Los paniaguados de la hechicería
Se ha escrito mucho sobre Inside job, el documental de Charles Ferguson que desenmascara el conciliábulo político-financiero que propició la crisis económica. Inside job es, desde luego, demoledora en su exposición de la hechicería económica que nos hizo creer que el dinero se reproducía por generación espontánea; y también en la catalogación de los tipejos que obraron el falso prodigio, una panda de puteros sin escrúpulos que inflaron la burbuja del dinero imaginario, ante la pasividad cómplice de los gobiernos, mientras se llenaban los bolsillos vampirizando la economía real. El colofón de la película, en la que se nos desvela que esta gentuza sigue ocupando los puestos más encumbrados en la Administración Obama, resulta desolador, pues nos permite comprender que las sucesivas ´operaciones de salvamento´ de la economía mundial que hasta ahora se han intentado (y lo que te rondaré, morena) no han sido sino aspavientos que tratan de apuntalar -a la desesperada- el tinglado de la farsa, utilizando para ello el mismo procedimiento que antes habían empleado para levantarlo sobre cimientos de humo; esto es, detrayendo recursos de la economía real con los que se rellena el agujero negrísimo y sin fondo de la economía financiera.
La impresión que uno se lleva, después de ver la película, es que los que perpetraron el desaguisado son los mismos que ahora se disponen a remediarlo, haciendo sangrar todavía más la herida que abrieron; con la única diferencia de que, si para abrir la herida contaron con la remolonería culposa de los Estados, ahora cuentan con su contribución dolosa, pues los Estados -que inflaron su deuda hasta extremos cetáceos, en volandas de la burbuja financiera- necesitan ahora, para evitar su quiebra, convertirse en expoliadores implacables al servicio de la plutocracia internacional. Los expoliados, por supuesto, somos los pringadillos que todavía nos desenvolvemos en la economía real (asalariados, autónomos, pequeños empresarios, jubilatas, parados y demás ralea), a quienes nos despiden como quien se rasca las pulgas (a esto lo llaman ´flexibilidad laboral´), nos fríen a impuestos (a esto lo llaman ´ajuste fiscal`), nos saquean los ahorros, nos adelgazan los sueldos, nos ´congelan` las pensiones y en breve nos obligarán al ´co-pago` sanitario y educativo (que en realidad debería llamarse ´bi-pago`, pues se trata de que paguemos dos veces por la prestación del mismo servicio, la primera por vía impositiva y la segunda mediante factura ejecutable). Aquí podría decirse que ´en el pecado llevamos la penitencia`, pues en honor a la verdad también los pringadillos de la economía real nos dejamos en su día subyugar por las hechicerías de la plutocracia; solo que se trata de una penitencia desmesurada, en la que no nos limitamos a purgar nuestra parte alícuota (y diminuta) de culpa, sino que nos toca apechugar con la culpa mastodóntica de quienes perpetraron el desaguisado, que -si Dios no lo remedia- saldrán de esta crisis más reforzados y pujantes. Porque lo que venga después de esta era que ahora naufraga será otra era aún más abominable e inhumana, en que la plutocracia (bancos, empresas transnacionales, grandes corporaciones) acabará por engullirse los jirones de la economía real todavía supervivientes, formando una amalgama de poder inexpugnable.
Entretanto, y mientras se completa el advenimiento de esta nueva era, ¿qué hacen los ´expertos` en economía? Toda hechicería requiere, para que el tinglado de la farsa se mantenga en pie, de una casta de medioletrados (disfrazados con la toga y el birrete de los auténticos letrados) que garanticen el trampantojo, apoyados en una jerga rimbombante que obnubila el sentido común de la multitud esclavizada. Uno de los pasajes más sobrecogedores de Inside job es, precisamente, el dedicado a estos medioletrados fantoches, ´analistas` y profesores de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, en realidad una patulea de paniaguados al servicio de la hechicería, alimentados con las migajas de su banquete, que convertidos en lo que hoy llamamos ´gurús` de la ciencia económica, mienten a sabiendas para mantener en pie el tinglado de la farsa, que escriben en periódicos y pontifican en tribunas mediáticas, dispuestos a seguir defendiendo la hechicería con uñas y dientes, como impávidos lacayos, mientras los pringadillos nos quedamos mondos y lirondos. Saben bien que mantener en pie la hechicería es un suicidio colectivo; pero saben también que, si la hechicería se derrumbase, ellos serían los primeros que morirían aplastados entre sus escombros.
Atrapados sin salida
De vez en cuando trepan a los titulares de prensa noticias como nubarrones de zozobra que son la expresión del dilema irresoluble en que se hallan las sociedades occidentales, empujadas hacia un callejón sin salida. Son noticias que avizoran catástrofes sin cuento, fruto del desarrollo tecnológico o del crecimiento económico que antes nos auparon; y ante las cuales nos quedamos petrificados, incapaces de reacción, o conscientes de que cualquier reacción es inútil ya, porque el veneno que nos mata es al mismo tiempo la medicina que garantiza nuestra supervivencia, porque dar marcha atrás resulta ya imposible, o tan arduo que ni siquiera podemos concebir (mucho menos afrontar) las consecuencias insoportables de la renuncia. Sabemos que estamos atrapados y sin salida; y que todo esfuerzo de rectificación demandaría de nosotros sacrificios ímprobos, impronunciables, sobrehumanos. Somos rehenes del mal que hemos creado, pensando que redundaría en nuestro beneficio; y descubrirlo nos paraliza, o en el mejor de los casos nos incita a un pataleo estéril, consciente de su inutilidad. Entonces la noticia que había trepado a los titulares de prensa hace mutis por el foro, cabizbaja y de puntillas, dejándonos con una suerte de zozobra o impresión de acabamiento; pero nada hacemos -nada podemos hacer- por exorcizarla.
De vez en cuando, aflora el debate sobre las ventajas e inconvenientes de la energía nuclear. Pero la triste realidad es que ya no podemos sobrevivir sin ella. nuestra forma de vida demanda una producción energética creciente; y retornar a un estadio de privaciones en el que la energía nuclear resulte superflua o prescindible se nos antoja intolerable. Al mismo tiempo, sabemos que tampoco podremos sobrevivir con ella. tarde o temprano, por mucho que nos afanemos en construir centrales nucleares con sistemas de seguridad a prueba de terremotos como el de Japón, sobrevendrá un terremoto que deje chiquito el de Japón; y, aun suponiendo que llegáramos a construir centrales nucleares capaces de resistir cualquier catástrofe natural, nunca podríamos impedir que un gobernante o un terrorista desquiciados la empleasen con fines destructivos. Somos rehenes de la energía nuclear; y aunque decidamos no construir centrales nucleares, o desmantelar las que tenemos, sabemos que será a costa de importar la energía nuclear que se genere en los arrabales del atlas (donde las medidas de seguridad sean tal vez menores que las nuestras), aumentando nuestra debilidad. Todo intento de resolver este dilema irresoluble es un pataleo estéril. porque el veneno que nos mata es al mismo tiempo la medicina que garantiza nuestra supervivencia. O siquiera la supervivencia de una forma de vida que, íntimamente, sabemos injusta y depredadora; pero a la que ya no estamos dispuestos a renunciar aunque, por no sacrificarla, ella acabe sacrificándonos a nosotros.
Hace unas semanas, trepaba a los titulares de prensa otra de esas noticias que nos plantean un dilema irresoluble. el uso de teléfonos móviles podría ser cancerígeno. No es la primera vez que se formula esta hipótesis científica, todavía no demostrada plenamente pero cada vez más plausible; y a nadie se le escapa que el cáncer se está convirtiendo en una plaga creciente, cuya progresión devastadora está vinculada con nuestra forma de vida. Pero quienes hemos adoptado esa forma de vida ya no podríamos prescindir de nuestros teléfonos móviles; y quienes nos han incitado a adoptarla no estarían dispuestos a dejar de fabricarlos. De modo que la noticia hace mutis por el foro, antes de que el dilema irresoluble nos conduzca a pasadizos de angustia; lo mismo ha ocurrido con otra noticia que trepaba a los titulares de prensa hace apenas unos días. Bill Gross, el mayor gestor de fondos del mundo, afirmaba que Estados Unidos se halla en peor situación financiera que Grecia, que es tanto como decir que estamos al borde de una bancarrota mundial. Pero que Grecia esté arruinada nos consuela, aunque sea el consuelo amargo de aquel sabio de Calderón que, obligado a alimentarse de las hierbas que recogía del campo, comprobaba que otro sabio se alimentaba de las hierbas que él desdeñaba; que Estados Unidos esté arruinado significa que se han acabado las hierbas (y no digamos los brotes verdes), que nuestra forma de vida ha dejado de ser viable. Y entonces sólo nos resta, como a los personajes del poema de Kavafis, aguardar estólidamente la llegada de los bárbaros , el desenlace fatídico y estragador.
Metanoia
Cada vez se me antojan más pueriles y tediosos los intentos de pronosticar el ´final` de la crisis económica. Empezaron los políticos, en un intento grotesco de retener los votos que me recordaba el pataleo de un escarabajo panza arriba que pugna en vano por darse la vuelta; después se incorporaron al gremio de los pronosticadores los medios de comunicación, los llamados ´agentes sociales`, los organismos internacionales, la banca, en un afán desesperado por exorcizar los fantasmas de la quiebra generalizada. Y, con el caramelo de alcanzar el ´final` de la crisis económica (que es lo más parecido a la tortuga que nunca alcanza Aquiles, en la paradoja de Zenón de Elea), unos y otros han perpetrado, amparados en una jerga aparentemente indolora (´flexibilidad laboral`, ´ajuste fiscal`, etcétera), las más cruentas tropelías, que a la postre sólo servirán para arruinar por completo la maltrecha economía real. Pero todos estos pronósticos y esfuerzos por anticipar el ´final` de la crisis económica adolecen de un mismo error de raíz. tal crisis nunca ha existido. No nos hallamos en el corazón (mucho menos en las postrimerías) de una crisis económica, sino en los albores de un cambio de era.
Nunca hubo una crisis económica. Hubo el colapso de una forma de vida, que en su manifestación más aparatosa se revistió de ruina financiera; pero tal manifestación no deja de ser un ´fenómeno` más de ese colapso, ni siquiera el más evidente o estragador, aunque así lo percibamos, dada nuestra dependencia del ´ídolo de iniquidad` Mammón, el demonio de la avaricia y de la riqueza. Pero los fenómenos a través de los cuales se ha manifestado ese colapso se pueden hallar por doquier, bajo las especies del rifirrafe ideológico, la descomposición del tejido social o la entronización de una moral relativista; y todos esos fenómenos no son sino ´representaciones` de una realidad más honda, que en su naturaleza última es religiosa (a fin de cuentas, ¿qué son las idolatrías, sino sucedáneos o sustitutivos de la religión?). El cambio de era en el que nos hallamos inmersos no es, a la postre, sino el estrepitoso derrumbamiento de una idolatría (que es el fin natural de todas ellas); realidad ante la cual sólo caben dos respuestas. negarla (y entonces el ídolo que cae aplasta y reduce a fosfatina a sus tozudos prosélitos) o aceptarla; pero aceptar esa realidad exige lo que los griegos denominaban una ´metanoia`, un ´cambio de mente`, una conversión radical, una transformación interior profunda.
Inevitablemente, los jerarcas de la idolatría, que han logrado que nuestra experiencia cierta de la vida y nuestro sentido común sean anulados por la bruma ideológica, negarán su colapso sin importarles que el ídolo nos aplaste debajo; y, en su afán por restaurarlo, se disponen a chuparnos hasta la última gota de sangre. Las probabilidades de que lo consigan son, desde luego, elevadas, pues la idolatría, durante el tiempo que se mantuvo vigente, logró sobornarnos hasta extremos de deshumanización; y en ese soborno ciframos ahora nuestra supervivencia. Tememos que si la idolatría no se restablece ya nunca más podamos ´disfrutar` de los caramelos con los que entretenía nuestra dependencia (libertades y derechos para confiscarnos el alma; subsidios y limosnas varias para arruinar nuestra capacidad de esfuerzo vital); y aunque intuimos que tales caramelos se han agotado para siempre, nos aferramos a su fantasmagoría, algunos con docilidad pusilánime, otros con ´indignación` más o menos gallarda. Pero la ´indignación` nada tiene que ver con la ´metanoia` (más bien es su contraria), pues reclama a la idolatría ´correcciones` (¡como si las idolatrías pudieran corregirse!), a cambio de que pueda seguir confiscándonos el alma y arruinando nuestra capacidad de esfuerzo vital.
La ´metanoia` nos exige arrumbar sinceramente la idolatría y restaurar la forma de vida que la idolatría arruinó. Pero arrumbar la idolatría exige vivir fuera del ´presente` instaurado por sus jerarcas. Y los jerarcas de la idolatría, ayudados por sus mamporreros, rechazan instintivamente hacia la soledad a todo profeta que vive en el tiempo futuro, lo silencian y lo matan, siquiera civilmente. Todo con tal de que la gente no asuma que se halla inmersa en un cambio de era.
Un coloquio inmortal
Así titulé, hace diez años ya, un artículo dedicado a mi abuelo, en las postrimerías de su vida, cuando las nieblas de la desmemoria se infiltraron en su lucidez, como un ladrón sigiloso. Aquel artículo lo rematé con una frase que era un desiderátum. Al menos me queda el consuelo de saber que, cuando su alma emigre, se posará sobre la mía, como un pájaro que busca su nido, para seguir ambas su coloquio inmortal, para seguir deletreando el mundo, para seguir caminando juntas su camino, eternamente unidas, eternamente jóvenes, eternamente invictas . Pocos meses después mi abuelo abandonaba su envoltura carnal, después de una trabajosa agonía; pero, en efecto, desde entonces su alma ha seguido en comunicación con la mía, de un modo cada vez más vívido y remunerador. Es una experiencia de la que no suelo hablar, por pudor o delicadeza, pues existen gozos que solo pueden disfrutarse calladamente; y también por temor a ser considerado fantasioso o sensiblero. la religiosidad siempre corre el riesgo de degradarse en superchería y emotivismo; y más en esta época tan descreída y pululante de supersticiones.
Yo no creo que exista un pasadizo entre el mundo de ultratumba y el mundo sensible por el que puedan viajar las almas de los difuntos; en cambio, creo vigorosamente en la comunión que se entabla con las almas de nuestros seres queridos. Cuando mi abuelo murió, pensé por un momento que lo había perdido para siempre, o siquiera hasta que yo también fuese reclamado por Dios; pero pronto empecé a darme cuenta de que aquel desiderátum de mi artículo se había hecho realidad de un modo mucho más cierto de lo que entonces había sospechado. con frecuencia, me sorprendía rememorando conversaciones con mi abuelo que, allá en la infancia, me habían parecido crípticas o enrevesadas -consejos que mi abuelo dirigía, más que al niño que yo entonces era, al adulto que germinaba dentro de mí; especulaciones que entonces se me antojaban ininteligibles o pintorescas; incluso silencios que entonces me habían resultado herméticos y poco a poco cobraban una elocuencia nueva-; y descubrí que podía ´vivir dentro` de aquellas conversaciones, nutrirme de ellas, como uno se nutre de las buenas lecturas que atesoró en la juventud, dejando que su eco se ramificase en mi mundo interior, como una semilla que se despereza, ansiosa de hacerse árbol y cobijar en su fronda conversaciones eternas. Empecé a soñar recurrentemente con mi abuelo; y lo que al principio tomé por una especie de mecanismo de defensa ante el dolor de la pérdida se convirtió pronto en una forma secreta de dicha. volvía a saborear a su lado el chocolate con churros al que me invitaba cada año, por la fiesta de San Juan; volvía a pasear de su mano por trochas y veredas, recolectando hierbas medicinales; volvía a beber a morro con él en los manantiales recónditos que me enseñó a descifrar, entre la espesura del bosque. En mis sueños, el chocolate tiene un sabor más sabroso que entonces; las hierbas medicinales, una fragancia más cálida; el agua, una frescura más prístina y temblorosa. Y en el sabor de aquel chocolate soñado, en la fragancia de aquellas hierbas, en la frescura de aquellos manantiales empecé a vislumbrar retazos de vida eterna. eran las cítaras y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos , de las que nos habla el Apocalipsis.
Mi abuelo no fue un santo de peana y altar, desde luego. tenía sus asperezas y debilidades, sus cabezonerías y manías irredentas, sus brutalidades e intransigencias; pero todos estos defectos brotaban de un fondo de humanidad ascética y sacrificada que me inspira en los momentos más crudos de la vida. Y que, en los momentos más crudos, intercede por mí, para que mis brutalidades e intransigencias, mis cabezonerías y manías irredentas, mis asperezas y debilidades sean juzgadas benévolamente. Así siento a mi abuelo cada día, cada minuto, cuando velo y cuando sueño, cuando río y cuando lloro, cuando rezo y cuando maldigo. siempre en comunión conmigo, como un pájaro que buscase su nido, y siempre alzándome del barro, como un pájaro que me llevase en volandas. Ahora veo confusamente en un espejo; pero entonces veré cara a cara; y entonces, como ahora, es mi abuelo quien intercede por mí. Y quien, de vez en cuando, me sacude una colleja y me tironea de las orejas, como hacía para reprenderme y para gratificarme.
Pueblos sin tradición
Los romanos completaban la compraventa de una casa mediante el acto de la traditio, por el cual el vendedor entregaba al comprador la llave que le franqueaba la entrada a su nueva propiedad. Y a esa entrega de una llave de unas generaciones a otras, una llave que, encajada en la cerradura del mundo, nos franquea sus enigmas, es a lo que llamamos tradición. Todos los tiranos que en el mundo han sido, para imponer sus designios, han tratado de destruir los lazos de la tradición, pues saben que las personas desvinculadas se convierten en carne de ingeniería social; de ahí que siempre hayan combatido los lazos vivos que mantienen a los hombres unidos en su origen y orientados hacia su fin, empezando por los lazos familiares y religiosos.
Nuestra época ha logrado disminuir las causas del hambre, de la enfermedad y el dolor físico. Pero hay otro tipo de dolor, el más propio y exclusivo del hombre, que nace de la soledad espiritual, de la desesperación, de la falta de sentido de la propia existencia, que no sólo no se ha reducido, sino que se ha incrementado de forma alarmante en nuestra época. Y este dolor nace de la falta de lazos, de esa conciencia de desarraigo que vacía la vida de sentido humano, de objetivos y de esperanza. La tradición alberga al hombre en el tiempo, como su casa lo alberga en el espacio, y le otorga su bien más preciado. el sentido temporal de las cosas, que le permite no perder la vida en la incoherencia y el hastío, la incertidumbre y la dispersión.
Los nuevos tiranos nos venden la ruptura con la tradición como una suerte de liberación mesiánica. Absolutizando el presente, los hombres llegan a creerse dioses; y olvidan que las ideas nuevas que les rondan la cabeza (que, por supuesto, son ideas inducidas por el tirano de turno, que ha modelado a su gusto la esfera interior de sus conciencias) son repetición de los viejos errores de antaño, esos errores que sólo a la luz de la tradición se delatan. Porque la tradición nos conecta con un depósito de sabiduría acumulada que sirve para explicar el mundo, que ofrece soluciones a los problemas en apariencia irresolubles que el mundo nos propone; problemas que otros confrontaron y dilucidaron antes que nosotros. Y cuando los vínculos con ese depósito de sabiduría acumulada son destruidos, cualquier intento de comprender el mundo se hace añicos.
Es verdad que los hombres han deseado siempre cambiar. pero los hombres con tradición desean ese cambio para acercarse a aquello que no cambia; los que carecen de tradición, en cambio, quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia. Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, imagina la sociedad futura con unos tintes que hoy adquieren una dimensión profética. Veo una multitud innumerable de hombres semejantes o iguales entre sí, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares con los que llenan su alma. Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás. se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él sólo. Sobre estos hombres se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella, provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. Después de haber tomado así entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre. no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales cuyo pastor es el Estado . Convertirse en rebaño, ese es el destino de los pueblos sin tradición.
Destrozando vida
Leo que a la atleta Marta Domínguez la han exculpado del cargo de suministro de fármacos prohibidos, después de que fuera detenida, con gran despliegue policial y ventolera mediática, en una operación contra el dopaje deportivo. Queda por dilucidar si la atleta cometió algún tipo de infracción fiscal, aunque es probable que en unas pocas semanas este cargo también sea retirado; pero las imputaciones más graves, las que de la noche a la mañana la derribaron del podio de la adoración, arrojándola al barrizal del desprestigio, se han esfumado. Y uno, ante noticias así, se pregunta. ¿Y quién devuelve ahora el honor destruido a esta mujer? ¿Quién la resarce de las afrentosas imágenes que divulgaron las televisiones y los periódicos cuando fue a declarar ante el tribunal? ¿Quién la compensa por todos estos meses en los que se ha visto escarnecida y vilipendiada, arrastrada por el fango y expuesta a la reprobación social? No defendemos aquí que Marta Domínguez, por ser una mujer de relevancia pública, merezca un trato privilegiado; aunque, desde luego, precisamente porque su celebridad puede convertir cualquier atribución delictiva que se le haga en motivo de escándalo, hubiese sido aconsejable que la investigación se hubiese desarrollado con el más discreto celo. Pero ahora se demuestra que Marta Domínguez, más allá de su notoria celebridad, era inocente del delito que se le imputaba; inocente hasta donde la certeza humana puede alcanzar. ¿Se ha respetado su presunción de inocencia?
En una época como la nuestra el principio de presunción de inocencia no puede circunscribirse al ámbito estricto y formalista del proceso judicial; su garantía debe extenderse a ese brumoso territorio que denominamos `opinión pública´. ¿Es compatible una detención como la que sufrió Marta Domínguez con la presunción de inocencia? ¿Es compatible con la presunción de inocencia que los entresijos de las operaciones policiales que precedieron a su detención sean desmenuzados en las tribunas mediáticas? ¿Y que se filtren los sumarios judiciales? ¿Y que se monten juicios paralelos en la prensa? El sensacionalismo que ha rodeado el caso, la ordalía pública que durante estos meses se ha organizado en torno a la atleta, ¿son compatibles con la presunción de inocencia? Que Marta Domínguez haya sido ahora exculpada, ante los ojos de una `opinión pública´ ahíta de carnaza informativa, es ya lo de menos; antes de que el juez archivara los cargos contra Marta Domínguez, la `opinión pública´ ya la había juzgado. Y condenado. Y la sombra de esa condena perseguirá a la atleta mientras viva, como un sambenito aflictivo.
Se ha insinuado, incluso, que Marta Domínguez fue detenida porque así se decretó desde altas instancias políticas, para de este modo distraer la atención de la `opinión pública´ de otros asuntos más hirientes y escandalosos que a esas altas instancias políticas les convenía mantener `dormidos´, o siquiera protegidos del escrutinio mediático. Sin entrar a considerar tales especulaciones, lo que sí parece probado es que la prensa ha divulgado particularidades de esta operación policial que tendrían que haber permanecido en el más riguroso secreto. Nunca sabremos si esa divulgación es fruto de `soplos´, de negligencias o de una práctica periodística poco escrupulosa; sabemos, en cambio, que el daño que se ha hecho a la atleta es irreparable. Vivimos, se dice siempre, en una sociedad del espectáculo ; bajo este sintagma eufemístico se cobija una exaltación de la llamada `libertad informativa´ convertida en salvoconducto para la expendeduría de carnaza, lograda a través de los métodos más sórdidos e inescrupulosos.
Los medios de comunicación deberían meditar seriamente, si no desean que su menguante prestigio acabe extinguiéndose por completo, los fundamentos de su misión. no se puede alimentar la curiosidad de la llamada `opinión pública´ a costa de desbaratar famas y aventar turbios rumores. Y esta reflexión perentoria debería extenderse a quienes tienen como cometido perseguir el delito y administrar justicia. confundir ese cometido con la propagación de la sospecha y la `espectacularización´ de las acciones policiales y judiciales solo contribuirá a su propia degradación. Y, de paso, a destrozar vidas. las de quienes sufren en sus propias carnes los zarpazos del sensacionalismo mediático; pero también las de quienes nos alimentamos de esa carroña y nos refocilamos en su podredumbre.
La crisis del periodismo
A nadie se le escapa que el periodismo se halla inmerso en una crisis sin precedentes. crisis de identidad, en un momento en que la creciente atomización de las audiencias, el impacto de Internet, la sobreabundancia informativa y la publicidad menguante ponen en peligro la existencia misma de los periódicos; y también crisis del propio oficio de periodista, cada vez peor considerado socialmente, sometido a presiones que hacen casi imposible su independencia, sometido también a dramáticos ajustes de plantilla y sueldos de miseria que a pique están de convertirlo en prototipo del nuevo paria.
Escribía T. S. Eliot, en su poema La roca. ¿Dónde está la sabiduría, / que se nos ha perdido en conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento, / que se nos ha perdido en información? . Quizá estos versos expresen, mejor que cualquier tratado, el pecado mayor del periodismo de nuestra época. El negocio de la noticia, la comunicación de masas, se convirtió en el objetivo primordial de esta nueva forma degradada de periodismo, que dejó de preocuparse por explicar el mundo, para convertirse en una nueva e incesante modalidad de espectáculo que mantiene prendida la atención del público a costa de privarlo de su capacidad para enjuiciar los hechos. Se impuso la creencia de que bastaba manejar un flujo incesante de información para comprender el mundo; y ese flujo de información, lejos de ayudarnos a comprender el mundo, se ha revelado la mejor levadura para fomentar el caos, para mantenernos en un estado constante de aturdimiento que anestesia nuestra capacidad de juicio.
Y cuando el aturdimiento se convierte en nota predominante, es inevitable que sucumbamos fácilmente a la contaminación ideológica más simplista. La información es horizontal, el conocimiento es estructurado y jerárquico; pero cuanto más nos desenvolvemos en el plano estrictamente horizontal de la información, más inevitable resulta que rehuyamos los razonamientos complejos, para dejarnos acunar por las consignas más pedestres. Incapaces de interpretar ese flujo incesante de información que recibimos, ascendiendo jerárquicamente desde el plano de las meras noticias hasta el plano de las primeras causas que las explican, nos quedamos nadando en un caos informativo que solo nos resulta inteligible si lo acomodamos a la plantilla de una consigna ideológica. E, inevitablemente, en las personas críticas cunde el sentimiento generalizado de que no es posible conocer nada en profundidad a partir de la prensa.
Inmerso en el laberinto de una tecnología descontrolada, abandonados los fundamentos éticos y el anhelo de verdad que eran su razón de ser, el periodismo corre el riesgo de convertirse en un mero acarreo de noticias y consignas ideológicas. Y al periodista, entonces, no le quedará otro remedio que resignarse a su condición de mero obrero en una cadena de montaje. La información, convertida en una mercancía de consumo rápido, sometida a las leyes de oferta y demanda, irá degenerando paulatinamente en espectáculo, o se preocupará tan solo de enardecer los bajos instintos del público receptor, fomentando el sectarismo más ramplón e irracional. Así se alcanzará una situación paradójica. la saturación informativa no traerá consigo mayor libertad, sino, por el contrario, una obturación creciente de nuestra capacidad para enjuiciar las cosas y, por lo tanto, una reducción de nuestra libertad. Así, la prensa dejará de ser un `cuarto poder´ que vigila y denuncia a los otros tres, para convertirse en una faceta más de un poder omnímodo, que ya no lo será tanto de naturaleza política como económica; un poder omnímodo del que ya forman parte sindicatos, partidos políticos y demás instancias de supuesta representación popular. Y a la prensa, que ha sustituido su misión primordial de contribuir al esclarecimiento de la verdad por un criterio mercantilista, no le restará otra función sino contribuir a la consolidación de esas estructuras oligárquicas de poder. Así se completará la perversión completa del periodismo que, convertido en instrumento de las fuerzas económicas y de los intereses oligárquicos, dejará de servir a la verdad. Y cuando hablamos de `verdad´ no nos referimos tan solo a la veracidad de los hechos que el periodismo describe o analiza, sino sobre todo a la `verdad humana´, a la dignidad de la persona en todas sus dimensiones. Que eso, al fin y a la postre, es lo que convierte el periodismo en luz de las gentes.
Materialismo e indignación
El derrumbe de la idolatría materialista está provocando en las sociedades occidentales un malestar e indignación crecientes que se desaguan de las formas más variopintas. desde la resignada acedía (así llamaban los antiguos a la mezcla de flojera y pesadumbre de vivir) hasta el vandalismo más feroz y criminal. En la raíz de todas estas expresiones de malestar descubrimos una misma causa mediata o inmediata, que no es otra sino la amputación o estrangulamiento del sentido de la trascendencia, connatural al concepto de persona. El capitalismo, a la vez que se aseguraba para sí el acceso y posesión incontrolada de la riqueza material, se sacó del magín una auténtica olimpiada de derechos que sus vasallos debían esforzarse por conquistar o ganar. Y en el esfuerzo por conquistarlos o ganarlos, los vasallos olvidaron que tales `derechos´ no eran sino prerrogativas humanas, el bagaje que Dios ha concedido al hombre para cumplir con su deber máximo -físico y metafísico-, que no es otro sino vivir. Vivir con una particular ´metodología del amor` que solo puede conceder el sentido trascendente, y que el capitalismo desbarató por completo. amor de Dios al hombre, del hombre a Dios y del hombre al hombre.
Esta `metodología del amor´ es la única que posee una virtud unitiva capaz de lograr una sociedad justa. El capitalismo llevó al hombre no a la unidad por el amor, sino a la atomización por el odio; porque, a la postre, sus engolosinadores ´derechos´ se convirtieron en parapetos y empalizadas que rompieron los vínculos naturales entre los hombres, cuando no en catapultas y armas arrojadizas que se dirigieron contra los demás hombres. En un alarde de astucia, el capitalismo logró, incluso, que la noción natural de patria (que no es sino la plasmación más evidente, en el orden político, de esa `metodología del amor´ que se había empeñado en destruir) se identificase con una serie de instituciones políticas, sociales y económicas que había creado para su beneficio. Esta propensión `materialista´ del capitalismo fue, paradójicamente, adoptada por su enemigo aparente, el marxismo, que no solo asimiló el vicio de origen del capitalismo, sino que lo convirtió en afirmación ideológica, y hasta en filosofía. si para el capitalismo el materialismo era un demonio tentador, para el marxismo se convirtió en divinidad que ordena el mundo y explica sus contradicciones. Y así, para el marxismo, el materialismo se encumbró como falsa mística que excluye taxativamente el sentido de trascendencia como motor de las acciones humanas y convierte al hombre en mero `individuo´ en lucha dialéctica; así, por ironía diabólica, capitalismo y marxismo, en apariencia rivales, coinciden en lo que verdaderamente importa. en el menoscabo de la persona humana.
Inevitablemente, dos rivales aparentes que en su naturaleza más intima eran aliados tenían que acabar firmando una alianza, que empezó siendo un pacto de convivencia y acabó siendo lo que en la actualidad padecemos. una coyunda o amalgama que Hilaire Belloc denominó, en un opúsculo clarividente, el Estado servil , convertido en un sucedáneo religioso (idolatría) de obligado cumplimiento, fundado en un credo materialista que es la vez antropología y método económico falaces. Pero la amputación o estrangulamiento de una vida plena, regida por la `metodología del amor´ y el sentido de trascendencia, no se logra impunemente; y quienes la sufren, aunque confundan su sufrimiento con un `disfrute´ en el supermercado u olimpiada de los `derechos´, acaban padeciendo malformaciones. Enrique Jardiel Poncela (que, como todos los grandes humoristas, dejó escritas reflexiones de extraordinaria seriedad) lo explica con palabras dignas de ser esculpidas en mármol en el prólogo de su novela La tournée de Dios. La Humanidad, descentrada, puesta de espaldas a todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo consolador, y enfrentada con todos los materialismos perturbadores y entristecedores, ha perdido la perspicacia de ver dentro de sí, no sabe a qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber alguien o algo culpable de que ella no se encuentre a gusto. Esta indignación es para la Humanidad un goce, porque para un miserable siempre es un placer el poder injuriar. Y la Humanidad recurre a esa indignación para hacerse la vida soportable.
Juventud aplastada
Una de las formas menos denunciadas de la corrupción política y social que nos corroe es el aplastamiento de las jóvenes generaciones. Ocurre esto, paradójicamente, en una época que idolatra la juventud, que halaga y exalta las peores pasiones juveniles con el sórdido propósito de mantener a esa juventud confinada en el ostracismo, enchufada a diversos paraísos artificiales que la mantengan infantilizada, embrutecida, incapacitada para asumir compromisos fuertes y responsabilidades trascendentes. Las oligarquías de las `generaciones medias´ acaparan como en ninguna otra época de la historia el poder en sus más diversas expresiones; y se resisten como nunca a entregarlo. Han aprendido a utilizar en provecho propio los resortes del mando, han logrado usufructuar un régimen político, social y cultural que les beneficia (y en el que los intereses privados han sustituido impúdicamente al bien común); y contemplan con recelo a los jóvenes, todavía no maleados por el tejemaneje de los intereses creados, en cuyas cualidades -voluntad, coraje, generosidad, espíritu de sacrificio, imaginación viva, optimismo creador- ven un peligro temible. De ahí que las oligarquías de las `generaciones medias´ se empleen con especial denuedo en corromper a los jóvenes, brindándoles una educación cada vez más endeble y embotadora de sus potencias, anestesiando su curiosidad intelectual, extirpando sus inquietudes religiosas, embruteciéndolos en suma; y, mientras los embrutecen, los aplauden y llevan en palmitas, como a esclavos consentidos. Solo cuando están suficientemente embrutecidos, se les permite el acceso a la influencia y el poder Salvo que den pruebas de someterse temprano, salvo que demuestren un compromiso prematuro con los intereses vigentes. En este caso, no vacilan en encumbrarlos a las más altas magistraturas y puestos de responsabilidad; pues de este modo se crea el espejismo de que la juventud está siendo promocionada, cuando lo que en realidad se promociona es la juventud fiambre.
Suele decirse que los años atemperan las pasiones; y es cierto. Pero no solo las pasiones más viles y desenfrenadas; también las pasiones más nobles. La sagrada pasión del entusiasmo, por ejemplo, es propia de la juventud; y también el altruismo. Pero el entusiasmo y el altruismo son pasiones de las que abominan las oligarquías de las `generaciones medias´, que fundan su hegemonía en cálculos interesados y en el triunfo lento, pero inexpugnable, del egoísmo. El espíritu de las `generaciones medias´ es materialista. busca la permanencia, el lucro, el goce pacífico y sin sobresaltos de los honores conquistados y las prebendas adquiridas; el espíritu juvenil propende al bien moral (siquiera cuando ese espíritu no ha sido todavía corrompido) y, al no sujetar sus planes a cálculos interesados, abarca un mayor panorama, iluminado por la vivacidad de la imaginación. El joven ve la meta antes que los obstáculos; y su ardor y coraje lo empujan a sobrevolar los obstáculos, o a dinamitarlos. Pero, ¡ay!, lo que el joven percibe como un obstáculo es precisamente lo que las `generaciones medias´ han convertido en castillo de sus intereses; y para evitar que ese castillo sea reducido a escombros, se preocupan de refrenar y atemperar las pasiones juveniles. En otras épocas las refrenaban condenándolas al ayuno más riguroso; ahora las alimentan con una plétora de placeres sensuales y subalternos, hasta esterilizarlas y hacerlas inoperantes.
El estribillo de las oligarquías instaladas en el poder es siempre el mismo. proclaman la corrupción de las nuevas generaciones y, cuando las alaban, es porque las hallan suficientemente corrompidas. Pero el encastillamiento de las `generaciones medias´, convertidas en oligarquía que usufructúa el poder en beneficio propio, acaba provocando siempre un gran malestar social. Además de los males que acarrea a la sociedad la perpetuación de su mando, provoca una reacción suplementaria de encono, de despecho, de rabia sorda entre las generaciones postergadas, que pretenden sin éxito realizar su destino, o que solo lo realizan cuando ya sus energías están agotadas, o corrompidas. Y cuando las tareas que se deben realizar son urgentes, el estado de desesperación que origina el aplastamiento y embrutecimiento de la juventud es tierra abonada para los estallidos violentos. lo estamos padeciendo, o empezando a padecer, en este crepúsculo de la Historia.
Confesión
La reciente visita de Benedicto XVI a España ha servido, entre otras cosas, para que algunos aspectos centrales de la fe católica que los propios católicos han arrumbado o siquiera recluido vergonzantemente en el desván de la clandestinidad, por temor a provocar el escándalo o la irrisión de sus contemporáneos, fuesen expuestos sin rubor a la luz del día. Ocurrió así, por ejemplo, con la adoración eucarística, práctica que la mayoría de los católicos tiene olvidada, tal vez porque ha dejado de creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; y ocurrió así con el sacramento de la Penitencia, cada vez menos frecuentado por muchos católicos que, sin embargo, siguen comulgando como si tal cosa, quizá porque se creen tocados por una varita mágica que los hace inmunes al pecado, quizá porque han reducido la Comunión a una mera rutina o uso social (y la transubstanciación a un mero símbolo sin sustancia).
Solo que, cegadas esas vías de comunicación sobrenatural, el católico (o ex católico, o católico vuelto del revés) tiene que ingeniárselas para sustituirlas por sucedáneos idolátricos. La adoración de Dios la sustituye por la adoración de idolillos variopintos, que suele acabar indefectiblemente en adoración del hombre y de la obra salida de sus manos (llámese progreso, ciencia, democracia o cualquier otra promesa ilusoria de paraíso en la Tierra). La confesión de sus pecados aparentemente no la sustituye por nada, pues el hombre que se adora a sí mismo no se concibe como criatura pecadora y falible, y tiende a enjuiciar sus pensamientos, palabras, obras y omisiones como un compendio de virtudes (aunque el hombre endiosado no habla de virtudes, sino de -valores-, que son algo así como el fantasma de las virtudes, puestas en alza o en baja según al hombre endiosado le convenga). Pero el hombre, por mucho que se endiose, seguirá siendo pecador por naturaleza; y seguirá necesitando aliviar su conciencia, aunque para ello tenga que disfrazar sus pecados con otros ropajes, que a veces son los ropajes humillantes del -trauma- o el -trastorno mental-. Y así, a medida que los hombres dejaron de frecuentar los confesionarios, empezaron a frecuentar -confundiendo las enfermedades del alma con las enfermedades de la mente- las consultas de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas, que hicieron su agosto y empezaron a expedir absoluciones en forma de pastillas o grageas; absoluciones que tal vez para sanar las enfermedades de la mente sean eficaces, pero que a las enfermedades del alma solo pueden anestesiarlas, acrecentando a la postre sus efectos destructivos.
En su Autobiografía, Chesterton explica así su conversión al catolicismo. Cuando la gente me pregunta. -¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma-, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte una respuesta elíptica, es. -Para desembarazarme de mis pecados- . Pero este desembarazarse de los pecados no es un regalo; nada tiene que ver -prosigue Chesterton- con la promesa que nos hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad , consistente en afirmar que tales pecados no existen, dejando que su mancha siga corroyéndonos el corazón. Desembarazarse de los pecados tiene el precio de enfrentarnos a la realidad, a nuestra realidad más íntima y dolorosa, a toda la cochambre de coartadas que hemos ido levantando para justificar nuestra debilidad; cochambre que no nos hace más fuertes, como ilusoriamente nos vende el predicador pagano, sino en todo caso más atrincherados y acorazados en nuestra debilidad, más aislados de la realidad, impidiéndonos la reconciliación con todo lo que vive e impidiéndonos acceder a una vida nueva . Chesterton, en fin, se unió a la Iglesia de Roma porque encontró en ella una religión que osaba descender conmigo a las profundidades de mí mismo y le permitía regresar después a la realidad, pudiendo contemplarla con los ojos de un niño, bañada en una luz nueva, como recién estrenada. Esto es lo que no pueden brindarnos los predicadores paganos de la felicidad. niegan nuestros pecados, pero a costa de que la realidad que nos rodea sea cada vez más sombría, más angustiosa, más ulcerosa y llagada; y el único modo de combatir esa realidad enferma es la anestesia, administrada en grageas o en llamamientos a la búsqueda del placer, en incitaciones al consumo, en juergas aspaventeras o nirvanas variopintos. Anestesias que, necesariamente, habrán de aumentar poco a poco sus dosis; porque las úlceras del alma pronto empiezan a gangrenarse.