CAPÍTULO I

Betty Straley y Bob Dennison descendieron del auto y cruzaron la acera en dirección a la casa. Ésta se hallaba rodeada por una verja de hierro y un bien cuidado jardín.

—¿Qué hacemos? —preguntó Bob.

Betty encogióse de hombros. Vestía un rico abrigo de armiño bajo el cual llevaba un traje de noche creación de la mejor modista de la ciudad. Sus zapatos parecían hechos de cristal y su pequeño bolso, adornado con una fortuna en perlas, valía, por sí solo, más que el abrigo y el traje.

Robert Dennison, en cambio, vestía sencillamente. Traje de etiqueta, abrigo negro y, aunque él lo odiaba, sombrero de copa.

—¿Qué hacemos? —insistió Isabel Straley Pozoblanco.

—Podríamos entrar... —murmuró, vacilante, Bob.

—Y caer en alguna de las odiosas trampas que el loco de mi hermano ha distribuido por el jardín. No; prefiero esperar.

—Podríamos llamar al timbre —dijo Robert.

—Es muy peligroso —advirtió Isabel—. Puedes quedarte pegado a él durante toda la noche recibiendo descargas eléctricas...

—O abrir una trampa bajo mis pies...

—O recibir un tiro en el corazón...

—No comprendo cómo puedes vivir in esta casa, Betty.

—Ni yo lo comprendo. Me maravilla estar aún viva. Menos, mal que obedezco al pie de la letra a Duke. Siempre me dice: "Si sientes unos deseos irrefrenables de tocar algo, tócate la nariz. Es mucho menos peligroso que coger un, libro o apoyarse sobre una mesa”.

Sobre la puerta de entrada a la casa veíase un letrero con esta inscripción en letras luminosas:

"La Bastilla. Si no le han invitado, no se moleste en entrar. No tiene usted nada que hacer aquí y el propietario no responde de los desperfectos físicos que podría usted sufrir metiéndose donde nadie le necesita".

Cuantos conocían a Duke Straley hubiéranse guardado muy bien de prestar oídos sordos a los consejos que se les daban en aquel aviso. La fama de Duke Straley era lo bastante grande para que la mayoría de los neoyorquinos sintieran un gran aprecio y respeto por aquella mezcla de norteamericano y español, más peligroso que un frasco de nitroglicerina.

Su hermana y su amigo y colaborador eran los que en aquel momento vacilaban acerca del partido que debían tomar. Las letras luminosas habían desaparecido. Eran más de las doce de la noche y la oscuridad reinante en la casa hacía suponer que, por una vez en su vida, Duke habíase acostado antes de las dos de la madrugada.

—Haz sonar el timbre —aconsejó Isabel a Bob.

—He olvidado los guantes de goma y no me gustaría recibir una descarga eléctrica.

—¿No has cogido el bastón?

—¡Ah, sí!

Bob volvió al auto, cuyo conductor les miraba sonriente, y sacó un largo bastón con el puño hecho de una bola de oro maciza. Con ayuda del bastón empujó hacia dentro el botón del timbre. Al momento una voz cavernosa preguntó:

—¿Quién es usted? ¿Qué viene a hacer aquí? ¿No ha leído el aviso? ¡Lárguese con viento fresco!

Isabel (Betty) Straley gozaba fama de ser una de las mujeres más audaces de Norteamérica; sin embargo, lo inesperado de aquella voz la hizo abrazarse al cuello de Bob Dennison, que, con el bastón en la mano, parecía un moderno D'Artagnan haciendo frente a algún fantasma.

—¿Por qué no contestas, alcornoque? —siguió preguntando la voz, con ligero cambio de tono.

—Es que...

Bob miraba a todas partes buscando la fuente de aquel sonido. ¿Dónde estaba el hombre que le hablaba?

—¿Quién es ese engendro que te abraza? En mi vida he visto una mujer tan fea.

Fue una suerte que Betty retuviera con su abrazo a Bob, pues éste sentía unos deseos locos de huir de allí.

—Oiga, mal educado, salga y le diré lo que pienso de usted.

—Usted no puede decir semejante cosa, señorita, porque su cerebro sólo sirve para llenar el hueco de esa cabeza, que a su vez sólo sirve para sostener un sombrero. ¿Desde cuándo sabe usted lo que es pensar? Usted no ha pensado en su vida.

Betty soltóse de Bob y buscó, belicosamente, al invisible charlatán.

—No me busque, Dulcinea escuálida. Y tú, Bob, no seas tonto y aprovecha que aún no te has declarado a esa niña. Vete, huye de ella. Y si no, fíjate en lo linda que es.

Bob dio media vuelta y lanzó un grito de espanto. La losa de granito sobre la que estaba de pie Isabel habíase iluminado extrañamente y la joven había desaparecido, quedando su lugar ocupado por un esqueleto del mismo tamaño.

No era lo peor que Betty hubiera sido sustituida por una calavera. Lo infinitamente más grave era que dicha calavera estaba animada y se movía como si se hallara llena de vida.

Bob Dennison se disponía a perder el sentido cuando, al fin, apagóse la luminosidad del suelo y la calavera recobró, milagrosamente, la perdida carne, volviendo a ser Betty Straley, la lindísima hermana de Duke.

Al propio tiempo, la inconfundible voz del dueño de la casa dijo:

—Han presenciado ustedes la demostración del nuevo aparato de rayos X que he instalado en esta casa. Su potencia es fabulosa, y su coste es aún más fabuloso. Pueden entrar; pero absténganse de desviarse del sendero, pues ni el ser hermana mía ni el poseer mi amistad podrá librarles de una sorpresa desagradable.

Al cesar la voz, que parecía sonar como si Duke, invisible, estuviera junto a ellos, se abrió la verja por sí sola. En cuanto Betty y Bob la hubieron cruzado cerróse tras ellos.

Avanzaron por un amplio sendero y llegaron al fin a la casa, hermosa construcción de estilo colonial, de dos pisos y planta baja. La puerta quedaba protegida por una pequeña marquesina, y abrióse cuando Bob y Betty subieron los escalones que conducían a ella. Al mismo tiempo se encendió una luz sobre ellos y la voz de Duke Straley anunció:

—Subid a vuestras habitaciones. Bob debe quedarse aquí esta noche, pues necesito inyectarle unos microbios de paludismo para ver cómo reacciona.

La expresión de horror de Bob hizo soltar una carcajada al invisible Duke.

—No —agregó:— no te quiero para utilizarte como conejillo de indias. Al contrario. Subid a vuestras habitaciones y poneos unos trajes más normales que esos que lleváis. Luego dirigios al laboratorio... Pero no toquéis nada. La muerte acecha a vuestro alrededor. ¡Huuuuuuh!

Apagóse la luz, cesó la voz y Butler, el mayordomo de Duke, apareció ante ellos.

—Buenas noches, señorita. Buenas noches, señor Dennison. ¿Han disfrutado de la ópera?

—Sí, Butler —replicó Isabel—. Hemos disfrutado mucho; pero las gracias de mi hermano nos han matado todo el buen humor que traíamos. ¡Esta casa es horrible!

—Sí, señorita. Tiene mucha razón. Si no fuese por los años que llevo junto a ustedes, me hubiera marchado ya. Cuando me siento en una silla tengo la impresión de que me van a electrocutar de un momento a otro. Además, tanto cachivache movido por electricidad...

—Butler, ten en cuenta que el ojo de tu amo te vigila y que a una orden mía los diablos de la electricidad se pasearán por tu cuerpo —dijo, de pronto, la voz de Duke Straley, brotando de los pies de Butler.

El mayordomo dio un salto atrás y miró, despavorido, a los dos jóvenes.

—¡Es horrible! —gimió—. ¡Es horrible!

Y alejóse profundamente abatido, mientras Bob y Betty subían al primer piso, utilizando el ascensor automático. La joven pasó a sus habitaciones y Roberto Dennison marchó a las que tenía reservadas en casa de sus amigos.

Isabel cambió el finísimo traje de noche por uno de lana, mucho más fuerte, y salió al pasillo, donde tuvo que esperar un momento a Bob, que salió vistiendo unos pantalones de lana, una chaqueta sport a cuadros, y un jersey de cuello alto.

—Veamos lo que nos tiene reservado Duke —dijo Betty, mientras se dirigían al ascensor. En la línea de timbres del ascensor había uno marcado con la indicación de "Laboratorio". Estaba debajo del marcado con el nombre de "Planta baja", lo cual indicaba que el laboratorio se hallaba en los sótanos.

Betty pulsó el botón y el ascensor descendió veloz y silenciosamente. Al llegar a su destino abrióse automáticamente la puerta de la cabina y la joven y su acompañante viéronse ante una puerta de acero esmaltado en gris, como la de una caja de caudales:

Pasaron unos segundos y al fin la puerta comenzó a abrirse lentamente.

Isabel y Robert cruzaron el misterioso umbral y pudieron ver que la puerta tenía un grosor de unos cuarenta centímetros. Todo el dintel de la formidable puerta estaba provisto de redondos pestillos de acero que se encajaban en las aberturas de la puerta, de manera que ésta formaba una masa sólida y continua con los fuertes muros.

—Ni un cañón sería capaz de abrir camino por aquí —comentó Bob.

—¿Qué estará haciendo mi hermano? —preguntó Betty—. Sin duda andará detrás de la solución de algún nuevo misterio, o de alguna fórmula química.

Esto último parecía la suposición más acertada. Duke Straley se hallaba en el centro del penumbroso laboratorio. Una lámpara proyectaba sobre su trabajo un cono de luz azulada que iluminaba su frente y dejaba en sombras su expresivo rostro. Duke se hallaba de cara a la puerta y, al entrar en el enorme laboratorio, Betty y Bob tuvieron la impresión de hallarse ante un hechicero o alquimista.

Lo veían a través de los vapores que brotaban de un recipiente de cristal de "Pyrex" colocado sobre un mechero Bunsen. La azulada llama que brotaba del tubo del mechero parecía abrazar el recipiente, y a través de ella se veía hervir violentamente el humeante líquido contenido allí dentro.

—Hola —saludó Betty—. ¿Podemos entrar?

—Adelante —gruñó Duke, que en aquellos momentos estaba echando al líquido unas gotas del contenido de un frasco azul.

Aumentó el humo y una sonrisa de placer iluminó el rostro de Duke.

—¿Podemos preguntarte qué estás haciendo? —inquirió Bob.

—Claro —replicó Duke, encerrándose de nuevo en su desagradable silencio.

—¿Podemos encender la luz? —preguntó, a su vez, Betty—. No me gusta andar entre tantos peligros acumulados aquí.

Sin replicar, Duke posó la mano sobre uno de los timbres del tablero que tenía junto a él y todo el laboratorio quedó iluminado por una luz semejante a la proyectada por los tubos Neón. Daba un tono verde espectral a los rostros, sacando a relucir tonalidades que con otras luces permanecen invisibles, amoratando los labios, las mejillas y las uñas; pero, al mismo tiempo, produciendo un sedante efecto en los ojos.

La luz reveló en primer lugar un fantástico surtido de aparatos de laboratorio. Tubos de ensayo, alambiques con conexiones casi kilométricas, aparatos de vacío, miles de frascos conteniendo el mayor surtido de drogas y productos químicos que poseía cualquier laboratorio particular y oficial.

—No me extrañaría que hubiera sangre de dragón y cuerda de ahorcado —refunfuñó Betty.

—La sangre de dragón la encontrarás en el estante de tu derecha, tercer frasco del segundo estante empezando por la izquierda —anunció Duke—. Y la cuerda de ahogado la hallarás en el armario que está detrás de ti. Hay cuarenta y cinco frascos y cada uno de ellos contiene una muestra distinta. Hay cuerdas de ahorcado obtenidas en Londres, en San Francisco, en Constantinopla... Esas no son muy útiles, pues en su mayor parte son de seda. En cambio las otras son de cáñamo y ofrecen un excelente medio de estudio del cultivo de dicha planta desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días. Tengo un ejemplar único. Un trozó de la cuerda que sirvió para ahorcar a Amán. En aquellos hermosos tiempos se tejía perfectamente el cáñamo.

—¿También tienes grasa de niño recién nacido?

—También —replicó Duke—. Me la han remitido del hospital de infancia. Los antiguos tenían mucha fe en ella y en cuanto nacía un niño iban a rascar de sobre su piel la grasa protectora; pero actualmente sólo he podido hallarle una aplicación excelente: Con ella se puede hacer una magnífica crema para limpiar zapatos.

Betty y Bob acercáronse más a Duke y pudieron ver a su lado una especie de tablero de cristal y junto al mismo un pequeño altavoz y un micrófono de tamaño reducido y potencia norme.

—¿Para qué sirve eso? —dijo Bob.

—Para oír a los tontos que se detienen en la puerta de entrada. El altavoz es para oír sus conversaciones y el micrófono sirve para responderles.

—¿Y esas hojas y hierbas? —preguntó Betty, señalando una enorme masa de hierbas y hojas de un color entre achocolatado, café con leche y amarillo opaco.

Estas hierbas se encontraban dentro de una gran caja de cristal y, a juzgar por su volumen, pesarían no menos de un centenar de kilos.

—Tabaco seco —replicó Duke—. Deshidratado. Una mezcla de Virginia, Java, Turquía, Habana, Burley y Congo.

Señaló un frasco que debía de contener unos tres litros de una especie de denso y oscuro jarabe.

—La nicotina que contenía. Extraída hasta el último miligramo.

—¿Preparas algún veneno? —preguntó Bob.

Duke encogióse de hombros. Como si hubiera olvidado la presencia de su hermana y de su amigo, comenzó a apresurar la mezcla de productos. Después de pesarlo en una balanza de precisión, agregó al líquido hirviente unos miligramos de cinamomo, de nuez moscada, de canela en rama, de varias especias más. Después echó tres gotas de esencia de rosas ultra-concentrada, y de varios perfumes más. Todo ello, después de ser agregado a la mezcla, era anotado en un cuaderno. Por fin, Duke cogió un largo cuentagotas graduado y extrajo una cantidad de nicotina de la contenida en el frasco, la incorporó a la mezcla, aumentó la potencia del gas haciendo hervir tumultuosamente el líquido, del que brotó un humo denso y turbadoramente oloroso, que se extendió por todo el laboratorio.

—¿Qué os parece? —preguntó Duke.

Antes de que su hermana y Bob pudieran responder, Duke agregó, como si ya hubiera recibido una respuesta:

—Sí, desde luego; perfecto.

Apagó el gas, volvióse hacia el cuaderno donde había ido anotando las proporciones, hizo unos rápidos cálculos y luego, seguido por las miradas de curiosidad de su hermana y de Bob, colocó sobre un potente fogón eléctrico un gran recipiente de cristal en el cual fue echando en mayores proporciones los mismos productos que había mezclado antes. Por fin vació en sus tres cuartas partes el frasco de nicotina y otra vez el mismo aroma de antes se extendió por la estancia.

—Debe de preparar algo terrible —susurró Betty.

—Algún veneno —asintió Bob.

De cuando en cuando Duke tomaba la temperatura de la mezcla y consultaba un cronómetro. Por fin, con rápido ademán, cortó la corriente eléctrica, levantó con unos sujetadores de caucho el recipiente de cristal y vertió su contenido en un depósito de vidrio conectado con una máquina filtradora a presión. En unos minutos otro depósito colocado en el otro lado de la prensa quedó lleno de un líquido semejante al resultante de la ebullición de todas las materias antes indicadas. Duke sacó una muestrecita, la examinó por medio del microscopio, la sometió a diversas reacciones y, por último, exclamó:

—¡Eureka!

—¿Ya lo has descubierto? —preguntó Bob Dennison.

—Sí. Estoy muy satisfecho.

Retiró el depósito de la prensa y, acercándose a la enorme caja de cristal, conectó el depósito con un tubo que se introducía en ella, lo enroscó, añadió al tubo una manivela y en seguida empezó a moverla vigorosamente.

El interior de la caja de cristal empañóse como si lo llenara una masa de vapor. A través de la niebla así producida pudo verse cómo las secas hojas de tabaco parecían cobrar vida, se hinchaban y, al mismo tiempo, recobraban su flexibilidad. La caja pareció a punto de reventar, pues la enorme masa de hojas aumentaba de tal forma de tamaño que resultaba casi imposible que pudiera ser contenida allí dentro.

—Muy curioso, ¿verdad? —preguntó Duke—. Acabo de hacer un estudio sobre el tabaco y he averiguado que es enormemente sensible a la humedad, que pierde en un ambiente seco y recupera al momento en un medio húmedo. Hace un momento ese tabaco estaba más seco que un desierto. Dentro de diez minutos habrá absorbido completamente la preparación que le he agregado y volverá a tener la nicotina que le extraje; sólo que esta vez la proporción será la misma en todas sus clases de hoja.

—¿Has preparado algún veneno para agregarlo al tabaco? —preguntó Betty.

Duke se echó a reír; pero no contestó. Dirigióse a un extremo del laboratorio y descubrió dos máquinas. Una de ellas no parecía nada complicada. En cambio la otra era de gran precisión. A un lado tenía un rollo de papel y encima un embudo rectangular.

—Ayudadme —indicó Duke.

Betty y Bob acercáronse a la caja de cristal que, con ayuda de una pequeña polea, Duke estaba destapando. La masa de aromáticas hojas desbordóse hasta el suelo. Cogiéndola a abrazadas, Duke la llevó a la primera máquina y la echó en un gran recipiente colocado en la parte superior; luego, puso en marcha el motor que hacía girar un gran volante y unas veinte cuchillas circulares comenzaron a cortar las hojas en largas hebras que caían en otro depósito también giratorio, donde las hebras eran uniformemente mezcladas. Al cabo de unos segundos, Duke vació aquel segundo recipiente en el embudo de la otra máquina, que fue puesta en marcha.

Todas estas operaciones fueron repetidas apresuradamente y, mientras unos echaban hoja en la máquina cortadora, Duke iba retirando de la otra montones de cajas metálicas, perfectamente soldadas, y llenas de largos cigarrillos. Al cabo de dos horas, Bob anunció:

—Ya hemos terminado. Se acabó la hoja. Hemos elaborado un millón de cigarrillos. Suponiendo que entre los tres consumamos cien al día, tenemos tabaco para algo más de veintisiete años, aunque suponiendo que invitaremos a nuestros amigos y a Max Mehl, especialmente, podemos reducir el plazo a unos veinticinco años, poco más o menos.

Betty dirigió una furiosa mirada a su hermano.

—¿Es que eso que has estado haciendo ha sido para que nos lo fumáramos nosotros? —preguntó.

Duke sonrió, burlón.

—Desde luego —dijo.

—¿Y no es veneno? —inquirió Bob.

—No; al contrario, creo que se trata de unos excelentes cigarrillos. Podemos probarlos y convencernos.

Al decir esto, Duke cogió una de las latas, en las cuales se veía, estampado, su retrato y esta inscripción:

"Cigarrillos Duke. Los mejores. Cosecha y elaboración especial".

Extrajo tres cigarrillos y tendió dos a Betty y Bob, llevándose el tercero a los labios. Lo encendió lentamente y paladeó el humo.

—Magnífico, ¿verdad?

Su hermana y su amigo tuvieron que reconocer que se trataba de unos cigarrillos excelentes.

—Pero no hay derecho a que nos tengas sobre ascuas creyendo que preparabas algo maravilloso o resolvías algún misterio, y luego resulte que estabas elaborando tabaco —dijo Betty.

—Yo también creí que estabas resolviendo un misterio impenetrable —dijo Bob—. Pensé que tenías entre manos el crimen perfecto.

—Si alguna vez llegara a cometerse el crimen perfecto, nosotros no nos enteraríamos de su existencia —replicó Duke, guardando en una caja de acero los botes de cigarrillos—. En realidad cada año se cometen varios cientos de crímenes perfectos.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Betty, que aún estaba enfadada con su hermano—. ¿Por qué crees que se cometen cientos de crímenes perfectos?

Duke cerró el armario y miró a Isabel arqueando las cejas.

—La cosa no puede ser más sencilla, clara y lógica —replicó—. El crimen perfecto es el que no llega a conocimiento de nadie. Si se comete un asesinato perfecto, la Policía ni nosotros nunca sabremos que se ha cometido. Desde el momento en que se sospecha de que se trata de un crimen, el delito deja de ser perfecto. Sin embargo, acudid a la Oficina de Desaparecidos y os enteraréis de que diariamente desaparecen de la ciudad de seis a diez personas. Un cuarenta por ciento de esas personas reaparecen al cabo de algún tiempo. Vivas o muertas. Pero el restante sesenta por ciento no vuelve ya a aparecer jamás. ¿Desaparición voluntaria? ¿Crimen? En este último caso se trata de crímenes perfectos, con perfecta disposición o eliminación del molesto cadáver que proclama, peligrosamente, la existencia de un crimen. No habiendo cadáver no puede haber crimen. La Ley así lo exige. Esta es una parte de los crímenes perfectos. Luego tenemos otra no menos importante en la cual el forense dictamina muerte natural y la familia envía el cadáver al horno crematorio y ya nunca más se podrá demostrar si el difunto falleció de un ataque cardíaco o de una dosis de arsénico. Esos son también crímenes perfectos. Desgraciadamente, sólo podemos resolver los crímenes imperfectos, o sea los cometidos toscamente, dejando el desagradable espectáculo de un cadáver cosido a balazos, a puñaladas o saturado de veneno. Esos crímenes están condenados a ser descubiertos y resueltos en poco tiempo. Son crímenes vulgares e indignos de que fijemos en ellos nuestra atención.

Duke calló un momento, durante el cual empujó las dos máquinas utilizadas para la elaboración de los cigarrillos hacia un montacargas al que se llegaba por una puerta de solidez semejante a la del ascensor.

—Como hasta dentro de veinticinco años no necesitaremos preparar más cigarrillos, devolveré las máquinas a la casa que me las ha prestado —explicó.

Después, cuando las dos máquinas estuvieron en el montacargas y la puerta fue cerrada, Duke prosiguió:

—Viendo la enorme estupidez de los asesinos he pensado muchas veces en que sería muy agradable y emocionante cometer un crimen perfecto y ver como la Policía lo aceptaba como una cosa natural, o se devanaba en vano los sesos para resolverlo. Pero los endiablados factores morales me impiden ponerme frente a la Ley. Debo servirla y luchar con quienes tratan de burlarla ingenuamente. De todas formas no pierdo la esperanza de encontrar algún día un criminal que esté a mi altura.

—¿Y quién es el criminal perfecto? —preguntó Bob, sabiendo que nada podía agradar tanto a Duke como el que le hicieran preguntas encaminadas a una mejor exposición del problema que pretendía resolver.

—El criminal perfecto es aquel que es único poseedor del secreto de su delito. Es aquel que, mientras los demás dicen: "Muerte natural", "Suicidio", "Accidente", él puede murmurar: "¡Crimen!". Ese es el criminal perfecto.

Súbitamente una lámpara encendióse en el techo y un zumbido resonó en el laboratorio.

—Tenemos visita —indicó—. Alguien ha cometido la tontería de meterse en casa y va a llevarse un disgusto. Fijaos.

Duke señalaba la pantalla colocada junto al sitio donde se encontraba al entrar Betty y Bob. Como si se hubiera proyectado una película, veíase a un hombre con el rostro oculto por una máscara que le llegaba hasta la barbilla y empuñando una pistola de larguísimo cañón. Esta figura aparecía durante unos segundos en la pantalla, desaparecía un segundo y volvía a aparecer.

—Un detector de rayos infrarrojos —explicó Duke—. Ese infeliz se cree a cubierto de todas las miradas y no sabe que está pasando frente a una serie de cámaras emisoras de rayos infrarrojos que reproducen aquí todos sus movimientos. Ahora se encuentra a cuarenta metros de la casa. Si avanzara más de prisa habría llegado ya a una ventana y podría estar dentro... Subamos a recibirle.

Duke apagó la luz y siguió a su hermana y a su amigo al ascensor, en el que en menos de tres segundos estuvieron en la planta baja, después de haber cerrado la puerta del laboratorio.

Una vez arriba, el dueño de la casa dirigióse a su despacho y, sin encender la luz, acercóse a un cuadro que era una excelente reproducción de un famoso Velázquez, pero que en realidad era una pantalla igual a la del laboratorio. Duke movió unos conmutadores y en la pantalla apareció la fosforescente imagen del nocturno salteador.

—Tenemos suerte —sonrió Duke—. Piensa entrar por la ventana de esta habitación. Conviene que cortemos la corriente para evitarle un susto al cruzar la ventana. El pobre no sabe dónde se mete.

—Y nosotros tampoco sabemos dónde nos hemos metido —dijo Betty—. Esta casa me da más miedo que ese bandido.

—Ya te acostumbrarás a ella —replicó Duke—. Ahora id a sentaros en los sillones que se encuentran detrás de mi mesa de trabajo. No os mováis.

Betty y Bob fueron a acomodarse en dos de los tres sillones colocados tras la amplia mesa de despacho de Duke.

Éste les acompañó, con paso cauteloso, y abriendo un cajón sacó un pesado revólver. Luego, siempre con las mismas precauciones, colocóse en el lado derecho de la ventana con el arma fuertemente empuñada.

Conteniendo el aliento, Isabel y Bob vieron como en el marco de la ventana aparecía, recortándose contra el vagamente luminoso fondo del cielo, la silueta de un hombretón. La luz que cegaba de un farol reflejóse un momento sobre la pistola que empuñaba.

Durante unos segundos, el asaltante registró con la mirada el oscuro interior del despacho; luego, cautelosamente, encaramóse hasta el alféizar y soltando una risita saltó dentro de la estancia.

Pero la risita se trocó en gutural exclamación de espanto cuando el cañón de un revólver se apoyó contra sus riñones y una voz dijo, fríamente:

—Le aseguro, amigo, que no me importaría matarle aquí mismo.

El asaltante debió de creer estas palabras, pues sus manos se elevaron hacia el techo como atraídas por un imán. Al mismo tiempo, Duke encendió la luz del despacho.

—Buenas noches —saludó Betty al visitante.

—¿Qué le trae por aquí? —dijo Bob.

—Ante todo conviene desarmar a este pájaro nocturno —dijo Duke, empujando con su arma al bandido—. Tenga la bondad de llegarse hasta la puerta del despacho y colgar la pistola de aquella percha.

El bandido, siempre conservando su máscara y con el arma siempre empuñada obedeció temerosamente, llegando junto a la percha que indicaba Duke. La percha era de hierro y estaba formada por unos colgadores del mismo metal, más parecidos a ganchos para colgar carne que a otra cosa. De uno de aquellos ganchos, y siguiendo siempre las indicaciones de Duke, el ladrón colgó, por el guardamontes, su pistola, que estaba provista de un largo silenciador. Luego volvióse hacia Duke.

—¿Lleva algún arma encima? —preguntó el joven.

—No —gruñó el hombre.

—¿Seguro?

—Llevo un cargador de repuesto —explicó el bandido.

—Muy bien. Sáquelo del bolsillo y tírelo al suelo.

El hombre obedeció, y con las puntas de los dedos sacó un largo cargador y lo dejó caer al suelo, desde donde Duke, de un puntapié, lo lanzó bajo un sillón.

—Creo que ahora, sin uñas, no podrá usted ser muy peligroso, ¿verdad? —preguntó, riendo.

El hombre gruñó algo ininteligible.

—No es necesario que permanezca derecho todo el tiempo que pase aquí —dijo Duke—. Siéntese en ese sillón.

Con el revólver señaló un curioso sillón colocado frente a la mesa, al otro lado de la cual se sentaban Bob y Betty. Tratábase de un sillón de tubo de acero cromado, con el respaldo y el asiento de cristal y madera. Era una pieza que desentonaba del resto del mobiliario.

—No estará muy cómodo —siguió Duke:— Ese sillón lo reservamos para las visitas desagradables y de quienes deseamos vernos libres pronto.

El bandido se sentó en el sillón y Duke, siempre con el revólver en la mano, fue a ocupar el sillón que quedaba libre. Con la mano izquierda escribió rápidamente algo en un bloc de notas y lo pasó a Betty y luego a Bob. Estos leyeron:

"No demostréis extrañeza. Voy a aplicar Rayos X".

A pesar de esta advertencia, Betty no pudo contener un grito de espanto al ver como de pronto, al apretar Duke un timbre oculto bajo el tablero de la mesa, el hombre que se sentaba en el sillón desaparecía y su lugar quedaba ocupado por un esqueleto perfecto y animado por una misteriosa vida. Pero lo más notable no era sólo el esqueleto, sino los objetos que flotaban en el aire a su alrededor. Esos objetos eran: Un lapicero automático, una plumilla y una palanca de pluma estilográfica. El resto de la pluma no se veía. En el pecho, en el lado derecho, una bala de pistola automática, a la misma altura de una costilla rota. En la cintura, una hebilla de cinturón. Y un poquito más abajo un encendedor. A un lado, un arrugado envoltorio de papel de estaño, como el de un paquete de cigarrillos. Junto al mismo flotaban varias monedas de plata y níquel. Detrás se veían unas llaves y una cadena y, sosteniéndose a la altura de la pierna derecha, un cuchillo de larga hoja.

Esta visión duró sólo unos segundos, pues enseguida Duke volvió a apretar el botón y el esqueleto cubrióse de carne y ropa y reapareció el visitante enmascarado.

—Bien, amigo —dijo Duke—. Sintiéndolo mucho, no me va a quedar más remedio que matarle.

—¡Eh! Oiga... —empezó el enmascarado.

—Sí —interrumpió Duke—. Debo matarle por haberme engañado al decir que no llevaba encima ningún arma.

—¡Y no la llevo! —protestó el hombre—. Le aseguro... Si quiere registrarme...

—Encontraré un hermoso cuchillo —replicó Duke.

A pesar del antifaz todos percibieron que el bandido había palidecido. No habiendo sido testigo de la transformación que su cuerpo había sufrido durante unos segundos, no podía comprender la agudeza de visión de Duke.

—¿Quiere tener la bondad de despojarse de esa hermosa arma? —siguió el dueño de la casa—. Y le advierto que si intenta alguna tontería le meteré en el cuerpo otra bala que hará compañía a la que ya tiene dentro. Sólo que en vez de apuntarle a la derecha le dispararé al corazón.

Esta vez el bandido tuvo la seguridad de hallarse ante un brujo y, con cómica prisa, se quitó el puñal y lo dejó sobre la mesa. Duke lo empujó con el revólver hasta el cajón central.

—Ahora quítese la máscara —siguió.

El hombre obedeció, mostrando uno de esos rostros que reflejan perfectamente el alma de sus dueños.

—¿Quiere tomar algo?

—Un poco de licor si me lo da.

Duke abrió un cajón de la mesa y sacó de él una aplanada botella de whisky de maíz.

—Beba; pero no trate de tirarme el licor a la cara y escapar, pues antes de que tuviera tiempo de hacerlo lo tumbaría de un tiro. ¿Comprende?

El hombre comprendió, pues bebió un largo trago de licor y después dejó la botella sobre la mesa, secándose los labios con el dorso de la manga.

—¿Podemos saber su nombre? —preguntó Duke.

—Steve O'Neal —gruñó el bandido.

—Huído de un hospital de Chicago, dónde se estaba curando de una herida recibida al resistir a la Policía. Escapó antes de estar totalmente curado y desde entonces ha andado huyendo. Creo que mi amigo Max Mehl tendrá mucho gusto en enterarse de su muerte. O'Neal expresó una creciente inquietud.

—Oiga, señor... —empezó—. ¿Habla en broma? Supongo que no pensará matarme a sangre fría.

—Supone usted muy mal, Steve —replicó, seriamente, Duke—. Pienso matarle dentro de unos minutos, y si no lo he hecho ya ha sido porque deseaba saber quién era usted. Si hubiera sido un ratero vulgar que sólo pensaba llevarse unos dólares, unos cubiertos de plata, o cosa por él estilo, le habría entregado a la Policía; pero usted no es de ésos. Usted es un asesino que venía dispuesto a matar.

—Señor, si he cometido esta locura es porque tengo hambre... —empezó O'Neal.

—¿Cuántos días lleva sin comer? —preguntó Duke.

Los ojos del bandido se animaron.

—Tres días —aseguró.

—¿Tres días? ¡Horrible! —Duke movió la cabeza—. Verdaderamente horrible. Eso justifica muchas cosas. Si yo me viera obligado a pasarme tres días sin comer, también sería capaz de recurrir al crimen. ¿No lo creéis?

Betty y Bob afirmaron que estaban de acuerdo con Duke.

—Tenemos que remediar su situación, señor O'Neal —siguió Duke—. Pero, ¿de veras lleva tantos días sin comer?

O'Neal asintió con la cabeza.

—Betty —Duke se volvió á su hermana—. Ve a la cocina y trae una lata grande de carne en conserva, otra de sardinas en aceite, otra de salchichas en manteca, un pan... No será del día, pero supongo que, como dice el adagio, a buen hambre no hay pan duro.

Un momento después, Betty colocaba ante Steve O'Neal una bandeja conteniendo un plato de grasienta carne en conserva, otro con sardinas nadando en aceite y un tercero con una pirámide de manteca entre la cual se veían las salchichas. Un pan entero aparecía junto a los platos.

Desde el primer momento se vio que el apetito de O'Neal no era tan terrible como podía esperarse en un hombre que llevaba tres días sin probar bocado. El pan se le atascaba en la garganta, la carne le hacía expresar una profunda repugnancia y al llegar a la mitad demostró bien a las claras que ya no podía más.

—¿Ya ha calmado su apetito? —preguntó Duke, sin dejar de jugar con el revólver.

O'Neal asintió con la cabeza.

—Parece mentira —comentó Duke—. Un hambre de tres días parecía mucho más difícil de saciar. Yo creí que aún necesitaría un pollo asado, patatas hervidas y algo más de pescado.

—Quizá sea el ver tanta comida —jadeó O'Neal.

—Quizá; pero, amigo mío, yo he pasado tanta hambre como la que usted dice haber sufrido. He estado tres días sin comer, y cuando para reanimarme me presentaron lo mismo que usted tiene delante, con la única diferencia de que el pan era infinitamente más duro, me lo comí todo en un cuarto de hora. ¿No es verdad, Bob?

—La pura verdad —sonrió Dennison.

—Pero no le apuntarían con un revólver, ¿verdad? —preguntó, astutamente, O'Neal.

—No; pero a menos de doscientos metros teníamos a unos cincuenta amigos que con sus disparos nos llenaban de tierra la comida, utilizando el procedimiento de deshacer saco a saco la barricada que nos protegía. Si cree que así se le animará el apetito, puedo darle gusto, O'Neal. Al fin y al cabo tengo que matarle. Supongo que tanto le importará que lo haga ahora, mientras come, que luego.

Había tal energía y frialdad en la voz de Duke Straley, que Steve O'Neal palideció como un muerto.

—¿Habla usted en serio? —preguntó.

—Sí, hablo muy en serio. Usted, O'Neal, es un peligro para la sociedad. Durante mucho tiempo ha sido el enemigo público número uno o dos; luego, cuando le cazaron, perdió el título y desde que huyó del hospital ha procurado mantenerse lejos de la Policía. Al poco tiempo de haber huido usted, murió cierto bandido que había prometido a la Policía las pruebas necesarias para enviarle a usted a la silla eléctrica. Muerto ese amigo, nadie puede condenarle a muerte. ¿No es cierto?

O'Neal inclinó la cabeza.

—Por lo tanto —siguió Duke—, la Policía se alegrará mucho cuando sepa que yo le he matado cuando intentaba usted violar mi domicilio. Como debe de saber, todo ciudadano tiene derecho a matar al ladrón o asesino que se introduce en su casa, y sobre todo si va armado; aún más si tiene unos antecedentes tan sucios como los suyos.

—Pero... usted no hará eso —tartamudeó O'Neal—. Usted es un hombre honrado...

—Mi honradez es muy relativa, amigo O'Neal. Hace tiempo que deseo cometer un asesinato. Hace unos minutos hablaba de ello con mi hermana y el señor Dennison. Si le mato cometeré un crimen, pues se encuentra usted desarmado y ha sido ya reducido a la impotencia; pero eso sólo lo saben los testigos presentes, quienes, por el aprecio que me profesan, callarán la verdad y dirán lo que yo quiera.

—Pero su conciencia...

—Le aseguro que mi conciencia nunca me reprochará haber dado muerte a un bicharraco como usted.

—Diga, señor... —O'Neal empezaba a estar verdaderamente alarmado—. ¿Habla usted en serio? ¿Piensa matarme como a un perro?

—No, como a un perro, no. Yo profeso un cariño infinito hacia los animales. Sobre todo por los perros. Si no tuviera más remedio que matar a un perro, lo haría con todas las precauciones posibles para ahorrarle un dolor. En cambio, con usted no tendré tantos miramientos. Un balazo y...

—¡Por Dios! —chilló O'Neal, incorporándose—. Eso es una canallada...

—Sospecho que si prestara atención a lo que dice, amigo O'Neal, recordaría haberlo oído en otros labios antes que en los suyos. Sin duda más de una de las víctimas que usted ha inmolado en su larga carrera de pistolero ha pedido gracia con la misma angustia con que usted la suplica ahora. ¿A cuántos hombres indefensos ha asesinado, O'Neal? ¿No quiere decirlo? Se que le suponen culpable de doce asesinatos. Supongamos que la Policía no tiene noticias de otras doce hazañas semejantes, y tendremos veinticuatro o veinticinco asesinatos. No está mal. Matar es. Crea que, sobradamente, le ha llegado el turno. Sus veinticinco amigos deben de estarle esperando en el infierno.

O'Neal miraba una tras otra, a las tres personas que tenía delante.

—Has olvidado preguntarle a qué ha venido —dijo Bob—. Seguramente será muy interesante saberlo. Quizá sólo quisiera hacer una visita de cumplido.

—Es verdad —Duke movió la cabeza—. Olvidaba un detalle tan importante como ese. ¿Puede decirme a qué ha venido a mi casa?

O'Neal vaciló un momento. Luego, con voz temblorosa, explicó:

—Quería ver lo que guardaba usted en la caja de caudales.

—¿Nada más?

—Y llevármelo —esta vez el bandido sonrió levemente.

—¿Por qué ha elegido mi casa?

—Porque sé que es usted muy rico.

—Si yo fuese ladrón nunca buscaría dinero en casa de un rico. ¿No sabe que nosotros, los millonarios, todo lo pagamos con cheques? Estoy seguro de que hubiera encontrado más dinero en casa de cualquier empleado de comercio que en la mía. Creo que entre los tres no reunimos ni cien dólares.

—Hay objetos de valor...

—Muy pesados. No podría usted cargar con muchos. Sobre todo llevando ya una pistola y un puñal. Casi estoy por creer que pensaba cometer algún asesinato.

—Era sólo una precaución.

—Quizá pensaba abrir a tiros la caja de caudales —sonrió Duke—. Me extraña que no venga usted provisto de las herramientas necesarias para esa clase de trabajos. Una caja de caudales no se abre, precisamente, con un puñal ni con una pistola.

Esta vez O'Neal inclinó la cabeza, no sabiendo qué responder.

—Menos mal que reconoce su culpabilidad —dijo Duke—. ¿A quién pensaba matar?

El bandido guardó un hosco silencio.

—Bien, tendré qué pegarle un tiro —declaró Duke, levantando el percusor.

—¡No! —chilló O'Neal—. Se lo diré todo; pero... no es mucho.

—Explíquese.

—Ayer noche me avisaron ofreciéndome un trabajo fácil.

—¿Quién le avisó?

—No lo sé. No reconocí la voz, Fue una llamada telefónica. Estaba en el bar de Cassidy, en la calle Cherry. Me ofrecieron cinco mil dólares por un trabajo fácil.

—¿Qué trabajo?

—Ante todo me preguntaron si quería ganarme los dólares. Dije que sí y entonces me dieron cita para esta tarde en el mismo bar. Me presenté allí a las cinco y a las cinco y tres minutos me volvieron a llamar por teléfono diciéndome que me dirigiera a la avenida Bowery y que subiera al auto que se detendría cerca de mí. Lo hice y después de recorrer unos doscientos metros vi que un coche se detenía junto a la acera y se abría la portezuela delantera. Entré en él, me senté junto al conductor, que llevaba la cara cubierta por una bufanda, el sombrero caído sobre los ojos y las manos enguantadas.

—O sea, decir que no le reconoció.

—No, no sé quién es. Él me dijo que no le conocía. Me propuso que viniera a esta casa, entrara por esa ventana y...

—¿Y qué? —instó Duke.

—Bajase al sótano y destruyera una dínamo que usted tiene instalada en él.

—¿Para qué?

O'Neal se encogió de hombros.

—Las instrucciones fueron esas.

—Me está engañando, O'Neal.

—Le aseguro...

—No asegure nada. ¿Dónde está el sótano?

—Pues... debajo de la planta baja.

—¿Por dónde se llega a él?

—No lo sé.

—Entonces... ¿esperaba que yo se la dijera?

—Me dieron un plano de la casa —replicó O'Neal.

—¿Dónde está?

—En el bolsillo. Me lo dieron encerrado en un sobre, para que lo abriese al estar aquí.

—Démelo.

El bandido metió la mano en el bolsillo interior de su americana y sacó un sobre de papel Manila, dejándolo encima de la mesa, frente a Duke. Éste lo examinó unos segundos, sin tocarlo. El sobre no llevaba ninguna inscripción y parecía bastante abultado. Duke miró a O'Neal, pareció no observar la ansiedad que reflejaba su semblante y por fin, abriendo el cajón de su derecha, dejó en él su revólver y sacó unas largas tijeras, con las cuales se dispuso a cortar uno de los lados del sobre.

Apenas las tijeras habían cortado el primer trozo de papel, sonó un seco estampido y el sobre convirtióse en una bola de fuego. Duke Straley soltó las tijeras y el ardiente papel y se echó hacia atrás. Cegado por la intensa llamarada, no pudo ver lo que sucedió luego; pero, en cambio, Betty y Dennison fueron testigos de cómo O'Neal daba un salto felino que le condujo hasta la percha de donde colgaba su pistola. Luego su mano, se cerró sobre la culata.

En ese momento ocurrió lo más asombroso de todo. O'Neal desorbitó los ojos, sus cabellos se erizaron como púas de puerco espín y todo su cuerpo se tensó, al mismo tiempo que se oía un zumbido que alcanzó proporciones de chirrido metálico. El pistolero permaneció casi veinte segundos en aquella postura, y sólo cuando Duke, volviendo junto a la mesa, pulsó uno de los botones ocultos bajo el tablero de la misma, cesó el zumbido y O'Neal rodó por el suelo. No era necesario solicitar la venida de un médico para comprender que el bandido había dejado de ser un peligro para la sociedad.

—Electrocutado —explicó Duke—. Él lo quiso.

Inclinóse luego sobre las cenizas del sobre y comentó:

—Muy ingenioso. Una sorpresa tan inesperada que hubiera podido darnos un disgusto, si no hubiésemos tomado precauciones.

—¿Qué precauciones? —preguntó Betty, que no comprendía nada.

—Una muy sencilla —sonrió Duke—. Todo el suelo inmediato a la percha es de hierro. Una corriente de alta tensión está conectada con la percha, y al intentar O'Neal recobrar la pistola, produjo la descarga que le ha matado. Si se hubiera estado quieto, nada habría ocurrido. Sólo intentando tocar el arma podía recibir daño. Desde el momento en que hubo colgado la pistola allí, y nos sentamos frente a frente, di paso a la electricidad y de esa forma sólo existía el peligro de que aprovechando la sorpresa se apoderara de mi revólver. Por eso lo guardé en el cajón.

—¿Y el sobre? ¿Cómo explicas su explosión? —preguntó Bob.

—Muy sencillamente. En su interior se encontraban unas hojas de un preparado a base de magnesio, al que se le agregó cualquier producto inflamable al contacto con el aire. La preparación del sobre debió de llevarse a cabo en el vacío. Las hojas a que me refiero se encerraron en un sobre de celofana, del mismo tamaño casi que el de papel Manila. Al cortar yo el sobre dejé entrar el aire, provoqué la inflamación del producto y luego del magnesio, produciendo el efecto previsto, o sea el de quedar cegado por la llamarada. Ese momento debía ser aprovechado por O'Neal para huir por la ventana o recuperar su arma. Optó por lo segundo y perdió la vida.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó entonces Betty.

Duke alcanzó el teléfono.

—Pues avisar a nuestro amigo Max Mehl. Estoy seguro da que se llevará una gran alegría al enterarse de que ya no tiene que buscar a Steve O'Neal.