Unos días antes.
1.
Como era habitual el avión de Iberia comenzó a realizar la maniobra de aterrizaje cuando aún se encontraba sobre el Atlántico. Después de atravesar el mar de algodón que les había acompañado a lo largo de la última hora, de súbito, entre una tenue neblina apareció la masa negra y verde de la isla, con una pequeña corona de nubes señalando el pico Basilé, a unos diez kilómetros de distancia. En el azul oscuro del océano, hacia el oeste, se divisaban las numerosas plataformas petrolíferas que habían brotado como hongos en los últimos años.
El aparato sobrevoló a muy baja altura Punta Europa y planeó de costado para enfilar la pista del aeropuerto Santa Isabel, en Malabo. La lujuriosa vegetación de Bioko apareció en todo su esplendor. Un minuto después rodaba por el cemento hacia la nueva terminal.
Moisés Ngobé desabrochó el cinturón que le sujetaba al asiento y esperó a que el pasajero que viajaba a su lado se levantara y le permitiera salir. Ngobé era nervudo y sacaba con holgura una cabeza a otros hombres de estatura normal; el pelo gris, ensortijado, entre abundantes mechones completamente blancos, y pobladas cejas, también canosas. Su boca, de labios gruesos y dientes perfectamente alineados, aunque amarillentos por el tabaco, dibujaba una tenue sonrisa que contrastaba con la severidad de sus rasgos. La voz grave, cadenciosa, bien modulada, invitaba a la confidencia y terminaba por ganar la confianza de quienes le escuchaban. Resultaba difícil definir su edad aunque el pasaporte español, que guardaba bajo el bolsillo de su chaleco, ponía que estaba en los setenta años. Se cubría con una gorra de visera negra y vestía un viejo y desgastado chaquetón que, junto a una sempiterna mochila colgada del hombro, le daban un cierto aire aventurero.
Observó que el pasaje estaba constituido casi en su totalidad por hombres de color, algunos con sus mujeres e hijos pequeños que volvían al país, cuatro americanos, que pasaron todo el vuelo bebiendo whisky e importunando a una de las azafatas, una pareja de chinos y unos pocos españoles.
Recogió el equipaje de cabina, una bolsa de viaje y la mochila de tela impermeable.
Cuando salió al exterior para bajar las escalerillas, una bocanada de aire húmedo le golpeó el rostro. Extasiado, cerró los ojos, se detuvo un instante e inspiró con fuerza conteniendo la respiración hasta que le dolió el pecho.
Casi quince años sin volver por Guinea. ¡Demasiado tiempo para un viejo!
Se dirigieron al control de pasajeros y pasados los trámites aduaneros se encaminó a la salida para coger un taxi que le llevara a Malabo, capital de la isla de Bioko, en otro tiempo Fernando Poo. Como era costumbre, compartió el taxi con otros pasajeros, un matrimonio guineano y su hija, que también habían volado desde España.
El viejo y desvencijado Ford enfiló la autopista para recorrer los diez kilómetros que les separaban del centro de la ciudad. A un lado y otro de la carretera, las antiguas plantaciones de cacao realizadas por los españoles en la época colonial, ahora en estado de abandono, con numerosa foresta que luchaba creciendo hacia arriba por hacerse con un espacio de luz.
Se alojó en un pequeño establecimiento que lucía ostentosamente en su puerta el nombre de Hotel Madrid. Al menos, disponía de un aseo común y agua corriente para una ducha.
Después de echarse unos minutos sobre la cama, salió de nuevo a la calle. Miró el sol que se aproximaba a la linea del horizonte. Sabía que en muy poco tiempo se haría de noche. Siempre que regresaba a Guinea, no dejaba de sorprenderse de la rapidez con la que el sol se zambullía en las aguas del Golfo creando, durante los pocos minutos que duraba el fenómeno, una cascada de colores inigualables. Puntualmente, a las siete de la tarde, sin transición alguna, como en una muerte súbita, la luz desaparece y nace la oscuridad.
¡Cuánto había cambiado Malabo, la antigua Santa Isabel! Contempló el bullir de la gente, los nuevos edificios y comercios que habían crecido al amparo del boom económico de la última década a causa del petróleo y para beneficio exclusivo del dictador, sus familiares y allegados. Paseó por la avenida de la Independencia para llegar a la catedral construida por los españoles.
Suspiró con resignación. Anduvo por varias calles y pasó a uno de los barrios pobres de la ciudad, también sin transición, como la luz de la tarde y la oscuridad de la noche.
Esta era la auténtica Guinea, se dijo, y no la que Obiang quería vender al exterior, con obras faraónicas, hoteles de superlujo y piscinas cubiertas y climatizadas para gozo y disfrute de la casta dominante mientras el pueblo se hundía en la pobreza. Un mural descolorido con la imagen del dictador y el texto “Por el futuro de Guinea” le dio la bienvenida al barrio. Allí, todo seguía igual que dos décadas atrás, como si el tiempo en ese lugar se hubiera detenido.
Por la mañana, de nuevo en el aeropuerto, tomó un vuelo de la compañía nacional CEIBA que debía llevarle a Bata, en la zona continental. El bimotor, un ATR300, se encontró con rapidez entre las nubes. A través de la ventanilla, Moisés Ngobé intentó, como solía hacer en otras ocasiones, tener una panorámica de la isla, perdida ahora entre las brumas. Media hora después, rumbo sureste, cuando sabía que volaban sobre las aguas del Golfo, una falla de presión hizo que el avión bajara de improviso varios metros en vertical y que las cuarenta personas que componían el pasaje gritaran despavoridas. Reprimió como pudo las ganas de vomitar y decidió cerrar los ojos hasta que tomaron tierra en el verde y pequeño aeropuerto de Bata, al norte de la población.
Al igual que en Malabo, compartió con otros dos viajeros un taxi que les llevó a la ciudad.
Ngobé respiró hondo, llenándose los pulmones de la luz y del color del continente. La carretera desde el aeropuerto transcurría cercana a una playa de arena blanca. Si la isla de Bioko era el verdinegro desmesurado, Bata era la armonía de colores.
A la entrada de la población encontraron un control de aduana, uno de los muchos que existen en el país y que no tienen por misión más que institucionalizar la opresión y la corruptela.
Cerca del puerto les llamó la atención una torre piramidal de unos setenta metros de altura rematada con una larga antena.
―La torre de la Libertad ―informó el taxista con una media sonrisa.
―¿La libertad? ¿De quién? ―preguntó con sorna uno de los viajeros.
El conductor no respondió: la ley del país prohíbe terminantemente criticar a políticos e instituciones públicas, y menos al presidente, que se considera a sí mismo poseedor de naturaleza divina. Después, aclaró:
―De noche es muy bonita, toda iluminada de colores que cambian. Lo que ven en el centro es un restaurante que gira continuamente. Y abajo hay una discoteca.
Se alojó en un pequeño hotel. Tardaría algún tiempo en volver a tener el lujo de darse una ducha con agua corriente y dormir entre sábanas limpias. En una televisión algunos clientes contemplaban la sempiterna presencia de la primera dama, petulante y enjoyada, en la ceremonia de recepción a un ilustre huésped, mientras otros comentaban animadamente la excursión que iniciarían por la mañana hacia el sur, hacia Corisco y el parque natural del estuario de Río Muni. Ngobé se acercó a estos últimos y, como sobraban plazas en el microbús, no tuvieron inconveniente para que les permitiera acompañarles.
Dio una vuelta por la ciudad. Había crecido mucho desde la última vez que pisó sus calles. Bloques enteros de pisos construidos en los últimos años pero deshabitados por falta de poder adquisitivo de la mayoría de la población, junto a otras casas de ladrillo y obra, o de adobe o madera, con techos de cinc. “Por el progreso de Guinea”, ponía un rótulo con la imagen de Teodoro Obiang en un cartel mal clavado al lateral de una casa y a su lado un bidón de gasolina vacío, utilizado para recoger agua, con el anagrama de la Exxon-Mobil. La miseria impregnada en cada calle, en cada casa, con las fachadas cayéndose a pedazos, el olor dulzón, a podredumbre, en cada esquina. Y, sin embargo, la alegría desbordante de las gentes, como si las estrecheces no fueran con ellos.
2.
Cuando el conductor detuvo el Land Rover en una plazoleta cercana al antiguo ayuntamiento en Cogo, los siete pasajeros saltaron aliviados para estirar las piernas. Cerca de ellos, un grupo de ocho o diez soldados jóvenes, casi adolescentes, con sus fusiles bajo el brazo y apoyados en una camioneta les observaron, en especial a las tres chicas del grupo. Unos niños descalzos jugaban bulliciosos al fútbol con una pelota casi desinflada.
Un viaje de dos días desde Bata para recorrer menos de cien kilómetros por carreteras infernales que se convertían en auténticos torrentes tras cada aguacero y camiones madereros circulando a toda velocidad. Uno de ellos había tenido un accidente esparciendo los grandes troncos que transportaba y dejó cortado durante medio día el acceso al nuevo y gran puente que cruza el río Mbini.
Moisés Ngobé se despidió de sus acompañantes y dirigió sus pasos hacia el muelle. El calor, junto a una humedad ambiental cercana al cien por cien, producía la sensación de encontrarse en un permanente baño de vapor. Se quitó la camisa empapada de sudor y agua.
Río Muni, más que un río es un brazo de mar de cinco kilómetros de anchura en algunos puntos, que se interna más de treinta en el interior del continente formando un amplio estuario que recibe las aguas de varios ríos.
Cerca del muelle, en un pequeño embarcadero un hombre calafateaba un cayuco que, a su vez, daba sombra a un adormilado perro. A la entrada, un rótulo sobre un panel de madera ponía: “Se alquilan barcas. Con y sin motor. Precio a convenir”. El animal fue el primero en oír las pisadas del recién llegado y se incorporó curioso antes de dar varios ladridos de aviso. Su dueño levantó la vista sin dejar la faena y le hizo un gesto al perro para que dejara de ladrar y no importunara al posible cliente. Este, se acercaba con el torso desnudo, una camisa a cuadros en la mano y una bolsa de viaje en la otra. A medida que se aproximaba, le fue observando con mayor atención.
―¿Moisés...? ―preguntó, al fin, incrédulo.
El recién llegado no respondió. Dejó el bolso, la mochila y la camisa al borde del camino. Cuando estuvieron a dos metros uno del otro, corrieron a abrazarse.
―¡Cuánto tiempo!
―¡José, hermano...!
Pasaron varias horas comiendo y hablando en lengua fang. Más tarde llegaron dos hijos de José en sendas canoas con motor trayendo a un grupo de turistas de una excursión por el río.
3.
Al siguiente día bien temprano, Moisés Ngobé subió a una canoa dispuesto a remontar el curso del río. Se volvió, y con un gesto dijo adiós a su hermano y a los dos sobrinos que le despedían desde el borde del embarcadero. Rehusó de nuevo el ofrecimiento que le hicieron de acompañarle.
―Es algo que tengo que hacer yo solo.
Las aguas discurrían tranquilas, prácticamente estancadas. Remaba de manera cadenciosa, introduciendo la pala sin apenas provocar ruido. Siguió próximo a la orilla izquierda entre manglares y otras plantas acuáticas, dejando atrás isla Francesca. Poco después las aguas se volvieron pútridas y las nubes de mosquitos, insufribles. Algunos cocodrilos se dejaban ver tomando el sol en el limo de la orilla.
Por suerte, comenzó a llover y, de momento, la lluvia alejó a los insectos. Desde diciembre hasta mediados de febrero hay una breve estación seca, lo cual no impide que, a veces, llueva como si de la estación de lluvias se tratara. Era lo que ocurría aquella mañana. Ngobé colocó la canoa entre los manglares y, sin salir de ella, se resguardó bajo la amplia copa de un árbol hasta que pasó la fuerza del chaparrón.
Cualquier otra persona que no conociera la ruta podría perderse entre el laberinto de manglares, arroyos y ríos que confluían en el amplio estuario. Siguió remando tomando rumbo de forma progresiva hacia el centro de la manga con objeto de virar hacia la derecha y tomar la boca de uno de los ríos que confluían en el estuario.
El calor volvía a ser sofocante y los mosquitos en hordas seguían haciendo de las suyas. Al principio, le costó un poco de esfuerzo contrarrestar la corriente del Congué hasta que consiguió llevar la canoa a la proximidad de una de las orillas. Poco a poco, la selva mostraba sus formas confusas y, a la vez, majestuosas. Troncos de árboles, como increíbles columnas, se alzaban a uno y otro margen uniendo sus copas y formando una bóveda que la luz del sol no conseguía atravesar, como en la penumbra fresca de una catedral. Pasó cerca de un aserradero, pues pudo oír el ruido de las motosierras. Otros árboles de tamaño más reducido luchaban por hacerse un hueco en la vertical del bosque y alcanzar un espacio de luz que les permitiera sobrevivir.
El ligero chapoteo de los remos al entrar en el agua, espantaba a los monos que gritaban bulliciosos saltando y chillando entre las ramas lo que, a su vez, provocaba la espantada de las aves en la parte superior de las copas.
Poco a poco, la garganta vegetal fue reduciendo su diámetro haciendo imposible que cualquier rayo de luz solar pudiera traspasar la increíble floresta. Media hora después, con un golpe de remo y asiéndose a una liana, enfiló un afluente que, casi desapercibido, vertía sus aguas a otro río de mayor caudal.
A partir de ahí sabía que ojos ocultos en la espesura vegetal observarían de forma permanente todos sus movimientos. Siguió remando aunque, varias veces tuvo que parar para desenredar lianas y ramas de las palas. Llegado a un punto, en un pequeño embarcadero natural formado por las raíces de un gigantesco okumé, saltó a tierra y amarró el cayuco a una de las ramas.
Hizo un saludo amistoso a sus ocultos vigilantes, cogió la mochila y se adentró entre la impenetrable maleza. Se encontraba exhausto, pero no podía permitirse descansar si no quería que le cogiera la noche. Siguió abriéndose paso por el muro vegetal hasta que llegó a un claro de la selva. En ella una pequeña aldea con cabañas construidas con troncos, nipa y barro, y un fuego en el centro de la aldea le dieron la bienvenida. Sin tránsito de tiempo alguno, se produjo la noche cerrada.
Salieron curiosos los niños y mujeres, primero, rodeando al recién llegado. Después llegaron los hombres y, con ellos, el jefe y el brujo. Ngobé hizo una profunda reverencia a modo de saludo. El jefe y el hechicero le preguntaron algo en lengua fang. En medio de un profundo silencio, Ngobé realizó un largo soliloquio en esa lengua. Al final de la misma, el brujo elevó sus brazos al cielo y lanzó un tremendo grito que recorrió la selva, ahuyentando a murciélagos, aves y monos, que chillaron, asustados, en los árboles. Después, todos le siguieron hasta la entrada de su cabaña.
Los hombres comenzaron a tocar los tambores con ritmos cada vez más agitados, mientras se pasaban una vasija de barro de la que bebían hasta embriagarse. Otros comenzaron a bailar con frenesí. Las miradas de los danzantes se dirigieron a la cabaña por donde entró el hechicero.
Poco después, y de improviso, los timbales dejaron de sonar y los bailarines de danzar.
Apareció el brujo con lujosos collares y adornos reservados para las grandes ocasiones, el cuerpo brillante de aceites, en una mano un estilete de plata y, en la otra, una calavera humana.
Pero lo más llamativo para cualquier europeo que hubiera tenido la oportunidad de observar la escena, resultaba la máscara con la que se cubría la cara. Era una talla en madera pintada en amarillo pálido, simulando la piel de un hombre blanco, de rostro alargado, con una nariz aguileña, bien perfilada. Para dar mayor similitud a la apariencia, le había implantado unos mechones de cabello negro, lacio, encima de las orejas. Una boca grande, de labios delgados, apoyaba la imitación.
El conjunto daba la impresión de ser la cruel caricatura de un hombre blanco.
Quien hubiera conocido a don Manuel Ramos, habría dicho que aquella máscara que había tallado el brujo le representaba con bastante fidelidad.