Un tiempo borroso
Un par de amigos, septuagenario el uno, octogenario el otro, me hacen la misma observación. les resulta muy difícil discernir, en la elección de sus lecturas, el grano de la paja, porque tienen la impresión de que en los últimos tiempos se ha producido un fenómeno de plétora o sobreabundancia, sumado -o íntimamente entremezclado- con una tendencia hacia la confusión, cuya consigna parece ser mezclar, embadurnar, exaltar la mediocridad, llamar a lo bueno malo y bueno a lo malo de tal modo que, a la postre, nada deje poso, nada deje huella, porque el zurriburri todo lo engulle y todo lo vomita, con idéntico afán bulímico, para mantener siempre renovada -siempre cambiante- su provisión de alfalfa. Al principio, tiendo a pensar que mis amigos piensan así porque se hallan en esa edad en la que, por sabiduría acumulada y por conciencia del valor precioso de la vida que nos resta por vivir, abandonamos el tráfago del que hasta hace poco hemos participado, para encaramarnos en una atalaya y contemplar con cierto desapego el sinvivir de quienes aún se debaten en su ruido y en su furia. Pero enseguida reparo en que yo mismo participo de su misma impresión.
Y es una impresión que no se circunscribe a las lecturas que son exaltadas por un día, en mogollón informe, como pienso que deglutimos presurosamente, sin llegar a digerir, para ser sustituidas por otras igualmente efímeras; lo mismo nos ocurre con las películas que vemos, con las aficiones que cultivamos, con la información que recibimos, con los afectos que profesamos con la pluriforme y avasalladora vida, que parece haberse convertido en algo demasiado semejante a una carrera sin respiro, donde nunca falta avituallamiento, a condición de que sigamos corriendo, corriendo siempre, hasta extraviar la meta, o hasta aceptar que ni siquiera existe meta. De tal modo que la propia carrera -cada vez más veloz y asfixiante- se convierte en sí misma en único fin; y los corredores olvidan que existe otra vida, apartada del frenesí que los incita a seguir adelante, siempre adelante, consumiendo bulímicamente, atiborrándose de sensaciones fugaces, atesorando ansiosamente experiencias que resultan siempre inanes, porque son como añicos de una vida que nunca podrán abrazar en plenitud.
Así, el tiempo que nos toca vivir se torna borroso, como acuciado por una íntima desazón que nos impide entregarnos con denuedo a ninguna causa; porque para que haya entrega a una causa tenemos primeramente que amarla, y solo se aman aquellas cosas que se conocen, y solo se conoce aquello en lo que podemos adentrarnos con una conciencia de duración y profundidad. Cuando faltan duración y profundidad, todo en nuestro derredor se torna fungible, prescindible, sustituible, sucedáneo; y cuando todo deja de tener valor, nuestra vida se corrompe de acedia, que es como los antiguos llamaban a esa mezcla de flojera y pesadumbre de vivir que es la enfermedad más característica de nuestro tiempo. una enfermedad que, a la vez que agosta el espíritu, trata de encontrar un lenitivo a su dolor mediante la satisfacción compulsiva, nerviosa, de anhelos apenas formulados, de apetitos imperiosos y estragadores. Por supuesto, tal satisfacción siempre nos sabe a pacotilla, a frustración, a estafa; pero como ya no podemos dejar de correr, como ya nuestra vida carece de un asidero que nos permita descender de esa girándula de artificio y banalidad en la que permanecemos montados, necesitamos sepultar el regusto amargo de aquella frustración primera satisfaciendo compulsivamente otro anhelo, otro apetito, otra aventura (pues así se nos presentan siempre estos lenitivos con los que tratamos de espantar la acedia), o un tumulto de aventuras , apetitos y anhelos que no hacen sino excavar más el vacío de nuestra frustración, hasta que el hartazgo acaba reventándonos por dentro, vaciándonos de espíritu, y arrojándonos al vertedero donde se pudren las víctimas de este tiempo borroso.
¿Y hay algún remedio contra este mal tan contemporáneo? Lo hay; aunque con frecuencia exige el tributo de dejar de ser contemporáneo. Y consiste en abandonar la carrera y el zurriburri, el mogollón informe y el carrusel enloquecedor, para vincularse lealmente a las cosas -a las pocas cosas- que ahondan (y elevan) nuestra vida.
Consiste en vivir con los pies pegados al suelo y la mirada clavada en el cielo. ardua empresa para un tiempo borroso que nos quiere corriendo, corriendo siempre, hasta extraviar la meta, o hasta aceptar que ni siquiera existe meta.
Infierno
Desde hace algún tiempo, a los teólogos (¡y hasta a los mitrados!) les ha dado la ventolera de decir que el infierno no es un lugar físico, sino un estado del alma . Afirmación que tal vez tenga sentido referida a ese estadio intermedio de la vida de ultratumba que se extiende desde la muerte hasta la resurrección de la carne; pero que, desde luego, referida a un estadio posterior, es una inconsecuencia y una majadería, pues si hay resurrección de la carne, tiene que haber lugares físicos donde los resucitados retocen de gozo o se retuerzan de dolor (otra cosa es que no se crea en la resurrección de la carne, pero para ese viaje teológico no hacen falta las alforjas de los lugares físicos y los estados del alma ).
Por fortuna, la consideración del infierno como lugar físico sigue ejerciendo una poderosa subyugación sobre la imaginación humana, irreductible a las monsergas de los teólogos, gracias sobre todo a las aportaciones literarias que han tratado de imaginar o reconstruir un paraje que el Apocalipsis denomina, sucinta pero muy gráficamente, lago de fuego y azufre .
Cuando sea mayor (quiero decir, viejecito) me gustaría escribir una especie de Atlas del infierno , en el que se compendiaran las distintas descripciones que la literatura nos ha suministrado sobre este lugar abismal, desde Virgilio a Swedenborg, pasando por Dante o Milton. Aunque este último, en El paraíso perdido, asegura que el infierno no se halla en el interior de la tierra, sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (forma de ubicación demasiado difusa y dependiente de los avances astronómicos), casi todos sus visitantes literarios convienen en situarlo -como su propio nombre indica- en algún paraje subterráneo. Así lo entendieron los antiguos, que localizaron su acceso principal en las proximidades del cabo Tenaro, donde Heracles inició su periplo de ultratumba para raptar a Cerbero; por esta puerta, denominada Averno, también transitaron otros héroes mitológicos, como el enamorado Orfeo, conmemorado por Ovidio, o el errabundo Eneas, cuyas glorias cantó Virgilio. Algunos hermeneutas, basándose en lecturas algo esotéricas del Génesis, afirmaban que las raíces del Árbol de la Ciencia cobijan las alcobas del infierno, mientras que sus ramas superiores sustentan el trono celestial.
Swedenborg sostiene que las ciudades terrestres poseen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Habría, pues, un Madrid celeste y otro Madrid infernal, en donde los bienaventurados y los réprobos oriundos de esta ciudad podrían seguir recorriendo ad aeternum sus calles y plazas. También existirían sendos Bilbaos empíreo y subterráneo, sendas Zamoras, sendos Torrelodones, etcétera, para que ningún alma se sintiese forastera en su destino de ultratumba. Esta versión urbana del infierno la corroboran San Buenaventura, que lo comparó con Babilonia y, en cierto modo, el propio Dante, que soñó, enclavada en los círculos quinto y sexto del infierno, la ciudad de Dite, excavada de fosos fétidos y erizada de torres de fuego. Pero no faltan tampoco las visiones más campestres del infierno, desde el bíblico valle de Josafat al pagano Orco, páramo fustigado por las tempestades donde se congregaban las arpías, las gorgonas y las hidras, faunas todas ellas poco recomendables.
Aunque la iconografía cristiana ha querido pintarnos el infierno como una especie de fragua perpetua donde los réprobos se abrasan sin posibilidad de refresco, los paganos concibieron un infierno con una cuenca hidrográfica que para sí quisieran los partidarios del trasvase Tajo-Segura. Recordemos, sin afán exhaustivo, el Río de los Lamentos, cuya corriente se habría formado por acopio de las lágrimas de los condenados; el Aqueronte, de aguas lentas y amargas; el Leteo, del que abrevaban los muertos para olvidar su existencia terrestre; y la laguna Estigia, que hizo invulnerable a Aquiles y cuyas aguas quebraban el hierro y los metales. Un infierno sin consistencia geográfica resulta, definitivamente, mucho menos amedrentador que este vasto lugar soñado por los poetas.
Un infierno entendido como estado del alma , de tan monótono e inalterable, propicia la adaptación del réprobo, que termina habituándose a sus tormentos, como el caminante acaba habituándose a la china en el zapato; en cambio, un infierno físico, de proporciones vastas y regiones siempre inexploradas, garantiza una provisión inagotable de tormentos. Urge que alguien escriba un exhaustivo atlas del infierno, para compensar tanta pachorra teológica.
Los últimos cineros
Muchos de los locales invadidos por las tiendorras fetén que infestan la Gran Vía madrileña los ocupaban hasta hace poco algunos de los cines más emblemáticos de la capital, que fueron cerrando a medida que enflaquecían las taquillas. Siempre me ha llamado la atención que en un país como el nuestro, que favorece con subvenciones la producción cinematográfica, se haya permitido la muerte por inanición de tantas salas de proyección. Aquí se podrá objetar que el cierre de las salas de antaño, espaciosas y vetustas como basílicas de una religión que se ha quedado sin fieles, se ha compensado con la apertura de esos horrendos hangares llamados centros comerciales, que cuentan con multicines a modo de establecimientos de fast-food en reata; y que el auge de tales centros comerciales, frente al ocaso de las salas tradicionales, ejemplifica el cambio en los hábitos de ocio de la población.
Con la expresión hábitos de ocio se alude eufemísticamente a la brutalización y gregarización de la gente, que en vez de llenar sus horas de asueto dando un paseo por el parque, tomándose unos vinos o haciendo manitas en un cine, se encierra en manada en un horrendo hangar para que le ordeñen concienzudamente la tarjeta de crédito, comprando cacharritos que no necesita, atiborrándose de hamburguesas hediondas y matando el tedio en un gimnasio que más bien parece un quirófano con olor a sobaco; atracciones hipermegachulis que se completan con el visionado de un bodriete en 3D, previo pago de esas gafitas oscuras, como de panoli o chuloputas, que nos sumergen en un mundo de nuevas sensaciones.Se trata, naturalmente, de un cambio en los hábitos de ocio inducido por los apóstoles del consumo bulímico y los promotores de la desesperación disfrazada de juerga que, sin embargo, hemos interiorizado como si de una elección propia se tratase.Y aunque, a veces, mientras recorremos la árida geografía de estos horrendos hangares sentimos una suerte de desazón metafísica (que no es sino nostalgia de una vida que merezca el calificativo de humana), la espantamos con artimañas rocambolescas, convenciéndonos de que tales centros comerciales nos hacen la vida más cómoda y grata (aunque, allá en el fondo de nuestras entretelas, sepamos que fueron creados a modo de manicomios o clínicas en las que, a la vez que nos pulen los ahorros, nos anestesian la acedia de vivir).
Uno, que tal vez necesitaría que lo encerrasen en un manicomio o una clínica (con tal de que no sea de adelgazamiento), no ha frecuentado jamás tales centros comerciales, pues mi abuelo me inculcó desde niño una aversión inexpugnable y tenaz hacia ese artefacto a modo de ataúd con ruedas que misteriosamente denominamos automóvil (aunque no se mueva por sí solo, sino a costa de nuestros nervios y del dineral que le inyectamos en gasolina); y, no teniendo automóvil, la tentación de frecuentar tales hangares ni siquiera me ha surgido. Además, me he buscado una novia que profesa la misma antipatía o desdén hacia el automóvil; de modo que nuestros hábitos de ocio se han quedado descatalogados y obsoletos, y tan a gusto que vivimos con nuestra obsolescencia.Y así, como príncipes orgullos de su rareza, nos metemos en los cines de la Gran Vía madrileña, en los pocos cines de la Gran Vía que aún sobreviven a la plaga de tiendorras fetén abiertas en los últimos años; y, sin descuidar las manitas (que es práctica en desuso, deliciosamente obsoleta y reñida con esta época sin misterio y sin temblor que nos ha tocado en desgracia), nos adentramos en esas salas espaciosas y vetustas, como basílicas de una religión que se ha quedado sin fieles, y saboreamos cada instante con fruición y presentida melancolía, como quien asiste a una ceremonia que tiene los días contados. Pero mientras los días se puedan contar al menos habrá días, que es algo que no se puede decir de los nuevos hábitos de ocio, que hacen del tiempo un páramo indistinto y mazorral; y en estos cines supervivientes de la Gran Vía cada día trae una exultación nueva, una perplejidad recién estrenada, un escalofrío o una risa inéditos.
Y así, exultantes o perplejos, escalofriados o risueños, refugiados en la oscuridad de los cines de la Gran Vía como en una placenta de gozos recónditos, mi novia y yo disfrutamos de los días contados como de un paraíso sin fecha de caducidad, descatalogados y obsoletos ambos, como Adán y Eva en un jardín del Edén del que hubiesen arrancado el maldito árbol de la ciencia del bien y del mal, que hoy habría adoptado la forma de uno de esos horrendos hangares llamados centros comerciales.
Un pedazo de cura
Aprovechando la beatificación de Juan Pablo II releo la mastodóntica biografía que le dedicó George Weigel, Testigo de esperanza. Me resultan especialmente sugestivas las páginas dedicadas a sus mocedades, donde resplandece una figura de un vigor humano inusitado.
Hay algo en el joven Wojtyla que provoca mi inmediata adhesión. tal vez sea su temperamento artístico; tal vez sea su vitalismo jubiloso, aquietado en las neveras del estudio y la oración; tal vez sea ese ardor propio de los hombres arañados por la adversidad y curtidos en el trabajo manual que, aunque luego se dediquen a tareas intelectuales, conservan su brío originario, una conexión con las cosas elementales y sencillas que los hace más intuitivos y abnegados.Nace en Wadowice, un pueblo de la Galitzia polaca, martirizada por sucesivas particiones, invasiones y anexiones y asolada en aquellos años por una crudelísima epidemia de gripe. Cuando apenas cuenta nueve años, su madre fallece; tres años más tarde también lo hará su hermano Edmund, víctima de la escarlatina. Educado espartanamente por su padre, un oficial licenciado del Ejército, aprenderá en las baladas y epopeyas polacas el amor a la patria; y, muy íntimamente unido a ese amor primero, el amor a la fe de sus antepasados, fermento de la conciencia nacional. En la lectura de los grandes románticos polacos -Sienkiewicz, Mickiewicz, Slowacki-descubre una incipiente vocación literaria, que enseguida se complementa con una vocación teatral, cuando ingrese en la compañía de Teatro Rapsódico de la Universidad Jagelloniana.
En la palabra, el joven Wojtyla descubre un instrumento para aunar sentimiento y razón, emoción e intelecto, así como un canal privilegiado para volcar su búsqueda exigente de espiritualidad. Es por estos años cuando Karol Wojtyla se enamora, platónica y atolondradamente, de una joven, aficionada como él a la literatura y el teatro; sabemos que era un tipo que gustaba a las mujeres, resolutivo, confianzudo, viril en el sentido hondo de la palabra, muy apartado de la imagen tópica del santurrón paliducho y morigerado que, por timidez, rehúye el trato femenino. Pero entonces descubre un amor más pleno y exigente que lo convoca y pone a prueba.Son los años sombríos de la ocupación alemana, en plena Segunda Guerra Mundial. Wojtyla trabaja en la cantera de Zakrzówek, extrayendo piedra caliza; por las noches, frecuenta la tertulia de Jan Tyranowski, un hombre santo que lo introducirá en el misticismo carmelitano. Muere su padre y encuentra en el arzobispo de Cracovia, Sapieha, otro de esos curas intrépidos y acérrimos que no conocen el miedo, una suerte de tutela paternal; inicia clandestinamente los estudios en teología en la residencia de Sapieha, infringiendo el mandato del invasor, que ha desmantelado los seminarios. Muchos de sus compañeros serán fusilados en estos mismos años y arrojados a los perros en las calles de Cracovia, para escarmiento de la población; así, su sacerdocio se convierte en una licenciatura del dolor que, con el advenimiento de la dictadura comunista, incorporará nuevas asignaturas de doctorado. A Wojtyla le encargará Sapieha la pastoral juvenil, una actividad que el régimen había prohibido; y Wojtyla organiza un grupo de estudiantes con los que gusta de montar excursiones campestres y actividades culturales.
Leen juntos a poetas prohibidos, escalan montañas, discuten sobre todo lo divino y todo lo humano, reman en kayak, celebran misa en un claro del bosque o en un remanso del río; los jóvenes de su grupo llaman a Wojtyla wujek , que en polaco significa tío , para que la Policía comunista, que persigue el proselitismo católico, no sepa que es sacerdote. De esta época quedan un puñado de fotografías que nos muestran a un Wojtyla atezado y prieto, restallante de entusiasmo y fortaleza física; hay en él una suerte de vibración luminosa que contagia a quienes lo acompañan. Arremangado y exultante, disfruta de cada instante como de un don precioso e irrepetible; y se nota que esa felicidad le brota de un manantial interior que nunca se agostará. Es un cura treintañero enamorado de su vocación, enamorado de la Creación y de sus criaturas, enamorado de Quien les brinda hálito y sustento.De regreso de una de estas excursiones campestres, Wojtyla recibe una comunicación que lo deja perplejo. Pío XII acaba de nombrarlo, a sus treinta y ocho años, obispo auxiliar de Cracovia. Lo demás es historia.
James Ellroy
En la entrevista que le hacía Ixone Díaz Landaluce -publicada hace un par de semanas en esta revista-, James Ellroy volvía a dar muestras de su particular soberbia doliente, de ese temperamento entre megalómano y tortuoso que se filtra en sus novelas, como una respiración agónica. En sus declaraciones, Ellroy se revela a la vez como un majadero y un profeta visionario, con algo de impostura aspaventera y algo de verdad desnuda y aterida; y de esa mezcla o tensión de contrarios, que al parecer anega caóticamente su vida, nace también su peculiar literatura, que a mi juicio es una de las más grandes de nuestro tiempo.
Y que, al mismo tiempo, es la literatura menos literaria que uno puede echarse al coleto; pero en esa elección áspera y desquiciante por una escritura reducida al esqueleto -y hasta a la pura médula calcinada del esqueleto- se cifra el embrujo de este autor desmedido, enfermo, arrebatadamente genial. Yo empecé a leer a Ellroy un poco a regañadientes, por petición de un amigo, que me obsequió con su autobiografía Mis rincones oscuros, una zambullida sin escafandra en las letrinas de una memoria alucinada y malherida, y con su apabullante novela América, una ficción descarnada y ponzoñosa sobre el magnicidio de Kennedy.
Confesaré que aquel regalo de mi amigo me fastidió un poco, pues Ellroy siempre se me había antojado una suerte de bufón más bien indigesto; y su estilo, telegráfico y premioso, un poco barullero en su búsqueda de simplicidad, me causaba -prejuiciosamente- cierto rechazo lindante con la grima.Recuerdo la lectura de América como una de las experiencias más perturbadoras de mi vida. Yo me hallaba a la sazón en Berlín, ciudad que nunca había visitado y que no he vuelto a visitar desde entonces; contaba apenas con un día para merodear sus calles y curiosear sus museos, después de pronunciar una borrosa conferencia. Acabada la conferencia, mis anfitriones me permitieron pasar por el hotel, para asearme y descansar un poco; y, tumbado en la cama, saqué de la maleta la novela de Ellroy, que había incorporado con displicencia a mi equipaje, con la intención de picotear somera y desganadamente entre sus páginas. Pero empecé a leerla y ya no pude dejarla. Fue como descender por un tobogán a un sótano lleno de horrores paralizantes; tan paralizantes que uno, para espantarlos, no podía sino seguir leyendo, leyendo, leyendo, a merced de aquella prosa compulsiva, gélida, erizada de sordideces impronunciables, embetunada de pecados y penitencias.
Tuve que llamar a mis anfitriones y excusar mi presencia en aquella cena, alegando una ridícula indisposición; y seguí leyendo sin descanso, hipnotizado por el desfile de truculencias que se concitaba en aquellas setecientas u ochocientas páginas, durante toda la noche, en un estado febril, desazonado, casi sin respiración, misteriosamente prendido de una narración que penetraba en mi mente como un percherón desembridado y rabioso, pisoteando mis prevenciones, arrastrándome en su remolino de furia. Acabé América por la mañana, exultante de insomnio, vacío de adrenalina, como si me hubiesen centrifugado el alma. Berlín ya no pude verlo; en realidad, me importaba un pimiento no verlo. Joder con Ellroy.Aquel tipo era una suerte de Shakespeare de los bajos fondos, entreverado con un loco evadido del manicomio que se pone a boxear sin guantes con los fantasmas caníbales que le roen las tripas. En la entrevista de Ixone Díaz Landaluce Ellroy asegura que, cuando escribe, siente que Dios está con él encerrado en su habitación. Yo más bien creo que en la habitación de Ellroy están Dios y Satanás, disputándose a palo limpio su alma gangrenada de pestilencias; y de ese combate sin cuartel el alma de Ellroy sale bañada en una sangre que es la vez divina y demoniaca, redención y condena. De ese desgarramiento interior, que hunde sus raíces en el asesinato de su madre y se enturbia de ensoñaciones lindantes con la psicopatía, brota una escritura que no se parece a ninguna otra, entre el testimonio clínico y el descargo de conciencia; una escritura que encuentra en las intrigas policiales, de una turbiedad incomparable, su desaguadero y su exorcismo.
A Ellroy lo han tildado de fascista, misógino, xenófobo y no sé cuántas lindezas más; pero tales denuestos no son sino la expresión pueril (y medrosa) de sensibilidades pazguatas, eunuquizadas por la corrección política, incapaces de adentrarse en el meollo trágico y abrasivo de una escritura que implora el bautismo de la gracia, mientras arde en las llamas del infierno.
Plutocracia
Cuando era joven, no leía las páginas económicas de los diarios porque se me antojaban un coñazo; y la petulancia propia del hombre de letras me obligaba a desdeñar los números. Ahora que soy mayor procuro no leerlas tampoco, pero en mi elección ya no intervienen la petulancia o el desdén, sino el horror al mal. El mal, sin embargo, posee una fascinación hipnótica, una suerte de magnetismo turbio, como la Gorgona; y aunque sepamos que mirarlo de frente nos petrificará, acabamos haciéndolo.
Hace un par de semanas, las páginas económicas de los diarios publicaban los resultados de las principales compañías eléctricas. así, sabíamos que una de ellas había obtenido un beneficio neto, durante el primer trimestre de este ejercicio, superior a los 1000 millones de euros, un 10 por ciento más que el primer trimestre del año anterior; y que otra había cerrado el pasado ejercicio con un beneficio de más de 4100 millones, un 20 por ciento más que el ejercicio anterior. El consejero delegado de esta última, para celebrar tan opíparos resultados, reclamaba al Gobierno una subida de la tarifa de acceso de entre el 15 y el 20 por ciento durante los dos próximos años, que se traduciría en un alza del recibo de la luz de entre un 7,5 y un 10 por ciento; un alza que debería acumularse a las sufridas en los últimos tiempos. Con un par.Hasta aquí los números, expuestos desnudamente, con esa aritmética gélida con que se desenvuelve el mal. Cifras semejantes las hallamos todos los días en las páginas económicas de los periódicos, referidas a grandes corporaciones y emporios financieros. pocos días antes, el consejero delegado de un banco, tras hacer públicos sus beneficios mastodónticos, anunciaba que las concesiones de créditos se mantendrían cerradas durante los próximos años. Y, entretanto, crece la insolvencia de familias y pequeños empresarios, incapaces de afrontar sus deudas; crecen el paro (en volandas de esa flexibilización del empleo que, según nos aseguran cínicamente, es la panacea contra la crisis) y los recortes salariales que es un primor.
De donde hemos de inferir, necesariamente, que el deterioro constante de nuestra economía real es proporcional a la creciente lozanía de las grandes corporaciones; y que todas las medidas que hasta la fecha han impulsado los gobiernos no tienen otro objeto que detraer el dinero de la economía real para engrosar las cuentas de resultados de las grandes corporaciones. Las subidas del recibo de la luz quizá sean una expresión especialmente escandalosa; pero encontraríamos otras pruebas por doquier, igualmente inequívocas.A medida que la crisis causa estragos, resulta cada vez más evidente que estamos asistiendo a la consagración de una nueva forma de plutocracia, lograda sobre el expolio de la economía real y la rendición del poder político, convertido en perro caniche de las consignas que recibe del gran capital. La crisis, que nació cuando la burbuja del sector financiero alcanzó dimensiones insoportables, se pretende solucionar del modo más peregrino. en lugar de explotar esa burbuja vacía, o de reducirla a unas dimensiones soportables, lo que se trata es de abastecerla, nutriéndola con los recursos de una economía real exhausta, hasta convertirla en una burbuja maciza , mientras la economía real queda reducida a una carcasa hueca y exangüe (paro creciente, familias insolventes, pequeñas empresas condenadas a la quiebra, etcétera).
Para completar esta labor maligna, la plutocracia tiene bien agarraditos de salva sea la parte a los Estados, cuya deuda forma parte de esa burbuja financiera que ahora se trata de estabilizar a toda costa, reduciendo a la inanición a sus contribuyentes; es un empeño suicida, pero los Estados han asociado su destino al de la plutocracia. forman ya una aleación inseparable, una amalgama que tarde o temprano saltará hecha añicos; pero que, hasta entonces, nadie podrá separar.En medio de este enjambre de malignidad, la propaganda oficial se desvive por convencer a la pobre gente expoliada de que las privaciones y sacrificios que ahora se le exigen redundarán en su beneficio. Que es como si el vampiro prometiera sarcásticamente a la víctima cuyas venas está saqueando que de este modo la protegerá de contraer una anemia. Y, mientras nos imponen nuevas privaciones y sacrificios, nos entretienen con sus cabriolas y volteretas (una campaña electoral por aquí, unas primarias por allá), que es como si el vampiro que nos saquea las venas nos hiciera cosquillas en las plantas de los pies, para aliviarnos los estertores.
El sacaperras televisivo
En apenas unos años, coincidiendo con la proliferación de canales televisivos digitales, se han afianzado unos espacios nocturnos decididamente cochambrosos que no son sino sacaperras para incautos. A veces adoptan el disfraz de un consultorio de futurología. un pitoniso o pitonisa que parece rescatado de una película de John Waters promete revelar a quienes se animen a llamar su número de la suerte, o diagnosticar la enfermedad del cuerpo o del alma que los consume, o averiguar si su matrimonio o noviazgo tiene los días contados, o simplemente convocar a no sé qué deidades protectoras que los ayudarán en la consecución de sus afanes. Otras veces, estos espacios estimulan la avaricia de los incautos con la promesa de un premio muy rumboso si adivinan las paparruchas más variopintas; y, en lugar del pitoniso o pitonisa rescatado de una película de John Waters, aparece en pantalla un chavalote con pinta de rufián de gimnasio o una chavalota con pinta de flor de mancebía que se desgañitan como licitadores en una subasta. Increíblemente, hay primos que llaman para que les lean el futuro en los naipes o para proponer la solución de la paparrucha; solo algunos entran en antena , y los despachan con una celeridad hiriente, como quien se quita de encima una plasta viscosa. Los primos que llaman para proponer una solución a la paparrucha casi nunca aciertan; los primos que llaman para que el pitoniso o pitonisa les adivine el futuro narran sus desgracias con voz entrecortada, y el pitoniso o pitonisa improvisa un ensalmo salvífico en menos que canta un gallo. Y a otra cosa, mariposa.El modus operandi del timo -pues de un timo se trata, y aun de los más rastreros y crueles- consiste en que los incautos que llaman se mantengan una hora pegados al teléfono, antes de entrar en antena ; y, con frecuencia, ni siquiera llegan a entrar.
El otro día tuve la oportunidad de escuchar a una pobre mujer, achacosa y lloriqueante, con los hijos en el paro, que reclamaba al pitoniso o pitonisa que tuviera piedad de ella y le cogiera antes el teléfono, porque se estaba dejando la pensión en el sacaperras; ante lo cual el pitoniso o pitonisa se hizo el longui y empezó a barajar las cartas, en las que leyó que sus hijos aún tardarían un poco en encontrar trabajo, si bien los achaques de la pobre mujer iban a desaparecer en un santiamén (el pitoniso o pitonisa acompañó la predicción con unos pases mágicos de un amuleto zoroástrico). Me pareció todo de una brutalidad sórdida e irrisoria a partes iguales; y, por un momento, traté de meterme en el pellejo de la pobre mujer burlada, cuya pensión habría quedado aún más esquilmada esa noche, antes de que a la semana siguiente volviese a llamar, para fundirla por completo, viendo que sus achaques persistían. Debía de tratarse, sin duda, de una mujer sumamente lerda, o tal vez sumamente desesperada, acuciada por las penurias más innombrables; pues, desde luego, a alguien que conserve un ápice de lucidez o pundonor no se le ocurriría caer en una trampa tan burda. Y entre gentes parecidas -golpeadas por el infortunio, humilladas hasta la abyección, idiotizadas por un consumo televisivo bulímico- deben de hallar estos sacaperras su clientela. Pero ¿es lícito que las televisiones expolien a esas gentes desahuciadas y con pocas luces?Me cuentan que tales sacaperras televisivos cuentan con las licencias preceptivas; y, por supuesto, puede aducirse en su defensa que a nadie obligan a llamar. Pero la libertad de esas personas que llaman es una libertad viciada por la ludopatía o la superstición, una libertad constreñida por la laceria o por la credulidad más desquiciada. Una libertad, en fin, que se ejerce para su propia destrucción; y que acaba (o empieza) siendo esclavitud. ¿Se puede aceptar que las empresas que han urdido estos timos, y las televisiones que las acogen, se lucren a costa de esas personas esclavizadas? ¿Se puede aceptar que los órganos administrativos dedicados a la vigilancia de los medios de comunicación concedan las licencias preceptivas a estos sacaperras degradantes?
A nadie se le escapa que tales sacaperras se ceban con las personas más disminuidas por la naturaleza o la adversidad; aceptarlas como si tal cosa nos disminuye y envilece a todos, nos hace partícipes de una burla infrahumana que acabará pasándonos factura. Que ya nos la ha pasado, en realidad; pues nunca podrá decirse con mayor justeza que tenemos la televisión que merecemos.
El tiempo de la limosna
Han pasado apenas unos días desde la celebración de las elecciones municipales y autonómicas cuando escribo estas líneas, y los acampados de la Puerta del Sol, que acapararon portadas en las fechas inmediatamente anteriores al 22 de mayo, empiezan a ser vistos como una chusma pulgosa y aborrecible. Aquí puede decirse con propiedad que en el pecado llevan la penitencia . para combatir el sistema del que abominaban, los acampados quisieron explotar la resonancia y el brillo mediático que el propio sistema les brindaba, aprovechándose de una coyuntura electoral; y como, a la postre, el sistema pasó como una apisonadora sobre su chiringuito, sus reivindicaciones parecen hoy obsoletas y descangalladas, como cachivaches inservibles que recluimos en el desván. En lo que vuelve a demostrarse que el sistema forma una amalgama de poder inexpugnable; y que pretender derribarlo con acampadas es como oponerse al avance de una división Panzer armado con un tirachinas.Las proclamas de los indignados estaban, por lo demás, lastradas por un emotivismo párvulo, por una retórica atufada de porros; y en casi todas ellas se percibía una candorosa ausencia de teoría política que se suplía con consignas más viejas que la tos. Quizá lo más llamativo de tales consignas era que, a la vez que reclamaban el desmantelamiento del sistema, demandaban más libertades ciudadanas y financiación pública al mismo sistema que combatían, ignorantes tal vez de que, si el sistema se ha hecho fuerte, es precisamente porque, a la vez que nos oprime y desangra, nos mantiene entretenidos con estos caramelos envenenados. A la postre, todos somos hijos de nuestra época; y los chavales indignados de la Puerta del Sol, al exigir que el reparto de caramelos envenenados se reactivase, no hacían sino proclamarse siervos del sistema que los ha modelado interiormente. Como a todos nosotros.Pero así y todo había en la acampada de la Puerta del Sol un fondo -magullado, malherido, hecho añicos- de bendita rebeldía española, reciclada en rastas y tetrabrik, que suscitaba cierta esperanza. Es verdad que la expresión de esa rebeldía era intuitiva, caótica y, en último extremo, ahogada por un vómito ideológico, como no podía ser de otro modo en una época en que el sistema se preocupa de empacharnos de morralla ideológica, para que nos entretengamos disputando sobre las consecuencias del mal que nos aflige, enviscados los unos contra los otros e incapaces de ascender hasta sus primeras causas. Este vómito ideológico que caracterizaba la protesta de los indignados los hacía antipáticos para mucha gente (la que profesa ideologías adversas); pero por debajo de ese vómito subyacía un malestar más profundo, compartido hasta por quienes los miraban con antipatía. Y ese malestar es la conciencia de que vivimos en una época en que el poder político, económico y mediático han formado una amalgama monstruosa, un Leviatán infinitamente más tiránico y acaparador que en cualquier otra época de la historia; disfrazado de ropajes democráticos, endulzado de libertades ciudadanas y otras golosinas suculentas, pero Leviatán rampante que nos deglute y tritura como si estuviésemos hechos de alfeñique.En este Leviatán rampante, al pueblo (que ya ni siquiera es pueblo, sino ciudadanía gregaria y amorfa, ciudadanía sin mística ni ascética) se le ha asignado un papel de mera comparsa retórica, mientras el sistema controla todas las instituciones que deberían estar al servicio del pueblo, desde los sindicatos al poder judicial, pasando por las universidades, las cajas de ahorro o los medios de comunicación. El instrumento para perpetuar esta dominación es la partitocracia, que, a la vez que desvirtúa las instituciones públicas hasta destruirlas, degrada al pueblo, convirtiéndolo en un organismo desvinculado, al que primero se agita con consignas ideológicas que actúan a modo de implantes emocionales, para después convertirlo en una papilla que se resigna al clientelismo, que acepta la corrupción como una calamidad endémica e irremediable, que reclama como un chiquilín emberrinchado un plato de lentejas en forma de libertades ciudadanas o financiación pública . Pero reclamar un plato de lentejas cuando previamente se ha renunciado a la primogenitura es inútil; porque ese plato de lentejas ha dejado ya de ser tu propiedad inalienable, para convertirse en una limosna que el sistema te concede o te niega según su libre arbitrio. Y que, al fin y a la postre, se convierte en un caramelo envenenado.
El anti-arte
Un cacho de carne llamado Jan Fabre, a quien el papanatismo contemporáneo califica de maestro de la provocación y no sé cuántas gilipolleces más, expone en la Bienal de Venecia una versión (que en realidad es perversión) de la sublime Piedad de Miguel Ángel que se halla en la basílica de San Pedro, en Roma. La perversión del cacho de carne, perpetrada en mármol de Carrara como la excelsa obra que envilece y denigra, sustituye el rostro de la Virgen María por una calavera; y, en un rasgo de pueril narcisismo característico de todos estos fantoches que tratan de colarnos sus esputos infecciosos como si fueran verdadero arte, la Virgen calaverizada sostiene en sus brazos un Cristo con los rasgos del cacho de carne, cuyo cuerpo en descomposición bulle de moscas y escarabajos, mientras porta en su mano derecha un cerebro, donde -según nos explica, orgulloso, el cacho de carne- se halla el alma del individuo . Y, por si aún nos quedara alguna duda sobre su credo artístico, el cacho de carne apostilla. El cuerpo humano es mi objeto de investigación. Su metamorfosis, la transformación de la materia. eso es todo lo que me interesa . ¡Pues vete a un depósito de cadáveres a disfrutar de tus intereses, cacho de carne, y quita tus sucias manos de Miguel Ángel!
Inevitablemente, el adefesio del cacho de carne ha suscitado una fenomenal polémica , que es de lo que viven (opíparamente) todos estos embaucadores que tienen de artistas lo mismo que yo de flaco; y, encaramado en la polémica, el cacho de carne aprovecha para pavonearse y dárselas de terrorista poético que hace que la gente piense, que discuta y que asuma su cuerpo y su mente (sic). ¿Hasta cuándo habremos de aguantar tanta paparrucha disfrazada de hondura? El adefesio del cacho de carne no es, a la postre, más que una expresión (especialmente degenerada, si se quiere) de las escurrajas del anti-arte, ese vómito de humores biliosos que viene después del empacho y la vomitona propiamente dicha. La primera fase del anti-arte (el empacho) fue la copia académica, el pastiche delicuescente y superferolítico, que necesitaba vampirizar el verdadero arte por falta de inspiración, pero que aún le tributaba cierta veneración (envidiosa y amargada, pero veneración a fin de cuentas, como la que los hombres achacosos e impotentes tributan a los hombres sanos y viriles). La segunda fase del anti-arte (la vomitona) consistió en expulsar y execrar el verdadero arte, suplantándolo por el garabato, el aspaviento y la pacotilla inmunda, como si los hombres achacosos e impotentes lograran convencernos de que sus achaques (agudizados) son un signo saludable y su impotencia una prueba de fecundidad, logrando además que los hombres sanos y viriles sean recluidos en lazaretos, como peligrosos apestados. En esta tercera fase del anti-arte (el vómito de humores biliosos), representada por el cacho de carne que comentamos, el anti-artista ya no se consuela con vampirizar el arte original, ni siquiera con suplantarlo con sus chafarrinones diarreicos. necesita corromperlo, degradarlo, desfigurarlo, prostituirlo; necesita, en fin, para obtener alivio, enfangarlo en su misma abyección, como el criminal pervertido que, incapaz de soportar sus achaques o su impotencia, busca consuelo contagiando con los miasmas de su enfermedad al hombre sano, o castrando al hombre viril.
En la primera fase del anti-arte, el signo distintivo era la frustración; en la segunda, la ira energúmena; en esta tercera fase, el anti-arte se expresa a través de la maldad deliberada, a veces disfrazada con una máscara paródica (recordemos al bufonesco Duchamp, pintándole bigote y perilla a la Gioconda), a veces (como le ocurre al cacho de carne que ahora comentamos) envuelta en un manto de soberbia campanuda. Pero si la parodia es instrumento predilecto de los pobres diablos, la soberbia es rasgo constitutivo de los diablos de alcurnia; por eso es inevitable que este anti-arte en fase terminal acabe afirmándose a través de la profanación. puesto que el mal es incapaz de alcanzar y abrazar la Belleza, necesita vestirla de puta y llevarla al burdel, necesita envilecerla, rebozarla en su vómito, hacerla chapotear en su pudrición, para asombro o irrisión de los papanatas (a veces tan solo tontos útiles, a veces tarados que comparten con el anti-artista su misma putrescencia y degeneración) que, mientras contemplan la belleza hecha trizas (la belleza convertida en puta por rastrojo), se refocilan en gustoso aquelarre, encumbrando adefesios como los que perpetra ese cacho de carne llamado Jan Fabre.