria y que sospechando de Covarrubias no se investigaría a fondo lo demás. No pensó que al ir a casa de Beethume nos dirían que dicho señor había muerto quince días antes y que la Compañía de Seguros que usted dirige tenía su documentación para proceder al pago del seguro de vida. En cuanto sospechamos de usted, todos esos detalles resultaban terriblemente acusatorios, señor Briggs. Para colmo, ayer noche nos dejó usted una serie de pruebas comprometedoras al no fijarse que en el horno eléctrico había cuatro cámaras cinematográficas sonoras que tomaron todas las escenas que se desarrollaron cerca de ellas, y que le presentan con su hermoso disfraz y su inconfundible voz.

—¿Y cómo me apoderé del horno?

—De una manera muy sencilla. Por medio de unos cómplices a los que avisó en cuanto el señor Sewall le anunció que yo me llevaba el horno. Eso debía hacerlo por estar dicho horno asegurado por su Compañía.

—Sí, yo le telefoneé —dijo Sewall—. Cuando el señor Dennison llegó para dirigir el traslado del horno...

Sewall se interrumpió porque, de pronto, Briggs se había incorporado de un salto y de un bolsillo sacó un objeto metálico en forma de frasco petaca.

—Muy bien —dijo—. Me habéis cazado. Habéis echado por tierra mis planes; pero ninguno de vosotros disfrutará del triunfo. Aquí dentro hay un litro de oxígeno líquido. Cuando caiga al suelo se partirá y todos moriremos helados...

La reacción de Duke fue demasiado rápida para que Austin Briggs pudiera anticiparle. En la mano del joven apareció una pistola de corto cañón con la que Duke hizo un solo disparo. Mas no apuntó al corazón de Briggs, sino al frasco metálico que sostenía en alto.

Oyóse un silbido y el aire líquido cayó en cascada sobre Austin Briggs, que lanzó un grito de agonía y cayó al suelo, helado, muerto al instante.

Mirando al cuerpo tendido en el suelo, Duke apostilló:

—Ha sido una suerte que la cosa haya terminado así. Podremos evitar que se remueva demasiado fango, ya que con las pruebas del delito, probamos sobradamente la culpabilidad de Briggs. Le ruego, señor Horney, que olvide cuanto ha visto y oído.

FIN

Digitalizado por: Antonio González Vilaplana

Publicado por: Editorial Molino, octubre de 1943